Sunteți pe pagina 1din 396

La calurosa acogida del primer volumen de

Lo que Einstein le contó a su cocinero y el


infinito campo que la alimentación abre a
la investigación científica han llevado al au-
tor a escribir esta segunda entrega. Tal vez
el lector se pregunte qué motivos llevan a
un profesor de química a escribir sobre ali-
mentación. Tan sólo uno: la buena mesa
despertó su curiosidad desde el primer con-
tacto que tuvo con ella, que no fue en el
regazo de su madre, sino bastante más
tarde, a lo largo de su época universitaria.
Durante más de siete años, Robert L.
Wolke escribió una columna quincenal lla-
mada «Food 101» en The Washington Post
y aprendió a detectar qué es lo que nece-
sitan saber los cocineros. En su libro res-
ponde con un lenguaje cotidiano y sencillo
a más de 150 preguntas que le formularon
lectores de todo el mundo. Para satisfacer
su curiosidad, ha añadido un apartado lla-
mado «Ciencia al margen», que complacerá
a aquellos que solicitaban explicaciones más
técnicas. No es un privilegio frecuente para
un autor estar en contacto directo con una
parte de sus lectores y poder escribir te-
niendo en cuenta sus necesidades y preo-
cupaciones, cosa que representa uno de los
grandes aciertos de esta obra.
A diferencia del libro anterior, que se cen-
traba en alimentos concretos como el azú-
car, la sal y las grasas, el presente volumen
divide los alimentos en ocho categorías prin-
cipales: bebidas, productos lácteos y hue-
vos, hortalizas, frutas, cereales y carbohi-
dratos, pescados y mariscos, carne, y hierbas
y especias. A continuación, el lector encon-
trará un capítulo dedicado a los utensilios de
cocina y, finalmente, una serie de añadidos
destinados no tanto a satisfacer el paladar
del sibarita como la curiosidad del lector.

(Sigue en la segunda solapa.)


Sobre este y sus anteriores libros, h a n dicho:
«Para acceder a tan sólo una pequeña muestra de las revelaciones
que el profesor Wolke tan clara y concisamente presenta en este li-
bro, lo más habitual habría sido tenernos que pasar un largo y frío
invierno arrodillados sobre cristales rotos frente a las puertas del
escondrijo de algún brujo. Sin embargo, lo único que hay que ha-
cer aquí es preguntar "por qué" y abrir el libro al azar por cualquie-
ra de sus páginas. No encontrará el momento de dejarlo.»
ALTON BROWN, presentador del programa de televisión
Good Eats, de la Food Network
«Bob Wolke es una de esas inusuales personas que aúnan las cuali-
dades del científico de laboratorio y el buen orador, como si la ma-
dre de Albert Einstein se hubiera casado con el padre del cómico
Rodney Dangerfield. Está informado, es entretenido, responde con
claridad y proporciona amplias y sólidas explicaciones científicas.
¿Quién sino Bob Wolke podría haber hecho que la desnaturaliza-
ción de las proteínas resulte tan interesante o tan evidente como el
vestido que Cher llevó en la gala de los Oscar?»
CHRISTOPHER KIMBALL, fundador
y editor de Cook's Illustrated
«La cultura científica de Robert Wolke es entretenida, pero no sólo
eso: es esencial para que podamos mejorar como cocineros, comprar
con mejor conocimiento de causa y quitarnos manías a la hora de co-
mer. Con una pizca de su lógica culinaria dejaríamos de perder tan-
tas horas intentando averiguar los tiempos de cocción exactos o las
temperaturas "adecuadas" y ahorraríamos dinero en la compra de
productos de limpieza inútiles, aceites vírgenes o carne más cara
sólo por ser más roja. Este libro no puede faltar en su estantería.»
JAMES PETERSON, autor de Sauces
y Glorious French Food
«Bob Wolke tiene la extraordinaria habilidad de explicar el porqué
de nuestro proceder en la cocina con un lenguaje práctico e inte-
ligible, lo que hace que su libro sea útil tanto para el cocinero pro-
fesional como para el aficionado.»
JOSÉ ANDRÉS, dueño y chef del restaurante
Jaleo de Washington
LO QUE EINSTEIN
LE CONTÓ
A SU COCINERO 2
«Quizá no necesite nunca saber por qué tiñe el bicarbonato de so-
dio de color azul la col lombarda, pero me alegra saber que puedo
hallar la respuesta a esta y a muchas otras cuestiones en el interior
de este libro.»
BILLYOSSES, repostero de Nueva York

«Libros como los de Robert L. Wolke enseñan a los cocineros a se-


guir evolucionando en unos tiempos en los que la gastronomía
parece haberse estancado.»
FERRAN ADRIÁ, chef y fundador del restaurante
El Bulli, en Rosas, Cataluña
«Bob Wolke escribe sobre los cómos y los porqués de la cocina con
claridad, humor y pasión. ¿Quién más sería capaz de explicar el
braseado o la transferencia térmica a la vez que te arranca una
sonrisa?»
JACK BISHOP, editor ejecutivo de Cook's Illustrated
ÍNDICE

Agradecimientos 15

Introducción 19

1 ¿Algo para beber? 23

Hielo albino, 25; Té turbio, 26; Verde que te quiero


verde, 29; Té de tornasol, 31; Cafeína no, gracias, 33;
Té (y café) para dos, 33; ¿Quiere leche?, 35; Nuestros
parientes alcohólicos, 38; Sabor amargo, 39; Sulfitos,
42; Una de jerez, por favor, 44; El truco de la cucha-
ra, 48; Guerra entre estados, 50; ¡Y listos!, 52; Agita-
do y revuelto, 54; Mida su alegría, 55; Síndrome de
estrés posgastronómico, 58.

2 En la granja 63

El galimatías de los desnatados, 64; La créme de la


créme, 67; El bueno y el malo, 70; ¿Cuán cremoso es
el helado cremoso?, 75; Frío frío, 76; Vivir del aire,
77; A la sombra de Filadelfia, 78; Re: Brie, 81; Queso:
¿qué es eso?, 83; De buena hebra, 86; ¿Se le puede
llamar queso?, 87; Desglase con clase, 89; Hay hue-
vos y huevos, 92; Los huevos de oro, 96; Gallinas vír-
genes, 97; Yemas gemelas, 99; ¡Que se casca la cásca-
ra!, 100; El remedio de los pesimistas, 101; Huevos
equilibristas, 101; Huevos verdes sin jamón, 103;
Huevos con personalidad, 106; A darle al merengue,
107; Exagerando un huevo, 109.

3 Lo que el hombre sembrare 111

Colores para el paladar, 112; Cuando el verde pierde


el verde, 114; Guerra bacteriológica, 116; Patatas oxi-
dadas, 120; Ruibarbo sobre ruibarbo, 122; Lo que
Brutus no sabía, 124; Gas lacrimógeno, 126; Georgia
on my mind, 129; Qué amargo ser verde, 131; Leche
desparramada, 133; Oda al tofu, 135; Ponga el miso
en su vida, 137; El que come fabada lo paga, 140;
Remojar o no remojar, 142.

4 Delicias de la huerta 147

Aguacate maduro, gas seguro , 149; Maltratadas pero


dulces, 154; Plátanos atómicos, 155;E1 segundo plá-
tano, 155; Aceites y aceites, 158; Grasas trans: ¿me lo
trans cribe?, 163; Cuando las grasas buenas se vuel-
ven malas, 169; ¿Es lightel aceite lighfí, 172; ¿Verde
aceituna o negro aceituna?, 181; La osmosis es una
calle de doble sentido, 182; Pescar calabazas con la
boca, 187; Sidra con o sin, 189; Bacanal de abejas,
191; Cuando crudo significa tostado, 194.

5 De los campos de cereales al granero . . 1 9 7

Pegamento de patata, 201; De guisante a guisote,


203; Arroz chino recalentado, 205; Cómo jugar a los
palillos, 206; Que no se le pase el arroz, 209; No es
oro todo lo que se blanquea, 210; Mezclar y levantar,
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario
de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215;
Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al
grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los
niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el
azúcar, 226.

6 El mar y sus manjares 229

Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232;


Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensa-
das, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que
caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué
no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos
azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251.

7 Carnaval para carnívoros 255

La carne y la máquina, 257; ¡Cómo son! ¿Carne


marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un cu-
rado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269;
Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el cal-
do, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar
un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o
mejor no, 295; Cada leña, un humo, 298.

8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3

Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!,


309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo
en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia»,
321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadi-
ta?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens
en la despensa, 324; Una botella de humo, 326;
Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario
de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215;
Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al
grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los
niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el
azúcar, 226.

6 El mar y sus manjares 229

Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232;


Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensa-
das, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que
caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué
no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos
azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251.

7 Carnaval para carnívoros 255

La carne y la máquina, 257; ¡Cómo son! ¿Carne


marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un cu-
rado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269;
Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el cal-
do, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar
un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o
mejor no, 295; Cada leña, un humo, 298.

8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3

Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!,


309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo
en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia»,
321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadi-
ta?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens
en la despensa, 324; Una botella de humo, 326;
Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué
ha estado fumando?, 333; Cerditos kosher, 334;
Tomaré vainilla, 335.
9 La cocina, centro de operaciones 339

En busca de los olores perdidos, 340; Mantequeras


faroleras, 343; Santa Lucía nos conserve... los ali-
mentos, 344; ¿Nucleares? No, gracias, 347; Una cues-
tión básica, 347; Emulsión compulsiva, 349; El calor
del hogar, 355; Grills grillados, 359; 2 x 1 = 1,8, 362;
Piedra de toque, 364; El método del palillo, 367;
Maravillas de silicona, 372; La forma sí importa, 375;
La temperatura y el tiempo no esperan, 376.

10 Ñapas para insaciables 383

Cuida lo que dices, 384; Es natural, ¿sí o sí?, 386;


Gota a gota , 389; Dulces nubes, 390; El alimento de
los dioses, 393; El chocolate se me apelmazó y perdí
el temple, 397; Chocolate eflorescente, 401; El im-
postor, 402.

índice analítico 407


AGRADECIMIENTOS

Parafraseando a John Donne, el escritor no es una isla; tiene editores.


