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Historia, Ciudadanía y Democracia

Tema 1

TEMA 1: EL CONCEPTO DE CIUDADANÍA.

En la actualidad el concepto de ciudadanía está fuertemente ligado a derechos y


deberes por igual. Sin embargo, esta dualidad no ha existido siempre. En la evolución
histórica del término puede apreciarse que la construcción de los derechos y la
ciudadanía tuvo como base las obligaciones de los individuos para con el Estado y la
cúpula de la sociedad y, de forma posterior, la conquista de los derechos.

1. Teorías del desarrollo de la ciudadanía.

1.1. Interés por la ciudadanía en las ciencias sociales.

La cuestión de la ciudadanía se ha situado en primer plano en el ámbito de las


ciencias sociales. El avance de la sociedad en la búsqueda de la “felicidad” es una clara
mejora. Es por esto que tradicionalmente la ciudadanía no ha sido motivo de debate al
menos, hasta el siglo XX. En las últimas décadas del mismo siglo y las primeras del
siglo XXI se ha podido observar una situación de “apatía política” que parece estar
resolviéndose con los nuevos grupos políticos emergentes que plantean la política como
un servicio a la ciudadanía, una función que había desaparecido en los partidos
tradicionales al centrarse en la burocracia. El nuevo debate defenderá fórmulas de
participación ciudadana (res publica) en los asuntos del Estado como la república,
convirtiendo lo político en público y señalando un cambio socio-cultural promovido por
la mayor conexión mundial y, sobre todo, occidental desarrollada con la creciente
globalización en forma de movimientos migratorios y trasvases culturales, incluyendo al
debate de ciudadanía la multiculturalidad, la transnacionalización y la nueva noción
de ciudadano y ciudadanía. En la demanda de derechos de grupos minoritarios, es decir
en el debate sobre la ciudadanía multicultural, se lucha por los derechos de aquellos
grupos minoritarios.

En tercer lugar, encontramos la progresiva erosión del Estado de Bienestar,


reflejada en un aumento de los índices de pobreza y el desgaste social, ha causado el
malestar ante la pérdida de derechos del ciudadano, llevando a este a dudar de sus
obligaciones y de la capacidad de los grupos políticos y sus ideales, rechazándolos y
radicalizando su mentalidad. Actualmente, con la expansión del neoliberalismo, este
modelo de Estado de Bienestar se encuentra en crisis.

Entre estos cambios de relaciones sociales, el género también está en pleno cambio
convulso y en un momento de crisis de conceptos para proceder a la mayor lucha por la
ciudadanía plena de las mujeres, un elemento que ya había sido prometido por los
movimientos anteriores y que no han logrado alcanzar. A nivel internacional, estos
cambios de mentalidades del ciudadano se debe a la mejora de conceptos propios de las
naciones que han estado política, social y culturalmente supeditadas a occidente,
llevando a procesos de democratización (sobre todo en Asia y África) y a la
emergencia de los poderes económicos del este asiático. Países colonizados hasta hace
poco tiempo como India, China o Brasil se están convirtiendo en auténticas potencias
económicas.

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Además, todo esto tiene una gran relación con la crisis de las dos grandes
ideologías occidentales en 1989 tras la caída del muro, el marxismo y la democracia
liberal, a partir de este momento el sistema predominante es el neoliberalismo,
produciéndose un cambio político y reconfigurándose los conceptos de ciudadanía y
ciudadano.

1.2. La ciudadanía como identidad sociopolítica.

La ciudadanía, a pesar de los diferentes polos interpretativos, es vista como una


forma de identidad sociopolítica. A lo largo de la historia hay cinco formas principales
de experimentar la ciudadanía, y en cada una de ellas el ser humano ostenta un estatus
sociopolítico (verse reconocido en el sistema) y un deseo y una capacidad para luchar en
defensa del sistema o para cambiarlo, al fin y al cabo, un sentimiento en relación con el
sistema que causa un comportamiento en ese contexto.

5 sistemas:

-El sistema feudal: relación entre individuos de tipo jerárquica, estatus definido por
vínculos entre vasallo y señor, y diseño piramidal de la sociedad.

