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Testimonios de discriminación:

Historias vivas
Coordinación General de Educación Intercultural y Bilingüe

Observatorio Ciudadano de la Educación

Foro Latinoamericano de Políticas Educativas, flape

Contracorriente, A.C.

Universidad Pedagógica Nacional, Unidad 211

Este libro se imprimió en el marco del convenio de colaboración ce-


lebrado entre la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos
Indígenas y la Secretaría de Educación Pública.

Este programa es de carácter público, no es patrocinado ni promo-


vido por partido político alguno y sus recursos provienen de los im-
puestos que pagan los contribuyentes. Está prohibido el uso de este
programa con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a
los establecidos. Quien haga uso indebido de este programa deberá
ser denunciado y sancionado de acuerdo con la ley aplicable y ante la
autoridad competente.
Testimonios de discriminación:
Historias vivas
Primera edición, 2006
Miguel Ángel Rodríguez
Coordinador
Raquel Ahuja Sánchez y Ernestina Loyo Camacho
Coordinación y cuidado editorial
Patricia Rubio Ornelas y Ernestina Loyo Camacho
Revisión y corrección de textos

Erika Romero Ruiz


Diseño y formación electrónica
Miguel Ángel Rodríguez y Miguel Ángel Andrade
Diseño y fotografía de portada (San Miguel Arcángel o Huitzilopochtli, Iglesia
de Santa María Tonantzintla, Puebla)

D. R. © Coordinación General de Educación Intercultural y Bilingüe


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C.P. 01020 México, D.F.
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Observatorio Ciudadano de la Educación
Río Mixcoac 6021, Col. Actipan del Valle. C.P. 03230 México, D.F.
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Foro Latinoamericano de Políticas Educativas, flape
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Tel. (52 222) 297 4370
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Contracorriente, A.C.
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Universidad Pedagógica Nacional, Unidad 211
Prolong. de la 3 Sur y 121 A Poniente
Col. Fuentes de San Bartola. C.P. 72490, Puebla, Pue.
Tel. (52 222) 219 0576 y 77
Correo-e: upn211@hotmail.com

ISBN 970-814-177-1

Impreso y hecho en México


índice

Presentación 9
Introducción 11
Aprendí a leer memorizando textos que el profesor elegía
Braulio Hernández Méndez  15
Tomar en cuenta la lengua para mejorar la enseñanza
Emelia Juárez Bravo 17
Una profesora hizo gestiones para que me dieran una beca
Ivette Torres Cárdenas  19
Quiero ser profesora para luchar por una buena educación
Eva Flores Valle  22
Antes la comunidad se quedaba sin profesor
hasta un ciclo escolar
Martha Hernández Linares  24
La maestra entendió que valíamos mucho
Everardo Castro Montalvo 27
No podemos discriminar más al indígena...
Oscar Nape Soanacatl 29
En mi opinión eran personas que no conocían el respeto
Paula Rodríguez Domínguez 31
El maestro nos enseñó a escribir nuestro nombre
Omar Cid Trujillo 33
Dejé de estudiar un tiempo y me fui de mojado
a Estados Unidos
Miguel Ángel Flores González 36
Hay que reconocer que la mayoría de los profesores
son muy profesionales
Manuel Nicolás Pérez 38


Mis padres decidieron enseñarme el español, no el náhuatl
Jenny Cruz Moreno 43
El compromiso fundamental es promover
la diversidad cultural
Eliut Moreno Ángeles 46
Ojalá antes se hubieran valorado, como hoy,
las lenguas indígenas
Antonia Aguilar Cañete 48
Quería ser la abanderada, pero era muy,
de muy baja estatura
Monzerrat Meléndez Mora 52
Los programas de educación bilingüe han cambiado mucho
Rosalía Juárez Varillas 55
… Ojalá puedas hacer algo por los que vienen creciendo
Arturo González Peña 57
Cuando era Navidad la maestra nos daba los aguinaldos
Cecilia Gervacio Armora 62
Como docentes no debemos denigrar a los niños indígenas
Abigail Flores Méndez 67
No sé si realizó su sueño
Araceli Estrada Flores 70
Estoy orgulloso de ser indígena y hablar mi lengua madre
Isaí Sebastián Cabrera 72
Que los perdone Dios, yo no
Karina Arzola Rojas  77
He aprendido a mantener mi cultura y mis raíces
Lizbeth Reyes Trujillo 82
Pasé los seis años de primaria siendo monolingüe
Remigio Quiaha Cresenciano 84
Había un vacío que llenar: construir
mi verdadera identidad
Uriel Ortiz Aguilar 88
Nos niegan la dicha de hablar náhuatl
Vicente Filiberto Capilla 96


Algunos profesores indígenas rechazan su propia cultura
Sitlali Cruz Ramos 98
Maltrataban a mis compañeros que no traían zapatos
Magaly Peña Olaya 101
En la escuela telesecundaria nos respetábamos mucho
Leticia Romero Santamaría 103
Todos somos iguales sin importar de dónde provenimos
José Luis Hernández Hernández 106
No todos los maestros discriminan
cuando hablas otra lengua
Guadalupe Bautista Espinosa 109
La discriminación se daba contra los hablantes de ngigua
Armando Varillas Bernardino 112
Aprendí a leer y a escribir por miedo a que me castigaran
Angélica Bautista Alcántara 118
La profesora dividía: una fila de los niños del rancho
y una fila de los del pueblo
María Elizabeth Flores Hernández 120
La profesora dibujaba una flor y nos obligaba a hacerla
igualita a la de ella
Anabel Hernández de la Cruz 128
La profesora Rocío, la recuerdo como profesora
dulce y amable
Rocío Flores Tlilayatzi  133
Ser indígena no es una vergüenza ni estar al margen
de la Constitución
Yoan Sebastián Cabrera 138
Hablé con mis alumnos y les pedí que no se portaran
así con Ángel
Rosibel Rodríguez Elías 143
Ni mi papá ni sus compañeros sufrieron discriminación
Lizbeth Rojas Sebastián 147
Mis papás eran profesores del medio indígena,
pero no fuimos a esas escuelas...
Yadira Bonilla Nicolás 153


En los pueblos los niños tienen que trabajar en el campo
Homero Martínez García 160
Se nos dificultaba comprender algunas palabras en español
Tomás Vázquez García 162
“¿Sabe hablar náhuatl?”, me preguntaron en la jefatura
de educación indígena
Gabriela Flores Rosalino 165
La maestra me eligió para ser de la escolta y llevar
la bandera
Ángel Hernández Huerta 169
En cuarto año yo no entendía el español, el profesor era…
Susana de la Cruz Martínez 174
La maestra nos aconsejaba que siguiéramos hablando
el totonaco
María Antonieta Guzmán Pérez 178


Presentación

En las primeras décadas del siglo xx, las políticas públicas estuvieron
encaminadas a integrar a la población para forjar una nación fuerte
y poderosa. El “problema indígena” –varios millones de habitantes,
con culturas e idiomas diferentes, dispersos a lo largo del país–, se
resolvería integrando a los indígenas a la sociedad mestiza mexicana.
En consecuencia se diseñaron e implantaron programas educativos
bajo la premisa de enseñar una sola lengua, una sola historia; así, a
través de la educación, todos los mexicanos se formarían con una
educación nacionalista.
Por decreto, México se convirtió en una nación culturalmente
homogénea y se fomentó el mito de la “raza cósmica”, producto
del mestizaje de los criollos y los indígenas. Por decreto también
y por un proceso de aculturación, los indígenas se asimilarían a la
cultura nacional. El discurso oficial echó mano de eufemismos para
convencer que había bondades de dicha asimilación, cuando lo que
subyacía era el racismo y la discriminación.
El mito se gastó, como todas las ideologías nacionalistas. En las
dos últimas décadas las políticas han cambiado; se evidenció la diver-
sidad cultural que existe y se ha avanzado hacia el conocimiento y
reconocimiento de una sociedad multicultural. Si bien, aun cuando
se crean nuevos lenguajes para tratar de transformar la realidad, hace
falta mucho para revertir las condiciones de los indígenas que son
no sólo el grupo social más pobre y menos atendido, sino también el
más discriminado.
En México no hay discriminación; no es un país racista, se
argumenta, es un país clasista. Y en esta definición se confunden
las expresiones racistas: paradójicamente, las clases más desfavore-
cidas son de tez más oscura, más alejadas de los modelos de belleza
impuestos por la cultura occidental y en el extremo se encuentran los
indígenas que habitan principalmente en el medio rural. Hablar de


discriminación parece un tema ajeno, de otras latitudes; el término
es duro, acusador, incómodo. Significa específicamente dar trato de
inferioridad a quienes, en una colectividad, son diferentes por motivos
raciales, religiosos, políticos, de género, etcétera. En México, como
en casi toda Latinoamérica, de manera muy curiosa, una minoría
discrimina a la inmensa mayoría.
De esto hablan los cuarenta y seis testimonios que conforman este
volumen. Como lo menciona el coordinador del libro, los autores
de estos testimonios son alumnos de la Licenciatura en Educación
para el Medio Indígena, y la escritura de los mismos fue parte de un
ejercicio de fin de curso de la materia “Introducción a la Filosofía”.
Algunos relatan su paso por la escuela, otros las historias de sus padres,
otros más su inserción en entornos que les eran ajenos; también
registran desde sus recuerdos de infancia, en ocasiones con involun-
tario humor y frescura, la generosidad y el apoyo –en su caso– o la
mezquindad, los prejuicios y la pobreza de espíritu –también en su
caso– de los maestros y maestras, y de otras personas a su alrededor.
Estas experiencias contrastan, de algún modo, con las expectativas
de ser “alguien de bien, estudioso, activo, respetuoso, para llegar a
ser un buen profesionista en el futuro y no tener que emigrar a otros
países”, con el rechazo por ser pobre o moreno, por no entender o
hablar el español; con la apropiación de recursos de bien público por
motivos políticos o de poder, con el distanciamiento entre las necesi-
dades o circunstancias de los alumnos y sus familias y el sistema
escolar; la falta de oferta o de calidad académica; la violencia verbal
y física en las aulas. Pero también evidencian su optimismo ante el
futuro; el orgullo por su cultura y su lengua a las que exigen respeto;
las ganas de transmitir y conservar sus saberes. Se trata de textos
donde se ejerce la crítica y se plantean propuestas de solución.

Sylvia Schmelkes
Coordinadora General
de Educación Intercultural y Bilingüe
Introducción

Una de las dimensiones centrales para aproximarse a la entelequia


de la calidad educativa la constituye, indudablemente, la pertinencia
del currículo y, desde luego, los tiempos ocupados en alcanzar los
objetivos de los aprendizajes programados. La pertinencia pretende
la adecuación de los medios a los fines; es decir, afirma que los sabe-
res y contenidos de los programas de estudio, materiales didácticos y
libros de texto deben ser contextualizados. Enseñados en las lenguas
y con respeto a las culturas que habitan el territorio nacional.
Caminar en la dirección de la pertinencia significa, en los
hechos, la construcción gradual de las condiciones para alcanzar en
algún tiempo, como sostiene Raúl Fornet-Betancourt, un “diálogo
simétrico de las epistemologías.”
Pensar la educación desde un solo mirador histórico y desde una
sola lengua, y/o desde una sola cultura o paradigma epistemológico
es desaprovechar el pluriverso mundo de saberes y, con ello, perder
mil oportunidades diarias para educar en el ser, en el conocer, en
el hacer y en el vivir de los educandos. Esa perspectiva ontológica
monocultural termina por aplastar y negar, lejos de educar, al ser. Y
restringe las formas y las cuantías de la creación estética o intelectual
de las culturas indígenas, afrodescendientes o grupos minoritarios.
Las consecuencias educativas de cultivar en nuestras escuelas un
solo credo uniforme son descarnadamente contrarias a los propósitos
más nobles de la educación. La uniformidad, como es sabido, anula
y cancela las posibilidades de existencia de los diferentes. Eso dicen
muchas de las voces que escriben este libro.
Un libro tejido con 46 retazos testimoniales de estudiantes
universitarios de cuatro culturas indígenas del estado de Puebla
(náhuatl, totonaca, mixteca y ngigua o popoloca), recoge recuerdos,
emociones, desdichas, gratitudes, expectativas y las mil caras de

11
la discriminación que vieron y vivieron en su andar por el sistema
educativo.
La historia es a grandes rasgos la siguiente. A fines del 2004
terminé un curso de Introducción a la filosofía en la licenciatura en
Educación para el Medio Indígena, en la upn 211 de Puebla. Como
trabajo de fin del curso solicité a los estudiantes que me contaran
algunas de las experiencias escolares que ellos consideraran más
relevantes en sus vidas personales. Les dije que identificaran en
especial las vivencias que se hubiesen convertido en obstáculos fuertes
para su mejor desarrollo escolar e intelectual. Cuando tuve en mis
manos los trabajos y empecé a leerlos supe que una puerta al pasado
educativo estaba cediendo. La pregunta era: ¿cómo recuerdan su
proceso educativo los niños indígenas que después serán profesores?
Las respuestas de este libro son memorias que aspiran a contribuir a
la reconstrucción crítica de nuestro pasado educativo.
La selección que se presenta de aquellos trabajos ilustra cómo la
soberbia de la razón se apoderó de nuestras escuelas y arrebató la dicha
de la lengua –como dice uno de los testimonios– a los estudiantes
indígenas desde su primer día en el salón de clases.
En ocasiones el libro bordea la denuncia.
En consecuencia, y siempre de acuerdo con los autores y autoras,
se cambiaron los nombres de los protagonistas y, a veces, de las
escuelas y lugares de origen para evitar conflictos innecesarios entre
nuevas y pasadas generaciones magisteriales. Las narraciones origi-
nales fueron corregidas en aras de mayor claridad, pero respetando,
siempre en la medida de lo posible, las construcciones gramaticales
de los autores y autoras.
En suma, los testimonios aquí presentados dan cuenta de la
discontinuidad de las trayectorias escolares de los estudiantes del
medio indígena poblano, en escolaridad veremos quizá motivos
para entender o, mejor, comprender, los rezagos graves con respecto
a la edad normativa y escuchar las diversas caras de la deserción.
Hablan igualmente de la pobreza proverbial en la que crecen, de la
memorización como sustituto de la comprensión lectora, del rechazo
o aceptación familiar de la escuela, de las pedagogías del dolor y

12
del heroísmo colectivo e individual que supone escalar cada nivel
educativo. No obstante, y por fortuna, en ese horizonte borrascoso,
por todas partes aparece la figura providencial de una profesora o
un profesor que hacen posible que el milagro del conocimiento se
realice. Están entonces enredadas trágicamente la parte oscura y la
parte luminosa de la vida escolar.
La generosidad del magisterio es la mano salvadora. Los testi-
monios rememoran, como en sueños nostálgicos, que la presencia de
una maestra o un profesor evitó la segura expulsión de la escuela por
causas nimias y compró zapatos o huaraches, o cuadernos y colores,
para matar la vergüenza del niño: para que pudiera regresar a la escuela.
Algunos hospedaron en sus casas o con familiares a los estudiantes
que lograban brincar la cerca y se arriesgaban a la ciudad.
En el aula los recuerdos se concentran en las profesoras y los profe-
sores que sonreían con ellos. Los que valoraban el talento escolar sin
prejuicios de ninguna clase.
Pero quizá como sobre granito está grabada la dicha infinita
que les propiciaba la libertad de hablar su lengua en el aula. En sus
recuerdos los profesores aparecen como dadores de la palabra. Si el
sistema educativo imponía el castellano, siempre había profesores que
hablaban y dejaban hablar su lengua dentro del salón. Ahora sabemos
que por actitudes como las de éstos, la deserción y la reprobación
no cerraron las instituciones escolares. Aquí me imagino a un niño
preguntándose por la bondad de la escuela que lo primero que le
ofrece es cortarle la lengua, o casi. Qué me puede enseñar –se diría–
una institución que me impone, en prueba de su inmensa sapiencia,
el silencio esclavo. Yo, de acuerdo con él, me iría al rancho.
A los mentores, que sonreían y distribuían con justicia el fuego
divino de la palabra, dedicamos estos testimonios que quieren ser,
en los hechos, una memoria subversiva. Subversiva en el sentido de
cultivar una resistencia crítica frente a la pesadez de la realidad que
nos vomita un sistema educativo todavía profundamente injusto con
los moradores de las culturas y las escuelas indígenas.

Miguel Ángel Rodríguez

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aprendí a leer
memorizando textos que el profesor elegía

Braulio Hernández Méndez

En el presente documento doy a conocer algunas dificultades que


enfrenta un estudiante indígena al serle impuestas, desde la escue-
la, una segunda y hasta una tercera lengua: el español y el inglés.
Conforme los hablantes de alguna lengua indígena avanzamos en
nuestros estudios se incrementan las dificultades en la comprensión
de lectura en la segunda lengua, entre otras.
Al iniciar la primaria, en mi tierra natal, tenía algunos problemas
en la escuela, ya que no me podía expresar en español que era, justa-
mente, la lengua en la que el profesor se comunicaba conmigo;
esto ocasionaba que yo no entendiera, con la consecuencia lógica
de que me considerara “burro”. Mi imposibilidad de comunicarme
en español se debía a que nunca escuchaba a mi familia hablarlo.
Nuestra lengua materna era el náhuatl.
Al tiempo que avanzaba en la escuela mis dificultades aumen-
taban. Los profesores nos prohibían expresarnos en náhuatl dentro
y fuera de la escuela. “Aprendí a leer” memorizando textos que el
maestro elegía. Si no mostrábamos “saber”, las consecuencias eran
regaños, castigos y golpes dados con las mismas varas que, junto
con la anuencia para golpear, le proporcionaban nuestros padres. Así
sucedió hasta terminar la primaria, donde de ningún modo aprendí
a expresarme de manera adecuada en español.
El aprendizaje de la escritura lo adquirí por medio de planas de
ejercicios (tenía que llenar de seis a siete planas diarias), por lo que se
me dificultaba la construcción de frases y la redacción de textos. Para
aprender ortografía nos hacían repetir muchas veces las palabras.
En la secundaria mis problemas se incrementaron porque además
de la prohibición de hablar náhuatl, se añadió la imposición de otra
lengua extranjera: el inglés, la tercera lengua. A lo largo de los tres
años pasé, al igual que en la primaria, memorizando el idioma.
Aumentaba mis dificultades que, por falta de tiempo, no repasaba

15
los apuntes que los profesores nos daban ya que, diariamente, viajaba
hasta tres horas y media para llegar a la escuela, sin importar las
inclemencias del tiempo. A veces los profesores se burlaban cuando
me expresaba en mi lengua materna con los compañeros del grupo,
aunque no me entendían, me sentía mal por la risa que provocaba.
Poco a poco fui aprendiendo el español, le puse más atención que
al inglés, ya que era el idioma que escuchaba dentro y fuera de la
escuela, por lo tanto el inglés quedaba en tercer lugar, aunque logré
captar y entender algunas palabras no pude hablar esta lengua.
Para estudiar el bachillerato tuve que viajar a la ciudad de
Tehuacán, donde se me presentaron las mismas dificultades, ya
que mis compañeros de grupo se burlaban de mí cuando no me
expresaba con claridad o por el nerviosismo no podía controlarme,
no tenía compañeros que hablaran en lengua indígena, y esto me
afectó mucho la comunicación y la convivencia.
Los maestros me pedían pasara a exponer los temas que me
tocaba investigar en diferentes materias, lo que hacía pero con mucha
dificultad. Muchas veces tuve ganas de regresar a mi pueblo, pero
por necesidad no pude abandonar mis estudios.
Uno de mis propósitos como estudiante es apoyar a los niños que
hablan alguna lengua indígena, para que no tengan el mismo proble-
ma que yo tuve como alumno. Para ello es necesario comprender que
nuestros niños están en una etapa muy receptiva, creativa y produc-
tiva que pueden desarrollar si se les enseña en su lengua.
Es necesario que a los niños se les enseñe primero a hablar, leer y
escribir en la lengua que dominan, ya que esto les permitirá comuni-
carse oralmente y a través de la escritura y la lectura de manera
adecuada.
Actualmente se le da importancia a la cultura de las comunidades
donde prestamos nuestro servicio social, ya que es conveniente que
los estudiantes conozcan su cultura desde su infancia para después
enfrentarse al mundo diverso.

Lugar de origen: Alcomunga, Ajalpan


Lengua: náhuatl

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tomar en cuenta la lengua
para mejorar la enseñanza

Emelia Juárez Bravo

Al ingresar a la escuela, sin conocer otra lengua que la indígena,


nuestra primera experiencia desagradable fue que el maestro nos ha-
bló en español. Todos estábamos atentos escuchando lo que decía,
sin embargo no entendíamos. Al siguiente día ya no quería ir a la
escuela por temor a no entender lo que dijera el maestro, pero mi
mamá me llevó a fuerza por órdenes de mi padre. Ella platicó con el
maestro sobre el problema que tenía y, afortunadamente, a partir de
ese día el maestro nos habló en nuestra lengua materna: el totonaco.
Aún recuerdo que nos contaba cuentos y chistes para lograr
nuestra confianza y atención, sin embargo la enseñanza seguía siendo
en español. En consecuencia, al término del ciclo escolar aprendí a
leer sin comprender y de la misma manera concluí la primaria.
Al ingresar a la secundaria mis problemas continuaron, los profe-
sores nos prohibían hablar en nuestra lengua. Aún no dominaba el
español y nos imponían otra lengua: el inglés. Así pasé los tres años,
al igual que en la primaria, memorizando el español y el inglés.
Para asistir a la preparatoria debía trasladarme a una comunidad
más lejana. Ahí mis compañeros no hablaban totonaco, a excepción
de una compañera, y ella, al igual que yo, no era de ese lugar.
Cuando ella y yo nos comunicábamos en nuestra lengua los
maestros nos reprendían porque pensaban que estábamos diciendo
groserías; los compañeros, al oírnos, se burlaban y nos decían que
éramos indias y que nos regresáramos a nuestra comunidad. No fue
fácil adaptarse al grupo.
Para continuar estudiando tuve que salir de mi tierra. En esos
momentos enfrenté el miedo a lo desconocido, pues a la vez temía
dejar de hablar mi lengua materna, pero debía aprender el español.
Entré a la Normal, donde no tenía con quien comunicarme, sin
embargo, pude hacerlo a través de las canciones en totonaco que,
vale la pena enfatizar, me hacían recordar mi tierra, mi mundo.

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Cuando ingresé al segundo año de Normal realicé mi primera
práctica docente con alumnos de cuarto grado de primaria. El tema
de la práctica consistía en la clasificación de las plantas, lo cual me
planteó un enorme reto, ya que yo no conocía bien su nombre en
español. Con gran preocupación platiqué al asesor de este problema:
que no sabía hablar bien el español y que sólo conocía el nombre de las
plantas en totonaco, por lo que no sabía cómo iba a impartir la clase.
Aprendí una gran lección: me sugirió que llevara una muestra de
cada planta y los alumnos me dirían su nombre y su clasificación en
español. Como maestros debemos tomar en cuenta la lengua y los
conocimientos de los alumnos para una mejor enseñanza.
Mi primer trabajo al egresar de la normal fue en una comunidad
monolingüe. Los niños sólo hablaban totonaco. Parecía sencillo
reproducir la experiencia. Mi primer grupo fue de primer grado y,
tal como había aprendido, pasé cuatro meses queriendo enseñar las
vocales con el método ecléctico, el recomendado por la sep. Más aún,
intenté manejar palabras fuera del contexto lingüístico del alumno.
Al darme cuenta de mi error opté por platicar con ellos en totonaco
para ganarme su confianza y les preguntaba el nombre de las cosas
que ellos conocían y así fue como por fin logré que mis alumnos
aprendieran a leer y a escribir en su propia lengua y en español. Con
esta estrategia el grupo obtuvo un buen nivel de aprovechamiento.
Los problemas, sin embargo, parecían no terminar. En ocasiones
me veía obligada a impartir las clases en español ante el temor de ser
sorprendida por el inspector de zona, porque en sus visitas prohibía a
los niños hablar en lengua indígena ya que, según él, si los niños no
dejaban de hablar su lengua nunca iban a progresar.
Pienso, ahora, que es imprescindible reconocer que la educación
se desarrolla en una sociedad con características lingüísticas y cultu-
rales diversas y que es necesario partir de este reconocimiento para el
pleno desarrollo de los seres humanos con los que trabajamos.

Lugar de origen: Nanacatlán, Zapotitlán de Méndez


Lengua: totonaco

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una profesora hizo gestiones
para que me dieran una beca

Ivette Torres Cárdenas

He sido rechazada por mis padres, no tengo su cariño. Me gustaría


que me quisieran como a mis hermanas, con quienes no me permiten
relacionarme, porque no quieren que alguna de ellas sea como yo.
Me discriminan por ser morena y dicen que soy una callejera, pero
mi único pecado ha sido trabajar fuera de mi pueblo lo que, para
ellos, significa ser una mujer de la calle.
Una ocasión mi padre me golpeó brutalmente y me corrió. Me
fui con mis abuelos, pero ellos no quisieron que estuviera en su casa
y tuve que regresar a pesar de que mi padre me había corrido. Mis
padres no me aceptaban. Les dije que no tenía a dónde ir y que
por favor me permitieran seguir viviendo ahí. Me aceptaron con la
condición de que trabajara, pues ellos –me dijeron– no iban a mante-
nerme, ya que hacían mucho con dejarme vivir en su casa. Ahora que
estoy trabajando decidí seguir estudiando.
Antes de tomar la decisión hablé con mi mamá y le comenté que
quería seguir estudiando, a lo que me contestó que ella ya había hecho
mucho por mí al darme preescolar y primaria, y que con el dinero
que me pagaban no me iba a alcanzar si decidía seguir estudiando
porque la secundaria costaba más cara. No obstante, seguí adelante
con mi decisión.
Estudié la secundaria en un pueblo llamado Temaxcalapa, en el
estado de Veracruz. Caminaba cuatro horas para llegar a la escuela
porque no tenía dinero para irme en carro como mis compañeros,
tampoco tenía para comer y apenas me alcanzaba para una torta.
Donde estudié no se pagaba colegiatura como en las demás escuelas
particulares. Puse gran empeño para terminar la secundaria vesperti-
na. Por las mañanas trabajaba en casas ajenas para que me dieran de
comer, o bien lavaba trastes y con lo que me pagaban compraba los
útiles que me hacían falta. Los fines de semana ayudaba a una señora
que vendía comida en una fonda. Así terminé la secundaria.

19
Pensé que ya no iba a seguir estudiando por falta de recursos,
sin embargo, cuando se fundó una nueva escuela los profesores
invitaron a varios jóvenes, entre los que yo estaba. Mi respuesta fue
que no podría pagar las colegiaturas. Una profesora me contestó
que ella haría gestiones para que pudiera obtener una beca y seguir
estudiando hasta terminar la preparatoria. Gracias a esa beca y a la
profesora pude terminar la preparatoria. Doy gracias a Dios por estar
siempre conmigo y no dejarme sola.
Cuando terminé la preparatoria, nuevamente pensé que ya no
seguiría estudiando. La beca se había terminado y con el dinero que
ganaba trabajando, 200 pesos a la semana, no me alcanzaría para
la universidad. Mientras estudié la secundaria y la preparatoria no
pagaba colegiaturas, sólo una inscripción de 300 pesos, por lo que
podía comprar mis uniformes y útiles escolares. Pero en la univer-
sidad no era la misma situación, así que abandoné la idea de seguir
estudiando. Entonces, decidí irme a trabajar fuera porque quería
hacer mi propia casa y que mis papás ya no me humillaran tanto.
Así comencé a trabajar y ahorrar algún dinero, que decidí meter en
el banco. Era poco, pero quería cumplir mis sueños.
Pero cuando uno de mis compañeros me contó que seguía
estudiando me sentí muy mal ya que yo no podía hacerlo. Por eso
decidí que con el dinero que tenía ahorrado para hacer mi casa,
podía entrar a estudiar de nuevo. Ahora tengo miedo que lo poquito
que tengo ahorrado se termine. Quiero poner todo mi empeño para
continuar y concluir mis estudios.
Desde pequeña quería ser profesora. Espero ser alguien en la vida
y ganarme el cariño de mis padres, ayudarles en lo que pueda y,
finalmente, ganar su amor y respeto.
Cuando tenía 12 años fui violada por uno de mis tíos, él tenía
26. Nunca se lo dije a nadie, ni siquiera a mis padres, porque mi tío
amenazó con decirles que yo lo había provocado. Eso no era cierto,
pero pensé que mis padres nunca me creerían. Tuve mucho miedo
que mi tío cumpliera su amenaza, pues le iban a creer más que a
mí. Tampoco quería que mis abuelos me odiaran. Ahora me siento
sucia y avergonzada de todo lo que me sucede, quisiera ser una niña

20
limpia de todo y sin problemas, sin ser rechazada por nadie. Quisiera
enamorarme de alguien, pero tengo miedo que ningún hombre
quiera saber nada de mí, por lo que me pasó.
En una ocasión me enamoré de un muchacho que fue mi primer
novio y al que quise mucho. No quería que hubiera secretos entre
nosotros y decidí contarle mi historia. Como temía, él pensó que le
di motivos a mi tío para que me violara. Desde entonces no volví a
saber de él. Ahora sólo tengo amigas, pero novio no. Todas ellas lo
tienen, menos yo. En ocasiones pienso que me voy a quedar sola para
siempre y me da mucho miedo la soledad.
Muchas veces me he sentido sola y triste, siento que no tengo
salida. Me quiero ir muy lejos, pero no tengo a dónde. Quisiera huir
y no saber de nadie, mucho menos de mi tío. Aunque me vaya muy
lejos, siempre lo tendré presente. No puedo olvidar lo que me hizo,
es como una herida que queda abierta por siempre y que llevaré
conmigo. No puedo olvidarlo, es algo imposible. Necesito ayuda
pero no se a quién acudir.
Gracias por escucharme, necesitaba sacar todo esto.

Lugar de origen: San Miguel, Eloxochitlán


Lengua: náhuatl

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quiero ser profesora
para luchar por una buena educación

Eva Flores Valle

Estudié la primaria en la escuela Emiliano Zapata, que se encuentra


en la comunidad de San Mateo Coatepec. Para llegar a la escuela tar-
daba de 15 a 20 minutos, pues me iba caminando con mis amigas.
Cuando cursaba el primer año de primaria tenía una maestra
llamada Leticia que me quería mucho, era su alumna consentida y
siempre me regalaba un dulce o un chocolate por ser la más inteli-
gente del salón. Todos los niños y niñas querían ser mis amigos
porque era la niña más lista.
Cuando la maestra nos ponía a repetir las vocales era la primera
en decirlas. Si nos ponía a hacer planas, yo siempre acababa primero y
la maestra me pedía que les ayudara a mis compañeros para que salié-
ramos al recreo. Recuerdo que en diciembre la maestra nos dio un
regaló a mí y a otros dos compañeros por ser los más inteligentes.
Cuando cursé segundo año me tocó un mal maestro. Durante
los primeros meses seguía siendo la niña más inteligente, pero poco
después ya no fue así, pues el profesor sólo nos ponía planas de las
vocales y los números, cosa que para mí era muy fácil pero también
muy aburrido, porque lo hacía muy rápido. Culpo a este maestro por
no seguir siendo la misma de antes.
Poco después me fui atrasando mucho, pues el maestro era muy
holgazán. Había días en que lo único que hacía era comer. Eso
agradaba a mis compañeros porque le pedían parte de su comida.
Aún recuerdo que les aventaba pedacitos como si fueran perros, lo
que me molestaba mucho.
Todos los días era lo mismo, nos ponía a copiar lecciones y eso era
todo. Me parecía muy aburrido estar copiando todo el día y buscando
palabras con las letras “h” o “z”, que era lo que hacíamos siempre.
Un día me atreví a decirle al maestro que eso me parecía muy
aburrido, que mejor enseñara a sumar o multiplicar, que yo quería
aprender eso, pero me regañó por decirle lo que debería hacer.

22
Recuerdo que me jaló las orejas y me dijo que no iba a poner cuentas,
que si mis compañeros no sabían ni escribir mucho menos iban a
poder sumar.
Me puse muy triste y, a modo de protesta, me senté en el piso y
así estuve trabajando más de una semana. El maestro no dijo nada
aunque me veía sentada en el piso, simplemente no le importó que
yo quisiera aprender cosas diferentes y avanzar a mi propio ritmo.
Poco después le dije a mamá que estaba trabajando en el piso, que el
maestro no nos ponía trabajo y pasábamos todo el día jugando.
Mi mamá fue a hablar con el maestro y éste, de manera hipócrita,
logró convencerla de que yo era una niña caprichosa y que si estaba
trabajando en el piso era porque no quería obedecer. Por miedo a que
el maestro me regañara o me pegara no aclaré las cosas y me quedé
callada. Nada cambió, todos los días era lo mismo. Lo peor fue que
me tocó el mismo maestro en segundo y tercer grado de primaria.
Mi aprovechamiento disminuyó significativamente y dejé de
hacer tareas porque el profesor nunca las revisaba, pero como era
una niña no me importaba. Nunca pensé que esa actitud me perju-
dicaría en el futuro.
Por una parte mi madre fue culpable de que el maestro no hiciera
nada. Porque no me creía lo que le decía de él. Pero desde entonces
a este maestro lo desprecio. En estos momentos se encuentra traba-
jando en un pueblo cercano al mío. Cuando lo llego a encontrar me
dan ganas de gritarle lo que siento y siempre lo recuerdo con mucho
rencor. Es por eso que quiero ser maestra o educadora para luchar
por una educación buena y placentera, para que los niños no pasen
nunca por lo que yo pasé.

Lugar de origen: San Mateo Coatepec, Atzitzihuacán


Lengua: náhuatl

23
antes la comunidad se quedaba
sin profesor hasta un ciclo escolar

Martha Hernández Linares

La siguiente experiencia relata la infancia de mi madre que conozco a


través de sus relatos actuales. Ella tiene 56 años de vida.
La historia comienza hace aproximadamente cincuenta años, en
una población al noroeste del estado de Puebla. En ese lugar la gente
muestra su piel curtida por el sol. Por su clima extremadamente
caluroso la vegetación es escasa pero abundan los cactus y los coyotes.
Ahí las mujeres, hasta el día de hoy, se visten con enaguas de telas
brillantes, camisa bordada a mano, cinto, rebozo y pies descalzos.
Trenzan su cabello con listones de vistosos colores y lucen aretes de
oro con piedras también brillantes. Estas mujeres se ven pasar desde
muy temprano por las calles, con grandes cubetas de maíz para la
molienda. Del mismo modo se ve pasar a los hombres, vistiendo
calzón y camisa de manta, huaraches de correa ancha y sombrero de
palma. Parecen ir siempre de prisa.
En ese entonces las viviendas estaban construidas de adobe y
las que ocupaban las familias más pobres, de carrizo. Las familias
estaban constituidas de 8 a 10 miembros, y era costumbre que el
hijo o hija mayor apoyara a la familia, ya sea trabajando en el campo
con el padre, sembrando o cuidando chivos, si era hombre y, con
la madre, en el pepenado (bordado de camisas), si era mujer. Este
último se realizaba hasta después de las actividades del día (después
de las nueve de la noche), ya que durante el día junto con la madre
era obligado preparar la comida, ir al molino y cuidar a sus hermanos
más pequeños, entre otras cosas, como si fuese una segunda madre.
En ese tiempo la población se encontraba incomunicada pues no
había ningún tipo de transporte público. Tampoco se contaba con
servicio eléctrico, tiendas y, mucho menos, con escuelas de organi-
zación completa. Era frecuente que las escuelas se quedaran sin
docente hasta por un ciclo escolar, pues las dificultades para llegar y
las carencias del pueblo eran motivo suficiente para que los maestros

24
y maestras no quisieran caminar por lo menos 45 minutos para llegar,
mucho menos permanecer ahí.
Mi madre en ese tiempo era una niña de seis o siete años de edad.
Se llama Mari Carmen y pertenecía a una familia constituida por
cuatro hermanas y dos hermanos, de los cuales ella era la mayor.
Y aunque mi abuelo contaba con terrenos para el cultivo y algo de
dinero, y que era costumbre que a las mujeres no les diera educación
porque de inmediato “se casaban o se iban con el novio y no les
servía de nada”, trató de darle a todos sus hijos e hijas por lo menos
la educación primaria.
En el pueblo había una escuela primaria construida de carrizo
por lo que, cuando era invierno, calaba mucho el aire frío. La escuela
contaba con una sola maestra para los seis grupos y cada año era
diferente.
Mari Carmen comenzó a ir a la escuela con mucha ilusión de
aprender a leer. Se levantaba muy temprano (cuatro o cinco de la
mañana), para ayudar a su madre yendo al molino y volteando las
tortillas. A las ocho de la mañana se iba a la escuela, no sin terminar
las labores que le asignaba su mamá.
En su primer día de escuela Mari Carmen no entendía ni una sola
palabra, pues la maestra hablaba español. Por lo tanto, no comprendía
nada de lo que le enseñaban. Además, la profesora colocaba a los
niños en dos grupos: en el primero estaban los niños “inteligentes”,
que entendían lo que la maestra explicaba, y en el otro grupo los
“burros” porque no aprendían ni entendían de lo que hablaba.
Los niños se hacían burlas muy fuertes por la forma en que
estaban sentados. Mari Carmen permaneció durante año y medio
en este grupo, y no porque “fuera burra” –como decía la maestra–,
sino porque sólo hablaba la lengua náhuatl. Durante ese año y medio
aprendió un poco de español.
Lo que hacía creer a Mari Carmen que era burra se encontraba en
su libreta: enormes tachas rojas que abarcaban toda la hoja, y muy
escasas “palomitas” que hacían énfasis en el esfuerzo de su trabajo.
Un día la maestra pasó al pizarrón a Mari Carmen para hacerla
leer algunas palabras, pero ella no lo logró pues aún no reconocía

25
todas las letras, además que casi no comprendía el español. La
maestra la regañó frente a los demás niños y la golpeó en las manos
con una regla de madera, con tal fuerza que le dejó marcada la forma
del instrumento sobre las manos. No conforme con ello, le dijo las
siguientes palabras, grabadas hasta el día de hoy en su mente: “¡Niña
burra!, ¡no puedes aprender el abecedario. Casi dos años y sigues
igual de burra que el primer día en el que llegaste! ¡Eres la niña más
burra que he conocido! ¡Te quedarás sentada en esas bancas para toda
tu vida!”, mientras señalaba el lugar en donde se sentaban los niños
que ella consideraba “burros”.
Mari Carmen, mi mamá, cuenta con tristeza en su rostro y
seguramente en su corazón, la frustración, el dolor y la vergüenza que
le hizo sentir la maestra en ese momento, pues no valoró el esfuerzo
de la niña.

Lugar de origen: San Mateo Tlacoxcalco, San José Miahuatlán


Lengua: náhuatl

26
la maestra entendió que valíamos mucho

Everardo Castro Montalvo

Mi nombre es Everardo Castro Montalvo. Soy del municipio de


Tlacotepec de Porfirio Díaz, que pertenece a la Sierra Negra. Mi len-
gua materna es el náhuatl. Mi escuela preescolar se ubicaba como a
diez minutos de mi casa. Todas las mañanas recuerdo que mi mamá
me levantaba y me cambiaba, me daba de desayunar, después me
lavaba los dientes y, ya cuando repicaba la campana, salía corriendo
para no llegar tarde.
Al principio fue muy difícil para mí ir a clases porque me daba
miedo el no poder pronunciar bien las palabras en castellano, no
me iba a poder comunicar con mis demás compañeros y profesora.
Todos los días íbamos a la iglesia a cantar y a orar, ya que toda mi
educación preescolar y primaria la hice en una escuela de religiosas.
Cuando pasé a primer grado de primaria la maestra que me tocó
era muy enojona, nunca nos dejó que habláramos en nuestra lengua
materna y siempre nos decía que nosotros teníamos que superarnos
y ser mejores que nuestros padres y abuelos. También nos decía que
al seguir siendo indígenas no podíamos tener los mismos derechos
que ella. Que si algún día emigrábamos a la ciudad la sociedad nos
iba a rechazar.
Un día al llegar a la escuela saludé a mis compañeros en mi lengua
sin darme cuenta que ella, la maestra, nos estaba escuchando. Al
poco rato entró y en las manos traía una vara, sin saber para lo que la
iba a ocupar. De pronto cerró la puerta y me pasó al frente. Me dijo
que “por qué estaba platicando en mi lengua”. Yo le dije simplemente
“que había saludado y porque desde niños nuestros padres nos incul-
caron nuestra lengua materna”.
Entonces la maestra agarró la vara y me empezó a pegar. No lloré
porque tuve vergüenza con mis compañeros. Pero al llegar a mi casa
le platiqué a mi mamá lo que había ocurrido. Al otro día mi mamá
fue a platicar con la directora de lo que pasó. La directora habló con
la maestra, desde entonces nunca nos volvió a decir nada aunque

27
estuviéramos platicando enfrente de ella, se dio cuenta que nuestra
cultura valía mucho y que nadie nos podía impedir que habláramos
en nuestra lengua.
Al fin comprendió que el ser indígenas valíamos mucho, más
que ella, por nuestros valores y tradiciones. Conforme fui pasando
de grado ya ningún maestro me decía nada hasta que terminé la
educación primaria. Después ingresé a la telesecundaria y ahí
también nos prohibieron hablar en nuestra lengua. En esa escuela
teníamos que aprender la lengua extranjera, el inglés.