No todo el mundo sabe que todas y cada una de las palabras que
encontramos en los libros o en el periódico suelen pasar antes de ir
a imprenta por al menos un par y a veces hasta de diez pares de ojos
que las revisan y validan; sus huellas (por mezclar un par de metá-
foras) no se ven, pero están ahí, desde la primera a la última página.
Mientras escribía este y el anterior volumen, saqué mucho pro-
vecho de la sabiduría, los consejos y el buen criterio de la editora
jefe de W. W. Norton, Maria Guarnaschelli, encarnación del «amor
duro», que no se limitó a hacer las funciones de editora una vez
tuvo el libro en sus manos, sino que se implicó en el proyecto de
principio a fin. Sin su ayuda a la hora de decidir cómo enfocar y es-
tructurar la información, este libro no habría sido posible.
Mi agradecimiento también para el ayudante más perspicaz y
competente de Maria, Erik Johnson, por coordinar los numerosos
procesos que intervienen en la publicación de un libro, entre ellos
perseguir al autor para que cumpla con los plazos.
Entre los eficientes profesionales de W. W. Norton que convir-
tieron mi manuscrito en un libro, dirigidos por el presidente Dra-
ke McFeely, el editor jefe Star Lawrence y la directora ejecutiva
Nancy Palmquist, están la diseñadora Barbara Bachman, el autor
de la portada y las solapas John Fulbrook III, la directora de arte
Georgia Liebman, la directora editorial Jeannie Luciano, el direc-
tor de imprenta Andy Marasia, la directora de producción Anna
Oler, el director de ventas Bill Rusin y la editora de proyectos
Susan Sanfrey. Las ilustraciones son obra de dos artistas autóno-
mos de mucho talento, Alan Witschonke y Rodney Duran. Gra-
cias a todos ellos.
Siento un especial afecto por la ultrameticulosa correctora
K a f y a Rice. Gracias a que ha mantenido los ojos bien abiertos
y a su dominio del lenguaje (¿quién sino me habría escrito un pá-
rrafo entero para justificar un c a m b i o de coma?], el texto ha que-
dado i n m a c u l a d a m e n t e sintáctico, o sintácticamente inmacula-
do... Y no se crean que es lo mismo: ella habría sacado a relucir la
diferencia.
Me sigo sintiendo en deuda con mi agente literario, Kthan
Ellenberg, que hace tiempo me animó a escribir el que después se-
ria mi primer libro de la serie «Lo que Einstein..,». El volumen que
tiene entre las manos es el cuarto de lo que un día pensé que sería
u n a trilogía.
Hasta ahora no había dado las gracias por escrito a las personas
que a lo largo de los años catalizaron mi metamorfosis de químico
en escritor.
Por ayudarme a dar mis primeros pasos en el periodismo, le es-
The ¡Universiry Times,
toy agradecido a N a n c y B r o w n , editora del el
periódico de la Universidad de Pittsburgh, que me pidió que escri-
biera una columna cuando ni siquiera me sabía capaz de hacerlo.
Estoy en deuda con Mark Nordenberg, antiguo d e c a n o de la
Facultad de Derecho v hoy rector de la Universidad de Pittsburgh,
por ver en mí a un escritor y pedirme que redactara perfiles de
a l u m n o s destacados en la revista de estudiantes de la Facultad
de Derecho.
Siempre recordaré al fallecido rector de la Universidad de
Pittsburgh Wesley Posvar, por reconocer la utilidad del h u m o r
c o m o instrumento para levantar la moral en la universidad y por
a n i m a r m e cada año a pronunciar mis satíricos monólogos en la
junta anual.
En estos últimos siete años largos, las jefas de la sección de gas*
tronomía del Washington Post, Nancy McKeown, Jeanne McManus
y Judy Havermann, me han concedido el privilegio de escribir para
el augusto periódico, cuyos brillantes y curiosos lectores me han
proporcionado la materia prima para este libro. ¿Quién iba a decir-
me que llegaría hasta aquí en aquel semestre en que a s i s t í a l a s cla-
ses de periodismo del incomparable A. H. Lass en el instituto de
Fort H a i l t o n ?
Un abrazo especial para Paula Wolfert. que creyó en mí cuando
todavía era un periodista gastronómico en ciernes, que me alentó
y me ayudó con sus inesdmables consejos.
Y, por supuesto, mi agradecimiento a mi esposa y coautora de
este libro, Marlene Parrish, que merece toda mi admiración no sólo
por el trabajo que ha realizado con las recetas sino también por so-
portar mi ausencia durante los muchos meses en que me he ence-
rrado a trabajar frente Al ordenador.
INTRODUCCIÓN

El volumen que tiene entre las manos es el segundo dedicado a la


comida y el cuarto de lo que se ha convertido en mi colección de li-
bros titulados en honor a Einstein. Cuando empecé con el primer tí-
tulo no me imaginé que le seguirían otros. Tampoco planeé mi tra-
yectoria profesional. En cada disyuntiva me limité a seguir los
consejos de Yogui Berra y así, afrontando una disyuntiva tras otra,
pude trabajar como maestro e investigador en el campo de la quí-
mica nuclear, redactar libros de texto, ocupar un cargo directivo en
la universidad, ejercer de periodista y escribir libros de divulgación,
que es a lo que me dedico ahora. Hace unos años dejé el mundo aca-
démico para dedicarme en exclusiva a la escritura, por la que siento
tanta pasión como por la ciencia y la enseñanza. Los libros de esta
colección que tiene a Einstein como protagonista son el resultado.
Pero ¿qué lleva a un profesor de química a escribir sobre alimenta-
ción? Un motivo: la buena mesa despertó mi curiosidad desde el
primer contacto que tuve con ella, y no fue en el regazo de mi ma-
dre, sino veinte años después, cuando fui a la universidad. En la Fa-
cultad de Economía Doméstica de la Universidad de Cornell (hoy la
Facultad de Nutrición) había una cafetería en la que los estudian-
tes de cocina vendían a precio asequible para el bolsillo universita-
rio los productos que elaboraban durante el curso. El menú incor-
poraba alimentos que no había visto nunca, preparados con el
mimo y la dedicación que sólo la posibilidad de sacar un excelente
podían inspirar. Tal vez estaba predestinado a conciliar algún día
mi afición por la ciencia, la enseñanza, la escritura y la alimenta-
ción entre las cubiertas de un libro. La fortuna me sonrió definiti-
vamente el día en que me casé con mi quinto amor (por orden cro-
nológico, no por prioridad): Marlene Parrish, crítica gastronómica
Y apasionada por..., bueno, por todo lo que a mí me apasiona.
EN 1935, cuando Albert Einstein entró por primera vez en su
cocina del número 112 de Mercer Street, en Princeton, Nueva Jer-
sey, vio lo que cabe suponer: un horno. Pero no se quedó ahí; sabía
que lo que estaba viendo era también un aparato que transforma-
ba la energía química de la madera o el gas en energía térmica para
la cocina. Percatarse de ello no le impidió disfrutar, faltaba más, de
los placeres que esta le ofrecía, pero sus conocimientos le permiti-
rían a buen seguro condimentar la cena con aderezos que a otras
mentes menos científicas pasaban inadvertidos.
El tópico reza que la cocina es química. Y así es, pero en los fo-
gones intervienen otras ciencias: la física explica la transmisión del
calor, la mecánica actúa cada vez que batimos un huevo o emul-
sionamos una salsa, la microbiología está detrás de la fermenta-
ción, la anatomía determina la carne, la ingeniería nos proporcio-
na los utensilios y la tecnología nos permite producir y envasar
comidas preparadas, sin olvidar la agronomía y la ganadería que de
antemano se practican en los cultivos y las granjas. La ciencia culi-
naria no es una pura cuestión de química. Se alimenta de muchas
otras disciplinas que no se cuecen precisamente en el puchero.
Este libro se adentra, por tanto, en el mundo de los cultivos y
las granjas, el mercado y la cocina en busca de la verdad, y lo hace
de la mano de un científico que desde luego no es ningún Einstein
pero que siente curiosidad por todo y la imperiosa necesidad de
compartir la dicha del saber con los demás.
La calurosa acogida del primer volumen de Lo que Einstein le con-
tó a su cocinero y el infinito campo que la alimentación abre a la
investigación científica me han llevado a escribir esta segunda par-
te. A diferencia del libro anterior, que se centraba en alimentos
concretos como el azúcar, la sal y las grasas, el presente volumen se
divide en ocho categorías de alimentos principales: bebidas, pro-
ductos lácteos y huevos, hortalizas, frutas, cereales y carbohidra-
tos, pescados y mariscos, carne y hierbas y especias. A continua-
ción dedico un capítulo a los utensilios de cocina y cierro el libro
con una serie de añadidos destinados a satisfacer, no el paladar del
sibarita, sino la curiosidad del lector.
Al igual que en el libro anterior, mi mujer, Marlene, ha elabora-
do y probado una y otra vez más de una treintena de recetas tenta-
doras y accesibles que trasladan los principios científicos al «labo-
ratorio» del hogar.
He vuelto a utilizar las preguntas que me formulaban los lecto-
res del Washington Posten mi columna «Food 101». Reflejan, por
tanto, las inquietudes de cocineros y consumidores de carne y hue-
so, a menudo abrumados por la cantidad de productos y etiquetas
que compiten por captar su atención en el variopinto mercado ali-
mentario actual. No es un privilegio frecuente para un autor estar
en contacto directo con una parte de sus lectores y poder escribir
teniendo en cuenta sus necesidades y preocupaciones.
Una de las decisiones más difíciles que deben tomarse al
abordar la escritura de un libro de divulgación científica es el gra-
do de especialización de las explicaciones técnicas. Una excesiva
especialización ahuyenta a los lectores con menores conocimien-
tos científicos. Sin embargo, no creo que se corra el mismo riesgo
si se escribe para personas con la formación científica mínima
que se enseña en la mayoría de escuelas, aunque reconozcan que
de aquella época «no se les haya quedado gran cosa». Escribo, por
tanto, para este último colectivo de lectores sin disculparme
por ello, pues científicos, ingenieros y cocineros profesionales me
han dicho que incluso ellos han aprendido con mis libros ante-
riores. Para este público lector, echo mano de mis trucos de pro-
fesor para dar a las explicaciones un enfoque novedoso que inci-
te a la reflexión.
Enseñar a través de un libro (he aquí mi propósito) no es como
enseñar en un aula. En el libro, cada epígrafe de pregunta-respues-
ta puede leerse por separado y plantea un problema sin resolver
que requiere explicación. En cambio, la ciencia es un continuo; no
se presenta en compartimentos estancos. Por este motivo, al expli-
car un concepto, a menudo he necesitado recordar en pocas líneas
otro concepto anterior con el que guardaba una estrecha relación.
De lo contrario, la lección habría dejado lagunas por cubrir y no ha-
bría cumplido su función. Queda advertido el lector de que lo hago
a propósito. Es uno de mis trucos de profesor.
He explicado todos los conceptos sin emplear tecnicismos, va-
liéndome siempre que he podido de símiles y metáforas extraídas
de la vida cotidiana. No obstante, he indicado entre paréntesis los
términos científicos cuando venían al caso para dar opción al lec-
tor a relacionar los conceptos con otras lecturas y, si lo desea, am-
pliar la información con bibliografía más técnica.
Creo que las palabras, simples símbolos que designan concep-
tos, se suelen entender mejor cuando se sabe de dónde proceden.
Por este motivo, he indicado la etimología de algunos términos
científicos que de otro modo podrían intimidar al no iniciado.
En el presente volumen he dado a la ciencia más peso que en el
anterior, pues cada vez son más los gourmets aficionados y profe-
sionales ávidos de saber científico. He concentrado los detalles más
técnicos en despieces que he llamado «Ciencia al margen», que el
lector podrá leer o pasar de largo según su interés. No leerlos no
hará perder a nadie el hilo del texto, ya que los epígrafes de pre-
gunta-respuesta están pensados para que funcionen como unida-
des independientes e incluso se puede abrir el libro por cualquier
página, elegir uno al azar y leerlo.
«La mejor salsa del mundo es el hambre», dijo Miguel de Cer-
vantes en Don Quijote de la Mancha. Pues bien, entonces el humor
es el mejor digestivo. Soy de la opinión de que casi todos los temas
y las situaciones resultan más agradables al paladar y más fáciles de
digerir si se aderezan con humor. Si nos lo podemos pasar bien con
la alimentación y la cocina, también podemos y deberíamos hacer-
lo con la ciencia. Siendo de este parecer, no he podido resistirme
(mucho) a echar mano de la ironía siempre que lo he considerado
oportuno, aun a riesgo de contrariar a quienes detestan los juegos
de palabras. Desperdigadas por el libro como setas (¿ortigas?) el
lector encontrará también definiciones extraídas del «Ficcionario
del gourmet».
Al fin y al cabo, para disfrutar de la comida, a veces hay que
echarle un poco de salsa.

* Este libro es totalmente natural y no se ha ensayado en animales.


Capítulo 1
¿ALGO PARA BEBER?

