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La Leyenda Dorada, el libro más divulgado en Europa occidental durante la

baja edad media, relata la vida de santos y mártires cristianos y, aunque es


valiosa su narración, es impreciso el título, porque no hay mucho brillo en la
aventura de los beatos. Todas las vidas tienden a la agonía, pero las suyas son
especialmente proclives a la muerte, que, como oro negro, confiere poder
incendiario a su doctrina.

 En estos relatos la muerte no aguarda hasta el final del martirio. El rayo se
precipita sobre quienes amenazan al héroe, pero el cielo no dirige su embate a
salvar al portador de una palabra sagrada; profiere la violencia sólo para
perpetuar su discurso. Es axiomático.  El cielo ataca como una acción de
autodefensa, mientras los primeros cristianos se comportan, al menos
políticamente, como una guerrilla. Es oportuna una nueva lectura.

 Dicen que Santiago de la Vorágine, autor o compilador inicial, debió


inspirarse en las semblanzas de grandes hombres paganos como Pitágoras,
Sócrates o Apolonio de Tiana. Ellos son los máximos ejemplos del cuidado
sobre sí mismo y de sus expresiones para la formación del hombre civil; el que
vive y opera en la sociedad. Pero los mártires de la leyenda, en cambio,
renuncian al conocimiento y a la humanidad para buscar a Dios en la soledad.
Si bien, la empresa del anacoreta es loable y muchas veces configura un bello
relato, es un ejemplo peligroso. Estamos habituados a ubicar demonios en las
actitudes de los demás, por eso todos los que van al desierto encuentran
primero al diablo.

Apolonio, el hombre a quién más se parece Jesús, viajó a Roma, según sus
palabras: “a ver que especie de animal es un tirano”. Nosotros ya sabemos que
no es un dinosaurio, y que cuando despertemos, todavía estará allí. Así mismo,
al desamparo de nuestros días sombríos, pero a la luz de mil años que nos
separan de los tiempos en que se escribiera la Leyenda Dorada, ya no
percibimos el sufrimiento como una bienaventuranza, o el miedo como una
virtud teologal. Por eso la búsqueda de Dios no debe desplazar a la filosofía en
el camino a la santidad. Es una lección aprendida de San Agustín. El
pensamiento racional nos permite entender que, en la desgracia que rodea a
los mártires, a cada designio divino le precede un fracaso humano.

El homicidio siempre es una tragedia, acapara el terrible poder de hacer más


triste la muerte. Pero el asesinato de activistas, testigos, referentes políticos y
líderes indígenas, deposita en nosotros, adicionalmente, la frustración de
sabernos una sociedad incapaz.  En la cabeza de nadie que tenga sus ideas en
orden, el desastre puede ser interpretado como un triunfo. Esta revisión
personal de aventuras de santos y mártires corresponde a la necesidad de
ejercitar mi fe en la humanidad antes de que se atrofie. Tal vez en la literatura
medieval está la clave para salir del oscurantismo. 

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