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La tolerancia según Locke

John Locke en 1697

Locke elaboró una de las más famosas y clásicas defensas de la tolerancia, en una obra que dio
mucho que hablar en su tiempo. En la citada obra, desarrolla una serie de argumentos a favor de
la tolerancia de los gobiernos; argumentos que en algunos aspectos aun se puede considerar que
tienen una enorme vigencia. Se trata de la Carta sobre la tolerancia, escrita en 1685.15 Esta obra,
como la naciente idea de tolerancia, resulta estrechamente vinculada al surgimiento del mundo
moderno; representa la expresión y el reflejo de una concepción del estado que ha desembocado
en las actuales democracias liberales, las cuales reposan sobre la libertad de los individuos;
libertad que se ha de materializar, entre otras cosas, en la posibilidad de mantener cualquiera de
los cultos religiosos. De hecho, el propósito estricto de la Carta fue fundamentar sobre bases
firmes la libertad religiosa.

Pues bien, frente a ello, el modelo de estado democrático liberal, nacido con la Modernidad,
considera necesario establecer una serie de libertades en los individuos, dentro de las cuales está
la libertad religiosa, hoy, equiparable a la libertad de conciencia. Resulta inseparable la defensa de
la tolerancia como consentimiento del surgimiento de este tipo de estado. La lucha contra la
intolerancia y, consecuentemente, la consagración de la libertad religiosa y de conciencia como un
derecho político, ha estado ligada históricamente al proceso de constitución del Estado
democrático liberal, uno de cuyos elementos integrantes es el reconocimiento de la personalidad
individual como origen, fin y limitación de la actividad estatal.

Pedro Bravo Gala, en la introducción a la edición citada de la obra de Locke, también señala que la
marcha hacia la tolerancia aparece ligada a la marcha hacia la idea de libertad y la eliminación de
coacciones por parte de los estados. En esta realización histórica de los principios individualistas,
fueron hitos la Reforma Protestante, las revoluciones inglesa y americana y francesa y la
Ilustración. Estos principios se resumen en la idea de libertad personal, que considera un dominio
de acción exclusivo del individuo, inmune a la acción del poder político. Se defiende, desde esta
perspectiva, la reducción al mínimo del grado de coacción ejercido por el estado y su influencia en
la vida del individuo. Dentro de este ámbito, exclusivamente individual, se ubica la creencia
religiosa. Esta tolerancia ligada a lo religioso, acabará estando a la libertad personal en todas las
esferas, además de la religiosa, que no afecten al prójimo. La tolerancia, una vez desborde el
campo de lo religioso, acabará íntimamente vinculada a la libertad de pensamiento.

Pero la realización práctica de la tolerancia, en un primer momento, se dio cuando grupos


religiosos dominantes dejaron manifestar su diferencia al disidente, renunciando a imponer sus
puntos de vista. Esto implica la separación de la política y la vida religiosa; el estado solo ha de
intervenir en lo público. Lo religioso, como perteneciente al ámbito de lo privado, deja de ser de su
incumbencia. Esta será la idea fundamental de la Carta; la separación entre la Iglesia y el Estado,
entre el Trono y el Altar. La defensa de la tolerancia hecha por Locke, por tanto, deriva de su
filosofía política, la cual propugna un modelo de estado cuyas funciones son tan solo preservar la
vida, libertad y propiedades de sus ciudadanos. El camino para ser feliz o adorar a Dios que cada
uno escoja no pertenece al ámbito de la regulación estatal. Pero veamos los argumentos
desarrollados en la Carta, de modo más analítico.

Comienza esta obra con la aseveración La tolerancia es la característica de la verdadera Iglesia


(pág. 3). La coacción para convertir no es algo que se desprenda del mensaje cristiano, sino la
caridad y la virtud. No se puede "amar" persiguiendo y atormentando. Más bien, del cristianismo
se desprende todo lo contrario:

la tolerancia de aquellos que difieren de otros en materia de religión se ajusta tanto al Evangelio
de Jesucristo y a la genuina razón de la humanidad, que parece monstruoso que haya hombres tan
ciegos como para no percibir con igual claridad su necesidad y sus ventajas

(pág. 8)

Esta sería la justificación teológica de la tolerancia religiosa, en la que Locke usa el sentido del
propio cristianismo para justificar una tolerancia de raíz cristiana.

El argumento más poderoso parte de la separación de lo civil y lo religioso. Locke insiste en


descubrir el engaño que supone cometer maldades encubriéndose en el interés general o en la
religión. No debe ser esa la actuación o función del Estado. Más bien, este es una sociedad de
hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de
índole civil (pág. 8). El magistrado ha de velar por estos intereses de manera justa, pero no es de
su competencia la salvación de las almas, porque:

El cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil ni a ningún otro hombre (pág.
9), ni por Dios ni por los otros hombres.

Su poder no alcanza el ámbito de la creencia, pues todo lo más que se puede hacer en este
terreno es persuadir, pero no mandar. No es posible mandar que se crea algo; los castigos no son
eficaces para producir la fe verdadera. La fe no es fe si no se cree (pág. 10).
Si el magistrado tuviera que ver en las cuestiones de salvación, los hombres deberían su
felicidad o su miseria eternas a los lugares donde hubieran nacido (pág 12), quedando descartada
la responsabilidad del propio individuo.

