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Silvia Schuher
A las madres que buscan a sus hijos.
A los hijos de esos hijos. A las abuelas que
quieren encontrarlos.
Pronto va a hacer como un año que pasó. Fue en noviembre. No me acuerdo qué día. Sé
que fue en noviembre porque faltaba poco para que terminaran las clases y ya estábamos
planeando las vacaciones. Siempre nos vamos unos días a algún lugar con playa. No muchos
porque sale muy caro, dice mi mamá. Bueno, decía. Mi hermanita y yo estábamos durmiendo. No
me importó demasiado que esa noche, la anterior, papá y mamá estuvieran preocupados, porque
ellos casi siempre andaban preocupados, pero igual eran muy buenos con nosotras y nos hablaban
todo el tiempo. Más a mí, porque mi hermana es un poco chica todavía. Recién ahora está en
primer grado con la señorita Angélica. A veces yo no entendía del todo lo que me querían decir,
pero mi papá me explicaba que algún día iba a poder. Igual, ahora también sigo sin entender
mucho que digamos. Mi hermanita no sabe nada. La abuela me quiso mentir a mí también, pero
yo no soy tonta, así que… Prométame que no le va a contar a nadie ¿eh? Y menos a mi abuela
porque ella tiene mucho miedo y no quiere que lo hablemos. Pero yo a usted se lo tengo que decir
porque después me va a preguntar y si lloro ¿qué les digo a las chicas?
Estábamos durmiendo y de repente yo abrí los ojos. La puerta de la pieza estaba cerrada.
Era raro que no me hubiera venido a despertar mi mamá si ya entraba luz por las persianas. Yo
siempre me doy cuenta de la hora por la luz que se mete entre los huecos de las persianas. Y esa
mañana la pieza ya estaba bastante clara y no se escuchaba ningún ruido. A mí no me gustaba
faltar al colegio porque entonces me tenía que pasar todo el día sola aburriéndome en casa. Por
eso no me hice la dormida. Llamé a mi mamá. Pensé que era ella la que se había quedado
dormida. Me imaginé que se iba a poner contentísima de que ya me pudiera despertar sola. Pensé
que me iba a decir que yo ya era una señorita y que eso la tranquilizaba. La llamé y, como no vino
y tampoco hubo ningún ruido, me levanté. Primero me senté en la cama y traté de despertar a mi
hermanita para que no llegáramos tarde. Blanquita, al jardín. Y como ella tampoco me escuchaba,
me empezó a agarrar miedo y casi me puse a llorar. Miedo, qué sé yo. La sacudí un poco y cuando
abrió los ojos, le di un beso como hacía mi mamá y le alcancé la ropa. Tuve miedo porque un día
escuché que mamá le decía a papá que si a ella le pasaba algo… que siempre nos hiciera acordar a
nosotras… de un mundo mejor, qué sé yo, esas cosas. Tuve miedo igual, porque para mí el mundo
no era feo, el mío por lo menos. Ahora todo es horrible. Mi hermanita y yo nos vestimos. Yo la
ayudé un poco, pobre. No me animaba a salir sola de la pieza. No sé por qué. Así le dábamos
juntas la sorpresa a mamá. Blanquita no hablaba porque estaba medio dormida. Cuando preguntó
por mamá le dije que íbamos a ir juntas despertarla. Que seguro se había quedado dormida.
Nuestra pieza da al comedor. Y enfrente, del otro lado del comedor, está la pieza de mis padres.
Salimos en puntas de pie. Mi hermanita venía atrás mío. ¡Yo me quedé!...
Blanquita también se dio cuenta de que algo había pasado porque en el comedor había un
desbarajuste bárbaro. Los libros estaban en el suelo y algunos rotos. Las sillas, cambiadas de lugar.
Y bueno, para qué le voy a seguir contando. Usted no vaya a decir nada, seño, pero yo tuve miedo.