Lugar de origen: Tlacotepec de Porfirio Díaz,


San Sebastián Tlacotepec
Lengua: náhuatl

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no podemos discriminar más al indígena…

Oscar Nape Soanacatl

La discriminación en el medio indígena es histórica. Baste echar una


mirada a nuestros antepasados quienes, desde la Conquista, fueron
reprimidos por los españoles, que se sentían superiores.
Durante el Porfiriato, a las personas de escasos recursos les fueron
incautadas sus tierras para otorgarlas a quienes tenían mayor riqueza.
Fueron épocas difíciles. Se abusaba de las mujeres y las propiedades
de la gente más humilde. Fue hasta la época revolucionaria en que se
comenzó a revertir la situación.
Sin embargo, el indígena sigue siendo discriminado, quizás por
sus costumbres sencillas. En la actualidad aún hay mucha discrimi-
nación, sobre todo en las comunidades más alejadas, donde la gente
no sabe leer ni escribir y es, por tanto, presa fácil de quienes desean
aprovecharse de ellos y sus circunstancias.
Hablaré concretamente de dos comunidades en las que tuve
la oportunidad de trabajar, aunque por corto tiempo, y donde me
percaté de la realidad de la discriminación. Estas comunidades están
situadas al norte del estado de Puebla, y se llaman Xonalpú y Putlu-
nichuchu.
En estas comunidades existe una enorme división generada por
problemas políticos. Existen tres partidos que, sin duda, determinan
las posibilidades de otorgar algún beneficio a las personas, según su
filiación. El caso más claro está en el manejo de los recursos que se
distribuyen a través de diversos programas sociales, por ejemplo, las
despensas o dinero en efectivo (becas), pues si alguien pertenece al
partido contrario no puede recibirlos.
La educación no es un caso excepcional. En ambas comunidades
se cuenta con dos escuelas primarias y una telesecundaria. En el caso
de las primarias, si los padres de los alumnos aspirantes son de un
partido, solamente hay posibilidades de ingresar en la que el partido
apoya. En consecuencia, los niños no tienen permitido entablar
conversación (no digamos amistad), con los de la otra escuela.

29
Si alguna organización ajena a la comunidad patrocina algún
evento hay muchos problemas. Si, por ejemplo, regalan juguetes o
despensas y esto se hace en una de las primarias, las personas de
distinto partido no reciben el apoyo. Es hasta la secundaria donde
todos los niños se conocen.
Los gobernantes son dominados por los terratenientes e, incluso,
por los acaparadores de productos, como el café, que de no venderse
al precio establecido se echa a perder. Si optan por venderlo ellos
mismos, deben caminar durante varias horas para llegar al municipio,
pero aun ahí los acaparadores arreglan el precio para comprarlo a
un costo exageradamente bajo y en ocasiones fiado. Posteriormente
posponen el pago argumentando falta de dinero, por lo que los
indígenas se ven obligados a pedir frijol, arroz, sopa u otra cosa fiada
para satisfacer sus necesidades más inmediatas a costa de adquirir
nuevas deudas.
Pero el indígena ha sido reprimido no sólo por aquellos pertene-
cientes a la clase alta y media por tener dinero o vestir ropa fina, sino
“ha sido reprimido por el mismo indígena” que ya olvidó sus raíces.
Creer que por vivir en la ciudad ya no se es indígena es un error.
Pero también en las ciudades existen infinidad de indígenas
discriminados día con día, aun siendo quienes prestan muy valiosos
servicios y venta de productos.
No podemos discriminar a los indígenas por vestir traje típico,
hablar idioma indígena o ser diferentes a nosotros. Por el contrario,
debemos respetarlos y hacerles sentir su pertenencia a un grupo
étnico.

30
en mi opinión eran personas
que no conocían el respeto

Paula Rodríguez Domínguez

Cuando iba al preescolar me gustaba ir a la escuela, después todo


cambió. Ingresar a la escuela primaria de Cuapexco, donde vivo, fue
la peor experiencia de mi vida. Desde el principio no me relacionaba
con mis compañeros de grupo, sólo con una niña que, hasta el día
de hoy, es mi amiga. Era muy tímida, por esta razón sentí morir por
lo que me pasó.
El maestro que fue asignado a mi grupo no sólo era el más estricto
y de mal carácter, sino que se presentaba a impartir clases ebrio o
crudo, y me daba miedo. Un día, como de costumbre, saludé al
maestro y me percaté de su aliento alcohólico. Pasados unos minutos
me ordenó pasar al pizarrón y resolver una resta. No la pude hacer y
él me golpeó con el metro de madera. No pude resistirlo y me solté
a llorar. Creo que no lo hacía por lo fuerte del golpe, sino porque el
maestro trataba bien a las niñas que, según él, eran las más bonitas
y con dinero y, como yo era humilde, me pegó sin razón. Si él me
hubiese explicado hubiera entendido, pero no a golpes.
Me decepcioné de la escuela y ya no quería ir. Mi mamá me
preguntaba la razón, por lo que le conté cómo pasaron las cosas;
sin embargo ella me decía: ¿prefieres ir al campo y hacer comales de
barro o ir a la escuela? Mi respuesta era sí, prefiero eso.
Dos días después mi mamá me llevó a la escuela y habló con el
maestro del porqué no iba a la escuela. Él le dijo que me pegó porque
estaba jugando en clase y no ponía atención. Eso me enojó mucho
porque no era cierto, pero, ¿qué podía hacer? Él era el maestro y yo
simplemente una niña, y no podía contra él.
Mis compañeros y mi familia se burlaban de mí porque el maestro
me había pegado y me decían que lo había hecho porque yo era india
y oaxaca. Indígena y oaxaco son términos que usa mi familia para
nombrar a las personas que no pueden hacer algo o lo hace mal, con
lo que se entiende que ser indígena es ser tonto.

31
Los compañeros también se burlaban porque me peinaban de
trenzas y listones, lo que me daba coraje y por eso ya no dejaba que
me hicieran trenzas. Parece que la misma situación se vive en Tenan-
titla, la comunidad donde trabajo.
Cuando ingresé a la telesecundaria, que se encontraba en un
pueblo cercano, fui discriminada por algunas de mis compañeras que
se creían de clase alta y pensaban que si se juntaban con nosotras se
rebajaban. Siempre nos decían que éramos “Sanfelipeñas rascuachas”,
pero ya no me hacían sentir mal, porque mi padre me decía: “¡A
palabras necias, oídos sordos!” Yo, simplemente, las ignoraba. En
ocasiones, incluso, estuvieron a punto de golpearnos, pero les dije
que si, según ellas, eran muy civilizadas por qué hacían eso, que en
mi opinión eran personas que no sabían lo que era respeto. Aunque se
enojaron, desde entonces dejaron de molestar. Ahora ya son señoras
y han cambiado.
Ésta no es una experiencia de discriminación de la cultura o la
lengua porque no aprendí a leer y escribir en lengua indígena. Mis
padres me enseñaron a hablar en español. Ellos hablan un poco
el náhuatl, pero a mí ya no me lo enseñaron. Fue hasta hace unos
días que me interesé por el idioma, por lo que trataré de hablarlo y
escribirlo.

Lugar de origen: Cuapexco, Cohuecan


Lengua: náhuatl

32
el maestro nos enseñó a escribir nuestro nombre

Omar Cid Trujillo

Desde los tres años mis papás me mandaron al preescolar y, al termi-


narlo, pasé a la primaria. Estudié ambos niveles en mi comunidad.
Cuando ingresé a la primaria no sabía escribir ni mi nombre, pero
el maestro nos enseñó. Aprendí hasta el segundo año de primaria,
aunque no sabía sumar, restar ni multiplicar. Ese maestro que tuvimos
en primero y segundo se cambió de zona y se fue a otra comunidad.
Llegó otro maestro. Desde que vi su rostro supe que tenía mal
carácter. A los dos días de su llegada seguía perdiendo el tiempo
porque sólo nos comentaba de dónde venía y cómo era su comunidad.
Al tercer día comenzó a escribir en el pizarrón unas sumas y me pidió
que pasara a resolverlas, como no sabía sumar y él no nos explicaba
cómo hacerlo, no pude y el maestro empezó a pegarme con un palo
grueso hasta que llegó el director para comunicarle que tenían una
reunión. El profesor se fue a la reunión y nosotros nos fuimos a
nuestras casas.
Cuando llegué a mi casa me preguntaron mis papás por qué
tenía una bolita en la cabeza y yo les contesté que me había caído
porque tenía miedo de acusar al profesor. Al siguiente día llegamos
a la escuela y sucedió lo mismo. Pasó al frente a un compañero para
que escribiera unos ejercicios de multiplicar y, como tampoco sabía
hacerlo, el maestro empezó a golpear a mi compañero con el mismo
palo con el que a mí me pegara el día anterior. El resultado no fue el
mismo, ya que el niño comenzó a llorar y salió corriendo a su casa
para llamar a su papá. El señor estaba muy molesto con el maestro y
quería golpearlo, cuando llegó el director el padre del niño le contó
lo que pasaba en el salón y que su hijo estaba lastimado.
El director nos preguntó a los demás y todos le contamos que el
maestro nos pasaba al pizarrón a resolver ejercicios sin explicarnos
cómo se hacían. Enfrente de nosotros le llamaron la atención al
maestro y al día siguiente ya no se presentó. Supimos más adelante
que lo mandaron a otra comunidad.

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Después llegó un maestro muy bueno que nos enseñó cómo
sumar, restar y multiplicar. Todos aprendimos fácilmente porque
explicaba bien. Pasábamos al pizarrón pero ya sin miedo. Pasé a tercer
grado con más ganas de estudiar y así hasta terminar la primaria,
agradecido con mis papás que me apoyaron.
Cuando terminé la primaria mis papás me dijeron: “¡Vas a
estudiar la secundaria!” En ese tiempo no había secundaria en mi
comunidad, debía trasladarme a otra comunidad caminando porque
no había carretera. Quería seguir estudiando para que estuvieran
orgullosos de mí.
Mi papá me inscribió en la secundaria de Temaxcalapa, pero al
faltar aproximadamente dos semanas para iniciar el ciclo escolar,
sucedió algo doloroso y triste. Mi mamá enfermó y falleció al otro
día. Ahí me di por vencido. No estudié un año porque sin mi mamá
no era igual. Mi papá empezó a tomar alcohol y al poco tiempo se
enfermó y estuvo a punto de morir, pero se salvó gracias a que mis
abuelos y mis tíos le compraron medicamentos.
Luego mis dos hermanos y yo nos fuimos a vivir con mis abuelos.
Mi hermano estaba estudiando la primaria y mi hermana el prees-
colar. Cuando cumplí un año sin estudiar se abrió una secundaria en
mi comunidad y mis abuelos y mis tíos insistieron en que estudiara
hasta que me convencieron.
Entré a la secundaria. Al principio sin ganas porque no conocía
a nadie, pero pronto empecé a tener amigos y mis maestros me
apoyaban. Puse empeño y todo se me facilitó. Sentí que los tres años
pasaron muy rápido.
Cuando terminé la secundaria mis tíos y mis abuelos me felici-
taron, pero aún me sentía triste porque mi mamá no estaba conmigo.
Mis tíos me decían que mi mamá me veía desde el cielo y estaba
conmigo, lo que me animó a salir adelante.
Cuando entré al bachillerato mis abuelos me siguieron apoyando,
por lo que les estoy muy agradecido. Ahora sigo en la universidad.
Si no hubiese aprovechado la oportunidad que me brindaron mis
abuelos y mis tíos no tendría estudios. Estoy contento por seguir
estudiando, pues esta educación no sólo a mí me favorece; también

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a otras personas, pues mi deseo es ayudar a los niños para que se
preparen y no tengan problemas en la escuela. Mi propósito es
terminar la universidad y ayudar a los que más lo necesitan.

Lugar de origen: San Miguel, Eloxochitlán


Lengua: náhuatl

35
dejé de estudiar un tiempo
y me fui de mojado a estados unidos

Miguel Ángel Flores González

De mi infancia tengo experiencias muy bonitas que nunca voy a ol-


vidar. Qué bonitos recuerdos de aquellos momentos en los que no
pensaba más que en jugar, comer, correr, brincar. Esos momentos se
han ido.
Aquel tiempo cuando papá decía: “Quiero que seas un hombre
de bien, sobresaliente en la vida, estudioso, activo, respetuoso, para
llegar a ser un buen profesionista en el futuro y no tener la necesidad
de emigrar a otros países”. Que buenos consejos los de mi padre, que
me cuidaba y me entendía.
Pero como jóvenes no tenemos la capacidad de entender a nuestros
padres y siempre peleamos y los acusamos de no entendernos: “¡Tú
no agarras la onda! ¡Tus tiempos ya pasaron!” Frases estúpidas que
decimos los jóvenes. No nos damos cuenta de lo indispensable que es
el consejo de un padre.
En una ocasión le dije a mi padre que terminando la secundaria
me pondría a trabajar, a lo que él respondió que no quería que me
saliera de la escuela, que debía poner todo mi empeño para lograr ser
maestro y no tener necesidad de andar en el campo de sol a sol, ya
que así son las jornadas.
Esta conversación se me grabó en la mente y prometí a mi
padre seguir estudiando para convertirme en el maestro que tanto
anhelaba. Seguí estudiando aunque en ese proceso se presentaron
obstáculos (tener novia, ir a los bailes, etcétera) por los que descuidé
mis estudios. En este aspecto tuve que acudir a mis padres para que
me dieran consejos porque yo no sabía qué hacer. Ellos me apoyaron
siempre y, en las buenas y en las malas, seguí estudiando y prepa-
rándome, para cumplir mi compromiso.
Otro obstáculo que se me presentó fue el económico, ya que
provengo de una familia numerosa (11 hermanos), mi padre es
campesino y mi madre ama de casa. Por ello tuve necesidad de

36
buscar mis propios recursos. Dejé de estudiar por un tiempo y me
fui a los Estados Unidos como ilegal, arriesgando mi vida. No fue
tan fácil decidirme, pero unos familiares que viven en Los Ángeles,
California me prestaron dinero para pasar. Estuve en la frontera casi
un mes sin poder pasar y sin dinero y, cuando al fin lo logré, mis
familiares me estaban esperando.
Ellos me consiguieron trabajo, pero fue muy difícil adaptarme a
la vida de mojado porque sufres discriminación. Hay mucho racismo
entre los propios paisanos. Poco a poco me fui adaptando y estuve
aproximadamente tres años allá. Junté mi dinero y me dije que era
hora de regresar a cumplir el compromiso con mis padres: terminar
de estudiar y ser maestro. Es por eso que decidí regresar con mis
padres y concluir mis estudios.

Lugar de origen: San Gabriel Chilac


Lengua: náhuatl

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hay que reconocer que la mayoría
de los profesores son muy profesionales

Manuel Nicolás Pérez

Nací en el seno de una familia unida compuesta por padre, madre y


tres hermanos. Gracias a ellos logré lo que quise en la vida, luchando
por ser mejor cada día.
A la edad de seis años todo era felicidad. Por ese tiempo nos fuimos
a vivir a una ranchería que constaba de unas 15 casas. Recuerdo bien
que apenas se comenzaba a poblar. Era un rancho lleno de árboles
y pasto. Junto a mi casa pasaban dos arroyos. Mi lengua materna es
el náhuatl.
A los siete años ingresé a la primaria. El grupo se integraba por
aproximadamente 15 o 20 alumnos de primero a tercero. La escuela
era multigrado. Todos nos comunicábamos en lengua materna en los
juegos, diálogos, trabajo, etcétera.
Un día llegó un profesor que se apellidaba Cuenca y hablaba
español, pero como no podíamos comunicarnos con él en las clases
se cambió muy pronto de escuela. Viendo este problema, los padres
de familia y las autoridades del pueblo solicitaron un maestro
bilingüe (español-náhuatl). Con él nos familiarizamos porque nos
hablaba en náhuatl y en español. Así pasaron los años hasta culminar
mi educación primaria que concluí en un albergue ubicado en otro
pueblo a la edad de 13 años.
Todo era bonito para mí, pues convivía con mis compañeros,
maestros y personas de la comunidad en mi lengua materna
(náhuatl). Proseguí mis estudios de secundaria con una media beca
que otorgaba el Instituto Nacional Indigenista (ini) y que consistía
en darnos 50 pesos mensuales para alimentación.
Sin embargo, debido a que en la ranchería no había secun-
daria me mandaron, junto con algunos compañeros, a una escuela
técnica ubicada aproximadamente a seis o siete horas de nuestro
lugar de nacimiento. Ahí empezó a cambiar mi vida al relacionarme
con compañeros y maestros que no hablaban mi lengua, porque

38
en el pueblo donde estaba la escuela no eran hablantes de lengua
indígena.
Siempre sentí la discriminación y el desprecio de algunos compa-
ñeros y profesores por ser indígena, tener costumbres diferentes y
poco dominio del español. Ésta se manifestaba con menosprecio y
burla cuando me comunicaba con algunos de mis compañeros de la
misma región a través de mi lengua.
Por otra parte, los maestros no tomaban en cuenta nuestras
participaciones en clase. Tampoco lo hacían en la asignación de jefe
de grupo y la conformación del comité de asociación de alumnos
integrado, por supuesto, por alumnos más grandes y nacidos en ese
municipio. Así cursé los tres años.
A partir de entonces sentí nostalgia por el apoyo de mis padres.
Empecé a tener miedo porque cada día enfrentaba nuevos retos.
También empezaba la adolescencia, una etapa difícil. A veces quería
renunciar a todo y volver con mi familia, paisanos y amigos porque
ahí me sentía seguro y en confianza. Ése era mi mundo.
Cuando terminé la secundaria empecé a trabajar en la ciudad
de Puebla con un amigo y, finalmente, con el apoyo de un maestro
que tuve en la primaria pude ingresar como promotor de educación
indígena. Asistí a un curso de inducción de tres meses y me incorporé
a la docencia.
En esta etapa conocí nuevos retos. Del Departamento de
Educación Indígena (sep) me mandaron a trabajar como promotor
de educación preescolar. Mi misión era conformar una nueva zona
escolar en la ciudad de Atlixco, con 20 compañeros.
La gente de la comunidad en que inicié mi trabajo hablaba náhuatl
(una variante del que yo conocía). Traté de convivir de manera muy
cercana con la gente participando de sus costumbres, fiestas patro-
nales, lengua, religión, deportes y alimentos. Esta actitud me abrió el
camino a su amistad.
Pero aunque por parte de la gente no había discriminación, sí la
pude sentir por parte de los maestros de primaria, que sólo hablaban
español y me rechazaban porque mi vestimenta era sencilla. Aún
recuerdo que, cuando recorría las ciudades de Atlixco y Puebla, la

39
gente que me escuchaba dialogar con mis compañeros en náhuatl
solía decirme que “era un indio” y eso me hacía sentir mal.
Sin embargo, al reflexionar sobre lo que había pasado en la secun-
daria y ahora como docente, me propuse una meta: prepararme
profesionalmente para demostrar que pertenecer a un grupo étnico
no nos hace ser menos dentro de una sociedad heterogénea. Tenemos
los mismos sentimientos, aunque diferentes costumbres y valores. Así
me inscribí al Centro de Capacitación del Magisterio donde estudié
la normal básica de tres años.
Después me inscribí a la Licenciatura en Educación Primaria. En
el primer semestre me enteré que había oportunidad de cursar la
Licenciatura de Educación Primaria para el Medio Indígena en la
upn (lepmi). Para estudiarla debía renunciar a la Licenciatura en
Educación Primaria y lo hice porque amo y valoro a mis semejantes
indígenas y deseo prepararme para servirles. Posteriormente, me ins-
cribí a la normal superior del estado donde cursé tres años.
Actualmente me siento satisfecho de ser un maestro de educación
indígena adaptado a la sociedad donde me desenvuelvo cotidiana-
mente en lo político y cultural y sin permitir que la gente me humille
o menosprecie, pues conozco mis principios y valores, además
de los derechos y deberes que tenemos los ciudadanos de este país
pluricultural.
Nací en la ciudad de Atlixco. En ese entonces mis padres no
tenían casa propia. Cerca de donde vivíamos había un jardín de
niños federal donde mi madre me inscribió a la edad de cuatro años
y concluí a los cinco.
La primaria donde me inscribieron se encontraba a media cuadra
de donde vivíamos, con la intención de llegar siempre puntual y que
mis padres tuvieran la oportunidad de acudir frecuentemente a recibir
información sobre mi educación por parte de mis maestros. Como
mis dos padres se dedican al magisterio siempre estaban ocupados
en su trabajo, fuera de la ciudad. Teníamos una sirvienta que me
cuidaba y me llevaba a la escuela.
En esa escuela cursé sólo dos años pues parte de tercero lo cursé en
la escuela donde trabajaba mi mamá. Cuando mis padres compraron

40
un terreno en la ciudad de Puebla nos venimos a vivir ahí y cursé
el tercero y cuarto grado. Luego volvimos a la ciudad de Atlixco
donde terminé la primaria en una escuela ubicaba a 30 minutos de
mi casa.
En esa ciudad cursé el primer grado de secundaria en una escuela
técnica que estaba a 40 minutos en transporte. Finalmente volvimos
a la ciudad de Puebla donde finalicé mis estudios de secundaria en
la Técnica 35.
Cursé el bachillerato en una escuela particular de Puebla, debido
a que no pasé el examen en la preparatoria federal. En la misma
escuela estudiaba y trabajaba y, con muchos sacrificios económicos,
terminé el bachillerato según los deseos de mis padres. Para llegar a
la escuela viajaba aproximadamente una hora, porque vivimos en la
periferia de la ciudad de Puebla.
Como estudiante tuve algunas dificultades para integrarme a los
compañeros, pues nuestros principios y valores eran diferentes en
lo económico y cultural. Esa situación ha sido motivo para seguir
preparándome profesionalmente. Mi deseo es ser maestro indígena
bilingüe para servirle a mis semejantes. Amo la educación, por lo que
debo ser el mejor maestro.
El trato abusivo hacia los niños en edad escolar, frecuente-
mente mal entendido como disciplina, castigos o consecuencias, es
incorrecto y peligroso. Los educadores responsables e informados
saben desde hace mucho tiempo que el maltrato, tanto físico como
emocional, inferido a los niños por parte de sus maestros, es una
conducta antiprofesional que puede destruir el entusiasmo por
aprender y preparar el escenario para problemas emocionales y
conductuales.
Hay que reconocer que la mayoría de maestros son profesionales
dedicados que no maltratan a los niños física, ni psicológicamente.
La mayoría de los administradores de escuelas exigen estándares altos
de conducta a los maestros dentro de sus planteles escolares.
Sin embargo, aunque ninguna universidad, instituto o programa
educativo entrena maestros para aterrorizar, pegar, jamaquear, gritar,
humillar y herir a los niños, en muchas escuelas existen maestros

41
incompetentes que, habitualmente, lastiman a los niños, así como
también hay administradores escolares a quienes no les importa
mantener la calidad en sus escuelas.
La lista de castigos y maltratos inflingidos a los niños es enorme.
Basten algunos ejemplos como los golpes en diversas partes del
cuerpo y con objetos variados. Otros tipos de agresión física son los
pellizcos, jalones y empujones, o bien, amenazas y humillaciones.
Negar permisos o tiempos de recreo, inmovilización u obligación
de ejercicios extremos, confiscar sus pertenencias o, en último caso,
ignorarles sin importar en lo más mínimo lo que pueda sucederles.
Menciono todo ello con base en mi experiencia.

Lugar de origen: Atlixco


Lengua: náhuatl

42
mis padres decidieron enseñarme
el español, no el náhuatl

Jenny Cruz Moreno

Mi nombre es Jenny Cruz Moreno, soy hija del maestro Florencio


Cruz Torres y de la profesora María Inés Moreno Martínez, origi-
narios del estado de Hidalgo, hijos de padres indígenas y hablantes
de la lengua náhuatl. Actualmente trabajo en el preescolar Narciso
Mendoza perteneciente a la zona 409, de San José Cuatotolapa, mu-
nicipio de Ajalpan.
Mi historia empieza el 10 de septiembre de 1983, en la ciudad
de Tehuacán, Puebla. Durante mi niñez fui una niña demasiado
inquieta y mis padres decidieron enseñarme como lengua materna
el español y no el náhuatl. Sin embargo, sí me inculcaron sus tradi-
ciones, por ejemplo la del Día de Muertos, los elementos que lleva la
ofrenda, por qué se pone, qué significan el arco, el tenate, la canasta,
las velas, etcétera.
En vacaciones mis padres me llevaban al lugar donde nacieron, ahí
tenía familiares que hablaban náhuatl y español. Mis abuelitos eran
monolingües y usaban la vestimenta indígena con mucho orgullo.
Cuando mis abuelos me hablaban yo tenía algunos problemas
para entender lo que me decían, pero no por eso los ignoraba; al
contrario, preguntaba a mis primos lo que me decían. Siempre
los respeté, pues me inculcaron este valor desde que era pequeña.
También me enseñaron a ser humilde y tratar por igual a los que eran
diferentes a mí por su color, fisonomía, capacidades, etcétera, pues,
al hacerlo, garantizaban que sería una mujer íntegra.
Al ingresar al preescolar El Porvenir vislumbré un mundo
diferente, pues ahí no estarían mis padres y no tenía amigas. Me
sentía rara y les temía a mis compañeras. Ellas se dieron cuenta y,
como eran más grandes, me pegaban hasta que un día, cansada de
tanto abuso, decidí defenderme y les pegué. Poco a poco me fui
habituando y esas niñas con las que peleaba se hicieron mis amigas.
Al salir del preescolar me puse muy triste, pues ya no estaría con las

43
maestras a las que quería tanto, y además mis amigas estudiarían en
otra escuela.
Estudié la primaria en la escuela Leona Vicario, ubicada en
la colonia Poblado el Riego. Mi maestra de primero se llamaba
Guadalupe Méndez. Con ella aprendí a leer y escribir. Al pasar a
segundo año me tocó la maestra Micaela. Con ella ya no había juegos
ni cantos, como en preescolar y primer año, además que era regañona
y de muy mal carácter.
En tercer año me puse muy contenta porque me tocó una maestra
muy buena, sin embargo, mis compañeros y compañeras me discri-
minaban ahora por la forma en la que mi mamá me peinaba. Se
burlaban de mis trenzas, me hacían a un lado, no querían conversar
conmigo y decían que era una niña de pueblo. Pasé de ser juguetona
a tímida, bajó mi autoestima, lastimaron mis pensamientos y tenía
miedo de expresarme con las demás personas.
Al llegar a sexto grado ya era una niña introvertida. Mis compa-
ñeros, por el contrario, eran muy traviesos. Una ocasión un compañero,
Israel, me puso un apodo porque, supuestamente, había visto el color
de mi ropa interior y lo empezó a comunicar a los demás (sobre todo
a los niños). A partir de entonces ya no me llamaban por mi nombre,
sino por mi apodo, lo que me hacía sentir muy mal y lloraba frecuen-
temente, hasta que llegó el momento en que no aguanté y se lo dije a
la maestra, pero, aunque les llamó la atención, no dejaron de lastimar
mis sentimientos. Al salir de la primaria no los volví a ver y terminó
mi pesadilla.
Entré a la secundaria a los 11 años. Ahí asistí a un curso taller de
computación. Durante mi estancia en esa escuela no sufrí ningún
tipo de discriminación, ya que los maestros nos trataban bien. En esa
etapa mi comportamiento era tranquilo, pasivo, pero muy respon-
sable en cada uno de mis actos.
Después ingresé al Bachillerato Jesús Reyes Heroles, ubicado en
Ciudad Serdán, que me quedaba a dos horas de camino, pero como
el sistema era semiescolarizado sólo asistía los sábados y en periodos
vacacionales. El resto de la semana lo dedicaba a trabajar. Durante
todo el bachillerato no tuve problemas ni con los maestros ni con los

44
compañeros; por el contrario, aunque convivían jóvenes y adultos el
respeto era mutuo y se extendía hacia los profesores.

Lugar de origen: San José Cuatotolapa, Ajalpan


Lengua: náhuatl

45
el compromiso fundamental es promover
la diversidad cultural

Eliut Moreno Ángeles

El presente trabajo tiene como finalidad aportar algunos comenta-


rios acerca de la realidad social que se vive en la escuela primaria.
La educación que se brinda a las niñas y niños indígenas del país
tiene como objetivo primordial reconocer su identidad y valorar la he-
rencia cultural de la que es dueño, por ejemplo la lengua indígena.
Actualmente ser maestro de niños y niñas indígenas es motivo
de orgullo y satisfacción, pues día a día aprendemos a valorar un
mundo lleno de conocimientos que van más allá de lo que podemos
imaginar. A pesar de ser docentes, son estos pequeños quienes nos
enseñan a interpretar la naturaleza y sus signos, a encontrar caminos
para enfrentar los problemas, a nombrar las cosas, así como diversos
valores. El lenguaje, que les permite comunicarse y entenderse entre
sí, nos muestra su propia identidad.
Por ello, es importante que el maestro que labora en comuni-
dades indígenas adopte una postura de reconocimiento y respeto
para el logro de la convivencia dentro del grupo. Interesa señalar que
si existe desigualdad entre la escuela y la comunidad en sus diferentes
formas de organización, no será posible trabajar en equipo.
Para el maestro de educación indígena tratar los temas de identidad
y cultura reviste especial importancia, pues son parte fundamental
para el desarrollo de las diversas poblaciones indígenas. La cultura es
el elemento primordial de la cosmovisión, valores, creencias e historia
oral de los grupos indígenas.
Respecto a la identidad, sólo mencionaré que hay gente que no
la reconoce como propia, pues se avergüenzan de pertenecer a un
grupo indígena. Considerarse inferior por ser indígena es contra
la identidad. Es necesario reconocernos como pertenecientes a un
grupo y adoptar un sentido nacionalista.
No hay motivo para pensar que los niños indígenas tienen un
lento proceso de desarrollo o educativo. Sin embargo, parece que ésa

46
es, justamente, la idea que se tiene en las escuelas primarias regulares
pues se llega, incluso, a prohibir el uso de la lengua indígena dentro
de la escuela.
Sufrir esta discriminación en esta temprana etapa del desarrollo
trae graves consecuencias en la forma de pensar y en la conducta, ya
que lejos de aprovechar los conocimientos que posee, pretendemos
desecharlos. Esto restringe el acceso al conocimiento a las clases
sociales menos favorecidas.
Pero la discriminación no sólo se vive en la escuela. El gobierno
y la sociedad formados por estructuras verticales y burocráticas
ejercen un control de la información, y no hacen nada por evitar
la desigualdad y la inequidad, lo que hace más difícil las formas de
convivencia.
Creo que el compromiso fundamental de la sociedad es contribuir
a la aceptación de la diversidad y la creación de condiciones estructu-
rales, políticas y sociales más justas para los pueblos indígenas y así
lograr que sean gestores de su propio desarrollo cultural.

Lugar de origen: Xochiapulco


Lengua: náhuatl

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ojalá antes se hubieran valorado,
como hoy, las lenguas indígenas

Antonia Aguilar Cañete

Soy de San Felipe Otlaltepec, Tepexi de Rodríguez al sur de Puebla.


En la década de los 30 la comunidad era pequeña, su gente muy hu-
milde y trabajadora. Los hombres se dedicaban al campo, actividad
con la que apenas se ganaba lo mínimo para alimentar a las familias
que, por cierto, eran numerosas.
Las mujeres se dedicaban al quehacer de la casa, a la crianza de
los hijos y a la elaboración de artesanías, como tenates, sopladores y
petates. Por la tarde tenían que venderlos, pues sólo así obtenían lo
necesario para comer.
Algunas familias no tenían tierras de labor, por lo que debían
comprar el maíz. La mujer ponía su nixtamal y al cocerse lo marta-
jaban y hacían tortillas; una vez hechas tenían que repartirlas a cada
miembro de la familia.
A una de esas familias pertenecía Isidronia Cañete Vidal, mi ma-
dre, de la que hablaré. En esa pobreza Isidronia aprendió a hacer el
trabajo que realizaban las mayores: hacía quehaceres y elaboraba pe-
tates para ayudar a su madre. En su comunidad no se hablaba español
sino ngigua (popoloca). Al cumplir ocho años sus padres la manda-
ron a la escuela, pues por primera vez había llegado un profesor al
pueblo. El maestro era originario de Acatlán de Osorio, Puebla.
La niña fue con ilusión, pero al llegar a la escuela su sorpresa fue
que el profesor no hablaba ngigua como ella esperaba, sino español.
Para Isidronia fue tan difícil aprender a hablar español, y eran tantas
las exigencias del maestro porque lo hicieran, que muy pronto ya no
quería ir a la escuela, sin embargo, su madre le ordenó que se quedara
y así lo hizo.
Cuando entró a segundo grado el profesor la golpeaba frecuente-
mente por estar platicando en ngigua, y cada vez eran más duros los
castigos para los niños que no hablaban el español. Isidronia decidió
no ir más a la escuela, ella prefería hacer sus petates que ir a la escuela,

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y aunque su madre le exigía que fuera, ella ya no lo hizo por temor
a los maltratos del profesor. Así, la niña no aprendió a leer y escribir.
Ahora Isidronia piensa que ojalá en ese entonces hubieran valorado la
lengua indígena, como ahora que se valoran las diversas culturas.
A la edad de 12 años Isidronia se casó por determinación de sus
padres y, al paso del tiempo, procreó tres hijas: mis dos hermanas
mayores y, muchos años después, yo.
Mis hermanas fueron a la escuela primaria del pueblo que,
para entonces, tenía tres maestros. Ahí, definitivamente, ya no se
practicaba la lengua materna, sino el español. Lo que sí se practicaba
todavía eran los malos tratos de los profesores, por cualquier motivo
los golpeaban y les ponía castigos muy duros (no hacer las planas,
platicar, etcétera), mis hermanas no soportaron este trato, termi-
naron el tercer grado y desertaron.
La última hija soy yo, Antonia Aguilar Cañete y, prácticamente
pasé mi niñez sola, ya que mis hermanas se habían casado. Mis
deberes consistían en ayudar a mi mamá en los quehaceres de la casa,
que consistían en ir al molino y, como en aquel tiempo no había agua
potable, traerla del pozo que se encontraba a la orilla del pueblo.
En 1972 me inscribieron en la primaria General Ignacio Zaragoza,
la única de la comunidad, pues entonces no había preescolar. Para
entonces la escuela ya contaba con seis profesores.
En cuarto año tuve un profesor de la propia comunidad, que era
alcohólico. Por la mañana se presentaba en el salón de clases, ponía
unas cuentas en el pizarrón y dejaba muchísimas planas. Luego se iba
a la tienda más cercana, se ponía a tomar con sus amigos y tardaba
mucho. Mientras nosotros terminábamos los trabajos. No pocas
veces mis compañeros iban a alcanzarlo y lo traían de regreso muy
tomado y gritando “que sigan las otras”, todos reíamos de lo que el
maestro decía inconscientemente.
Cuando no estaba tomado era un golpeador. Si no terminá-
bamos rápido los trabajos nos aventaba el borrador de madera para
pegarnos, jalaba las patillas o, cuando ya estaba muy enojado, hacía
que pusiéramos las manos sobre la banca y nos golpeaba con una
regla de madera.

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Otros maestros también ponían castigos muy fuertes como
pararnos frente a la pared con orejas de burro hechas de cartulina
sobre nuestras cabezas. Con ese singular sistema de trabajo logré
terminar el cuarto grado de primaria.
La difícil situación económica nos hizo migrar a ciudad Nezahual-
cóyotl, estado de México, donde me inscribieron, a partir de quinto
grado, en la escuela primaria General Juan Álvarez, en el turno
vespertino. Aunque mi nivel académico era muy bajo comparado con
el de los otros niños, el profesor se hizo el compromiso de nivelarme
con mis compañeros. El trato y la metodología de los profesores eran
totalmente distintos y pude concluir la primaria.
Hice mis estudios en la telesecundaria de la colonia Virgencitas,
en el estado de México. El trato de los profesores era agradable y, a la
fecha, tengo un bonito recuerdo de ellos.
Más adelante la crisis económica me obligó a buscar un trabajo de
medio tiempo y me inscribí en una escuela comercial para estudiar la
carrera de secretaria ejecutiva, así que ahora trabajaba y estudiaba al
mismo tiempo. Las circunstancias no eran buenas, por lo que al final
decidí dejar mis estudios, aunque fue una difícil determinación.
Con el paso del tiempo tuve la oportunidad de presentar un
examen de bilingüismo en la ciudad de Tepexi de Rodríguez, donde
puse en práctica todo mi conocimiento pues, aunque mi madre me
educó en español, siempre escuché sus diálogos con las personas
mayores en su lengua materna.
Desde entonces valoro la lengua indígena y nunca desaprovecho la
oportunidad de asistir a cursos de etnolingüística. Por fin sé hablar,
leer y escribir en ngigua.
Desde mi ingreso a la sep asumí mis deberes y mi responsabilidad
con la educación y, en consecuencia, me dediqué de lleno a mi trabajo
que, en un principio, fue en comunidades muy retiradas en las que
no había medios de transporte, lo que me impidió continuar con mis
estudios. Al paso de los años me fui acercando y pude continuar mi
preparación.
En 2001 me inscribí en el bachillerato abierto, en Tepanco de
López, Tehuacán.

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En este proceso conocí la importancia de la diversidad cultural y
por eso estoy cursando este propedéutico en la upn, no sólo con el
fin de adquirir conocimientos sino, sobre todo, por el aprecio de los
grandes valores culturales de nuestras regiones, estado y país para
el fomento de la comunicación oral y escrita en diversas lenguas
indígenas.

Lugar de origen: San Felipe Otlaltepec, Tepexi de Rodríguez


Lengua: popoloca

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quería ser la abanderada,
pero era muy, de muy baja estatura

Monzerrat Meléndez Mora

Cursé el preescolar de 1990 a 1993 en la escuela Juan de la Barrera


ubicada en el centro del municipio de Huehuetlán el Grande, Pue-
bla, lugar donde nací. Entré muy pequeña como oyente porque que-
ría ir con mis hermanos mayores. Como era la más pequeña del salón
mis compañeros y compañeras me cuidaban mucho. Cuando hacían
algún evento con bailables, si no me elegían porque estaba muy pe-
queña, me ponía a llorar.
Después del preescolar me inscribieron en la primaria Miguel
Hidalgo y Costilla, de organización completa y ubicada en el mismo
municipio. Algunos maestros tenían sus consentidos, que eran los
niños que sabían más. Eso no me gustaba de ellos, pues a los que
no sabían los ignoraban; aún no puedo entender por qué había esas
preferencias.
Mis papás me cuentan que la primaria, en sus inicios, se sostenía
con las cooperaciones de los padres de familia, incluso para el pago
de los maestros, pero cuando yo ingresé ya no estaba en esas condi-
ciones.
En la primaria tenía muchas ilusiones de ser abanderada en la
escolta, pero eso no pasó porque en la escolta siempre estaban los
compañeros más altos y, como yo era de las de más baja estatura no
lo logré y eso me dio mucha tristeza.
Ingresé a la secundaria “General Alfonso Pineda” en 1999,
también en el centro del municipio. Me la pasaba muy bien y tuve
más amigos que en la primaria, todos los compañeros nos llevábamos
muy bien, cuando alguien cumplía años le llevábamos mañanitas, y
en la tarde nos invitaba su mamá a comer y, cuando terminábamos,
nos poníamos a bailar.
En la secundaria me gustaba jugar futbol. En diciembre eran los
concursos deportivos y el maestro seleccionaba un grupo de 16, entre
los que yo siempre estaba pero de portera y eso me aburría. Siempre

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ganábamos el primer o segundo lugar, pero un día no ganamos ni
el tercer lugar y nos dio mucha tristeza. Lo peor fue cuando los
maestros nos regañaron y nos dijeron que “no le habíamos echado
ganas”, cuando nosotras pensábamos que nos iban a alentar, pero no
fue así. De cualquier modo, si de algo puedo estar segura es de haber
puesto todo nuestro empeño.
Cuando salí de la secundaria tenía miedo de entrar al bachillerato
porque pensaba que no lo iba a terminar. Cuando entré a primer año
no tenía amigos con quien platicar y fue hasta el segundo semestre
que me dije a mí misma que sí podría terminarlo si me lo proponía.
Con el tiempo llegué a hacer amigos.
En una ocasión, cuando iba en sexto semestre, fuimos a unas
cascadas que quedan cerca del municipio, cuando nos metimos
a nadar casi me ahogaba por no saber que las pozas estaban muy
hondas y no sabía nadar. De no ser por mis compañeros me habría
muerto.
Cuando a veces mis hermanos y yo platicamos con nuestros
padres, nos aconsejan poner mucho empeño en el estudio, pues no
tienen otra cosa que ofrecernos como herencia. Mi padre no tuvo
oportunidad de seguir estudiando, pues tenía que trabajar para
ayudar a sus hermanos ya que sus padres eran alcohólicos. Él trabajó
desde muy pequeño como chofer, aunque ahora cuenta con sus
propios carros que transportan verduras, que transporta a Tepeaca,
Acatzingo y Huixcolotla, Puebla.
Cuando mi mamá estaba a punto de terminar la secundaria,
apenas a los 15 años, su mamá murió y ella tuvo que cuidar a sus
hermanos, pues era la mayor y la más pequeña tenía apenas seis años.
Sin embargo, su madrina le ofreció su apoyo para seguir estudiando.
Así hizo el examen para ingresar a una carrera y lo pasó, pero cuando
ya estaba en los primeros días de clase su papá la sacó de la escuela
con el argumento de que el estudio era sólo para los hombres porque
ellos son los que mantienen a sus familias y las mujeres sólo sirven
para estar en la casa con los hijos.
Afortunadamente mis padres piensan lo contrario, pues quieren
que sigamos estudiando para ser alguien en la vida. Ahora ya no

53
es tiempo de esperarse hasta que el marido nos dé dinero, sino
que nosotras podemos salir adelante con cualquier profesión que
tengamos.

