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Lo biológico, lo social y lo psíquico

Sebastián Waingarten

La medicina no es una ciencia, y en este sentido no podría estar enteramente


sustentada en un saber. Estrictamente hablando, la medicina es una práctica
social. Se puede decir que había médicos cuando no existía todavía la ciencia
tal como la conocemos actualmente, y se trataba de una medicina de pleno
derecho, como es el caso de la medicina de los egipcios y los griegos. Algunas
de las formulaciones de esos médicos, como por ejemplo los principios éticos
hipocráticos siguen siendo válidos hasta el día de hoy.

Es claro que en su forma contemporánea la medicina se apoya en el estado


actual del saber que nos aporta la ciencia, esto es, la que se rige por una
concepción del método científico que encuentra sus raíces en la física
newtoniana. La práctica médica utiliza como insumos tecnológicos y
epistémicos los productos de ciencias duras como la física, la química y la
biología. Esto ha dado lugar al ideal racionalista-tecnocrático de que podría
haber una ciencia del cuerpo saludable que contemple todas sus posibles
afecciones, que se complementaría con un saber sobre lo psíquico (sano o
enfermo), superando la dicotomía cartesiana entre cuerpo y mente.

Pero el saber es incompleto por estructura, tal como lo demuestran la realidad


y el desarrollo de la historia de las ciencias. Las ciencias del hombre como la
Economía, la Antropología, la Lingüística, etc., han desarrollado métodos
conjeturales, formas de validación y paradigmas distintos a los de las ciencias
duras, y divergentes entre sí, muchas veces al interior mismo de cada una de
esas disciplinas. Sin considerar esto, la organización misma de las principales
instituciones de formación médica, que son la Universidad y los Hospitales,
aplana, tomando como homogéneos los distintos campos. Las especialidades
son entendidas imaginariamente al modo de un mosaico, capaz de formar por
yuxtaposición un cuadro completo.

Clásicamente, el saber médico se especializa siguiendo las vías de la


cartografía del cuerpo, dando lugar a la conformación de Servicios y Cátedras
que conocemos hoy. Los ejemplos pueden ser Cardiología, Neumonología,
Nefrología, Hematología, Genética, etc., correspondiéndose con los distintos
órganos y sistemas. Sólo recientemente asistimos en algunos ámbitos a la
conformación de nuevos dispositivos como unidades de accidentología o
servicios como el de tabaquismo, que se corresponden con problemáticas
complejas y no con sitios anatómicos de afección.

La psicopatología puede ser considerada en este sentido una especialidad al


mismo nivel de otras como la anatomía patológica o la gastroenterología. La
Salud Mental sería entendida dentro de este paradigma médico como un área
que se ocupa de saber sobre el buen o mal funcionamiento del órgano cerebral
y sus conductas concomitantes. Nosotros en cambio entendemos lo psíquico
no como una especialidad médica más, sino como una dimensión que
atraviesa por entero los distintos aspectos de la práctica médica, cualquiera
sea el grado de especialización que se trate, toda vez que entre en juego un
determinante psíquico en la subjetividad del médico o el paciente.

Caracterizamos lo psíquico por la incidencia de la palabra en el viviente.


Decirlo de este modo implica diversas cuestiones; en primer lugar, que la
palabra y el lenguaje se sitúan en un orden o registro diferentes a la vida
entendida en términos puramente biológicos, pero que inciden en ella hasta el
punto de trastocar sus principios reguladores más básicos, haciendo de la
“pura vida” el soporte de una legalidad que le es heterogénea.
Podemos graficar esto tomando prestado un recurso del psicoanalista francés
Jacques Lacan. En un principio, un ser viviente se rige por la necesidad
biológica, y cuenta con un saber inscripto en su cuerpo, llámese el instinto, que
le prefigura las vías de acceso al objeto de satisfacción de esa necesidad.

En el viviente de la especie humana, su estado de prematuración biológica al


nacer hace que no pueda proveerse por sí mismo el objeto de su necesidad, y
esto implica que ya tempranamente su acceso a los objetos estará mediado por
la acción de otros, quienes interponen un saber que ya no es el del instinto,
sino que está delineado, conformado, por las contingencias que resultan del
desarrollo histórico de una formación cultural. Así, no son las mismas las
interpretaciones posibles del llanto de un bebé en una sociedad capitalista
occidental, que en una cultura andina o amazónica, y el objeto que se provea,
ya sea el alimento, las caricias o los cánticos, no toman la misma consistencia
en cuanto a sus ritmos, los modos de acercarlo al sujeto o su significación. El
orden del lenguaje y la palabra es el que conforma efectivamente ese devenir
histórico y cultural.
En el viviente humano, esta búsqueda del objeto promovida por la tensión de
la necesidad lo lleva al encuentro con un vector que lo intersecta, y que es lo
simbólico, en tanto orden de la cultura y el lenguaje. ¿Cómo ocurre esto?