Llegamos a la pieza de ellos: la cama estaba vacía y deshecha, pero no como cuando se iban
apurados. Deshecha del todo, hasta un poco corrida de lugar. Ahora no sé si había llegado ese día:
que si pasaba algo y las nenas. Hablaban tanto… Papá siempre me abrazaba y me decía que yo iba
a ser libre y Blanquita también. Como un pájaro. Que iba a ser amiga de muchos chicos y en el
colegio para el día del niño todos iban a tener un juguete y que eso era la libertad por la que ellos
peleaban. ¿Dónde?, me pregunto. Porque entre ellos no peleaban nunca. No, casi nunca. Y menos
por la libertad, que también es eso de los juguetes ¿no? No estaba ninguno de los dos en toda la
casa. Blanquita lloraba más fuerte que yo. Entonces la abracé y le di un beso. Nos sentamos en el
piso del comedor en el medio de todos los libros. Yo empecé a ponerlos en orden, los que estaban
rotos los dejé para arreglarlos. Pensé que a lo mejor mamá había salido a comprar la leche y le
dábamos la sorpresa. Lo que más nerviosa me ponía era cómo lloraba Blanquita, dale y dale. Capaz
que tenía hambre, así que fui a la cocina que también era un bochinche. Iba a sacar unos panes de
la bolsa y justo sonó el teléfono. ¡Ah! Me había olvidado de decirle que cuando entramos al
comedor para ir a la pieza de mis padres, el teléfono estaba descolgado y yo lo puse bien.
Entonces atendió Blanquita y yo enseguida le saqué el tubo de la mano. Era mi abuela con la que
estamos ahora. Y cuando le conté lo que pasaba, en vez de decir que ay esta madre que tienen,
dio un grito y dijo no se muevan, esperen ahí.
Me asusté mucho y yo también grité. Con Blanquita nos quedamos en un rincón. La
llamábamos a mi mamá porque mi papá siempre salía temprano así que sabíamos que no podía
estar. Después me sentí un poco mal, porque el más grande tiene que ayudar al más chico, y en
ese momento yo no la estaba ayudando nada a Blanquita. Ni siquiera la soltaba porque me sentía
mejor agarrada a ella. Prométame señorita que usted no va a contar nada de lo que le digo. Mi
abuela dice que es peligroso y no quiere. Usted cree que vivo con ella porque no tengo mamá,
porque se fue de viaje o algo así –como dice mi abuela cuando alguien se muere–. Pero es
mentira, seño. Le juro que es mentira. Yo tengo mamá. No sé dónde está, pero tengo. Ella decía
otro mundo y eso a lo mejor es un poco lejos. La verdad que ahora sería bueno que invente un
mundo mejor ¿no? porque es una porquería todo esto. Las chicas se piensan que yo estoy muy
contenta con mis abuelos porque nos compran todo lo que queremos, pero es mentira. Usted no
les diga nada, no, porque de verdad son muy buenos y nos compran lo que queremos. Yo a usted
se lo tuve que contar porque recién dijo que había que hacer una composición para el día de la
madre y las chicas me dijeron que bueno Inés, vos le podés hacer una a tu abuela, y usted también
me iba a decir eso cuando yo me vine acá y le hice perder el recreo largo en su escritorio ¿no?
Buenos Aires, 1977
3155 o El número de la tristeza
Liliana Bodoc
MIL NOVECIENTOS setenta y seis. Se apagó el verano. Se escuchó la tos seca del otoño.
La ciudad se llenó de carretas negras, conducidas por sombras. Los relojes tomaron la
costumbre de detenerse muy temprano porque la calle y la noche eran una combinación
impensable. Los gritos de las almas que intentaban escapar de sus perseguidores se escuchaban
con claridad, pero nadie tenía atención para prestarles. Ni amor suficiente para salir en su
ayuda.
Las ventanas perdieron su propósito principal: mirar la vida. Y los susurros se
transformaron en una manera de pensar. Sin embargo, había gente que leía cuentos.
Hubo un padre...
El mío. Se llamaba Andrés, y no entiendo cómo me parecía grande si solamente tenía
23 años.
Me quedaron su pensamiento, el color de los ojos y su fotografía. Pero las fotografías
tienen un tremendo problema: no cambian, no envejecen. Por eso, hoy tengo más años de los que
él tenía cuando me leyó el cuento de Víctor, el elefante.
-¿Te has vuelto loco, Víctor? -le preguntó el león, asomando el hocico por entre los
barrotes de su jaula-. ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? iEl
rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche.
-Ahora tengo que irme -dijo mi papá-. Mañana seguimos.
Le pedí que leyera un poquito más, pero me respondió que se le hacía tarde. Recuerdo
que, desde la cama, vi los pantalones anchos y coloridos de mi mamá, que miraba desde la puerta
del dormitorio. Ella tampoco quería que se fuera.