-El sistema monárquico: el monarca destaca sobre sus súbditos, exige lealtad a la
figura real que personifica al país y se exige al súbdito una obediencia pasiva

-La tiranía: posición del individuo es degradada y el amor a la figura superior es


exigida.

-El sistema nacional: el individuo se identifica con la nación, es miembro de un


grupo cultural y poseen un sentimiento de amor por el país y una conciencia de sus
tradiciones (patria)

-El sistema ciudadano: la relación del individuo no se da con un grupo, sino con
una idea de estado. La identidad cívica se consagra en los derechos obtenidos y en las
obligaciones que hay que cumplir. Su situación en este sistema es la de igualdad,
evitando la jerarquía. La lealtad se da hacia el estado junto con el sentido de la
responsabilidad.

Los cinco sistemas mencionados pueden dividirse en dos grupos. En los tres
primeros sistemas, la relación ciudadana se da entre individuos y existe una figura
superior que defina una jerarquía. En el segundo grupo la relación se da entre individuos
que se sienten integrados en grupos. Los cinco sistemas sufren variaciones dependiendo
de su contexto y puesta en práctica.

Con el nacimiento del sistema ciudadano debido a la concienciación de las


sociedades burguesas del siglo XIX, la ciudadanía como concepto se ve distinguida por
tres rasgos principales: la autonomía, la igualdad de clase y la participación socio-
política. A través de este concepto principal han surgido diferentes tradiciones cívicas
que, dependiendo de muchos factores contextuales como la época o la procedencia de

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los autores de las mismas, han apuntado hacia una u otra dirección. En el caso de la
tradición “cívica republicana”, la ciudadanía es vista como un cuerpo formado por
hombres políticamente virtuosos (es decir, que actúan tal y como debe hacerlo el
ciudadano bajo el principio de igualdad y fraternidad), y un modelo justo de gobierno,
con un estado constituido en calidad de “república” de gobierno constitucional, es decir,
oficial y legitimada. La república mantiene en sus principios que su funcionamiento no
sería factible sin la participación de los ciudadanos en todos los ámbitos del poder y la
sociedad, tanto para elegir como para ser elegido, y sin que estos respondan a una serie
de derechos y deberes que, por su carácter igualitario, proporciona a los ciudadanos un
principio de igualdad que, a su vez, los hace virtuosos.

Término clave: Igualdad.

Es así, pues, que la igualdad se sitúa como punta de lanza dentro del impulso
ciudadano, y el método para su obtención se convierte en el centro del debate. Distintos
pensadores y autores se han ocupado (y aún se ocupan) de dar vueltas en torno a este
asunto con el fin de encontrar una fórmula correcta y, a su vez, capaz de llevarse a la
praxis. El pensador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859), basándose en la
importancia de la igualdad en la ciudadanía, advierte que su verdadera aplicación no
puede conseguirse a no ser que se superen tres escalones: la igualdad jurídica (para
contratar, casarse y desempeñar un oficio), la igualdad en los derechos políticos, y la
igualdad en las condiciones materiales de vida. Posteriormente el sociólogo británico
Thomas H. Marshall (1893-1981), basándose en el esquema de Tocqueville, propondría
otras tres claves muy similares para alcanzar la plena ciudadanía: el derecho civil (para
la libertad individual, cuya obtención se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII con
la libertad de expresión, pensamiento y creencia), el derecho político (para participar en
el ejercicio del poder, se consigue en el siglo XIX), y el derecho social (para alcanzar un
mínimo bienestar económico mediante la garantía de casa, empleo, salario, educación y
sanidad por parte del estado, dejando sin tratar que procurar el mínimo bienestar no es
lo mismo que acabar con la desigualdad, siendo esta una conquista del siglo XX). Sin
embargo, la tesis de Marshall, debido a su origen en un ambiente de enfrentamiento
entre el mundo liberal anglosajón y el autoritarismo soviético, es decir, de
condicionantes externos localizados, no es aplicable a todos los países del mundo en una
misma cronología, sino que en determinados lugares depende de un cambio previo que
no todos alcanzan al mismo tiempo.