La función simbólica es encarnada por aquellos a quienes se considerará


como personas significativas en la vida de un sujeto, por ejemplo, quienes
ejerzan las funciones materna y paterna, por provenir de ellos las palabras que
marquen u orienten el destino de ese ser que es hablado.

Lo que ejemplificamos mediante el objeto de alimenticio es válido también


para el objeto sexual, representado en el caso del ser puramente biológico por
el individuo de la misma especie, del sexo opuesto. La sexualidad humana es
la resultante del encuentro con el Otro del lenguaje y su objeto,
consecuentemente, va a estar contorneado por la palabra.

El movimiento hacia el Otro transforma lo que hubiera sido puro objeto de la


necesidad en don de amor. Aquí se instala por primera vez lo que puede
localizarse como el circuito de la demanda. Es en este mismo movimiento que
el cuerpo se erotiza y es por eso que el cuerpo que portamos no es una
“extremidad superior con cinco falanges” sino lo que alguien en nuestra infancia
nombró de algún modo. Es en el margen que se abre cuando la demanda se
despega de la necesidad donde puede esbozarse el deseo.

Es crucial diferenciar aquí cuerpo, en tanto es lo que un sujeto, de alguna


manera “tiene”, del organismo que todo animal en su realidad biológica “es”.
Las consecuencias de esto para la comprensión de los avatares de la
sexualidad humana en tanto diferente del sexo animal son innumerables.
El modo en que se inscriba la realidad del sujeto en el campo médico
dependerá de cómo se tenga en cuenta la dimensión de lo psíquico en tanto
efecto de la palabra. Por lo tanto, resulta pertinente introducir algunas
precisiones acerca de lo que entendemos por lenguaje. La manera como
funcionan efectivamente el lenguaje y la palabra en el plano subjetivo difiere en
gran medida de la idea común que se tiene al respecto.

La noción más común que se tiene acerca del lenguaje humano es que éste
funciona al modo de un código. Las palabras serían las unidades de
significación, en tanto remiten, o hacen referencia a objetos o entidades
externas al código. Un ejemplo de esto sería: la palabra “zanahoria” remite al
objeto zanahoria, se utiliza para designar éste y solamente tal objeto. Al hecho
de que las unidades de significación remitan siempre a un solo y mismo objeto
se denomina univocidad de código.

Muchos lenguajes en el reino animal funcionan así. Por ejemplo: el lenguaje


de las abejas. Cuando una abeja exploradora divisa la existencia de polen en
cantidad, regresa hasta el panal y le comunica al resto la localización
topográfica de su hallazgo mediante una danza en forma de “8” enteramente
codificada, de tal forma que el ángulo del eje de rotación respecto al suelo y la
amplitud de la curva representan la dirección y la distancia a la que se
encuentra el polen. Este lenguaje es universal para toda la especie, y podemos
decir que funciona instintivamente.

Numerosos ejemplos tomados de situaciones de la vida cotidiana de los seres


humanos permiten mostrar que nuestro lenguaje no funciona de esta manera.
Si pensamos, por ejemplo, en una discusión de pareja o aún en una discusión
política, recordaremos cuánto cuesta muchas veces ponerse de acuerdo
mediante el uso de las palabras respecto de las cuestiones de más básica
significación. Es que términos tales como “amor”, “libertad”, “justicia”, etc. no
podrían tener un referente identificable y unívoco, común a todos los seres
hablantes.

Debemos agregar además tres hechos, que serán retomados más adelante:
el primero, que en ocasiones el fluir de nuestro discurso rebasa nuestra
intensión significativa, y muchas veces nos encontramos diciendo de más o
bien otra cosa que la que queríamos decir; el segundo, estrechamente
relacionado con el anterior, es que hay usos del lenguaje en los cuales es más
claro que la palabra no hace referencia a una significación preexistente sino
que genera un sentido que no estaba antes, como pasa en el caso de la
creación literaria o la elaboración conceptual; el tercer hecho es que en
ocasiones las palabras no cumplen la función de referir un estado de cosas o
comunicar una acción o intención humana, sino que la realizan propiamente, es
el caso de enunciaciones como: “te prometo…” que…”, “apuesto tal cosa…”, o
simplemente “acepto”, en donde el decir es al mismo tiempo hacer algo, instituir
hechos de palabra.
Los lingüistas denominan estos dos últimos hechos como fundantes de la
dimensión poética y preformativa del lenguaje, respectivamente. Estas
dimensiones implicadas en los actos de palabra, que alteran sustancialmente el
principio de univocidad de código, constituyen aspectos cruciales de
funcionamiento de lo que podemos denominar como orden o campo del
lenguaje.

