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CAPITULO V

PARA SI E IDENTIFICACIONES

I. La personalidad se presenta ante sí misma como un yo. Por lo tanto, el yo, vinculado
fenomenológicamente a este 'presentarse', es función -en tanto que vivencia- de una toma de
posición, que estructura, vale decir, da sentido y carácter a lo que se presenta. De este modo resulta
imposible estudiar el yo vivido sin investigar cómo se efectúa esta toma de posición que lo
caracteriza y, en cierto sentido, lo define 1 .
Con esto no queremos decir que .esta torna de posición sea siempre y obligatoriamente lúcida:
percepción de sí y conocimiento de sí no deben de ninguna manera confundirse; nos referimos aquí
a una conciencia originaria, espontánea, frecuentemente oscura, que implica numerosas actitudes
y sentimientos, los cuales concretan la intencionalidad fundamental de la persona para sí misma.
¿Pero debemos entonces efectuar una división en la existencia personal y distinguir la persona
como 'sujeto' y la persona como' 'objeto', el yo-sujeto y el yo objeto? Al respecto tenemos que
admitir las sugestiones de la fenomenología, que han sido confirmadas por la práctica psicológica:
el Yo (yo-sujeto) y el Mí (yo-objeto) son los aspectos complementarios, la resolución dialéctica de
una ambigüedad que Hegel llamaba ya el para sí. El Yo y el Mi son indisolubles dentro de la
unidad del para sí.
De acuerdo con esto, el estudio psicológico de lo que el yo es para sí mismo, como concepción de
sí que surge de sí -digamos, el estudio del ego-, debe tener en cuenta los sistemas de referencia que
condicionan la mira originaria que define el para sí. ¿Qué referencias emplea consciente e
inconscientemente el individuo que se concibe, se representa a sí mismo? ¿Cómo se sabe él
mismo? Para responder a estas preguntas, habrá que dar preeminencia a ciertos sentimientos -por
ejemplo, la estima de sí-, los cuales, en cierto modo, pueden servir de modelo porque en ellos se
puede captar en lo vivo el acto mismo de la percepción de si mismo; pero sin ocultarse que, de
todas maneras, la posición del yo –ego- depende de un proceso más originario que el proceso del
juicio.
Si consideramos lo expuesto en las páginas precedentes, no ha de extrañarnos que la toma de
posición constitutiva del ego se desarrolle por una serie de procesos en los cuales es esencial la
relación con los otros. En efecto, únicamente éstos pueden proporcionar referencias. Ahora bien,
esas referencias sólo contribuyen a constituir una percepción originaria en la medida en que ya no
son exteriores al individuo sino que han entrado en la estructura del para sí. También el desarrollo
del yo (ego-development) revela estrechas vinculaciones con identificaciones (ego-involvements).
Pero, por supuesto, el hecho de que el ego, como para sí, se desarrolla por el juego de la
introyección de las referencias, no debe poner en tela de juicio ni la -distinción existencial yo-otro,
ni la unidad fundamental de la persona.

1
Cf. GUY PALMADE, "El yo está constituido por lo caracterizado de nuestra conducta", en Contribution a une Théorie unitaire des Sciences de
l'Hommc. Respecto de las nociones de caracterización, 'complementariedad", etc., frecuentemente empleadas por este autor, ver el artículo ya citado:
"De l'appareil conceptuel dans les sciences humaines", en Psyché, Nros. 102 y 103
II. En primer término, es necesario recordar las etapas de la relación de objeto en el niño. Los
psicólogos concuerdan en situar hacia los tres años el período en que aparece la conciencia
posicional del yo (ego) 2
En efecto, durante los primeros tres años, se asiste a la constitución progresiva del otro como
objeto de la experiencia, constitución que es necesaria para que el niño pueda convertirse
progresivamente en un objeto respecto de sí mismo. El recién nacido no tiene ego; ya se emplee el
término "sincretismo" (Piaget), ya "narcisismo primario" (Freud) o "precomunicación" (Merleau-
Ponty), en todos los casos se quiere significar la ausencia de posición, tanto de sí mismo cuanto que
de los objetos, sean seres o cosas. A lo sumo la experiencia de la primera infancia se limita a
sensaciones de placer y de displacer y a cambios de tensión con confusión del sí y el no-sí.
