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Raymond Clevie Carver, Jr.

(25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor


estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.

Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la


citada corriente del realismo sucio. En la época de su muerte Carver era considerado un
escritor de moda, un icono que América "no podría darse el lujo de perder", según
Richar Gottlieb, entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá
el mejor del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al
hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días del
referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".
Su editor en Esquire, Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo
de la prosa de Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15
palabras en lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo,
Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de Esquire.
Carver murió en Port Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.

Poemas de Raymond Carver

Desocupado

Los que eran mejores que nosotros


vivían cómodamente en casas recién pintadas
con inodoros a botón en todos los baños.
Manejaban autos de modelo y marca
reconocibles.
Los que no tenían trabajo, estaban apenados,
no les iba bien.
Sus autos extraños estaban estacionados
sobre cajones, ‘al fondo’ de casas polvorientas,
donde se amontonaban infinidad de objetos inútiles.
Los años pasan y todo y todos son reemplazados.
Existen siempre, es lo que dicen, nuevas oportunidades.
Pero, para decir la verdad,
a mí nunca me gustó el trabajo.
Mi objetivo era permanecer desocupado.
Ése era mi mérito.
Me gustaba la idea de sentarme en una silla,
hora tras hora, frente a la casa, sin hacer nada
con un sombrero sobre mi cabeza y tomando una gaseosa.
¿Qué hay de malo en eso?
Fumar, escupir de vez en cuando.
Tallar madera con mi cuchillo.
¿Hay daño o maldad en esto?
En ocasiones salgo con mi perro a perseguir conejos.
Tenés que hacerlo alguna vez.
A veces levanto a un chico gordo y rubio como yo,
diciéndole: ‘‘¿de dónde te conozco?’’.
Nunca digas: ‘‘¿Que querés ser cuando seas grande?’’
Naturalmente

Un claro en las nubes.


El macizo perfil de las montañas azules
que recortan el horizonte.
El amarillo apagado de los rastrojos.
El río muy negro.
¿Qué estoy haciendo en este lugar,
solo y cargado de culpas?
Me pregunto.

Sigo comiendo las frambuesas de la fuente.


Sin hacerme problemas. Si estuviera muerto,
me recuerdo, no podría saborearlas.
Nada es tan simple.
Sí, todo es así de simple. Naturalmente.

Hijo

Esta mañana me despertó una voz


que regresaba desde mi infancia.
La voz dice: ‘‘despertate’’,
y yo salto de la cama.
Es extraño, toda la noche, en mis sueños
yo busqué ‘ese’ bendito lugar
donde mi madre pueda vivir y ser feliz.
‘‘Si querés que enloquezca,
está bien, si ése no es tu deseo,
por favor sacame de acá’’, repetía la voz.
Me reconozco único culpable.
Yo la mudé a esta ciudad que odia.
Yo alquilé la casa que odia, rodeada
de vecinos que odia, llena de muebles
que odia.
‘‘¿Por qué no me diste la plata para que yo la gastara?’’
‘‘Quiero volver a California, ¡ahora!’’, grita la voz.
‘‘Voy a morir si me quedo’’. ‘‘¿Vos querés que muera?’’
gime la voz.

Esta mañana en el mundo,


no existen respuestas a esta pregunta
ni a ninguna otra.
Suena el teléfono y suena, no deja de sonar.
No me acerco al aparato, tengo miedo de oír una vez más,
la pronunciación de mi nombre.
El mismo nombre que mi padre escuchó durante 53 años.
Antes de abandonarnos en busca de su recompensa.
Murió después de decir: ‘‘llevá estas cosas a la cocina, hijo’’.
La palabra hijo emitida desde sus labios,
tembló en el aire para que todos la oyeran.

La lapicera

La lapicera que no faltaba a la verdad,


por todas sus preocupaciones
terminó dentro del lavarropas.
Salió una hora más tarde y la tiraron
al secarropas junto con un par de ‘jeans’ viejos
y una camisa a cuadros.
Los días pasaron y ella permaneció
recostada tranquilamente sobre el escritorio
que estaba frente a la ventana.
Ella pensaba que estaba totalmente agotada.
Sin convicciones. Sin voluntad.
Una mañana, poco antes del amanecer,
recuperó antiguas fuerzas
y escribió:
‘‘Los campos húmedos duermen
bañados por la luz de la luna’’.
Después de este esfuerzo
se quedó muy quieta,
nuevamente vacía, su utilidad
terminada.

Él la sacudió,
la golpeó sobre la tapa del escritorio.
La dejó a un lado.
Abandonó las pretensiones de hacerla trabajar
o casi todas.
Sin embargo
ella realizó un nuevo esfuerzo,
apeló a sus últimas reservas.
Esto es lo que escribió:
‘‘Un viento suave, y más allá del ventanal
los árboles flotan en el dorado aire de la mañana’’.

Él trató de hacerla escribir algo más,


pero eso fue todo. La lapicera
dejó de escribir, definitivamente.
Él la puso con otras cosas inservibles
en el incinerador.
El tiempo transcurrió, días o meses,
y fue otra lapicera
una que todavía no había demostrado nada
la que con facilidad escribió:
‘‘La oscuridad se posa en las ramas.
Quedate muy quieto, no salgas de la casa,
quedate muy quieto...’’

El rasguño

Me desperté con una mancha de sangre reseca


pegoteada sobre uno de mis párpados. Un arañazo,
profundo, cruza transversalmente las arrugas de mi frente.
Sin embargo, últimamente, he estado durmiendo solo.
Y me pregunto por qué un hombre, incluso en un mal sueño,
alzaría la propia mano para lastimarse la cara.

Esta mañana pretendo responder esta pregunta


y otras similares, mientras observo en silencio
mi rostro que se refleja en los cristales de la ventana.

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