Sunteți pe pagina 1din 3

Cuando eres tu propio enemigo

Este artículo ha sido verificado y aprobado por Sergio De Dios González el 8 octubre,


2018

Ser enemigo de uno mismo es experimentar sentimientos de


rechazo frente a lo que somos, pensamos y sentimos. Ejercer una
crítica mordaz y sobredimensionada frente a todo lo que hacemos. Sabotear
cualquier oportunidad que aparezca para estar mejor o ser más feliz.
No hay amor sin odio, como no hay odio sin amor. Ambos sentimientos son
como la noche y el día: la cara y el sello de la misma moneda. Hasta en los
afectos más tiernos y transparentes siempre hay ráfagas, o bocanadas, de
odio. Esto se debe a que toda forma de amor implica alguna dosis de
insatisfacción. No existe el amor perfecto, porque no existen seres humanos
perfectos.
Amamos y nos aman de manera defectuosa. Eso es aplicable también
al amor que sentimos por nosotros mismos: nunca es tan completo, como para
que no quepan dudas, ni aparezcan fisuras.
Lo que sí resulta claro es que entre más consistente sea ese amor
propio, mejor es el amor que podemos sentir por los demás. Pero
¿qué pasa cuando en lugar de amarnos, nos odiamos a nosotros mismos?
¿Qué pasa cuando actuamos como si fuéramos nuestro propio enemigo?
“Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios
pensamientos.”

-Buda-

Enemigo de uno mismo, ¿por qué?

Lo lógico sería que cada uno de nosotros contara al menos


consigo mismo para salir adelante en la vida. Pero eso no siempre
ocurre. Muchas veces es precisamente uno mismo quien se encarga de
convertir en un infierno la propia vida.
Nadie nace odiándose. Todo lo contrario. Al comienzo de la vida somos gente
que pide todo y no da nada. No tenemos ninguna duda acerca de la legitimidad
de nuestras necesidades y deseos. Pero es precisamente en
la infancia donde se comienzan a cocinarse esas abrumadoras
fantasías negativas acerca de nosotros mismos, que pueden marcar
toda la vida.
Lo que nos lleva a esa fatal convicción es la presencia de una
figura que así nos lo hace creer. Se trata de alguien amado y
fundamental durante nuestro crecimiento. El padre, la madre, o ambos. A veces
es toda una estructura familiar. O alguien de quien dependemos de algún
modo.
Lo cierto es que esa figura, o esa estructura, resultan incapaces para acoger en
el amor a un nuevo ser. Generalmente lo que hay es una cadena de
desamor: los padres, o la familia entera, repiten lo que ellos
mismos vivieron al comienzo de sus vidas.

Casi siempre se mueven en el marco de relaciones en las que prima la


indiferencia frente a las necesidades de otros, la tristeza, la vergüenza y la
agresividad. Aparecen un sinnúmero de gestos de abandono, o amenaza de
abandono, de rechazo.

Silencios duros, negación de los sentimientos. Rechazo y castigo frente a los


actos de autoafirmación. Severidad en los juicios y represión de las
emociones. Sobre la base de una atmósfera así, resulta muy difícil contar con
las condiciones para edificar un genuino aprecio por sí mismo y por los demás.

El círculo fatal

El desprecio por uno mismo se aprende tanto consciente como


inconscientemente. Todos llevamos dentro un cierto componente de
impulsos autodestructivos, que crecen y se potencializan cuando el medio los
alimenta.
Lo que sigue es, seguramente, una historia difícil. El niño que se hace
adolescente y luego adulto, permanece más o menos invadido
por sentimientos de tristeza, ira y culpa. Lo peor es que esos
sentimientos tienen un alto grado de indefinición. La tristeza, la ira y la culpa
nacen de casi cualquier cosa y se dirigen a todo y a nada a la vez.
Aparecen algunos automatismos en el pensamiento: no puedo,
no soy capaz, tengo miedo, no valgo nada, no le importo a nadie .
Eso también se traduce en lo que se siente por los demás: no pueden, no son
capaces, tienen miedo, no valen nada, no importan.
De este modo se construye un círculo fatal en el que esa relación nociva
que se mantiene con uno mismo, se traduce en una relación
destructiva con los demás. Esto genera malas experiencias que
retroalimentan la idea de uno mismo como alguien malo o indigno.
En esa falta de ese amor propio opera el mecanismo conocido
como “identificación con el agresor”. Significa que uno termina
pareciéndose a aquellas personas que nos han causado un gran daño. Es, por
supuesto, un mecanismo inconsciente.

De niños deseábamos amor, reconocimiento y respeto. Pero quizás obtuvimos


todo lo contrario. Sin embargo, en lugar de cuestionar esas respuestas,
intentamos ser como aquellos que nos rechazaron, nos abandonaron o nos
agredieron.

La persona queda atrapada en el espejo. O sea, perpetúa la mirada


negativa que alguna vez recayó sobre ella. Internaliza el odio o el rechazo del
que fue objeto. Admite como válidos esos sentimientos hacia sí mismo.
En la raíz de muchos problemas comunes, como la depresión, siguen vivas
este tipo de historias. Sigue viva esa negativa a evaluar objetivamente
lo que nos dijeron o nos hicieron. Aceptamos pasivamente que sí, que
lo merecíamos. Y terminamos cargando con un peso que no nos corresponde.

S-ar putea să vă placă și