Sin embargo, en el transcurso del primer año de vida comienza una importante diferenciación
entre el propio cuerpo y los objetos exteriores al cuerpo. Como consecuencia de diversas
experiencias (resistencia, reacciones circulares en las cuales el niño denota interés por las
actitudes que provocan sensaciones corporales y que trata de reproducir), el niño ya no trata a su
propio cuerpo como a un extraño y, poco a poco, lo va individualizando. Primeramente
individualiza las partes del cuerpo pero sin integrarlas en un conjunto; luego, entre los quince y los
treinta meses, se efectúa la integración.
Ahora bien, tal como lo ha mostrado Merleau-Ponty, es la integración no podría producirse si no
mediara la representación del cuerpo ajeno. En efecto, no es la unidad orgánica por sí misma, el
fundamento de la conciencia de la unicidad del cuerpo; sin aquélla, esta última aparecería mucho
antes. El niño cobra conciencia del carácter 'total' de su cuerpo al mismo tiempo que el otro llega a
ser para él un objeto 'total'. Entonces ve su propio cuerpo en la misma forma en que ve el cuerpo
ajeno. El psicoanálisis tiene razón cuando considera a la madre como el primer 'objeto': ése es, en
efecto, el término que debemos emplear. La madre es el primer ser frente al cual se sitúa el niño.
De los dos a los tres años, las facultades de caminar, de hablar y los diversos controles se
desarrollan rápidamente; al mismo tiempo, la socialización transforma la conducta y suscita la
adquisición de respuestas adquiridas para hacer frente a las frustraciones. Se acrecienta así el
dominio de la realidad, el cual se manifiesta por una autonomía cada vez mayor: a partir de los dos
años, el pensamiento del niño se torna más objetivo -como lo demuestran los tests- y su
comportamiento revela, a menudo violentamente, la voluntad de independencia (adopción de un
punto de vista unilateral y exclusivo, deseo de actuar solo y sin ayuda, oposición, sentido de la
propiedad, del don y del robo). A la conciencia del cuerpo propio se agrega, pues, el sentimiento de
su ipseidad: así en el transcurso del tercer año prevalece el pronombre personal yo. Pasaje de la
tercera persona a la primera persona cuando habla de sí mismo.
¿Pero no indica justamente este pasaje que el niño se ha captado a sí mismo, ante todo por las
actitudes que los otros tienen respecto de él?
De acuerdo con esto, el pronombre yo señala esencialmente que esas actitudes están
internalizadas. El niño, al comprender que es Un objeto para los demás, hace suyas las actitudes
ajenas -principalmente las de sus padres- y deviene un objeto para sí mismo.
Por otro lado, a partir de este periodo es cuando la personalidad se enriquece con determinaciones
nuevas, en nuestras sociedades, al aparecer el super yo, precisamente por medio de procesos de
identificación y de internalización. Este período -ya se lo describa tal como lo hace el psicoanálisis
ortodoxo, ya a la manera de los neopsicoanalistas, que prestan más atención a las diversidades
culturales- se caracteriza, según parece, por una identificación con la imagen idealizada -siempre
ambivalente- de los adultos de los cuales depende directamente el niño. En resumen, la conciencia
de sí parece estar estrechamente vinculada, por una parte, a la aprehensión del otro en tanto que es
otro y, por la otra, a la actitud de considerarse a si mismo como un objeto, al adaptar respecto de sí
mismo el punto de vista del otro, internalizado en lo sucesivo. G. H. Mead dice con toda exactitud:

2
Cf. MERLEAU-PONTY, Les relatioiis avec autrui chez l`enfant, 1* ra parte, 1951 (tr. esp.: Las relaciones del niño con los otros, Buenos Aires,
Córdoba), y los trabajos clásicos de PIAGET, WALLON, etcetera
"el niño no interpreta directa e inmediatamente su propia experiencia en términos de ego, sino que
lo hace en la medida en que primero se convierte en un objeto para sí mismo, exactamente como
los otros, en su experiencia, son objetos para él; y sólo se convierte en un objeto para sí, al hacer
suyas las actitudes que los otros tienen para con él en un ambiente social determinado 3 . Daniel
Lagache habla de antropomorfización: el hecho de que las relaciones interpersonales se internalicen
por medio de la identificación con los otros permite incluso llegar a "la idea de una función
normativa del antropomorfismo"; tan es así que la "falta de un modelo-humano 4 puede
obstaculizar la formación del ego.
Se comprende, pues, que la consolidación del ego entre los cinco y los siete años -período que el
psicoanálisis, con bastante poco acierto, llama "período de latencia"- esté ligada a la amplificación
de la actividad social del niño (escuela, frecuentación de niños fuera de la familia, etc.). Entonces
se desarrollan no sólo la aptitud para el trabajo, para adaptarse a otros grupos, etc., sino además el
sentimiento de estima de si y- las defensas contra las frustraciones.
