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En estos relatos la muerte no aguarda hasta el final del martirio. El rayo se
precipita sobre quienes amenazan al héroe, pero el cielo no dirige su embate a
salvar al portador de una palabra sagrada; profiere la violencia sólo para
perpetuar su discurso. Es axiomático. El cielo ataca como una acción de
autodefensa, mientras los primeros cristianos se comportan, al menos
políticamente, como una guerrilla. Es oportuna una nueva lectura.
Apolonio, el hombre a quién más se parece Jesús, viajó a Roma, según sus
palabras: “a ver que especie de animal es un tirano”. Nosotros ya sabemos que
no es un dinosaurio, y que cuando despertemos, todavía estará allí. Así mismo,
al desamparo de nuestros días sombríos, pero a la luz de mil años que nos
separan de los tiempos en que se escribiera la Leyenda Dorada, ya no
percibimos el sufrimiento como una bienaventuranza, o el miedo como una
virtud teologal. Por eso la búsqueda de Dios no debe desplazar a la filosofía en
el camino a la santidad. Es una lección aprendida de San Agustín. El
pensamiento racional nos permite entender que, en la desgracia que rodea a
los mártires, a cada designio divino le precede un fracaso humano.