¿Cuáles son las dos primeras frases que te dice un camarero cuan-
to te sientas en un restaurante? La primera: «Hola, me llamo
Juan/Lucía y soy su camarero o camarera.» Y la segunda: «¿Le trai-
go algo para beber?»
Hasta ahora he reprimido mis ganas de contestar: en primer
lugar, «Encantado de conocerle. Yo me llamo Bob y soy su clien-
te»; y después, «Gracias, pero he venido principalmente a co-
mer».
Admito que sería útil saber el nombre de la persona que te
atiende para llamarle a voz en grito desde la otra punta de la sala:
«¡Eh, Juan/Lucía, aquí!» Pero sería grosero.
(La temporada que viví en Puerto Rico descubrí que allí podías
llamar al camarero con un enérgico «¡Pst!», que aunque se oye al
otro lado de la sala no molesta a los demás clientes. Es bastante efi-
caz y no está nada mal visto. Como norteamericano recomiendo
encarecidamente a mis compatriotas que pidamos permiso a los
Garantes de las Buenas Maneras y que adoptemos esta práctica en
nuestros bares y restaurantes.)
Siempre he sospechado que mucha gente responde a la pre-
gunta de «¿Le pongo algo para beber?» pidiendo el primer líquido
que les viene a la cabeza, sea un vermú o un bitter, una limonada o
la recurrente Coca-Cola light, simplemente porque eso es lo que se
espera de ellos. Quizá teman decir «Sólo agua, por favor», porque
tienen pavor a la pregunta que seguirá, «¿De botella o de grifo?».
Esta pregunta le obliga a uno a desplegar todas sus armas con el ar-
dor con que un cura esgrime el crucifijo para protegerse del vam-
piro, sólo que en este caso no hay vampiro, sino el riesgo de que lo
tachen a uno de agarrado.
Reflexionar sobre la bebida nos obliga a dejar de lado el signifi-
cado que tan a menudo se da a «beber» en nuestra sociedad. Cuan-
do alguien propone «ir a beber algo» rara vez se refiere a un zumo
de zanahoria; se da por supuesto que se refiere a alguna bebida al-
cohólica. Y cuando se dice de alguien que «bebe demasiado», sabe-
mos que el problema no es que sea adicto a los batidos.
Sé que no hace falta que les explique la diferencia entre comer
y beber, entre alimento sólido y bebida. Sin embargo, me gustaría
poner todo sobre la mesa para verlo con distancia y objetividad,
como si fuéramos extraterrestres recién aterrizados de un planeta
en el que toda la comida fuera gaseosa y se inhalara por la nariz.
Beber es «comer» líquidos en vez de productos sólidos o semi-
sólidos. Los alimentos sólidos los ingerimos por la boca, hincándo-
les el diente o llevándonoslos hacia dentro con cuchara o tenedor.
En cambio, los líquidos los sorbemos, aunque sea de un vaso. (Pen-
sadlo.) Antes de tragar un alimento sólido, hay que masticarlo y
mezclarlo con saliva hasta ablandarlo; si no, no baja por la trampi-
lla. Los líquidos, sin embargo, superan la trampilla sin necesidad
de someterlos a tratamiento previo.
Cuando hablamos de bebida, nos referimos fundamentalmen-
te a agua. Todas las bebidas que consumimos contienen un 90 %
de agua, el líquido universal de la Tierra, indispensable para que
haya vida.
La Coca-Cola y la Pepsi contienen un 89 % de agua en peso;
la leche y el zumo de naranja, un 88 %; el café y el té, más de un
99 %. En los vinos el contenido medio de agua se sitúa alrededor
de un 87 %, mientras que en el whisky de 40°, como contiene otro
líquido en cantidades importantes, el alcohol etílico, alcanza tan
sólo un 67 %.
¿Cómo ingiere nuestro organismo todos estos líquidos?
Justo detrás de la boca, en la faringe, se abren dos conductos: la
tráquea, para respirar, y el esófago o garganta, para comer y beber.
Al tragar líquidos o semisólidos corremos el riesgo, por lo tanto, de
que se vayan «por el otro agujero» y quede obstruido el canal por
el que entra y sale el aire. Para evitarlo, la naturaleza nos ha dotado
de una serie de complejos reflejos musculares, con válvulas o es-
fínteres que, al abrirse y cerrarse, conducen la comida y la bebida
hasta el estómago a través del esófago e impiden que baje por la
tráquea o que suba hacia las cavidades nasales (excepto en los ni-
ños cuando se echan a reír mientras beben leche).
Tras fustigar al lector con obviedades para extraterrestres re-
cién aterrizados, daré comienzo a este ágape literario ofreciéndole
varias cosas «para beber»:

Hielo albino

Alguien de mi familia (sospecho quién fue) guardó una botella de


plástico medio llena de Coca-Cola en el congelador en vez de en el
frigorífico. Cuando la descubrí un par de días más tarde, me sor-
prendió ver que se había congelado formando un mosaico de crista-
les de hielo blanco con un líquido marrón de fondo. ¿Porqué la cola
congelada no era marrón, como el líquido original?
Veamos qué le pasó al refresco a partir del momento en que el
pillín de la casa lo guardó en el congelador, probablemente con la
torpe intención de mantenerlo fresco y burbujeante hasta que le
apretara de nuevo la sed.
Todos los líquidos se solidifican -es decir, se congelan- cuando
bajan de una determinada temperatura. El agua pura se congela a
0 °C, pero un refresco no es, ni mucho menos, agua pura. Contiene
aromas, ácido fosfórico, colorantes y edulcorantes: azúcar, jarabe
de maíz o edulcorantes artificiales.
Aun así, en una botella la inmensa mayoría de moléculas son
de H 0. Cuando se enfrían y alcanzan la temperatura de congela-
2

ción, se unen y forman una red sólida, tridimensional y geométri-


camente uniforme que es lo que conocemos como hielo. En estado
sólido las moléculas de agua quedan tan bien amarradas a su sitio
que separarlas resulta muy difícil. Esto explica que el hielo (¡sor-
presa!) sea mucho más duro que el agua en estado líquido.
Con todas las moléculas de otras sustancias pululando alrede-
dor, a las de agua les cuesta más encontrarse entre sí para unirse y
formar los cristales de hielo. Por este motivo, para que el refresco se
congele debe llevarse por debajo de los 0 °C que necesita el agua.
Y al final lo hace. Llega un momento en que las moléculas de
agua se apaciguan y se asientan en un lugar cómodo desde el que
van apartando a las moléculas extrañas, por lo que el hielo que for-
man es relativamente puro. Esto explica que sea blanco. Las «mo-
léculas marrones» se han quedado atrás.
Los témpanos de hielo del Ártico casi no tienen sal por la mis-
ma razón, aunque se hayan formado con agua de mar.

Té turbio

Recién hecho el té me sale con un aspecto claro y apetecible, pero en


cuanto lo meto en el frigorífico se vuelve opaco. ¿A qué se debe?
¿Cómo puedo evitarlo?
Las hojas de té contienen taninos, unas sustancias químicas
que le dan al té gran parte de su sabor y textura, y en particular ese
toque astringente que tiene y que te hace arrugar los labios. Salvo
que el agua esté demasiado fría o sea ligeramente alcalina,* los ta-
ninos se disuelven y forman una solución transparente. Esta se
vuelve turbia cuando, al enfriarse el té, algunos de los taninos
abandonan la solución (se precipitan) en forma de partículas sóli-
das. La turbidez también aparece cuando algunos taninos reaccio-
nan con la cafeína del té.
Los taninos los encontramos en mayor o menor medida en la
mayoría de plantas, pero donde más abundan es en las agallas del
roble (malformaciones del árbol), en algunos corchos, maderas y
raíces y en la cáscara de los frutos secos.
Todos los taninos son solubles en agua, pero la cantidad en que
pueden hacerlo por volumen de agua (su solubilidad) depende de
la temperatura del agua y de su grado de acidez o alcalinidad.
Cuando para preparar un té cargado se utiliza agua caliente (paso
previo habitual a la elaboración de un té con hielo), esta absorbe
casi todos los taninos de las hojas. En el momento en que se enfría
la solución añadiendo cubitos de hielo, no todos los taninos pue-
den permanecer disueltos; los que dejan de hacerlo quedan como
partículas sólidas en suspensión y le proporcionan al té ese aspec-
to turbio característico.

* En química, lo contrario de un ácido es una base. Los ácidos y las bases se neutra-
lizan entre sí. Como «base» y «básico» pueden significar muchas cosas en el len-
guaje común (más de una docena de significados entre el sustantivo y el adjetivo), en
este libro emplearé los términos «álcali» y «alcalino» en vez de «base» y «básico».
Ahora bien, estrictamente hablando, el término «álcali» debería reservarse para
bases muy fuertes como el hidróxido de sodio (lejía) y el hidróxido de potasio.
Los taninos se disuelven mejor en soluciones ácidas. Si se le
añade zumo de limón al té, las partículas sólidas de taninos se di-
solverán y la solución recuperará la transparencia.
El té también se enturbia si se prepara con agua dura -es decir,
agua que contenga sales de calcio o magnesio disueltas-, ya que los
taninos reaccionan con los minerales y forman unos compuestos
químicos insolubles que quedan en el té en forma de residuos.
Si no tuviera otra opción mejor que utilizar agua dura, pruebe
a añadir un chorrito de zumo de limón al té. O pruebe otro tipo
de té, porque algunos, como el Assam o el Darjeeling, contienen
más taninos que otros, como el Ceylon, y se enturbian con más
facilidad.

Ciencia al margen

¡Salve la piel!
Las palabras tanino y ácido tánico se utilizan a menudo indistintamen-
te, pero nunca en boca de un químico u otros seres quisquillosos. El
ácido tánico es un compuesto químico concreto: un penta-m-digaloil-
glucosa de alto peso molecular, es decir, ácido galotánico, con la fór-
mula C H Ü 4 6 . En cambio, por taninos se entiende otra clase de
7 6 5 2

compuesto químico vegetal que casualmente contiene ácido tánico. Si


se les suele llamar «taninos» en general no es por su semejanza quí-
mica con el ácido tánico (pertenecen principalmente a lo que se cono-
ce como polifenoles), sino porque vienen empleándose desde tiempos
prehistóricos para curtir la piel (tan en inglés], es decir, para trans-
formar la piel animal en cuero con el fin mejorar su durabilidad y su re-
sistencia al calor, al agua, a las bacterias y a los hongos.
Los polifenoles transforman la piel animal en cuero reaccionando con
las proteínas de la piel y formando sustancias adherentes insolubles
que sueldan las fibras de proteínas entre sí. La mayor dureza y seque-
dad del cuero lo hacen más resistente y duradero que la piel sin tratar.
«Curtirse» uno mismo la piel para ponerse moreno (también tan en in-
glés] es otra cosa bien distinta. No se recomienda remojar la piel con té
fuerte ni con extracto de agallas de roble hervidas, sino exponerse a la
luz solar para que la piel produzca el pigmento oscuro conocido como
melanina. Las mal llamadas cremas autobronceadoras (no se broncean
a sí mismas; broncean la piel de quien se las aplica) suelen contener dihi-
droxiacetona o DHA, un producto químico incoloro que, al reaccionar con
los aminoácidos de las células más superficiales de la epidermis (capa
córnea), da lugar a varios productos de reacción oscuros.

Mi Chai-

Chai significa «té» en muchas partes de Asia, de donde procede la plan-


ta. El consumo de té se extendió por toda Asia por tierra y después con-
quistó Europa (Inglaterra sobre todo) por mar.
Cuando los navios de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales
importaron el té de China a Europa en el siglo xvn, los holandeses sus-
tituyeron la palabra dialectal china t'e por tee y los ingleses adoptaron
la forma tea. En Asia, el té se transportaba por rutas terrestres y pa-
saba por algunas regiones en las que al té lo llamaban ch'a (el nombre
de la planta en mandarín) o chai. En la actualidad, aquellos cuyos an-
cestros obtuvieron el té por vía terrestre siguen llamándolo chai; entre
aquellos a quienes les llegó por mar, se conoce como té. ü como Paul
Revere dijo: «Chai si fue por tierra y té si fue por mar».
Existe una variante india de chai: un té dulce y especiado que se toma
con leche y que cada vez cuenta con más adeptos en todo el mundo.
En Estados Unidos es tan corriente que puede consumirse en cualquier
Starbucks e incluso comprarse en tetrabricks en supermercados.

2 tazas de agua
2 cucharaditas de té suelto o 2 bolsas de té
1 ramita de canela de unos 5 cm
1 vaina de cardamomo, ligeramente triturada
1 clavo pequeño entero
1 rodaja de jengibre pelado, del tamaño de una moneda
2 tazas de leche entera, leche de soja o leche de arroz
Miel al gusto

1. Coloque todos los ingredientes excepto la miel en un cazo y lléve-


los a ebullición a fuego lento. Deles vueltas durante unos 3 minu-
tos, hasta que alcancen la consistencia deseada y las especias
suelten sus aromas.
2. Cuele la mezcla en dos tazas y añada miel al gusto. El chai es me-
jor cuanto más fuerte y dulce sea. A algunas personas les gusta
echarse leche una vez han colado y endulzado el té.