Mi papá se acercó para darme una explicación inapelable.
-¿Viste el cuento que acabamos de leer?
-Ajá.
-¿Te cayó bien ese elefante?
-Ajá. Sobre todo, me gustó lo de la risa como papel picado.
-Bueno... Alguien ordenó que nadie, nunca más, pueda leer ese cuento; que hay que
sacarlo de las librerías y alejarlo delas casas y de las escuelas. ¿Eso te parece bien?
-Me parece mal -contesté.
-A mí también me parece mal. Por eso tengo que irme. ¿Entendés?
Yo entendí más o menos, pero lo suficiente como para resignarme. Papá dejó el libro sobre
la mesita de luz.
-Te prometo que mañana lo terminamos -dijo, sin intención de mentir.
Después escuché los zuecos de mamá cuando lo acompañó hasta la puerta. Y escuché el
silencio inconfundible de un beso. ♣
Y hubo una madre.
La mía. Ella era asustadiza. Mala, no. Asustadiza. Esa tarde entró a mi dormitorio y
se puso a revolver los estantes.
-¿Dónde se metió? -decía para sí misma.
-¿Qué buscás? -pregunté.
-Ese libro que te regalaron para el cumpleaños. ¡El del elefante!
Sabía que mi mamá no podía estar buscando el libro para leerlo, porque siempre
tenía cosas mucho más importantes que hacer. ¡A ver si iba a perder el tiempo con
tonterías!
Entonces, ¿para qué lo buscaba?
-¡Acá está! -dijo. Y miró al elefante de color violeta y pantalones rayados como si
estuviese frente al demonio.
-¿Para qué lo querés? -pregunté.
Ella me respondió mientras se iba, por eso pensé que no había entendido bien. No
pudo haber dicho “para quemarlo”. No pudo haber dicho eso. La alcancé en mi cocina y
volví a mi pregunta.
-¿Para qué, mamá?
Se dio vuelta y me miró con expresión severa.
-Para quemarlo, Mariana. Para quemarlo.
Antes de preguntar alguna otra cosa, necesitaba entender. Y la verdad, yo no lograba
hacerlo. Mi mamá se detuvo apenas en una explicación.
-Lo prohibió el gobierno. No se puede tener en casa ni en la escuela. ¡Mucho menos
leerlo! -y agregó-: No me explico cómo tu tía te regaló una cosa así.
-Es lindo -le dije. Hay muchos animales que quieren volver a ser libres…
-¡Ni me hables!
Mamá buscó los fósforos, en los que tres patitos se alineaban en formación estricta,
y caminó hacia el patio. Yo fui detrás. Era tan evidente su determinación que ni siquiera me
atrevía a pedirle que no lo hiciera. ¿Por qué prohibían un libro? A lo mejor contagiaba
alguna enfermedad. Me pasé las manos por la pollera.
Mientras tanto, mi mamá había puesto el libro en un fuentón de aluminio. Me
gustaría decir que le temblaron las manos, pero la verdad es que no fue así. Ni las manos ni
los ojos. Más bien me pareció que se sentía importante. Miró su obra durante un rato, y se
fue. Una frase del cuento me vino de pronto a la cabeza.
-¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon
amenazadoramente.
A Javiera
40 años
40 años del secuestro y desaparición de mis padres Marcelo y Susana.
40 años de ausencia.
40 años sin encontrar sus restos. Sin saber qué les pasó.
40 años de mi vida. Toda mi vida.
Durante todo este tiempo mis sensaciones fueron cambiando. Cada sentimiento se enlaza
siendo consecuencia del anterior y producto del siguiente.
Sentí inconciencia.
A mi temprana edad me resultaba difuso entender lo sucedido. Se habían ido de viaje, ¿sin
nosotros? Estaban trabajando en Inglaterra, ¿no van a regresar?
Negación al saber la verdad. Generé inconscientemente una coraza como si hubiese sido
un tema superado. Negué mi dolor sin abordarlo.
Enojo y bronca hacia mis padres. Les reproché haber priorizado la militancia por sobre sus
hijos; militancia que defendían con el cuerpo y el alma. Años más tarde entendí: ellos no
imaginaban un final tan trágico.
