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La composición

Silvia Schuher
A las madres que buscan a sus hijos.
A los hijos de esos hijos. A las abuelas que
quieren encontrarlos.
Pronto va a hacer como un año que pasó. Fue en noviembre. No me acuerdo qué día. Sé
que fue en noviembre porque faltaba poco para que terminaran las clases y ya estábamos
planeando las vacaciones. Siempre nos vamos unos días a algún lugar con playa. No muchos
porque sale muy caro, dice mi mamá. Bueno, decía. Mi hermanita y yo estábamos durmiendo. No
me importó demasiado que esa noche, la anterior, papá y mamá estuvieran preocupados, porque
ellos casi siempre andaban preocupados, pero igual eran muy buenos con nosotras y nos hablaban
todo el tiempo. Más a mí, porque mi hermana es un poco chica todavía. Recién ahora está en
primer grado con la señorita Angélica. A veces yo no entendía del todo lo que me querían decir,
pero mi papá me explicaba que algún día iba a poder. Igual, ahora también sigo sin entender
mucho que digamos. Mi hermanita no sabe nada. La abuela me quiso mentir a mí también, pero
yo no soy tonta, así que… Prométame que no le va a contar a nadie ¿eh? Y menos a mi abuela
porque ella tiene mucho miedo y no quiere que lo hablemos. Pero yo a usted se lo tengo que decir
porque después me va a preguntar y si lloro ¿qué les digo a las chicas?
Estábamos durmiendo y de repente yo abrí los ojos. La puerta de la pieza estaba cerrada.
Era raro que no me hubiera venido a despertar mi mamá si ya entraba luz por las persianas. Yo
siempre me doy cuenta de la hora por la luz que se mete entre los huecos de las persianas. Y esa
mañana la pieza ya estaba bastante clara y no se escuchaba ningún ruido. A mí no me gustaba
faltar al colegio porque entonces me tenía que pasar todo el día sola aburriéndome en casa. Por
eso no me hice la dormida. Llamé a mi mamá. Pensé que era ella la que se había quedado
dormida. Me imaginé que se iba a poner contentísima de que ya me pudiera despertar sola. Pensé
que me iba a decir que yo ya era una señorita y que eso la tranquilizaba. La llamé y, como no vino
y tampoco hubo ningún ruido, me levanté. Primero me senté en la cama y traté de despertar a mi
hermanita para que no llegáramos tarde. Blanquita, al jardín. Y como ella tampoco me escuchaba,
me empezó a agarrar miedo y casi me puse a llorar. Miedo, qué sé yo. La sacudí un poco y cuando
abrió los ojos, le di un beso como hacía mi mamá y le alcancé la ropa. Tuve miedo porque un día
escuché que mamá le decía a papá que si a ella le pasaba algo… que siempre nos hiciera acordar a
nosotras… de un mundo mejor, qué sé yo, esas cosas. Tuve miedo igual, porque para mí el mundo
no era feo, el mío por lo menos. Ahora todo es horrible. Mi hermanita y yo nos vestimos. Yo la
ayudé un poco, pobre. No me animaba a salir sola de la pieza. No sé por qué. Así le dábamos
juntas la sorpresa a mamá. Blanquita no hablaba porque estaba medio dormida. Cuando preguntó
por mamá le dije que íbamos a ir juntas despertarla. Que seguro se había quedado dormida.
Nuestra pieza da al comedor. Y enfrente, del otro lado del comedor, está la pieza de mis padres.
Salimos en puntas de pie. Mi hermanita venía atrás mío. ¡Yo me quedé!...
Blanquita también se dio cuenta de que algo había pasado porque en el comedor había un
desbarajuste bárbaro. Los libros estaban en el suelo y algunos rotos. Las sillas, cambiadas de lugar.
Y bueno, para qué le voy a seguir contando. Usted no vaya a decir nada, seño, pero yo tuve miedo.
Llegamos a la pieza de ellos: la cama estaba vacía y deshecha, pero no como cuando se iban
apurados. Deshecha del todo, hasta un poco corrida de lugar. Ahora no sé si había llegado ese día:
que si pasaba algo y las nenas. Hablaban tanto… Papá siempre me abrazaba y me decía que yo iba
a ser libre y Blanquita también. Como un pájaro. Que iba a ser amiga de muchos chicos y en el
colegio para el día del niño todos iban a tener un juguete y que eso era la libertad por la que ellos
peleaban. ¿Dónde?, me pregunto. Porque entre ellos no peleaban nunca. No, casi nunca. Y menos
por la libertad, que también es eso de los juguetes ¿no? No estaba ninguno de los dos en toda la
casa. Blanquita lloraba más fuerte que yo. Entonces la abracé y le di un beso. Nos sentamos en el
piso del comedor en el medio de todos los libros. Yo empecé a ponerlos en orden, los que estaban
rotos los dejé para arreglarlos. Pensé que a lo mejor mamá había salido a comprar la leche y le
dábamos la sorpresa. Lo que más nerviosa me ponía era cómo lloraba Blanquita, dale y dale. Capaz
que tenía hambre, así que fui a la cocina que también era un bochinche. Iba a sacar unos panes de
la bolsa y justo sonó el teléfono. ¡Ah! Me había olvidado de decirle que cuando entramos al
comedor para ir a la pieza de mis padres, el teléfono estaba descolgado y yo lo puse bien.
Entonces atendió Blanquita y yo enseguida le saqué el tubo de la mano. Era mi abuela con la que
estamos ahora. Y cuando le conté lo que pasaba, en vez de decir que ay esta madre que tienen,
dio un grito y dijo no se muevan, esperen ahí.
Me asusté mucho y yo también grité. Con Blanquita nos quedamos en un rincón. La
llamábamos a mi mamá porque mi papá siempre salía temprano así que sabíamos que no podía
estar. Después me sentí un poco mal, porque el más grande tiene que ayudar al más chico, y en
ese momento yo no la estaba ayudando nada a Blanquita. Ni siquiera la soltaba porque me sentía
mejor agarrada a ella. Prométame señorita que usted no va a contar nada de lo que le digo. Mi
abuela dice que es peligroso y no quiere. Usted cree que vivo con ella porque no tengo mamá,
porque se fue de viaje o algo así –como dice mi abuela cuando alguien se muere–. Pero es
mentira, seño. Le juro que es mentira. Yo tengo mamá. No sé dónde está, pero tengo. Ella decía
otro mundo y eso a lo mejor es un poco lejos. La verdad que ahora sería bueno que invente un
mundo mejor ¿no? porque es una porquería todo esto. Las chicas se piensan que yo estoy muy
contenta con mis abuelos porque nos compran todo lo que queremos, pero es mentira. Usted no
les diga nada, no, porque de verdad son muy buenos y nos compran lo que queremos. Yo a usted
se lo tuve que contar porque recién dijo que había que hacer una composición para el día de la
madre y las chicas me dijeron que bueno Inés, vos le podés hacer una a tu abuela, y usted también
me iba a decir eso cuando yo me vine acá y le hice perder el recreo largo en su escritorio ¿no?
Buenos Aires, 1977
3155 o El número de la tristeza
Liliana Bodoc

       Por decreto Nº 3155, publicado el 13 de octubre de 1977,


       fue prohibida la distribución, venta y circulación de un libro
       para niños. Dicho de otro modo, amordazaron a un elefante.

 
MIL NOVECIENTOS setenta y seis. Se apagó el verano. Se escuchó la tos seca del otoño.
La ciudad se llenó de carretas negras, conducidas por sombras. Los relojes tomaron la
costumbre de detenerse muy temprano porque la calle y la noche eran una combinación
impensable. Los gritos de las almas que intentaban escapar de sus perseguidores se escuchaban
con claridad, pero nadie tenía atención para prestarles. Ni amor suficiente para salir en su
ayuda.
Las ventanas perdieron su propósito principal: mirar la vida. Y los susurros se
transformaron en una manera de pensar. Sin embargo, había gente que leía cuentos.