Verde que te quiero verde

De un tiempo acá se habla mucho del té verde. Pero ¿acaso no es ver-


de todo el té? ¿Hay plantas de té con hojas de otro color o que se reco-
jan cuando las hojas han perdido el verdor? Además, el otro día com-
pré té verde y me pareció más bien negro; de verde no tenía nada.
Todos los tés vienen de una misma y única planta: Camellia ni-
nensis, cuyas hojas presentan ciertamente un color verde clorofila
mientras la planta está viva. Sin embargo, existen tres tipos de tés
en función del tratamiento a que se someten las hojas: verde, que
se consume principalmente en Extremo Oriente; negro, el preferi-
do por los británicos y otros occidentales; y oolong («dragón negro»
en dialecto chino), cuyo sabor se encuentra a medio camino entre
uno y otro.
Aparte de estos tres, se utiliza un apabullante sinfín de nom-
bres para referirse a los tés según su procedencia, el tamaño de las
hojas o los aromas que se les añaden, como jazmín, bergamota (en
Earl Grey) y flor de azahar.
En todos los casos, se arrancan las hojas de la planta y se dejan
secar hasta que pierden la humedad, normalmente aplicándoles
aire caliente o a la manera tradicional, exponiéndolas al sol. A par-
tir de ese momento, las hojas de té verde, negro y oolong siguen ca-
minos distintos.
A las hojas destinadas a venderse como té verde se les aplica
un chorro de vapor o se tuestan en planchas de hierro con el fin de
desactivar las enzimas celulares de la planta (véase «¿Qué es una
enzima?», pág. 30). De este modo, se evita la fermentación a la que
se somete a los tés negro y oolong. Las hojas de té verde se secan
hasta conseguir una humedad de un 3 %; después se machacan
o se muelen.
En el caso de los tés negro y oolong, las hojas se dejan marchi-
tar y se enrollan en una máquina enroscadora que las retuerce has-
ta abrir las células; el objetivo es exponer el interior de la hoja al
oxígeno y a la vez liberar una enzima (polifenol oxidasa) que oxida
los taninos de polifenólicos. Entre los productos de las reacciones
de oxidación encontramos unos compuestos naranjas, rojos y
amarillos llamados teaflavinas y tearubiginas, que le dan al té ner-
vio y color.
A este proceso de oxidación se alude, de manera casi universal
pero equívoca, con el nombre de fermentación. Ahora bien, no in-
tervienen ni levaduras ni bacterias; se trata de un proceso pura-
mente químico, no biológico. La diferencia entre el té oolong y el té
negro estriba en cómo se desarrolla la oxidación, ya que dura unas
horas en el caso del té negro y sólo media hora en el té oolong. Esto
explica que con el té verde se obtenga una infusión de color más
claro que con el té negro: hay menos teaflavinas y tearubiginas.
En última instancia, el sabor del té no depende sólo de cómo se
tratan las hojas, sino también de cómo y dónde crece la planta, el
clima local, la temporada en que se recogen las hojas y la posición
de las hojas en la planta.
Por cierto, si espera que me enzarce en una disertación sobre
las supuestas ventajas del té verde para la salud, me temo que le
decepcionaré. Sólo sé lo que he leído y la opinión que he extraído
de mis lecturas es que las perspectivas son alentadoras pero que el
jurado todavía no ha llegado a un veredicto unánime. Al parecer,
el té verde podría ser bueno para la salud porque sus polifenoles no
se han oxidado y, además, tienen propiedades antioxidantes: evita
que se liberen los radicales libres que se generan con la edad y las
enfermedades en el cuerpo.
Yo bebo té cada mañana en vez de café.

Ciencia al margen

¿Qué es una enzima?


Las enzimas han sido objeto de tantos malentendidos como los ma-
nuales de instrucciones de los vídeos. Todo el mundo sabe que su pa-
pel es esencial para los seres humanos, pero ¿qué son exactamente?
¿Están vivas, como las bacterias? No. Son compuestos químicos, casi
todas ellas proteínas, que aceleran las reacciones químicas comple-
jas consustanciales a los senes vivos, tanto vegetales como animales.
En otras palabras, son catalizadoras, sustancias que agilizan las re-
acciones químicas pero que no se consumen en el proceso. Sin ellas,
la química de la vida sería insoportablemente lenta o incluso inexis-
tente.
Cada molécula de enzima ejerce su función catalizadora con su parte
activa, que reacciona con algún compuesto químico concreto llamado
sustrato; de este modo, permite al sustrato participar en procesos
químicos vitales a miles o millones de veces la velocidad normal. Las
moléculas de cada tipo de enzima tienen una forma exclusiva, por lo
que sólo pueden reaccionar con un sustrato concreto y catalizar un de-
terminado tipo de reacción química. Existe, por lo tanto, una enzima
diferente para cada una de las centenares de reacciones químicas que
son esenciales para la vida de las plantas y los animales.
Tanto la disolución del dióxido de carbono residual liberado por nuestros
tejidos en el torrente sanguíneo como el proceso inverso por el que se
convierte en gas para poder eliminarlo espirando por los pulmones son,
por ejemplo, procesos vitales absolutamente indispensables. Sin em-
bargo, si no fuera por la enzima anhidrasa carbónica, estos procesos
se desarrollarían con tanta lentitud que moriríamos en el intento. La an-
hidrasa carbónica los hace diez millones de veces más rápidos. Cada
molécula de anhidrasa carbónica ejerce su función catalizadora sobre
un millón de moléculas de dióxido de carbono por segundo.
Los nombres de las enzimas se forman añadiendo el sufijo -asa a la
descripción de lo que hacen. La enzima del té se llama polifenol oxida-
sa porque oxida los polifenoles. Si existiera algo así como una enzima
que acelerara el esmaltado de la cerámica, es probable que se llama-
ra esmaltasa de cerámica.

Té de tornasol

¿Por qué se vuelve más claro el té cuando le añado limón? Mi abue-


la solía echarle una pizca de bicarbonato y obtenía un té tan oscuro
como el brandy ¿Qué sabía ella que yo no sepa?
¿Está seguro de que no era brandy? ¿No estaría la abuela aficionán-
dose a echar un trago de la tetera?
Está bien, creeré a la abuela. Aquí va lo que sucedía en las tazas.
¿Ha oído decir alguna vez que se va a someter a algún político
a la prueba del tornasol para averiguar su posición sobre un asun-
to concreto? Pues bien, el tornasol es un tinte que se obtiene de los
liqúenes; se vuelve rosa en medios ácidos y azul en los alcali-
nos. A diferencia de los políticos, el tornasol no se anda por las ra-
mas y te indica enseguida si una sustancia es árida o alcalina.
El tornasol es lo que los químicos llaman un indicador ácido-
base. Algunos de los taninos del té también lo son; adquieren un
color en un medio ácido y otro en un medio alcalino. El zumo áci-
do del limón tiñe los taninos del té de amarillo, mientras que el bi-
carbonato de la abuela los tiñe de marrón rojizo.
Otro indicador ácido-base es, por ejemplo, el pigmento de la
col lombarda, un colorante alimentario natural del grupo de las an-
tocianinas. Las antocianinas dan color a numerosas flores y frutas,
como las manzanas, las ciruelas y la uva.
El color de la principal antocianina de la col cambia en función
de la acidez o la alcalinidad del medio en el que esta se encuentre.
De rojo intenso en medios muy ácidos pasa a púrpura en medios
neutros (ni ácidos ni alcalinos) y adquiere tonos de azules a verdo-
sos a medida que aumenta la alcalinidad. La col resulta más apeti-
tosa a la vista si tiende a rojo, por lo que a menudo se cocina con
manzana, que es ácida. Para contrarrestar el dulzor de la manzana
se le puede añadir un chorrito de vinagre, que potenciará su color
rojo, antes de servir.

Ciencia al margen

El misterio del tornasol


¿Por qué cambian de color los indicadores ácido-base?
El ácido tánico, por ejemplo, es lo que los químicos llaman un ácido dé-
bil; en otras palabras, lo contrario de un ácido fuerte. (¿Ve qué senci-
lla es la química?) Las moléculas de un ácido débil constan de dos par-
tes: un ion de hidrógeno (átomo de hidrógeno de carga positiva) y un
anión (un átomo o grupo de átomos de carga negativa). Llamaremos
«H» al ion de hidrógeno y «A» al anión; para referirnos a ellos cuando
coincidan en la molécula de un ácido, diremos «HA».
La A de la molécula del ácido tánico es la que tiene color. Cuando la
abuela le añade bicarbonato al té, al ser alcalino, se traga parte de
la H del ácido y deja varias A libres, lo que lo tiñe de oscuro. En cam-
bio, al echarle zumo de limón, que es ácido, el té se llena de nuevas H,
que se combinan con muchas de las A; al unirse a ellas, contrarrestan
sus efectos, por lo que el té se aclara y el marrón se vuelve amarillo.
Los taninos se utilizan como tinte desde tiempos antiguos. Lo aprendí
de mi abuelo, un inmigrante ruso. Lucía una espléndida barba blanca,
pero llevaba siempre el bigote teñido de amarillo de tanto beber té.

Cafeína no, gracias

Bebo bastante té, pero estoy intentando controlarme con la cafeína.


¿Sirve de algo utilizar tazas más pequeñas? Si coloco una bolsa de té
en una taza pequeña y otra en una taza grande, las lleno las dos has-
ta arriba con agua hirviendo y las dejo reposar cinco minutos, ¿con-
tendrá la taza más pequeña menos cafeína?
Buen intento, pero no.
La cafeína es muy soluble en agua: en una taza de agua hir-
viendo se pueden disolver hasta 150 gramos. Sin embargo, en una
bolsa de té no hay tanta cafeína, ni siquiera una milésima parte de
esa cantidad.
El agua absorbe toda la cafeína de la bolsa de té al cabo de un
minuto más o menos. Por lo tanto, da igual si la taza es grande o pe-
queña: el té la chupará. Más le vale beberse la taza grande; por la
misma cantidad de cafeína, le durará más la bebida.

Té (y café) para dos

Yo bebo té y mi novio toma café. En cuanto el agua rompe a hervir,


él retira el cazo del fuego para echarse el agua en la cafetera de fil-
tro. A mí me gusta dejar que hierva más tiempo, porque creo que
para preparar un buen té el agua debe estar más caliente. Sin em-
bargo, él me dice que por mucho que la deje al fuego no se calenta-
rá más. ¿Es cierto?
Usted tiene razón en lo que respecta al té y él tiene parte de razón
sobre lo del agua, pero sólo en parte. De todas formas, creo que po-
dremos resolver el problema sin que tengan que hervir el agua en
cazos diferentes.
La mayoría de entendidos en té dice que, para extraer la canti-
dad justa de aroma de las hojas de té negro u oolong, el agua debe
estar lo más caliente posible. Ahora bien, por mucho que se pro-
ponga calentar el agua, su temperatura no subirá nunca por enci-
ma del punto de ebullición: 100 °C (menos un grado o dos en fun-
ción de la altitud y el clima). El agua rompe a hervir y se evapora en
el momento en que sus moléculas acumulan suficiente energía
para superar la presión atmosférica de la superficie y escapar al
aire. Si alguna molécula acumula más energía de la necesaria, se
lleva consigo esa energía sobrante al dispersarse. El agua no apro-
vecha la energía excedente sino que se pierde en el aire, por lo que
no aumenta de temperatura. Su novio se anota un tanto, pues, en
este extremo.
Ahora bien, las burbujas del agua engañan. A veces, cuando
empiezan a subir las primeras burbujas grandes a la superficie para
liberar su vapor, el agua todavía no hierve del todo. Para preparar
un té negro u oolong, hay que seguir calentando el agua hasta que
borbotee con furia. Si utiliza un hervidor, deberá esperar a que sil-
be al máximo volumen durante al menos unos segundos (y la coci-
na se le llene de perros extraviados).
Para el té verde, las reglas cambian. Según los entendidos, la infu-
sión debe prepararse a temperaturas más bajas, de entre 74 y 82 °C;
a mayor temperatura se oxidarían, parece ser, sus valiosos polife-
noles {véase pág. 33).
El café es una taza de té bien distinta, por decirlo de alguna
manera. No es conveniente utilizar agua que hierva demasiado,
porque el vapor se lleva muchos de sus componentes aromáticos
volátiles, mucho más abundantes en el café que en el té. (Nadie
dice: «Despierta, que ya huele el té».) De ahí que el café preparado
por el método más directo y rudimentario de hervir los posos en
un cazo con agua resulte más apto para la batería del coche que
para el desayuno.
El mejor café se prepara, en mi opinión, con las cafeteras de fil-
tro y las de pistón. En las primeras se coloca el grano recién molido
en un filtro cónico de papel y se vierte agua caliente, que cae por la
misma gravedad. En las segundas, de uso muy extendido en Fran-
cia, se echa agua caliente sobre los posos de café en un recipiente
cilindrico alto, se deja reposar durante unos tres minutos y con un
pistón perforado se empuja el «lodo» hacia abajo.
Cualquiera que sea el método utilizado, si el agua no está lo
bastante caliente no extraerá los cientos de compuestos químicos
que posee el café, todos ellos sensibles al calor, al aire y a la in-
teracción con el resto de compuestos. El tipo y la cantidad de com-
puestos que asomarán en su taza dependerán de diversos factores:
la clase de café, la proporción de café y agua, el tamaño de las par-
tículas tras la molienda, la capacidad de mezcla de la cafetera, la
temperatura del agua y el tiempo que el agua permanezca en con-
tacto con los posos. No obstante, podemos decir que la temperatu-
ra óptima del agua para preparar café se sitúa, en general, entre los
88 y los 93 °C; en otras palabras, lo mejor es que el agua esté «a pun-
to de romper a hervir».
Así pues, para arreglar su pequeña trifulca doméstica, le reco-
miendo que caliente el agua hasta que hierva bien, apague el fuego
y rápidamente vierta el agua en la tetera precalentada, con el té,
suelto o en bolsa, ya en el interior. A continuación, cuente hasta
diez para que el agua se enfríe lo justo y pásele el cazo o el hervidor
a su novio, para que pueda prepararse su café.
¿Habría dado Salomón con una solución mejor?