Profunda tristeza, llanto enmudecido por el dolor de pensarme un nene de tres años
pidiendo por su madre a la que nunca más volvería a ver. Una profunda angustia al sentir el dolor
de mis abuelos en esta misma pérdida.
Reflexión. El tiempo cae donde tiene que caer. Nadie puede escapar de su historia.
Y por último, comencé a transitar el camino de la resignificación. En eso me encuentro
ahora.
Una resignificación que es doble pero, a la vez, una sola: mi historia y la suya.
Estoy armando el rompecabezas.
Fueron muchos años de silencio, sin embargo, sabía que ellos estaban ahí, esperándome.
Es imposible escapar de nuestro pasado. Sabía que tarde o temprano debería afrontarlo.
Mi pasado, el de mi hermano, el de mi familia, el de mis padres y también el de mi hijo chiquito.
Convivir con lo ineludible sin tomar registro de que la historia permanecía dentro mío
generaba una presión muy grande en mi interior que se traducía de varias formas. Por un lado, la
necesidad infantil e inexplicable de agradar, de no diferir de los demás, de no confrontar; y a la
vez, una profunda necesidad de escapar, de silenciar, de amputar mi pasado.
Todo esto iba erosionando mi alma.
Mis primeros tres años de vida los compartí con ellos.
Vivimos en varias casas (Lugano, San Miguel, Boedo) hasta que el 12 de junio de 1976, mis
padres nos dejaron a mi hermano y a mí en lo de mis abuelos y se fueron a dormir a la pensión en
donde estábamos viviendo, en las calles Moreno y Boedo, en Capital Federal. A la mañana
siguiente los estaban esperando en la puerta de la pensión.
Los secuestraron y nunca más se supo de ellos.
Tuve una infancia muy linda. Crecí en el barrio de Caballito, en una familia en donde el
amor nos dio la posibilidad de crecer sanos, contenidos y felices. Mis abuelos maternos Pepe y
Piba, mi bisabuela Graciana, mi tía Graciela, mi hermano Santiago y yo.
El primer contacto externo con mi historia lo tuve en 4° grado. Cristina fue la maestra que
se ocupó de hacerme ver mi realidad y lo importante que era eso para mí.
Fue en ese momento, cuando pude liberarme de los prejuicios y la oscuridad que me traía
este tema, que comencé este camino de entendimiento, de transformación de lo sucedido, de
amigarme con mi pasado.
El tiempo cae donde tiene que caer y es por eso que me toca a mí ahora.
Al no tener recuerdos de quiénes fueron mi mamá y mi papá, tuve que ir armando mi
historia un poco con lo que me contaban, otro poco con mi imaginación.
Luego de una fuerte crisis a los 35 años, emprendo este camino de rearmar mi pasado; de
querer conocer quiénes fueron Marcelo y Susana, esas dos personas que mi abuela Piba pintaba
de cuerpo y alma como dos fuera de serie con valores e ideales basados en la igualdad y los
derechos para toda la gente, y que también elevaban las armas en pos de ello.
El nacimiento de mi hijo precipitó la necesidad de saber todo sobre mí y sobre mis padres.
El tenerlo en brazos me obligó a trazar esa línea directa entre mi infancia y ellos. El
contacto piel a piel con mi bebé me generó esa memoria corporal primaria y germinal,
mostrándome y recordándome que yo también tuve esos primeros abrazos, ese primer contacto
de la piel con mi madre y mi padre; esas horas a su lado, mirándolos, escuchándolos, hablándoles,
conviviendo. Por más que haya durado poco, sé que esos momentos existieron y fueron
fundamentales para ser quien soy hoy, y para poder escribir estas líneas.
La palabra desaparecido estuvo en mi léxico desde temprana edad, cuando a los seis o
siete años mis abuelos me contaron la verdad. No recuerdo exactamente cuándo fue. Sí recuerdo
que me costó años entenderlo. Por mucho tiempo, siendo niño, pensé que desaparecido era la
gente que estaba en las fotos 4x4 (las únicas que tengo de mamá y papá). Luego me fui dando
cuenta de que era otra cosa.
No puedo dejar de pensar en ellos. Si estuvieran vivos, cómo serían.
Personas de más de sesenta años con este pasado en su piel y con un fuerte sentido de la
autocrítica. Al menos así me los quiero imaginar.
Podría ser el guión de cualquier película, pero es el guión de mi vida.