Y si no es labor del magistrado coaccionar para convertir a la religión, tampoco lo es de la Iglesia,


la cual es una sociedad libre y voluntaria (pág. 13) que no debe ejercer autoridad. Al menos, Cristo
nunca lo dijo. Afirma nuestro filósofo: yo no comprendo cómo puede llamarse Iglesia de Cristo una
Iglesia que esté establecida sobre leyes que no son de Él (...) (pág. 16). Cristo jamás expresó que
hubiera que perseguir para convertir. En todo caso, se puede exhortar y aconsejar, e incluso
expulsar de la Iglesia, pero nada más. Ejercer la fuerza solo le corresponde al magistrado, quien
tampoco la debe emplear para algo más que para garantizar las libertades.

¿Hasta dónde se extiende el deber de tolerancia y en qué medida obliga a cada uno? Locke aborda
el tema de los límites de lo tolerable en cuatro puntos:

Ninguna Iglesia está obligada en virtud del deber de tolerancia a retener en su seno a una
persona que, después de haber sido amonestada, continúa obstinadamente transgrediendo las
leyes de la sociedad (pág. 18). Nunca cabe el uso de la fuerza o el castigo, pero sí se justifica la
expulsión del propio seno de quien no se amolda a las reglas de la sociedad eclesiástica.

Ninguna persona privada tiene derecho alguno, en ningún caso, a perjudicar a otra persona en
sus goces civiles porque sea de otra Iglesia o religión (pág. 18). La tolerancia no Solo debe ejercerla
el magistrado, sino las propias Iglesias entre sí, pues el poder civil no les corresponde. Solo el
poder civil puede coaccionar, pero tampoco puede hacerlo para obligar a seguir una religión
determinada. Resulta intolerable, por tanto, quien procure emplear la fuerza para coaccionar en
materia religiosa.

Quien debe decidir qué Iglesia es la verdadera es solo Dios. No se puede saber cuál lo es, y aunque
se supiera, la verdadera Iglesia no tendría derecho a destruir a la otra. En esto, Locke propugna
una amplia libertad religiosa:

Nadie, (...), ni las personas individuales ni las Iglesias, ni siquiera los Estados, tienen justos títulos
para invadir los derechos civiles y las propiedades mundanas de los demás bajo el pretexto de la
religión

Pág. 22

.
Esto es porque

Ni la paz, ni la seguridad, ni siquiera la amistad común, pueden establecerse o preservarse entre


los hombres mientras prevalezca la opinión de que el dominio está fundado en la gracia y que la
religión ha de ser propagada por la fuerza de las armas

Pág. 23

Lo cual quiere decir que nunca habrá paz mientras no haya tolerancia. Este es uno de los
principales motivos esgrimidos por numerosos pensadores para pretender la universalización de
un espíritu de tolerancia que englobe diversos aspectos.

3º. La autoridad de los curas no puede ir más allá de lo estrictamente religioso: La Iglesia en sí es
una cosa absolutamente distinta y separada del Estado (pág. 23). En esta idea se soporta todo
argumento a favor de la tolerancia. Si se mezclan Iglesia (Religión) y Estado, si el Estado asume
funciones religiosas, será imposible que tengamos una sociedad tolerante, por lo menos en lo
religioso. Con este espíritu, las constituciones de los actuales estados democráticos declaran la
aconfesionalidad de los mismos. Si un estado es confesional, las libertades no están garantizadas,
en la medida en que se impone un modo de vida. La tolerancia política requiere un Estado neutral
en cuanto a religión se refiere.

4º. Nuevamente insiste Locke: El cuidado de las almas no corresponde al magistrado (pág. 26). No
se puede salvar a los hombres contra su voluntad y, además, la mayoría de las veces las
discrepancias lo son en cuestiones frívolas. Cuál sea el camino correcto lo dilucida cada hombre en
privado. Sea o no por consejo de una Iglesia, si no hay íntima convicción, no hay salvación.
Solamente la fe y la sinceridad interior procuran la aceptación de Dios (pág. 33).

En suma, todo el razonamiento de Locke se basa en la separación de lo civil y lo religioso. El bien


público es la regla y medida de toda actividad legislativa (pág. 35). Esto quiere decir que el Estado
solo debe prohibir aquello que perjudique a terceros. Es cierto que no debe permitir las opiniones
contrarias a la sociedad humana o a las reglas morales necesarias para la preservación de la
sociedad civil, pero normalmente, este no es el caso de las religiones. El papel de las leyes no es
cuidar de la verdad de las opiniones, sino de la seguridad del Estado y de los bienes y de la persona
de cada hombre en particular (pág. 48). La perdición de un alma no conlleva perjuicio a terceros. Si
el Estado se inmiscuye en la "salvación" de sus súbditos, si obliga en materia religiosa, la paz no
está garantizada. En cambio, «Los gobiernos justos y moderados están tranquilos en todas partes,
y en todas partes seguros, pero la opresión levanta fermentos y hace a los hombres luchar para
liberarse de un yugo molesto y tiránico» (pág. 65).

En síntesis, no se debe intervenir o coaccionar en asuntos religiosos. Esto se justifica a partir de


varios argumentos:

Un argumento político: Los males de la sociedad provienen de la intolerancia, no de la división.


No es necesaria la unidad de fe y culto para mantener el orden; aun más, la tolerancia es lo que
garantiza la paz social.

Varios argumentos teológicos:

La Iglesia es una sociedad libre y voluntaria.

La creencia y el culto han de ser sinceros.

La persecución es anticristiana.

Un argumento racionalista: La conciencia es incoaccionable. Se ha de aceptar, además, la


natural ignorancia humana ante la oscuridad del mundo y se ha de confiar en las virtudes de la
discusión para descubrir la verdad. Esta idea la desarrollará principalmente, en el pensamiento
liberal, John Stuart Mill.

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