¿Quiere leche?

Me gusta tomar el café con algo de leche, pero también me gusta be-
berlo muy caliente. Sé que la leche lo enfriará, pero ¿cuándo debo
echarla? ¿En cuanto sirva el café o justo antes de bebérmelo? ¿Cómo
se mantendrá más caliente? ¿Hay alguna diferencia?
Dudo que los filósofos griegos le dedicaran mucho tiempo a esta
cuestión (sobre todo porque no tenían café). Es una pregunta difí-
cil, por no decir trascendental.
Podría determinarlo con un termómetro de precisión, pero
tendría que utilizar exactamente las mismas cantidades de café y
leche y el mismo tipo de taza, partir de la misma temperatura ini-
cial, etc., etc. De todas formas, llevar a cabo un experimento cien-
tífico bajo control estricto en la cocina tiene sus inconvenientes, así
que resolvámoslo pensando.
Si todos los demás factores coincidieran, cabría pensar que am-
bos procedimientos llevarían a la misma temperatura final, porque
estaríamos combinando x calorías de calor del café con y calorías
de calor de la leche, lo que daría un total de X + y calorías en la mez-
cla, independientemente del camino que hubiéramos seguido.
(Sobre el uso de la palabra «caloría», véase el cuadro de la pág. 38.)
Lamentablemente, según la Ley de Wolke de la Perversidad uni-
versal, «los demás factores nunca coinciden». Se prepare un café solo
o con leche, lo tendrá en la taza un rato hasta que se lo beba. En ese
tiempo se enfriará, porque al estar más frío el aire que el líquido de
la taza el calor fluirá del líquido al aire. El calor siempre fluye de una
sustancia más caliente a otra más fría con la que está en contacto.
Sin embargo, hay dos diferencias importantes entre el café con
leche y el café solo: 1) la taza de café con leche contiene un poco
más de líquido, la leche que se le ha añadido, y 2) el café con leche
está más frío que el café solo.
La primera diferencia implica que el café con leche, por su ma-
yor volumen, tardará más en enfriarse. Es decir, necesita eliminar-
se más calor para reducir su temperatura en cierto número de gra-
dos. (Una bañera de agua tarda más en enfriarse que un cubo con
agua de la misma bañera a la misma temperatura.) La segunda di-
ferencia provoca el mismo resultado: el café con leche, al estar li-
geramente más frío, se enfriará más despacio que el café solo, pues
cuanto menor es la diferencia de temperatura entre un objeto ca-
liente y su entorno más lento es su enfriamiento. Echar la leche al
principio vuelve a ser esta vez, por lo tanto, la opción ganadora.
Mi consejo es que eche la leche lo antes posible. Podrá beberse
el café con uno o dos grados más y estoy convencido de que vivirá
mejor por ello.
Siento gran alborozo en anunciar que este problema fue objeto
de un minucioso experimento científico llevado a cabo por el estu-
diante universitario Jonathan Afílalo y publicado en el Dawson Re-
search Journal of Experimental Science en la primavera de 1999.
Esta extraordinaria revista publica artículos sobre investigaciones
originales y de calidad profesional realizadas por estudiantes uni-
versitarios del Dawson College de Montreal, en Quebec.
El experimento de los estudiantes llegó a la misma conclusión
que antes expuse, tal y como puede observarse en las curvas de en-
friamiento que calcularon y que se observan en el gráfico de más arri-
ba. En la curva 1, la leche se añadió dos minutos después de echar el
café, mientras que en la curva 2 no se añadió hasta pasados diez mi-
nutos. En el gráfico se observa cómo la temperatura de la curva 1 se
mantuvo un grado y medio por encima de la temperatura de la curva
2. Echar la leche pronto mantiene, en efecto, el café más caliente.

Ciencia al margen

A enfriar se ha dicho
Cuanto más alta es la temperatura de un objeto, antes pierde el calor
por radiación. Así reza la Ley de Stefan-Boltzmann. Además, cuanto
mayor es la diferencia de temperatura entre dos objetos contiguos
(como el café y el aire, por ejemplo), con más rapidez pierde el calor
el más caliente frente al más frío, por conducción. Lo dice otra ley: la
Ley del Enfriamiento de Newton. Ambas leyes se apoyan en precisas
fórmulas matemáticas, pero no veo motivo para sobrecargar esta pá-
gina incluyéndolas. Volveré sobre la Ley de Newton en el capítulo 9.

0 2 5 10 15 20
TIEMPO TRANSCURRIDO TRAS ECHAR EL CAFÉ (MINUTOS)

Enfriamiento de una taza de café cuando se le añade leche a los dos mi-
nutos (curva 1) y cuando se le añade leche a los diez minutos (curva 2).
Añadirle la leche antes permite beber el café más caliente.
Cuando una caloría no es una caloría

Existe una diferencia entre lo que un químico y un nutricionista lla-


man una caloría. La caloría del químico es la cantidad de energía ca-
lorífica que se requiere para aumentar la temperatura de un gramo
de agua en un grado centígrado, mientras que la caloría del nutri-
cionista, la que aparece en los libros de dietética y las etiquetas de
los alimentos, es la cantidad de energía calorífica que se requiere
para aumentar en un grado centígrado la temperatura de mil gra-
mos de agua, es decir, de un kilogramo. La caloría del nutricionista,
pues, equivale a mil veces la del químico, para quien en vez de una
caloría representa una kilocaloría o kcal.
Este libro me pone en un aprieto, pues soy un químico que escribe
sobre comida para lectores que pueden abarcar ambas disciplinas.
Por coherencia, y salvo que indique lo contrario, utilizaré la palabra
«caloría» con el sentido que le da el nutricionista. Espero que mis
colegas químicos sepan perdonarme. En muchos casos, empleo la
palabra «calorías» para referirme a una cantidad indeterminada de
energía calorífica, en cuyo caso la dicotomía entre químico y nutri-
cionista no importa.
Para aquellos químicos a los que mis palabras no hayan servido de
consuelo, ahí va una dosis de kilos para que los inserten delante
de la palabra «caloría» cada vez que se topen con ella a lo largo del
libro: kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo,
kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo.
[Nota para quienes utilizan el Sistema Internacional de Medidas:
una kilocaloría nutricional, kcal, equivale a 4,19 kilojulios o kJ.)

Nuestros parientes alcohólicos

Sé que existen el alcohol etílico, el alcohol metílico y el alcohol de-


sinfectante. ¿Cuáles son comestibles o bebibles y cuáles no? ¿Se parte
de alcoholes iguales antes de modificarlos o añadirles otras sustancias?
No. Aunque pertenezcan a la misma familia química, existen gran-
des e importantes diferencias entre los alcoholes, y saberlo le pue-
de salvar la vida.
Los alcoholes son una amplia familia de compuestos químicos
orgánicos (que contienen carbono) emparentados por dos moti-
vos: sus moléculas poseen uno o más grupos hidroxilo (OH) y reac-
cionan con los ácidos orgánicos para formar unos compuestos quí-
micos conocidos como ésteres.
Los científicos lo clasifican todo, desde los animales a los com-
puestos químicos, en función de sus características comunes. Pue-
de tratarse de características sin ningún interés práctico e incluso
inducir claramente a error a quienes no forman parte del gremio de
la «ciencia. No se asuste, por lo tanto, si descubre que la berenjena
(Solanum melongena) y las patatas (Solanum tuberosum) pertene-
cen! a la misma familia botánica que la mortífera belladona (Sola-
num dulcamara), o que las langostas y las cochinillas coinciden en
la familia de los crustáceos. ¿Acaso hay alguien que no tenga pa-
rientes raros? Ahí está mi tío León, sin ir más lejos. (Mis disculpas a
He nny Youngman.)
Entre los alcoholes pasa algo parecido. Incluyen el alcohol metí-
lico, CH3OH, muy venenoso, también conocido como metanol o al-
cohol de madera; el menos tóxico alcohol isopropílico, C H OH, 3 7

también conocido como isopropanol o alcohol desinfectante; y el al-


cohol etílico, C H OH, también conocido como etanol o alcohol de
2 5

gramo, todavía menos tóxico, pero aun así potente. Están, además,
alcoholes que nunca imaginaríamos que son alcoholes, como el co-
lesterol, C H OH, y el glicerol o glicerina, C H (OH) . (Como habrá
27 45 3 5 3

observado, los químicos añaden a todos los alcoholes el sufijo -ol.)


No se deje engañar, por lo tanto, por la palabra «alcohol»
pensando que todo lo que lleve ese nombre será un producto
quíímico relativamente inofensivo. Es mucho peor estar muerto
que borracho.

FICCION ARIO OEL GOURMET


Nervio gustativo: pasión por gustarlo todo

Sabor amargo
En la etiqueta de las cervezas dice que están elaboradas con «lúpulo
de Ua mejor calidad». ¿Qué es el lúpulo?
El lúpulo es una flor seca que se extrae de una planta del mismo
nombre, conocida por los botánicos como Humulus lupulus, una
cepa alta y trepadora de la familia de las cannabáceas. Proporciona
a la cerveza su suave sabor amargo a la vez que contrarresta el dul-
zor de la malta. Le da también un toque herbáceo y un aroma agra-
dable, según la fase del proceso de elaboración en la que se añada
al mosto de fermentación.
En Bélgica, los brotes primaverales del lúpulo se cocinan y sir-
ven como los espárragos y se consideran una exquisitez.
Hay varios aspectos del lúpulo en los que merece la pena dete-
nerse. Para empezar, existen lúpulos de sexo masculino y lúpulos
de sexo femenino. Desde hace unos mil años las flores hembra más
desarrolladas se utilizan para dar sabor a bebidas y tónicos por sus
valiosas resinas. Curiosamente, las plantas hembra crecen mejor
cuando no hay machos a su alrededor, ya que sus flores no echan
semillas ni se reproducen. Como la mayoría de fabricantes de cer-
veza prefieren los lúpulos sin semillas, no suelen cultivar machos.
(No es mi intención aquí poner a los machos de otras especies en
entredicho.)
Casi todas las propiedades del lúpulo, desde las sedantes hasta
las diuréticas y las afrodisíacas, se han atribuido a la planta hem-
bra, y su uso para la elaboración de elixires y brebajes de todo tipo
se remonta a tiempos inmemoriales. No me extrañaría nada que su
sabor amargo hubiera contribuido en gran medida a arraigar esa
vieja creencia de que una buena medicina ha de saber forzosa-
mente mal.
¿Guardan relación las conocidas propiedades sedantes del
lúpulo con la modorra que le coge a uno después de beber cer-
veza? Nadie sabe a ciencia cierta responder a esta pregunta. Cada
litro de cerveza contiene entre 8 y 15 gramos de lúpulo, pero cin-
co o seis veces más alcohol, que también es un sedante. No sa-
bremos en qué grado induce el sueño el lúpulo hasta que no se
realice un experimento que compare los efectos de cervezas con
alcohol y sin alcohol pero con la misma cantidad de lúpulo. (¿No
hay por ahí ningún estudiante en busca de ideas para el proyec-
to de fin de curso?)
El lúpulo es un ingrediente esencial de la cerveza, y no sólo por
su aroma y amargor. Precipita las proteínas del mosto, por lo que
aclara la cerveza; además, posee propiedades antibióticas que me-
joran su conservación. Entre los más de 150 compuestos químicos
identificados en su aceite esencial encontramos unos llamados
isohumulonas (terpenos) que son fotosensibles. En contacto con la
luz blanca o ultravioleta, se descomponen en radicales libres muy
activos (véase pág. 172); estos reaccionan con el azufre de las pro-
teínas que contiene la cerveza y producen unos compuestos oloro-
sos llamados tioles, que los sentidos del gusto y el olfato humanos
detectan en concentraciones de unas pocas partes por billón. Su
estructura química es similar a la del compuesto de tiol que trans-
portan las mofetas en las glándulas y que les ha merecido su fama
de antisociales.
Con exponer la cerveza 20 minutos a la luz basta para que ad-
quiera un sabor que recuerda al hedor de la mofeta. De ahí que la
cerveza se envase en latas o en botellas de color ámbar que no de-
jan pasar la luz. Para evitar disgustos, le recomiendo que no la deje
reposar en el vaso demasiado rato; bébala tan rápido como pueda.