Hubo un padre...
El mío. Se llamaba Andrés, y no entiendo cómo me parecía grande si solamente tenía
23 años.
Me quedaron su pensamiento, el color de los ojos y su fotografía. Pero las fotografías
tienen un tremendo problema: no cambian, no envejecen. Por eso, hoy tengo más años de los que
él tenía cuando me leyó el cuento de Víctor, el elefante.
-¿Te has vuelto loco, Víctor? -le preguntó el león, asomando el hocico por entre los
barrotes de su jaula-. ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? iEl
rey  de los animales soy yo!
La risita del elefante se  desparramó como papel picado en la oscuridad de la  noche.
-Ahora tengo que irme -dijo mi papá-. Mañana seguimos.
Le pedí que leyera un poquito más, pero me respondió que se le hacía tarde. Recuerdo
que, desde la cama, vi los pantalones anchos y coloridos de mi mamá, que miraba desde la puerta
del dormitorio. Ella tampoco quería que se fuera.
Mi papá se acercó para darme una explicación inapelable.
-¿Viste el cuento que acabamos de leer?
-Ajá.
-¿Te cayó bien ese elefante?
-Ajá. Sobre todo, me gustó lo de la risa como papel picado.
-Bueno... Alguien ordenó que nadie, nunca más, pueda leer ese cuento; que hay que
sacarlo de las librerías y alejarlo delas casas y de las escuelas. ¿Eso te parece bien?
-Me parece mal -contesté.
-A mí también me parece mal. Por eso tengo que irme. ¿Entendés?
Yo entendí más o menos, pero lo suficiente como para resignarme. Papá dejó el libro sobre
la mesita de luz.
-Te prometo que mañana lo terminamos -dijo, sin intención de mentir.
Después escuché los zuecos de mamá cuando lo acompañó hasta la puerta. Y escuché el
silencio inconfundible de un beso. ♣
Y hubo una madre.
La mía. Ella era asustadiza. Mala, no. Asustadiza. Esa tarde entró a mi dormitorio y
se puso a revolver los estantes.
-¿Dónde se metió? -decía para sí misma.
-¿Qué buscás? -pregunté.
-Ese libro que te regalaron para el cumpleaños. ¡El del elefante!
Sabía que mi mamá no podía estar buscando el libro para leerlo, porque siempre
tenía cosas mucho más importantes que hacer. ¡A ver si iba a perder el tiempo con
tonterías!
Entonces, ¿para qué lo buscaba?
-¡Acá está! -dijo. Y miró al elefante de color violeta y pantalones rayados como si
estuviese frente al demonio.
-¿Para qué lo querés? -pregunté.
Ella me respondió mientras se iba, por eso pensé que no había entendido bien. No
pudo haber dicho “para quemarlo”. No pudo haber dicho eso. La alcancé en mi cocina y
volví a mi pregunta.
-¿Para qué, mamá?
Se dio vuelta y me miró con expresión severa.
-Para quemarlo, Mariana. Para quemarlo.
Antes de preguntar alguna otra cosa, necesitaba entender. Y la verdad, yo no lograba
hacerlo. Mi mamá se detuvo apenas en una explicación.
-Lo prohibió el gobierno. No se puede tener en casa ni en la escuela. ¡Mucho menos
leerlo! -y agregó-: No me explico cómo tu tía te regaló una cosa así.
-Es lindo -le dije. Hay muchos animales que quieren volver a ser libres…
-¡Ni me hables!
Mamá buscó los fósforos, en los que tres patitos se alineaban en formación estricta,
y caminó hacia el patio. Yo fui detrás. Era tan evidente su determinación que ni siquiera me
atrevía a pedirle que no lo hiciera. ¿Por qué prohibían un libro? A lo mejor contagiaba
alguna enfermedad. Me pasé las manos por la pollera.
Mientras tanto, mi mamá había puesto el libro en un fuentón de aluminio. Me
gustaría decir que le temblaron las manos, pero la verdad es que no fue así. Ni las manos ni
los ojos. Más bien me pareció que se sentía importante. Miró su obra durante un rato, y se
fue. Una frase del cuento me vino de pronto a la cabeza.
-¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon
amenazadoramente. 

También hubo una estatua.


La estatua que había en la fuente del parque de mi barrio.
Que a un bloque de mármol blanco le den forma de jovencita no es algo sin
consecuencias, porque de tanto cincel y martillo la piedra se despierta. Alguien la
sacó de su sueño para darle cintura, cabello retorcido a un lado. Y unas manos
delgadas y larguísimas donde pudieran posarse los pájaros del parque.
Mi prima y yo teníamos la costumbre de pasear cada tarde por el parque. Y
casi siempre llevábamos un libro. Nos gustaba sentarnos en la fuente para que mi
prima, tres años mayor que yo, leyera en voz alta.
A veces, muy de tanto en tanto, yo tenía la sensación de que la estatua, a
nuestras espaldas, prestaba atención a la lectura. Y hasta llegué a pensar que algunos
cuentos le gustaban más que otros. Claro, nunca le dije eso a mi prima porque los
pensamientos suelen dar vergüenza.
Esa tarde leíamos el cuento de un elefante que quería hacer huelga general en
el circo.
Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un
elefante de circo, se decidió una vez a pensar “en elefante”, esto es, a tener una idea
tan enorme como su cuerpo…ah…eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento.
Hubiésemos terminado el cuento de no ser por una de esas lluvias repentinas
que sólo sirven a los enamorados, pero no a los niños que juegan en los parques.
Una gota en medio de la página y mi prima, cuya misión era velar por mi
integridad, dispuso que debíamos volver a casa. Antes de separarnos me prometió
que al día siguiente traería el mismo libro.
Me alegré por mí y por la estatua. Estaba segura de que no le gustaba dejar un
cuento sin terminar.
Sin embargo, aquella vez no fue posible darle el gusto.
Al otro día mi prima llegó sin libros.
-Dice mi mamá que no puedo sacar a la calle el libro del elefante.
-¿Por qué?
-Porque está prohibido leerlo.
-¿Lo prohibió tu mamá?
-No. Los militares.
-¿Qué tienen que ver los militares con los libros de cuentos?
-No sé muy bien… Parece que el cuento habla de una huelga general, y eso
ahora no se puede hacer.
-¿Todos los cuentos están prohibidos?
-Todos no.
-¿Por qué no trajiste otro?
-Mi mamá me dijo que mejor no andar con libros. Por las dudas…
Miré de lejos a la estatua de la fuente y alcé los hombros. 
Fueron años en los que la ciudad se tragó a sí misma, se metió los puños en la boca para
no cantar. Los días eran como un pizarrón mal borrado, donde se adivinaban palabras sueltas: la
n de no, un signo menos. En esos años sucedieron cosas extrañas.

Sucedió una ausencia. La de mi papá.


Aquella noche me dormí mirando el lomo del libro que había quedado sobre la mesita de
luz. Yo era un niño y no tuve pesadillas ni intuiciones. Mi papá se había ido muchas veces, y
siempre había regresado.
Me despertaron voces conocidas. Me alegré aunque pensé que era extraño que mis
abuelos estuvieran en casa a la mañana temprano. Me levanté y fui a la cocina descalzo y en
piyama.
Sin dudas, mi mamá se había propuesto a hacer algo muy distinto a lo que en verdad hizo.
Supe enseguida que ella había tenido la intención de mostrarse tranquila, y decirme que papá ya
iba a volver, que era cuestión de hacer algunos llamados, y que no… pero no pudo. ¿Cómo iba a
poder? ¿Por qué, además del dolor, debía hacer el supremo esfuerzo del disimulo? Hoy le
agradezco aquel abrazo, y el sollozo profundo que fue desde su corazón al mío.
Mi abuela nos separó con suavidad.
-Vení que te voy a servir el desayuno. Después se van con nosotros- dijo.
Miré a mamá, que asintió en silencio.
A la hora de hacer el bolso, metí el libro que la noche anterior mi papá me había leído. Y
pensé que un elefante ocupaba mucho espacio, pero también era capaz de caber en un bolso. ♣

También sucedió un dibujo. El dibujo del fuego en mi patio.


El libro que mi madre había quemado en un fuentón de aluminio demoraba en
rendirse. Como si los animales del cuento opusieran resistencia y dieran batalla.
¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan!
Desdichadamente, era seguro que las llamas iban a salir victoriosas.
Tal vez para no ver la muerte del cuento alcé la cabeza, y fui tras el camino del
humo. Entonces lo vi. Juro que era como si…, parecido a…, con la forma de… Juro que el
humo era como un elefante, parecido a un elefante, con forma de elefante.
Sobre mi cabeza había un elefante enorme y orejudo. Un elefante verdadero. El
hecho de que fuera de humo no cambiaba lo esencial.
Mi madre me llamó desde la cocina.
El elefante giró la cabeza para mirarme, movió las orejas y se alejó. Ni tan alto ni
tan bajo, hacia el horizonte. 