Lugar de origen: Huehuetlán el Grande


Lengua: náhuatl

54
los programas de educación bilingüe
han cambiado mucho

Rosalía Juárez Varillas

He de mencionar que no terminé el preescolar. Mi hermana y yo lo


iniciamos cuando mi mamá trabajaba cerca de Córdoba, pero pronto
tuvimos que regresar a nuestra comunidad natal, San Marcos Tlaco-
yalco, de Tlacotepec de Benito Juárez, Puebla. Mi mamá ya no nos
inscribió a pesar que había dos preescolares, uno de organización
completa y otro multigrado, pero ambos impartían educación pre-
escolar bilingüe.
A los seis años mi mamá me inscribió en la primaria Lázaro
Cárdenas que era de organización incompleta. Hasta la fecha imparte
educación bilingüe. Sin embargo, en el tiempo en que yo estudiaba
allá había algunos maestros de la comunidad que hablaban ngigua
(popoloca), pero también los había que no eran de la comunidad y
sólo hablaban español. Aun en estas condiciones los maestros nos
hablaban español y no nos enseñaban en popoloca, pero como en la
comunidad se hablaba más la lengua materna no entendíamos y por
eso no aprendíamos lo que nos enseñaban (letras y números). Creo
que fue por eso que aprendimos mecánicamente. Ahora los programas
de educación bilingüe han cambiado mucho. Los maestros deben
enseñar tanto en lengua materna como en español para tener buenos
resultados.
Cuando iba en quinto año, aproximadamente en octubre, los
maestros hicieron una selección para las competencias de atletismo
y deportes. Participé y me seleccionaron en carreras de relevos y
también me integré a la selección de basquetbol. A pesar de que puse
mucho empeño en los entrenamientos, el maestro de atletismo y
deporte me dijo que por tener 11 años no podía entrar al equipo,
pues las competencias eran sólo para los niños de 10 años. A pesar
que le pedí que me dejara en el equipo no lo hizo y tuve que abando-
narlo. Me sentí muy mal pues mis compañeros seguían entrenando.
Al poco tiempo el maestro de deportes se cambió de escuela y en su

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lugar llegó una maestra. Cuando le dije que tenía 11 años y quería
estar en el equipo, ella me dijo que no me preocupara porque podía
jugar. De ese modo pude competir al lado de mis compañeros.
Nunca supe por qué el maestro me sacó del equipo, pero pienso
que un maestro nunca debe discriminar a sus alumnos que, por el
contrario, hay que respetarlos aunque sean humildes o hablen una
lengua indígena.
Estudié la secundaria también en mi comunidad y fue muy
diferente a la primaria. Los maestros no eran de ahí y no entendían lo
que decíamos, daban las clases por medio de una televisión y después
el maestro nos explicaba. Ahí no tuvimos educación bilingüe.
El bachillerato, también ubicado en San Marcos, era de nueva
creación. Aquí no hubo tanto conflicto, porque ya hablábamos bien
el español y entendíamos mejor las clases. En este nivel los maestros
nos enseñaron cómo funciona la computadora y sus programas,
además del internet.
Pienso que los niños y niñas indígenas tienen derecho a una
educación en la que sean valorados por sí mismos y no discriminados
por hablar una lengua indígena.

Lugar de origen: San Marcos Tlacoyalco,


Tlacotepec de Benito Juárez
Lengua: ngigua o popoloca

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…ojalá puedas hacer algo
por los que vienen creciendo

Arturo González Peña

Inicié mis estudios en la primaria Ambrosio Herrera, que es una es-


cuela de organización completa y se ubica en el municipio de Tecali
de Herrera, al centro del estado de Puebla. Limita al norte con los
municipios de Cuautinchán y Tepeaca, al sur con Tzicatlacoyan, al
oriente con Mixtla y Santa Isabel Tlanepantla, y al poniente con
Cuautinchán. De mi casa a la escuela debía caminar aproximada-
mente quince minutos.
Recuerdo que mi maestro de cuarto grado se llamaba Moisés, y
era originario de la ciudad de Puebla. Tenía muy mal carácter y por
ello le apodaban El ogro.
Este profesor siempre le decía a un niño que vivía en un lugar
llamado Rancho Santiagozingo “¡Vago, sucio, asqueroso, lávate,
cámbiate de ropa!”, sin saber que la familia de este niño era de escasos
recursos y, la que llevaba, era su única ropa, por ello siempre estaba
sucia. Tampoco llegó a saber que era el mayor de siete hermanos ni que
su padre se dedicaba a cuidar chivos, un trabajo poco remunerado.
Por otra parte, Tecali es un lugar árido y con pocas posibilidades de
empleo.
Tanto le hostilizó el maestro, que el niño dejó la escuela. Pero
no sólo él, pues, ya que su padre no podía pagar las cuotas que se
establecían tuvo que sacar a sus tres hijos, que perdieron un ciclo
escolar. Al año siguiente su papá los inscribió en otra escuela lejos
de Tecali.
Cuando iba en sexto el maestro era muy complaciente con los hijos
de los dueños del transporte público de la comunidad que, por otra
parte, hacían menos a quienes, como yo, pertenecíamos a la clase baja.
Algunos ejemplos muy claros fueron el de aquel niño al que por ser
muy prepotente le escondimos, en una casa abandonada, su bicicleta
nueva en día de Reyes. Más tarde supimos que quien la encontró fue
un niño de quinto que no había recibido regalo de Reyes.

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Había también una niña muy latosa que no trabajaba y no cumplía
con las tareas. La maestra le dispensaba cierta tolerancia porque,
según ella, “era hiperactiva pues en su casa no la dejaban jugar por
ser de otra religión y debíamos comprenderla”. En eso nunca estuve
de acuerdo.
Pero las actitudes más discriminatorias se daban por tener más
dinero, vestir mejor, tener coche, hacia los que llegábamos a la
escuela caminando, en huaraches, quienes no tenían nada de comer,
etcétera.
La actitud del maestro, repito, era de predilección hacia ciertos
compañeros, y con el argumento de ser muy inteligentes, siempre los
pasaba al pizarrón para “demostrar su inteligencia”. Esos compañeros
pasaban como “las gallinas cluecas”, llenos de orgullo. Sin embargo,
nosotros nos burlábamos de ellos y les hacíamos maldades.
Asistí a la Secundaria Filiberto Quiroz, ubicada en Tepeaca, aproxi-
madamente a cuarenta minutos de donde vivo. Tomé esta opción ya
que en la secundaria de Tecali la cuota de inscripción era muy elevada
y muy frecuentes las cooperaciones durante el año escolar.
Aquí se sufrían diversas formas de discriminación como burlas y
apodos pero esto originaba peleas que, muchas ocasiones, llegaban a
los golpes. También había un prefecto que nos humillaba e insultaba.
Una vez, al salir de la escuela (ya había oscurecido) algunos de los
compañeros ofendidos lo esperaron para golpearlo. Se lo merecía.
Otra vez un compañero, del que continuamente hacían mofa por
ser obeso, golpeó a otro y le fracturó un brazo. La revancha se dio
cuando el compañero fracturado con otros más golpearon el coche
de Celso hasta averiarle seriamente las llantas. Hubo una demanda
con lo que, al parecer, las cosas se calmaron y los compañeros ya no
peleaban.
Estudié el bachillerato en el Centro de Estudios Tecnológicos,
Industriales y de Servicios 151 (cetis), ubicado en Tepeaca. En esta
escuela las actitudes de discriminación se daban, sobre todo, por
parte de los maestros. Había un docente que era abogado y después
que él entraba al salón no permitía el acceso a nadie, aunque nunca
respetaba los horarios y siempre llegaba tarde.

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En una ocasión el profesor nos preguntó qué íbamos a seguir
estudiando, algunos dijeron que en la universidad, otros que no
continuarían por cuestiones económicas, algunos más porque sus
papás tenían talleres (mecánicos, eléctricos, etcétera) o comercios,
por lo que se dedicarían a eso. El profesor dijo que esos “trabajitos”
eran para analfabetas, para los que no piensan, y que ellos siempre
iban a estar mugrosos, y borrachos gracias al mal ejemplo que sus
padres les habían dado. Lo que no sabía el maestro era que estos
alumnos eran los que vivían mejor económicamente ya que, al ser
Tepeaca el punto de encuentro del comercio, esa actividad generaba
muchas ganancias.
Otros maestros, que tampoco eran docentes sino abogados,
contadores, ingenieros, etcétera, siempre nos hacían menos a los de
escasos recursos económicos.
Había una compañera que siempre llegaba en una camioneta de
lujo, y aunque casi nunca iba a la escuela, o llegaba tarde, nunca tuvo
problemas y tenía las mejores calificaciones, pero su familia era de
las que pesaban política y económicamente. Esta chica sólo hacía
amistad con aquellas niñas que creía eran de su círculo o estatus.
Quiero, en esta oportunidad, hacer referencia a una plática que
tuve con un joven de aproximadamente 27 años. Estaba por retirarme
de una comunidad, después de realizar un trabajo de investigación
y como no había transporte, esperaba que alguien me diera un raid.
Después de casi tres horas pasó una camioneta que me llevó a donde
ya podía tomar el autobús. Durante el trayecto el joven me preguntó
si era profesor nuevo en la región. Le contesté que sí y, efectivamente,
era la primera vez que iba por ahí. Le comenté del trabajo de investi-
gación y los objetivos del mismo.
Después de un momento de silencio me dijo: “¿Sabe, profe?, estoy
muy indignado con mis profesores”. Le pregunté la razón, y él me
contestó, “Soy originario de un ranchito donde asistí a primaria,
créame lo único que aprendí fue a escribir y a leer mi nombre (metafó-
ricamente). No quiero saber que pasó con muchos paisanos míos, y
con los que según nos educan, con quien nos gobiernan, pero menos
con aquellos maestros. Ellos no sabían hablar nuestra lengua, decían

59
que hablábamos ‘bien chistoso’, pero yo creo que su papel social es
hacer pensar a la gente para que se incorpore a la productividad,
¿o no?” Le contesté que efectivamente, a lo que él me dijo: “Ahora
entiendo el porqué de la situación de los que vivimos en México, más
en estos lugares. Yo salí de la primaria con una visión corta, además,
sabía que estaba perdiendo el tiempo, pues debía salir de mi casa a las
cinco de la mañana para llegar a las 7:30 a la telesecundaria.
“Aunque hasta ese momento observé lo que era una televisión
y me llamaba mucho la atención, poco entendía, razón por la cual
no hablaba mucho. Si me comunicaba con mis compañeros era en
náhuatl, pero los maestros nos lo prohibían, pues decían que esa
escuela era de otro nivel, y que el nivel donde habíamos estado quedó
atrás. Por eso me salí, al igual que muchos compañeros. Conocí otros
amigos y decidimos irnos al Norte.
“La travesía duró una eternidad, no vuelvo a ir de esa manera.
Allá vendíamos elotes, hay gente que renta los carritos, venden los
elotes y todo lo necesario para la venta, pero apenas sacábamos para
subsistir. Entonces nos dijeron que vendiéramos un sobre, así, como
de bicarbonato parecido al que venden en el pueblo, nosotros no
sabíamos qué era, pues venía en sobres bien cerrados, como sobres
de té, mucha gente nos preguntaba si vendíamos fino, pero nosotros
no sabíamos qué responder, hasta que nos dimos cuenta que lo que
vendíamos era droga.
Esto nos dejó mucho dinero además de que, según nosotros, era
algo muy sencillo. Como estábamos un paisano y yo vendiendo elotes,
fácilmente disfrazábamos el verdadero negocio. Vine después de siete
años y mira lo que he hecho, ayudar a mis padres, familiares y hasta
amigos, aunque ellos saben que ‘vendo elotes con queso fino’.
“Ahora hago esta reflexión: si aquellos que dirigen la educación
realizaran su trabajo lejos del interés personal, tendríamos otra visión
del mundo. No se han dado cuenta que una mala decisión acarrea
muchos problemas. Mire a mis maestros, no tenían sentido de lo que
hacían, trabajaban por inercia, se emborrachaban y nadie les decía
nada, creo que esa educación no es para vivir mejor. Yo he vivido
muchos contrastes, pero me zafé de esto y de lo que fui.

60
“Ahora tengo unos negocios: una tienda, en ella vendo materiales
para construcción, un criadero de cochinos y –añade con nostalgia–
se lo juro que cada que veo algún maestro me acuerdo de mi infancia
en la escuela, tengo la idea que cuando te encomiendan un trabajo
debes hacerlo sin esperar algo a cambio, más bien pensar que trabajas
con alumnos, con gente que piensa, y si tú no lo desarrollas, no hay
una educación verdadera para la vida”.
Terminó diciéndome: “Profe, ojalá usted pueda hacer algo por los
que vienen creciendo.”

Lugar de origen: Tecali de Herrera


Lengua: náhuatl

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cuando era navidad
la maestra nos daba los aguinaldos

Cecilia Gervacio Armora

La comunidad donde nací se llama Santa María Zoyatla. Es un pue-


blo pequeño con pocas personas; tiene una presidencia, una plaza,
una iglesia, tiendas, fruterías, etcétera. Tiene un bonito clima porque
no hace tanto frío, ni tanto calor. Y conserva muchas costumbres.
Referente a mi vida escolar recuerdo que mi mamá me llevaba a la
escuela porque no podía ir sola, pues el preescolar quedaba lejos de mi
casa. Cuando llegábamos a la escuela la maestra nos recibía contenta
y nos sacaba a formar. Entrando al salón nos ponía a trabajar, pintá-
bamos, recortábamos y hacíamos muchas otras cosas. El 10 de mayo
nos ponía bailables como el jarabe tapatío o una ronda. Nos sacaba a
jugar con las pelotas pero, cuando se enojaba, nos regañaba porque
le hacíamos travesuras. Una vez le puse un chicle en la silla pero no
se enojó porque no se dio cuenta de quién lo puso.
Cuando es Navidad se hacen las posaditas, las mismas que se
conocen en México. El día 24 de diciembre se acostumbre la
arrulladita de los Niños Dioses. El 6 de enero se parte la Rosca de
Reyes y se reparten los aguinaldos que contienen cacahuates, galletas
de animalitos y dulces de colación. Nunca se me va a olvidar, cuando
era Navidad la maestra nos repartía aguinaldos y juguetes después
de nuestro convivio y nos íbamos a nuestra casa felices porque nos
habían dado juguetes.
También recuerdo que en Todos Santos o Día de Muertos en
la escuela del preescolar poníamos nuestras ofrendas. Se las dedicá-
bamos a las personas olvidadas y en la ofrenda colocábamos frutas:
mangos, plátanos, naranjas, cañas, mandarinas, etcétera. De comida
poníamos mole, adobo de pollo y las cosas que más le gustaban al
ser querido.
En una primavera –cuando estaba en preescolar– fui princesa
de mi escuela. En esa ocasión tenía que bailar con mi compañero
Raimundo. Bien recuerdo que durante los ensayos los pasos me

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resultaban un poco difíciles porque se trataba de caminar y dar
muchas vueltas. Tantas vueltas di una vez que me sentí mareada y
hasta vomité. Fue muy difícil pero sí pude lograrlo. Sin embargo, el
mero día de la presentación no pude bailar muy bien. La maestra me
regañó, me jaló de los pelos porque no le gustó cómo salió y, por si
fuera poco, como castigo me mandó a la dirección con el director.
Cuando entré a la primaria el primer día me llevó mi mamá.
Recuerdo que tenía mucho miedo, porque no conocía a nadie, pero
mis papás me explicaron que no debía tenerlo aunque la escuela
fuera diferente al preescolar en donde yo había estado. Más adelante
eran mis hermanas las que me llevaban a la primaria. A los maestros
los veía grandes y empecé a querer a mi maestra. Poco a poco me
acostumbré y los comencé a ver de modo diferente hasta que me di
cuenta que el miedo había desaparecido.
Recuerdo que en la primaria un grupo de maestros sí se enojaban
porque hablábamos nuestra lengua, ellos pusieron una queja en la
supervisión porque decían que nosotros no aprendíamos nada ya que
éramos unos mensos e ignorantes por hablar nuestra lengua.
Ante eso los padres de familia se organizaron y protestaron por
la forma en que nos trataban los maestros. Además de la prohibición
de usar la lengua náhuatl, nos castigaban y nos regañaban si llegá-
bamos vestidos con nuestro atuendo. Nos decían que éramos unos
ignorantes por la forma como nos vestíamos; decían que deberíamos
ir a la escuela vestidos como personas civilizadas.
Un día llegó el supervisor a visitarnos y los maestros nos dijeron
que si hablábamos enfrente de él en nuestra lengua nos castigarían.
Pese a nuestra voluntad tuvimos que obedecer a los maestros, pero
cuando salimos al recreo nosotros empezamos a hablar –como
siempre– en nuestra lengua y el supervisor –que estaba por el patio–
nos escuchó y nos preguntó por qué no hablábamos así dentro del
salón de clases. Nosotros le contamos lo que nos habían advertido los
maestros y la discriminación que padecíamos con ellos. El supervisor
nos prometió mandarnos maestros nuevos que no nos trataran mal
porque, dijo, “Si no sus papás ya no los van a mandar a la escuela”.
El supervisor cumplió.

63
Al año escolar siguiente llegaron los nuevos maestros. Nosotros
estábamos asustados porque no sabíamos cómo eran; sin embargo,
los maestros nos trataban mejor que los otros que la comunidad
había sacado –con ayuda del supervisor– de nuestra escuela. Ellos
nos animaban a hablar en náhuatl y nos decían que no debíamos
tener pena, que a donde fuéramos debíamos sentirnos orgullosos de
hacerlo porque sólo unas cuantas personas sabíamos hacerlo y eso
era muy valioso. Gracias a esos profesores nosotros salimos adelante
y ya no teníamos miedo a ningún maestro, ya que nos enseñaron a
valorar lo que tenemos y que nadie nos podía quitar el derecho de
hablar nuestra lengua. Estábamos orgullosos también de tenerlos a
ellos como maestros. Después los fueron cambiando y llegaron otros
que también se portaron bien con nosotros. Ya nos respetaban a los
alumnos de la escuela Rafael Ávila Camacho.
Cuando pasé a tercer año el maestro nos regañaba mucho
porque no hablábamos el español. Nosotros nos sentíamos mal por
no hablarlo. Nos decía que no podíamos hablar el náhuatl. Si lo
hacíamos dentro el salón nos pegaba con una vara. La única forma
de salvarnos de sus golpes era comprarle algo en la tienda. Un día ya
cansada de la situación le dije a mi papá lo que nos hacía el maestro
en la escuela y fue hablar con el director. Al maestro lo cambiaron
de comunidad.
La primaria que atendía el primero, segundo y tercer grados
quedaba cerca de mi casa. En otra parte de la comunidad estaba
cuarto, quinto y sexto. Quedaba arriba de un cerro que debíamos
subir caminando durante media hora. La escuela era incompleta
porque le faltaban muchas cosas para poder trabajar: un laboratorio,
enfermería por si alguien se lastimaba, un campo deportivo para
poder jugar y unos mejores baños.
La maestra que me tocó en esa etapa nos ponía a vender en el
salón de clases para su beneficio. Si no lo hacíamos nos regañaba y
nos castigaba sin salir al recreo o nos perjudicaba en nuestras califica-
ciones. Después nos tocó un maestro que tomaba mucho, no asistía
a clases y además nos prohibía hablar nuestra lengua. Un día le tocó
escoger a las niñas que competirían para princesas de primavera, el

64
21 de marzo, y comenzó a enseñarnos los pasos que bailaríamos y se
cayó enfrente de todos y nos reímos mucho de él.
Por fortuna terminé la primaria con un buen maestro que le
interesaba nuestra lengua. Nos decía que le enseñáramos a hablarla
porque se sentía orgulloso de trabajar en esa comunidad, porque
aprendía más sobre nuestras costumbres y también de nosotros
porque le enseñamos muchas cosas que él no conocía acerca de
nuestra lengua materna.
Cuando entré a la secundaria también sentí miedo. No sabía
cómo me iban a tratar. Mi hermana me dijo que no tuviera miedo
porque la secundaria era bonita y me iban a enseñar más cosas de las
que yo no conocía hasta ese momento. Una buena situación era que
mis compañeras de la primaria iban a ir conmigo. Así entré.
Ya en la escuela a los maestros los encontré muy diferentes y,
como me dijo mi hermana, te enseñaban cosas que no sabía uno.
Mi vida transcurría normalmente pero un día mis papás nos dijeron
que debíamos cambiarnos de casa. La noticia nos cayó de sorpresa
porque eso implicaba que tenía que dejar la escuela y ya me encon-
traba en el último año de telesecundaria. Mi papá me dijo que en la
nueva comunidad, donde íbamos a vivir, había mejores escuelas y
más equipadas. Cuando me dijo eso me emocioné y les conté a mis
compañeros, ellos se pusieron tristes porque me dijeron que quizá en
esa escuela me discriminarían o se burlarían de mi lengua materna.
Yo no les hice caso y no di crédito a lo que decían.
Cuando llegamos a la comunidad de Tepeojuma nos recibieron
muy bien aunque la gente no hablaba nuestra lengua. El primer día en
la escuela trajo consigo el miedo nuevamente. Tenía nervios porque
no conocía a nadie. Mis nuevos compañeros se me quedaban viendo
hasta que me preguntaron de dónde era. Yo les dije que era de la
comunidad de Santa María Zoyatla. Ellos –y los maestros también–
quedaron sorprendidos porque era de esa comunidad.
Al contrario de lo que me habían pronosticado mis anteriores
amigos de la escuela, no se burlaron de mí por hablar náhuatl. El
director me felicitó por estudiar en esa escuela aparte de pedirme
que le enseñara a hablarlo, porque era una lengua importante en

65
la vida; también a los maestros y a mis compañeras les enseñaba a
hablar en mi lengua materna. Estas nuevas y agradables experiencias
se las conté a mis papás, quienes se sintieron tranquilos y orgullosos
porque no me discriminaban por hablar otra lengua.
Pronto me acostumbré a la nueva escuela telesecundaria porque
me parecía bonita y tenía cosas diferentes, así como buenos maestros,
compañeros, amigos y gracias a eso salí adelante.
Un día me encontré con mis antiguos compañeros de Santa María
Zoyatla y me preguntaron cómo me iba; yo les dije que bien y que
estaban equivocados respecto de la escuela a la que me fui a estudiar
porque les conté que los maestros me apoyaban para que conservara
y hablara mi lengua materna.

Lugar de origen: Santa María Zoyatla, Tepeojuma


Lengua: náhuatl

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como docentes
no debemos denigrar a los niños indígenas

Abigail Flores Méndez

Me llamo Abigail Flores Méndez, tengo 19 años y estudio en la Uni-


versidad Pedagógica Nacional de Puebla. Soy hija de padres campe-
sinos y tengo cinco hermanos en total. Mis padres hablan la lengua
náhuatl y vivimos en la comunidad de San Gabriel Chilac, ubicada
en la región de Tehuacán.
Me gustaría contar sobre las discriminaciones y ofensas que sufrí
durante mi estancia en la escuela, pero antes, diré lo que es la discri-
minación: “la discriminación, aunque en general significa acción
y efecto de separar o distinguir unas cosas de otras, en derecho se
hace referencia al trato de inferioridad dado a una persona o grupo
de personas por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, de
filiación o ideológicos, entre otros”.
La discriminación no simplemente la recibimos en las escuelas,
también en la vida cotidiana cuando discriminamos a la gente pobre
y a los que hablamos una lengua indígena. Generalmente somos
caracterizados como ignorantes o gente mal informada. Incluso
llegan a utilizar como un insulto la palabra indio o indígena.
Creo que como docentes no debemos denigrar el origen de los
niños indígenas porque es la cultura que nuestros padres, abuelos y
antepasados nos dejaron. Debemos adquirir nuevos conocimientos e
ideas de la cultura y de la vida cotidiana.
Se dice que todos somos iguales, digo que en el papel sí. En cuanto
a personas humanas somos iguales. En cuanto a las cualidades somos
diferentes. La discriminación existe si se hace distinción donde debe
prevalecer la igualdad. Esa distinción es injusta.
Yo no tuve la oportunidad de asistir a un preescolar por falta de
recursos económicos. Cuando asistí por primera vez a la escuela tenía
seis años. La escuela se llama Rafael Ávila Camacho. Recuerdo que
tardaba por lo menos una hora para llegar a ella. En los primeros días
de clases me sentía rara e incómoda pero, a la vez, feliz por conocer

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compañeros y hacer amigos. La escuela no era bilingüe aunque la
mayoría de mis compañeros hablábamos la lengua náhuatl. He de
decir que sí había una escuela bilingüe en mi comunidad pero había
un problema: que estaba más lejos.
A veces no me gustaba participar porque pensaba que se iban a
burlar de mí porque no podía pronunciar bien las palabras. No podía
hablar en español y, por lo tanto, no podía comunicarme con los
demás. Cuando la maestra me preguntaba algo nunca le contestaba
porque no entendía lo que me decía y se burlaban de mí.
Por no asistir a preescolar se me dificultó aprender. Mis compa-
ñeros ya sabían las vocales, algunas letras del abecedario, pronun-
ciaban bien las palabras, entre otras cosas. Yo me sentía mal porque
no sabía nada. Pero poco a poco fui aprendiendo y con la ayuda
de la maestra empecé a escribir palabras en español. Algunos de
mis compañeros y yo íbamos con huaraches y ropa de calle porque
nuestros padres no tenían dinero para comprar nuestro uniforme.
Al pasar a tercer grado de primaria tuve una gran experiencia:
aprendí a andar en bicicleta y me era más fácil llegar a la escuela. En
este ciclo escolar nos tocó un maestro que era de mi comunidad. Con
el maestro aprendí muchas cosas porque sabía dominar la lengua
náhuatl y a los alumnos que no podíamos hablar el español, nos
ayudó. Lo más importante fue que aprendí a leer y escribir, conocí
los números en lengua náhuatl y español. Mejoré mi aprendizaje.
También me gustaba ir con mis papás al campo y con ellos aprendí
un poco de agricultura.
A finales del año escolar tuvimos una excursión a Garci Crespo,
que se encuentra en Tehuacán. Pude ver cómo se elaboran los refrescos,
aguas minerales, cómo se extraía el agua, entre otras cosas. Aprendía
muchas cosas en la escuela primaria a pesar de tener problemas por
no hablar bien el español, aprendía a hacer restas, sumas operaciones
y demás conocimientos que me enseñaron mis maestros.
Al ingresar a la escuela secundaria tenía miedo y, al mismo tiempo,
alegría, como cualquier joven de mi edad. En ese año escolar no tuve
ninguna discriminación. La lengua que heredé ya no tenía por qué
denigrarla. Tenía la claridad –desde entonces– que se debe fomentar

68
y promoverla para que otras personas conozcan la gran diversidad
sociolingüística y cultural de México.
A pesar de que la maestra de la telesecundaria no era bilingüe,
llegó a hablar poco a poco la lengua náhuatl y eso facilitó la comuni-
cación con nosotros, sus alumnos. Por mi parte, pude mejorar el
español y me fue posible entender lo que nos decían los libros. Al
manejar bien los dos idiomas pude aprender muchas cosas y, de esta
forma, tuve la idea de ser maestra en las comunidades rurales donde
habitaban personas que hablan la lengua náhuatl. El tercer año en
la telesecundaria fue tranquilo. Los maestros eran buenos en su
práctica docente: bien preparados y hasta tuvimos conferencias sobre
la cultura indígena. Y así pasó el tiempo hasta que nos graduamos.
Más adelante me enteré que aprobé el examen de admisión para
entrar a la preparatoria –estuvo difícil–. Al ingresar tuve nuevas
inquietudes respecto a las habilidades, destrezas y aptitudes de cómo
ser un buen alumno. Como teníamos diferentes maestros, uno por
cada materia, en primer semestre tuvimos problemas con un maestro
que nos daba la materia de Química. Él era una persona sumamente
agresiva, intolerante, no tenía respeto hacia nosotros y faltaba conti-
nuamente. Ahora me doy cuenta que no tenía ética profesional.
Así como hay maestros que denigran nuestras raíces indígenas,
hay otros que las promueven. Les gusta nuestro origen y la diver-
sidad sociolingüística que tenemos. Un maestro nos enseñó que no
nos debe dar pena hablar nuestra lengua. Por el contrario, darla a
conocer a la gente y promoverla a través de concursos para ver quién
habla mejor entre los alumnos.
Como docente me gustaría seguir estudiando, prepararme y ser
mejor persona. Fomentar en los niños la preparación profesional. Así
también promover que no debemos denigrar nuestra lengua, raíces,
costumbres, etcétera. Nunca me daré por vencida. Lo que empecé lo
voy a terminar.

Lugar de origen: San Gabriel Chilac


Lengua: náhuatl

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no sé si realizó su sueño

Araceli Estrada Flores

Mi educación preescolar la cursé en el Jardín de Niños Cristina Fer-


nández de Merino que está ubicado en el centro de la ciudad de
Tepeaca, Puebla. La maestra que atendía el grupo se llamaba Dulce.
Como su nombre lo dice, era un dulce de verdad, porque ella no
despreciaba a ningún niño. Pero, por otro lado, había una maestra
que era muy racista. Era de tercero de preescolar y se inclinaba más
por los niños blancos. A los de color, o sea los morenitos, les decía
que eran indios. A los niños blancos los consentía mucho. En una
ocasión esa maestra me llamó la atención, no recuerdo su nombre,
pero yo estaba en los baños y estaba jugando con el agua y me dijo:
“mocosa, qué haces”, y yo me asusté. Entonces me tomó del brazo y
me llevó al salón con mi maestra, y le dijo que tenía que imponerme
un castigo porque yo le había enseñado la lengua. Mi maestra le
dijo que hablaría conmigo y yo pensé: “qué mentirosa es la maestra”,
pero en ese momento era su palabra contra la mía. Pensé que cómo
era posible que las maestras fueran tan encajosas con los niños sólo
porque son más débiles.
La educación primaria la estudié en Tepeaca, Puebla. Cuando
pasé a primaria tuve un trauma psicológico. En segundo año la
maestra era muy grosera conmigo porque, para ella, todo lo hacía
mal tanto en clases como en los trabajos manuales. Recuerdo una
ocasión que nos aplicó un examen y sólo al ver mi nombre dijo, “No
pasaste, estás reprobada, te vas a quedar de burra en segundo. A ver
si no te da vergüenza que tus compañeros pasen y tú no”. No le dije
nada a mis papás porque tenía miedo pensando que la maestra me
iba a castigar ya que en varias ocasiones me castigó y hasta me pegó
en las manos con una regla.
Conocía a la otra maestra de segundo y un día que me vio en el
recreo muy callada me preguntó qué me pasaba y yo le dije que nada
a la maestra Lidia, ella insistió en preguntarme hasta que tuve el valor
de decirle todo lo que me había pasado. Ella le dijo a mi maestra que

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iría unos días a tomar clase a su salón. Cuando me fui con ella se dio
cuenta que yo era muy tímida y habló con mis papás. Mis papás me
preguntaron y llorando les conté lo que había pasado.
Ellos fueron a ver a mi maestra y ella negaba todo. Después le
dijeron: “queremos ver los exámenes de mi niña”, y ella dijo: “No
los tengo”. Me armé de valor y les dije a mis papás que los tenía en
el cajón de su escritorio y ella dijo “¡Ah sí, ya me había olvidado!” y
los sacó. Los exámenes no estaban calificados. Ni en mi boleta había
pasado calificaciones. Tratando de justificarse les dijo que la boleta
se le había perdido y así tuvo que aplicarme un examen delante de
mis papás y lo pasé.
Estuve en la preparatoria 5 de Mayo en Tepeaca, Puebla, ésta
ya no existe. Era una preparatoria privada, ahí se veía racismo entre
clases sociales. El lema de ahí era “dime cuánto tienes y te diré
cuánto vales”. Teníamos un compañero que estaba becado por sus
calificaciones, llevaba puro 10 en todas las materias, pero iba muy
humildemente vestido y le hacían muchas burlas los compañeros. En
especial un maestro que daba la optativa de Biología. El compañero
quería estudiar Medicina y el profesor le decía que esa carrera no le
iba porque para ser doctor primero necesitaba dinero y personalidad
y que él no tenía ni personalidad ni dinero, y le dijo: “Tú solamente
puedes estudiar por medio de la limosna”.
No sé si realizó su sueño.

Lugar de origen: Tepeaca


Lengua: castellano

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estoy orgulloso de ser indígena
y hablar mi lengua madre

Isaí Sebastián Cabrera

En lo que llevo de vida nunca me he sentido avergonzado de ser una


persona indígena. Jamás renegué de mi cultura y nunca lo pienso
hacer: al contrario, estoy orgulloso de ser indígena y hablar mi len-
gua madre. Pero como todo en la vida, nunca falta la típica persona
que te hace de menos, se burla de ti, incluso, quiere abusar por ser
una persona indígena. Eso es precisamente lo que me pasó hace siete
años, cuando cursaba mi educación media superior. Así comienza
mi historia.
Hace siete años aproximadamente ingresé al Centro de Bachi-
llerato Tecnológico Agropecuario 184, situado en la región de
Acatlán de Osorio, Puebla. El primer día de clases me percaté que
sólo habíamos dos personas que proveníamos de pueblos indígenas.
Yo venía de la región de Xayacatlán de Bravo, un pueblo pertene-
ciente a la cultura mixteca. El otro compañero venía de la comunidad
de Santo Domingo Tonahuixtla. Él, al igual que yo, pertenecía a la
cultura mixteca.
Al paso de la primera semana en la escuela un maestro que nos
daba la materia de Fertilización de Suelos nos indicó que nos presen-
táramos. Mencionamos el nombre, lugar de procedencia y lo que
esperábamos de la materia en el transcurso del ciclo escolar. Al
principio noté que la mayoría de los compañeros eran del distrito de
Acatlán. Cuando se presentó el compañero que venía de Tonahuixtla
todos se empezaron a reír. Y hubo un compañero que dijo: “¡Eres un
pata rajada!” El maestro en lugar de regañarlo se empezó a reír al
igual que todos los compañeros. Me sentí mal por mi paisano y de
inmediato pensé que me dirían lo mismo.
Sin embargo, por ser mi primer día de clases, aún no me sentía
con la confianza de enfrentar o confrontar a mis compañeros y
mucho menos al maestro. Sólo por mi mente pasaba la frase: “Son
unos hijos de la …”

72
Cuando me tocó el turno de presentarme di mis datos tal cual
los pidió el maestro. Cuando mencioné que venía de un pueblo
indígena, y que además hablaba el mixteco, todos se empezaron a
reír por dentro, ya no con ese cinismo como le pasó a mi anterior
compañero, pero de todas maneras me vieron como un “indio pata
rajada”, como dicen ellos.
De antemano sabía que en el transcurso de mi bachillerato tendría
problemas y que tarde o temprano abandonaría la institución. Eso
significó un gran reto para mí, sabía que tenía que demostrarle a
toda esa gente que discrimina a las personas indígenas que somos
superiores a ellos y que tarde o temprano caerían rendidos a mis
pies. Las siguientes dos semanas nadie quería establecer amistad con
ninguno de nosotros dos. Era muy difícil debido a que en un salón
de clases es fundamental ser sociable con todos los compañeros,
nosotros tratábamos de entablar pláticas con alguno de los compa-
ñeros, pero nada de nada.
Había como cinco compañeros que nos pusieron de apodo los
pata rajada. Una vez iba pasando por la plaza cívica y un compañero
me grita “¡Pata rajada!” En ese momento me regresé y le dije “¡Si
tienes algún problema conmigo lo arreglamos a golpes!” Pero me
di cuenta que aparte de que eran discriminadores, eran también
sacatones. Ellos sabían que las personas indígenas somos de “fuerza
indígena bruta”.
Los primeros dos meses sólo nos hablaban muy pocos, sin embargo,
ellos empezaron a notar que yo era la persona que le echaba más
ganas en la escuela. El primer mes en los exámenes parciales saqué 9
y 10. Todos se sorprendieron, ya que ellos pensaban que por ser de
una zona más urbanizada eran más inteligentes. Pero para sorpresa
mía los compañeros que no nos podían ver ni en pintura, reprobaron
el primer examen parcial. Me dio mucho gusto, el otro compañero
indígena sacó nueves, con lo cual demostrábamos la calidad de estu-
diantes que éramos. Ese mes iba a marcar nuestro futuro y venganza
de todos aquellos que nos discriminaron por ser indígenas.
Conforme pasaron los meses, cada vez más personas del grupo
querían hacer amistad con nosotros, pero yo ya sabía cuál era la

73
intención de todos: copiar las tareas. Pero no caí en su juego. Ellos
tenían que convencerme que en verdad iban a cambiar su forma de ser
hacia las personas indígenas, reflejado en sus actos. Para mi desgracia
el otro compañero no soportó la discriminación que sufría por parte
de un grupo de compañeros y de un maestro, así que terminó por
desertar de la escuela. Desafortunadamente para mi causa perdí a un
buen amigo. Esto me alentó para seguir adelante y demostrarles a
todos que yo era superior.
Un día en la clase del maestro que nos discriminaba empezó
hablar sobre las personas indígenas. Se me hizo raro porque él
imparte Química, pero, en fin, escuché las tonterías que decía. Y el
fin con que las decía. Tal como lo supuse, trató de hacerme sentir
mal. En ese momento que me paro y que le digo: “Mire, maestro, no
sé hasta dónde llega su ignorancia. En primer lugar, ¿cuál es su lugar
de origen?”. Él respondió: “Acatlán”, y yo le respondí: “Pues para su
información todas las personas que somos originarias de la región
mixteca somos personas indígenas, hablemos o no la lengua. Por sus
venas corre sangre indígena”, y le dije con mucho énfasis que era una
persona sin cerebro.
Se fue tan avergonzado por lo que le dije que me reprobó en su
clase; sin embargo, no me iba a dejar y acudí con el director del
plantel y le platiqué la situación. Él llamó al maestro y éste le contó
que le había faltado al respeto en clase. Le dije que fuera hombre y
que dijera las cosas tal como pasaron, pero él no dio marcha atrás.
En ese momento le dije frente al director que me hiciera un examen
oral. No quería aceptar, pero dadas las circunstancias aceptó. Para
sorpresa del director, le contesté a la perfección todas las preguntas
que el maestro me había planteado. De ahí el maestro ya me guardaba
cierto respeto, además de que le llamaron la atención.
En el salón de clases un compañero me propone como jefe de
grupo y yo acepto. Éste fue el comienzo de mi éxito en la escuela.
En todo momento que se presentara yo apoyaba a los compañeros,
principalmente en las actividades escolares, como tareas o exámenes.
Ya tenía mi grupo de amigos que me demostraron haber cambiado,
pero aún faltaban los compañeros que me pusieron apodo.