2. Breve panorama de los antecedentes históricos de la formación del ciudadano:


de Grecia a la Ilustración

2.1. Los antecedentes clásicos (Grecia y Roma).

Atenas.

Desde la época moderna el mundo clásico ha sido un referente para la construcción


ideológica de la cultura occidental, así como para las distintas corrientes de pensamiento
y movimientos europeos y, en relación a los mismos, americanos. La inspección del

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pasado y la exploración de los orígenes llevaron a muchos pensadores a identificar el


germen occidental en la Grecia dorada del siglo V a.C. y en particular el papel de
Atenas como la polis y ejemplo modélico. Es en esta antigua ciudad donde los
conceptos de ciudadanía y de democracia se forjan por primera vez alrededor del
gobierno del pueblo desde el pueblo. El ciudadano ateniense no se limita a participar,
sino que también se convierte en sujeto político, y los gobernantes estaban obligados a
responder periódicamente ante el pueblo, anunciando lo que más tarde se verá en el
sistema ciudadano del siglo XIX. El proceso por el que Atenas alcanzó este estado de
gobierno ciudadano puede dividirse en tres fases: la primera, con el cambio del gobierno
de la aristocracia a un gobierno mixto en el que esta élite convive con órganos populares
de gobierno, el llamado sistema del timo; las reformas llevadas a cabo por Clístenes
a finales del siglo IV a.C. conforma una segunda fase que da paso a la aparición de la
democracia, pues entre sus medidas se cuenta el aumento de rango del derecho al voto,
la capacidad para condenar a los malos gobernantes al ostracismo, la concentración del
poder político en el senado o la democratización del ejército con la elección del
estrategós; finalmente, la tercera fase anterior a la decadencia clásica la marca la época
de Pericles y el esplendor del siglo V a.C., durante el cual la democracia se radicaliza
hasta el punto en que la asamblea popular adquiere todas las funciones de gobierno,
delegando en otros organismos y figuras electas, y bajo los tres principios de igualdad,
equilibrio entre ley-libertad, y el control judicial por parte del ciudadano, acomodado
sobre la libertad individual y de expresión.

Aristóteles fue el primero en formular una tesis completa sobre la idea de


ciudadanía (y es el primer teórico de la democracia). Según su pensamiento, el hombre
es un zoon politikon, es decir, un animal cívico (que es ciudadano y patriótico) o
político (que practica la política, quien es cortés y urbano) que sólo puede desarrollarse
plenamente en el interior de su comunidad, en cualquier escala geográfica, desde la
ciudad hasta el estado o el mundo. Pero para vivir en sociedad necesitamos de la ética y
de la moral: la virtud ciudadana, el comportamiento adecuado en la ciudad, ser cívico,
urbano y político. No por ello debemos confundir la virtud con el comportamiento
personal, que puede ser bueno o malo. Dejando ese aspecto de lado, el objetivo superior
de todos los ciudadanos debe ser el mismo, a saber, la seguridad de la polis
(entendiendo la seguridad como el avance social de la polis), por lo que, por ejemplo, la
figura del revolucionario no debe verse como un mal ciudadano puesto que se levanta
para cambiar el sistema porque en él ve algo malo para la ciudadanía. La figura
contraria, la de la persona desentendida de lo público para preocuparse sólo por su
interés personal, el idios (idiota). Es así como se define el ciudadano por su
participación en la administración de justicia y en el gobierno. Sólo conjugando la ética
y la política puede darse una educación completa y correcta del ciudadano. Sólo en la
politeia (administración de la polis) pueden llegar a coincidir el buen ciudadano y el
hombre bueno.

El modelo romano: la regulación del ciudadano.

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El modelo romano de ciudadanía no tenía el concepto de igualdad propio del


modelo ateniense. En primer lugar, porque no todos los individuos podían alcanzar el
mismo estadio social, y en segundo, porque territorialmente la ciudadanía se limita a la
ciudad de Roma y, posteriormente, se ampliaría a otros territorios.