FICCIOIMARIO DEL GOURMET


Lúpulo: ni pérrulo ni zórrulo

Capullos de la planta del lúpulo (Humulus lupulus]. Los lúpulos


son un ingrediente esencial de la cerveza.
Pan de cerveza

Si es de los que cree que la cerveza sirve sólo para beberla, pruebe a
elaborar este tipo de pan. Su sabor varía según la cerveza que utilice.
La receta la he probado con una cerveza negra de Pittsburgh bastan-
te fuerte, la Penn Pilsner Darle. Recomiendo comerlo recién hecho.

3 tazas de harina con levadura preparada


3 cucharadas de azúcar
1 lata o botella de cerveza (330 mi), preferiblemente no light

1. Coloque una bandeja de hornear en el tercio inferior del horno y


precaliéntelo a 175 °C. Elija un molde para pan de 22 x 12 x 7 cm
y engráselo para evitar que se pegue la masa.
2. En un cuenco grande, mezcle bien el harina y el azúcar. Añada
poco a poco la cerveza sin dejar de remover la mezcla con una
cuchara de madera hasta que desaparezcan todos los grumos de
harina seca. (No lo bata más de lo necesario o el pan quedará
duro.) La masa debe quedar pegajosa. Traspásela al molde y ex-
tiéndala hasta llenar todos los rincones.
3. Hornee la masa entre 50 y 60 minutos o hasta que, al pinchar
hasta el fondo el centro del pan con una varilla, esta salga com-
pletamente seca. La costra superior del pan quedará estriada.
4. Desmolde el pan, colóquelo sobre una rejilla de horno y déjelo
enfriar 1 hora. Use un cuchillo de sierra afilado para rebanarlo.
La costra debe quedar crujiente y el interior, tierno y esponjoso.

SALE 1 BARRA DE PAN

FICCIONARIO DEL GÜURMET


Levadura: los reclutas de la legión

Sulfitos

¿Por qué dice en tantas etiquetas de vino «contiene sulfitos»? A mi


marido le han dicho que es alérgico a estas sustancias, pero cuando
preguntamos en la bodega nos dijeron que todos los vinos contienen
sulfitos de manera natural. ¿Porqué, entonces, la advertencia? En el
café no dice en ningún lado «contiene cafeína».
Los sulfitos -que no deben confundirse con los sulfatos- son
una familia de sales químicas derivadas del dióxido de azufre (S0 ). 2

Se forman durante la fermentación del vino a partir de los com-


puestos de azufre naturales de la uva, por lo que es natural e inevi-
table encontrarlos en los vinos al menos en una pequeña cantidad.
Por otro lado, desde hace miles de años se añade al vino sul-
fitos (o el gas de dióxido de azufre que se desprende al quemar
azufre) para evitar que se oxide y decolore. Los sulfitos matan, ade-
más, a las bacterias dañinas y a las células de levadura silvestre de
las prensas de uva, lo que permite a los organismos fermentantes
«amansados» empezar su tarea biológicamente limpios. Sin el efec-
to protector de los sulfitos añadidos, los vinos resultarían imbe-
bibles al cabo de uno o dos años, un problema menor para vinos
jóvenes como el Beaujolais, pero una tragedia para otros como el
Burdeos que necesitan tiempo para envejecer.
Alrededor de una de cada diez personas desarrolla alguna aler-
gia a los sulfitos, que pueden incluso provocar un ataque de asma
en personas asmáticas. Los alérgicos deben evitar alimentos que
contengan cualquiera de las sustancias siguientes: dióxido de azu-
fre, bisulfito de potasio, metabisulfito de potasio, bisulfito de sodio,
metabisulfito de sodio y sulfito de sodio. Observe que, salvo el dió-
xido de azufre, lo que le dará la clave es el sufijo -ito del nombre
químico.
Al igual que con cualquier producto que se ingiere, no es una
cuestión de que los sulfitos sean buenos o malos. Ninguna sustan-
cia química es «segura» o «peligrosa» en sí misma; todo depende de
la dosis. En Estados Unidos la cantidad máxima de sulfitos que pue-
de contener por ley el vino es de 350 partes por millón (ppm), aun-
que la mayoría de vinos a los que se les ha añadido sulfitos contie-
nen tan sólo entre 25 y 150 ppm. Según la ley federal, a partir de 10
ppm, debe indicarse en la etiqueta que el vino «contiene sulfitos».*

La directiva europea 2003/89/CE, reglamento 1991/2004, establece la obligato-


riedad de incluir la mención «contiene sulfitos» en la etiqueta de todos los vinos
Procedentes de la Unión Europea embotellados a partir del 25 de noviembre de
Y que contengan más de 10 mg de sulfitos. (N. de la T.)
Cuando vaya a la bodega o a la vinateca, pida un vino sin sulfi-
tos añadidos. Su marido puede probarlo y comprobar si la peque-
ña cantidad de sulfitos naturales que contiene el vino también le
causa o no reacción.
Y, por cierto, cuando alguien dice que algo «huele a azufre» es
probable que nunca estudiara química. El azufre, que aparece en la
Biblia con el nombre de «piedra inflamable», es un elemento sólido
inodoro, pero muchos de sus compuestos huelen a rayos. Cuando
se quema, huele a dióxido de azufre.

Una de jerez, por favor

¿Qué hace que sea tan especial el jerez, hasta el punto de que se le
considere una categoría concreta de vino? ¿Es la uva, la región, el
método de elaboración?
Las tres cosas, pero sobre todo el método de elaboración.
Existen unas cinco mil variedades de uva que podrían utilizar-
se en denominaciones de origen de todo el mundo: cerca de un
centenar de appellations d'origine en Francia y setenta y cuatro en
California, por ejemplo, por no citar las de Australia, Chile y mu-
chos otros países productores de vino. Multiplicadas por diez años,
por poner un tope, tenemos que podría haber más de 37 millones
de botellas de vino decente, además de un número incalculable de
botellas de vino de mesa. A menudo me pregunto cómo puede al-
guien decidir, ante tanta variedad, cuál es el vino más adecuado
para una comida. ¡Y es que para guardar todas estas botellas nece-
sitaríamos una bodega del tamaño de la Antártida!
Sin embargo, sí podría decir algo sobre el jerez, pues conozco el
único lugar del mundo en el que se produce, la ciudad de Jerez de
la Frontera y sus alrededores, a un par de horas en coche de Sevilla,
en la provincia de Cádiz. Allí me sumergí metafórica y casi literal-
mente en jerez visitando las bodegas de Williams & Humbert, pro-
ductores de Dry Sack, Pando, Canasta Cream y muchos otros vinos
de jerez y brandies.
Es posible que se pregunte de dónde sale un nombre tan poco
español como Williams & Humbert o cómo es que en el mundo an-
glosajón tenga una traducción tan arraigada como sherry. Algunas
de las empresas de jerez establecidas en la región jerezana fueron
fundadas por empresarios británicos que exportaban el vino a In-
glaterra, que desde siempre ha gustado del jerez seco como aperiti-
vo y del dulce para acompañar los postres. Sherry fue la palabra con
la que los ingleses se refirieron desde el principio al vino de Jerez.
¿Qué tiene, pues, de especial este vino? El consejo regulador de la
región mantiene un control estricto sobre su producción y etiqueta-
do. Para acogerse a la denominación de origen «Jerez-Xérés-Sherry»
debe emplearse la variedad palomino o bien otras menos comunes
como Pedro Ximénez o moscatel, cultivadas en el triángulo formado
por las ciudades de Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El
Puerto de Santa María. (El consejo regulador se guarda bien de dejar
fuera al Estado de California.) Esta pequeña región posee un micro-
clima único con influencias del océano Atlántico, los ríos Guadalqui-
vir y Guadalete y los vientos húmedos y cálidos del norte de África. Es
probable que a la uva el carácter se lo den sobre todo los suelos de al-
bariza calcáreos y casi blancos de la región, con una capacidad desa-
costumbrada para absorber y retener tanto el aire como el agua.
No cabe duda de que muchos grandes vinos proceden de mi-
croclimas y suelos excepcionales. Sin embargo, lo que distingue a
los vinos de Jerez de los demás es el especial proceso de ensambla-
je y envejecimiento que se sigue para su elaboración.
Una vez prensadas las uvas, el mosto se introduce en enormes
cubas de acero inoxidable y se deja fermentar entre cuarenta y cin-
cuenta días a temperatura controlada, hasta que el contenido de
alcohol sube a entre el 11 y el 13 %. El vino joven resultante se pasa
entonces a barricas de roble americano con capacidad para 500 li-
tros y se deja envejecer.
Entonces llega el momento de decidir si el vino es más adecua-
do para la elaboración de fino seco o de un oloroso dulce, las dos
grandes categorías en que se divide el jerez. Los finos incluyen los
manzanillas y los amontillados, mientras que entre los olorosos en-
contramos los cortados y varias mezclas de Pedro Ximénez, una va-
riedad de uva muy dulce. Los vinos destinados a convertirse en fi-
nos se encabezan (se fortalecen añadiéndoles alcohol) hasta que
alcanzan una graduación alcohólica del 15 %; los olorosos se enca-
bezan hasta el 17 %.
Lo que explica la diferencia entre unos y otros es que la flor, una
Cap a de levaduras naturales locales que se forma en la superficie,
no sobrevive a concentraciones alcohólicas superiores al 15 %. Para
adquirir su ligereza y sabor característicos, los finos deben enveje-
cer hasta el final bajo una capa de flor. Los olorosos, en cambio, se
crían sin esta capa, de modo que el aire los oxida y los vuelve más
oscuros, les da más cuerpo y un aroma más fuerte; de ahí su nom-
bre. Los amontillados empiezan envejeciéndose con flor pero des-
pués se encabezan hasta que alcanzan una graduación alcohólica
del 17 % que mata la flor.
Durante el envejecimiento el vino se mezcla siguiendo un mé-
todo exclusivo del jerez llamado sistema de soleras y criaderas.
Consiste en hacer correr el vino por una escala de varias filas de bo-
tas, de manera que cuanto más cerca del suelo están las botas más
antiguo es el vino que contienen. De las botas más viejas, la solera,
se saca un tercio del vino para embotellarlo. El espacio libre dejado
se repone con vino de la fila superior (primera criadera), que a su
vez se rellena con vino de la siguiente (segunda criadera), y así su-
cesivamente hasta llegar a la última, que se rellena o «refresca» con
vino joven. El nombre de «criadera» viene de «criar»; se refiere a las
botas en las que se crían los vinos más jóvenes. «Solera» alude al
suelo de piedra sobre el que descansan las botas que contienen el
vino más maduro, listo para embotellar.
El ciclo tarda años en completarse, ya que entre cada extracción
de vino de la solera pasan varios meses. Los vinos jóvenes se nutren
de la personalidad de los más viejos, lo que permite al producto fi-
nal conservar sus extraordinarias propiedades durante décadas.
Y eso es lo que hace que el jerez sea tan especial.
\
SEGUNDA

> CRIADERAS

PRIMERA

EMBOTELLAMIENTO

Proceso de ensamblaje y envejecimiento del jerez. Se extrae parte del vino


de las botas superiores (criaderas) y se introduce en las inmediatamente
inferiores, que contienen vino más antiguo. El vino de las botas que reposan
en el suelo (solera) es el que se embotella.
FACCIONARIO DEL GOURMET
Amaretto: una ópera de Verdi

Pollo al ajillo dorado al jerez

Cada vez que nuestra amiga Janet Mendel, autora de varios libros de co-
cina, nos invita a Bob y a mí a comer a su casa en el sur de España, nos
prepara este plato. Se necesita una sartén de hierro colado de unos 30
cm de diámetro para dorar el pollo y una botella de oloroso seco, un je-
rez semidulce. En la mesa el pollo lucirá un lustroso color caoba. No tema
utilizar todo el ajo que se indica en la receta. Al cocinarlo, se suaviza el sa-
bor y se vuelve ligeramente dulce. Vierta abundante jugo de cocción -una
deliciosa salsa de aceite de oliva, jerez y ajo- sobre las raciones de pollo.