De ahí en adelante los sistemas de referencia de los cuales depende la constitución del para sí no
son únicamente las actitudes de los otros, sino normas, "roles" y estructuras ya no más
exclusivamente interpersonales sino culturales. ¿Existiría entonces una percepción social de sí
mismo, sin la cual no podría surgir el ego?

III. Piaget 5 nos proporciona muchas indicaciones sobre el proceso por el cual el niño internaliza
las reglas que le sirven de sistema de referencia para percibirse y, a la vez, percibir a los otros. Al
respecto, sus estudios sobre la función formativa del juego son reveladores. El juego, en cuanto se
socializa, implica la percepción de normas que uno debe seguir, y de las cuales 'no debe' apartarse.
Ahora bien, en algunos juegos estas normas son justamente "roles" que el niño asume
momentáneamente y de modo recíproco. Es policía; luego, ladrón. Comerciante; luego, cliente. Es
el padre o la madre; luego, la hijita o el hijito. De este modo, el niño aprende a insertarse en la
trama de las relaciones sociales v además a identificarse con los "roles" de los otros y con su propio
"rol". Por supuesto, esto solo es posible en la medida en que se torna capaz de percibir a los seres
con referencia a su función y a lo que 'deben' hacer para ser lo que son.
El niño, al desempeñar en el juego los ""roles" que su sociedad prescribe a los otros, al jugar a
'ser' un individuo de su ambiente copia las formas de comportamiento observadas, no de manera
simplemente iniciativa, sino de modo que incluyen la interacción entre él y el otro (sea por medio
de la utilización de un compañero, sea por la alternación de los papeles, si está solo). Por esto es
que el niño se percibe a sí mismo desempeñando el "rol" del otro, al mismo tiempo que percibe el
"rol" complementario del compañero que tiene frente a sí y que eventualmente puede ser él mismo.
Evidentemente, el caso más notable es aquel en que el niño juega a la madre: no puede hacerlo si
no conoce ese "rol'' de tal manera, que éste se haya transformado en un sistema de referencia en las
interacciones que mantiene cotidianamente con ella y, sobre todo si, al mismo tiempo, no se
concibe a sí mismo como quien debe representar frente a ella su propio "rol", en la forma en que
está fijado.
Según parece, tres series de factores condicionan la identificación del niño con su propio "rol". En primer término, el niño es tratado de una
manera, espacial por los otros: respecto de él, los adultos observan un comportamiento específico. También, el niño aprende a distinguirse a sí
mismo como un individuo a quien los demás responden de determinada manera. Acepta como regla absoluta el hecho de que se le responda
diferencialmente y eso se convierte en un sistema de referencia para la percepción de sí. Por esto la percepción que tiene de si mismo está muy
influida por los puntos de vista y las actitudes de los adultos: el niño tiende a 'verse" como los adultos *lo ven*. En segundo término, aprende que
cuanto más rápidamente conozca las condiciones impuestas a su comportamiento, tanto más rápidamente podrá evitar las frustraciones. Al distinguir
estas condiciones, y dado que entre ellas figuran todas las normas que debe seguir "en tanto que es un niño", se ve impelido a caracterizarse como
niño, a responderse a si mismo como a un objeto-niño, tal como responde a los otros objetos al percibirlos de manera distintiva. Por último, no
debemos subestimar la influencia de! lenguaje. En efecto, el lenguaje, como tal, no sólo es el vehículo de toda una ideología cultural que tiene gran
importancia en el proceso de socialización, sino también en tanto que es instrumento de comunicación y de identificación. También es Mead quien ha
señalado que el lenguaje, y en particular la palabra, es un gesto que implica la conciencia del efecto provocado en los otros. Por lo tanto, hablar es ser
capaz de prever a los otros, de ponerse en el lugar del otro. Ahora bien, al hablar, el niño estimula a los otros tanto como se estimula a si mismo, se

3
G. H. MEAD, op. cit., parte III: "La persona".
4
DANIEL LAGACHE, "La personnalité et les relations avec autrui" en Bulletin de Psychologie, 1954.
5
PIAGET, Le jugement moral cher l'enfant, 1932 [tr. esp.: El juicio moral en el niño, Madrid, Beltrán, 1935].
escucha a sí mismo: y al oírse hablar, reacciona ante sí como si fuese otro. De este modo, a un mismo tiempo, es él y el otro; es un objeto para si
mismo, Es así como deben explicarse los progresos concomitantes de la concepción de sí y de la palabra. Las palabras enseñan al niño lo que él
mismo es.