Me consuela saber que viven en mí y yo en ellos. No tuvieron la oportunidad de
desarrollar sus vidas junto a sus seres queridos. El destino los juzgó injustamente, más allá de sus
actos.
He soñado infinidad de veces con mantener una charla con papá y de estrecharme en un
abrazo con mamá. Ya llegará ese momento.
Anhelo el día en que suene el teléfono para decirme que encontraron sus restos.
Ese será el día en que cerraremos este círculo de indefiniciones, de vacío.
Ese será el día de poner en su lugar su descanso.
Ese será el día de decirle a mi hijo Milo: aquí descansan tus abuelos, dejemos una flor.
Hilda Victoria Montenegro Torres
Nieta restituida por Abuelas de Plaza de Mayo
Antes me llamaba María Sol Tetzlaff y era hija de un coronel del ejército –Herman Tetzlaff- y de
María del Carmen Eduarte, su esposa. En ese momento yo pensaba, realmente, que lo que decían
las Abuelas de Plaza de Mayo, las Madres, era todo mentira. Cuando era chiquita me decían que
ellas eran unas viejas locas, que habían sabido cuidar a sus hijos y que ahora se acordaban cuando
les faltaban y querían lastimar a la familia argentina –como la que yo tenía cuando era María Sol-,
mintiendo. Gracias a dios, las Abuelas no eran viejas locas sino que eran mujeres luchadoras a las
cuales no solamente les robaron a sus hijos sino a sus nietos por nacer o nacidos. Yo tenía trece
días cuando desaparecí. Las Abuelas iniciaron una causa judicial contra mi apropiador y recién a
los veinticinco años “aparecí” como María Sol Tetzlaff a 2000 kilómetros de mi familia. La verdad
es que fue bastante difícil esto. Recién hoy, diez años después de ese momento, puedo decir que
me llamo Victoria Montenegro, que soy una nieta restituida y que estoy orgullosa d emis padres,
mis abuelos, mis hermanos. Pero eso lleva mucho tiempo porque realmente hubo un Estado
terrorista que hizo mucho daño, que nos lastimó mucho, que nos robó nuestra infancia, nuestra
familia, lo que nuestros papás soñaron para nosotros y eso no es algo que una pueda acomodar
tan fácilmente. Imagínense ustedes que un día te den un papel y te digan que ya no sos esa
persona que eras hasta ese momento y que las personas que vos querías, a quienes les decías
mamá y papá, no son tus verdaderos padres. En mi caso, el agravante es que a quien yo le decía mi
papá y que era la persona a quien yo más amaba en el mundo, me confirma que, efectivamente, él
es la persona que mató a mis papás, al “enemigo”, y que lo había hecho para “salvarme la vida”. Y
yo, en ese momento, se lo agradecí porque sentía que realmente me había salvado la vida.
Obviamente, crecí en los cuarteles y por lo tanto tenía una formación ideológica militar muy fuerte
y un miedo muy grande de hacerme cargo de esa verdad como para poder llamar a las cosas por
su nombre. Me llevó muchos años, pero, por suerte, pude entender que a la persona que amaba
mucho no era mi papá, era mi apropiador y que eso que yo pensaba que era un acto heroico era
un crimen de lesa humanidad. Porque yo le creía cuando él decía que “salvaba a la Patria” y me
contaba que entraba y mataba al enemigo. Ellos decían que cada vez que mataban a un subversivo
estaban haciendo patria y yo, realmente, creía que eso era cierto y pude con el tiempo entender
que no era un acto heroico y que no me había salvado la vida, sino que me había alejado de mi
verdadera vida. Lo pude correr y pude dejar de decirle “papá”, lo cual para mí era fabuloso. Puedo
decirle “papá” a mi verdadero papá que se llama Roque y le decían Toti, yo ahora le digo papá. Y a
Hilda, que es mi mamá, pude llamarla “mamá”. Pude encontrarme con mi familia biológica y hace
diez años que estamos juntos. Tenemos una relación muy linda que crece todos los días y esto es
gracias a las Abuelas que nunca dejaron de buscarme. Hoy por hoy, los nietos colaboramos con las
Abuelas para poder abrazar a los hermanos que nos faltan y además porque muchos de nosotros
ya somos papás y sabemos que no solamente es nuestra generación la que no tiene identidad,
sino que nuestros hijos están creciendo con una identidad que no es la suya. Cuando a mí me
cambiaron la identidad, tuve que cambiarles la identidad a mis tres hijos también. Son sus
nombres, son su historia. Tuve resistencia, obviamente, porque ya mis hijos eran grandes, pero
hoy por hoy están muy orgullosos de su apellido y de sus abuelos.