1 kg de muslos de pollo (en una sartén de unos 30 cm de


diámetro le cabrán unos 4 muslos grandes y 3 patas)
Sal kosher y pimienta recién molida
1 cabeza de ajos (unos 15 dientes grandes)
1 / de taza de aceite de oliva virgen extra
3
1/ taza de jerez semiseco, amontillado u oloroso seco
2

2 cucharadas de brandy o coñac español, opcional

1. Pase el pollo por agua fría para limpiarlo y séquelo con papel de
cocina. Salpimiéntelo por ambos lados.
2. Aplaste ligeramente los dientes de ajo con el filo de un cuchillo
grande para romper la piel. Separe 8 y déjelos sin pelar. Pele el
resto y córtelos en láminas más o menos uniformes.
3. Caliente el aceite de oliva en la sartén mencionada a fuego medio.
Añada las láminas de ajo y sofría de 1 a 2 minutos, hasta que es-
tén doradas. Retírelas de la sartén con una espumadera, colóque-
las sobre papel de cocina para que chupe el aceite y resérvelas.
Suba el fuego, añada el pollo cortado y tríalo (cubriendo la sartén
con una tapa antisalpicaduras, si tiene una) durante 15 minutos.
Dé la vuelta al pollo cuando lo considere conveniente y asegúrese
de que queda dorado por ambos lados.
Añada los dientes de ajo sin pelar, el jerez y el brandy. Mantenga
el fuego a intensidad media-alta, de 8 a 1Q minutos, dando vuel-
tas los trozos de pollo de vez en cuando, hasta que el liquido se
haya casi consumido y el pollo vuelva a crujir.
6. Pase el pollo y el ajo a un plato calentado previamente en el horno
y rocíelo con su jugo. Decore el plato con el ajo frito que reservó.

SALEN 4 RACIONES

El truco de la cuchara

Una amiga vino a verme a Inglaterra. Bebimos champán, pero no


nos acabamos la botella. Me sugirió que, antes de guardarla en el fri-
gorífico, introdujera una cuchara de plata en el cuello de la botella
con el mango hacia abajo. (Lo había visto en algún programa de la
tele.) Lo crea o no, al día siguiente el champán conservaba sus bur-
bujas. ¿A qué se debe? ¿Serviría también un tenedor?
Sí, un tenedor serviría igual. Y también un cortaplumas. O una
varita mágica, para el caso, pues la cuchara no tuvo nada que ver.
El truco de la cuchara es pura superchería. O patrañas, paparru-
chas o como prefiera llamarlo.
El champán no pierde las burbujas tan pronto como la cerveza
o los refrescos, simplemente. Aunque no le hubiera puesto la cu-
chara, al día siguiente lo habría encontrado igual de espumoso. Lo
único que influyó es que metiera la botella en el frigorífico, porque
el dióxido de carbono, al igual que cualquier otro gas, se disuelve
y permanece disuelto mejor cuanto más frío está el líquido.
Para que el gas se escape del líquido, las moléculas gaseosas de-
ben dar con una mota microscópica de materia (punto de nuclea-
ción) para congregarse y acumularse a su alrededor y formar una
burbuja. El champán y el cava auténticos se conservan mejor
una vez abiertos porque son muy límpidos y no contienen casi nin-
guna mota. Cuando en la etiqueta indica que se han elaborado si-
guiendo el método clásico o champenois, significa que se han cla-
rificado mediante una operación conocida como degüelle: se deja
reposar la botella bocabajo hasta que todos los sedimentos se po-
san en el cuello y luego este se congela para poder retirar los sedi-
mentos extrayendo el hielo en el que han quedado atrapados. La
cerveza no se clarifica tanto, por lo que suele perder las burbujas en
menos tiempo.
Para conservar mejor el champán de un día para otro, guárdelo
en el frigorífico con un tapón que cierre bien (olvide la cubertería).
Nunca se sabe: quizá tenga algo que celebrar por la mañana.
En cuanto al tapón: puede gastarse hasta unos 20 euros en
una de esas tiendas para borrachínes... ay, quería decir «amantes
del vino». El tapón ceñirá la botella por el labio al que estaba su-
jeta la cápsula de alambre y, al enroscarlo, el disco de goma se
a m o l d a r á a la boca. Le irá muy bien para contener la presión de
la botella en el caso de que le interese agitarla, pero en circuns-
tancias menos extremas puede prescindir totalmente de él. El la-
bio y la cápsula de alambre se colocan para contener la fuerte pre-
sión del gas acumulada durante la fermentación del caldo. De
ahí el típico fogonazo que se produce al descorchar la botella. Sin
embargo, una vez abierta, la presión desaparece. Si la guarda en el
frigorífico y no la agita, cualquier corcho o cierre servirá para que
no pierda el gas.
(Una nota al pie: un grupo de científicos de la Universidad de
Stanford descubrió en 1994 que el vino espumoso conservaba más
tiempo sus burbujas si la botella abierta se guardaba sin tapón; no
obstante, tuvieron que catar muchas veces el vino para llevar a cabo
este largo experimento y es posible que sus observaciones fueran
producto, por decirlo de alguna manera, de una excesiva alegría.)

Ciencia al margen

Póngale un corcho
¿Por qué tienen esa forma tan rara los corchos de champán? Pare-
cen champiñones con faldas...
Cuando se introducen en la botella, poseen la misma forma cilindrica
que los corchos utilizados para los vinos no espumosos, sólo que son
más grandes. Un tapón normal se fabrica con un diámetro de 24 mm;
para introducirlo en el cuello de botella, de 18 mm de diámetro, se
comprime con una máquina taponadora. (El corcho se comprime bas-
tante bien.) En cambio, para el champán y el cava se fabrican tapones
de 31 mm de diámetro que se introducen en cuellos de 1 7 , 5 mm y
se deja un tercio del tapón fuera (la «cabeza») para poder tirar de él y
abrir la botella. En cuanto deja de estar constreñida, la base del cor-
cho, suave y húmeda, se expande y recupera el diámetro original. [El
corcho también es bastante elástico.)
La compresibilidad y elasticidad del corcho que se emplea para el cava
o el champán es fácil de comprobar. Sumérjalo en agua durante unos
días para ablandarlo y verá cómo recupera su forma cilindrica original
y su longitud total. Obtendrá el mismo resultado si lo ablanda calen-
tándolo en el microondas durante un par de minutos.
(Advertencia: No haga la prueba en un microondas total o práctica-
mente vacío. La radiación, al no ser absorbida por comida ni agua,
puede rebotar contra el generador de las microondas -el magnetrón-
y dañarlo. Coloque un vaso de agua junto al tapón de corcho.)

Guerra entre estados

Siempre me he preguntado por qué se habla de bourbon de Ken-


tucky y whisky de malta agria de Tennessee. Ningún otro Estado
norteamericano parece haber patentado un tipo de licor. ¿Qué los
hace diferentes? ¿Por qué no pueden elaborarse esos mismos pro-
ductos en otros estados?
Lo que los diferencia es en gran parte el orgullo local. Pueden elabo-
rarse whiskies idénticos en cualquier parte, pero no pueden llevar el
nombre de estos estados a menos que se hayan elaborado en ellos.
Empecemos por ver qué es el bourbon. Su definición se recoge
en la Ley de Seguridad Interior de 2002 de la Oficina Federal de Im-
puestos y Comercialización de Tabaco y Alcohol (TTB, en sus siglas
en inglés), nacida de la escisión de la ridicula Oficina de Alcohol,
Tabaco y Armas de Fuego (ATF). Según esta definición, el bourbon
es un whisky puro (sin mezclar) con un máximo de un 80 % de al-
cohol por volumen; se elabora con una mezcla fermentada forma-
da por al menos un 51 % de maíz y se envejece hasta una gradua-
ción alcohólica máxima del 62,5 % en barriles nuevos de roble
carbonizado. Sin embargo, en la práctica, la mayoría de bourbons
se destila a un 60 % de alcohol y se embotella con una graduación
de entre el 40 y el 50 %. Además, para su elaboración se emplea en-
tre un 65 y un 75 % de maíz, así como pequeñas cantidades de otros
cereales como cebada, centeno o trigo.
Según la TTB, la palabra «bourbon» no debe utilizarse para li-
cores destilados producidos fuera de Estados Unidos. Sin embargo,
no cita ningún estado en sus reglamentos más que para incluir la
norma, más que razonable, de que sólo podrá etiquetarse como
«bourbon de Kentucky» el elaborado en Kentucky. En Estados Uni-
dos existen unas 162 destilerías productoras de bourbon; la mayo-
ría, pero no todas, se encuentran en ese Estado.
¿Qué ocurre con el whisky Jack Daniel's de Tennessee? ¿Es bour-
bon? Si nos ponemos estrictos (y mejor será que lo haga porque los
ánimos están muy caldeados en torno a esta cuestión), la respues-
ta es no. Jack Daniel's encaja en la definición de bourbon que esta-
blece la ley en todos los aspectos -se elabora principalmente con
maíz, se envejece en barriles nuevos de roble carbonizado y se
mantiene dentro de los límites de graduación alcohólica fijados-,
menos en uno: en su elaboración se da un paso más. Tras destilar-
lo y antes de envejecerlo, el whisky se filtra a través de un carbón de
azúcar y jarabe de arce en un proceso que Jack Daniel's bautizó con
el nombre de «suavización con carbón» pero que oficialmente se
conoce como «proceso del condado de Lincoln». Esta es la única
diferencia entre Jack Daniel's y el resto de consagrados bourbons.
Jack Daniel's se vanagloria de ser un whisky de malta agria,
pues parte de la mezcla utilizada en el proceso de fermentación
procede de los restos de una fermentación anterior. Sin embargo,
este procedimiento se utiliza en casi todos los bourbons y otros
whiskies que se producen en la actualidad, por lo que en sí mismo
no explica el aura de misticismo que rodea al bourbon.
FICCION ARIO DEL GOURMET
Bourbon: apellido real en inglés

Salsa barbacoa Jack Daniel's para costillas

Sería una pena no aprovechar una botella de Jack Daniel's más que
Para echar unos tragos, pues le da un toque delicioso a esta salsa.
Por cada par de costillares pequeños, necesitará una taza de salsa
barbacoa. Puede guardar la otra taza para acompañar un pollo a la pa-
milla durante la semana. Verá cómo esta salsa acaba formando parte
de su lista de salsas barbacoa favoritas.

1 taza de ketchup
1/4 de taza de whisky Jack Daniel's Etiqueta Negra
1 / de taza de melaza oscura
4

1 cuchara sopera de salsa Worcestershire


1 cuchara sopera de zumo de limón recién exprimido
1 / cucharadita de pimienta recién molida
2
1 / cucharadita de mostaza seca
2

1 diente de ajo majado __

Mezcle todos los ingredientes en un cazo pequeño y llévelos a ebulli-


ción a fuego medio alto. A continuación, baje el fuego al mínimo y cue-
za la mezcla durante 10 minutos removiendo de vez en cuando.