Según parece, pues, los trabajos de Piaget y de Mead -los cuales han sido corroborados por otros
autores- confirman que, en la infancia, el hecho de asumir o de sentir las actitudes de los otros
respecto de sí mismo es una condición sine qua non de la conciencia de sí. Por una evolución
aparentemente contradictoria, asumiendo sucesivamente los diferentes "roles”, es como el niño se
habitúa a estimularse a sí mismo en la misma forma en que el otro lo estimula, a responder a sus
propias acciones como el otro responde a ellas y, finalmente, a cobrar conciencia de su propia
personalidad en la medida justa en que ha cobrado conciencia de la personalidad de los otros y de la
manera en que los otros lo ven. De acuerdo con esto no ha de extrañarnos que el nombre del niño
tenga gran influencia sobre el, influencia que ha sido revelada en muchas ocasiones; al igual que
los vestidos, etc., el nombre es una especie de punto de anclaje. Tampoco ha de extrañarnos la
susceptibilidad del niño al ridículo, el cual introduce una especie de separación entre él y el
ambiente, una disminución de la estima de sí.

IV. Pero lo que es verdad acerca de la infancia, ¿lo es también para la personalidad adulta, y de la
misma manera? En particular, si suponemos -como Mead- que todo individuo se representa a sí
mismo con el enfoque del "otro generalizado" con quien se identifica, ¿cómo evitar que el yo se
desmenuce en una pluralidad de 'para sí' condicionada por la diversidad de los medios, subgrupos e
individuos que son introyectados sucesiva o simultáneamente? Antes de intentar responder a esta
pregunta veamos qué han dicho al respecto, con anterioridad a Charles Blondel y a Bergson, dos
teóricos del 'yo social'.
William James destaca, en un famoso capítulo de sus Principios de psicología 6 titulado "La
conciencia de sí", que todos tenemos necesidad de ser 'reconocidos por los otros. No somos sólo
animales gregarios que queremos hallarnos entre nuestros congéneres, sino que además "tenemos
una inclinación natural a ser considerados y a ser considerados favorablemente por nuestra
especie”. Por esto nadie es indiferente a la opinión ajena. A falta de la opinión real de los otros,
parcialmente desconocida, contará la opinión imaginada.
Cooley, 7 autor de la teoría denominada del 'yo-espejo' (Looking-glassself), destacó el papel que la
imaginación desempeña en la interacción social. En efecto, según Cooley, para nosotros nuestro yo
es función de cómo nos imaginamos percibirlo en la mente de los oíros. "El tipo de sentimientos
que el individuo tiene respecto de sí mismo está determinado por la actitud que atribuye a los
demás respecto de sí. Así como nos vemos en un espejo, nos interesamos en esa imagen porque es
la nuestra y nos sentimos satisfechos o no según cómo responda a nuestros deseos, imaginamos en
la mente de los demás algunos pensamientos respecto de nuestra apariencia, modales, carácter, etc.,
y nos sentimos variablemente afectados por esta imagen". Por lo tanto, el para sí tendría tres
elementos principales: la imagen que somos para los otros, la representación del juicio do los
demás acerca de esta apariencia, y un sentimiento de contento o de malestar. En verdad, la
comparación con un espejo difícilmente sugiere el segundo elemento, el cual, según Cooley, es
esencial. En efecto, lo que nos conduce a una opinión de nosotros mismos "no es una reflexión
mecánica de nosotros sobre nosotros mismos, sino el juicio imputado a los otros, el efecto
imaginario de esta reflexión sobre la mente de los otros".Habría que admitir, pues, que
frecuentemente el espejo es infiel y deformante y que no siempre reproduce un objeto real sino un
objeto imaginario o, más exactamente, un objeto activamente modificado por una conducta de
caracterización cuyas raíces son subjetivas.
Queda fuera de duda que la imagen de nuestro 'para-otros' es un sistema de referencia posible
para la percepción de nosotros mismos. Sin embargo cabria preguntarse hasta qué punto hay
realmente identificación con el supuesto juicio del otro. Coolcy parece descuidar particularmente la
6
WILLIAM JAMES, The Principles of Psychology, 1890 [tr. esp. Principios de Psicología, Madrid, Jorro, 1916].