Y sucedió una huida.


Por consejo materno mi prima no llevaba libros esa tarde. Pero sí dos sogas
para saltar. Y con ellas nos fuimos al parque.
Cuando las cosas deben estar ahí, demoramos en notar su ausencia. Como si
se tratara del semáforo de la esquina, del edificio de enfrente, del ropero… Cosas
que siempre estuvieron allí, ¡allí deben seguir estando!
Una estatua, por ejemplo.
No fue sino hasta varios minutos después, cuando ya me había tropezado
varias veces con la cuerda de saltar, que advertí su ausencia. Me detuve en mitad de
un salto.
-No está- dije.
Mi prima saltaba para atrás.
-¿Quién?
-La estatua.
Ella también detuvo el juego y miró hacia la fuente. Las dos cuerdas cayeron
al piso, sin ruido. Y nosotras corrimos a ver qué había pasado.
Nada, en apariencia. El pedestal donde se alzaba la joven de cintura pequeña
y manos largas para que se posaran los pájaros del parque no estaba roto ni
desgajado.
Detenidos junto a la fuente, un matrimonio de ancianos comentaba el hecho.
-Vándalos- dijo el hombre, con poca convicción.
Por lo bajo, mi prima me dio una definición de aquella palabra: que rompen
todo.
-¿Vos creés?- la mujer no estaba conforme. –No hay ningún destrozo. Y una
estatua no desaparece así como así.
El anciano no tenía mejor respuesta.
-Vaya uno a saber-dijo. -¡En estos tiempos!
Marido y mujer se alejaron con lentitud. Seguro que durante mucho tiempo
no iban a volver a pasar por el parque, por la fuente, por el misterio.
El pedestal quedó vacío. Y el caso de la estatua se perdió entre asuntos
mucho más sombríos.
Eso sí… Los pájaros se mudaron de barrio.
Dicen que el tiempo cambia las cosas. Pero yo, que nunca pude olvidar a
aquella joven estatua de mármol, creo que eso no es cierto del todo.
Con los años aprendí que al tiempo hay que darle cuerda porque, si no, se
detiene como un juguete cansado. 
El 10 de diciembre del año 1983 miles de personas salieron a cantar.
Yo fui. Y llevé a mi papá en el alma. ♣
Yo no fui. Pero estoy segura de que el elefante de humo estuvo entre la multitud. 
En cuanto a mí… No me dejaron ir porque apenas tenía catorce años. Y como
mi prima ya no pasaba las tardes conmigo sino con su novio, decidí caminar sola
hasta el parque.
Entonces vi lo que vi.
Ella estaba sentada en un banco, con un libro en las manos. La reconocí de
inmediato: el libro era el del elefante Víctor y ella era la chica de cintura pequeña y
cabello largo, retorcido a un costado. Sus manos, que antes habían sostenido pájaros,
ahora sostenían a un elefante color violeta.
Me acerqué y me senté a su lado. Al parecer, terminaba de leer un cuento,
porque cerró el libro y me sonrió.
No me dijo “hola”, ni “buenas tardes”, ni “qué hermoso día”. En cambio
pronunció lo que yo empezaba a entender.
-¿Viste? La libertad también ocupa mucho espacio. 
La canasta mágica
María Eugenia Ludueña

A Javiera

A la Negrita se le torció un ojo y mamá encima no vino a buscarme. La Negrita es la única