Con los Gracos (Tiberio y Cayo), la ciudadanía se amplía del núcleo romano a
todos los latinos que vivían en la península itálica o en las colonias. El modelo
implicaba distintos grados de ciudadanía: ciudadanos libres, individuos de tierras
conquistadas, esclavos con ciertos derechos... Fue importante las protestas de los
plebeyos en el 494 a.C. mediante un pacto con los patricios, se crean los Tribunos del
Pueblo (protección contra abusos e injusticias.

La ciudadanía, transmitida por vía paterna, se controla mediante la certificación de


la misma, siendo el primer registro ciudadano. Sin embargo, esto restringe el significado
de ciudadanía aristotélica, ya no procediendo esta de la virtud, sino de la
consanguineidad, con base en el derecho por encima de la política. Los deberes
ciudadanos del romano se limitan al pago de impuestos, la participación en el servicio
militar y el cumplimiento del mos maiorum. Además, ser ciudadano romano era motivo
de orgullo (Civis Romanus sum). Las principales diferencias entre la ciudadanía romana
y la ateniense son, por tanto, el mayor reconocimiento social que hace efectiva el
ejercicio político en la primera y los límites de la ciudadanía romana, más amplia en
territorio al no reducirse en la polis.

En época imperial se produjo un aumento de la ciudadanía más en número que en


calidad, primero otorgándola a los soldado que finalizaban la actividad militar (siglo I
d.C.), luego algunos a no itálicos (siglos I-II d.C.) y, finalmente, la ciudadanía total de
todos los habitantes libres del Imperio, alcanzando su máximo nivel de igualdad y
amplitud (212 d.C.).

2.2. Medievo y Modernidad

La caída del Imperio Romano no implica en sí la pérdida de la idea de ciudadanía,


pero sí se pierde en buena parte su práctica. Las relaciones sociopolíticas se basan en
conexiones personales entre el príncipe o señor gobernante sobre súbditos y vasallos,
dejando a estos últimos fuera de la administración y dirección política. Será el
resurgimiento de las ciudades el que mantenga la ciudadanía como posibilidad y
privilegio a partir de la aparición de los fueros.

La continuidad anterior se deberá, en parte, gracias a la iglesia cristiana no sólo por


la reproducción de los textos aristotélicos. La civitas, un núcleo urbano rodeado de
tierras y ciudades y aldeas satélites. El vacío administrativo que deja la caída del
Imperio se ve ocupado por la administración desarrollada por la Iglesia, que
descentraliza el poder a través de los obispos y la organización en diócesis, que invade
la civitas. Tras el fin de la administración cívica romana la administración eclesiástica
asume parte de sus funciones como la económica, siendo heredera, entre otros, de
impuestos y formas autoritarias políticas. Al mismo tiempo, el poder político del obispo

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lo convierte en modelo de enfrentamiento del poder de los señores, en ocasiones


protegiendo a la ciudad del abuso de estos últimos, creando una respuesta de identidad
por parte de la ciudadanía a un nivel local. Conforme el ciudadano adquiere mejoras a
través de la toma de conciencia y renovación de la administración comenzará a exigir
una mayor participación y la creación de una administración laica, separada de la
religiosa, pensamiento que se encuentra respaldado incluso por autores eclesiástico.

Mientras que Aristóteles pensaba que la vida virtuosa debe desarrollarse en


comunidad, como ciudadanos, San Agustín afirma que lo que convierte a un hombre en
un ser bueno no era cumplir con los deberes ciudadanos, sino dedicarse a la oración,
separando la virtud ciudadana de la cristiana. Tomás de Aquino, sin embargo,
acudiendo a Aristóteles, concibe la vida humana como la expresión del objetivo de
Dios, repitiendo el axioma aristotélico “es posible, siendo buen ciudadano, no poseer la
virtud según la cual se es buen hombre”, admitiendo la idea de la dualidad de la virtud,
pero la incompatibilidad de los positivo y lo negativo, siendo obligado que el hombre
debe ser doblemente virtuoso.

El florecimiento pleno de la ciudadanía municipal en la época medieval se debió al


despojo de las inhibiciones del cristianismo, diseñando una ciudadanía para que los
individuos dirigieran sus propias vidas; el fortalecimiento del derecho romano, que
reconocía este estatus; y la liberación del control eclesiástico y/o del de un noble en
ciudades y pueblos, garantizando así una libertad cívica real.