7
C. H. COOLEY, Human nature and the social order, 1902; Social organization, 1909.
lucha y las relaciones de interinducción que pueden entablarse entre: 1) nuestra representación de
nosotros por nosotros, 2) la idea que nos formamos de la representación que los demás tienen de
nosotros y 3) la acción que ejerce sobre nosotros la representación efectiva que los demás tienen de
nosotros (representación efectiva que se expresa ya con palabras, ya por medio de acciones directas
o indirectas). Respecto de esto, tendríamos que ahondar el estudio de dos sectores importantes de la
vida interpersonal. Cuando dos seres están psicológicamente relacionados, las conductas de uno
inducen las conductas del otro y recíprocamente. Esta 'complementariedad' de las conductas (G.
Palmade) hace que la idea que tenemos de la manera como los demás nos caracterizan sea parte
integrante de una red compleja, otro de cuyos factores es nuestra propia actitud respecto de los
demás.
En particular, cuando el otro trata de inducirnos a ser lo que no queremos ser, ¿en qué medida lo
logra?
De todos modos, el proceso por el cual se incorpora a sí la imagen del 'para-otros` es más
complicado que en la descripción que hizo Cooley, ya antigua, por otra parte. Además dicha
descripción parece admitir que los sentimientos de orgullo, de vergüenza, etc., provienen
únicamente de la idea que uno se hace del juicio de los demás. Desde entonces, el psicoanálisis ha
avanzado en este terreno, pero restringiendo la función de juez a las introyecciones parentales,
formadoras del super yo, Pero subsiste el problema de saber si el sentimiento de estima de sí está
ligado sólo al super yo o si lo está a alguna impresión que justifique las intuiciones de Cooley.

V. En efecto, entre las actitudes que implican una posición del individuo respecto de sí mismo,
hay que reservar un lugar preponderante a los sentimientos de estima de sí. Algunos autores -Cattell
entre ellos- consideran que el "sentimiento de valor" sería incluso el sentimiento de sí por
antonomasia. 8
Dentro del enfoque psicoanalitico ortodoxo, el super yo, inconsciente y arcaico, es el responsable
de los sentimientos de vergüenza, culpabilidad y angustia. Como sabemos, su papel es
esencialmente punitivo y el sentimiento de culpabilidad presenta características que remiten a un
sentimiento derivado de "la necesidad de castigo". El desarrollo patológico del super yo puede dar
origen a múltiples actitudes de autodesprecio. Por lo tanto, debe relacionarse el sentimiento de sí
con la integración del Yo (en el sentido freudiano) y del Super yo, lo que implica una relación
directa al 'otro' introyectado. Pero la 'evaluación de sí' no podría depender únicamente del super yo.
En gran parte depende de la comparación, consciente o inconsciente, con un ideal de sí que no
debemos confundir con la idea de si mismo. Porque la idea que un individuo tiene acerca de lo que
es, no coincide de ningún modo con la idea que tiene de lo que sería su 'persona ideal'. Ahora
bien, frecuentemente es con referencia a la 'persona ideal' como se juzga a la persona real. Tal vez
por esto ya hablaba Freud del ideal del yo, el cual podría definirse como "lo que la personalidad
más desea ser" y que, ligado al 'narcisismo primario' se presentaría como una modificación de la
ilusión infantil de omnipotencia, modificación que se efectúa por ulteriores identificaciones.
Mientras el super yo comporta los elementos más inconscientes e irracionales, el ideal del yo es
más consciente y, sobre todo, más plástico. El ideal del yo deriva en gran parte de las lecciones
sistemáticas y verbalizadas de los adultos que pertenecen al ambiente del niño, y surge
principalmente de los ideales que los diversos miembros de su cultura (en la casa, pero también en
el colegio, el cine, las novelas) han afirmado, primero delante del niño, y luego, delante del
adolescente. Así, las flaquezas frente al ideal de sí acarrean resultados menos graves que las
flaquezas frente al super yo. Raramente ocasionan angustias o la intervención de los mecanismos
de defensa clásicos; sólo provocan sentimientos de descontento que pueden conducir a revisiones
realistas, a dudar acerca del 'nivel de aspiración'. Sin embargo, queda en pie el hecho de que existen
estrechos lazos entre el super yo y el ideal del yo, según el psicoanálisis. En efecto, la persona ideal
8
CATTELL, op. cít., cap. II: "Principios de la formación de la personalidad".
tiene siempre una componente moral: no sólo es la persona que uno desea ser, sino también lo que
uno debería ser; ahora bien, en virtud de este último aspecto, es cierto que la persona ideal se
arraiga en los valores" conscientemente admitidos, pero no es menos cierto que también se arraiga
en las exigencias arcaicas de1 super yo. Por esto la distancia que puede mediar entre la persona real
y la persona ideal resulta más difícil de salvar en el orden de los valores morales, a pesar -como
señala Cattell- de los perjuicios que esto puede infligir a la personalidad.