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Un día el profesor de cálculo diferencial e integral nos hizo un
examen sorpresa y yo fui el único que acreditó la materia con un
promedio general de 10.
Sin embargo, los demás compañeros reprobaron. Entonces
hablé con el maestro y le pedí una segunda oportunidad para ellos,
el maestro aceptó que al siguiente día les aplicaría el examen. En
ese momento muchos compañeros me agradecieron e incluso me
pidieron que los orientara en la elaboración de problemas de esa
materia. Acepté con gusto y les dije que no se preocuparan que iban
a acreditar la materia, y así fue.
Pero los compañeros que no me querían se salieron del salón de
clases ignorándome. La verdad a mí no me importaba si aprobaban
o no los compañeros que me discriminaban. Por fin, al terminar el
cuatrimestre varios compañeros tenían que hacer examen extraordi-
nario, de lo contrario repetirían la materia.
Esa misma tarde estando ya en mi casa me sorprendió ver a los
compañeros que me habían estado discriminando, pensé que me
venían a golpear, pero no fue así, ellos llegaron como perros arrepen-
tidos. Me dijeron que querían platicar conmigo, les dije que sí, con
mucho gusto. Al principio no sabían ni cómo empezar a disculparse,
pero hasta que uno de ellos dijo: “Sabes qué, ¡perdónanos todo lo
mal que nos hemos portado contigo! La verdad, te has portado muy
bien con todo el grupo, siempre tratas de ayudarnos; estamos muy
apenados”. Les dije: “Miren, compañeros, ser indígena no quiere
decir que soy diferente a ustedes, porque al igual que las demás
personas soy un ser vivo y tengo uso de razón, pero no importa si
en verdad están arrepentidos y lo dicen de corazón, cuenten con mi
confianza. Es más, los voy ayudar a que acrediten las materias que
reprobaron”.
A partir de ese momento comenzaría una amistad que nunca
terminaría. Ellos cambiaron mucho con las personas indígenas.
Aunque no me crean, con el paso de los meses ellos se convirtieron
en mis mejores amigos. Hasta la fecha, ellos están muy agradecidos
conmigo, ya que siempre los apoyé. Cuando nos reunimos, nos da
una inmensa felicidad volvernos a ver y recordar viejos tiempos.

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Éste es un claro ejemplo de que las personas indígenas podemos
lograr cosas que parece que no están a nuestro alcance. La voluntad
nos lleva a la conquista y al éxito, las personas indígenas no somos ni
más ni menos que otras personas. Espero que este ejemplo de lucha
y entrega sirva para muchos hermanos indígenas que pasan por una
situación similar.

Lugar de origen: Xayacatlán de Bravo


Lengua: mixteco

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que los perdone dios, yo no

Karina Arzola Rojas

Esta historia es verídica. Se trata de una historia donde se muestra


la parte más triste de la vida de una personita indefensa. En ese pro-
blema ella se encontró, prácticamente, sin el apoyo de su familia. Se
enfrentó a vivencias traumáticas como consecuencia de la discrimi-
nación y el racismo y, con el paso de los años, se volvió una mujer
incapaz de olvidar su pasado y, en cierta forma, lo arrastra hasta su
primera hija.
Yo había escuchado la palabra discriminación. La podía repetir de
memoria: “rechazo de una o un grupo de personas hacia otras por
el hecho de ser diferentes en su raza, color o lengua”. Sin embargo,
me doy cuenta que esa palabra va más allá de su significado. Rompe
todas las barreras ya que es capaz de afectar tanto física como mental-
mente a una persona y, de esa forma, dejarla marcada para toda su
vida. Voy a contar la experiencia de una persona que fue rechazada y
discriminada durante la época que, se supone, debía ser la más bonita
en la vida de una persona: la niñez y la adolescencia.
A la edad de 11 años una niña conocía como hogar un cuarto
de 6 por 6 metros. Ahí ocupaba un pequeño espacio donde estaba
su catre, que a veces compartía con unos cuantos insectos que la
acompañaban para soportar el frío durante el invierno. La familia
más cercana que tenía en esos momentos eran sus compañeras de
habitación, con quienes había vivido desde hace algunos años.
Su verdadera familia estaba lejos de ella, aun cuando se sabe que
a esa edad los niños y niñas en lo único que piensan es en jugar con
los amigos, ensuciarse jugando a las escondidas, o hacerse maldades
unos a otros y, al finalizar el día, ir a la cama a dormir con la tranqui-
lidad y protección que te provoca un beso que te dan en la frente tus
padres. Para Bibiana todo eso era un sueño. Un sueño que se alejaba
cada día más de su realidad.
Todos los días al escuchar el chillido de la chicharra, justo a
las 6:00 a.m., no sólo sabía que era hora de levantarse. El chillido

77
significaba para ella el anuncio de otro día más de tormento. No
era exagerado este pensamiento puesto que a la hora de salir de la
cama, la prefecta de nombre Estela –con el prejuicio que le daban
su tez blanca, su alta estatura, su talla delgada y el cabello rubio– y
cuyo pelo era muy semejante a un estropajo, siempre la humillaba y
la despertaba diciéndole:
“¡Levántate, pinche india fea; es hora de levantarse. ¿Acaso piensas
que tengo tu tiempo? Mi tiempo es valioso y no lo voy a desperdiciar
levantándote todas las mañanas y esperar a que te hagas tus pendejas
trenzas. Tengo que contar a todas para ver si una babosa escuincla no
se nos escapó. ¡Levántate, levántate!”
Ojalá sólo hubieran sido palabras con las que la despertaban o
le llamaban la atención por alguna travesura que hubiera cometido.
Desgraciadamente no era así. Con las palabras y los insultos también
llegaban los golpes, con una varita que siempre andaba cargando la
malvada Estela. En ese horrendo lugar, en el que tenía más de año
y medio de vivir, también recibía el maltrato de maestros, prefectos,
sus compañeros y hasta del intendente.
Sin embargo, no sabía por qué. Sólo sabía que ella se veía muy
diferente a las demás niñas. Que su piel era más morenita, que sus
manos estaban más maltratadas porque desde muy pequeña comenzó
a trabajar en el campo. También sabía que se peinaba diferente a
las demás. No sabía peinarse de otra forma, sólo podía hacerse dos
trenzas. La mayor diferencia que notaba era que ella podía hablar otra
lengua y, por lo tanto, también en eso era diferente a sus otras compa-
ñeras del internado. Hablaba otra lengua, la que le había heredado
su madre, pero continuaba sin comprender por qué la trataban peor
que un perro.
Un fin de semana, por la noche, mientras trataba de dormir,
se dio cuenta que el intendente entró a su cuarto. Parecía que se
escondía y se dirigía directo a su cama. Ella pensó que iba a recoger
algo que se le había olvidado, después de hacer la limpieza del cuarto.
Estaba en un gran error. Él se acercó a su oído y le dijo, en voz baja,
que abriera las piernas y se pusiera flojita. La amenazó con arrancarle
la lengua si gritaba.

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Bibiana no sabía qué hacer, sólo llorar al sentir que las asquerosas
manos del intendente estaban sobre sus pechos y entrepiernas... Su
boca apestosa besaba con agresividad todo su cuerpo. Ella no hizo
nada –no podía hacer nada–, sólo cerró los ojos y trató de imaginar
que estaba en un lugar hermoso donde todo era muy bonito y
nadie le hacía daño. Trató de no sentir pero no podía porque en su
cabeza sólo estaba la pregunta: “¿Por qué, por qué yo?”. Así que gritó
haciendo esa pregunta.
El intendente se detuvo justo cuando estaba penetrándola y el
desgraciado le respondió: “Las pinches indias como tú sólo sirven
como prostitutas, sólo sirven para cogerlas porque lo único que saben
hacer bien es revolcarse con hombres como yo. Agradece que me
acuesto contigo y no que lo hagas con un indio como tú. Más te vale
que te consideres dichosa y que no hagas nada”.
Después de esa pesadilla ella pensaba y pensaba en lo que le
había dicho aquel hijo de …. Después de mucho pensar encontró
la respuesta a la desesperada pregunta que aquella noche fatídica se
había hecho. Ahora sabía que ser una india, tener el color de piel
diferente y, por supuesto, hablar náhuatl era lo que le había dado
el pase directo a la humillación y al maltrato. Entendió que por eso
le arrancaron su inocencia, su niñez y las ilusiones que tenía en ese
momento.
Pasaron algunos meses sin decir nada de lo ocurrido. Sólo había
una persona a la que le tenía la confianza suficiente para contarle su
gran dolor: su madre. Bibiana estaba segura que la comprendería,
que la apoyaría en cualquier dificultad, que le creería porque estaba
segura que la amaba en las buenas y en las malas.
A su madre le platicó todo el sufrimiento y el infierno que había
vivido. Le dijo que la violaron y que ya no quería seguir en aquel
internado. Su madre no le creyó. Contrario a lo que esperaba de su
mamá, ésta le dijo violentamente que seguro ella le había coqueteado
al conserje. La golpeó hasta el cansancio, pero Bibiana insistía en que
era cierto lo que le pasó. Más tarde la madre se tranquilizó y la llevó
a la denigrante revisión médica para comprobarlo. El doctor diría la
verdad.

79
El resultado fue positivo. A su hija la habían violado. En ese
momento la madre la miró con odio y con decepción. Le dijo que la
sacaría del internado pero que no podría decirle nada al padre porque
sería la culpable de la separación entre ambos. Bibiana aceptó y juró
no decir quién le había echado a perder la vida. Todo por ser una
india, como le decían todos los del internado.
Bibiana creció con la idea de que hablar otra lengua era malo.
Que si lo hacía seguiría soportando vergüenzas, insultos y humilla-
ciones de otras personas que se consideraban superiores a ella por no
ser indígenas. Bibiana dejó de hablar su lengua materna poco a poco
después de salir del internado. Le costó mucho trabajo comenzar
a comunicarse la mayor parte del tiempo en español; sin embargo,
creía que era lo mejor para ella.
Esas ideas que traía instaladas en la cabeza se confirmaron cuando
se juntó con su novio, a la edad de 17 años. La madre de éste le
decía, peyorativamente, que era una “india bajada del cerro a tambo-
razos”. También la insultaba y le ponía apodos por ser morena y muy
delgada. La madre del joven le expresaba que su hijo se merecía algo
mejor en todos los sentidos: física y culturalmente. Su autoestima
seguía por los suelos.
Qué podía hacer Bibiana más que tragarse su maldito dolor, llanto
e impotencia al no poder defenderse porque tenía miedo de que la
corrieran y no tenía a dónde ir con el hijo que estaba esperando, su
primer hijo. Así que prefirió comportarse sumisa y obediente frente
a su suegra.
Al pasar los nueve meses dio a luz a una niña un tanto enfermiza
por la mala alimentación que había tenido durante su embarazo. La
hija se crió la mayor parte de su niñez con su abuela, la mamá de
Bibiana. Ésta tenía que atender los quehaceres de la casa donde vivían
y no le daba tiempo de estar con la niña. Cuando su hija comenzó a
hablar lo hizo en náhuatl, no en español.
Lo anterior molestó muchísimo a Bibiana porque no quería que
su hija hablara otra lengua que no fuera el español. Continuaba pen-
sando que eso le traería muchas desgracias. Cada vez que lo hacía la
golpeaba con lo que tuviera a la mano o le propinaba algunas patadas.

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Reaccionaba violentamente ante el uso del náhuatl de su propia hija.
La niña no comprendía muy bien el porqué de los golpes de su madre
y, mientras tanto, decía algunas palabras en náhuatl porque le cos-
taba mucho trabajo dejar de hablar como su abuela. Hasta llegó a
jurarle que no volvería a hablar así hasta que se olvidó por completo
de su lengua materna. O quizá tuvo miedo de recordarla.
Ahora que ya crecí no le reprocho a Bibiana que siempre me
golpeara por hablar como ella no quería. Sé que ahora que puedo
voy a tratar de recuperar esa parte de mí que hace mucho tiempo
trataba de olvidar. Intentaré recuperar mi lengua materna. Sé que
será difícil, pero lo intentaré.
Quiero terminar diciendo que me costó mucho dolor y trabajo
escribir esto. Hace poco me enteré de la niñez que tuvo mi madre y
de la herida abierta que le dejan esos recuerdos.
Espero que esta historia verídica –donde la protagonista, lamen-
tablemente, es mi madre– ayude para que las personas se den cuenta
del daño que se hace a los que padecen la discriminación. Lo que
puedo agregar es que es increíble que haya gente racista que le arruine
la vida a otra persona sólo por ser indígena, o de otra religión, color
de piel diferente y por tantas otras cosas.
Lo que tengo bien claro es que esta vez le tocó a mi madre. Si
existe un Dios que perdone a todos aquellos que le hicieron tanto
daño. Yo no.

Lugar de origen: Izúcar de Matamoros


Lengua: náhuatl

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he aprendido a mantener mi cultura y mis raíces

Lizbeth Reyes Trujillo

Nací el 4 de junio de 1987 en una comunidad llamada San Miguel


Eloxochitlán. Estoy orgullosa de pertenecer a esta región de la Sierra
Negra por las grandes costumbres que la hacen ser diferente a otros
lugares. He aprendido a mantener mi cultura y, más que nada, mis
raíces. No puedo decir que me avergüenzo de hablar la lengua ná-
huatl; por el contrario, me enorgullece la forma en la cual percibo al
mundo, gracias a los dos idiomas que domino.
Mis estudios comienzan en mi pueblo donde estudié el prees-
colar y la primaria. Esta etapa la considero como la más importante
en mi vida porque durante este tiempo mis padres me inculcaron
valores importantes que durante toda mi existencia estarán conmigo.
A pesar de vivir cerca de la escuela a la cual asistía siempre tenía la
manía de llegar tarde al salón, pero eso sí, yo era una de las alumnas
más atentas de la clase.
En mi infancia desarrollé conocimientos y aprendizajes sorpren-
dentes, ya que se me facilitaba resolver problemas de matemáticas y
me gustaba realizar escritos como cartas e inventar poesías; sin em-
bargo, esas habilidades se fueron perdiendo con el tiempo.
En mi pueblo no se habla de la discriminación de la lengua náhuatl
y mucho menos de las ofensas que ésta puede llegar a ocasionar, ya
que el mismo pueblo dice que gracias a la naturaleza se originó este
conocimiento para comunicarnos desde una perspectiva diferente.
Desde niña me ha gustado el orden de las cosas, pues considero
que cuando éste no existe en un individuo, tiene un impedimento
para realizarse en la sociedad y consigo mismo, sobre todo en un
pueblo que sufre tanto económica como emocionalmente. Por ello
mis padres decidieron mandarme a la ciudad a estudiar y, más que
eso, me mandaron para sobresalir porque quieren lo mejor para mí.
La única comida que una familia pobre tiene a su alcance es la
de los cultivos que ellos mismos cosechan para después poderlos
consumir, ya que al gobierno no le interesa la pobreza ni la margi-

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nación en la cual muchas de las comunidades viven, pues sólo le
importa el beneficio para su gente. Por ello he tomado la decisión
de ayudar con mi trabajo a los niños indígenas, para que ellos ya no
vivan en las mismas condiciones que sus padres.
Cuando llegué a la ciudad mi padre y yo tuvimos que buscar un
lugar donde hospedarme. Después de unas horas encontramos un
lugar adecuado para mí. Al día siguiente mi padre tuvo que regresar
al pueblo a realizar sus labores campesinas, pues me mandaba dinero
para que yo pudiera sobrevivir porque como mi familia decía, aquí
en la ciudad se gasta el dinero a manos llenas.
Faltaban pocos días para entrar a clases y me puse a buscar una
escuela federal donde pudiera seguir con mis estudios, y finalmente
la encontré. Antes de entrar a la escuela decidí buscar trabajo para
comprar mis útiles escolares que buena falta me harían.
El primer día de clases me sentí muy rara, y hasta tuve ganas de
llorar porque extrañaba a mi familia y a mis antiguos compañeros.
Uno de mis profesores nos puso una actividad para conocernos mejor.
Esta actividad consistía en decir nuestro nombre y lugar de proce-
dencia. De los nervios que tenía no podía responder a las preguntas,
pues mi forma de expresión era tan diferente a la de mis compañeros.
En ese momento me di cuenta de que un pueblo necesita de una
buena educación para expresarse mejor.
Cuando sufrí y conocí una verdadera discriminación fue en la
prepa. En esta etapa los jóvenes tienen diversas ideologías; y fue
cuando recibí insultos –que fueron pocos– a mi lengua materna,
porque había chavos que se burlaban de mi forma de hablar. En ese
momento sólo los escuchaba porque a mí no me perjudicaban, por
el contrario, yo decía que era la más inteligente porque podía ver al
mundo desde dos perspectivas.
Actualmente no tengo ningún problema en cuanto a mi
forma de hablar, puesto que interactúo con las mismas personas que
saben hablar la misma lengua que yo.

Lugar de origen: San Miguel, Eloxochitlán


Lengua: náhuatl

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pasé los seis años de primaria siendo monolingüe

Remigio Quiaha Cresenciano

Nací en un pueblito llamado Chiapa Eloxochitlán en el estado de


Puebla. La mayoría de las personas habla en náhuatl. Mis papás son
monolingües náhuatl.
Ya tenía ocho años y no entraba a la escuela porque tenía miedo
por lo que me contaban mis hermanos. Ellos decían que los profe-
sores eran bien regañones y pegalones. Un día llegaron los policías
municipales y se llevaron a mi papá a la inspectoría, cuando regresó
me dijo que tenía que ir a la escuela porque si no me mandaba se lo
llevarían a la cárcel. Eso me obligó a que ingresara a la escuela.
El primer día me llevó mi mamá. Iba con un miedo a los profe-
sores y a mis compañeros. Al principio de mis estudios me costó
bastante entender textos en lengua castellana, aunque me ayudó que
mis primeros dos profesores hablaban en náhuatl. Ellos fueron muy
estrictos porque si no sabíamos leer o escribir nos castigaban o nos
pegaban con una vara o con un palo. A una prima le salió sangre en
los dedos cuando el profesor le pegó con la vara. A veces les tenía
mucho miedo, a veces no. Una vez me escapé del salón porque el
profesor me quería castigar.
Más adelante estuve motivado para aprender a leer y escribir.
El profesor me decía cómo se pronunciaba cada letra y así empecé
a formar sílabas, después palabras y, al final, textos cortos que me
costaban mucho porque no sabía qué escribir en español. Al principio
no había mucho problema porque los profesores entendían lo que les
decía con mi lengua materna, aunque se volvía más difícil y no podía
aclarar mis dudas en el salón porque el profesor no me entendía del
todo. Así pasaron los seis años de mi educación primaria siendo un
niño monolingüe.
Después de terminar la primaria, a los 12 años, me fui a trabajar a
Tehuacán como obrero. Ahí aprendí algunas palabras en castellano.
A los dos años de estar por allá ingresé a la secundaria en un pueblito
cercano llamado Tepexilotla, Zoquitlán, Puebla.

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En la secundaria las cosas eran diferentes porque ya sabía hablar
un poco en español. La profesora de primer año me ayudó mucho.
Me dio ánimo y me apoyó en obtener una beca para poder estudiar.
Logré terminar después de todas las carencias que había sufrido por-
que, además de ser nahuatlacos, mis papás no tenían dinero para
apoyarme en mis estudios. Sin embargo, eso no era sólo el problema
porque, aunque llevaba buenas calificaciones en todas las materias,
mi papá no estaba de acuerdo en que yo estudiara.
Cuando estuve en primer año él nunca me quiso dar ni un peso
para mis estudios, a veces se enojaba porque iba a la escuela y no
le ayudaba en el campo. Algunas veces no me dirigía la palabra y
nunca supe por qué. Sentía que mi papá no me quería porque no
contaba con él para mis útiles escolares, ni para el calzado que se me
desgastaba rápido porque caminaba mucho para llegar a la escuela.
Caminaba dos horas por las veredas. Salía a las seis de la mañana
para llegar a las ocho. A veces amanecía lloviendo y así tenía que ir
aunque llegara más tarde. Los profesores eran muy amables y nunca
me regañaron. Siempre fui un buen alumno y tuve buenas califica-
ciones. Mi promedio general fue de 9.6.
Ante la falta de dinero lo que me ayudó fue que ahorré cuando
trabajé en Tehuacán y con eso me iba comprando lo que me hacía
falta; además, mi mamá me daba cinco o diez pesos, que le sobraban
de la semana. Los domingos acompañaba a mi hermano a vender en
la plaza y me daba 20 o 25 pesos al día. Nunca me di por vencido.
Después cambiaron a la maestra que me había ayudado con la
beca y pusieron a un profesor que eligió a otro niño para darle la
beca. Por esa razón me cambié de escuela y entré en un internado en
un municipio llamado Tlacotepec de Díaz, Puebla.
En esa escuela la situación fue muy diferente. A los profesores les
gustaba golpear mucho y nos trataban como animales. No podíamos
contradecirles porque ellos siempre tenían la razón. Si llegábamos a
hacerlo nos pegaban. Más lo hacía el profesor Amado del cual no
recuerdo el nombre completo.
Con la ayuda del director hicimos unos cuartos en la escuela para
los que vivíamos lejos, nos quedábamos toda la semana y nos prepará-

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bamos la comida. El profesor Amado vivía ahí y nos veía a diario. Él
andaba con una señora que trabajaba en la clínica del pueblo y a noso-
tros, sus alumnos, muchas veces nos llevó a limpiar la clínica mientras
él se revolcaba con la señora. Una vez no quise ir a cortar el pasto con
ellos y después buscó un pretexto para pegarme en clases y me dijo
que eso había sido por no querer ir a limpiar el lugar donde trabajaba
su novia. Para mí ese profesor fue un cobarde y un aprovechado.
Terminé el ciclo escolar y regresé para hacer el tercer grado a
Chiapa Eloxochitlán. En ese entonces ya estaba un maestro y una
maestra llamada Balbina Vázquez Reyes. Era muy sencilla y de gran
corazón. Al terminar la secundaria ella me dijo que si quería continuar
mis estudios me fuera a la ciudad de Puebla y me echaba la mano.
Así lo hice pero, lamentablemente, cuando llegué a la ciudad no fue
así porque tenía muchos gastos con sus dos hermanas enfermas y
gastaba mucho dinero en ellas.
Otro problema que tuve fue que llegué tarde para las inscrip-
ciones en las escuelas públicas y ya no encontré un lugar. Me inscribí
en un colegio particular, por lo cual tuve que trabajar para pagar mis
gastos y poder estudiar; sin embargo, seguía con el mismo problema:
soy nahuatlaco y no era fácil encontrar trabajo. No sabía nada de
trabajos de la ciudad.
Entré de checador de la ruta 64 de seis de la mañana a las dos
de la tarde y todo ese tiempo estaba de pie en la calle, y luego ir a
la escuela, imagínense cómo iba. Mis compañeros se burlaban de
mí por ser indígena y no vestirme como ellos. Hubo días en los que
lloré por no poder con mis gastos en la escuela. A los profesores no
les entendía algunas cosas en español y me dejaban muchas tareas
y a mí no me daba tiempo para hacerlas. Mi vida como estudiante
fue muy pesada, aguanté todo eso por querer superarme académica-
mente, porque en el pueblo donde nací no había bachilleres, mucho
menos universidades, por eso dejé a mi familia para poder estudiar y
hasta la fecha sigo trabajando y estudiando. Estoy tomando un curso
de inglés y espero quedarme en esta licenciatura.
Ha sido mi sueño ser profesor, apoyar a las personas que me
echaron la mano y apoyar al pueblo que me vio nacer; ayudar a esos

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niños nahuatlacos que están sufriendo con la segunda lengua. Siento
que allá afuera tengo tantos compromisos que cumplir.
Regresando a lo anterior –sobre mis dificultades– hasta la fecha
aún tengo problemas para colocar comas, puntos y punto y coma, en
la redacción de algún texto, espero que esta universidad me ayude a
realizarme profesionalmente.
Después de todo estoy muy contento, porque cuando iba en
segundo año de primaria llegó un profesor muy joven, pero de carácter
fuerte que les pegaba mucho a los niños que no hacían las tareas, que
no sabían leer, o por cualquier cosa, a mí casi no me pegaba porque
obedecía. Este profesor falleció cuando iba en segundo grado, se
llamaba René Bolaños Salazar. Él siempre quiso que estudiara más.
Ahora cuando termino alguna etapa de mi vida estudiantil sueño
con él, que me da clases en una escuela donde nunca he estado, sueño
seguido con él hasta que entro nuevamente a la escuela y lo dejo de
soñar. Pienso que desde donde él está sigue con esa idea de que debo
continuar con mis estudios.
Desafortunadamente no he logrado terminar alguna carrera por-
que no tengo dinero y no tengo apoyo de nadie. Mis papás ya son
grandes y ya no trabajan. Ellos también necesitan apoyo de alguien
para poder vivir. Estuve estudiando Ingeniería Mecatrónica, iba en
tercer semestre y renuncié porque se me acabó el dinero y en mi tra-
bajo la secretaria me puso muchos obstáculos e hizo que tomara la
decisión de estudiar o trabajar, así que no me quedó otra opción más
que dejar la escuela, porque si dejaba el trabajo con qué me mantenía
la renta de la casa. Quise pedir una beca en el Instituto Tecnológico
de Puebla donde estaba estudiando, pero no me la dieron. Me dio
tanto coraje no poder alcanzar lo que quería. Después quise entrar a
la Normal Superior del estado, pero por la edad que tenía tampoco
entré y la verdad, ruego a Dios que en esta universidad sí logre que-
darme y termine mi licenciatura para hacer una maestría en Educa-
ción Indígena.

Lugar de origen: Chiapa, Eloxochitlán


Lengua: náhuatl

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había un vacío que llenar:
construir mi verdadera identidad

Uriel Ortiz Aguilar

Hablar de una identidad como persona es tener claro quiénes somos


y cómo actuamos ante esta sociedad. La diversidad cultural hace
compleja la relación social por no entender la diferencia de uno y
otro, en cuanto a la lengua, forma de vestir, gastronomía, organiza-
ción, danza, música, etcétera. Desde los primeros días de vida del ser
humano se ve marcada la forma de vida que llevará, condicionada a
las situaciones económicas, físicas, sociales, de lengua y aún más de
color. Vivimos en una sociedad donde el ser diferente no se muestra
como potencialidad sino como un indicador de desprecio, de auto-
discriminación y discriminación externa. Poco se demuestra el for-
talecimiento de valores sociales y morales que permitan comprender
las formas de ser de cada individuo. En el transcurso de mi existencia
he aprendido mucho. En ocasiones con alegría y otras más con expe-
riencias amargas que te dejan heridas que hacen cambiar tu forma de
entender quién realmente eres. Por ello, entiendo que la forma en que
se denota la discriminación es partiendo de lo siguiente: los pobres
frente a los ricos; los indígenas frente a los no indígenas; los trabaja-
dores frente a los empresarios; los ciudadanos frente a los políticos;
las mujeres frente a los hombres; los viejos frente a los jóvenes.
Al recordarme en mis diferentes etapas de vida, hoy en día lo
hago con mayor certeza de lo que realmente soy y mis propósitos en
esta vida. Soy originario de Zaragoza, Puebla. Municipio ubicado al
nororiente del estado de Puebla. El nombre de Zaragoza fue dado
por los fundadores de la población, la familia Rueda y Mondragón
Márquez, originarios de Zaragoza, España. Sin embargo, tiene otra
mención, la de Tlalkuechauayan, que proviene de las voces náhuatl:
tla (tierra), kuechauak (húmedo o fangoso) y yan (lugar), y significa:
“Lugar de tierra húmeda y de frecuentes lluvias”.
El municipio de Zaragoza se localiza en la parte noreste del
estado. Sus coordenadas geográficas son los paralelos 19° 43’ 18” y

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19° 49’ 54” de latitud norte y 97° 32’ 36” y 97° 35’ 42” de longitud
occidental. Tiene una superficie de 51.03 kilómetros cuadrados que
lo ubica en el lugar 167 con respecto a los demás municipios del
estado. El municipio forma parte de la Sierra Norte, la zona sur, al
declive del golfo austral de la Sierra Norte. El declive del golfo es el
septentrional de la Sierra Norte hacia la llanura costera del Golfo de
México, caracterizado por numerosas chimeneas volcánicas y lomas
aisladas, en tanto que el declive austral de la sierra es el descenso en
general bastante irregular hacia los llanos de San Juan.
La principal característica orográfica que presenta el municipio es
su continuo aunque ligero declive sur-norte; este irregular descenso
es interrumpido por algunos cerros o lomas aisladas, como el cerro La
Pedrera, que se levanta 100 metros sobre el nivel del valle. La altura
del municipio oscila entre 1 mil 989 metros y 2 mil 600 metros
sobre el nivel del mar. Pertenece también a la vertiente septentrional
del estado de Puebla, formada por las distintas cuencas parciales de
los ríos jóvenes e impetuosos con una gran cantidad de caídas. El
territorio pertenece a la cuenca del Tecolutla y por su gran confi-
guración orográfica es recorrido por varios ríos: El Acongo que se
origina al sur y baña el poniente por más de 10 kilómetros y se une
ya fuera del municipio al Tochimpa, afluente del Xucayucan que
a su vez se une al Apulco, uno de los principales formadores del
Tecolutla. El río Cuautlamingo que baña el oriente y se une al Jardín
para formar el Ocotlán, afluente del Tochimpa. También cuenta con
algunos arroyos intermitentes que se unen a los ríos mencionados y
con acueductos que van de Plan de Ayala a Zaragoza, de Zaragoza
a Ocotlán y de Zaragoza a Plan de Guadalupe. En cuanto a flora el
municipio cuenta con: bosques de pino, encino, ocote y plantas de
ornato como capote, tuberosas, azaleas, begonias y rosas. En fauna
existen conejos, ardillas y aves silvestres. Existen minas de arena,
piedra, hormigón y se explotan los bosques de ocote.
Este municipio no tiene una característica propia cultural, ya que
ha sido un lugar de concentración de personas que vienen de lugares
aledaños a la población o de otros estados. Dicha afluencia fue desde
la instalación del ferrocarril en 1898. A partir de ahí comienza a

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formarse el municipio concentrando gente que participó en este
proyecto y otras que por el paso del ferrocarril se fueron instalando.
Dada esta situación se concentraron personas con características
culturales y lingüísticas diversas, y con mayor presencia la lengua
española. Pero también totonacos y nahuas en su mayoría.
Mis padres fueron uno de los casos de la formación de este
pueblo que por cuestiones de trabajo se trasladaron a la población de
Zaragoza. Mi padre es originario de Zautla, es hablante de la lengua
náhuatl y mi madre del estado de Hidalgo y hablante también de la
lengua náhuatl. Como núcleo familiar conservamos nuestros valores
y tradiciones. Sin embargo, no fue así con la lengua. Desde ahí inició
la primera enseñanza de la supervivencia social. Para mis padres era
bastante discriminatorio el que ellos hablaran la lengua náhuatl y
aún más por ser trabajadores de educación indígena. Esto limitaba en
cierta forma nuestra herencia lingüística pues consideraban que en
lugar de ser un beneficio social sería una barrera al desarrollo.
Me acuerdo cuando mi abuela nos hablaba en náhuatl y mi madre
la regañaba diciéndole que no nos lo enseñara porque si no íbamos a
sufrir como ella sufrió. Este tipo de acciones nos dejaban al margen
de la herencia cultural lingüística.
Con cuatro años de vida iniciaba mi experiencia fuera de mi
núcleo familiar donde todo era confianza, donde de repente se me
escapaban las palabras en náhuatl. Pero ante la sociedad eres visto
en instantes o por lo menos querían que aparentara ser un mestizo.
Mandarme en aquel preescolar, Margarita Núñez, de ricos, donde
iban el hijo del doctor, del arquitecto, el de la tienda grande, el de la
farmacia y hasta el del carnicero (claro, pero con mucho prestigio)
y del maestro federal como se dice ahora. Tiempo en el que las
diferencias no eran tan notables en juegos de niños, pero que los
maestros de la escuela sí hacían dividiendo a los hijos de los ricos y
los que más o menos tenemos para comer.
En el tercer año cuando mis padres me compraron aquellos
morralitos hechos en Hueyapan, bordados con colores vivos e hilos
resistentes a los traqueteos fuertes de un día de clases, veía que mis
compañeros llevaban sus mochilas de cargar en la espalda con un

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dibujo grande de un pitufo –en aquellos tiempos muy de moda– y
me preguntaba que si mis padres no tenían el dinero suficiente para
comprarme una como la de mis compañeros. Saliendo de aquel kínder
de fantasía me encontraba con compañeros de otro kínder llamado
Arco iris, donde la gente decía que ahí asistían los hijos del albañil,
del verdulero, del campesino e incluso del maestro bilingüe. Me
preguntaba y algún día le dije a mi madre que cuál era la diferencia
entre una escuela y otra, con certeza me contestó: “En donde vas
están los más educados y mejor vistos por la población” yo me quedé
igual de atónito, pero nunca más volví a insistir.
Ahora pienso que me construían una vida social muy distinta a
mi realidad cultural. Hoy digo que el preescolar fue un sueño para
el paso a la verdadera realidad. Un mundo construido lejos de mis
costumbres y tradiciones aprendidas en mi núcleo familiar.
Proceso distinto, aún más cuando la edad nos permite darnos
cuenta sin ojos vendados, el tiempo de darse cuenta en qué mundo
vivimos, cómo la hacemos y con quiénes. Dejé esa escuela según de
niños selectos del pueblo, para pasar a la escuela del pueblo, donde
ricos, pobres, güeros y morenos compartíamos la misma aula, la
escuela y maestra de enseñanza. Donde las vivencias de infancia
eran distintas y aún más notables en tiempos decembrinos donde
los creadores de sueños, los Reyes Magos, demostraban su aprecio
por aquellos que nos portábamos mal y los que no. Pero ¿qué había
de fondo en ese sueño? cuando la diferencia del aprecio era distinto,
cuando un niño disfrutaba un carro de control y el otro el clásico
carro de plástico o de madera. Las diferencias se empezaban a notar.
En el salón la cosa se ponía más difícil; la diferencia ya no era de ser
rico, pobre o de color distinto, ya era entre inteligentes y “burros”.
Cuando la maestra le daba más atención al hijo de su compañera de
trabajo y a los demás “pues que Dios les ayude”.
Libros forrados de papel lustre y libros forrados con periódico
hacían la diferencia. La discriminación empezaba en la inocencia y
se penetraba en la conciencia y corazón de los niños. Cuando las
palabras que según no tienen intención pero sí lastiman, el decir un
apodo ya era acto de discriminación y dolor eterno el que te dijeran

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negro por tu color o güero, o cenizo, porque en tu casa no hay agua
ni jabón. La pobreza empieza a ser martirio de la niñez dentro de la
sociedad discriminante.
En los primeros años de primaria en la escuela Ignacio Zaragoza,
por primera vez me di cuenta de dónde estábamos y quiénes éramos.
Darme cuenta que mis padres eran indígenas y que hablaban una
lengua, también noté que a pesar de los esfuerzos de mantener una
economía familiar, persistía la discriminación racial por ser prove-
niente de padres hablantes del náhuatl, y por si fuera poco maestros
bilingües. La gente rica miraba a los pobres no oriundos del lugar
como un problema de desarrollo. Zaragoza seguía y sigue creciendo
gente que no es nativa del lugar. Llegan hablantes de diversas
lenguas. Los salones se llenan de pensamientos distintos marcados de
un enfoque cultural emanado del núcleo familiar, confundido por
una sociedad discriminatoria. Apodos venían e iban, el descontrol de
identidad hacía compleja la relación de alumnos.
En quinto de primaria fui testigo de un acto criminal de
autoestima: sólo por tener huaraches uno de mis compañeros no era
apto para estar en la escolta a pesar de las buenas notas que marcaban
su buen aprendizaje. Aquel niño blanco hijo del doctor aunque sea
con seis de promedio tenía la capacidad para estar en la escolta. Qué
paradójico. Siempre vi mi vida encerrada en un baúl lleno de sueños
creados por padres que pretendían concentrarme en un mundo que
en un momento pensé que no era el mío.
Después de conocer la etapa de las diferencias pero aún sin
comprender las acciones absurdas de comportamiento del uno y el
otro logré brincar la primaria. Recordando maestras constructoras
de una sociedad sin autoestima. Otra etapa más empezaría a marcar
mi vida, la más compleja, cuando deja uno la adolescencia, donde se
sumaban otros aspectos de la subsistencia racial aparte de tus orígenes,
color, condición económica se sumaba otra más: eres “feo o bonito”,
¡qué etapa! Aquí ya no hay valor de respeto alguno. Las formas de
aprendizaje eran de golpe tanto en el aula como en las calles o en los
corredores de la escuela. Zaragoza, municipio de diversas culturas,
hacía más difícil la identidad propia de la pubertad, las puertas de

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la adolescencia. Cuando tus pensamientos se trastornan al pensar en
las condiciones de los demás. Y aún más en las tuyas. La dinámica de
aprendizaje es distinta.
Al parecer en el transcurso de mi formación nunca tuve problemas
por la lengua y ninguno de mis compañeros, eso no indica que nadie
supiera hablar o por lo menos entender; simplemente la situación
lingüística no era problema en el aula, pero sí la cultural.
Empecé a darme cuenta que lo que tenía ya era muy poco.
Empieza uno con el complejo de adoptar condiciones sociales que
en ocasiones no las tiene uno. El quererse codear con aquella dama
bonita y rica, limitándote con el pensamiento estúpido que no soy
igual que ella, esto desprende una complejidad cultural y social en el
ambiente. A partir de esto te olvidas de valores que logran fortalecer
tu identidad desde la familia. El querer imitar las formas de actuar, e
incluso hasta las de aprender el trato con los maestros para ser el de
su preferencia y… ¿para qué?
En la secundaria Nezahualcóyotl, de este municipio, trataba de
atender los diferentes roles sociales que cada alumno tenía. Pero
su intención era la integración. Qué bueno que el problema no era
tan lingüístico si no sería peor la experiencia. Aquí empecé a sentir
desprecio cuando te dicen “hijo de indigenista”. Era mi padre ya
supervisor del nivel indígena aceptado dentro de la cúpula social alta
por ser supervisor y líder social en decisiones políticas pero no dejaba
de ser indígena –decía la gente. Por las calles los amigos de la colonia
y la escuela nos conocían como “los indígenas”, palabra escalofriante
en esa edad que perforaba una herida de pertenencia al grupo, y
nos dimos cuenta que a pesar de que mis padres quisieron tenernos
alejados de ser identificados al sector indígena no fue posible. Ahora
entiendo que el color y tus valores y raíces nunca las pierdes. Naces,
creces y debes desarrollarte con ellas.
A pesar de todo esto la vida sigue día a día. Una herida se cierra y
se abre, los pasos en la secundaria fueron difíciles pero con el reto de
fortalecer o derribarse día a día en una sociedad mediática. En tercer
año las cosas se veían de distinta forma pues seguía la discriminación
dolorosa pero a tendencias de ir formando criterios y entender ya un

93
poco más. Los maestros ni se fijan en si el problema cultural define las
posturas sociales y personales de cada individuo, aún más, eran parte
del juego del rol social de clases, de pobres y ricos, morenos o blancos.
El ser moreno era ser una persona corriente y menos pensante.
En la Preparatoria Joel Arriaga di otro paso más, con la diferencia
ahora de ser una escuela privada. Aquí encuentro un ambiente
burgués, otra vez la idea de buenas escuelas de paga mejor vistas por
la sociedad.
En este nivel las cosas cambian porque ya es uno más consciente
de lo que se quiere. Se comprende poco la realidad pero la simulación
social sigue. La preocupación por conservar tu clase o entrar en la
mejor escuela está presente. La enseñanza empieza a ser más estricta.
Debes pensar en qué vas a ser mañana pero a unos ni por la mente les
pasa pues son como se dice “hijos de papi y mami”, porque lo tienen
todo. En mi caso pensé que no lo tenía todo y que había que luchar.
A pesar de los esfuerzos paternales había un vacío que me faltaba
llenar: construir mi verdadera identidad. La preocupación en cuanto
a las diferencias, el querer establecer roles sociales que empiezas a
jugar con tus amigos que aunque estás en la misma escuela existe
ahí mismo la diferencia: “yo tengo más y tú menos, yo soy blanco tú
moreno, y el color asemejado a la simpatía, si eres moreno eres feo”,
tienes que ser del color aceptable para pertenecer en su totalidad a
un rol social.
Durante mi vida fueron indirectas las discriminaciones. Fue una
lucha más personal: aceptar mis condiciones sociales y físicas era un
reto, no pensaba ser como los demás sino ser como soy y así sembrar
una postura cultural y social. Esta visión fue creada cuando estudié
en la universidad la carrera de comunicación.
Los retos culturales están cuando se interactúa con los demás y se
tiene conciencia de que somos diferentes, y cada cabeza es un mundo
y aún más un pueblo o grupo tienen formas de actuar que permiten
realizar acciones que aseguren una pertenencia al mismo.
En Puebla y sus municipios existe una diversidad social bastante
rica, pero poco comprendida. Las experiencias vividas en el ámbito
educativo marcan mucho la formación del individuo en cuanto a

94
la diferencia y conocimiento cultural heredado. Son errores de
maestros, padres de familia, alumnos y compañeros. Muy poco nos
damos cuenta de los daños sociales que hacemos al dificultar este
entendimiento, respeto y conocimiento de las diferencias sociales
y culturales. El trabajo pretende ser un análisis de vivencias que
responden a las condiciones en que se desarrolla la interacción social
y la formación del individuo para actuar ante el mundo globalizado.
Por eso México está como está.

