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Y por tanto todo aquello que a través de sus manos circula, lo que entrega y
recibe, oferta compra y vende –de lo que posee o es dueño-, lo que trafica y las
reglas que para ello instituye, todo cuanto del comercio de su vicioso deseo es
el cíclico efecto, irremediablemente no es su esclavizante condena…
Mas las guerras, los odiosos antagonismos del espíritu humano, la supremacía
de los cálculos normativos, ya no basta el intercambio de palabras y la buena
fe presidiendo el acto solemne, tórnanse imperativos los dispositivos que
sojuzgan la libertad y fiscalizan las actitudes confiadamente sospechosas, las
taras que anticipan la enajenación, pero aun no es tiempo de caer
solícitamente en la locura, a esta su Elogio determina según sus vísceras
hambrientas que en mayor o menor medida todos seamos proclives a ser
insaciables entelequias trashumantes, langostas cuya avidez sea faraónica.
Pero el tiempo aun transcurre, lentamente. Antes éramos mediterráneos
mercaderes cuya proverbial paciencia ya toleraba anticipadamente las
tormentas de un futuro deseo aun no airadamente incitado, al punto de
conquistar y colonizar en absurda profusión de categóricos condicionamientos
los dominios de la libertad humana; no obstante aún, manufacturábamos
nuestras riquezas legendarias, conservábamos el arte religioso de esculpir la
piedra criselefantina, levantar las hercúleas columnas corintias, aun nuestras
manos redactaban los inacabables tratados de filosofía y dibujaban diestras las
míticas cartografías, en la cuevas insondables era plasmado el rostro del Buda
milenario, trasegábamos la Ruta de la seda decantando nuestros tiempos como
corpúsculos de arena infinita donde la vida aun no se inmutaba y las rocas aun
eran sólidas y los ríos fluyendo pausadamente no horadaban las riberas;
nuestras mercancías conocían las manos que las fabricaban y aquellas a su
vez, entendían las que las adquirían.
Antes el justo precio era pacto sagrado. Sin embargo las leyes, perversas leyes
donde los hombres eran el objeto de un comercio desnaturalizado, cizaña
implantada en el Sembradío, antes Hammurabi después Digesto (hoy
expansión normativa del universo constitucional), extensas colecciones
noveladas según el grado de corrupta degradación del ser humano, épocas
propicias para que de lo profundo del corazón del Hombre emergiese su
avaricia capitalista acumulando su suerte en silos e imponiendo la usura a
quienes la Fortuna providencialmente castigaba, entonces las pirámides
humanamente colosales ostentarían siquiera rozar el Empíreo y este a su vez
herido (no por herida humana), el Fatum de lo irremediable, terminase abriendo
las compuertas de las aguas turbulentas, el llanto de titanes.
No obstante faltaba un poco mas para las Revoluciones. Conforme cayeron los
imperios bajo las garras de si mismos, de sus desfasadas ambiciones, lo
consuetudinario de las sustituciones era y será moneda corriente, sumida en la
barbarie de su desolado oscurantismo, la Ciudad eterna allende su ocaso
dejaría el legado de las extensas codificaciones, de las inveteradas analogías
interpretativas y del animo profético de transformar todo aquello tocado por la
Plebe, en vil asunto comercial.
Antes fuimos hombres hoy somos maquinas. Cuando la vida comenzó a ser
liquida se abrieron las fuentes del Estigia, los venenos adictivos que difundían
la satisfacción de los deseos encubría tras de si el interés maquiavélico de
reducir al individuo a ente robotizado, programable consumidor de basuras
exotéricas, de placebos que presumían ser la panacea de enfermedades
quiméricas; esa Bestia metalizada con sus infectos vapores ardientes fraguaba
la bruma donde las multitudes quedaban inmersas en el sopor colectivo, allí, en
las ciudades modernas se cultivaba el homini sacri en su hibridación de
estupidez libertaria, por el Smog producido la tierra era fértil para sembrar toda
clase de miedos y herejías, ansiosos bipolares hijos bastardos del Sistema,
gentes en procesión anónima sin identidad, en suma, toda suerte de promesas
engañosas que buscaban lograr una letárgica felicidad y una ciega fidelidad;
vanidad de vanidades, un pozo sin fondo se oculta en el centro de la
Humanidad, en medio del desierto de la desolación.
Cuando la vida es liquida aquello que otrora fue solidó se desboca incontenible.
A merced del vacío que deja el ser metafísico y el instinto que irremisiblemente
se ve arrojado a experimentar su supervivencia, todo lo que fuimos antes es
ahora solo metáfora de un paraíso perdido.
Esta es nuestra naturaleza –vista sub specie aeternitatis-, una eternidad vacía
deliberadamente ofrecida, vendida y comprada al por mayor, y un inconciente
retorno al no ser, a esa vasta Eternidad.