muñeca que pude traer el día que nos mudamos al departamento. Tiene la cara negra, el pelo
negro, los ojos azules y la boca rosa como un chicle Bazooka. Yo quería traer a la Negrita y también
a Petula, la que canta con unos discos de colores que le pongo en la espalda. Pero el día que nos
mudamos yo no encontraba los discos y mamá dijo que no había más tiempo para seguir
buscando. Al final me dejó traer sólo a la Negrita, porque teníamos que meter todas las cosas de la
mudanza en el changuito de ir al mercado.
Pocas cosas entraron en el changuito y mi papá ese día no estaba para ayudarnos a
guardar. Mamá dijo que no importaba, porque el departamento era por unas semanas nada más.
Después íbamos a volver a nuestra casa y nos iban a estar esperando todos mis juguetes, mi perro
Polo y mi papá.
A la Negrita me la trajo mi papá cuando vino de un lugar que se llama Cuba. A Cuba no se
puede ir en auto ni caminando, solamente en avión, porque queda en el medio del mar. Yo nunca
viajé en avión, y me gustaría. Pero mamá dice que viajar en la canasta mágica es mucho mejor.
A mí nunca me gustó lo de la canasta mágica. No era un juego. Mamá lo inventó el día que
llegamos al departamento. Es más chico que mi casa y tiene un balcón que cuelga en el aire. Desde
el balcón se ven los árboles de la calle y el patio de Laura.
Laura vive abajo y es nuestra amiga. A veces yo le grito desde el balcón, “Hola Laura”, y
ella aparece y me saluda desde el patio. Tiene muchas plantas y un perro salchicha que se llama
Ernesto y me hace acordar al mío. Ernesto mueve la cola y ladra de contento cuando me ve. Polo
saltaba de contento cada vez que yo entraba a mi casa. Se me tiraba encima, una vez me rompió
los bolsillos del delantal.
Al departamento no trajimos el delantal, pero a veces me siento en el balcón y canto la
marcha del Mundial como cantaba con los chicos. Siempre que no esté mamá, porque a ella no le
gusta el fútbol. Igual cuando juega Argentina yo escucho los goles desde el sillón del living y me
quedo mirando un cuadro con personas desnudas, amarillas, rosas y azules bailando en el cielo.
Pienso que están alegres y saltan porque Argentina hizo un gol. Una vez le expliqué esto y ella no
me escuchó. Pero mamá siempre sabe lo que estoy pensando. Por eso no entiendo cómo se le
ocurrió lo de la canasta mágica.
El primer día estábamos jugando a adivinar las formas de las nubes. Mamá dijo tengo una
idea. Le dije que yo también tenía una idea: que saliéramos a tomar un helado de banana y
chocolate. Pero ya me había dicho que no podíamos salir y me iba a mostrar un juego nuevo. Al
único juego nuevo que yo quería jugar era a llenar la bañadera de helado. Creí que el juego de
mamá era como el veo-veo, porque empezó con “vamos a jugar a una cosa, a una cosa
maravillosa”. Y prometió que si lo aprendía a jugar requetebién, un día, dentro de poco tiempo,
me iba a llevar a tomar un helado, y además nos íbamos a ir de ese departamento. Después me
pidió que la esperara en el balcón y entró al living a buscar algo.
Volvió con una canasta, de esas que hay en algunos cuentos. La puso arriba de una silla y
metió la mano adentro. Pensé que mamá iba a sacar un mantel, chocolatada y torta, que nos
íbamos a sentar en el balcón a tomar la leche.
Pero ella puso voz de contar un cuento, dijo: “Había una vez una canasta mágica” y sacó
de adentro un rollito de soga para colgar la ropa. Ató la punta a la manija, se acercó a la baranda
del balcón y anudó otra parte al caño. Hizo muchos nudos. Después me preguntó si me animaba a
entrar en la canasta como si fuera una casita. Me dio miedo, le dije que ni loca, pero mamá me
agarró con sus manos y me ayudó a meterme adentro. Tuve que juntar las rodillas, hacerme muy
chiquita para entrar bien, mientras me preguntaba si conocía la historia de la canasta mágica y
viajera. Me acordé de que cuando me dijeron que nos mudábamos me puse a llorar, pero igual
estaba ahí con mi mamá cerca, sus manos calentitas.
Le dije que adónde podíamos viajar en esa canasta. Mamá me explicó que una canasta
mágica te puede llevar adonde quieras, siempre que sepas manejarla bien, y para eso hay
secretos.
–Podemos jugar a ir de excursión al patio de Laura –dijo.
Justo esa tarde Laura me había invitado a tomar la merienda y a jugar con Ernesto.
–¿Puedo ir con la Negrita? –le pregunté.
–Claro.
Fue al living, volvió con la Negrita y me la puso en los brazos. Me dio un beso y dijo que iba
a ser un viaje rápido y lindo. Antes de bajar me pidió que prestara atención. Dijo que yo tenía que
ser buena, hacer caso. La canasta estaba atada. Ella iba a ir soltando de a poquito la soga. La
canasta iba a frenar un rato antes de tocar el piso, para que yo no me lastimara. Lo importante era
que me quedara quieta y esperara ahí, como una estatua, sin salirme de la canasta, hasta que
Laura fuera a buscarme.
–Ya entendí, ya entendí. Pero no sé si quiero jugar. Creo que no.
–Dale, sé buena. No te va a pasar nada, estoy acá, abajo están Laura y Ernesto.
A la una, a las dos, a las tres. Mamá hizo mucha fuerza para levantar la canasta de la silla.
La apoyó en la pared del borde del balcón. Entonces le pregunté: “¿Qué gano cuando llego
abajo?”. Mamá dijo que podía pedir un deseo.
–Y ese deseo, ¿puede ser que se cumplan todos los deseos?
–Claro.
Yo sabía que era mentira porque quería pedir un helado pero cuando llegara abajo no iba
a estar. Igual no me importó porque sólo quería que el viaje en la canasta mágica fuera rápido y
llegar al patio donde Laura me iba a convidar con galletitas Kremokoa que guardaba en una caja.
Mamá empezó a soltar de a poco la soga y la canasta bajó despacio. Al principio se movía mucho,
después menos, al final casi nada.
–¿Estás bien? –preguntó mamá.
–No.
–Falta muy poco. No te muevas mucho. Escuché ladrar a Ernesto y a Laura que me decía
que ya llegaba; abracé fuerte a la Negrita. La canasta se quedó quieta. Laura aplaudió y vino
corriendo para ayudarme a salir, Ernesto se me tiró encima y me chupó la cara.
Laura me preguntó si me había gustado el juego. Le dije que la canasta mágica me gustaba
menos que las escobas charlatanas. Entonces llegó mamá al patio, ellas tomaron mate y yo un
Nesquik batido y dos Kremokoa.
Esa tarde vinieron de visita unos amigos que yo no conocía. Tocaron la guitarra y cantaron
canciones para mí. Desde que vivimos en el departamento, mamá y yo jugamos mucho. Ella me
inventa juegos locos. Hace teatro de sombra chinas, amasa galletitas con formas, canta cuentos.
Un juego loco es el de las escobas charlatanas. A veces lo jugamos con Laura. Ella desde
abajo golpea con la escoba en nuestro piso y yo tengo que adivinar qué dicen. Cuando vaya a
visitar a mis abuelos les voy a contar de este juego. Antes yo me quedaba a dormir algunas noches
con ellos. Ahora mamá está siempre apurada y nos tenemos que encontrar en un bar. Mis abuelos
siempre llevan regalos: tortitas negras, una plastilina. La última vez mi abuela me regaló un rosario
de vidrio azul brillante y me dijo que tenía que rezarle y pedirle mucho a diosito por la familia. Mi
abuelo me regaló una foto muy linda de mi papá. Mi mamá la encontró en un bolsillo y me dijo
que la mirara bien y la guardara en el corazón, ya me había explicado que no podemos tener fotos.
Cuando mi papá se fue de viaje yo empecé a despertarme a la noche. No me gusta estar
sola en la oscuridad. Mamá dice que cuando crezca se me va a pasar y me leyó un cuento que se
llama “La niña que iluminó la noche”. Cuando siento que están por venir los monstruos, le digo:
mamá contame “La niña” y le pido que me traiga a la Negrita.
Un día jugamos a la canasta mágica y yo me puse a llorar porque quería ir a la casa de los
abuelos. No lloré de miedo sino porque al final la canasta no era tan mágica. Y porque yo sabía que
los abuelos querían verme y mamá no me quería llevar. Laura me acompañó al baño, me lavó la
cara con agua calentita y me puso un perfume con flores. Abrió el placard, sacó una valija y la
abrió sobre la cama. Había pelucas, collares, pulseras, ropa y pinturas. Nos disfrazamos y nos
pintamos. Mamá se puso una peluca rubia y zapatos con taco. Estaba linda, pero no parecía mi
mamá. Me hizo trencitas como me hace mi abuela.
Ayer le dije a mamá si podíamos salir de excursión. Dijo que no. Me paré adelante y le dije
otra vez y volvió a decir que no. Jugamos a la peluquería, nos pintamos las uñas de rojo y ella se
cortó el pelo por los hombros y con flequillo. Le pedí que me cortara igual y que me pusiera el
vestido turquesa y los zapatos de charol de salir. Le pregunté si íbamos a ir a ver a los abuelos y me
dijo que no sabía. Raro porque las mamás siempre saben. Pero ella me hizo upa y me contó que si
me decía no–no–no capaz se equivocaba y si me decía sí–sí–sí capaz que también. Que después
íbamos a ver, que Laura iba a venir a tomar mate y a jugar.
Se pasaron el día fumando y tomando mate. Mi mamá fuma mucho desde que estamos
acá. Ella fuma, yo me aburro. A Laura se le ocurrió que arregláramos las macetas y bajamos a su
patio. Me dieron una palita para que ayudara a remover la tierra, pero la tiré: estaba cansada de
jugar. Quería ver a mis abuelos. Volvimos al departamento y le pedí a mamá de salir al balcón.
Nos sentamos afuera. Vimos cómo el sol se iba atrás de los edificios, los árboles y las
nubes. Chau sol, dije. Mamá dijo que mejor fuéramos adentro porque al otro día tenía que
acompañarla a hacer unos trámites importantes. Era un poco lejos y teníamos que salir temprano
y portarme bien.
–¿Temprano como cuando salga el sol?
–Sí, temprano. Cuando salga el sol. A lo mejor un ratito antes. ¿Vamos a hacer la comida?
Mientras ella cocinaba, yo puse la mesa. Comí dos platos de fideos con manteca.
Hablamos de todo lo que íbamos a hacer cuando volviéramos a casa con Polo y papá. Estábamos
contentas porque al otro día íbamos a salir.
Me ayudó a sacarme los zapatos de charol, me puso el pijama y nos tiramos en la cama
grande. Le pedí el rosario que me había regalado mi abuela. Cerré los ojos. Cuando empecé a rezar
escuché a Laura jugando a las escobas charlatanas. Hablaban como nunca, pum–pum–pum–pum–
pum y pum. Le dije a mamá que las escobas parecían locas, no charlatanas. Y que ese juego de
noche era mucho peor que de día.
Mamá me llevó a upa hasta el living. Iba rápido. Cuando pasamos por el cuadro, las
personas desnudas amarillas, rosas y azules parecía que se movían. Le pedí que por favor me
contara el cuento de “La niña”. Creo que no me escuchó. Abrió la puerta del balcón y salimos.
Hacía frío. Me llevó hasta la canasta mágica.
–Mamá, no es hora de tus juegos.