De todos modos, el ideal de si corresponde en gran parte a los "roles" que e! individuo aspiraría a
desempeñar, a la identificación con las personas que admira; y, en consecuencia, la estimación de sí
mismo, efectuada en función de esta instancia, incluye una norma eminentemente social. De
acuerdo con esto muchos esfuerzos de la personalidad, muchos rasgos de conducta, pueden
explicarse desde entonces en relación con la impresión de distancia entre lo que el individuo cree
ser y lo que querría ser. Por otro lado debemos señalar que, en la medida en que el ideal de sí
implica una fisura entre lo 'real' y lo 'ideal', toda una dialéctica evolutiva se torna posible. Desde
este punto de vista los estudios experimentales sobre el nivel de aspiración revisten un enorme
interés.
En estos estudios 9 , el nivel de aspiración se define como la relación recíproca entre los fines que un individuo se impone y sus experiencias de
éxito o de fracaso. El nivel de aspiración, con tal que esté en relación con lo que Franck llama el "nivel del yo", tiende a ser constantemente
aumentado. Los experimentadores han tratado de analizar qué ocurre ante el éxito o el fracaso, en primer término, parece que la estima de sí aumenta
cuando se logran los fines y disminuye cuando no se logran: también, la tendencia es entonces colocar el nivel en función de las posibilidades, de
modo de guardar la estima de sí. Pero, inversamente, un nivel demasiado bajo podría atentar contra la estima de sí, sobre todo si el individuo se
encuentra frente a otros. Por esto se establece, en realidad, una lucha entre tendencias contradictorias. Algunos guardarán constantemente un nivel de
aspiración demasiado alto, lo que se manifestará por la persistencia de las conductas inadaptadas y de los sentimientos de autodesprecio; otros se
contentarán con un nivel bajo, en detrimento de las satisfacciones que ocasiona un éxito difícil.
Se puede relacionar estos trabajos con las tesis adlerianas 10 sobre los sentimientos de inferioridad. Para conservar en su punto máximo la estima de
sí, es necesario recurrir a todas las conductas de compensación de las inferioridades reales o, simplemente, imaginadas. Ahora bien, frecuentemente,
los sentimientos de inferioridad imaginaria son engendrados por la relación éxito-aspiración que se ha obtenido. Por esto, muy a menudo, las
actividades compensatorias son función de esta relación y, en consecuencia, la elección de un personaje, las diversas racionalizaciones y las
substituciones sólo son procesos secundarios; el proceso primario es, simplemente, la posición del nivel de aspiración, vale decir, la posición de la
persona ideal.
Por lo tanto, se llega a la conclusión de que la representación que la persona se hace de si misma está directamente ligada a las relaciones de
'complementariedad' que se establecen entre los resultados de la conducta y el ideal más o menos conscientemente buscado. No es de extrañar que sea
durante la adolescencia cuando más fluctúe la estima de sí, pues dicho periodo crítico exige un alto nivel de ajuste, en razón de la diversidad, a veces
contradictoria, de las tareas culturales y la ausencia de un status adulto completo. De esto resulta una gran vulnerabilidad, que se manifiesta
frecuentemente por la tendencia al orgullo, la timidez, etc.; también suelen constituirse grupos provisionales de adolescentes por una reacción de
defensa contra la cultura adulta. Pero, finalmente, el adolescente debe abandonar el mundo familiar y el mundo adolescente; por esto se ve impedido
a modelar su ideal del yo tomando como modelo el grupo de los adulto, los héroes literarios o las personas que admira, sin que esto excluya el
posterior abandono de dichos polos de referencia, en caso de que éstos se mostraran peligrosos para su equilibrio e inadecuados. Porque, finalmente,
lo que está en juego es el equilibrio de la persona. Dado que el individuo se concibe a si mismo en función de sistemas de referencia sociales, podrá
sufrir si se ha identificado con un ideal demasiado abstracto o fuera de su alcance. Ya Spinoza había analizado a fondo los efectos afectivos del
pasaje de una "perfección más grande a una perfección menor": cada individuo posee un sentimiento variable de su propio valor, cuyo criterio no le
pertenece en propiedad, pero que define su 'para sí'. ¿Cuántos hombres se preocupan ante todo por la impresión de los demás simplemente para
conservar una buena opinión de sí mismos y no sentir la tristeza que se liga al pasaje a una 'perfección menor'?