Marsilio de Padua, en su Defensor Pacis, rechaza cualquier noción de ciudadanía


tutelada por la religión, pues su función es cívica y secular, sin relación con la Iglesia.
Recupera la idea de la representación directa controlada mediante la elección de
representantes. Las leyes deben partir de la voluntad de los ciudadanos a partir de sus
representantes, siendo las elaboradas de esta forma las mejores leyes posibles ya que
proceden del ciudadano y, por tanto, no encontrará el enfrentamiento de la mayoría. Así
pues, los ciudadanos deben implicarse en los asuntos públicos para legislar y elegir
cargos públicos mediante un proceso electoral.

A partir del siglo XI el principio de ciudadanía comienza a aplicarse en pequeñas


ciudades en forma de comunas, con administración propia y capacidad de comportarse
como un pequeño estado tal y como lo haría la polis griega: pagan impuestos, eligen a
los cargos públicos y, en general, el pueblo participa en los asuntos administrativos y
políticos de la ciudad, que posee una jurisdicción y un territorio propios. Ante la
progresiva toma de conciencia del ciudadano, las ciudades lograron la concesión de
fueros o cartas de privilegios, constituyéndose como municipios. Entonces, la
responsabilidad cívica se veía perfectamente delimitada. Todo el mundo puede votar y
ser candidato para los cargos en los distintos organismos públicos, con el ayuntamiento
como centro administrativo.

Las ciudades-estado italianas son los grandes ejemplos de este movimiento. Eran
comunas con autoridad política y judicial propia cuyos residentes de pleno derecho (con

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propiedad y que pagan impuestos en ella) son reconocidos como ciudadanos. El caso de
Florencia, la ciudadanía está controlada mediante el modelo productivo, pues sólo se
otorgaba a los miembros de los gremios. El auge ciudadano lleva a la distinción entre el
ámbito del campo y de la ciudad, excluyendo de la participación política a los residentes
fuera de la urbe, a excepción de aquellos que cumplían las medidas de residencia
temporal en la ciudad. El sentido patriótico y el orgullo cívico comenzarían a crecer.

La monarquía absoluta y la ciudadanía.

A principios del siglo XVI surgen las naciones-estado, aunque apenas conservaban
alguna homogeneidad desde el punto de vista lingüístico y étnico. En ellas, la autoridad
recaía en la figura del monarca. Esto abre dos líneas de pensamiento que debaten la
validez de la ciudadanía ante la existencia de la figura autoritaria del monarca, la que
apoya la desigualdad a favor del monarca y la que piensan en la convivencia del
monarca con el estado ciudadano igualitario. El soberano le quitaba la ciudadanía a los
ciudadanos, produciéndose una pérdida de derechos.

Jean Bodin (1529-1596) pensaba que la soberanía residía en el monarca a través del
poder absoluto y perpetuo de la nación. El ciudadano es visto como súbdito, disminuida
su libertad ante aquel a quien debe obediencia. No son los privilegios los que hacen al
ciudadano, sino la obligación mutua que se establece entre soberano y súbdito, al cual,
por la obediencia que de él recibe, le debe justicia, consejo y, entre otros, protección.
Así pues, el acceso a magistraturas es visto como un privilegio innecesario para alcanzar
el estatus de ciudadano.

Thomas Hobbes (1588-1679) mantiene la soberanía del monarca y el gobierno


absoluto para alejarse de la anarquía. La función del ciudadano no es otra que la de
obedecer. Samuel Pufendorf limita al ciudadano uniendo a éste deberes, pero no
derechos. También defiende la necesidad de respeto del ciudadano hacia el monarca y la
convivencia cortés y urbana con una conducta educada.

Por otro lado, pensadores como Francisco de Vitoria (1483-1546) defendían el


derecho natural de hombre a ser libres, sin ningún superior. El derecho a la ciudadanía
es, por tanto, indiscutible, entendiendo esto como el gozo de privilegios y cargas
comunes. El rey sigue teniendo el poder, pero dese una soberanía procedente de la
república ciudadana, de la comunidad con competencias de autogobierno. No se elige al
mejor, sino al mejor de los posibles, el que cuenta con el voto de la mayoría. Las
injusticias tributarias pueden ser respondidas, y el derecho de propiedad no es natural,
sino positivo, un consenso.