No me escuchó. Me metió adentro de la canasta, me dio un beso en la cabeza y empezó a
subirla para apoyarla en el borde.
–Falta la Negrita –le dije.
Dijo que no había tiempo. Cuando empezó a soltar la soga, se sacudió más que nunca. El
viaje fue rápido. La canasta no frenó como las otras veces, sino que golpeó un poco fuerte contra
el piso. No me lastimé, pero me dolía la panza. La llamé. Vi la sombra arriba, en el balcón.
–Ahí va –me dijo y tiró algo.
Era la Negrita. Cayó al lado mío, muy cerca de la canasta.
Escuché ruido de platos rotos, de elefantes y monstruos corriendo. Miré de nuevo hacia
arriba. No oí a Laura llamándome, como otras veces, pero la vi agachada al lado de las macetas.
Me hacía señas con las manos para que me acercara en silencio. Salí sola de la canasta, busqué a la
Negrita y caminé hasta las plantas. Laura me agarró de la mano, me hizo entrar a su casa, cerró la
puerta del patio y dijo que me quedara tranquila.
Mamá todavía no vino a buscarme.
Manuel no es Superman
Paula Bombara
¿Tu mamá y tu papá saben quiénes son? Manuel sí. Ahora sabe. No ahora. Hace un tiempo
que sabe. Pero no lo supo siempre.
Yo tampoco lo supe siempre. Me enteré hace poco de la historia de Manuel.
Me la contó mi amiga Martina. Y te la quiero contar porque…me sigue sonando adentro la
voz de Martina. No sé bien por qué.
Durante 19 años Manuel Gonçalves estaba seguro de que era Claudio.
Claudio Novoa. Y una tarde le contaron que no, que no era Claudio Novoa, que era Manuel
Gonçalves. Así nomás.
Paf.
Y se tuvo que hacer el documento otra vez. Y le preguntaron cuál nombre se quería
quedar. ¿Raro eso, no? Yo, entre Claudio y Manuel, también hubiera elegido Manuel.
Me gusta el nombre Manuel.
A Martina también le gusta. Y mientras me seguía contando yo pensaba la historia de
Superman.
Viste que Superman nació en otro planeta, uno que estaba por explotar. Entonces sus
papás los metieron en una cápsula espacial para salvarle la vida. Lo mandaron al planeta Tierra y
cayó cerca de la casa de unos granjeros, los Kent. Ellos le pusieron el nombre Clark. Clark Kent. Y le
dijeron que no era hijo de su sangre, que era adoptado.
Claro, con los superpoderes que desarrolló, no les quedó otra que decirle eso. Pero
después cuando pidió más detalles se les complicó. Caíste del cielo, le dijeron. Era la verdad.
Después, él averiguó que venía de Kryptón y que su nombre real era Kal-El. De más grande
averiguó.
Bueno, Manuel no es Superman.
Pero su mamá lo envolvió en unas mantas para salvarlo. Y lo escondió en un placard, lleno
de almohadas. Hizo eso mientras militares y policías lanzaban granadas y gases tóxicos adentro de
la casa de San Nicolás donde estaban escondidos con unos amigos. Valiente, la mamá. Ana se
llamaba.
Cuando los que tenían armas entraron en la casa ni pensaron si los de adentro eran
valientes: los mataron a todos y chau.
A Ana la mató uno que se llama Carlos.
Esto pasó en 1976. Noviembre, creo. El día no me lo acuerdo porque estaba mirando la
cara de Martina mientras me contaba. Hace una sonrisa como de costado que me gusta y… no me
acuerdo el día.
La cosa es que Manuel quedó adentro del placard. Y cuando los policías dejaron de
disparar lo escucharon. Lo escucharon porque lloraba. Lloraba un montón.
Parece de película. Un placard todo hecho pelota, no se ve nada por el humo y el sonido
del llanto de un bebé.
Lo buscaron, lo encontraron, vieron que estaba medio sin respirar y lo llevaron al hospital.
Ahí los médicos lo curaron y, cuando quisieron llevarlo con el resto de los bebés, los
policías les dijeron que no, que ese bebé tenía que estar solo. Solo con dos policías en la puerta.
Como si estuviera preso. Cinco meses tenía. Más de cien días lo tuvieron así.
Cuando escuché esto se me estrujó la panza.
Mamá dice que de los cinco a los nueve meses los bebés cambian un montón, aprenden
millones de cosas. Cosas que después nos olvidamos pero que en algún lugar del cerebro están,
saber eso es lo que estruja la panza. Saber que a Manuel se le quedó adentro todo ese tiempo
solo.
Lo usaron de carnada. Martina dijo esa palabra: carnada. Yo pregunté, no sabía lo que era.
Es lo que se pone en el anzuelo de las cañas de pescar. Para atrapar peces. Querían atrapar a los
que fueran a preguntar por el bebé.
Yo creí que así habían atrapado al papá de Manuel. Porque Manuel tampoco tiene papá.
Pero no. Martina me dijo que no fue así. Gastón se llamaba el papá.
Me gustan los nombres Ana y Gastón.
Al papá lo habían atrapado antes, cuando Manuel todavía no había nacido.
Eso fue en una ciudad que se llama Escobar y está al norte de la provincia de Buenos Aires.
Creo. No soy muy bueno en geografía. No importa. Lo secuestró otro policía, uno que se llama Luis
Abelardo. Lo secuestró y jamás dijo a dónde lo llevó. Lo desapareció. Y tardaron como veinte años
en encontrar los huesos. Estaban en una tumba sin nombre del cementerio de Escobar.
Lo secuestró en 1976, justito el 24 de marzo. Esa fecha es fácil acordársela porque no hay
escuela ese día. Es el Día de la Memoria. Y en la casa de Manuel todos se acuerdan mucho de
Gastón y de Ana. Y van a la marcha. Yo quiero ir a la marcha que viene. Quiero ir con Martina.
Estuvo muy mal lo que les hicieron. Yo por un momento pensé que Ana y Gastón habían
sido supervillanos o espías o algo así, como se ve en las películas. Pero no. Eran personas de
verdad, parecidas a tus abuelos, que seguro no están de acuerdo con todo lo que dice el gobierno
que hay ahora. Mi papá me dijo que lo que era distinto era justamente eso, el gobierno.
Era una dictadura.
Hicieron pedazos la democracia, dijo mi papá. Y empezaron a agarrar o a matar a todos los
que no pensaban como ellos. Y listo. Ya está. Al que no le guste, ¡pum!
A Ana y Gastón no les gustó.
A mucha gente no les gustó.
Si yo hubiera sido grande en esa época, no me hubiera gustado tampoco.
Mi papá también me dijo que lo ponía contento que habláramos de la dictadura así, sin
vueltas. Porque los militares no tuvieron vueltas a la hora de disparar y desaparecer gente, así que
nosotros no tenemos por qué dar vueltas para hablar con la verdad.
Mi papá y mi mamá saben quiénes son.
Se ve que a los grandes hablar de la dictadura los pone mal. A mí no. Me da cosa que haya
pasado pero bueno, qué sé yo. Tampoco me da miedo, porque los que hicieron eso tienen que
estar presos.
Eso está bueno. Que los metan presos.
Después de los cuatro meses solo en el hospital, un juez dio la orden de que dieran ese
bebé robado para que lo adoptaran los Novoa en otra ciudad.
Y los tuvo vigilados mucho tiempo. No averiguó ni un poquito dónde estaba la familia de
Manuel. Se sacó el tema de encima y el bebé fue a parar a Quilmes, donde los Novoa lo
adoptaron.
Manuel quiere a sus papás adoptivos. Elena y Luis se llamaban. Ellos le pusieron Claudio.
Claudio Novoa. Y le dijeron desde un principio que era adoptado.
Mientras Manuel crecía siendo Claudio, su abuela Matilde lo estaba buscando como loca.
Matilde era una de las Abuelas de Plaza de Mayo. Y no paró de buscarlo ni un minuto. Porque en
San Nicolás, que es donde mataron a la mamá, todos sabían que al bebé lo habían llevado al
hospital. Lo que no sabían era que estaba con los Novoa en Quilmes.
Martina me dijo que Manuel creció sin saber nada de nada de nada de todo esto. Hasta
que un día, un señor que llama Alejandro golpeó la puerta de su casa y le contó. Era un científico
que identifica huesos, del equipo que colabora con las Abuelas de la Plaza de Mayo. Alejandro y
otras personas del equipo además ayudaban a Matilde a encontrar a su familia.
Tenían juntados un montón de datos sobre el bebé robado en San Nicolás, sobre lo que
había hecho el juez, sobre la familia que lo había adoptado y bueno, con todo eso Alejandro agarró
y se fue a la casa donde vivían Manuel y su mamá adoptiva.
Acá ya no se parece a Superman porque a Manuel lo sacaron de un lugar. Y lo dejaron en
otro para inventarle otra vida.
A propósito lo hicieron.
Fue un viaje mucho más corto que el de Superman, pero de verdad que lo dejaron en un
planeta extraño, sin su nombre y con una historia borrada.
Lo que me da bronca es que Manuel se preguntaba si su familia de sangre lo había
abandonado y era todo lo contrario. Eso es muy injusto.
Tanto como que hayan matado a su papá y a su mamá.
Bronca o pena me da. No sé muy bien qué me da. Algo de eso.
Martina me dijo que Manuel va a hacer que la justicia los condene a todos, que están
trabajando en eso todos los días.
Por suerte lo encontraron y pudo conocer a su abuela Matilde y pasar unos años con ella.
Y también tiene tíos y tías y primos y primas y hasta con un hermano se encontró.
Resulta que Gastón, el papá de Manuel, había tenido un hijo antes, con otra mujer. Un hijo
que se llamaba Gastón, como él. Y ese hijo Gastón, apenas supo que tenía un hermano menor,
también se puso a buscarlo.
Así que cuando Manuel se enteró de todo, también se encontró con que tenía un hermano
más grande. Y encima, que su hermano era músico de una banda que a él siempre le había
gustado: Los Pericos. Fue gracioso porque cuando el científico le dijo que tenía un hermano que
era bajista de Los Pericos, Manuel se levantó de la silla, buscó un cd del grupo para verles la cara y
le preguntó cuál era. Había mirado a su hermano mil veces y no lo sabía.
Hasta estuvieron juntos sin saber que eran hermanos, uno arriba del escenario y otro
abajo, saltando y bailando mientras lo escuchaba. Qué loco, ¿no? Aunque más loco todavía es que
anda mucha gente de la edad de nuestros papás y mamás que no tiene ni idea de quiénes son de
verdad. Todavía hay como cuatrocientas personas que no saben que los robaron, o que saben que
fueron adoptadas y nada más que eso. Gente a la que están buscando hace años y años…
Uy. No sé si estuvo bien que le dijera a Martina lo de Superman.
Superman no existe. Manuel sí; es una persona de verdad. Aunque le hayan inventado una
parte de la vida, lo que le pasó le pasó de verdad… Espero que Martina no piense que soy un
tonto.
Lo que le voy a decir a Martina es que estuve pensando que las que se parecen más a los
superhéroes son las Abuelas de Plaza de Mayo, que siguen buscando y buscando. ¡Otra que la Liga
de la Justicia!
Yo creo que si Manuel, Gastón y otras personas grandes como ellos que tienen historias
parecidas viven tranquilas, a veces más felices y otras menos, como cualquiera, es porque saben
quiénes son. Porque ya no tienen ninguna duda.
Martina me dijo que lo que sí tienen, y mucha, es alegría. Por haberse encontrado. Ella
debe saberlo bien porque Manuel es su papá.
Me gusta el nombre Martina.
Mucho me gusta.
Del silencio a la palabra, de la palabra al relato
Eugenia Azurmendi