Lugar de origen: Zaragoza


Lengua: náhuatl

95
nos niegan la dicha de hablar náhuatl

Vicente Filiberto Capilla

La discriminación en la actualidad es uno de los problemas más gra-


ves en nuestro país. Los mexicanos somos muy discriminatorios y a
veces o, ¿siempre?, nos burlamos y contamos relatos, cuentos, chis-
tes, metiendo a personas de otros países, costumbres, religión, entre
otras. Por ejemplo, ¿quién no se ha reído con un chiste de gallegos,
nuestra ideología de los argentinos, etcétera?
En México nos burlamos de todos los que no son mexicanos.
Lo más triste es que ellos y digo ellos porque son pequeños grupos,
también se burlan de nosotros, ¡sí!, de nosotros los indígenas de este
país.
Antes de comenzar algún relato de discriminación quiero ser
sincero. Nunca en la vida he sufrido alguna experiencia de esta
magnitud, tal vez sea porque nunca he salido de mi etnia ya que hasta
hoy en mi práctica docente siempre encontré y me encuentro con
personas con las mismas características que yo, es decir, indígenas, o
en su caso personas que valoran y aman a nuestra cultura. El orgullo
que siempre he sentido por ser lo que soy lo he llevado en mi corazón
y mi mente, tanto así que mi prometida no es nahuatlata pero es
investigadora indígena náhuatl y con ella me siento muy bien, ya que
valoramos y amamos a mi cultura por igual.
De lo que sí puedo hablar y explicar es de lo que viví en cierta
etapa de mi formación educativa: el deprecio a nuestro origen.
Mi nombre es Vicente Filiberto Pérez Capilla y nací en San Isidro
Buensuceso, San Pablo del Monte, Tlaxcala, lugar donde hasta
ahora soy residente. Los estudios de primaria los cursé en la escuela
Xicoténcatl, la cual es bilingüe.
Después de haber concluido la primaria, me incorporé a la secun-
daria. Esta parte de mi vida fue muy importante, ya que a veces sin
darnos cuenta la actitud que tomamos a esta edad queda como una
estructura al ser jóvenes o adultos. Mis estudios fueron en una escuela
particular no muy cara, en donde también estudiaban muchachos de

96
mi pueblo. Es ahí en donde por primera vez oí la palabra más repug-
nante que había escuchado en mi vida, cuando en una plática entre
amigos uno de los que venían de la ciudad preguntó a una persona de
mi pueblo: “¿hablas náhuatl?” y él contestó: “¡No, qué te pasa yo no
soy indio como los demás!”. En ese momento por mi parte me enojé
mucho y quería agarrarlo a golpes para hacerlo recapacitar.
Los días en esa escuela seguían pasando y siempre o, para ser más
exactos, a veces, escuchaba a más paisanos negar su origen, negar
la dicha de hablar náhuatl. Tratar de tomar la actitud de catrín sin
razón, ¡claro! no es que ofenda a los de la ciudad, simplemente es
una expresión. Lo peor de todo es que algunos de ellos eran hijos de
familias de hogares ciento por ciento entendientes y hablantes de mi
bella y amada lengua.
En mi caso desde pequeño nunca he negado ser indígena y hablar
náhuatl. Siguiendo con mi relato, creo que la propia discriminación
la creaban más que los no indígenas, los propios indígenas, idiotas
de negar lo que son.
Así la educación media superior la llevé a cabo en un lugar donde
casi todos son indígenas y nunca me han discriminado.
“Tú te burlas de mí porque soy diferente, y yo me burlo de ustedes
porque todos son iguales”. Proverbio chino.

Lugar de origen: San Isidro Buensuceso, Tlaxcala


Lengua: náhuatl

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algunos profesores indígenas
rechazan su propia cultura

Sitlali Cruz Ramos

Hace ya un tiempo tuve una experiencia poco agradable. La comuni-


dad donde nací esta ubicada a 20 minutos de la ciudad de Tehuacán,
se llama Altepexi. Aquí cursé los años de primaria, la cual quedaba
a 10 minutos de mi casa. Pero tenía que salir temprano porque las
calles eran de terrecería y en esa época había pocas casas y éstas te-
nían muchos animales domésticos como perros y gatos, por lo que se
dificultaba la llegada a la escuela.
En esa época no había kínder y se acostumbraba que desde los
cinco años los niños de la comunidad ingresaran a la primaria. Así que
me inscribieron en la primaria, pero me tocó cursar con un maestro
que era poco tolerante. Era un maestro de educación indígena pero
posiblemente no le gustaba su trabajo o no tenía vocación, ya que
todos los días se dedicaba a platicar con los compañeros y a nosotros
sólo nos dejaba copiar planas y planas del pizarrón.
Algunos niños desertaron de ese grupo para pasarse al otro de
primero que era atendido por una profesora. Este profesor aun cuando
era joven –según recuerdo– no se le veían las ganas de enseñar a estos
niños indígenas –incluyéndome a mí–, siempre traía una regla en
las manos y si no lograbas contestar a su pregunta, con un golpe lo
arreglaba. Éste es un ejemplo de cómo algunos maestros no tienen
su vocación bien definida y en lugar de enseñarnos sólo hacen mas
difícil este proceso de aprendizaje.
Esta marginación a la cual estábamos sometidos mis compañeros
y yo era un poco difícil de comprender, ya que es el grado en que
al niño se le tiene que fomentar el gusto por la escuela, el gusto por
aprender cosas nuevas, ya que las labores a las que se dedicaban los
padres eran 70% campesinos, 20% comerciantes, 10% eran criadores
de ganado o de aves. Esto hacía que se les dificultara mandar a sus
hijos, quienes representaban una ayuda para la familia, y más aún,
muchos padres no tenían los recursos económicos para comprar los

98
útiles de la escuela, los uniformes para los eventos que se hacían o
para cualquier cooperación.
Recuerdo que al iniciar el primer grado fue con ilusión, pero
al transcurso del tiempo ya no queríamos ir. Había una deserción
de casi 30% de ese grupo al finalizar el año. En esa época en la
escuela no se nos permitía expresarnos en náhuatl y sólo se atendía
a los alumnos que hablaban en español, y se argumentaba que era la
lengua oficial y si no obedecíamos esto traía como consecuencia que
no nos dejaran salir al recreo.
Otro punto era que regresaban a los niños que no llevaban el
uniforme completo o si llevaban huaraches. Quiero hacer el comen-
tario que algunos maestros siendo indígenas rechazan su propia
cultura y esto provoca el rezago en nuestra educación.
La mayoría de los habitantes en esta comunidad es de bajos
recursos económicos debido a que no cuentan con una fuente de
ingresos estable. Los señores trabajan de jornaleros en el campo,
otros se dedican a trabajar con el carrizo haciendo canastas, así que
la mayoría de ellos emigran a Estados Unidos, pero son muy pocos
los que logran mejorar su situación económica.
Después volví a cursar el primer grado, ya que no tenía los conoci-
mientos necesarios para aprobar los siguientes años. Y esto me ayudó
porque después tuve una educación mejor cimentada y con profesores
que realmente les gustaban enseñar en comunidades indígenas.
Al terminar el sexto grado de primaria tuve que emigrar a la ciu-
dad más cercana ubicada a una hora de mi comunidad, donde ingresé
en una secundaria técnica. Al principio se me dificultó ya que me en-
frenté a otro sistema de enseñanza y sobre todo al medio urbano. Mis
compañeros y yo no estudiamos en el pueblo, no porque no quisiéra-
mos sino porque en ese momento no había planteles educativos de ese
nivel. Y ya no se hablaba nuestra lengua sino que todo era en español.
Así que tuvimos que convivir con personas que tenían ideas diferen-
tes, costumbres y valores diferentes a los nuestros, solamente algunos
profesores nos alentaban a seguir con gran ánimo nuestra educación.
El tener que desplazarnos de nuestro pueblo a la ciudad nos traía
un sinfín de dificultades económicas y por lo mismo en ocasiones

99
faltábamos a la escuela o no presentábamos a tiempo los trabajos.
Esto traía como consecuencia que bajara nuestro rendimiento
académico, sólo con la ayuda de nuestros padres y de algunos profe-
sores logramos salir adelante.
Por lo que concluyo que la comunidad indígena se identifica por su
lengua, vestuario, usos y costumbres que han sido heredadas por los
antepasados y conservadas de generación en generación, pero debido
a la influencia de los medios de comunicación así como las educa-
tivas y la emigración de los jóvenes a grandes urbes en donde adoptan
otras formas de actuar y pensar, es necesario que cada miembro de
esta comunidad fomente la preservación de nuestra cultura. Actual-
mente el vestido autóctono entre otras cosas es utilizado sólo por los
ancianos ya que los adultos, jóvenes y niños que por necesidad tienen
que desplazarse a la ciudad ya no pueden portarlo.

Lugar de origen: Altepexi


Lengua: náhuatl

100
maltrataban a mis compañeros
que no traían zapatos

Magaly Peña Olaya

Mi nombre es Magaly Peña Olaya. Nací en la Ciudad de México pero


después nos regresamos a vivir a San Andrés Tzicuilan, Cuetzalan,
Puebla. Fue ahí donde ingresé al preescolar Federal Ignacio López
Rayón. Afortunadamente era una de las consentidas de la maestra,
y la estancia durante el preescolar fue muy agradable y provechosa
porque aprendí a leer y escribir. Siempre recibía felicitaciones por
parte de mi maestra y, por supuesto, de mis padres, ya que me apo-
yaban en todos los aspectos: en mis tareas, comprándome mis útiles
escolares, etcétera.
Además fui una niña muy participativa en eventos académicos y
sociales.
Cuando entré al primer grado de primaria tenía seis años. La
escuela primaria federal Lic. Adolfo López Mateos estaba en la
misma comunidad de San Andrés Tzicuilan. Vivía muy cerca, como
a 10 minutos. Mi maestra se llamaba Gloria Vázquez Moranchel.
De acuerdo a las habilidades que tenía, mi maestra me siguió prepa-
rando para el concurso académico. Me sentía muy orgullosa de mí
misma porque en mi salón también estudiaba su hijo que, por cierto,
no trabajaba casi nada.
Cuando pasé a segundo año me tocó una maestra muy racista,
ya que maltrataba a mis compañeros que no traían zapatos y los
sacaba del salón. También se enojaba mucho con los alumnos que
no forraban sus cuadernos. Un día le jaló muy fuerte la oreja a
mi compañero y le salió sangre. A los pocos días la maestra ya no
regresó y nos atendía la maestra Gloria. Mi tristeza fue cuando mis
papás me dijeron que nos íbamos a cambiar de casa para venirnos a
San Pablo del Monte, Tlaxcala. Me la pasaba llorando de tristeza,
pero mis papás me explicaron que ahí ya no iba a haber futuro
porque había caído una helada y el café se había quemado. La gente
empezaba a pedir fiado y la carnicería de mi papá estaba quebrando.

101
Fue así como tuve que aceptar el estar lejos de mi maestra, familiares
y amigos.
Cuando llegamos a San Pablo y me inscribieron en la escuela
primaria me sentía muy extraña, pero mis maestros fueron muy
buenos conmigo. Mi maestra de sexto era muy especial, clasificaba a
los compañeros en filas dependiendo de sus habilidades académicas.
Durante la secundaria todo fue muy satisfactorio y también
durante el bachillerato. Este último fue particular. También estuve
un año en la Normal del Colegio Benavente, pero un día llegó la
oportunidad de ingresar al magisterio y aquí estoy.
La escolaridad de mi madre fue muy triste porque sus papás eran
muy pobres y fue por eso que nada más cursó la primaria. La de mi
papá no lo fue tanto porque él estudió en una Academia de Policía
en México.
Como se podrán dar cuenta, afortunadamente no he pasado por
discriminación o racismo.

Lugar de origen: San Andrés Tzicuilan, Cuetzalan


Lengua: náhuatl

102
en la escuela telesecundaria
nos respetábamos mucho

Leticia Romero Santamaría

Mi nombre es Leticia Romero Santamaría. Nací en la colonia Gua-


dalupe Hidalgo, municipio de Nealtican, el día 25 de marzo de 1986.
Mis estudios de primaria los realicé en la escuela Domingo Arenas,
en la misma colonia. Hacía tres minutos para llegar porque está a
una cuadra de mi casa.
La secundaria la estudié en la misma comunidad. El bachillerato
lo cursé en San Buenaventura, Nealtican. El tiempo que hacía en
llegar al bachillerato era de media hora, por lo cual tenía que salir de
mi casa a las 7:30 a.m. para que llegara a las 8:00 a.m. De regreso
hacía una hora a mi casa porque me iba caminando.
Después de esta breve descripción voy a relatar lo que me sucedió
en la primaria Domingo Arenas. Tuve una maestra en cuarto grado
que me ofendía mucho por ser de piel morena –porque ella era de
piel blanca– y siempre decía que yo era una burra y no servía para
nada, también me juzgaba porque no llevaba dinero para comer. Me
ofendía tanto que me decía que estaba muy fea y que cuando fuera
grande nadie me iba a querer por ser chaparra y morena, me hacía
pasar mucha vergüenza delante de los otros maestros y alumnos de
diferentes grados.
También mandaba a traer a mi papá y le decía que yo no hacía la
tarea y por eso yo no iba a pasar de año. Al finalizar el año ella me
reprobó pero no porque yo iba mal en cuanto a aprovechamiento,
sino porque le caía mal.
En la escuela telesecundaria no recibí ninguna ofensa o discri-
minación por parte de los maestros y alumnos porque éramos muy
pocos y nos llevábamos bien, nos respetábamos mutuamente.
Durante mis estudios de telesecundaria toda mi familia recibía
ofensas por parte de una sobrina de mi papá. Ella tenía mucho dinero
para la escuela y le compraban lo que quería porque su papá estaba
en Estados Unidos. Cuando iba a mi casa sólo iba a criticar de cómo

103
vivíamos y decía que mi casa era como un chiquero –porque está
hecha de adobe y teja como las casa de antes– y en cambio ella tenía
una casa de dos pisos con mosaico y mucho lujo.
En otra ocasión fui ofendida por un director de primaria sólo por
ir vestida de manera no formal. Él nos dijo que si no éramos mujeres
para no saber cómo vestir o combinar nuestra ropa, que éramos unos
indios de pata rajada y eso me dolió mucho. En ese momento pensé
que él era más ignorante que yo porque no somos indios, somos
indígenas porque hablamos una lengua indígena.
Ese director juzgaba a mi comunidad por la forma en que
comemos, vestimos y hablamos, pero no se daba cuenta que nosotros
comemos las verduras que hay en el campo y que son más nutritivas
que lo que se come en las ciudades. Algunos vestimos de tal manera
porque no hay suficiente dinero para comprarnos ropa o porque
nuestros padres son campesinos y sólo hay dinero para el sustento de
la familia, que en algunos casos ni a la escuela mandan a sus hijos.
Tengo la fortuna de seguir estudiando para aprender algo nuevo de
la vida y transmitirlo a los demás.
En el bachillerato fui ofendida por una maestra porque no sabía
utilizar los cubiertos. En una ocasión nos invitó a una cena a su
casa, nos dio de cenar bistec con arroz y yo, por el temor de que ella
me juzgara, no cenaba y me dijo: “Come sin vergüenza, o qué, ¿no
sabes comer?, te enseño”, le contesté: “¡Ya no tengo hambre muchas
gracias!”, pero ella insistía que yo comiera. Les decía a mis compa-
ñeros: “Miren a Leticia, no sabe comer con los cubiertos. Ni la
hubiéramos invitado, ¿para qué?, si no sabe ni agarrar correctamente
la cuchara”. Me daba mucha vergüenza cuando ella me miraba,
porque sólo se burlaba de mí. En ocasiones ella me juzgaba de cómo
me vestía y a cada rato me mandaba llamar para decirme que si
quería dinero para comprarme algo de ropa, eso también lo hacía
para burlarse de mí.
También me decía que no fuera a la escuela y que mejor trabajara
para tener con qué vivir en un tiempo determinado, porque mi vida
no era segura. Nunca le contaba nada a nadie por temor a que se
burlaran de mí.

104
En la Universidad Pedagógica Nacional hay compañeros que se
sienten de mucho dinero y por eso en el salón hablan de muchos
negocios, y eso nos hace sentir mal a algunos compañeros. Sólo les
deseo a esas personas que sean siempre distinguidas y que nunca
necesiten de los indígenas, y, si es así, se darán cuenta de que no
somos como ellos piensan, y de los que siempre piensan que el dinero
lo es todo, se darán cuenta que la felicidad no se compra con el
dinero. Que todos estamos hechos del mismo material.

Lugar de origen: Nealtican


Lengua: náhuatl

105
todos somos iguales
sin importar de donde provenimos

José Luis Hernández Hernández

Lo que a mí me ha pasado como a los demás indígenas que existen


en varias comunidades de la República es que también me han dis-
criminado por ser indígena. Creo que todos somos indígenas y todos
somos iguales sin importar de dónde seamos.
Mis padres tomaron la decisión de que estudiara la preparatoria
en la ciudad, yo también estuve de acuerdo. La verdad nunca pensé
que me discriminaran por venir de una comunidad indígena. Al
principio cuando llegué a la preparatoria pensé que no iba a tener
ningún problema por venir de otro lugar, pero cuando los maestros
te piden que digas de dónde eres o de qué escuela vienes ahí empiezan
los problemas. A mí no me daba pena decir de dónde venía y de qué
escuela pero, claro, habían compañeros que eran del Distrito Federal
y se sentían de dinero, aunque al principio noté que algunos nada
más querían quedar bien.
A un compañero de otro grupo siempre lo molestaban porque
casi no podía hablar el español y lo discriminaban muy feo, lo
humillaban, lo ofendían, le decían naco y él se sentía mal. Él venía
de una comunidad vecina de México. Yo también sentía feo porque
también venía de una comunidad indígena. Casi no tenía amigos,
eran muy pocos los compañeros que le hablaban, y si le hablaban
era para molestarlo. Él me comentaba que se quería salir de esa
escuela pero le decía que no le hiciera caso a este tipo de personas.
Me comentaba que se sentía mal por ser indígena. Tuve mucha
amistad con él porque pensaba que yo no era indígena y a veces
me preguntaba por qué no lo ofendía o lo molestaba, le dije que yo
también venía de una comunidad indígena, él como que no me creyó
porque decía que le hablaba simplemente para que no se sintiera solo.
Después me creyó.
Le comentaba que también al principio me sentí raro porque los
jóvenes de la ciudad eran de pensamientos muy diferentes y pensé

106
que iba a tener problemas por venir de una comunidad indígena. Le
daba ánimos de que no había que avergonzarnos por ser indígenas,
al contrario, le decía que estuviéramos orgullosos de serlo. Con esto
que le dije se sintió un poco mejor. También varios compañeros le
daban ánimos para seguir adelante y que no les hiciera caso a los
otros compañeros.
Al inicio del tercer semestre lo convencí de que se pasara a mi
grupo y él aceptó.
De todas formas tuvimos problemas con dos maestros de la escuela
que nos impartían clases. A veces nos ponían en vergüenza con los
demás compañeros porque nos decían que los indios deberíamos
estar en el campo, y para nosotros era muy feo porque los demás
compañeros se reían de lo que los maestros decían de nosotros. A
veces nos pedían que dijéramos una palabra en nuestro idioma y
después se burlaban y nos hacían que la repitiéramos a cada rato.
Estos maestros no nos querían y siempre nos criticaban porque nos
vestíamos con ropa corriente y no como la que llevaban los demás
compañeros.
A veces los mismos compañeros les decían a los maestros que esa
discriminación contra los indígenas no era lo correcto. Decían que
al contrario deberíamos estar orgullosos de tener comunidades indí-
genas. De igual manera tuvimos problemas con las calificaciones. Un
maestro nos reprobó en dos periodos y nosotros sin saber por qué.
Siempre estábamos al corriente con todo lo que el maestro pedía ya
sea con los apuntes, investigaciones, trabajos de equipos, y pues claro
que a nosotros nos dio mucho coraje porque él nada más lo hacía
para molestarnos. Entonces tuvimos que hablar con la directora de la
institución y le comentamos que había dos maestros que nos discri-
minaban por ser indígenas. Al principio le comenté a mi compañero
que no era buena idea haber hecho eso porque pensé que también la
directora de la institución haría lo mismo y no nos apoyaría.
Pasaron dos semanas y la directora habló con los maestros y con
nosotros. Lo que no nos pareció de esos maestros fue que ellos decían
que nosotros no trabajábamos en clase, que no cumplíamos con las
actividades de sus materias y que siempre nos la pasábamos hablando,

107
y la directora les creyó. Esto para nosotros fue aún más feo porque los
maestros nos siguieron molestando y nos humillaban. Pero gracias a
la ayuda de algunos compañeros que hablaron con la directora sobre
los dos maestros que siempre se la pasaban molestándonos y, además,
del testimonio de un maestro que pasó por nuestro salón y escuchó
lo que uno de esos maestros nos decía, de las discriminaciones que
hacían hacia los indígenas, hicieron que la directora entrara en razón
y les tuvo que poner un hasta aquí a esos maestros que hasta fueron
cambiados de escuela.
Después la directora nos pidió disculpas por no habernos creído.
Nosotros le damos gracias a los compañeros del salón por habernos
apoyado de esa forma. Y también damos gracias al otro maestro, por
su testimonio delante de la directora.

Lugar de origen: Huauchinango


Lengua: náhuatl y totonaco

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no todos los maestros discriminan
cuando hablas otra lengua

Guadalupe Bautista Espinosa

Yo no fui a preescolar. Cuando tenía siete años entré a la primaria


Nicolás Bravo, que está ubicada en el municipio de Ixtepec, Puebla.
En primer año me dio clases una maestra que me daba permiso
de hablar mi lengua materna: el totonaco. Cuando un niño o niña no
le hacía caso a la maestra los regañaba, pero les hablaba en totonaco
porque ella sabía hablarlo.
En segundo año tuve una maestra que hablaba totonaco y a veces
nos daba consejos en totonaco pues algunos de mis compañeros
y compañeras todavía no entendían bien el español. Es ahí donde
aprendí el abecedario y a combinar las letras formando palabras.
En tercer año me dio clases una maestra que sí nos prohibía hablar
la lengua totonaca porque no la entendía. Un día un compañero dijo
una grosería en totonaco y la maestra se enojó y mandó llamar a
la mamá del compañero. La maestra le dijo que ya no quería que
hablara en totonaco dentro del salón de clases, que mejor se expresará
en español para que ella entendiera.
En cuarto año tuve un maestro que tampoco hablaba el totonaco
y nos regañaba cuando lo hablábamos dentro del salón de clases.
En quinto y sexto año tuve una maestra que era muy buena. Ella
no sabía hablar totonaco, pero entendía algunas palabras y no nos
regañaba cuando nosotros nos comunicábamos en nuestra lengua.
Nos preguntaba algunas palabras en totonaco, pues ella quería
aprenderlo para poder hablar con los padres de familia cuando iban
a preguntar por sus hijos a la escuela.
En la escuela donde asistí, la mayoría de las maestras y maestros
son originarios del lugar, y casi todos hablan el totonaco aunque la
escuela no es bilingüe. Los maestros de otros lugares son los que
prohíben hablar la lengua materna porque no la entienden.
Después entré a la escuela Secundaria Técnica 69 ubicada también
en el municipio de Ixtepec, Puebla. En esta institución conocí a otros

109
maestros y maestras. La mayoría de ellos hablaban en español. Había
una maestra que nos regañaba cuando mis compañeros y yo hablá-
bamos nuestra lengua materna. Esa maestra era muy exigente, hasta
nos regañaba por llevar huaraches a la escuela.
El director de la escuela nos daba el día miércoles para que llevá-
ramos la ropa que nosotros queríamos, pero esa maestra exigía que
lleváramos una ropa que no fuera tan sencilla. Si tenías clase con esa
maestra tenías que llevar zapatos, además regañaba por meter lodo
en su salón, siempre debías lavar tus pies antes de entrar en su clase.
Esto es discriminación. Porque te prohíben que hables tu idioma
y que te vistas sencillo. Pero si tu papá gana poco no puede comprarte
una ropa mejor.
Las otras maestras y maestros no eran así. Algunos de ellos hablan
el totonaco. Esto me da a entender que no todos los maestros discri-
minan cuando hablas otro idioma, ni tampoco regañan aunque te
vistas sencillo.
Aquí en la secundaria es donde nos empezaron a enseñar inglés.
El maestro no quería que habláramos nuestro idioma, ni el español,
toda la hora de inglés teníamos que hablar inglés y el maestro
explicaba su clase pero en inglés.
Creo que es así como se va perdiendo nuestro idioma porque a
los alumnos les enseñan otro idioma y les prohíben que hablen su
lengua materna.
En lugar de aprender otro idioma deberían aprender su idioma
escribiendo y hablando bien, aunque nosotros hablamos el totonaco,
pero hay algunas palabras que no sabemos pronunciar bien o no
sabemos qué es lo que significan.
¿Para qué vamos a aprender inglés si aquí no lo hablamos? Este
idioma lo hablan en otros países, a no ser que nosotros vayamos a
vivir en esos lugares.
Estudié en el bachillerato oficial Octavio Paz ubicado también en
este municipio de Ixtepec. Aquí los maestros hablan español, pero
ellos sí te permiten hablar el totonaco dentro de la clase.
Los maestros nos decían que no debemos avergonzarnos de
nuestro idioma, aunque vayamos a las grandes ciudades o a otros

110
países. Ellos nos decían que es bonito saber hablar en los dos idiomas,
que debemos de sentirnos orgullosos por hablar nuestro idioma.
Nos decían que los jóvenes que van a la ciudad y regresan a su
pueblo ya no quieren hablar totonaco. Dicen que se les olvidó y que
ya no se acuerdan.
Pienso que esto no se debe hacer aunque vayas a donde quieras,
cuando te pregunten de dónde vienes y qué idioma hablas no te
debes apenar. Es mejor decir la verdad: de dónde vienes y qué idioma
hablas.
Los que hablamos totonaco nos avergonzamos y no queremos
decir que somos totonacos, esto no se debe hacer, al contrario,
tenemos que rescatar nuestro idioma para que no se pierda, al igual
que nuestras costumbres y tradiciones.
Es importante que conservemos lo que nuestros antepasados nos
dejaron enseñándoles a los niños a hablar nuestro idioma totonaco.
Algunos maestros que hablan español también quieren aprender
nuestro idioma y preguntan cómo se dice tal palabra.
Aquí en Ixtepec la discriminación se da por parte de los maestros de
fuera, porque son los que prohíben hablar nuestra lengua materna.
Mi papá no estudió porque antes decían que el estudio no servía
para nada, que los hombres se pusieran a trabajan en el rancho para
tener algo de qué comer; las mujeres tampoco tenían razones para
estudiar porque debían quedarse en la casa haciendo la comida.
Esta discriminación en la actualidad se da en algunas familias.
Pero yo pienso que eso ya no se debe hacer porque todos tenemos
derecho a estudiar, no importa el sexo.

Lugar de origen: Ixtepec


Lengua: totonaco

111
la discriminación se daba
contra los hablantes de ngigua

Armando Varillas Bernardino

Para poder contar mi experiencia sobre la discriminación que viví es


necesario entender el concepto de discriminación. Discriminar signi-
fica diferenciar, distinguir, separar una cosa de otra. La discrimina-
ción es una situación en la que una persona o grupo es tratado de for-
ma desfavorable a causa de prejuicios, generalmente por pertenecer a
una categoría social distinta. Debe distinguirse de la discriminación
positiva (que supone diferenciación y reconocimiento). Las experien-
cias de discriminación que viví durante los años que he asistido a la
escuela (primaria, secundaria y en el bachillerato) fueron:
Cuando asistía a la escuela que está ubicada en el municipio de
Tlacotepec de Benito Juárez, al que pertenece el pueblo en donde
vivo, la discriminación se daba regularmente en las personas que
éramos de un pueblo étnico donde se habla una lengua diferente:
popoloca. Los compañeros de la escuela discriminaban a los niños que
éramos de bajos recursos económicos, diciéndonos palabras obscenas
y maltratándonos física y moralmente con amenazas, quitándonos la
comida, etcétera.
En cuanto a los profesores, le daban mayor importancia a los
compañeros de más altos recursos. Nos clasificaban de acuerdo a
nuestra posición económica y a nuestras capacidades de aprendizaje
y de desarrollo. Existía el racismo.
Durante el tiempo que asistí a la secundaria fue similar a lo
anterior, pero en ese tiempo se me diagnosticó una enfermedad:
epilepsia. Por consecuencia, era mayor la discriminación por los
efectos que me provocaba esta enfermedad y mis compañeros se
aislaban de mí.
Cuando asistí al bachiller ya no me discriminaron porque los
profesores ya no lo permitían. Además, ya se tenían otras formas de
pensar en la comunidad porque el pueblo se desarrolló educativa-
mente y en otros aspectos. Sería bueno que alguna de las personas

112
que discriminan a otros por ser diferentes fueran distintos a los
demás por un día para que entendieran la humillación a la que son
sometidos cotidianamente.
Cada vez que se discrimina a alguien se hace porque esa persona
es diferente. Esto es porque las diferencias que muestra son notorias
(por ejemplo, un negro, un discapacitado, etcétera). Nadie se ha
puesto a pensar en que en uno u otro sentido todos somos diferentes
en pequeños aspectos. Lo cual sería lo mismo que discriminar a
alguien porque tiene el cabello más largo o más corto, o porque le
gusta jugar a tal o cual deporte, o porque tiene los ojos de un deter-
minado color.
La discriminación y la violación de los derechos humanos básicos
también son factores que influyen en la producción de la violencia.
Los conflictos religiosos pueden ser explotados por aquellos que
quieren desestabilizar el orden social. Algunas religiones aprueban la
violencia o discriminación y utilizan razones religiosas para justificar
sus acciones violentas.
Cualquiera que sea la clasificación que hagamos, nos encon-
tramos con formas de violencia visibles y otras que no lo son tanto.
Como es el caso del prejuicio y de la discriminación. Remitiéndonos
al plano de las relaciones interpersonales, insistimos en la cuestión
de la definición por los riesgos que implica ya sean las rotulaciones
apresuradas o la ceguera. En psicoanálisis se habla de desmentida,
que puede derivar en convivencia con actos de violencia que son
tomados como inocuos, sin importancia o innecesarios.
Con mucha soltura se habla últimamente de niños violentos,
etiquetándolos así porque simplemente son hiperactivos o que
manifiestan la agresividad que es común en niños de su edad y
condición. Esto es particularmente cierto para el caso de los varones,
que en virtud de las características propias de su género, suelen
resultar más molestos y ruidosos que las niñas, sobre todo si son
vistos desde una óptica femenina como es generalmente la de sus
docentes. Contrariamente observamos cómo pueden llegar a pasar
desapercibidas algunas conductas violentas en las niñas en virtud de
ser menos ruidosas, más solapadas y también, ¿por qué no?, por ser

113
juzgadas por alguien, la maestra, a quien, por pertenecer al mismo
género, le resulta más fácil identificarse con ellas.
Tanto al estatus que una persona ocupa en el sistema social, como
al rol que desempeña, le corresponde una identidad que se manifiesta
en la forma de actuar y que responde a un sistema normativo, a
pautas culturales, a una cultura. El hombre además de ser portador
de cultura, la crea y recrea gracias a su creatividad que expresa a través
de la conducta, el comportamiento, las actitudes. Estas actitudes
pueden cambiar si la persona logra una apertura a lo nuevo.
Los alumnos de la situación problemática planteada deben
abrirse a un nuevo orden social donde conviven diferentes culturas.
El desequilibrio, el desorden que este conflicto les genera, necesita
una solución creativa, para equilibrarlos y ordenarlos. La superación
creativa del problema depende de la capacidad de tolerancia a la
tensión, a la ambigüedad y de la calidad de la decisión.
La vida cultural está conformada por culturas. Cada una de
ellas tiene un lenguaje. Para ser respetuosos del pluralismo cultural
y establecer vínculos necesarios para una efectiva apertura a todo
aquello que dignifique la vida de personas y grupos es importante
el desarrollo de la capacidad de participación protagónica en la vida
comunitario-cultural. Cómo superar mejor el conflicto. Creo que es
muy importante valorar la participación grupal y las experiencias de
los alumnos. Para ello debemos estar dispuestos al cambio, aceptar
la verdad del otro y hacer autocrítica, reconociendo la existencia de
culturas diferentes e intentando superar la contradicción entre el
discurso y la realidad.
El docente debería asumir un papel de guía y los alumnos un
papel activo. En el aula deberían crearse espacios de comunicación
y reflexión que incentiven la participación a partir de una “situación
oportunidad”, que en este caso es la discriminación y no la integración
como generadoras de situaciones de injusticia y hechos de violencia.
A partir de la concientización del conflicto, los alumnos propondrían
alternativas de solución y serían ellos mismos los protagonistas.
Manejando situaciones problemáticas en forma grupal se lograrán
alternativas comunes y el aporte de iniciativas grupales y personales les

114
proporcionará información más significativa. En síntesis, promover
espacios de reflexión, de crítica y de toma de decisiones compar-
tidas. La promoción de toma de decisiones, la posibilidad de elegir,
permitirá el protagonismo de los alumnos y éstos se sentirán parte
del grupo. El ejercicio de la participación en el aula es el comienzo de
la participación en la comunidad.

Actividades sugeridas

1. En el aula
Primer día: Iniciar la jornada en el aula con una técnica de
animación (“rompecabezas de frases incompletas”) que permita
integrar a los alumnos y formar pequeños grupos al azar para analizar
dichos populares o frases sobre la discriminación. Una vez instalado
el tema, presentar algunas situaciones tomadas de la crónica perio-
dística, propiciando la reflexión del grupo sobre las causas de la
discriminación.
Segundo día: Comenzar con una técnica de actuación (primero
“iguales pero distintos” y después “distintos pero iguales”, (juegos de
roles). Proponer que cada alumno exprese por qué podría ser discri-
minado.
Tercer día: Empezar proponiendo una técnica de animación
“formar palabras”, para que se integren en grupos y empleen una
técnica de actuación (El extraterrestre) que les ayude a vivenciar los
sentimientos que experimentan quienes son discriminados. Solici-
tarles que narren situaciones de discriminación imaginarias, propi-
ciando la reflexión del grupo sobre los sentimientos que genera en las
personas que la padecen.
Cuarto día: Emplear una técnica de animación para la formación
de subgrupos y aplicar la técnica de actuación “El peregrino”, con
el mismo objetivo que el día anterior. Propiciar el mismo tipo de
reflexión del tercer día pero a partir de la narración de situaciones de
discriminación vividas por ellos dentro y fuera del ámbito escolar.
Quinto día: Emplear una técnica de análisis “Jugando con las
diferencias” (collage). Conducir la reflexión del grupo hacia el dato

115
de que las diferencias no deben ser necesariamente valoradas en
términos de mejor o peor.
Pedirle a cada alumno que cuente una situación real donde haya
discriminado a otro y luego piense y explique cómo podría haberlo
evitado. Guiar la reflexión grupal sobre las causas de la discrimi-
nación en el aula y en la escuela, sobre los sentimientos que genera
en quienes la sufren y sobre las formas de evitarla, las conclusiones
grupales de todos los trabajos realizados y los collage pueden exponerse
en la cartelera escolar.

2. En el ámbito institucional
Puede proponerse el proyecto de la feria latinoamericana donde cada
grupo cultural muestra a toda la comunidad su cultura: vestimentas
típicas, danzas, música, comidas regionales y tradiciones culturales
en general.
Deben tener un objetivo preciso, conocer la técnica muy bien,
utilizarla en el momento oportuno y desarrollarla correctamente.
Generalmente una sola técnica no es suficiente para el logro del
objetivo. Hay que acompañarla con otras que permitan un proceso
ordenado y sistemático de profundización.
Ubicar muy bien las características particulares de cada técnica,
posibilidades y límites. Técnicas participativas utilizadas en la situa-
ción de conflicto anterior (los momentos en que las desarrollaría fue-
ron registrados en el punto 1).

Técnicas dinámicas o vivenciales

Animación
Animan, crean cohesión y un ambiente fraterno y participativo. Pue-
den relajar a quienes participan e involucran al conjunto. Hay humor.
Las situaciones de conflicto, muchas veces violentas, por discrimina-
ciones étnica y/o sociocultural son permanentes. Los alumnos ar-
gentinos y los alumnos del barrio segregan y rechazan a los alumnos
extranjeros y a los provenientes de las villas, llamándolos “bolitas”,
“paraguas”,”villeros”; a su vez los bolivianos y paraguayos también se

116
discriminan entre sí. Estas situaciones de conflicto se manifiestan
tanto en el aula como en los pasillos y alrededores de la escuela.

Conclusión

En el estudio de los pueblos, sociedades, culturas, etcétera, es impor-


tante la investigación para lograr conocer la diversidad humana para
así poder ampliar nuestro conocimiento. Al analizar la información
obtenida en nuestra investigación, nos permitió tener una visión más
amplia sobre el problema de la discriminación “profesor-alumno” y
fue posible encontrar algunos puntos relevantes.
Por todo lo expuesto anteriormente, es significativo que las
personas que educan a nuestros jóvenes adquieran conciencia sobre la
discriminación en el contexto educativo y lo importante es no discri-
minar; por tanto, las propuestas que presentamos de alguna manera
podrán contribuir a solucionar el problema o más bien disminuir en
forma paulatina la discriminación.
Así es como proponemos talleres a cargo de personas que tengan
experiencia en el tema, dirigido a profesores y poder lograr un
cambio en la visión de los educandos. Es importante que dentro
de los espacios comunes de los docentes se analicen los problemas
que directamente afectan a nuestros educandos, como es la discri-
minación “profesor-alumno”, y que estas situaciones se pudieran
remediar en beneficio de toda la comunidad educativa y especial-
mente de nuestras alumnas.

Lugar de origen: San Marcos Tlacoyalco,


Tlacotepec de Benito Juárez
Lengua: ngigua o popoloca

117
aprendí a leer y a escribir
por miedo a que me castigaran

Angélica Bautista Alcántara

Nací el día 20 de julio de 1979 en un pueblo llamado San Mateo


Tlacoxcalco. Desde pequeña me crié con mis abuelos. Algunas veces
mis padres me llevaban a trabajar a sus comunidades porque son
profesores de educación indígena. A la edad de cinco años ingresé a
preescolar. En ese tiempo no me importaba estudiar, para mí lo más
importante era el juego, pero desafortunadamente mi infancia fue
rota por cuestiones que no quiero recordar.
Cuando cumplí seis años ingresé a la primaria y tuve miedo
porque todo era muy diferente para mí. Veía a los profesores gritar y
regañar a todos los niños, así que era mejor estar sentado antes de que
me jalaran las orejas. Realmente no me acuerdo cuándo comencé a
leer y escribir, pero lo hice por miedo a que me castigaran.
Una de mis peores experiencias fue cuando cursé quinto año de
primaria. Nos cambiaron de profesor a mitad del ciclo escolar y el
nuevo profesor me reprobó. Eso fue una injusticia porque yo era
mejor que muchos de mis compañeros, la verdad nunca supe por qué
lo hizo. Después de repetir el año mejoré mi habilidad académica y
concursé en oratoria y en algunos deportes.
Otra cosa que recuerdo es que cada 10 de mayo me ponía triste
porque mi mamá no estaba conmigo, esto debido a que ella hacía su
propio festival en la comunidad donde trabajaba.
Salí de la primaria e ingresé a la telesecundaria. Me parecía
divertido ver la televisión y aprender. Los maestros eran estrictos
pero ya estaba acostumbrada a ese trato. Había un maestro que
presumía saber hablar inglés. En realidad nunca le entendíamos. Él
nos regañaba todo el tiempo porque decía que éramos gente ignorante
e incapaz de hacer las cosas. A mí me molestaba todo lo que nos decía
y para colmo fue mi maestro durante los tres años. Veía cómo tocaba
a mis compañeras, cómo las abrazaba y siempre me alejaba de él.
Gracias a Dios terminé la secundaria.

118
Uno de los deseos que tenía era ir a otro lugar a estudiar y fue
cuando mis padres decidieron que nos fuéramos a Tehuacán. Me
inscribí en una preparatoria federal. Cuando recién había llegado
estaba muy entusiasmada porque empezaría otra vida, pero fue una
gran decepción porque todo lo que me enseñaban se me hacía muy
difícil. El sistema de enseñanza era muy diferente y, además, no me
gustaba participar porque se burlaban de mí. Mejor me salí de la
escuela.
Cuando tomé esta decisión mis padres se molestaron conmigo
y no entendieron que yo tenía muchos problemas. Dejé un año la
escuela hasta que decidí volver a intentarlo y así demostrarles a mis
padres que sí podía hacerlo. Tiempo después me gradué y con mucha
satisfacción mejoré aún más mi rendimiento escolar.
Cuando decidí estudiar mi carrera universitaria opté por estudiar
la licenciatura en pedagogía. Elegí esta carrera porque quiero diseñar
mis propias estrategias de enseñanza y realizar un proyecto educativo.
Iba muy bien en la universidad pero se me complicó porque mis
papás ya no podían ayudarme económicamente. Opté por trabajar
y estudiar, lo hice por año y medio pero no aguanté y decidí salirme
de la escuela.
Poco tiempo después me dieron la oportunidad de trabajar por
dos años en la sep y es por ello que estoy aquí, cumpliendo con
un propósito personal, pues quiero demostrarme a mí misma que lo
puedo lograr.