VI. Por lo tanto, según parece, no cabría dudar acerca de la existencia de una percepción social de
sí mismo, sin la cual no podría formarse el ego. El 'para sí' se presenta como una realidad, una
creación psico-social. El individuo sólo es 'para él' en función de una imagen de sí y de las
estructuras internalizadas que responden a diversos mecanismos de identificación: "roles", puntos
de vista de los otros sobre él, modelos, contribuyen a formar, desde zonas frecuentemente situadas
al margen de la clara conciencia, sistemas de referencia internalizados en la misma 'medida en que
lo hacen las instancias más profundas estudiadas por el psicoanálisis. Se comprende que, como lo
ha señalado Mauss 11 , los hombres de distintas culturas se conciban a si mismos diferentemente, y
ésta es -a igualdad de los demás factores- una razón por la cual son diferentes. Sin embargo, en
nuestras complejas culturas el individuo no se concibe a sí mismo en función de la cultura global;
más bien lo hace en función de los grupos en los que vive y con los cuales a menudo se identifica

9
Cf. J. Mc. V. HUNT, Personality and the behavior disorders, 1944, cap. X: "Level of aspiration"; J.D. FRANCK, Recent studies of the level of
aspiration, 1951
10
BRACHFELD, Les sentiments d'infériorité, 1950.
11
M. MAUSS Sociologie et anthropologie, 1950.
afectivamente: familia, clase, categoría profesional, etc. Tal como ya lo hemos señalado, ¿esta
pluralidad de puntos de referencia, de identificaciones en múltiples niveles, no contradice la unidad
del yo, que se manifiesta a la conciencia por el sentimiento de la unidad de la persona?
William James, después de definir el 'yo social' como un reflejo, pretende que, en rigor, "un
hombre tiene tantos yo sociales, cuantos individuos lo reconocen y tienen una imagen de él en su
mente". Admite, pues, la idea de una multiplicidad distinta de yo. Mead, por su parte, no vacila en
hablar de "sí elementales", pero intenta salvar el peligro de dejar sin explicación la unidad personal,
postulando la existencia de un Yo, especie de yo trascendente, junto a los Mí empíricos. Tal vez
este postulado no sea necesario, a condición de destacar la acción de un dinamismo organizador
que dirige la integración a través de la multiplicidad de los enfoques posibles.
Este dinamismo es justamente el de las tendencias fundamentales que evolucionan en el
transcurso de todos los procesos de socialización, ya se trate de la formación de conductos de largo
circuito, ya de la aparición de nuevas motivaciones, o de la solución de conflictos. Los diversos
enfoques posibles sobre sí mismo, los diversos yo, son el aspecto vivido de conductas en
interacción y complementariedad, todas las cuales corresponden necesariamente a un mismo
organismo, vale decir a una misma estructura cuya evolución responde a la necesidad de un
equilibrio adaptativo que peligra continuamente. Por, lo tanto, lo que hace la unidad de la persona
es menos el 'cuerpo' -en tanto conjunto objetivo- que aquello que lo define como un organismo
vivo cuya tarea específica es conducirse para continuar siendo. La unidad del yo siempre está
presente a priori, cualquiera sea la forma final que pueda asumir el yo, cualesquiera puedan ser las
conductas por intermedio de las cuales el ser continúe existiendo. En resumen, Murray define
precisamente este hecho cuando, entre sus "proposiciones primarias" para una "teoría de la
personalidad" 12 plantea lo siguiente: "dividido, el organismo perece; unificado, sobrevive; también
la existencia del organismo depende de la organización que se crea en el proceso de evolución de
las tendencias y, en consecuencia, es la tendencia la que indica la unidad del organismo".
Por cierto, la transformación de las conductas implica una función de disociación y de
diferenciación; pero hay transformación y, por lo tanto, disociación y diferenciación, porque hay
conducta, vale decir, tendencia de un todo a permanecer siendo un todo. El centro de la persona es,
pues, este dinamismo fundamental que es el individuo organizado que vive sus problemas
adaptativos respecto del ambiente y de sí mismo y que realiza perpetuamente una integración, a
veces con ayuda de la disociación misma y siempre a pesar del riesgo de despedazarse: pero, para
él, este despedazamiento significaría la muerte. Agreguemos que mientras prosigue esta integración
-que debemos representarnos como una evolución dialéctica- la persona, en su totalidad, ejerce
continuamente una acción inductiva sobre sí misma, como ya hemos dicho varias veces: esta
influencia de las conductas condicionadas por la personalidad sobre la personalidad misma
contribuye a 'sostener' el dinamismo fundamental y, a su vez, está sin cesar 'sostenida' por él 13 . En
consecuencia, la unidad está estrechamente vinculada a esa especie de autoinducción sintética que
es la vida creadora de la persona.