A veces es difícil. Cuando la que adopta es una familia buena que lo quiso y lo quiere como su hijo,
es una cosa. En el caso de algunos nietos, como en mi caso, cuando nos cría alguien de la misma
fuerza, que son quienes nos apropian y realmente nos crían como adoctrinados. Están
convencidos de que nosotros somos “hijos de subversivos” y así nos criaban, con esa idea. En mi
caso, mis apropiadores estaban siempre atentos a todo. Cosas que para ustedes son normales,
como levantar un volante de algún partido político, para mí no lo eran. Él se sentaba y me hablaba
horas de lo peligroso que eso era. Es decir, me formaba todo el tiempo. Entonces cuando vos te
enterás de lo que me enteré yo, te lleva un tiempo correr ideología, lo que vos considerabas que
estaba bien. En un primer momento, me pasaba que él era mi papá y todo lo que decía estaba
bien y todos los demás tenían la culpa: las Abuelas, el juez, todos menos él. Entonces empezás a
acomodar, a decir: “esto de romper una puerta no es salvar a la patria, es destrozar una familia”.
Yo fui con esa idea de no querer a mi familia biológica, porque para mí no existía. Yo no quería esa
verdad que ellos me querían contar. Pero después te das cuenta de que esa familia existe y que es
tuya. Por otra parte, las fotos que tengo de mi papá son de cuando tenía diecisiete o dieciocho
años, entonces es muy difícil, porque tenés veinticinco o veintiséis años y ves a tu papá que es más
joven que vos. Yo no odio a mis apropiadores. Sé que no son mi mamá y mi papá. Mi mamá y mi
papá están desaparecidos y es a ellos a quienes amo realmente. Sigo teniendo vínculo con mi
apropiadora y cada tanto la voy a ver. La voy a ver pero sé que no es mi mamá. Mi mamá está
desaparecida.
¡Sí, complicidad hubo! Por eso ahora se está juzgando a la complicidad civil además de las
personas de la Fuerza. Yo vivía en Lugani I y II, que es un complejo de monoblocks que está en el
sur de la Ciudad de Buenos Aires. Y éramos dos los hijos de desaparecidos: estaba yo y Horacio
Pietragalla, que es otro nieto del que Herman, mi apropiador, se apropió. A él se lo dio a la señora
que trabajaba en mi casa y por lo tanto nosotros dos crecimos juntos. Horacito –que mide dos
metros pero yo le digo Horacito de cariño- apareció y yo, supuestamente, era un año mayor que él
y creo que apenas le llevo un mes. Lina, la señora que lo crió, decía que era un bebé recién nacido
y ya caminaba. En un edificio de cincuenta y seis departamentos absolutamente todos lo sabían.
Los mismo pasaba conmigo: mi apropiador me mostraba las fotos de mi bautismo “mirá, tenías
cinco meses y pesabas catorce kilos”. Decían que era una beba recién nacida y era una gorda de
cinco meses, seis meses, y toda la gente lo sabía. Cuando nosotros aparecimos las vecinas me
decían: “sí, todos lo sabíamos. ¡Qué bueno que apareciste!”. Pero nunca nadie dijo nada. Todos
sabían y lo que decían era “pero para qué te vas a meter, si está bien criada, si está gordita, si va al
colegio”. La idea era que ya estaba y que había que dejar todo así, sin hacer nada. Lo que mi
apropiadora decía –y hasta el día de hoy lo sigue sosteniendo- es: “¿Qué íbamos a hacer? ¿Te
íbamos a dar a esa familia subversiva?”. La idea era: tuviste otra oportunidad; si tus papás no
están, ya está; te dan otra vida, otro nombre, otro apellido. Entonces, como a ellos no les pasaba,
no les importaba. En Lugano I y II que es enorme, todo el mundo sabía que Horacito y yo éramos
hijos de desaparecidos o, al menos, tenían muchas sospechas. Y la gente nunca hizo nada, nunca
denunció.