Bartolomé de las Casas establece que para que haya un gobierno debe haber
consentimiento de todos, lo que asegura el bien de la comunidad. No se debe coartar la
libertad y la forma del estado político debe ser determinada por la voluntad del pueblo,
que puede luchar con el tirano, que abusa de su autoridad.

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Juan de Mariana exige al monarca su virtud, siendo legítimo su ejecución y la


revolución si éste es tirano, es decir, que actúa sin el consentimiento de los ciudadanos.

En cuanto a la definición de derechos, John Locke en el Segundo Tratado sobre el


gobierno civil (1690) planteó la noción de derechos básicos: todo hombre tiene derechos
a “proteger (…) su vida, su libertad y sus bienes”. Desde 1780 la Sociedad para la
Información Constitucional, planteaba: “conseguir legislaturas breves y una
representación del pueblo más igualitaria” y “diseminar ese conocimiento entre todos
los compatriotas, pues puede (…) inducirles a luchar por sus derechos como hombres,
como ciudadanos, con fervor y firmeza”. Destacamos también La Declaración de
Independencia de los Estados Unidos (1776) cita los derechos: «la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad». Por su parte, según la Declaración Francesa de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano (1789): «libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la
opresión».

Ciudadanía y propiedad.

La idea básica es que un hombre sin propiedades carece de tiempo para


involucrarse en asuntos públicos; además, al no tener bienes, puede su- cumbir al
soborno. La propiedad era símbolo de «virtud», en el sentido de contar con una
disposición plena. Además la cuestión de la propiedad es esencial para interpretar el
desarrollo del derecho al voto. El derecho al voto se centró en el valor político y la
estabilidad de la posesión de tierras.

Daniel Defoe aporta lo siguiente: “No confiero este derecho a los habitantes
sino a los terratenientes, porque ellos son los dueños cabales del país. El país les
pertenece y los habitantes no son más que pensionistas, como quien alquila una casa, y
deben atenerse a las leyes que el terrateniente les imponga. De otro modo, deben
marcharse del país, porque como los terratenientes tienen el derecho de la tierra, los
demás no tienen derecho de vivir allí a menos que el dueño les dé permiso”.

En general La concepción de la ciudadanía ligada a la propiedad choca con un


principio fundamental: el estado se compone de ciudadanos, y todos los ciudadanos
deben disfrutar de una igualdad básica.

2.3. El ideal cívico-republicano ilustrado.

Se originan Debates sobre la virtud cívica y las denuncias sobre la corrupción


política. La Virtud política se entiende como «un espíritu público de vigilancia sobre
todos los intereses nacionales» y un sentimiento ciudadano por la constitución.

Montesquieu, en Del espíritu de las leyes desarrolla el concepto de virtud cívica


como el amor a las leyes y a la patria: “(…) lo que llamo virtud en la república es el
amor de la patria, es decir, de la igualdad. No es la virtud moral ni la cristiana y sino
la virtud política, y ella es el resorte que da movimiento al gobierno republicano, así
como el honor es el resorte que hace moverse á la monarquía. He llamado, pues, virtud

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política al amor de la patria y de la igualdad. He tenido ideas nuevas y he necesitado


buscar nuevas palabras o dar á las antiguas nuevas acepciones. (…) Finalmente, el
hombre de bien á quien aludo (…) no es el hombre de bien cristiano, sino el hombre de
bien político, que tiene la virtud política… Es el hombre que ama las leyes de su país y
obra por el amor de ellas”.

Jean-Jacques Rousseau

En Discurso sobre economía política (1754), Discurso sobre el origen y los


fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) y Del contrato social (1762)
expone sus ideas fundamentales sobre la ciudadanía. Parte de tres ideas básicas:
libertad, igualdad y fraternidad.