Además, dado que el individuo como organismo, o sea como estructura total, cumple una
actividad de ajuste y de adaptación, la unidad del para sí no podría ponerse en tela de juicio. Los
diversos aspectos del yo sólo ponen en funcionamiento luego la diversidad de medios cuya unidad
misma de función garantiza la convergencia fundamental. Desde este punto de vista se podrían
retomar los esquemas gestálticos de Lewin, según los cuales la persona es una forma que
comprende partes centrales y partes periféricas, y cuyo núcleo expresa precisamente la
convergencia de las partes en vista de la existencia del todo. Por supuesto, esto no significa que la

12
H.A. MURRAY, op. cit., cap. II; cf. también ALLPORT, Personality, cap. XIV: "The Unity of personality"
13
G. PALMADE, en su Théorie unítaire, insiste sobre los múltiples procesos por los cuales el hombre está en interacción consigo mismo, hasta el
punto que "la persona psicológica puede ser así concebida como una red total, de organización compleja y jerárquica, de conductas entre las cuales
existen fenómenos de inducción recíproca, de 'complementariedad'”.
unidad del yo carezca de pluralidad y que no pueda presentar diversos grados, ya que, justamente,
lo que define a la persona es más la tendencia a la unidad que la unidad misma. Con todo, lo que
está disociado, por ejemplo los elementos reprimidos a continuación de conflictos, forma parte del
todo, justamente en tanto que la disociación permite la existencia del todo, su vida. En el fondo, la
unidad no podría excluir la pluralidad, la cual no es más que su forma de existencia.
Tal vez la unidad de yo podría expresarse en términos de fuerza y de debilidad, utilizando una
hipótesis energética. Pierre Janet 14 veía mayor unidad allí donde el 'nivel mental es más alto, vale
decir, donde una mayor tensión psicológica permite la óptima utilización estratégica de los recursos
del ser. Sin embargo -y habría que tener en cuenta aquí la teoría freudiana de la "fuerza del yo"- la
energía mental debe intervenir no sólo para 'sintetizar', sino también para 'controlar' el ajuste y, en
consecuencia, para hacer actuar las contra-catexias equilibrantes. Habría que ligar la unidad a una
especie de potencia 15 de integración, la cual, en el estado normal, es siempre virtual aunque esté
más o menos concretamente realizada, y se traduce por lo que hemos llamado el tono mental1 16 .
De todos modos parece claro que la pluralidad de los estilos de conciencia de sí, así como la
pluralidad de los 'personajes' no pueden reducirse a multiplicidad pura: ellos están ligados a un
designio único y son tramos de un mismo camino. Por eso es posible que un individuo se defina y
quiera definirse totalmente a través de un solo enfoque psico-social. Cuando el proletario dice: ''Soy
un obrero, identifica totalmente su ser al ser obrero. Por cierto, él no es únicamente eso, pero en
determinado contexto, sólo es eso. En consecuencia, sea cual fuere el número de identificaciones
con los roles, modelos o seres, o su mayor o menor intensidad, esas identificaciones 'prenden en
cierto modo en un impulso único que es el "para sí' en acto, ya en acto. ¿Debemos, entonces, volver
a la distinción entre el Yo y el Mí que hace Mead? No lo creemos. El Yo no puede ser diferente del
Mí porque el Mí es precisamente aquello que dice Yo. No es preciso distinguir un factor de
espontaneidad y de 'creatividad` junto al yo empírico, vale decir, al lado de los yo formados por la
internalización de actitudes sociales adoptadas: puesto que, precisamente, por intermedio de estos
yo es como la unicidad, la unidad, se realiza y se construye como un equilibrio dinámico entre el
organismo y el medio, como 'tono'. El Yo no podría estar separado de los Mí empíricos, los cuales
serian su 'objeto'.
El Yo es, simplemente, el para sí en acto, vale decir, comprometido en una historia.

14
PIERRE JANET, L`évolution psychologique de la personalité, 1929 (trad. española: La evolución psicológica de la personalidad.
15
McCLELLAND, op. cit., habla de yo-potencia, (self-potency) cap. 14,
16
JEAN C. FILLOUX, Le tonus mental, 1951

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