Por otra parte, es frecuente opinar que lo biológico y lo subjetivo son dos
niveles distintos en constante interacción, pero se entiende a lo subjetivo como
algo caótico, inestructurado, azaroso o singular que interviene en las
regularidades que encuentra el saber científico. Pero entonces, ¿se puede
pensar un orden o legalidad propios, un modo de funcionamiento específico
para lo psíquico humano? ¿Cómo entender que lo psíquico, si bien está
incluido en lo físico o biológico, le es heterogéneo? ¿cómo dar cuenta de la
asimetría entre los dos órdenes y a la vez de su interacción, es decir, de su
diferencia?

El concepto de “soporte”, cuya genealogía es compleja (está presente, por


ejemplo, en el pensamiento de Marx), intenta resolver estos impasses. Para
introducirlo, vamos a presentar la siguiente analogía: hay que suponer una
situación en la que dos jugadores de ajedrez están desarrollando una partida,
sobre un tablero de madera; y queremos estudiar el desarrollo del juego. Un
método consistiría en estudiar las propiedades físicas de las moléculas que
componen la madera de la que están hechos el tablero y las piezas, así como
la estructura biológica de los organismos o individuos que juegan el juego,
incluyendo los procesamientos de sus aparatos nerviosos, hasta la producción
y la forma de los movimientos musculares. También se podría partir de la
psicología de los jugadores, la trama compleja de las vivencias pasadas y
presentes, cómo se sentían ese día, cómo se han desenvuelto sus relaciones
interpersonales, etc. Pero si lo que nos interesa estudiar es la partida de
ajedrez, ambos procedimientos nos resultarían no solo sumamente engorrosos
sino, de hecho, inconducentes. Haríamos mejor en considerar las reglas del
ajedrez, la estructura de posiciones de las piezas antes y después de cada
movida, los distintos tipos de estrategias a que responden las decisiones de los
jugadores. Encontraríamos así un orden de legalidad relativamente autónomo
con respecto al resto de los niveles en juego que le sirven como soporte.

Junto con autores como José Bleger, definimos como reduccionismo al


intento de explicar un orden de fenómenos mediante la legalidad que está
operando en otro orden. Así, el reduccionismo físico (fisicalismo) o biológico
(biologicismo) se caracterizan por pretender explicar el conjunto de los
fenómenos humanos mediante hipótesis físicas o biológicas, respectivamente.
También existe un reduccionismo inverso: con el argumento de que las teorías
científicas no son otra cosa que fenómenos psicológicos humanos, se ha
llegado a intentar explicar la física por la psicología, sin considerar que el
campo de la física tiene un modo de funcionamiento propio (si bien no tanto en
lo que hace al surgimiento de sus hipótesis,
sí en cuanto a sus modos de validación) cuyo establecimiento está a cargo de
las epistemologías.
La crítica ha demostrado también que las extrapolaciones realizadas de
ciertas leyes biológicas a otros campos, por ejemplo, la teoría de la evolución
para explicar hechos psicológicos o sociales, o la teoría del procesamiento de
la información para explicar ciertos aspectos del funcionamiento de los
simbolismos en la cultura, no tienen validez explicativa ni demostrativa.
El psicoanálisis, que en sentido estricto es la teoría de lo que ocurre en una
cura psicoanalítica, permite formular un conjunto de hipótesis sobre un orden
de legalidad efectivo en el ámbito de la experiencia subjetiva, que denomina
campo del lenguaje.

Se hace necesario introducir algunas precisiones: la efectividad de lo que


opera en dicho campo no pertenece a la esfera de las vivencias de la
conciencia, de ahí que el objeto del psicoanálisis se denomine como lo
inconsciente. Correlativamente, por lenguaje no se entiende un conjunto de
signos, o sea, de correspondencias biunívocas entre elementos significantes
(por ejemplo, imágenes acústicas o visuales) y significados o representaciones,
sino una batería de elementos discretos (es por una homonimia con respecto a
la lingüística que también en psicoanálisis se los llame significantes) que
producen por su articulación efectos de sentido, efectos sobre el cuerpo.

Los efectos de la articulación de los significantes en el campo del lenguaje


tienen la particularidad de que no son predecibles ni calculables, el análisis de
cada efecto particular solo puede establecerse retroactivamente, a posteriori.
Esto introduce de por sí un modo distinto de validación de su teoría y su
práctica.

Este orden del significante preexiste, espera por anticipado a cada sujeto
humano, aun antes de su nacimiento, bajo una multiplicidad de formas: no solo
la lengua que se habla en la comunidad a donde va a parar, las reglas que en
dicha sociedad prescriben o proscriben los intercambios sexuales sino también
el nombre que le han elegido, las palabras articuladas por sus padres a
propósito de ese ser, los modos prevalentes de hacer con ello, que deberá
acarrear, sin saberlo, a lo largo de su existencia.

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