Lugar de Origen: San Mateo Tlacoxcalco, San José Miahuatlán


Lengua: náhuatl

119
la profesora dividía: una fila de los niños
del rancho y una fila de los del pueblo

María Elizabeth Flores Hernández

Mi nombre es María Elizabeth Flores Hernández y soy de Zozocolco


de Hidalgo, en la sierra norte del estado de Veracruz, que colinda
con la sierra norte del estado de Puebla. Cuando fui niña no existía
educación preescolar en mi pueblo.
La escuela primaria rural la realicé en mi comunidad. Era de
organización completa. Como ahí no había secundaria me tuve que
ir a un internado de religiosas, a una escuela secundaria técnica en
Jonotla, Puebla. Para poder llegar a este lugar teníamos que salir
muy temprano, para encontrar algún transporte ya que, de no ser así,
teníamos que caminar de 3 a 5 horas. Esta escuela secundaria era,
también, de organización completa. Posteriormente, para continuar
mis estudios de bachillerato, me fui a vivir con unas personas
conocidas a Cuetzalan, Puebla, donde estuve tres años. Era un bachi-
llerato general de organización completa.
Para poder llegar a todas las escuelas teníamos que caminar.
Cuando encontrábamos carro, lo mínimo era de unas dos horas. Y
de no ser así entonces era de 3 a 5 horas, así estuviera lloviendo,
haciendo frío o calor. De día o de noche teníamos que llegar al lugar
a donde íbamos con los peligros del camino.
Mi infancia fue como cualquier otra niña, los primeros años los
viví con mi abuelita en la ciudad de México, hasta la edad de cinco
años. A partir de entonces mi mamá me llevó de nuevo con ella al
pueblo. Así pasó el tiempo. Llegaron mis hermanos, crecimos jun-
tos, y le llevábamos comida a mi papá al rancho, jugábamos todos
y, en ocasiones, con mi papá. Pero observaba que había diferencias
de mi papá con mis hermanos menores, mi hermano mayor y una
servidora.
Los hermanos mayores realizábamos ciertas actividades antes
de poder almorzar o ir a la escuela: les dábamos de comer a los
marranos, acarreábamos agua de los manantiales. Si nos daba tiempo

120
de almorzar lo hacíamos si no, pues, nos teníamos que ir a la escuela
sin comida. A mis hermanos menores, en cambio, no se les exigía
nada. Otra de las cosas que me sorprendían era que no comíamos lo
mismo, había distinción. En ocasiones nos llegaban a pegar por lo
que mis hermanos menores hacían. Cuando nos llevaban a nadar mi
mamá nos ponía nuestras maletas para cargar la ropa y ayudar. Mi
papá decía que mis hermanos menores no. Uno por que era chiquito,
otro porque no aguantaba y la última porque era la bebé de la casa.
Entonces quienes cargaban la ropa y hacíamos los alimentos
éramos mi hermano mayor y yo. Una vez que él buscaba leña para
calentar el agua, para que se bañaran los hermanos menores, y ya que
los había bañado, él podía jugar un rato o nadar. Yo después que ya
había lavado y tendido la ropa en las piedras podía jugar y, si sobraba
agua caliente, nos bañábamos con ella y si no teníamos que hacerlo
con agua fría.
Nunca se me olvida cuando mi hermano mayor se escapó de
la escuela. Mi papá le pegó con la funda del machete y, como mi
hermano no se dejó, lo corrió de la casa. Se fue a trepar a un árbol,
ahí durmió toda la noche. Yo lloraba y me decía que no debía de
hacerlo porque bien merecido lo tenía. Recuerdo de igual manera
que mi padre nos escondía la comida y, cuando había pan, nosotros
no podíamos comer más que una pieza, lo demás se los daba a sus
hijos a escondidas de nosotros, cuando nos mandaba a traer el agua
o cuando estábamos lavándoles el corral a los cochinos.
Recuerdo que compró una tele, pero nada más la podíamos ver
cuando él decía y el tiempo que él quería. Cuando la estábamos
viendo mi hermano y yo nos la apagaba, nos decía que la televisión
era para los huevones y por lo tanto teníamos que quitarnos. Él se
ponía a ver sus programas, a mi hermano lo ponía hacer el atole
de sus hijos y a mí las tortillas. Me decía que las quería chiquitas y
a mano, porque las tortillas a máquina eran para perros. Si no me
salían bien me regañaba. Cada vez que sus hijos querían comer las
tortillas tenían que estar calientitas fuera la hora que fuera y, como
mi mamá trabajaba en una ranchería cercana y no llegaba sino hasta
los fines de semana, yo era la encargada de hacerlo casi todo.

121
Mi hermano no se acercaba a la casa y, por una ventana que
había, espiaba a que no estuviera mi papá y me pedía que le pasara
unas tortillas para comer. Recuerdo que cuando llegó mi mamá mis
padres se pelearon mucho, al grado que llegaron a internar a mi
hermano en Apizaco, Tlaxcala. Me quedé muy triste, pero nunca
supe por qué se lo llevaban.
Llegué a la primaria y recuerdo el nombre de mi maestra: se
llamaba Natividad. Era un grupo numeroso y sí había discriminación
por parte de ella. Nos sentaba diciéndonos:”una fila de los niños del
rancho y otra de los del pueblo”. Además prohibía que los del rancho
hablaran el totonaco. Todos teníamos que hablar en español; sin
embargo, ellos sí se comunicaban en totonaco. Independientemente
de esto nos castigaba poniéndonos de pie contra la pared o sin salir al
recreo, en muchas ocasiones nos ponía orejas de burro.
En segundo año de primaria me tocó una maestra de nombre
Isabel. A ella la recuerdo porque tenía las uñas grandes. Para llamarnos
la atención nos enterraba las uñas en la cabeza. De alguna manera
también nos marginaba, porque a la hora del recreo nos apartaba de
ella, nos acercábamos y ella nos decía que “sólo se juntaba con los
del pueblo”. Pero eso sí, prohibía que los niños del rancho hablaran
el totonaco.
En tercer grado llegué nuevamente con la maestra Natividad.
En ese grado me sorprendió que mis compañeros me rechazaran,
pensaba que se debía a que en el grupo estaba la hija de la profesora.
Así pasó el tiempo, pero llegó el día de las madres y nos pidieron tela
para hacerle un delantal a nuestras mamás. La maestra me dijo que
no le pidiera a mi papá, porque él no era mi papá. Me quedé muy
sorprendida, me puse a llorar y esperé a que mi mamá llegara. Quería
que me diera una explicación a lo que la maestra me dijo y a lo estaba
pasando en mí.
Recuerdo que primero me cuestionó sobre quién me lo había
dicho, cuándo y dónde. Lo único que me dijo fue que realmente él
no era mi papá y que estaba todavía pequeña para entenderla, que
algún día me lo iba a explicar, pero que por el momento ya sabía
la verdad. Fue entonces que comprendí por qué se nos trataba de

122
diferente manera a mi hermano mayor y a mí. Le pregunté por qué
mi hermano no vivía con nosotros, me contestó que era mejor para
nosotras dos.
En ese mismo grado la maestra ya nos ponía las multiplicaciones
y nos dejaba de tarea aprender las tablas de multiplicar. Al momento
de hacerlas, a quien se le olvidaba poner las que llevábamos nos jalaba
de las patillas y nos decía “las que se llevan no se olvidan”, pero al
mismo tiempo nos iba levantando del asiento de la patilla, a quien
llorara le decía que no era hombre. También nos aventaba el borrador
cuando alguien estaba distraído, en una ocasión un compañero tomó
un lápiz a otro compañero, la maestra le dijo que pusiera sus manos
al frente y le dio tres golpes con una vara en las manos. A los niños
del rancho, como no usaban zapatos, algunas veces los pisaban los
niños del pueblo por el hecho de que no tenían calzado. La maestra
solamente se reía y lo comentaba con los demás maestros, pero no
hacía nada.
A partir del momento en el que me enteré de la verdad ya no me
acerqué a mi papá. Nació una distancia o una barrera en mí que
ya no me permitió tenerle confianza como antes. En una ocasión
que mi hermano mayor llegó de vacaciones platicamos sobre lo que
estaba pasando. Me refugié en mi hermano y lloramos juntos, a solas,
donde nadie se diera cuenta, porque sentíamos que nadie nos quería,
a raíz de esto mi hermano se rebeló.
En algunas ocasiones me decía que nos escapáramos de la casa,
pero, como no me quedaba callada y se lo decía a mi mamá, lo gol-
peaba. Un día llegó que mi hermano sí se escapó. Mi mamá lloraba.
Después de dos días de desaparecido lo encontramos en un lugar que
se llama el Castro y era un manantial, nuevamente se lo llevaron al
internado. Fue hasta el quinto año de primaria que convivimos de
nuevo. En sexto grado recuerdo que cuando se iba a formar la escolta
me eligieron a mí, pero por el hecho de no tener la calificación más
alta me sacaron. Me sentí tan mal que ya no quería ir a la escuela,
pero mi hermano me dijo que la escolta no era tan importante, “lo
importante era que no me saliera de sexto y que teníamos que termi-
nar juntos”.

123
Pero nuevamente nos separamos. Él se tuvo que ir a estudiar la
secundaria, como en mi pueblo no la había lo mandaron a Zaragoza,
y a mí al internado de religiosas en Jonotla y solamente en vacaciones
estábamos juntos.
Cuando llegué al internado me sentía mal, pensaba que mi mamá
no nos quería porque nos había separado. Poco a poco fui conociendo
a mis compañeras del internado, dormitorio y clases. En clases había
hombres a los que se les llamaba externos y tuve muchas experiencias,
me voy a permitir mencionar algunas de ellas. Recuerdo que dentro
de las internas había de todas las clases sociales y por el hecho de no
ser de las de arriba, nos marginaban a ciertas compañeras, dentro de
ellas estaba yo. No querían que participara en ciertas cosas como, por
ejemplo, hacer el rosario, ir a misa y ayudar a las religiosas. Cuando
llegaba el sábado y teníamos que hacer el aseo general siempre éramos
las últimas porque así lo decidían las que mandaban, pero para las
actividades pesadas siempre nos mandaban.
Como era la más delgada había una ventana pequeña por la cual
me pasaba para escaparme e ir a comprar algo de comer, porque no
nos llenábamos con lo que nos daban de almorzar que era un atole
de masa, dos tortillas y unos cuantos frijoles. Para la comida era un
vaso de agua tres tortillas y lentejas en guisado, rara vez nos daban
carne. Entonces yo me escapaba para comprar un bote grande de
chiles jalapeños y dos kilos de tortillas y, en los dormitorios, comía
a escondidas de las religiosas, hasta que me descubrieron y ya me
iban a expulsar. Pero mi mamá explicó el porqué de mis salidas y
de nuevo me aceptaron, con la condición de que si se repetía ya no
habría consideración.
A mi mamá la veía solamente en vacaciones o cuando le tocaba
pagar la colegiatura. Regresando al internado, recuerdo que teníamos
prohibido platicar con los alumnos. En una ocasión desobedecí y me
castigaron encerrándome en el dormitorio, lugar donde orábamos.
Al otro día me tuve que bañar con agua fría, pero toda la noche me
la pasé llorando, pensando en la incertidumbre de lo que le dirían a
mi mamá. Pensé que en esta ocasión sí me expulsarían. Me acerqué
a una religiosa que se llamaba Rosita y le platiqué lo que estaba

124
pasando. Ella me dio muchos consejos los cuales todavía recuerdo, a
partir de ese momento fue una amiga para mí y, por intervención de
ella, ya no le dijeron nada a mi mamá.
Ella fue quien me enseñó que papá no es quien engendra sino
quien nos cuida, protege y nos apoya. Pasado el tiempo fui asimi-
lando y comprendiendo sus palabras, pero llegó el momento en
que la cambiaron de congregación y me sentí otra vez sola. En otra
ocasión me castigaron por treparme a la azotea y ver la televisión que
tenían en su dormitorio las consentidas, las chismosas o barberas
(así les decíamos). En esa ocasión me castigaron y no me dieron el
desayuno, ni la comida, ni la cena, sino hasta el otro día fue que me
levantaron el castigo.
Otra de las marginaciones que sufrí fue cuando íbamos a misa
a ofrecer flores en el mes de mayo. Las monjas no querían que yo
repartiera las flores. Al hacer el rosario les pedía que me dieran
permiso para rezar y me contestaban que ya estaba la que lo iba a
hacer. Con cada rechazo que me hacían me ponía a llorar a solas
y me preguntaba “¿porqué a mí, en qué he fallado, por qué no me
aceptan como soy?” Le echaba la culpa al ser pobre y no mostrar
bienes, dinero o lujos como otras de las internas. Ellas tenían dinero
y compraban los domingos en la plaza y en ocasiones hasta las traían
a Puebla. Otras vestían bien o tenían buena ropa y zapatos y algunas
les llevaban comida a las monjas. Así fue como viví la secundaría.
Cuando terminé mi mamá me llevó a Teteles a presentar el
examen de admisión para estudiar la normal, pero como no quería
ser maestra no contesté el cuestionario y no lo pasé. No fui admitida.
Entonces me fui a Cuetzalan a continuar con la preparatoria, en donde
estuve viviendo con unos conocidos del pueblo. Con la familia que
convivía conocí, en cierta forma, la marginación hacía mí. Vivíamos
dos chicas estudiantes de la misma escuela, pero ella era familiar y
yo no. La comida para mí era racionada, el trabajo de la casa era más
cargado para mí y no tenía la libertad de convivir o salir con mis
amigas. La otra chica lo podía hacer y no había ningún reclamo.
En cuanto a lo educativo sí había distinción, como los maestros
sabían que la otra chica era la sobrina del director aunque no entrara

125
a clases o faltara no le decían nada. Y nunca se supo que reprobara
algún examen. Pasaba todas las materias siendo una chica poco
inteligente. Ella podía llegar al salón antes de las clases pero yo no.
Recuerdo que cuando se nos iba a aplicar examen de alguna materia
ella si podía estudiar y yo tenía que cumplir primero con las tareas
de la casa, como hacer las tortillas, barrer y trapear, lavarles el trochil
a los marranos y, por la mañana, matar pollos, pelarlos y descuarti-
zarlos, entre otras actividades.
También disfruté esa etapa de mi vida cuando me enamoré de
un chico buena onda. Él no era aceptado por las personas donde
vivía, porque era pobre y su mamá tenía un puesto de fritangas en
la plaza. Ahí fue donde conocí realmente lo que es la amistad, pues
tuve la oportunidad de identificarme con algunas compañeras. Me
sentí realmente segura de mí misma. La amistad la conocí demasiado
tarde, pues antes no se pudo dar y, cada vez que me acuerdo de este
momento, me siento triste por todo lo que fui aprendiendo sola en la
vida. Recuerdo entonces que desde que salí de mi casa ya no regresé
más a vivir allá, sino que iba nada más como visita.
Cuando terminé el bachillerato decidí seguir estudiando y me
vine a Puebla, siempre quise ser contador público. Presenté examen
de admisión en la uap, como se le llamaba anteriormente, y afortu-
nadamente pasé. Tuve que buscar pensión y estaba muy contenta
estudiando, tratando de pasar las materias para no decepcionar a
mi gente. En una ocasión, cuando ya estaba en quinto semestre, me
mandaron a traer de la coordinación para decirme que ya no era
alumna de la facultad. Me di a la tarea de investigar si yo había
hecho los trámites correspondientes, y, de tanto ir y venir, descubrí
que mis documentos estaban traspapelados. Pero ya no me quisieron
reconocer el tiempo de estudio ni aun enseñando mis calificaciones
de los semestres cursados. No hubo nada que hacer y le dije a mi
mamá.
Ella me aconsejó que no me desmoralizara, que empezara de
nuevo, que solicitara duplicados de los documentos, que ella me
apoyaba y que no dejara de estudiar, porque era el único patrimonio
que me podía dejar. Pero al ver que todos mis hermanos estaban

126
estudiando en diferentes escuelas, mejor decidí salirme y ponerme a
trabajar para poder ayudarlos. Así duré dos años. Cuando mi mamá
me planteó la idea de que quería entrar a trabajar como maestra ya
no lo pensé me decidí y entré a la educación indígena.
Todo lo que he escrito en estas líneas me han hecho reflexionar en
cómo debemos comportarnos con los alumnos y no caer en el error
de aquellos maestros o personas que nos afectaron o nos traumaron
de alguna manera para toda la vida. De todas formas he sacado todo
lo que guardado por años y años.

Lugar de origen: Zozocolco de Hidalgo, Veracruz


Lengua: totonaco

127
la profesora dibujaba una flor
y nos obligaba a hacerla igualita a la de ella

Anabel Hernández de la Cruz

Estudié el kínder en Santa Ana, que está en San José las Minas. La
escuela se llamaba Juan Escutia. Es una hora y media de Tehuacán
a Santa Ana, a una hora de camino. En aquellos años no entraban
camiones o coches, sólo se iba caminando o en burros. Fue una etapa
de niñez que realmente no recuerdo, pero sí sé que fue agradable y
maravillosa. Mis recuerdos los veo a través de las fotos.
Mi mamá recuerda que cuando era muy pequeña fui a una escuela
muy grande. Descubrí que podía entrar en un gran salón y lo que es
una maestra. La maestra, sin pensarlo, me dañó psicológicamente.
Su método de enseñanza no era muy pertinente, ella nos decía que
íbamos a realizar el dibujo de una flor y como todo niño quería
dibujar muchas flores de diferentes tamaños, colores y formas. La
maestra sólo nos dijo que esperáramos, que ella dibujaría dicha flor.
Fue entonces que nos acostumbramos a su método de enseñanza,
sólo aprendimos a esperar, a ver y hacer cosas iguales a las de ella y
nunca más lo que nosotros pensábamos y queríamos redactar.
Estudié la primaria en la escuela 5 de Mayo en Tehuacán. Era de
organización completa. Recuerdo que tardaba media hora en ir y de
regreso una hora, porque caminábamos para llegar a casa. Entraba a
la escuela a la 1:30 y salía a las 6:30 p.m.
En primer año era muy traviesa y la maestra me castigaba. Hasta
que no terminara el trabajo no podía salir.
En segundo tuve una maestra muy estricta. Usaba un anillo
grande, con una perla. Cuando no le poníamos atención, la desobe-
decíamos o nos portábamos mal, nos pegaba con su enorme anillo de
oro en la cabeza o nos jalaba la patilla. En lugar de ponerle atención
nos daba miedo, más cuando sonaba el pizarrón con su anillo.
El tercer año fue muy bonito, la maestra Estela González nos
tenía mucha paciencia, demostraba que nos quería, nos enseñaba las
tablas de multiplicar con muchas dinámicas.

128
En cuarto año tuve un maestro que se llama Emmanuel Pacheco.
Era una persona muy mala, en lugar de que nos enseñara las tablas
de multiplicar con motivación, sólo nos preguntaba y, como no le
contestábamos, o le dábamos la respuesta incorrecta, nos aventaba
un gis y a veces ese gis pegaba en el ojo de mis compañeros y el
maestro como si nada. En lugar de sentirlo, al contrario, decía “a
ver si así aprenden”. Nos aventaba el borrador y éste nos caía en la
cabeza, muchos de mis compañeros lloraban.
Nos daba coscorrones fuertes. Las madres de familia se quejaban
en la dirección, pero este maestro como si nada, no le importaba, al
contrario, decía que si querían que aprendiéramos él sabía cómo, no
los padres de familia.
El quinto año fue más calmado ya que nos trataban como los niños
y niñas mayores de edad y de grado. La maestra fue comprensiva. No
hubo ningún tipo de violencia y nos enseñaban materias semejantes
a las que íbamos a cursar en secundaria.
En sexto año el maestro Juanito decía que este grado era para
enseñamos a enfrentar la vida. Nosotros y nosotras vendíamos dulces
para los demás grados, teníamos nuestra propia cooperativa. El
maestro nos regañaba pero nunca nos maltrató.
Estudié la secundaria técnica en Tehuacán. De mi casa a la escuela
hacía 45 minutos; entraba a la 1:30 p. m. y salía a las 7:50 p.m. A veces
las combis venían muy llenas y esperábamos hasta las 8:30 p.m.
El primer año de secundaria fue una etapa muy distinta. Ahí
todos éramos como extraños, algunos se comportaban como niños y
jugaban tazos, etcétera. Pero conforme iba pasando el tiempo todo iba
cambiando, ya no pensábamos igual. Éramos distintos, las materias
eran diferentes, hasta teníamos una maestra por asignatura. Cada
maestro tenía un método de enseñanza. Había una maestra que nos
discriminaba, decía que éramos unos burros que no teníamos nada
en el cerebro y nos lastimó fuertemente en nuestra autoestima. A
veces me ponía a pensar si con este maltrato psicológico podría pasar
a segundo grado.
El segundo año fue tranquilo, con la misma rutina. Algunos
maestros eran diferentes. Teníamos un taller técnico, escogí corte

129
y confección. La maestra nos regañaba pero nunca nos maltrató
ni física ni moralmente. Fui muy cercana a la maestra de mi taller,
realmente lo disfruté porque conviví mucho con mis compañeros y
compañeras, sobre todo logré conocer más a mi maestra.
En tercer año todos mis maestros tenían un gran carisma, nos
apoyaban mucho, nos trataban como adolescentes. En mi grupo,
mis compañeros me presionaban mucho. Un día llegaron al salón
unos maestros y nos invitaron a concursar en oratoria, mis compa-
ñeros escogieron a tres compañeros, entre ellos estaba yo. Realmente
siempre había concursado en declamación, pero el maestro me animó
a que entrara y decidiera.
Fue entonces que representé a mi grupo y a la escuela.
El maestro que me impartió la materia de ética me apoyó y me
brindó su ayuda, me dio consejos, me tuvo paciencia. Fue un largo
trabajo, un mes para entrar al concurso estatal. Logré el segundo
lugar. Fue una experiencia inolvidable, mis maestros me llegaron a
apreciar mucho. Me di cuenta que en tercer grado todo era diferente,
los maestros nunca fueron egoístas, ni racistas, al contrario, siempre
nos apoyaron.
Estudié el bachillerato general, en Tehuacán, en el Colegio de
Bachilleres. Queda a 45 minutos más 15 de camino para llegar a la
escuela. De regreso a casa son 15 minutos en una combi y otros 20 en
otra. En primer semestre los maestros fueron muy buenas personas;
sin embargo, había una maestra que nos discriminaba.
Por ejemplo, las libretas que le dábamos para calificar, si no
le gustaban arrancaba las hojas y las tiraba frente a nosotros. Nos
maltrató física y moralmente, nos hacía sentir como cucarachas, nos
gritaba, era racista. Las personas que eran de piel blanca se llevaban
bien con ella y hasta les ponía buenas notas. Eso fue algo que con
nosotros nunca hizo.
El segundo semestre seguimos con los mismos profesores. La
maestra seguía con el mismo carácter, nosotros ya nos habíamos
acostumbrado, pero yo no podía evitar llorar.
En tercer semestre, todos los maestros fueron agradables, nunca
nos dañaron ni física ni moralmente. En cuarto semestre, de igual

130
manera, tuve maestros muy compresivos y que, sobre todas las cosas,
siempre nos brindaron su amistad y cariño.
El quinto semestre volví a entrar al concurso de oratoria a nivel
estatal y obtuve el segundo lugar. El maestro que me apoyó me dijo
que la vida es para vivirla en su momento y si hay obstáculos en
ella hay que sobrepasarlos. Ser una persona mucho mejor. Realmente
eso es lo que me estoy proponiendo. En la capacitación de turismo
había una maestra que nos impartía tres clases. Era una persona
muy estricta con los trabajos, sobre todo en los exámenes. Ahí me
di cuenta que una cosa es ser estricta y otra dañarnos moralmente.
Lo que la maestra nos decía lo tomé como una experiencia positiva,
porque nos hizo unas personas responsables.
El maestro que nos impartía la materia de Orientación Educativa
no precisamente nos animaba, sino al contrario, si algo queríamos
estudiar él decía que no, que no nos convenía, que no nos servía
para el futuro, que nosotros no podíamos, etcétera. Realmente este
maestro acabó con las esperanzas de algunos de nosotros, nos dañó
moral y psicológicamente.
La maestra de Etimología también nos lastimó moralmente.
Cuando recibía trabajos y no le parecían los rompía y los tiraba a la
basura. Nos discriminaba y no nos trataba igual, tenía preferencias.
Nosotras como personas del sexo femenino siempre observamos el
gran interés de ella hacia el sexo opuesto. A cada momento nos repetía
que los chicos de al lado y de enfrente hacían mejor trabajo, que ellos
realmente sí se defendían. Decía que ellos siempre traían al salón muy
buenos trabajos. La maestra nunca fue discreta, al contrario, a cada
rato nos repetía lo importante que es el trabajo del hombre. Por eso
todas las mujeres de nuestro salón siempre teníamos malas notas y los
hombres siempre buenas. Sinceramente nos orillaba a tenerle rencor a
los hombres, nos daba ideologías realmente muy falsas, conforme iba
pasando el tiempo tuvimos problemas con esa maestra.
También el maestro que nos impartía la materia de Orientación
sabía de este problema con la maestra, pero él era igual o peor porque
sólo decía que nosotras teníamos la culpa, por no traerle trabajos de
una joven de bachillerato. Nosotras nos sentimos peor. Pensamos

131
que como ese maestro era psicólogo nos iba a entender y a dar una
solución, solo nos decepcionó aún más.
Luego de un tiempo pasamos a sexto semestre, tuvimos los
mismos maestros, todos nos apoyaron y nos desearon buena suerte
y mucho éxito en nuestra profesión, nos brindaron su ayuda y su
amistad realmente.
Como en este último semestre escogimos una capacitación
que nos serviría para nuestra vida futura en el campo del trabajo,
tuvimos problemas con los profesores del semestre anterior. Como
ya estábamos de salida nos amenazaban con nuestro certificado y
nosotras(os) nos alarmábamos. Sin embargo hubo maestros buenos
que eran nuevos en el semestre y fueron los primeros en apoyarnos.
Nos motivaron a seguir estudiando y a no escuchar las cosas que nos
decían los demás profesores.
Considero como mi mejor etapa el bachillerato. Recuerdos que
vivirán siempre en mi memoria y que nunca olvidaré aunque tenga
que partir tres años. Son tres años unidos a mi mente y que nunca se
rompen. Con gusto recordaré ese tiempo que fue una etapa en la que
conviví y me apoyaron. Obtuve buenas amistades y no hubo mayor
daño físico.

Lugar de origen: San José las Minas, Santiago Miahuatlán


Lengua: náhuatl

132
la profesora rocío,
la recuerdo como profesora dulce y amable

Rocío Flores Tlilayatzi

Mi nombre es Rocío Flores Tlilayatzi. Soy originaria de San Fran-


cisco Tetlanohcan Tlaxcala. Mi historia escolar comienza desde el
preescolar, el cual, hasta la fecha, se encuentra ubicado exactamente
detrás de mi casa, por esta razón era poca la distancia que tenía que
recorrer. El preescolar lleva por nombre jardín de niños Abraham
Castellano.
De lo que fue mi educación preescolar cursé el segundo y tercer
año, pero sólo recuerdo el tercero año. Mi maestra llevaba por
nombre el mismo que yo. Rocío. La recuerdo como una maestra
buena, cariñosa, amable y muy paciente. Ésa es la imagen que ella se
ganó y con la que la recuerdo.
La primaria la cursé de primero a sexto año en la escuela primaria
Miguel Alemán. La escuela está a una distancia aproximada de 200
metros de mi casa. Primero y segundo año estuve con la maestra
Abundia Sánchez Delgadillo. Cómo olvidarla si fue una de mis pocas
maestras “malas”. Gracias a ella tuve la necesidad de aprender a leer y
a escribir para evitar sus regaños y sus jalones de oreja.
Mi maestra de tercer año fue Inna Teomitzi Flores. A ella la
recuerdo como una maestra que ponía mucho interés en el apren-
dizaje de sus alumnos. La maestra Margarita de cuarto año debió
haber sido de tecnologías, pues siempre se la pasaba con la costura
en la mano.
El maestro de quinto año fue Javier Nopal Cervantes. Quizás
estoy en un error, pero a él lo recuerdo con rencor, pues mi gran
ilusión en ese entonces era participar en la escolta oficial de la escuela.
Creo, y puedo asegurar, que merecía estar en ella, pues a los alumnos
siempre –y hasta ahora es así– los escogían por calificaciones. El
alumno que tenía el mejor promedio participaba como abanderado,
y, no es por alabarme, pero era la que tenía mejor promedio. Por mi
estatura –siempre he sido baja de estatura– estaba consciente que no

133
podría ser la abanderada, pero me conformaba con participar como
acompañante.
Pero gracias a mi maestro de quinto año no pude participar
porque el escogió sólo a mis compañeras, de las cuales sus mamás
eran bien barberas con él. Mi maestro de sexto año era Héctor Cano
Carro y estuvo en desacuerdo con lo anterior, pero ya no podía hacer
nada.
Los tres años de secundaria los cursé en la escuela telesecundaria
Cuatro Señoríos, también cerca de mi casa, pues se encuentra ubicada
detrás de la primaria a la que asistí. El primer año lo cursé cambiando
tres veces de maestro. El primer maestro que le asignaron a mi grupo
al inicio del curso fue el maestro Asunción Castillo Zavala, otro de
mis pocos maestros malos. Él era estricto y muy malo porque siempre
nos dejaba mucha tarea. Nos exigía y nos hacía ver que podíamos
dar más. Casi a principios de noviembre el maestro se cambió de
escuela, en su lugar llego la maestra Dolores. La mayoría del grupo
pensaba que ella era la culpable de que el maestro se hubiera ido, por
esta razón teníamos coraje hacía ella. Para mi buena, o, mejor dicho,
mala suerte, terminé siendo la consentida de la maestra.
Una ocasión en la clase de matemáticas la maestra pasó al pizarrón
a varios de mis compañeros a resolver un ejercicio y sólo el último lo
resolvió correctamente, pero ella dijo que estaba mal. Y como les pasó
a los anteriores alumnos, también a éste le tocó el reglazo de castigo.
Enseguida me pidió que pasara al pizarrón, consciente estuve y estoy
de que lo hice mal; sin embargo, ella alabó mi resultado. Me hubiera
gustado protestar, pero si lo hacía seguro me iba peor.
Durante los cuatro meses que estuvo ella con nosotros mis califi-
caciones fueron puros dieces, los cuales no merecía. Por esta razón
me gané el rencor de mis compañeros. En el mes de marzo, en que
ella se cambió de escuela, recuerdo claramente lo que dijo cuando
se despidió: “el maestro siente cuando se le quiere y cuando es
rechazado”.
Por segunda ocasión recibimos a una nueva maestra, la maestra
Rosa María. Ella se la pasaba con el espejo en la mano arreglándose
las pestañas. Por todo lo pasado con la maestra Dolores decidí

134
cambiarme de grupo. Pero esto lo pude realizar hasta tercero. Una
semana después de que inició el curso, cuando me cambié de grupo,
mi maestro se molestó tanto que casi terminó corriéndome del salón.
En el otro grupo el encargado era el maestro José Paredes, el cual
hasta la fecha lo admiro mucho porque se dedicaba a su grupo. No
andaba de político en la escuela, ni a andar perdiendo el tiempo con
sus compañeros.
La preparatoria la estudié en un cobat, en el plantel 16 de San
Luis Teolocholco –un municipio adelante de San Francisco Tetla-
nohcan, de donde soy originaria. Por primera vez estudié fuera de
mi pueblo. Primero, segundo y tercer semestre los cursé en el turno
matutino. Por un problema que tuve con dos maestras, para el cuarto
me cambié al turno vespertino.
El problema se debió a que la maestra de historia nos pedía que
compráramos las copias del libro con ella. Yo le comentaba que podía
conseguirlas un poco más económicas. La maestra se enojó y me
dijo que no, que era obligatorio comprarlas con ella porque además
contaban un punto para nuestra calificación. Cuando terminó el
parcial nos pidió una cooperación, según para una casa hogar que
ella visitaba. A medio semestre llegaba pidiendo ya casi hasta para su
pasaje, aquel alumno que estaba atento en sus donativos era seguro
que pasara con diez.
El caso se repitió con la maestra de taller de lectura y redacción,
la cual era nuestra asesora. Ella nos pidió 50 pesos para comprar
material para una obra de teatro que según ella íbamos a realizar.
En otro grupo al que también le daba clases a los alumnos que iban
reprobando les pedía igualmente 50 pesos, según para completar
para el material con la condición de no reprobarlos.
Al terminar el segundo parcial nos dijo que los que aún no
pagábamos nos iba a quitar dos puntos. También comentó que la
obra de teatro se iba a grabar y todos teníamos que comprar el video
con la misma persona. La mayoría de los compañeros dijeron que no,
porque muchos podíamos grabarla por nuestra cuenta.
Todo lo anterior le comenté a mi papá. De hecho la mayoría de
mis compañeros hicieron lo mismo. En la siguiente reunión de padres

135
de familia los papás le comentaron a nuestra asesora lo que pasaba
con la maestra de historia. Le plantearon el hecho de que no estaban
de acuerdo con lo que estaba proponiendo para la obra de teatro. La
maestra se molestó tanto que dijo que ya había entendido porqué
nosotros éramos tan revoltosos, “pues la educación no se aprende, la
educación se mama”, dijo también que entonces hiciéramos lo que
quisiéramos y que la obra ya no se iba a realizar.
A la siguiente clase que tuvimos de historia la maestra llegó muy
enojada principalmente conmigo, pues la maestra de taller de lectura
le dijo que yo fui quien la acusó con los padres de familia. La maestra
me dijo que cómo era posible que una persona que no le llegaba ni
a los talones, que le faltaba terminar su preparatoria, terminar una
carrera y tener 16 años de experiencia, pudiera hablar mal de ella.
Me dijo que saliera del salón y que no quería verme en su clase.
Que me diera por reprobada en su materia y que no la fuera a acusar
con el director porque me iría peor, pues ella era la maestra y yo una
simple alumna.
Mi papá habló con el director, él sólo dijo que siguiera entrando
a su clase y que no hiciera caso de los comentarios de la maestra.
Quiero pensar que el director habló con la maestra, pues de ese día
en adelante la maestra no me volvió a decir nada. Pero tampoco me
tomaba en cuenta. Esto sucedió en segundo semestre.
En tercer semestre, para mi mala suerte, le tocó darnos la
materia de Historia ii. En el primer parcial no aplicó examen. En
el segundo por tener una sola falta no me dejó hacer examen y dijo
que esa calificación contaría para los dos parciales. Fue así como
logró reprobarme e hizo que sacara un seis como calificación final
en su materia. La otra maestra no se quedó con los brazos cruzados
pues también me dejó con seis en calificación final en su materia en
segundo semestre.
Recuerdo también a mis buenas maestras. A la de historia y la
de taller de lectura y redacción quiero que el día de mañana me las
pueda encontrar y poder repetirles lo que un día les dije, pero ahora
no como una simple estudiante de preparatoria, ni mucho menos
como a una persona que no les llega ni a los talones, sino como una

136
persona que está a su nivel y no sólo eso, sino que está muy por
encima de ellas.
Quizá esto que les he relatado no les conmueva, pero es algo que
muchos alumnos hemos pasado a causa de que: “el maestro es el
maestro, y el alumno... simplemente un alumno”.

Lugar de origen: San Francisco Tetlanohcan, Tlaxcala


Lengua: Castellano

137
ser indígena no es una vergüenza
ni estar al margen de la constitución

Yoan Sebastián Cabrera

Ser indígena no representa vergüenza. Ni estar al margen de las ga-


rantías que la propia Constitución política de nuestro país establece.
Es ahí donde se establece el respeto a la conservación y la práctica
de nuestra lengua, costumbres y tradiciones. Desafortunadamente
algunas personas que sólo hablan el español tienen y manifiestan
otro tipo de pensamiento y conductas. Generalmente son opiniones
bastante erradas.
Según ellos, una persona hablante de una lengua indígena es un
individuo que no tiene prosperidad. Vive olvidado, al margen de la
sociedad, es un naco, un chocho, un indio. Lo rechazan, no lo aceptan,
le tienen asco. Piensan que ser indígena es ser mendigo; es decir, le
ponen todo tipo de argumentos equivocados por ser hablante de su
lengua madre y piensan que tal vez muy pocos, o casi nadie de las
personas que somos indígenas, hablamos el español.
Estas formas de pensamiento para mí son nulas. Pues nosotros,
como indígenas, tenemos un acervo cultural bastante amplio, que
mucha gente todavía desconoce. Aquellos que discriminan a las
personas indígenas no saben que en sus pueblos practican todavía sus
costumbres y tradiciones. Todo esto nos habla de la gran importancia
de toda la gama cultural que preservamos y practicamos, porque es
un legado que nuestros ancestros nos heredaron.
Por lo anteriormente mencionado, debo decir que orgullosamente
por mis venas corre sangre indígena. Soy mixteco bajo, del sur del
estado de Puebla. Mis padres son hablantes y nativos de esta cultura
y lengua.
Hace tiempo mis padres me llevaron a vivir a una comunidad
hablante de ninguna lengua indígena. Según, nos establecimos ahí
por ser un lugar cerca de los trabajos de mis padres. Pero en donde
vivíamos, para trasladarse de un lugar a otro, teníamos que pasar
frente a la casa de dos señoras que siempre nos veían con malos ojos.

138
En principio, a mí empezaron a criticarme diciéndome indio, chocho
y naco. No les hacía caso porque en mi casa me enseñaron a respetar,
pero ellas me ofendían mucho porque sabían que mis padres eran
personas indígenas. Lo hacían para fastidiarme.
Poco a poco los insultos aumentaban. Me gritaban en la calle,
en la escuela o cada vez que tenían oportunidad de hacerlo. Decían:
“¡mira, ahí viene ese indio, naco, chocho de Catarina!” Las personas
que se encontraban con ellas, o compañeros de la escuela que iban
pasando por ahí, se reían de mí a carcajadas. Me decían chocho de
Catarina, porque cerca de ese pueblo existe una comunidad llamada
Santa Catarina Chigmecatitlán. Ahí sus habitantes son netamente
hablantes de lengua indígena. Muy arraigados a su cultura. Por eso
me comparaban con ellos.
Para mí no había problema, porque esa población al igual que la
mía somos mixtecos. Entonces somos como hermanos. Los hijos de las
personas que nos insultaban también me hacían burlas en la escuela,
frente a muchos de mis compañeros. Repitiéndome las palabras que
sus madres les inculcaban. La verdad, en esos momentos, me sentía
muy mal. Veía a mis compañeros cómo se burlaban de mí. Y yo con
la impotencia de no poder desquitarme de ellos.
Cansado de estos insultos, un día que “le hablo a lo derecho”
a uno de los muchachos que me fastidiaban. Le reclamé la razón,
el motivo por el cual me hacía burlas. Le expliqué que yo nunca le
había faltado al respeto a ninguno de ellos. Ese muchacho de mí
edad me ignoró y no me contestó nada. Se dio la vuelta, se carcajeó
y se volvió a burlar de mí. Dijo: “¡pobre imbécil!” Lleno de coraje
y de ira me abalancé contra él, golpeándolo. Creí que él me iba a
ganar a los golpes, pero, afortunadamente, le di una santa paliza,
hasta sangrarlo de la nariz. Lo hice llorar y le advertí que sí seguía
con la misma actitud lo volvería a golpear y que le dijera a su amigo
que le pasaría lo mismo si no se enseñaba a respetar. A partir de ese
momento empezaron a calmarse, ya que les impuse respeto.
Pero las señoras, madres de los muchachos a los cuales les pegué
se enteraron de lo ocurrido y se enardecieron más. Ahora los insultos
hacia mí eran cada vez más ofensivos. Me decían: “¡qué se podía

139
esperar de un salvaje indio que no esta civilizado!” Los insultos eran
cada vez era más groseros. Me vi en la necesidad de contarle a mis
padres lo que estas personas me hacían. Ellos, al enterarse, se preocu-
paron mucho y decidieron hablar con estas personas.
Cuando mis padres acudieron al domicilio de las señoras, ellas
los ignoraron, los insultaron y cerraron las puertas. Ellos me dijeron
que si algo me decían no les hiciera caso. Así lo hice durantes los
siguientes días, sin embargo los insultos no cesaban. Como aquellas
personas no entendían y no querían platicar con mis padres, nos
vimos en la necesidad de ignorarlos. Así transcurrieron los siguientes
meses y los años. Conforme crecía me daba más fuerza y valor para
enfrentar a mis oponentes.
Llegó el día que consideré importante marcar un respeto hacia mi
persona y hacia mi familia. Cierto día iba caminando en la calle y los
ofensores se encontraban parados en una esquina, acompañados de
otras personas. Imaginé que me iban a insultar. Y así fue. Ellas me
dijeron: “¡miren ahí va el hijo de los indios!” De inmediato me armé
de valor y las enfrenté. Les dije qué cuál era su problema conmigo. Se
quedaron sorprendidas al ver que las encaré, ya que nunca lo había
hecho. Respondieron que me callara, porque si no me iban a pegar.
Les dije: “¡inténtenlo, ya estoy demasiado grandecito para resolver
mis problemas, y si golpes quieren golpes habrá!” De inmediato se
dieron la vuelta y me ignoraron.
Pero eso sí, me fueron a acusar con el presidente de la comunidad.
Le dijeron que yo las insulté y que les quería pegar. El presidente de la
comunidad citó a mis padres en la presidencia municipal para aclarar
la situación.
Mis padres, al ver que ya los problemas iban demasiado lejos,
decidieron actuar sin piedad contra esas mujeres. Así que acudieron a
la presidencia municipal. Trataron de explicar todo lo acontecido. Sin
embargo, las señoras negaron todo, incluso inventaron que nosotros
sabíamos brujería, y que todas las noches les íbamos a aventar huevos
y ranas a su terreno, para que se murieran; que éramos gente satánica
que adoraba a Satanás. En lugar de que a mis padres les diera coraje,
se empezaron a reír de tantas estupideces que decían las señoras.