( ) ¿Así se escribirá el silencio? ¿O ni siquiera puede escribirse?


¿Cómo se habrá escuchado ese silencio penetrante en aquel departamento del
barrio de Once después de que los milicos entraran a las patadas y se llevaran a los
cuatro? Tocaron el timbre una y otra vez. Nunca entendí por qué, si iban a entrar igual sin
pedir permiso después de cortar la calle con los camiones del ejército. Quedaron los
muebles dados vuelta, los armarios abiertos, la ropa en el piso y una cajita de zapatos. Me
contaron que durante un tiempo yo me asustaba mucho cuando escuchaba un timbre y
que decía: “saltaron por la ventana, saltaron por la ventana”. No lo recuerdo. Como nada
de lo que sucedió ese día ni ninguno de los que compartí con mis viejos. Como nada de lo
vivido con ellos: ni sus caras, ni sus voces, nada. Y lo que siguió fue el silencio profundo del
que no quiere (o no puede) hablar. Ese silencio del que no puede (o no quiere) escuchar.
Se llevaron a los cuatros. Nos dejaron a los tres chicos en el departamento.
Gustavo Rojas, el hijo de Mirta, tenía cinco años y esperaba una hermana. Yo, dos y medio.
Mi hermano Manuel, casi nueve meses. ¿Dónde se queda un bebé que se despierta de
noche sin su mamá ni ningún brazo que lo acune? Eso no lo sé. Eso no me lo contaron.
Quizás llegó el encargado del edificio. Él narra los hechos que se describen en el legajo que
tantas y tantas veces leí: “circunstancias del secuestro: a las 12 de ese día el portero
manifestó que a las 5 de la mañana se los llevaron a todos, y a los chicos los vino a buscar
la policía a las 8”. Así fue que llegamos a la comisaría 7° de la calle Lavalle.
Dos parejas jóvenes, con todas las ganas de vivir y de luchar por un país más justo,
con todo el amor y la solidaridad para proyectar otro futuro posible. Así se lo decís mi
mamá a mi papá cuando estaban de novios: “Nuestro amor sigue limpio y puro y no se va
a acabar porque es eterno, porque ni siquiera cuando no vivamos más él se va a morir,
porque se va a prolongar en nuestros hijos, que van a ser los hijos del amor más puro, más
dulce, más sencillo”.
En la comisaría quedamos los tres. Una asistente social localizó a mi tía Mirta que
nos fue a buscar. Gustavo quedó allí varios días más hasta que encontraron a su familia
paterna. El bebé que crecía en la panza de su mamá iba a nacer en cautiverio algún día del
mes de febrero. Iba a criarse lejos de su hermano y de la verdad.
Me cuesta imaginarme ese diciembre. Sé de fiestas y celebraciones teñidas de
dolor. Sé de la búsqueda desesperada de mis abuelas. Pero todo eso lo supe después.
Porque en esos primeros meses no pudieron decirnos nada. Y qué nos iban a decir si
estaban buscando todavía con alguna esperanza.
No sé muy bien cómo, pero me fui haciendo a la idea de que iban a volver y
empecé a esperarlos. A mirar por la ventana soñando el día en que los viera entrar por el
portón blanco de la casa de Gonnet. O imaginaba encontrarlos en la calle. ¿Me
reconocerían después de tantos años? El silencio produce estas cosas porque con algo hay
que llenar la ausencia si no pudiste saber que allí habitaba la muerte.
Supimos después que estuvieron detenidos en el Club Atlético y en El Banco. Pero
no encontramos a ningún sobreviviente que pudiera contarnos acerca de su paso por
estos centros clandestinos. Cuando mi tía nos sentó en el comedor de su casa para
contarnos que habían sido secuestrados, que estaban desaparecidos como tantos miles y
que habían sido asesinados, lo hizo con el informe de la CONADEP en la mano, para
mostrarnos que la lista era interminable. Yo me tapaba los oídos. Ya me había
acostumbrado a ese silencio, las palabras me dolían, querían entrar a la fuerza sin pedir
permiso. Aunque ya lo sabía, no quería saber.
Por esos años falleció mi abuela. Abrir los armarios de esa casa de infancia fue
como empezar a ovillar la madeja enmarañada que encontraste en el fondo del cajón.
¿Nuestras abuelas habían participado de las rondas de Plaza de Mayo? Allí estaban,
prolijamente doblados, sus pañuelos blancos. Prolijamente guardadas las fotos carnet
hechas pancartas. Los pedidos de habeas corpus, los folletos de Madres, indicios de una
lucha que desconocía.
Empecé a querer que me cuenten anécdotas. En uno de los últimos encuentros
con mi tía, mi mamá le había dejado bien en claro su intención de quedarse aun sabiendo
que se ponía en juego su vida. Le transmitió la certeza de que no se iba a ir, de que iban a
seguir luchando por un mundo mejor para sus hijos. Esta idea es una de esas que nunca
quise olvidar. No sé cuándo fue que la escuché, pero me agarré de ella como a la soga que
te impide ahogarte.
Cuando cumplí 27 años me di cuenta de que ya iba a ser más grande que mi
mamá. Fue extraño. Fue como no saber cómo seguir. Fueron las ganas de ser madre
también. Y ahí empezó un nuevo relato. Ellos ya eran abuelos y aparecieron nuevas
preguntas que indagaron en lo más profundo. Mi hijo le mete mano a la historia, quiere
saber aunque le duela no haberlos conocido; quiere (y puede) contar que es nieto de
desaparecidos.
Para los 30 años del secuestro los cuatro volvimos a juntarnos frente al 3°C de
Viamonte 2565. Pero esta vez para dejar memoria en una baldosa de la vereda, para que
la música combatiera al silencio, para que los relatos poblaran la calle. Para que las voces
de los nietos trajeran la frescura de los nuevo y sus manos pequeñas pusieran mosaicos de
colores. Era la vida que le ganaba a la muerte.
De mis viejos aprendí que el mundo necesita de cada uno de nosotros si queremos
hacerlo más feliz para todos. Caminamos juntos los compañeros que luchamos por este
sueño. En la escuela en la que trabajo como maestra, cada 24 de marzo hacemos memoria
para construir futuro. Las nuevas generaciones nos interpelan, nos preguntan, quieren
saber y hacer suya esta historia.
Lo único que nos queda de la casa de Viamonte es una cajita de cartón. Una cajita
de zapatos talle 25. Allí tengo guardado el pañuelo blanco de una Madre que salió junto a
otras a entregarse en una lucha desesperada. También algunas fotos: la de mi viejo
enseñándome a caminar, la de mi mamá embarazada de Manuel, los originales de las
imágenes que fueron bandera y una de las cartas de una mujer enamorada.
Cada vez que esa cajita se abre, nace un nuevo relato que le gana al silencio.
Conociendo a mis padres
Martín Elías

A veces me pregunto qué significa conocer a nuestros padres.