Del contrato social empieza con la frase “El hombre ha nacido libre, y por
doquiera está encadenado”. Para liberarlo es necesario el retorno a su estado natural,
hay que encontrar un modelo de existencia social que asegure la libertad civil del
individuo y los intereses de cada persona en el conjunto social. El estado ideal se logra
mediante la noción central de Rousseau: la voluntad general, por tanto el pueblo es
soberano y, como tal, puede decidir en conjunto y libremente, lo que es mejor para la
comunidad.

Aquí encontramos la VOLUNTAD GENERAL. A partir de ahí, el pueblo es al


tiempo ciudadano y súbdito. Los ciudadanos se definen en virtud de la voluntad
general , pero súbditos en cuanto acatan las consecuencias derivadas de sus decisiones.
Pero en ambas capacidades son completamente libres, independientes de cualquier
autoridad arbitraria. Esta participación no puede deformarse por desigualdades entre los
ciudadanos. Para garantizar la igualdad Rousseau recurre al pacto social: “El pacto
social establece entre los ciudadanos tal igualdad que todos ellos se comprometen bajo
las mismas condiciones, y todos ellos deben gozar de los mismos derechos. Así, por la
naturaleza del pacto, todo acto de soberanía (…) obliga o favorece igualmente a todos
los ciudadanos”.

Siguiendo la tradición cívica republicana, Rousseau creía que la concordia o


“fraternidad pública”, aseguraba la participación en igualdad en una comunidad
fuertemente cohesionada. En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres apunta a una república donde los ciudadanos
“contentándose con sancionar las leyes y decidir corporativamente acerca de las
relaciones con los jefes y los más importantes asuntos públicos, estableciesen
tribunales respetables, distinguiesen cuidadosamente los distintos departamentos,
eligiesen cada año a los más capaces e íntegros de sus conciudadanos para
administrar justicia y gobernar el Estado (...) y en la que, dando la virtud de los
magistrados testimonio de la sabiduría del pueblo, unos y otros se honrasen
mutuamente”.

El ideal roussoniano se podía desarrollar en una ciudad-estado (el modelo era Ginebra),
pero, ¿cómo desarrollarlo en los nuevos estados extensos? Mediante la concordia, que

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favorece un sentido de unidad nacional. El sentido de unidad nacional se puede lograr


con “instituciones nacionales, las cuales conforman el genio, el carácter, los gustos y
las costumbres del pueblo, y que convierten a éste en lo que es, y no en otra cosa, e
inspiran ese cálido amor por el país enraizado en hábitos que resultan imposibles de
erradicar”.

No es lo mismo identidad nacional que patriotismo. La identidad nacional


requiere cierto grado de cohesión cultural, y el patriotismo es lealtad y compromiso con
el estado, independientemente de su constitución étnica o cultural. El patriotismo es
parte de la virtud cívica republicana. “Cuanto mejor constituido está el estado, más se
imponen los asuntos públicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. Hay,
incluso, muchos menos asuntos privados, porque al proporcionar la suma del bienestar
común una porción más considerable al de cada individuo, le queda menos que buscar
en los afanes particulares”.

En su Del contrato social, para lograr el estado ideal de la ciudadanía cívico


republicana, Rousseau plantea la necesidad de la educación cívica: hay que explicar las
normas sociales, el principio de igualdad y el sentido de fraternidad. La educación
cívica debe ser permanente y estatal, es lo que en la Revolución se denominó “religión
civil” mediante la que transmitir un credo de conducta, derechos y obligaciones: “Hay
por tanto una profesión de fe puramente civil cuyos artículos corresponde al soberano
fijar, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de
sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel [ ... ] Puede
desterrar del Estado a todo el que no los crea [los dogmas de religión]; puede
desterrarlo no como a impío, sino como a insociable, como a incapaz de amar
sinceramente las leyes, la justicia, y de inmolar en la necesidad su vida a su deber. Que
si alguien, tras haber reconocido públicamente estos dogmas, se conduce como no
creyendo en ellos, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crímenes, ha
mentido ante las leyes”. (Del contrato social). El ciudadano que incumple el pacto
social no es libre, por eso, a “quien rehúse obedecer a la voluntad general (...) se le
forzará a ser libre”.

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