140
Sin embargo, al ver que no se podía llegar a ningún acuerdo
con ellas, mi padre decidió retirarse. Pero eso sí, les advirtió que
si me volvían a decir algo, él iba a actuar jurídicamente en contra
de ellas. Las señoras sólo se carcajearon y dijeron: “¡Pobres indios!”
Ellas ignoraban que nosotros ya estábamos hartos de sus insultos.
Por consiguiente íbamos a actuar.
Al siguiente día volvieron a insultarme, ya no les dije nada porque
sabía que sería la última vez que lo harían. Les comuniqué a mis
padres de lo ocurrido. De inmediato fueron al ministerio público y
levantaron una demanda en contra de aquellas personas. Ellos nos
dijeron que maltratar a un niño psicológicamente era penado hasta
con siete años de prisión. No nos tentamos el corazón y realizamos
la demanda.
Las señoras, ignorando lo que habíamos hecho, se sentían muy
confiadas de sí mismas. Para su sorpresa, al tercer día les llegó a su
domicilio una carta de cita al ministerio público para que se presen-
taran a declarar. Unos minutos después que leyeron el documento
–aún las veo– no me dijeron nada, hasta me extrañé porque ya me
había acostumbrado a los insultos.
Ya en el ministerio público declararon todo a favor de ellas.
Diciendo que nosotros éramos quienes las molestábamos. El juez les
dijo que ellas podían llegar a un acuerdo con nosotros para hacer
la paz y así nosotros retiraríamos la demanda. De lo contrario, de
probarse los hechos, serían encarceladas. Ya que el acoso y maltrato a
un niño no alcanza derecho a fianza, ellas espantadas aceptaron.
Al día siguiente nos citaron a ambas partes para ver qué solución le
dábamos al problema, nosotros acudimos, y también ellas. Nosotros
esperamos a ver qué nos decían ellas. Como que no querían, pero
se vieron obligadas y se disculparon con nosotros. Dijeron que no
volvería a suceder. Entonces nosotros les demostramos que somos
mejores personas, ya que las perdonamos. Pero eso sí, todo bajo
condición en el ministerio público de que si lo volvían a hacer serían
llevadas presas, ya que contaban con antecedentes penales.
De ahí en adelante las señoras ya no nos dicen nada, mantienen
un cierto respeto hacía nosotros. Aunque sé que de corazón no lo

141
sienten, pero de igual manera les dimos su escarmiento. Con el
tiempo nos cambiamos a otra comunidad ya que mi padre cambió de
trabajo. En la siguiente comunidad que llegamos todas las personas
eran muy amables
Esta es mi historia, espero que si alguien le llega a pasar lo mismo
nunca se de por vencido y luche por lo que quiere.

Lugar de origen: Sur de la Mixteca poblana


Lengua: mixteco

142
hablé con mis alumnos
y les pedí que no se portaran así con ángel

Rosibel Rodríguez Elías

Soy Rosibel Rodríguez Elías. A la edad de 4 años empecé a ir al


preescolar Martin Luther King, el cual se encuentra en San José Mi-
ahuatlán. Yo era monolingüe en español y en ese preescolar eran
bilingües, pero la mayoría de los niños eran monolingües en náhuatl.
Desde entonces soy bilingüe. Cursé dos años en ese preescolar.
A los seis años ingresé a la primaria Emperador Cuauhtemoc,
en la misma población. La escuela también era bilingüe. Ahí se me
facilitó más, porque ya hablaba bien el náhuatl. Y como los maestros
daban las clases en español y náhuatl, para mí no fue un problema.
Soy originaria de la comunidad de Calipan, Coxcatlan, Puebla.
Viajaba todos los días a San José, ya que mi mamá era maestra de
esa comunidad. Así cursé la primaria. Con mis compañeros me
comunicaba en náhuatl, porque ellos así se comunicaban y sólo para
dirigirse a los profesores utilizaban el español.
A los 12 años ingresé a la secundaria Plan de San Luis, en Calipan,
mi lugar de origen. Ahí eran monolingües en español, por lo que
dejé de hablar náhuatl. Pero nunca sentí vergüenza, al contrario, me
daba indignación cuando decían que los que hablaban alguna lengua
indígena es por que eran unos serranos ignorantes. Que éramos unos
indios poca cosa y que ellos eran más que unos simples serranos. Esas
cosas no me gustaban.
A los 15 años ingresé a la preparatoria federal Otilio Montaño, en
Coxcatlán, que queda a 15 minutos de Calipan, donde vivo.
A los 18 años empecé a trabajar en el magisterio como maestra
de educación indígena. La escuela donde presto docencia se localiza
en San José Miahuatlán, en la parte sureste del estado de Puebla. Al
norte colinda con San Gabriel Chilac, Altepexi y Zinacatepec, y al
oeste con Zapotitlán Salinas. Su nombre etimológico es Miahuatlan:
se deriva el náhuatl y proviene de los vocablos miahuatl: espiga del

143
maíz y tlan: entre o junto. Significa entonces “entre las espigas de la
caña del maíz”.
Esta comunidad cuenta con los siguientes centros educativos: un
preescolar, dos primarias, una estatal con dos turnos, matutino y
vespertino, y una federal bilingüe, una telesecundaria y un bachi-
llerato.
Ahora laboro en la escuela primaria federal bilingüe Emperador
Cuauhtemoc. Esta escuela es de organización completa y tiene 19
grupos y un director. Trabajo en el grado de 2° “C” con un total de
32 alumnos, con los cuales he encontrado algunos casos de discrimi-
nación social.
El primero es de un niño que es el hijo del presidente municipal.
Cree que por ser hijo de tal tiene la facultad de sobajar, mangonear,
pegar y gritarles a sus compañeros. Hasta a mí me ha perdido el
respeto. Esto ha generado conflicto con los demás niños y padres
de familia, ya que se encuentran molestos por la manera en como
ese niño trata a sus compañeros del salón. Lo más grave es que sus
padres no se presentan las veces que los he citado. Por ello he llegado
a suspender al niño, y el director ha hablado con dicho niño, pero
parece que no oye razones. Lo peor es cuando el director habló con
su mamá, pues le dijo que no tenía tiempo y que su hijo no era
capaz de tales cosas. Los demás padres no se atreven a reclamarles
por temor a que tomen represalias contra ellos.
Otro caso relevante dentro del salón de clases es con un niño que
se llama Ángel. Él va a la escuela con su ropa rota, un poco vieja y
descalzo. Ese niño es muy humilde. En su casa son 11 hermanos y a
sus padres no les alcanza para mantenerlos a todos. Este niño, Ángel,
trabaja por las tardes con un tendero para ganar su comida y comprar
sus cuadernos y material para la escuela. Por eso sus compañeros lo
ven como cualquier cosa. Le pegan, le gritan que es un cochino, que
no tiene que comer, que es burro y cosas de ese tipo. Por lo que Ángel
había dejado de ir a la escuela.
Después de cuatro días de faltar lo visité en su casa. Le pregunté
por qué ya no iba a la escuela, que si estaba enfermo o qué era lo que
le ocurría. Me contó que se sentía muy poquito para sus compañeros.

144
Que todos llevan sus zapatos y su ropa nueva, bonita. Que él ya no
quería ir a la escuela. Entonces lo motivé. Le hice ver que uno vale
por lo que uno es y no por lo que trae puesto. Le expliqué que si
seguía estudiando y le echaba ganas y aprendía bien él iba a poder
ser algún profesionista y tener lo que él quisiera. Después de tanto lo
animé y me prometió que sí iba a seguir yendo a clases.
Y sí, en verdad, al otro día, jueves, regresó a clases. Le compré unos
huaraches y el niño ahora asiste contento, cumple con las tareas, es
aplicado, le gusta aprender y sigue yendo a trabajar con el tendero. Él
se siente más contento, trata de llevarse con todos y como hablé con
mis alumnos y les expliqué que no se portaran así con Ángel. Que él
no tenía la culpa de ser tan pobre. Que no se burlaran de él, ya que
cualquiera de ellos podría estar en su lugar y no les iba a gustar que
los trataran así. Y sí, los niños han mejorado su relación con Ángel.
Ahora voy a contar esto. En la comunidad, como ya lo he
mencionado, hay dos escuelas primarias, una es estatal y sólo dan
clases en español, pero los niños son de lengua materna náhuatl.
La otra escuela, donde trabajo, es federal bilingüe y se imparten las
clases en español y en náhuatl. Los padres que mandan a sus hijos a
la escuela estatal dicen que es porque no quieren que sus hijos sigan
hablando náhuatl. Que es mejor aprender bien el español, porque el
náhuatl ya no lo deben aprender sus hijos.
A la escuela estatal van los que tienen más posibilidades econó-
micas y a la escuela bilingüe –dicen– sólo asisten los pobres. Ya que
en la otra escuela piden cooperaciones, material de trabajo y todo lo
piden más caro. Pero la realidad es que la escuela primaria bilingüe
cuenta con 676 alumnos y a la escuela estatal van 532 alumnos en
dos turnos (vespertino y matutino). Los padres mandan a sus hijos a
la escuela bilingüe porque cuenta con el mejor nivel académico. Esto
se ha demostrado en olimpiadas de conocimiento que se han llevado
a cabo en la misma comunidad de San José Miahuatlán.
El personal educativo de la escuela estatal ha llegado a sobajar a
los maestros bilingües por su forma de vestir. Ya que los de la escuela
estatal van a dar clases de corbata, saco y su portafolio. Las profe-
soras van muy elegantes con zapatillas, vestidos largos y grandes, con

145
un gran peinado y nos dicen “que nosotros vamos como placeros”.
Que en nuestra escuela no se sabe quién es el profesor o el padre de
familia. Que nuestro sueldo es como el de simples barrenderos y ni
siquiera sabemos hablar correctamente. Que ellos han estudiado en
buenas escuelas. Que ellos si son profesores, no como nosotros que
“¡somos unos pobres indios!”
Este tipo de conflictos se ha visto en el transporte, pues nos
vamos en la misma combi hasta la comunidad donde trabajamos.
Ellos no se quieren sentar junto a un maestro bilingüe. Se sientan
juntos y abarcan mucho, de manera que uno, como es bilingüe, se
vaya parado o no se sube en ese mismo transporte.

Conclusión

Como alumna y como profesora se me hace ridículo que discriminen


a una persona sólo por el hecho de no vestirse bien o no traer puesto
algo caro. Por no poder expresarse bien, ya que uno lo dice de manera
más sincera. Sin embargo, los que se dicen educados, modernizados,
los no indígenas, son los más falsos, los más hipócritas.
La discriminación social ha existido desde la época colonizadora.
Los españoles vieron a los aztecas como inferiores a ellos. Los menos-
preciaron y los humillaron, pero en cambio los aztecas eran más, en
cuanto a sus conocimientos, a sus creencias y a sus valores.

Lugar de origen: Calipan, Coxcatlán


Lengua: náhuatl

146
ni mi papá ni sus compañeros
sufrieron discriminación

Lizbeth Rojas Sebastián

Bueno, empiezo a narrarles primero de mis padres. Lo que respecta


a mi papá, por lo que me contó, ni él ni ninguno de sus compañeros
tuvieron problemas de discriminación ni racismo en la educación
básica. Pero mi mamá me platicó que cuando entró a estudiar la pri-
maria no hablaba el español, hablaba su lengua materna (el mixteco),
y sus maestros la regañaban.
Les decían a los alumnos que si los escuchaban hablar esa lengua
–los maestros le llamaban dialecto– les iban a pegar. Comenta mi
mamá que como ellos no sabían hablar bien el español la maestra
les pegaba con vara, con el borrador, con la regla y a veces, incluso,
les daba de cachetadas. La única forma para que no les regañaran y
pegaran era hablar su lengua en el recreo o a escondidas.
Tenía compañeros a los que se les dificultaba aprender rápido el
castellano y, pues, hablaban su lengua materna. Los maestros, según
que por desobedecerlos, los castigaban de una manera muy cruel. A
uno de los seis compañeros de mi mamá, Juan (aún vive) un día lo
dejaron parado en el agujero de un hormiguero y con dos piedras,
una en cada mano. Otro de los castigos consistía en acarrear agua
del río que estaba como a media hora de la escuela, eso era para
que se les quitara lo ignorante y burro. Los castigos traían como
consecuencia que los compañeros de mi mamá ya no quisieran ir a
la escuela, preferían ir al campo con sus papás a sembrar o a cuidar
chivos. Los que siguieron estudiando la primaria hasta terminar
siempre tuvieron un problema: no hablaban bien su lengua materna
ni el castellano.
En la secundaria mi mamá fue a Tlaxiaco, Oaxaca. Ahí ya no
tuvo problemas porque era una secundaria rural, y, en la prepara-
toria, no tuvo ningún problema de este tipo.
En cuanto a mí, para empezar, no fui al kínder porque en donde
vivía y trabajaba mi papá no había kínder –era la escuela primaria

147
federal bilingüe Alma Mixteca. Era y es una primaria multigrado de
la comunidad de Santo Domingo, Tonahuixtla. El kínder empezó
a funcionar cuando iba en tercero de primaria. Así que entré a la
primaria cuando cumplí seis años.
Del primer al tercer grado de primaria no viví ni tampoco observé
algún tipo de discriminación con mis compañeros; pero en cuarto
grado tuve una compañera que era más grande que todos nosotros,
se llamaba Teresa. En aquel entonces ella tenía como 14 años y mis
compañeros se burlaban de ella porque, según ellos, ya estaba vieja
para estudiar, que mejor se fuera a su casa.
Cuando nos ponían a ensayar bailables los niños se burlaban de
ella, pues, como es de suponerse, una niña de esa edad ya estaba
desarrollada físicamente. Le hacían tanta burla que se ponía a llorar
y le preguntaba a las maestras por qué los niños no la querían, y ellas
le contestaban que no les hiciera caso. Tal era el daño que le causaban
esas burlas que mejor se salió de la escuela.
En quinto y sexto año de primaria tuve un compañero, Eine Be-
nítez, provenía de una familia humilde y numerosa, no contaba con
suficiente solvencia económica y vestía de forma sencilla, veía cómo
mis demás compañeros lo maltrataban, lo miraban de mala manera,
casi no le hablaban y si lo hacían era solamente para agredirlo ver-
balmente, le decían palabras ofensivas como mugroso, pordiosero o
piojoso, esto ocurría cuando la maestra no estaba presente. Incluso,
me acuerdo bien de un compañero que se llamaba Adán, éste se me
acercó y me dijo que no le hablara a Eine “porque es un pobretón”,
¡ah! porque para esto Adán se creía de dinero según él nada más
porque usaba tenis, en aquellos años los Panam. Ese comentario me
hizo enojar mucho, en primer lugar porque cómo era posible que
se expresara así de su primo, y en segundo, mis padres aun siendo
profesores de la primaria no me inculcaron ese tipo de educación,
es decir, dentro de la institución era una alumna más, y que todos
somos iguales.
Antes, las bancas de la escuela eran para dos alumnos. En el salón
éramos 15 y por lógica un compañero se sentaba solo –Eine siempre
se sentaba solo. La maestra les decía a mis compañeros que nos

148
teníamos que rolar, para que a cada uno nos tocara sentarnos solos
alguna vez, pero cuando tocaba sentarse con Eine, algunos ponían
cara de desagrado y no le dirigían la palabra. Preferían sentarse solos
a estar sentados junto a él.
Al observar esto le dije a mi maestra Silvia que yo quería sentarme
en todas las clases con Eine. La maestra dijo que no había problema
y a raíz de eso empezó una amistad muy bonita con mi compañero.
Primero me costaba sacarle algunas palabras, pero poco a poco se
fue abriendo. Me dijo que él no hablaba mucho porque los demás
compañeros se burlaban de él y no quería tener problemas con ellos.
El tal Adán me dijo que no me siguiera sentando con Eine: “porque
era mugroso y piojoso y cómo era posible que la hija del maestro se
llevara con un pordiosero”, pero nunca le hice caso.
En sexto año sucedió algo muy especial. En el salón hicimos un
intercambio de regalos entre los compañeros, claro, que no fuera
caro, y dio la casualidad que a Eine le tocó darme regalo a mí. Es algo
que nunca voy olvidar, él me dio una carta, un lápiz y un lapicero
envuelto en una bolsa se Sabritas. Lo poco que me acuerdo de la carta
decía: “Liz, gracias por hablarme y ser mi compañera, cómo es que
me hablas si yo soy tan pobre, tan pobre soy que no pude comprar
un regalo bonito para ti y envolverlo en papel de regalo. El lápiz y
el lapicero me lo dieron mis padrinos para que los usara aquí, en
la escuela, pero como ya tenía unos los guardé y son los que te di,
pero te los doy de corazón.” En el momento que me dio el regalo el
impulso que tuve fue darle un abrazo, un beso en la mejilla y se me
salieron las lágrimas. Le dije que era el mejor regalo que me habían
dado, pues lo que cuenta es la intención.
Mis compañeros lo vieron con desprecio, pero al día siguiente le
empezaron hablar y empezaron a jugar con él –me pregunté por qué
le hablaban y jugaban con él si sólo un día antes no le dirigían la
palabra. Mucho después comprendí el porqué.
Ingresé a la escuela secundaria federal Fray Bartolomé de las
Casas. El traslado a esta secundaria lo hacía diariamente a pie, ya
que se encontraba relativamente cerca, caminando hacía aproxima-
damente veinte minutos. Era una secundaria muy grande, con varios

149
grupos de todos los grados y dos turnos: matutino y vespertino. En el
turno matutino había seis grupos de primero, segundo y tercero y en
el vespertino, en el cual yo iba, había cinco de los tres grados.
En el primer año de secundaria empieza una a conocer a los
compañeros, maestros, las diferentes materias, talleres y a acoplarse
al cambio de ambiente, en éste no pasó nada de discriminación o
racismo.
En segundo grado de secundaria fue cuando observé, por parte
del maestro Benito, de Educación Física, que maltrataba a un com-
pañero. Nos puso a correr en el campo de futbol y de repente, sin
motivo alguno, le pegó en el estómago con un bat a mi compañero
Rogelio. El golpe le provocó que se cayera de rodillas. El maestro se
acercó y le dijo que se levantara “que siguiera corriendo, porque si no
le iba a pegar otra vez.” Pero tal era el dolor que mi compañero no
podía levantarse y estaba llorando. El maestro regresó para pegarle
otra vez, pero mis compañeros no se lo permitieron y se molestó. Le
preguntaron por qué le había pegado y él contestó “porque se me
pegó la gana”. A esta respuesta mis compañeros indignados le con-
testaron que “no lo volviera hacer, porque se las iba ver con ellos, y lo
íbamos a reportar con el Director”. Se enojó y se fue.
Después le preguntamos a Rogelio por qué le había pegado el
maestro, él contestó que no sabía, que él iba corriendo y de repente
el maestro le pegó sin motivo alguno. Pero agregó: “no era la primera
vez”, en otras ocasiones lo agredía de forma verbal, le decía que no
valía nada, “que era un muerto de hambre, un indio que no tenía
nada que hacer en esa escuela.” Tenía ese comportamiento solamente
con él y le preguntamos la razón, nos confió que todo empezó
cuando él defendió a su hermana María, que estaba en tercer año de
secundaria. El maestro Benito quiso manosear a su hermana y él la
defendió. Y el maestro todavía se dio el lujo de amenazarlos, les dijo
que nadie les iba a creer: que era su palabra contra la de ellos.
Esto lo hacía porque ellos no tenían a sus papás, pues los abando-
naron cuando estaban en quinto de primaria. Los del grupo C, o sea
nosotros, éramos los rebeldes del turno de la tarde y si algo no nos
parecía lo comentábamos con el director. Reportamos al profesor

150
por sus actitudes y lo cambiaron al turno matutino, pero no duró
mucho: lo corrieron porque seguía haciendo de las suyas.
En tercer año de secundaria observé dos cosas: la primera fue
que mi compañera Felipa estaba regañando a su mamá porque había
ido a la junta de la escuela y no quería que entrara al salón. Le decía
que se fuera y que no la quería ver ahí. A mis compañeras y a mí
nos dio la impresión de que se avergonzaba de su mamá por ser de
condición humilde. La segunda, bueno, pues que de igual forma
teníamos un profesor de nombre Faustino Castelán. Era de prefe-
rencias sexuales diferentes, algo muy fácil de percibir ya que sus
expresiones y ademanes eran más que obvios. Al contrario de lo que
conté anteriormente, este profesor era objeto de burlas y agresiones
verbales por parte de alumnos y demás personas.
Por último, la preparatoria. Cursé mis estudios en el Bachillerato
Tecnológico Agropecuario Núm. 184. Ubicado igualmente en la
ciudad de Acatlán de Osorio, Puebla. Queda aproximadamente a
media hora caminando y en carro como a 15 minutos. En carro casi
nunca iba, tenía que caminar casi todos los días. En algunas ocasiones
me iba en bicicleta, cosa que también era un poco raro, tenía que ir
por la carretera, pasaban los carros, y era un tanto peligroso viajar
de esa manera. Por eso caminaba por una vereda a unos metros de
la carretera y además un poco profunda, en esos tiempos era muy
seguro caminar por ese lugar y además no era la única ya que era el
camino de varios alumnos de esta institución.
En esta escuela se imparten dos carreras: la de Técnico Agrope-
cuario y la de Técnico en Informática, que es la que yo estudié. La
institución está ubicada a las afueras de la ciudad, enclavada en un
cerro, es una escuela muy grande con varios grupos de los tres grados
y de las dos carreras. En esta etapa, al igual que en las anteriores,
solamente vi diferentes tipos de agresión, maltrato y racismo en
contra de los compañeros que tuve, por lo regular esto se daba muy
seguido con los que no eran de la ciudad y venían desde muy lejos a
estudiar.
Buscando un futuro mejor lo único que encontraban eran malas
caras y maltratos por parte de los mismos compañeros. Muchos de

151
ellos mejor optaban por desistir de estudiar y regresaron a sus lugares
de origen, para no ser objeto de este tipo de agresiones –cosa que
lamento mucho ya que por esto dejaron atrás sus sueños y deseos de
superación. Las personas a veces somos muy insensibles y al momento
de agredir a los demás no medimos las consecuencias que puede traer
a la vida de otras personas. Digo esto porque lo que más vi, en todo
este periodo de educación, más que golpes y demás formas de discri-
minación, una fuerte agresión verbal hacia los compañeros.

Comentario:

Tanto la discriminación como el racismo son problemas que están


presentes en la sociedad, y están ahí porque los individuos, en su afán
de ser mejores personas, se ensañan con las libertades de cada indi-
viduo, con su derecho a ser único e individual. Ejemplos de estos ve-
mos muchos. Cuando, por ejemplo, se descargan las agresiones con
insultos hirientes a las razas, como “¡tenía que ser negro!” Muchos
conflictos del planeta se convierten en guerras, o en persecuciones
campales contra las razas, por parte de quienes no aceptan la convi-
vencia con personas diferentes a ellos.
En este país es la falta de cultura lo que produce la discrimi-
nación. Es por eso que en situaciones donde las acciones de margi-
nación, exclusión y estigmatización continúen presentándose
como racismos verbalizados, como anuencias mudas pero también
cómplices, compartidas por muchos de “nosotros” frente a “ellos”, el
mundo de la vida social permanecerá como un espacio racializado:
espacio impregnado de odios y humillaciones.

Lugar de origen: Sierra Mixteca


Lengua: mixteco

152
mis papás eran profesores del medio indígena,
pero no fuimos a esas escuelas…

Yadira Bonilla Nicolás

Cuando salí del kínder mis papás no pudieron asistir porque trabaja-
ban lejos y además no entraban los coches. Aparte el día que fue mi
clausura, como son maestros, también a ellos les tocaba cerrar el ciclo
escolar en sus escuelas, y les era muy difícil faltar. No fueron.
El día que entré a la primaria mis papás nos tuvieron que llevar
a vivir a Cuetzalan. Les había tocado trabajar otra vez en la misma
comunidad, así que tuvimos que cambiar de domicilio. Mi mamá no
podía estar lejos de nosotros y tuvimos que hacer nuevos amigos en
la escuela.
La que nos llevó a inscribir fue mi mamá, luego fuimos a la
papelería a comprar nuestros útiles y me compró una mochila. Me
gustó mucho, pues tenía dibujada una luna con una niña sentada.
La mochila era azul y se colgaba en la espalda, esa fue mi primera
mochila.
Recuerdo que la maestra que me tocó en primer año de primaria
se llamaba Cecilia, no me gustaba cómo daba la clase, porque cuando
te tocaba pasar al pizarrón y no podías resolver alguna cuenta te
pegaba o, si no, te jalaba las orejas. A mí me tocó un día pasar a
resolver el número perdido, pero como no supe que número tocaba
fue y me jaló las orejas. Me puse a llorar y me regañó.
Cuando llegué a la casa la acusé con mi mamá. Ella fue a hablar
con la maestra y le preguntó por qué había hecho eso. La maestra
dijo que yo le había pegado. Le dije a mi mamá que no era cierto y
decidió mi cambió de maestra, me fui con otra que se llamaba Lili.
Ella era muy paciente con los alumnos y no nos pegaba. Desde el
día que me jaló las orejas la maestra Cecilia me daba miedo pasar al
pizarrón. Fue como un trauma que se me quedó grabado y después
me costaba trabajo participar cuando me lo pedía la maestra.
La escuela donde estudié la primaria se llama José María Gutiérrez
y no pertenecía a la educación indígena. Los niños que asistían eran

153
de la misma ciudad y yo no tenía compañeros que hablaran alguna
lengua indígena. Los que hablaban otra lengua estudiaban en sus
comunidades. Aunque mis papás pertenecen al medio indígena
no nos mandaron a esas escuelas, porque en Cuetzalan sólo había
monolingües en castellano.
Cuando pasé a quinto año había una maestra que se llamaba
Margarita. Ella sí discriminaba a los niños que iban pobremente
vestidos y no dejaba que se le acercaran. Como su hija estudiaba en
el mismo salón quería que participara en todos los concursos acadé-
micos y no le gustaba que perdiera, por eso le ponía más atención a
ella que a los demás alumnos.
En cuarto de primaria tuve un maestro que se llamaba Calixto y
ya falleció, cuando te acercabas a que te revisara la tarea se empeñaba
en tocarte las piernas, y si tú no decías nada él seguía tocándote. Una
compañera lo acusó con su mamá y, ésta, a su vez, con el director. Lo
despidieron. Fue un caso muy sonado el de este maestro. Creo que
como ya estaba viejo no le importó mucho.
Como en la escuela los maestros que nos tocaban conocían a
mis papás, siempre nos tomaban en cuenta en los bailables, pero era
porque no a todos los niños los apoyaban con la ropa.
Recuerdo que una vez mi papá me dijo que bailara, o sea que les
enseñara cómo iba a participar, porque ellos no podían ir, y, como no
quise enseñarle, que me pega y que me pongo a bailar llorando. Mis
hermanos nada más se reían de mí.
Cuando salí de la primaria mis papás sí asistieron a mi clausura,
porque tenía un reconocimiento por haber obtenido buen promedio
en los seis años de primaria y porque participaba en la escolta. Me
prepararon una comida para festejar, recuerdo que ese día fue muy
bonito porque estuve con mis papás.
Una vez invitaron a mi mamá para que fuera madrina de una
niña en una comunidad de Cuetzalan. Nos llevó a la casa de la
niña, pero antes de entrar los papás salieron y empezaron a echar
incienso para recibir a su hija. Posteriormente rezamos y los papás
dijeron unas palabras. Mi mamá también hizo lo propio. Cuando
entramos, los familiares de la niña le empezaron a dar la bendición

154
y le dijeron cosas para su propio beneficio. Ahí me di cuenta que no
todos celebraban de la misma manera la salida de algún hijo, todo
depende de la comunidad de donde vienes y de las costumbres de
cada pueblo.
Cuando me tuve que ir a estudiar la secundaria pensé que
estudiaría en Cuetzalan, pero mi papá decía que no podía ir a esa
escuela porque los maestros no eran muy buenos, porque a cada rato
faltaban. Entonces me mandaron a Zacapoaxtla, pero en la escuela
de Cuetzalan los alumnos asistían de las comunidades cercanas. No
había secundarias y tenían que caminar para poder llegar a la secun-
daria de este municipio, me tocó ver que iban niñas a esa secun-
daria vestidas con su ropa típica, cuando no llevaban el uniforme.
Los niños no llevaban su ropa, pero sí se ponían su sombrero. En
esa secundaria, ninguno de los maestros hablaba alguna lengua
indígena. Pertenecían a otro sistema, o sea, a otra sección que no era
de educación indígena. Me platicaban mis papás que a los niños que
iban se les dificultaba porque no hablaban muy bien el español.
La secundaria de Zacapoaxtla se llama 5 de mayo, ahí asistían
también compañeros de las comunidades cercanas a Zacapoaxtla
como, los de Tatoxca, Comaltepec y San Carlos. Ellos sí hablaban
alguna lengua indígena, pero no en la escuela porque les daba ver-
güenza.
Una de las experiencias que tuve es que una de mis amigas me
platicó que ella hablaba el náhuatl y que había un concurso para
una beca. Teníamos que hacer un examen de la lengua que hablá-
bamos. Le dije que no sabía mucho y que tal vez no lo iba a pasar,
pero fuimos. A la hora que me tocó participar les dije algunas cosas
que ellos me preguntaron, como en qué trabajaban mis papás –todo
lo tenía que contestar en náhuatl. Yo sabía que no lo iba a pasar,
porque no sabía mucho, lo poco que sabía lo iba aprendiendo de la
señora que trabajaba en la casa, porque ella hablaba en náhuatl y me
enseñaba algunas cosas. Es así como aprendí.
Cuando me dieron la respuesta sabía que había sacado una baja
calificación y no me podían dar la beca, pero a mi amiga sí se la
dieron. Entonces cuando llegué a mi casa, el viernes, les platiqué a

155
mis papás y me preguntaron si me gustaba el náhuatl, les dije que
sí, y empezaron a enseñarme a escribirlo y a hablarlo. Los sábados
estudiaba mi lengua, porque los domingos me tenía que regresar a
Zacapoaxtla para ir el lunes a la escuela.
En la secundaria los maestros tampoco hablaban alguna lengua
indígena, ahí nos enseñaban el inglés. Mis compañeras que hablaban
y escribían bien el náhuatl no se les dificultaba hablar en inglés,
tenían más facilidad para pronunciarlo.
Cuando terminamos la secundaria ellos tenían su forma de
recibir a sus hijos, los recibían con un guajolote y cuando cumplían
sus quince años les tocaba a los padrinos y bailaban con el guajolote
y con la comida alrededor de la quinceañera. Posteriormente se les
rocía de incienso a los padrinos y luego van los papás de la muchacha
a bailar con el animal y con la canasta de la comida. Cuando se
termina la fiesta, los papás entregan en una canasta la comida que se
les va regalar a los compadres.
Me platica mi mamá que cuando a un señor le gustaba alguna
muchacha y todavía era pequeña, hablaban con los papás y llegaban
a un acuerdo para que la niña quedara apartada. Entonces el hombre
tenía que entregar cada fin de semana su despensa, para que la niña
fuera comiendo y cuando estuviera ya grande se la entregaran, porque
ya la había mantenido. Tenía todo el derecho de exigir a su prometida
y, si la muchacha no le era de su agrado, el fulano no se podía echar
para atrás, porque ya la había mantenido durante su crecimiento. Los
papás tenían que obligar a la hija a casarse con el señor, porque si no
lo hacía podía caerles la maldición a los papás por no casar a la hija
con la persona que habían quedado.
Mi papá siempre nos recordaba, cuando íbamos a estudiar a otro
lado, que teníamos que echarle ganas, porque a él sus papás no lo
apoyaron para que estudiara. Él solo tuvo que hacerlo, con la ayuda
de uno de sus maestros de la comunidad donde estudiaba. Él nació en
el estado de Veracruz y sus papás siempre se dedicaron al campo, por
lo mismo no le tomaban tanto interés para que sus hijos estudiaran.
Mi papá dice que a él nunca le gustó el campo, porque se quemaban
mucho en el sol y no les pagaban por sus cosechas lo que valían.

156
Él siempre tuvo en la mente que tenía que salir del pueblo para
superarse, su papá le decía que “si el gobierno le iba a dar de comer” y
le tiraba sus libros o, a veces, se los escondía. Así que mejor los dejaba
en la escuela para que no se los rompiera. Como era un alumno
destacado los maestros lo llevaban a participar en concursos acadé-
micos y, siempre sacaba el primer lugar, entonces empezó a conocer
otro tipo de vida porque lo llevaban a la ciudad.
Un buen día tomo la decisión de irse de su casa para seguir
estudiando. Entró a un internado con la ayuda del maestro que lo
apoyaba y se fue a Querétaro. Ahí terminó lo que estaba estudiando,
se recibió y empezó trabajar.
Después regresó por sus hermanos para que ellos también
estudiaran y no se dedicaran a trabajar en el campo. Mi padre, hasta
la fecha, sigue estudiando. Como también le gusta el basquetbol se
metió a trabajar como árbitro de la federación del estado de Puebla y
le va muy bien. Todos sus sueños los ha hecho realidad.
A mi mamá, por el contrario, siempre la apoyaron en su prepara-
ción. Por donde vivía estaba la escuela pero del tercer año no pasaban.
Entonces tuvieron que mandarla a otro lado a estudiar junto con sus
primos. Concluyó sus estudios, pero a ella no le costó tanto trabajo
como a mi papá, porque él tenía que trabajar y estudiar para poder
terminar su carrera. Si trabajaba era para sus cosas personales.
Cuando terminó la mandaron a la zona donde vivía. No se le di-
ficultó trabajar con los niños porque ella hablaba la lengua náhuatl.
Mientras que a mi papá sí, porque él había aprendido el totonaco y lo
mandaron a la zona donde se habla el náhuatl. A él si le costó trabajo
entender a los niños: ahora habla el totonaco, el náhuatl y también
el inglés.
Cuando me fui a estudiar la preparatoria a Zacapoaxtla los
compañeros que me tocaron eran de diferentes regiones unos eran
de Veracruz, otros de Huehuetla, Zapotitlán, Distrito Federal y
uno de Monterrey. O sea que había chile con huevo en mi salón.
Cuando entraron estos chavos foráneos, como que se sentían la gran
cosa porque venían de otro estado, como que se sentían superiores
a nosotros, que éramos de ahí. Luego nos enteramos del porqué

157
estaban con nosotros. Nos empezaron a caer muy mal porque ponían
la discordia en el salón.
Supimos que los habían expulsado de sus escuelas, y como tenían
familia en Zacapoaxtla, habían regresado. Llevaban sus pantalones
cholos a la escuela y el director los regresaba, luego querían fumar
adentro de la escuela y no obedecían al maestro: y, como ya les había
aburrido a los maestros esa conducta, los expulsaron. Ninguno de los
maestros que me tocaron hablaba alguna lengua indígena. Algunos
hablaban lenguas extranjeras: el francés y el inglés. En esa escuela
se impartían talleres como computación, contabilidad y otros, pero
nunca nos inculcaron la conservación de nuestra lengua porque la
mayoría no la hablaba, porque la lengua materna de casi todos mis
compañeros era el español.
Mi lengua materna es el español y como segunda lengua el
náhuatl. Aunque me cuesta trabajo hablarlo con los niños, porque
algunas cosas no les entiendo, trato de pedir apoyo los padres de
familia para que me expliquen. No tengo cerca a mi mamá para que
me explique el náhuatl y recurro a los padres de familia con el fin de
que me echen la mano con sus hijos, para que sigamos conservando
las costumbres y tradiciones de nuestros lugares de origen. Pienso
que como va la globalización pronto desaparecerá todo lo que nos
identifica como mexicanos.
Si nosotros como maestros no preservamos nuestras lenguas, y no
valoramos lo que tenemos se perderá, creo que las personas extran-
jeras valoran más nuestra cultura que nosotros mismos.
Gracias a que mis papás me enseñaron, pude entrar a estudiar en
esta universidad que se preocupa por conservar nuestras costumbres
y por la gente indígena de las diferentes zonas del estado de Puebla.
Con el apoyo de la universidad más maestros podremos impartir
nuestros conocimientos en todos los rincones de nuestro estado y
apoyar a la gente que todavía piensa en conservar nuestras costum-
bres y tradiciones.
Gracias a la señora que nos cuidó, por ella me empezó a interesar
hablar el náhuatl, porque cuando íbamos al mandado se ponía a
platicar con la gente. Y yo le preguntaba qué decía, y me iba diciendo,

158
así empecé a entenderle. Desafortunadamente ella falleció, pero me
dejó el gran recuerdo de mi lengua… también me enseñó cómo
bordaba la ropa típica que se ponía.

Lugar de origen: Cuetzalan


Lengua: castellano y náhuatl

159
en los pueblos
los niños tienen que trabajar en el campo

Homero Martínez García

Mi investigación ha sido de mucho interés, porque fue el caso de un


amigo que se llama Miguel Flores Abasolo. Él me contó que cuando
estudió la primaria en San Miguel Tzinacapan había un profesor
de nombre Erasto, que era un profesor muy estricto educativamente
hablando. De acuerdo con Miguel si no le entregaban trabajos los
castigaba muy feo. Los ofendía y les gritaba muy fuerte. Su técnica
para castigar era pegarles con una vara muy delgada en donde les to-
cara, al profesor no le importaba si al alumno le pegaba en la espalda
o en cualquier parte de su cuerpo.
Pienso que esa manera de castigar está mal, porque en vez que los
niños te agarren confianza ellos te tienen miedo, no quieren interac-
tuar contigo, se cohíben mucho. Desde mi punto de vista el castigo
es lo peor que puede suceder, claro sin olvidar la discriminación.
Por causa de lo que le pasó, mi amigo Miguel ya no quería ir a la
escuela, siempre llegaba a la escuela con el miedo de que le pegaran
otra vez. Y a veces no iba a clases porque no tenía tiempo de hacer
la tarea, porque se iba al rancho y no le daba tiempo ni de bañarse.
Todo eso influía.
Pienso que en eso influían mucho los padres porque hacían que
el niño fuera al rancho durante la semana. Mi amigo me comentó
–y también lo viví– que en los pueblos la manera de vivir es muy
diferente a la ciudad. ¿Por qué digo esto? ¡Veamos! En los pueblos
los niños deben de trabajar en el campo para poder apoyar a su
familia. A los papás no les importa que tengas trabajos de la escuela,
tú debes de obedecerlos cuando te piden que vayas al rancho a dejarle
la comida a los papás o a los hermanos. Cuando regresabas apenas
te daba tiempo de comer y bañarte, y te ibas a la escuela sin hacer
tus trabajos escolares. En la ciudad no ocurre eso, allí los niños se
dedican a la escuela y realizan una que otra actividad, pero siempre
en beneficio de ellos.

160
En los pueblos no están acostumbrados a ponerse zapatos, algunos
por falta de recursos económicos. Mi amigo Miguel cuenta que
sus papás no tenían dinero para comprarle ropa y zapatos nuevos.
Entonces él llevaba ropa remendada e iba descalzo. El profesor obligó
a sus padres a que le compraran zapatos, porque –decía– “se veía muy
mal descalzo”. El profesor sabía que en el pueblo de San Miguel casi
no hay recursos económicos.
Fue muy feo lo que le paso a Miguel. Con todos esos problemas
prefirió no estudiar, pero dice que nunca va olvidar todos los
maltratos y humillaciones que recibió de su profesor Erasto. El
maestro ya murió, dicen que era de carácter muy fuerte. Con la
historia de educación que pasó Miguel te pones a reflexionar sobre
cosas relacionadas con la educación. A veces me pregunto: “¿estaré
educando bien a los niños? ¿No los he ofendido sin darme cuenta?” Y
pues me hago preguntas y me pongo a reflexionar.
Con todo esto creo que se deben adoptar medidas para eliminar
el castigo y la discriminación por motivos de género, raza, lengua,
religión, origen nacional, edad o discapacidad en todos los niveles de
la educación. También se deben respetar plenamente los derechos a
la educación de las personas que pertenezcan a las minorías, así como
a las poblaciones indígenas.