Mamá y papá fueron secuestrados cuando yo tenía apenas tres años.
Hoy, a mis 42, me atraviesa la sensación de que recién comienzo a conocerlos, y este
proceso casi inverso de darles vida me hace sentir que estoy naciendo otra vez.
Nazco para darles un lugar en mí. Para sentir su existencia, resignificar su paso por el
mundo. Nazco para poder armar nuestra historia, para pensar que descansan en paz, para no
olvidar.
Nazco para agradecerles que me hayan dado lo más importante que tengo: la vida.

40 años
40 años del secuestro y desaparición de mis padres Marcelo y Susana.
40 años de ausencia.
40 años sin encontrar sus restos. Sin saber qué les pasó.
40 años de mi vida. Toda mi vida.

Durante todo este tiempo mis sensaciones fueron cambiando. Cada sentimiento se enlaza
siendo consecuencia del anterior y producto del siguiente.
Sentí inconciencia.
A mi temprana edad me resultaba difuso entender lo sucedido. Se habían ido de viaje, ¿sin
nosotros? Estaban trabajando en Inglaterra, ¿no van a regresar?
Negación al saber la verdad. Generé inconscientemente una coraza como si hubiese sido
un tema superado. Negué mi dolor sin abordarlo.
Enojo y bronca hacia mis padres. Les reproché haber priorizado la militancia por sobre sus
hijos; militancia que defendían con el cuerpo y el alma. Años más tarde entendí: ellos no
imaginaban un final tan trágico.
Profunda tristeza, llanto enmudecido por el dolor de pensarme un nene de tres años
pidiendo por su madre a la que nunca más volvería a ver. Una profunda angustia al sentir el dolor
de mis abuelos en esta misma pérdida.
Reflexión. El tiempo cae donde tiene que caer. Nadie puede escapar de su historia.
Y por último, comencé a transitar el camino de la resignificación. En eso me encuentro
ahora.
Una resignificación que es doble pero, a la vez, una sola: mi historia y la suya.
Estoy armando el rompecabezas.

Fueron muchos años de silencio, sin embargo, sabía que ellos estaban ahí, esperándome.
Es imposible escapar de nuestro pasado. Sabía que tarde o temprano debería afrontarlo.
Mi pasado, el de mi hermano, el de mi familia, el de mis padres y también el de mi hijo chiquito.
Convivir con lo ineludible sin tomar registro de que la historia permanecía dentro mío
generaba una presión muy grande en mi interior que se traducía de varias formas. Por un lado, la
necesidad infantil e inexplicable de agradar, de no diferir de los demás, de no confrontar; y a la
vez, una profunda necesidad de escapar, de silenciar, de amputar mi pasado.
Todo esto iba erosionando mi alma.
Mis primeros tres años de vida los compartí con ellos.
Vivimos en varias casas (Lugano, San Miguel, Boedo) hasta que el 12 de junio de 1976, mis
padres nos dejaron a mi hermano y a mí en lo de mis abuelos y se fueron a dormir a la pensión en
donde estábamos viviendo, en las calles Moreno y Boedo, en Capital Federal. A la mañana
siguiente los estaban esperando en la puerta de la pensión.
Los secuestraron y nunca más se supo de ellos.
Tuve una infancia muy linda. Crecí en el barrio de Caballito, en una familia en donde el
amor nos dio la posibilidad de crecer sanos, contenidos y felices. Mis abuelos maternos Pepe y
Piba, mi bisabuela Graciana, mi tía Graciela, mi hermano Santiago y yo.
El primer contacto externo con mi historia lo tuve en 4° grado. Cristina fue la maestra que
se ocupó de hacerme ver mi realidad y lo importante que era eso para mí.
Fue en ese momento, cuando pude liberarme de los prejuicios y la oscuridad que me traía
este tema, que comencé este camino de entendimiento, de transformación de lo sucedido, de
amigarme con mi pasado.
El tiempo cae donde tiene que caer y es por eso que me toca a mí ahora.
Al no tener recuerdos de quiénes fueron mi mamá y mi papá, tuve que ir armando mi
historia un poco con lo que me contaban, otro poco con mi imaginación.
Luego de una fuerte crisis a los 35 años, emprendo este camino de rearmar mi pasado; de
querer conocer quiénes fueron Marcelo y Susana, esas dos personas que mi abuela Piba pintaba
de cuerpo y alma como dos fuera de serie con valores e ideales basados en la igualdad y los
derechos para toda la gente, y que también elevaban las armas en pos de ello.
El nacimiento de mi hijo precipitó la necesidad de saber todo sobre mí y sobre mis padres.
El tenerlo en brazos me obligó a trazar esa línea directa entre mi infancia y ellos. El
contacto piel a piel con mi bebé me generó esa memoria corporal primaria y germinal,
mostrándome y recordándome que yo también tuve esos primeros abrazos, ese primer contacto
de la piel con mi madre y mi padre; esas horas a su lado, mirándolos, escuchándolos, hablándoles,
conviviendo. Por más que haya durado poco, sé que esos momentos existieron y fueron
fundamentales para ser quien soy hoy, y para poder escribir estas líneas.
La palabra desaparecido estuvo en mi léxico desde temprana edad, cuando a los seis o
siete años mis abuelos me contaron la verdad. No recuerdo exactamente cuándo fue. Sí recuerdo
que me costó años entenderlo. Por mucho tiempo, siendo niño, pensé que desaparecido era la
gente que estaba en las fotos 4x4 (las únicas que tengo de mamá y papá). Luego me fui dando
cuenta de que era otra cosa.
No puedo dejar de pensar en ellos. Si estuvieran vivos, cómo serían.
Personas de más de sesenta años con este pasado en su piel y con un fuerte sentido de la
autocrítica. Al menos así me los quiero imaginar.
Podría ser el guión de cualquier película, pero es el guión de mi vida.
Me consuela saber que viven en mí y yo en ellos. No tuvieron la oportunidad de
desarrollar sus vidas junto a sus seres queridos. El destino los juzgó injustamente, más allá de sus
actos.
He soñado infinidad de veces con mantener una charla con papá y de estrecharme en un
abrazo con mamá. Ya llegará ese momento.
Anhelo el día en que suene el teléfono para decirme que encontraron sus restos.
Ese será el día en que cerraremos este círculo de indefiniciones, de vacío.
Ese será el día de poner en su lugar su descanso.
Ese será el día de decirle a mi hijo Milo: aquí descansan tus abuelos, dejemos una flor.
Hilda Victoria Montenegro Torres
Nieta restituida por Abuelas de Plaza de Mayo

Victoria nació el 31 de enero de 1976, en la Ciudad de Buenos Aires. Es hija de


Hilda Torres y Roque Montenegro, oriundos de Metán, provincia de Salta. Tenía menos de quince
días de vida cuando fue secuestrada junto a sus padres por fuerzas de seguridad, en un operativo
comandado por el Coronel Hernán Antonio Tetzlaff en Lanús, provincia de Buenos Aires.
A partir de este momento, perdió su identidad. Fue anotada como hija biológica del
matrimonio de Herman Tetzlaff y María Eduartes, con el nombre de María Sol Tetzlaff, con fecha
de nacimiento 28 de mayo de 1976. Gracias a la búsqueda incansable de las Abuelas de Plaza de
Mayo, fue localizada en agosto del 2000 y se reencontró con su familia biológica un año más tarde.
Dejar de ser María Sol y volver a ser Victoria fue un largo proceso marcado por las
contradicciones y las rupturas ideológicas propias de una crianza centrada en el adoctrinamiento
contra lo que sus apropiadores llamaban “la subversión”.
Su familia biológica supo acompañar este largo proceso de aceptación de su verdadera
identidad y al día de hoy han logrado construir un vínculo sólido y sostenido, basado en el amor y
la verdad.
Sobre su nueva realidad, opina: “más allá de que tuvimos que atravesar una historia que
es muy dura y que costó mucho, yo pienso que si tuviera que elegir, elegiría saber la verdad. No
me imagino mi vida hoy siendo María Sol. Si tuve que pasar un montón de cosas feas, valió la pena
para que hoy pudiera ser Victoria”.
Victoria está casada y tiene tres hijos. Sus padres permanecen desaparecidos.