Lugar de origen: San Miguel Tzinacapan
Lengua: náhuatl

161
se nos dificultaba comprender
algunas palabras en español

Tomás Vázquez García

Mi nombre es Tomas Vázquez García. Nací el 28 de enero de 1978,


en una comunidad que se llama Zacatipan, en Cuetzalan, Puebla.
Esta comunidad está ubicada en la sierra norte de Puebla.
Cuando tenía cinco años mi mamá me inscribió en el preescolar.
Esta escuela lleva el nombre de Ty yoly y se ubica en la comunidad
de Zacatipan. Estaba cerca de donde vivo, aproximadamente a
quinientos metros de mi casa. Iba a la escuela caminando, en primer
lugar porque me queda cerca de mi casa y en segundo lugar porque
en la comunidad no hay combis como en la ciudad. Iba acompañado
por mi mamá y cuando terminaban las horas de clase mi mamá me
iba a traer de la escuela.
La escuela primaria lleva el nombre de Cuauhtémoc y también se
encuentra en la comunidad, a unos seiscientos metros de mi casa. Es
de organización completa. Están los seis maestros desde primer hasta
sexto grado y un director técnico.
Luego estudié en una telesecundaria, ubicada en la comunidad
de donde soy, Zacatipan. En la escuela telesecundaria laboran cuatro
maestros: tres maestros con grupo y un director técnico. De la escuela
a mi casa son más o menos ochocientos metros. Me iba caminado.
Cuando terminé la telesecundaria me inscribí en la preparatoria.
En mi comunidad no hay preparatoria, por tal motivo no estudié en
mi pueblo. La estudié en el municipio de Cuetzalan del Progreso,
Puebla. Lleva el nombre del Presidente Gustavo Díaz Ordaz. Es una
escuela particular.
Desde la comunidad de donde soy, Zacatipan, hasta Cuetzalan
está muy lejos. Son aproximadamente nueve kilómetros. Para trasla-
darme lo hacía caminando. Tardaba tres horas para llegar, porque
cuando empecé a estudiar la prepa todavía no había carros que
se dedicaran a pasajear de Cuetzalan a Zacatipan. Ahora ya hay
camiones.

162
El colectivo inició cuando iba en cuarto semestre de la preparatoria.
Cuando empezaron a trabajar las colectivas ya no me iba caminando,
me iba en una de ellas. Para mí fue algo que me benefició. La escuela
preparatoria era una escuela de organización completa. Cuando hice
la preparatoria la verdad me costó mucho, porque mis padres son de
escasos recursos económicos. En las mañanas trabajaba, nada más
medio tiempo, y en las tardes me iba a la escuela. Por las noches hacía
mi tarea, y gracias al esfuerzo que hice he podido salir adelante. Me
he dado cuenta que en esta vida nada es imposible, aunque a veces se
presentan cosas difíciles pero no imposibles.
Recuerdo que cuando todavía estaba en la telesecundaria había un
maestro que se molestaba porque nosotros, entre los compañeros del
grupo, platicábamos en nuestra propia lengua, el náhuatl. Él quería
que platicáramos todo en español. Él no hablaba el náhuatl. Decía que
no habláramos en náhuatl porque pensaba que estábamos hablando
mal de él. Siempre nos decía que éramos unos alumnos inútiles
porque no hablábamos bien el español. Y no nada más a nosotros
como alumnos, sino también a las personas de la comunidad.
Puedo contar que en tercer grado de la telesecundaria tenía una
maestra que también nos discriminaba por ser hablantes de una
lengua autóctona. Siempre se reía diciéndome que nunca iba a salir
adelante. Y esto no nada más me decía a mí, sino también a mis
compañeros.
Cuando estaba estudiando la preparatoria había un maestro que
me discriminaba porque venía de una comunidad y porque hablaba
el náhuatl. Casi no me tomaba en cuenta. El maestro les hacía más
caso a los compañeros que eran de ese municipio –estoy hablando del
municipio o mas bien dicho de la ciudad de Cuetzalan.
Cuando tenía alguna duda en la clase del maestro me acercaba a
él para que me explicara lo que no había entendido. Él siempre decía
que me esperara. Nada más me decía “¡ahorita te lo explico!” A mí
siempre se me dificultaba la materia de química y física y siempre
me acercaba con él para que me lo explicara. Lo único que me
contestaba era que me esperara porque estaba explicando a los demás
compañeros. Pero nada más les explicaba a ellos, cuando terminaba

163
de explicarles otra vez le decía que me explicara a mí porque tenía
dudas y siempre me decía lo mismo. Nunca me explicaba nada. No
sabía por qué no quería explicarme.
Pero una vez en la cooperativa el maestro estaba tomando un café
con otros maestros. Entré y escuché entonces que estaban platicando
sobre las clases que daban. El maestro que nos daba clases decía a sus
compañeros maestros que “a él no le interesaba que aprendieran los
alumnos que eran provenientes de las comunidades –decía– porque
los alumnos de las comunidades ya no van a seguir estudiando”. Por
tal motivo decía que “¡para qué!, le interesaban más los alumnos de
la ciudad porque ellos sí iban a seguir estudiando”.
Lo que hizo este maestro estuvo muy mal. Porque al platicarles
cómo estaba trabajando los otros maestros también empezaron a hacer
lo mismo. Empezaron a discriminar a todo alumno que fuera prove-
niente de alguna comunidad. Ellos lo tomaban como un problema
de incomprensión de parte nuestra. Es cierto que a quienes prove-
nimos de la comunidad se nos dificulta entender algunas palabras
en español. Por esta razón nosotros a veces no entendemos muy bien
la clase, porque el español no es nuestra lengua materna, para mí la
discriminación siempre ha sido una experiencia muy triste, pero aun
así pude salir adelante.

Lugar de origen: Zacatipan, Cuetzalan


Lengua: náhuatl

164
“¿sabe hablar náhuatl?”, me preguntaron
en la jefatura de educación indígena

Gabriela Flores Rosalino

El recuento de mi infancia en la escuela me hizo recordar los


momentos de mi vida y la manera en que algunos maestros todavía
mantienen métodos ortodoxos de enseñanza. Nací en un pueblo
llamado Ahuateno, Chicontepec, Veracruz. Ahuateno significa:
lugar de cedros. Chicontepec: siete cerros. La primaria a donde fui
se llama “Democracia” y la telesecundaria “Belisario Domínguez” y
se encuentran en el mismo lugar donde vivo. Al terminar emigré a la
ciudad de Puebla para conseguir un trabajo y seguir estudiando.
En Puebla me enteré del servicio educativo del conafe, donde
me becaron durante cinco años. Recibí un curso de capacitación de
dos meses en Izúcar de Matamoros. Luego, impartí la educación
primaria en una comunidad llamada “Los Cuartos” del municipio
de Chietla, en la Mixteca poblana, donde trabajé con un grupo
multigrado. Al término, cursé la preparatoria abierta en Puebla.
Finalmente, descubrí mi vocación pedagógica. Desgraciadamente,
mis recursos económicos no me permitieron estudiar en una escuela
normal, tanto por mi promedio como por ser de otro estado.
Entonces solicité una beca municipal en San Nicolás de los
Ranchos, que me fue concedida más por mi insistencia que por la
necesidad del presidente municipal de ofrecer buena educación.
“¿Sabe usted hablar náhuatl?”, me preguntaron en la jefatura de
educación indígena. Mi mente vuela veinte años atrás cuando asistía a
la escuela primaria de mi pueblo, allá en Chicontepec, en el estado de
Veracruz. La maestra sabía hablar en náhuatl como cualquier persona
nacida en esa región de la Huasteca veracruzana; sin embargo, ella se
oponía a que habláramos en nuestra lengua materna.
La lengua castellana no nos era desconocida, ya que la televisión
había llegado a mi pueblo desde que yo nací. Mi padre sabe hablar
el español y la lengua mexicana. Yo siempre lo escuchaba hablar en
español cuando lo acompañaba al mercado dominical de Chicon-

165
tepec, donde me gustaba asistir para oler los diferentes aromas que
despedían las mercancías traídas de las rancherías de la región de
habla Náhuatl y Huasteca. Los olores de la canela y el piloncillo
recién extraído del trapiche se confundían con el olor de las velas de
cebo y las manzanas chorreadas de Zacatlán, creando un ambiente
mágico de olores que mi nariz recibía con beneplácito.
Los días de escuela eran una especie de tortura mental donde la
maestra me hacía escribir decenas de planas por no participar los
lunes en la escolta, quiero decir, debido a que mi padre no tenía
dinero para tal efecto. La maestra, desgraciadamente, nunca se tomó
la molestia de preguntarme la razón de mi negativa. Desde muy niña
fui muy receptiva a los problemas económicos de mi familia y nunca
me gustó dar molestias de este tipo. A los ocho años ayudaba a mi tía
a elaborar pan de sal y de dulce para venderlo en el mercado, esto me
permitía obtener un dinero que me ayudaba a solventar mis gastos
del diario e incluso podía cooperar con la economía familiar.
Así pasé la mayor parte de mi infancia, entre la disposición caste-
llanizante de mi escuela y mi trabajo como vendedora dominical de
pan. El consuelo que tenía era el contacto con mi tía, con ella podía
platicar acerca de mis problemas personales. Lamentablemente mi
tía falleció cuando tenía once años de edad.
En la telesecundaria los problemas de educación lingüística dismi-
nuyeron debido a que el nivel de bilingüismo aumentó considerable-
mente en mi pueblo con la llegada de la luz eléctrica, y la construcción
de la carretera en 1964. Viene del pueblo de San Sebastián y llega
hasta la cabecera municipal de Chicontepec, en pleno corazón de
la Huasteca veracruzana. Durante este tiempo las carencias econó-
micas de mi familia se recrudecieron porque casi todos los hermanos
estábamos en la escuela y el dinero era escaso.
Para esas fechas mi padre ingresó a un programa económico
llamado pider (Programa Integral de Desarrollo Rural), creado por
el gobierno veracruzano para ayudar a las poblaciones indígenas de
la Huasteca. Gracias a este programa logré terminar la primaria y
posteriormente ingresé a la telesecundaria. En relación al uso de
la lengua indígena, la mayoría sabíamos más o menos expresarnos

166
en español, con excepción de los que venían de las rancherías más
alejadas. Ahí comencé a tener conciencia de lo que era discriminar
a las personas por su origen étnico. Pues si bien no se les impedía el
acceso a la educación, había un ambiente que denotaba un rechazo
velado para los que no sabían hablar español. Poca comunicación
con ellos, espacios privilegiados para unos cuantos, intolerancia para
las inasistencias debido al calendario agrícola y cosas por el estilo. Lo
anterior nos hacía tener una relación, cómo decirlo… infuncional; es
decir, artificial, sin ninguna empatía por ambos lados.
En el segundo año respiramos un poco de aire fresco pues nos tocó
en suerte un profesor alegre y joven que venía de un lugar llamado
Cerro Azul. Él se preocupó por aprender la lengua mexicana y nos
hacía hablar en ésta. Conoció las casas de sus alumnos y supo, en todos
los casos, lo difícil que era para algunos llegar hasta la secundaria.
Logró ganarse el cariño de todos nosotros, pues creía en nuestras
potencialidades que, por cierto, los maestros anteriores habían
aletargado al máximo. El profesor generó envidias entre los otros dos
docentes y el director. Entre ellos lograron sacarlo de la escuela para
ser transferido a otra más cerca del lugar donde radicaba, cerca de su
familia. Al pasar a tercer año de la telesecundaria la situación volvió
a ser la misma y logré terminarla con mucho esfuerzo.
Al terminar me vine a Puebla a trabajar en una fábrica de dulces,
mientras vivía en la casa de una prima que se había casado con un
poblano. Ahí conocí a una amiga que me habló del conafe y de cómo
podría estudiar la preparatoria. Así que me lancé a la aventura. De
pronto me veo en un salón dando clases de primaria a cuatro niños
de una comunidad de 35 habitantes, al sur del estado. Al terminar
mi servicio social regresé a la ciudad de Puebla y seguí trabajando,
mientras estudiaba la preparatoria abierta. Pude terminarla con
muchos esfuerzos, desgraciadamente no pude entrar a la escuela
normal porque no me aceptaron por ser del estado de Veracruz, ahí
vi frustradas mis ansias de ser profesora. Nuevamente fuí victima de
la discriminación y busqué entrar a educación indígena donde me
negaron el acceso por no tener estudios de normal o, por lo menos,
del sexto semestre de la upn.

167
Caí en una depresión que me duró tres días debido a que sabía
perfectamente que otras personas sin tener el perfil académico
necesario, y mucho menos hablar la lengua mexicana, habían logrado
entrar debido a su parentesco con ciertas personas que las favore-
cieron de antemano. Como última opción logré conseguir una beca
comisión gracias a una amiga que conoce al presidente municipal de
San Nicolás de los Ranchos, Puebla y logré mi máximo sueño que
es contribuir a la educación de personas que como yo necesitan salir
adelante por nuestras escasas posibilidades sociales.
Afortunadamente el recuerdo del maestro Rubén nunca se me
olvida y constantemente aplico lo que él nos enseñó: conocer a las
personas para ayudarlas. Con el tiempo me enteré que este profesor
en realidad no era profesor de carrera, era un antropólogo desem-
pleado que había estudiado su carrera en Jalapa y no lograba encontrar
trabajo, por lo que optó por dar clases en telesecundarias.
Finalmente, el esfuerzo realizado para llegar hasta donde estoy
me ha sensibilizado para comprender a mis niños que estudian
conmigo todos los días contenidos escolares que muchas veces no
coinciden con su cultura, me encargo de “traducir” éstos para que
sean lo suficientemente significativos. Me quedo unas horas más con
ellos, atendiendo principalmente a los que tienen problemas o que no
son apoyados por su familia para estudiar. Siempre con la idea de que
sean ellos mismos los que se coordinen; es decir, entre los que saben
más con los que “saben menos”.
Por eso cuando me preguntaron si sabía hablar náhuatl las ideas
se agolparon en mi mente. Más cuando me replicaron que “mi
náhuatl” era de Veracruz y que por consiguiente no serviría para
Puebla. Por fortuna conseguí el empleo pese a esa observación que
pretendía excluirme.

Lugar de origen: Ahuateno, Chicontepec, Veracruz


Lengua: náhuatl

168
la maestra me eligió
para ser de la escolta y llevar la bandera

Ángel Hernández Huerta

Mi nombre es Ángel Hernández Huerta y nací el 24 de enero de


1981 en San Bernardino Lagunas, Veracruz. Mis padres son Jaime
Hernández Aldana, originario de Chalahuipa, Chicontepec, Vera-
cruz y Delfina Huerta García, originaria de San Bernardino Lagu-
nas. Tengo tres hermanos Enedina, Rubén y Elizabeth.
Desde que nací me llevaron a vivir a Tehuacán. Empecé mis
estudios a los cuatro años en el preescolar Campanitas, que se
encuentra a diez minutos de la casa, en ese entonces era una escuela
pequeña, empezaba a formarse con grupos de veinte niños. En el
salón, recuerdo que me tocó un grupo mixto, donde había niños
con características diferentes, unos relajistas, melancólicos, gordos,
flacos, altos, chaparros, etcétera. Pero todos vivían su mundo como
ellos lo consideraban.
Yo era un niño chaparro, un poco gordo, serio. Sentimentalmente
me sentía bien porque la maestra me eligió para ser de la escolta y
llevar la bandera. Pero, por otro lado, también había ratos de tristeza
por ver a los otros niños con buenas cosas, llevaban su comida en
lonchera y yo únicamente mi torta y una naranja en una bolsa de
plástico. Como no llevaba cosas de lujo o algo con que presumir,
los niños te van excluyendo dentro del salón, te dicen que tú eres
pobre, que tu papá es mezquino o codo porque no te da dinero
para que compres como ellos. Eso me daba envidia y coraje con mis
papás porque no me compraban muchas cosas como a mis compa-
ñeros. Ellos decían “no tenemos dinero hijo.” Y agregaban: “pero
más valioso que esas cosas que tienen tus amigos es que nos tienes a
nosotros y te queremos mucho”.
Creo que desde ahí, y durante mucho tiempo, me gustó vivir
excluyéndome de los demás; esto es, no convivíamos con nuestros
vecinos, lo único que hacía era salir con mi papá o jugar dentro de la
casa con mis juguetes.

169
Cuando entré a la escuela primaria Escudo Nacional, ubicada en
la colonia San Nicolás Tetizintla, a un costado del preescolar Campa-
nitas, encontré niños con características diferentes y a mí me gustaba
estar solo. El único amigo que tenía era mi papá, pero él no se encon-
traba conmigo, únicamente lo veía en las tardes cuando llegaba a
la casa. Mi característica dentro de la escuela fue ser un niño serio,
un poco tímido. Es aquí cuando un chamaquito se aprovechó de
esta situación, se quiso sentir más porque era más grande, le gustaba
estarme molestando todo el tiempo, me daba miedo que me fuera a
pegar o a quitarme mis cosas, por lo que ya no quise ir a la escuela.
Le dije a mi mamá que ya quería salirme.
Hice un sinfín de berrinches, pero al final siempre tenía que asistir
a la odiada escuela. Volvía a encontrarme con lo mismo de siempre.
Así pasaron los días hasta que me armé de valor y decidí romperle
la cara al grandulón fuese como fuese, no importando cómo, todo
tiene un límite.
Un día, a la hora de salida, el chamaco seguía molestándome y
sentí que era el momento de desquitarme de todo lo que me había
hecho en el salón. Nos agarramos a golpes y, como es de suponerse,
me ganó, me hizo llorar y sangrar de la nariz. Pero pasando pocos
días de la riña, y no supe por qué motivos, se salió de la escuela. Eso
para mi fue un milagro, porque llegaría la tranquilidad.
En cuarto año las cosas casi no varían y lo único que cambia
es que la discriminación se da sobre una niña humilde. Los niños
le decían fea, gorda mugrosa, estúpida, tonta, cara de mono, tienes
los pies llenos de orines. Nadie se juntaba con ella, la niña también
se apartaba de todo el grupo, le decían que su papá era borracho,
cochino y que le pegaba a su mamá. En los intercambios de regalos
que se realizaban siempre le regalaban un jabón y un estropajo, según
ellos para que se bañara, pero lo hacían por burla.
Estudié en la secundaria que está al costado de la primaria y el
preescolar. En el salón que me tocó, el grupo D, fue un milagro no
encontrarme con ninguno de mis excompañeros, pero no pasaron
muchos días para volvérmelos a encontrar en el taller de mecánica,
por lo que sentía un gran temor de volver a vivir lo del año anterior,

170
busqué el lugar más alejado para no verlos, traté de llevarme con
otros compañeros con la finalidad de que me ayudaran si tenía un
problema con éstos, pasaron los días, voy teniendo mayor seguridad,
se va perdiendo el miedo y cuando me los encontraba en los pasillos
y siguían fastidiando, que porque lloraba cuando se reían de mí, y
otras estupideces, lo único que me quedaba era mentarles su madre
y no hacer caso de sus idioteces, me venía valiendo, ya no me lasti-
maban sus palabras.
Hay personas que como te ven serio, tranquilo, que no te metes
con nadie, se quieren pasar, se quieren burlar de ti, te quieren hacer
menos. Esto no me gustaba y por lo regular me peleaba dentro del
salón o a la hora del receso. A veces me ganaban, a veces ganaba, pero
el fin es que ya no me dejaba que siguieran molestándome.
En el salón de tercero había dos compañeros diferentes para los
demás. Uno porque siempre estaba sólo y no se juntaba con los de-
más. Era serio, un poco tímido, se le dificultaba realizar los ejercicios
de educación física. La maestra le decía “estúpido, realiza bien las
cosas, no seas tonto”, siempre movía su cara diciendo que estaba
mal y a todos nos causaba risa. Pero no terminaba ahí la cosa, fuera
de clase los chamacos empezaron a decirle “por qué eres tan guey,
tan pendejo, amachínate, pareces puto.” Se burlaban y le pusieron
el apodo de “El Toruco”, luego llegaban hasta donde se sentaba y
le seguían diciendo de cosas, escribían sobre su libreta, la rayaban
o rompían sus hojas, la aventaban, escondían sus cosas en el baño,
en los árboles, a veces me daba lastima y coraje la manera en que lo
trataban mis demás compañeros.
Un día me tocó hacer equipo con él y me di cuenta que a ese
compañero al que se le dificultaban los ejercicios de educación física
era uno de los más inteligentes y maduros del salón. Él era así porque
en su casa le enseñaron a respetar a sus compañeros, a no hacerle
caso a las tonterías que dijeran los demás. Quería aprender de todo.
Yo le preguntaba “por qué se dejaba, si tenia el físico necesario para
romperle su madre a cualquiera de la escuela.” Lo único que me
contestaba era: “no me gusta ser como los demás”.
La otra compañera era una niña morena, fue poco el tiempo que

171
la traté. Nunca entendí por qué andaba siempre sola, pero lo que sí
entendí es que mis compañeros se burlaban por el color de su piel y
de sus labios. Bromeaban entre ellos diciendo que si tuvieran un hijo
con ella a quién se parecería. Y agregaban que los negros son feos,
que era preferible ser moreno.
La preparatoria no la estudié en la misma colonia. Mis papás
me dieron la oportunidad de elegir y quise ir a una escuela que
estuviera en el centro de Tehuacán. Me inscribieron en la prepara-
toria Morelos, una escuela pequeña. En el salón que me tocó había
cuarenta alumnos, pero durante el transcurso del año quedamos sólo
quince.
En el segundo semestre empiezan a notarse las características
personales de cada alumno y la primera que distinguen son los
problemas físicos de un compañero, le decían Cuasimodo y ojos de
rana. Para que no le siguieran molestando les compraba su desayuno
o lo que ellos le pidieran, tal vez a él sí le afectó la manera en que se
burlaban porque no terminó el ciclo escolar.
En cuarto semestre la burla empiezó a recaer sobre un joven que
venía de la comunidad de Tlacotepec de Benito Juárez, a treinta
o cuarenta minutos de Tehuacán. Todos se burlaban, maestros y
alumnos. Se reían de la manera como se expresaba, del acento que
ponía en sus palabras. Era una persona amable, con buenos senti-
mientos, pero esto lo hacía débil dentro del salón. Pues la gran mayoría
de los compañeros se aprovechaban pidiéndole que les comprara su
desayuno, o si no lo hacían pagar todo lo que pedían en la coope-
rativa. Era a veces un poco inocente porque durante los semestres
restantes a las cosas que decía o hacía, dentro del salón, los compa-
ñeros le gritaban “gato, no seas estúpido, hijo de tu estúpida madre”. A
él únicamente le daba risa. Nunca vi que se defendiera. Los maestros
también se aprovechaban de él, hacían que les comprara cosas para
subir de calificaciones. Con la conducta de él todos empezamos a
aprovecharnos más y más de su amabilidad.
Por otro lado, había un maestro que siempre se pasaba con una
chava. Constantemente le decía que estaba lindísima, que estaba
como quería y que era la mujer más hermosa que había conocido en

172
toda su vida. Le preguntaba que si quería casarse con ella para que
tuviera casa y coche. O que cuánto le cobraba por una noche. Ella,
tal vez por seguirle la corriente, le dijo que dos mil pesos. El profesor
le expresó que los iba a conseguir lo más pronto posible y al mes se
los enseñó a la jovencita. La chava se puso nerviosa y el maestro le
dijo “no te preocupes, es normal que te suceda esto.” Al termino del
día no se qué sucedió, porque en los siguientes días el maestro ya no
le seguía proponiendo nada.
Con todo lo que he vivido con los niños de la comunidad donde
trabajo, con mis maestros, amigos y la escuela he comprendido que
muchas de las veces discriminamos a la gente sin darnos cuenta de
lo que hacemos. Da lástima y a la vez provoca rabia que nosotros,
como mexicanos, despreciemos nuestras raíces, que nuestros padres
prefieran que aprendamos cosas que no van relacionadas con nuestras
costumbres. Despreciamos a una persona porque vive en una
comunidad o habla un lengua nativa de México. Queremos sentirnos
más porque tenemos años de vivir en un lugar donde hay servicios
públicos, porque trabajamos en una empresa, porque tenemos una
profesión, porque sabemos manejar un aparato electrónico.
He preguntado a algunas personas por qué la gente que vive en
una ciudad discrimina a las personas que hablan una lengua o viven
en una comunidad pequeña. Me contestaron que porque no saben
manejar un refrigerador, una computadora, un horno de micro-
ondas, porque visten raro, están atrasados, no tienen educación,
andan descalzos, viven en el cerro, siempre andan mugrosos.
Es necesario que uno, como maestro bilingüe, si en verdad quiere
que se rescaten nuestras raíces, trate de remediar la discriminación.
Tenemos que establecernos un compromiso serio y firme para sacar
adelante este problema. Hacer ver que nuestras lenguas adquieren
una importancia social con base en el valor que nosotros le demos
como hablantes.

Lugar de origen: San Bernardino Lagunas, Veracruz


Lengua: castellano

173
en cuarto año yo no entendía
el español, el profesor era…

Susana de la Cruz Martínez

Mi nombre es Susana de la Cruz Martínez y nací el 5 de mayo de


1964 en Tepetlanco, municipio de Ixhuatlán de Madero, en el estado
de Veracruz. Soy hablante náhuatl. El preescolar no lo estudié porque
anteriormente no había ese nivel. Entré a la escuela primaria cuando
tenía seis años cumplidos, a una escuela estatal en mi comunidad.
En segundo grado todos los que estudiaban en la escuela eran
hablantes de náhuatl, pero el profesor no nos permitía hablar en
nuestra lengua porque nos decía que teníamos que hablar en español.
Pero con quién hablaríamos si todos hablaban en náhuatl, única-
mente el maestro hablaba en español.
En la escuela se contaba con un solo maestro y era tradicionalista.
Llegaba, se sentaba y hablaba. Nunca nos permitía que habláramos,
él era el único que podía hablar. Él nos transmitía los conocimientos
y todos callados. Nos tenía en el salón y ni nos enseñaba a contar ni
a jugar. Nos decía y nos decía que no nos quería escuchar hablando
en náhuatl, porque de lo contrario nos iba a castigar.
En cuarto grado de primaria seguíamos en la misma situación.
Un solo maestro. Era muy aburrido porque no había participación
entre alumnos y maestro. Ahí tomé la decisión de cambiarme de
escuela, porque ni nos dejaba que habláramos náhuatl ni le entendía
a su clase. A la edad que tenía no sabía hablar español ni entendía.
Nadie le entendía. Salíamos de la escuela sin aprender lo que nos
explicó el maestro.
Entonces decidí irme a otra escuela, donde me enseñaran diferente
y sin tener el temor de que el maestro me escuchara hablando en
náhuatl. Hablé con mis papá para que me cambiaran de escuela pero
me dijeron: “¡no, tú sigues estando acá, si te quieres ir a otra escuela
no cuentes con nuestro apoyo!”
Pero seguí insistiendo, cuando en las tardes se ponían a platicar
ahí los estaba molestando, mi madre se cansó, y después dijo que

174
me iba a dejar ir, pero no me iba a visitar, que viera dónde o quién
me iba a dar dinero. Llegué a una casa donde les ayudaba a barrer, a
acarrear agua y a lavar los trastes para ganarme un pan. A la escuela
me fue a inscribir la señora donde me quedé. Pero mi problema fue
que no sabía hablar en español y en esa escuela la mayoría hablaba
en español. Me hablaban, no les contestaba, después me empezaron
a hacer burla, me decían que si me cortaron la lengua o era muda.
La verdad sufrí mucho. A los tres meses entendía poco de lo que me
decían, así fue como aprendí español.
En esa escuela había seis maestros y un director técnico. Ahí estudié
el 5° grado. Al año siguiente me cambié, pero en esa nueva escuela
los maestros hablaban nada más en español. No nos prohibían que
habláramos en nuestra lengua porque había alumnos que hablaban
en náhuatl y terminé la primaria.
No iba a seguir estudiando, pero entonces me dice mi mamá: “así
como quisiste estudiar la primaria ahora sigues, le voy a preguntar
al profesor si te puede inscribir en la secundaria.” Y así fue como
el maestro de Colotlán, Veracruz, me ayudó para que entrara a la
secundaria.
En el año 1979-1980 ingresé a primer año en la secundaria
Técnica No. 11, en Tenango de Doria, Hidalgo. Se contaba con un
maestro para cada materia. Llegué a esa escuela gracias al maestro.
Él trabajaba en Huachinango, Puebla y abogó para que me dieran
una beca. Los tres años que estuve en esa escuela estuve becada.
Me fui lejos porque antes no había secundaria cerca, si uno quería
estudiar tenía que salir, pero si no me hubiera ayudado el maestro
no hubiera terminado la secundaria, porque mis padres son de bajos
recursos económicos. En ese año estaba de director el profesor Abel
Galarza Aguilar y el subdirector era el profesor Napoleón Medrano
Carmona.
Cuando entré a segundo año de secundaria hacíamos las tareas en
equipos y los maestros eran buenos y concientes, nunca nos gritaron;
sin embargo, no estaba a gusto, me sentía menos porque la mayoría
de los alumnos eran originarios de Tenango. Yo creía que tenían de
todo, los iban a ver sus mamás y yo no tenía a nadie. Me sentía sola,

175
mi familia estaba lejos, pero no me quedó de otra que aceptar la
realidad. En ese ciclo escolar estaba el director Roger Estrella.
El siguiente año escolar entré al 3° año de secundaria. Para
entonces ya me quería salir, porque no le entendía a las matemá-
ticas, se me dificultaban. Le comenté al maestro que no le entendía
a su clase y él, amablemente, me dijo “no te preocupes ,yo te explico
después de la clase, si te quedas un rato”, y así fue, si no le entendía la
clase me acercaba al maestro para que me explicara y así se terminó
el periodo escolar y me entregaron mis papeles.
Después quería estudiar en un bachillerato, pero mis padres me
dijeron que ya no me iban a ayudar porque mi hermano tenía que
estudiar, que a él sí le iban dar más estudios porque era hombre, valía
más, que me conformara con haber terminado la secundaria y que ya
podía ir a trabajar en México. Yo insistía que me ayudaran a seguir
estudiando, pero fue inútil. Llegó septiembre y no me inscribí, mi
hermano si entró a una preparatoria en la ciudad de Álamo, Veracruz.
Me quedé. Entonces mi otro hermano me dijo que por qué no iba
a ver al maestro que me ayudó para entrar a la secundaria y ver la
manera para que estudiara la preparatoria. Fuimos a verlo y dijo que
me ayudaría a entrar en la docencia siempre y cuando reuniera todos
los requisitos que pide la sep.
Llegó el día y vinimos a Puebla, pero no encontramos al profesor
Liberato Lara Ramírez, jefe del departamento de educación indígena
de aquel entonces. El profesor me propuso que viniera a vivir con
una de sus hermanas, en Huauchinango, Puebla. Así podíamos ir
cada 8 días a Puebla para hablar con el profesor Liberato. Por eso
me quedé en Huauchinango. Vinimos en dos ocasiones a Puebla y
lo encontramos. Mi maestro habló con el profesor Liberato y él me
atendió haciéndome un examen de bilingüismo. Lo aprobé y después
me mandó a un curso de dos meses que se llevó a cabo en Teziutlán,
Puebla. Regresé a la sep y di muchas vueltas, hasta que me atendieron
y me dieron mi orden de adscripción para la región de Tehuacán.
Llegué a Tehuacán. Recogí mi orden y me mandaron a la región
mazateca, a una de las comunidades más retiradas. En carro hacía
ocho horas y otras ocho a pie. De Chilchotla, Oaxaca, a la comunidad

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de Buena Vista, Puebla. Por esa razón ya no pude seguir estudiando,
pues me iba los domingos y regresaba los viernes a Tehuacán.
En el año 2000 hice mi solicitud de cambio de zona y me cambié
en el 2001. Decidí entrar en un Bachillerato donde también estaban
estudiando algunos maestros de la región de Tehuacán. Uno de los
maestros me hizo la investigación, y no escuché dos veces, me fui a
inscribir, a reincorporarme a la escuela.
Ingresé al bachillerato abierto Lic. Miguel Sánchez Oropeza, de
la ciudad de Orizaba, a donde llegué a encontrarme con alumnos
jóvenes. Había seis ya grandes. A pesar de la distancia nunca falté
a mis clases y todo el trabajo que me pedían siempre lo cumplí. En
el siguiente año pasé a segundo y, posteriormente, a tercero. Así fue
como culminé mis estudios de bachillerato en el año 2003-2004.
Estaba de director el licenciado Gustavo Escobar Córdoba y su secre-
tario era el profesor Venancio Castillo Rodríguez.
Cuando salí de la escuela empecé a buscar y a preguntar dónde
estudiar la universidad. Unos me decían que me inscribiera en
Tehuacán, pero empezaron antes las clases y las inscripciones fueron
mucho antes. Como apenas habíamos reanudado y no contaba con
recursos económicos, esperé que me dieran mi primer quincena para
poder inscribirme donde actualmente estudio, en la upn de Puebla.

Lugar de origen: Tepetlanco, Ixhuatlán de Madero, Veracruz


Lengua: náhuatl

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la maestra nos aconsejaba
que siguiéramos hablando el totonaco

María Antonieta Guzmán Pérez

La comunidad de Ixtepec se encuentra ubicada en la región noro-


riental del estado de Puebla; por lo tanto, aquí predomina la lengua
totonaca.
Soy originaria del municipio de Ixtepec. Me siento orgullosa de
serlo. Además mis padres y hermanos también nacieron y crecieron
en esta comunidad. En la actualidad existen seis instituciones educa-
tivas de las cuales dos son preescolares, dos son primarias, una secun-
daria y por último un bachillerato que es la máxima casa de estudios
del municipio.
No tuve la oportunidad de cursar el preescolar por falta de recursos
económicos, ya que mis padres no contaban con suficiente dinero
a causa de la carencia de fuentes de empleo. Ingresé a la primaria
cuando tenía seis años.
La escuela quedaba a treinta minutos de mi casa. Ahí conocí a
nuevos niños con los que me fui relacionando poco a poco. El primer
año fue difícil porque no podía escribir ni tampoco agarrar el lápiz.
Estaba en desventaja en comparación con otros niños que habían
cursado el preescolar.
Nuestro profesor de primer año tenía problemas de enseñanza
y nos reprochaba que nuestros padres no nos hubieran mandado al
preescolar. Otros profesores nos prohibían hablar nuestra lengua ma-
terna, porque según ellos teníamos que aprender el castellano para
defendernos y para poder desenvolvernos con otra gente.
Al principio me resultó complicado; sin embargo, puse todo de
mi parte para lograrlo. Nos exigieron mucho más cuando cursamos
el sexto grado de primaria ya que nos decían que estábamos a un pa-
so de culminar la primaria y todavía no sabíamos expresarnos bien.
Decidí continuar estudiando para superarme, e ingresé a la
secundaria, la cual se encuentra en Ixtepec y tardaba 25 minutos en
desplazarme de mi casa hasta la escuela.

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Durante la secundaria fue cambiando mi forma de ser y pensar.
Entraba en la etapa de la adolescencia, ya tenía once años. Conocí
y tuve muchos maestros. Daba otro paso más grande y tenía que
estudiar y esforzarme más porque impartían varias asignaturas. De
igual forma mis compañeros tardaron en acostumbrarse con los
profesores, pues a la hora de evaluar algunos exigían mucho.
Pero cabe mencionar a una profesora muy especial que se llama
Socorro Rosas Cárcamo. Nos impartía la materia de español. Cuando
entrábamos a sus clases teníamos que limpiarnos los zapatos para no
meter lodo y, en ocasiones, mis compañeros llevaban huaraches de
hule a causa del mal tiempo. La maestra no les permitía entrar al
salón, sólo por no llevar zapatos. Nos prohibía expresarnos oralmente
en totonaco, decía que si lo seguíamos haciendo nunca podríamos
hablar correctamente el español.
Cuando redactábamos escritos la mayoría de mis compañeros, en
especial uno que se llama Gerardo, no podía escribir bien. Gerardo
se equivocaba cuando se refería a los géneros; por ejemplo, en lugar
de que escribiera “la mesa” él ponía “el mesa”. Este tipo de situaciones
se repetían, por tal motivo, a la profesora le molestaba demasiado y
nos pegaba muy fuerte con su mano y nos jalaba las orejas.
Cuando no realizábamos un trabajo limpio y correcto nos
arrojaba las hojas al suelo y nosotros teníamos que ir a recogerlas.
En ese momento nos comenzaba a regañar. A mis compañeros no les
agradaba esa clase. Casi todos cumplían con las tareas y trabajos que
ella nos dejaba, porque le tenían miedo.
Cuando ingresamos al tercer año de secundaria todo cambió. Mis
compañeros comenzaron a ser más rebeldes y desobedientes, ya no
le ponían demasiado interés a la clase y, sin importarles los regaños
de la profesora, continuaban hablando palabras en totonaco. La
profesora, por su parte, no entendía el significado de esas palabras y
las consideraba como insultos dirigidos hacia ella. En ocasiones tenía
razón –porque mis compañeros se aprovechaban pues sabían que no
podía entender el totonaco.
Una vez ella no quedó conforme y preguntó el significado de
algunas de esas palabras que mis compañeros pronunciaban. Cuando

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nuevamente escuchaba lo mismo castigaba a los compañeros y los
reportaba a la dirección de la escuela. Hasta mandaba llamar a los
padres de familia para informarles el mal comportamiento de sus
hijos.
También tuve a una profesora llamada Ignacia Domínguez. Ella
nos impartía la asignatura de formación cívica y ética y era todo lo
contrario de la maestra Socorro. En lugar de regañarnos por hablar
nuestra lengua materna nos aconsejaba que siguiéramos hablando
el totonaco. Pero también nos hizo leer muchos libros para fijarnos
en la manera correcta de escribir las palabras. Nos decía que no
deberíamos avergonzarnos por pertenecer a la cultura totonaca.
Me servía de mucho este tipo de consejos para sentirme segura de
mí misma y, sobre todo, para aumentar mi autoestima.
Por otro lado, mis padres me demostraron su apoyo y comprensión
en cuestión educativa, porque me motivaron para continuar el bachi-
llerato. Así sucedió cuando ingresé a la educación media superior. La
escuela se encuentra ubicada en la misma comunidad de donde soy
originaria.
Tardaba treinta minutos para llegar al bachillerato. El camino
no estaba pavimentado y en temporada de lluvias se enlodaban mis
zapatos y calcetas, los limpiaba antes de entrar al salón para estar
presentable.
Las clases eran más interesantes, además nos daban más libertad
para expresarnos en nuestra lengua materna, pues ya no nos prohibían
nada.
Pero tuve un profesor que era muy presumido. En sus ratos libres
nos platicaba sobre su experiencia como maestro y que además no le
gustaba viajar del lugar donde vivía hasta la comunidad en donde
ejercía su práctica docente; es decir, Ixtepec. Decía que era una
comunidad muy retirada, y que a él le agradaba más estar en una
ciudad que en un pueblo. Según él no había lugares de distracción,
ni cosas interesantes que realizar. Criticaba a la gente por la forma
de vestirse. Comentaba la falta de servicios públicos en nuestra
comunidad, principalmente porque no contábamos con agua
potable.

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También tuve un profesor que nos dedicaba su tiempo para
enseñarnos la lengua española, ya que a pesar de estudiar el bachi-
llerato todavía teníamos algunas dificultades para escribir y expre-
sarnos en español. Pero el maestro nos comprendía, nos tenía
paciencia, nos recomendaba leer por las tardes para que no se nos
dificultara redactar algún escrito. Mis compañeros hablaban durante
la clase en español y cuando se retiraban a sus casas lo hacían en su
lengua materna, el totonaco.
Gracias al apoyo de mis padres pude seguir superándome, porque
ellos me contaron las dificultades que tuvieron que pasar para
culminar por lo menos la educación primaria. Mi papá sólo estudió
la primaria completa pero lo tuvo que hacer en otro pueblo, ya que
anteriormente en el municipio de Ixtepec no contaba con institu-
ciones educativas. Además estuvo en un internado para varones en el
municipio de Zongozotla, en este lugar los profesores regañaban a los
alumnos y en ocasiones les prohibían hablar en su lengua materna.
Por su parte, mi mamá no pudo terminar la primaria por la falta de
recursos económicos ya que constantemente pedían cooperaciones
para comprar materiales que serían de gran utilidad para la escuela.
Tenía una profesora que sentaba a los niños de acuerdo a su aprove-
chamiento y a su posición económica. Consentía más a los compa-
ñeros que contaban con una mejor calidad de vida y a los niños más
pobres los hacía a un lado. Esto es lo que puedo decir con base en mis
propias experiencias y de mis padres.

Lugar de origen: Ixtepec


Lengua: totonaco

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Colofón

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