Se acabó el miedo. El miedo se fue con María Sol. Yo soy Victoria.

Antes me llamaba María Sol Tetzlaff y era hija de un coronel del ejército –Herman Tetzlaff- y de
María del Carmen Eduarte, su esposa. En ese momento yo pensaba, realmente, que lo que decían
las Abuelas de Plaza de Mayo, las Madres, era todo mentira. Cuando era chiquita me decían que
ellas eran unas viejas locas, que habían sabido cuidar a sus hijos y que ahora se acordaban cuando
les faltaban y querían lastimar a la familia argentina –como la que yo tenía cuando era María Sol-,
mintiendo. Gracias a dios, las Abuelas no eran viejas locas sino que eran mujeres luchadoras a las
cuales no solamente les robaron a sus hijos sino a sus nietos por nacer o nacidos. Yo tenía trece
días cuando desaparecí. Las Abuelas iniciaron una causa judicial contra mi apropiador y recién a
los veinticinco años “aparecí” como María Sol Tetzlaff a 2000 kilómetros de mi familia. La verdad
es que fue bastante difícil esto. Recién hoy, diez años después de ese momento, puedo decir que
me llamo Victoria Montenegro, que soy una nieta restituida y que estoy orgullosa d emis padres,
mis abuelos, mis hermanos. Pero eso lleva mucho tiempo porque realmente hubo un Estado
terrorista que hizo mucho daño, que nos lastimó mucho, que nos robó nuestra infancia, nuestra
familia, lo que nuestros papás soñaron para nosotros y eso no es algo que una pueda acomodar
tan fácilmente. Imagínense ustedes que un día te den un papel y te digan que ya no sos esa
persona que eras hasta ese momento y que las personas que vos querías, a quienes les decías
mamá y papá, no son tus verdaderos padres. En mi caso, el agravante es que a quien yo le decía mi
papá y que era la persona a quien yo más amaba en el mundo, me confirma que, efectivamente, él
es la persona que mató a mis papás, al “enemigo”, y que lo había hecho para “salvarme la vida”. Y
yo, en ese momento, se lo agradecí porque sentía que realmente me había salvado la vida.
Obviamente, crecí en los cuarteles y por lo tanto tenía una formación ideológica militar muy fuerte
y un miedo muy grande de hacerme cargo de esa verdad como para poder llamar a las cosas por
su nombre. Me llevó muchos años, pero, por suerte, pude entender que a la persona que amaba
mucho no era mi papá, era mi apropiador y que eso que yo pensaba que era un acto heroico era
un crimen de lesa humanidad. Porque yo le creía cuando él decía que “salvaba a la Patria” y me
contaba que entraba y mataba al enemigo. Ellos decían que cada vez que mataban a un subversivo
estaban haciendo patria y yo, realmente, creía que eso era cierto y pude con el tiempo entender
que no era un acto heroico y que no me había salvado la vida, sino que me había alejado de mi
verdadera vida. Lo pude correr y pude dejar de decirle “papá”, lo cual para mí era fabuloso. Puedo
decirle “papá” a mi verdadero papá que se llama Roque y le decían Toti, yo ahora le digo papá. Y a
Hilda, que es mi mamá, pude llamarla “mamá”. Pude encontrarme con mi familia biológica y hace
diez años que estamos juntos. Tenemos una relación muy linda que crece todos los días y esto es
gracias a las Abuelas que nunca dejaron de buscarme. Hoy por hoy, los nietos colaboramos con las
Abuelas para poder abrazar a los hermanos que nos faltan y además porque muchos de nosotros
ya somos papás y sabemos que no solamente es nuestra generación la que no tiene identidad,
sino que nuestros hijos están creciendo con una identidad que no es la suya. Cuando a mí me
cambiaron la identidad, tuve que cambiarles la identidad a mis tres hijos también. Son sus
nombres, son su historia. Tuve resistencia, obviamente, porque ya mis hijos eran grandes, pero
hoy por hoy están muy orgullosos de su apellido y de sus abuelos.
A veces es difícil. Cuando la que adopta es una familia buena que lo quiso y lo quiere como su hijo,
es una cosa. En el caso de algunos nietos, como en mi caso, cuando nos cría alguien de la misma
fuerza, que son quienes nos apropian y realmente nos crían como adoctrinados. Están
convencidos de que nosotros somos “hijos de subversivos” y así nos criaban, con esa idea. En mi
caso, mis apropiadores estaban siempre atentos a todo. Cosas que para ustedes son normales,
como levantar un volante de algún partido político, para mí no lo eran. Él se sentaba y me hablaba
horas de lo peligroso que eso era. Es decir, me formaba todo el tiempo. Entonces cuando vos te
enterás de lo que me enteré yo, te lleva un tiempo correr ideología, lo que vos considerabas que
estaba bien. En un primer momento, me pasaba que él era mi papá y todo lo que decía estaba
bien y todos los demás tenían la culpa: las Abuelas, el juez, todos menos él. Entonces empezás a
acomodar, a decir: “esto de romper una puerta no es salvar a la patria, es destrozar una familia”.
Yo fui con esa idea de no querer a mi familia biológica, porque para mí no existía. Yo no quería esa
verdad que ellos me querían contar. Pero después te das cuenta de que esa familia existe y que es
tuya. Por otra parte, las fotos que tengo de mi papá son de cuando tenía diecisiete o dieciocho
años, entonces es muy difícil, porque tenés veinticinco o veintiséis años y ves a tu papá que es más
joven que vos. Yo no odio a mis apropiadores. Sé que no son mi mamá y mi papá. Mi mamá y mi
papá están desaparecidos y es a ellos a quienes amo realmente. Sigo teniendo vínculo con mi
apropiadora y cada tanto la voy a ver. La voy a ver pero sé que no es mi mamá. Mi mamá está
desaparecida.
¡Sí, complicidad hubo! Por eso ahora se está juzgando a la complicidad civil además de las
personas de la Fuerza. Yo vivía en Lugani I y II, que es un complejo de monoblocks que está en el
sur de la Ciudad de Buenos Aires. Y éramos dos los hijos de desaparecidos: estaba yo y Horacio
Pietragalla, que es otro nieto del que Herman, mi apropiador, se apropió. A él se lo dio a la señora
que trabajaba en mi casa y por lo tanto nosotros dos crecimos juntos. Horacito –que mide dos
metros pero yo le digo Horacito de cariño- apareció y yo, supuestamente, era un año mayor que él
y creo que apenas le llevo un mes. Lina, la señora que lo crió, decía que era un bebé recién nacido
y ya caminaba. En un edificio de cincuenta y seis departamentos absolutamente todos lo sabían.
Los mismo pasaba conmigo: mi apropiador me mostraba las fotos de mi bautismo “mirá, tenías
cinco meses y pesabas catorce kilos”. Decían que era una beba recién nacida y era una gorda de
cinco meses, seis meses, y toda la gente lo sabía. Cuando nosotros aparecimos las vecinas me
decían: “sí, todos lo sabíamos. ¡Qué bueno que apareciste!”. Pero nunca nadie dijo nada. Todos
sabían y lo que decían era “pero para qué te vas a meter, si está bien criada, si está gordita, si va al
colegio”. La idea era que ya estaba y que había que dejar todo así, sin hacer nada. Lo que mi
apropiadora decía –y hasta el día de hoy lo sigue sosteniendo- es: “¿Qué íbamos a hacer? ¿Te
íbamos a dar a esa familia subversiva?”. La idea era: tuviste otra oportunidad; si tus papás no
están, ya está; te dan otra vida, otro nombre, otro apellido. Entonces, como a ellos no les pasaba,
no les importaba. En Lugano I y II que es enorme, todo el mundo sabía que Horacito y yo éramos
hijos de desaparecidos o, al menos, tenían muchas sospechas. Y la gente nunca hizo nada, nunca
denunció.

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