SALEN 2 TAZAS DE SALSA

¡Y listos!

En una fiesta por el Derby de Kentucky unos amigos sirvieron unos


julepes de menta. Me di cuenta de que, al poco de mezclar los ingre-
dientes del cóctel, en el exterior del vaso se formaba una capa de hie-
lo. Sé que en una copa de Tom Collins, por ejemplo, se forman gotas
de agua, pero nunca había visto que se enfriaran tanto como para
helarse. ¿Qué tiene de especial el julepe de menta?
Pregúntele a cualquier acérrimo sureño y le dirá que ¡ m u c h í s i m o !
Bebidos al ritmo como se despachan en el sur, en una calurosa
tarde de estío bajo un perfumado magnolio en flor, pocos cócteles
son tan refrescantes como un julepe de menta, o más insidiosa-
mente embriagadores. Su sugerente dulzor oculta el hecho de que
se trata de puro bourbon. Pero igual de embriagador (para algunos
de nosotros) es descubrir por qué se forma el hielo en el vaso.
Preparar un julepe de menta es tan sencillo como m a c h a c a r
hojas de menta con azúcar en una taza o mortero de metal, a ñ a d i r
HEHtHV I 53

hielo picado y regar la mezcla con un generoso chorro de bourbon.


Si en vez de bourbon echáramos sólo agua, enseguida se equipara-
rían la temperatura del agua con la del hielo. La temperatura resul-
tante sería una en la que ambos pudieran coexistir sin que se de-
rritiera todo el hielo ni se congelara toda el agua (alcanzándose,
pues, el equilibrio térmico). Como bien habrá supuesto, sería la
temperatura a la que se congela el H 0, que sería de 0 °C.
2

Sin embargo, el bourbon, pobrecito, contiene alcohol aparte


de agua. El alcohol (ayudado por el azúcar) disminuye el punto de
congelación del H 0, del mismo modo que el anticongelante
2

disminuye el punto de congelación del refrigerante que utiliza el


radiador del coche. Al ser más bajo el punto de congelación, se
reduce también la temperatura a la que agua y hielo pueden coe-
xistir, que coincide. Para poder coexistir, el hielo y el líquido deben
alcanzar este menor punto de congelación o temperatura derri-
tiendo parte del hielo, un proceso que absorbe calor y enfría la
mezcla. Se trata del mismo fenómeno por el que, mediante una
mezcla de hielo y sal, se reducía la temperatura en las antiguas cá-
maras frigoríficas para helar la crema de helado. La sal actuaba re-
duciendo el punto de congelación como el alcohol en el julepe.
El alcohol del bourbon puede enfriar tanto el contenido de la
copa que, en un día húmedo, puede que la humedad del aire no
sólo se condense en el exterior de la copa sino que incluso se con-
gele y forme una capa de escarcha. Un Tom Collins no se enfriará
tanto como para que la humedad se congele, porque contendrá tan
sólo unos cubitos de hielo y el alcohol no podrá reducir demasiado
el punto de congelación. En cambio, en una copa de julepe el hielo
picado ocupa una superficie enorme sobre la que promover el equi-
librio térmico, lo que permite bajar la temperatura a gran escala.
La mejor manera de presentar los julepes de menta es sirviéndo-
los en copas de plata de ley (no chapadas en plata) en vez de en vasos.
El vidrio es mal conductor del calor (y del frío), pero la plata de ley
contiene un 92,5 % de plata, el metal que mejor conduce el calor.
Como norteño, no me atrevo a aventurar ninguna receta del
coctel. Además, si en el sur de Estados Unidos hace mucho más calor
que en el norte es justo porque los sureños andan siempre en-
zarzados en discusiones sobre cómo debe prepararse. Busquen al
gun coronel de Kentucky (no, a ese no, que murió) y pregúntenle.
Agitado y revuelto
Estuve hablando con unos amigos sobre cómo enfriar bebidas con
cubitos de hielo, si había que agitarlos o revolverlos, qué cantidad de
hielo había que poner y cómo quedaba más o menos diluida. Uno
dijo que lo mejor era utilizar mucho hielo para enfriar antes la be-
bida y que no se diluyera tanto. Yo le respondí que quizá se enfriaría
antes, pero que quedaría igual de diluida: tal vez perdería menos
agua por cubito, pero la cantidad de hielo derretido sería la misma
en total. Cualquier pista será bienvenida.
Estoy con su amigo.
Para empezar, cuanto más frío esté el hielo mejor, pues antes se
enfriará el líquido. Además, no es necesario que los cubitos se des-
hagan para refrescar la bebida; enteros también cumplen su fun-
ción.
Entre dos sustancias en contacto, el calor fluye automática-
mente de la más caliente a la más fría. En el caso que nos ocupa, el
calor del líquido fluye hacia el hielo o, si se prefiere, el hielo absor-
be el calor del líquido. Cuanto más frío está el hielo de buen prin-
cipio, más calorías consigue restar al líquido antes de alcanzar la
temperatura de fusión/congelación (0 °C) y empezar a derretirse.
Por lo tanto, si se sirve a una temperatura suficientemente baja
(bastante por debajo de los 0 °C), el hielo apenas se derrite y se evi-
ta que la bebida quede diluida.
En segundo lugar, cuanto más hielo mejor. Si se sirve mucho
hielo en el vaso, el líquido se escurre entre los huecos que dejan los
cubitos entre sí. En estos huecos se forman capas muy finas de li-
quido en las que el contacto térmico con la superficie del hielo re-
sulta más eficiente, por lo que el líquido se enfría antes que si sólo
formara capas más gruesas. En otras palabras, cuantos más cubitos
se sirven, mayor es la superficie de hielo que puede intercambiar ca-
lor con el líquido. Se consigue, una vez más, enfriar antes la bebida
y mantener el hielo intacto (a no ser que se deje en el vaso d u r a n t e
demasiado rato). El mejor truco para enfriar la bebida se podría, por
lo tanto, resumir así: «Póngale mucho hielo y déjelo poco tiempo».
Pero hablábamos de cubitos, no de hielo triturado. Con el hie-
lo triturado aumentan tanto la superficie de contacto y la eficiencia
del intercambio térmico que el hielo empieza a derretirse y a diluir
la bebida casi antes de que se la lleve a la boca.
Por desgracia, la mayoría de bares no sirven el hielo muy frío.
Muchas veces lo dejan calentándose en la cubitera durante horas,
donde se va acercando cada vez más a la temperatura de fusión;
esto hace que pierda capacidad para enfriar y apenas lo sirven em-
pieza a derretirse y a diluir la bebida.
No obstante, el hielo no se derrite nada más alcanzar la tempe-
ratura de fusión. Cada gramo de hielo necesita absorber su corres-
pondiente dosis de calorías -0,080 calorías, su calor de fusión- para
descomponer su estructura sólida y entrar en estado líquido. Así
pues, aunque no esté muy frío, el hielo ayudará bastante a refrescar
la bebida, sólo que se derretirá más y se diluirá antes. Lo que hay
que hacer es evitar que el camarero remueva el martini durante de-
masiado rato (y, sobre todo, ¡que ni se le ocurra agitarlo!).
El problema del martini es que queremos que se diluya un poco
(resulta demasiado fuerte al paladar sin un 10 % de agua añadida),
por lo que hay que encontrar el punto de equilibrio entre la canti-
dad de hielo, la temperatura y el tiempo que se remueve. Por eso
mucha gente estropea los martinis, que en principio deberían ser
la bebida más fácil de preparar del mundo.

Mida su alegría

Bebo con moderación. Me suelo tomar una copa de vino con la


comida y una o dos en situaciones sociales. Eso es todo. Sin em-
bargo, en las fiestas de verano, entre que vas picoteando y char-
lando, es fácil dejarse llevar y en más de una ocasión he acabado
bebiendo más de la cuenta, pasándome del límite que soy capaz
de tolerar y, mucho me temo, del que son capaces de tolerar los de-
mas. Sé que cada persona es diferente, pero ¿existe alguna mane-
ra de calcular los efectos que cada cantidad de alcohol puede te-
ner en una persona?
Al haber pasado varias décadas en la universidad (no, no me costó
tanto licenciarme; trabajé como docente), he oído hablar más de
una vez de esas fiestas a las que los estudiantes se refieren como
farras». O sea, fiestas en las que el alcohol corre como el agua.
Ahora bien, los estudiantes no tienen el monopolio de agarrar-
se monas, sea queriendo o sin querer. Para los que dejamos atrás
esa época de nuestras vidas, los esporádicos excesos en días de
fiesta pueden tener consecuencias más siniestras, pues ya no tene-
mos la opción de tambalearnos simplemente hasta nuestro cuarto
y dejarnos caer sobre la cama hasta el día siguiente. La mayoría de
las veces tenemos que conducir de vuelta a casa y, por muy sensa-
to que nos parezca ahora hacer esta reflexión, poco ayuda la sensa-
tez si después se conduce bajo los efectos del alcohol.
Según un estudio promovido por el Departamento de Seguri-
dad Viaria de Estados Unidos en el año 2000, la capacidad de con-
ducción empieza a deteriorarse con concentraciones de alcohol en
sangre de tan sólo 0,02 g/ml, una cuarta parte de la tasa de alcoho-
lemia máxima permitida, que se sitúa en 0,08 g/ml.*
La pregunta es cómo podemos regular nuestra ingesta de al-
cohol para alcanzar el grado de embriaguez 1 (relajación y simpa-
tía) sin saltar a los grados 2 (verborrea y desinhibición), 3 (desco-
ordinación física y arrastre de las palabras), 4 (falta de control
y contención), 5 (aletargamiento y sopor), 6 (vértigo), 7 (coma) y
8 (muerte).
La respuesta es descorazonadora, pero no porque no podamos
regularlo, sino porque el método para hacerlo no es del todo fia-
ble. Intervienen demasiados factores que pueden confundirnos.
Entre las muchas variables que influyen en nuestra reacción a una
cantidad dada de alcohol se encuentran la genética, el metabolis-
mo (normalmente más rápido en la mujer que en el hombre), el
peso y el historial de consumo alcohólico de cada uno (las perso-
nas acostumbradas a beber «aguantan» más). Por encima de todas
estas variables está la manera como se consume esa cantidad de
alcohol: si se diluye con un refresco, si se bebe a secas o con comi-
da y cuánto se tarda en ingerirla. Cuanto más diluido esté el alco-
hol, con más comida se acompañe y más se espacie su consumo,
menores serán sus efectos.
El factor principal es la cantidad total de alcohol etílico que se
consume. La proverbial lamentación «Pero si sólo me tomé dos co-
pas» puede significar cualquier cosa. En el Reino Unido, por «uni-
dad de alcohol» se entiende cualquier bebida que contenga 8 gra-

* En Europa la alcoholemia se mide en gramos de alcohol por litro de sangre. El lí-


mite legal estadounidense del 0,08 g/ml equivaldría a 0,8 g/1, que es el límite que
todavía se aplica en algunos países europeos. En España, la tasa de alcoholemia
máxima permitida se redujo de 0,8 a 0,5 g/1 en 1998. (N. de la T.)
mos de alcohol puro. En Estados Unidos, se supone Que una «copa»
contiene entre 12 y 15 gramos de alcohol puro, mientras que en Ja-
pón se necesitan 20 gramos para merecer la calificación. Sin em-
bargo, nunca verá en la etiqueta de una cerveza, un vino o un licor
que contenga «tantos gramos de alcohol».
¿Qué efecto tendrán en usted estas cantidades de alcohol? Has-
ta que no le lleguen a la sangre, ninguno. Por este motivo el grado
de alcoholemia se calcula a partir de la concentración de alcohol
en sangre o CAS: el número de gramos de alcohol por 100 mililitros
de sangre. La CAS no se mide directamente en la sangre (salvo en la
autopsia), sino a través del aliento, ya que el alcohol pasa de la san-
gre a la respiración a través de los pulmones. El alcohol está unas
2.100 veces más concentrado en la sangre que en el aliento, por lo
que los alcoholímetros se regulan para que den la lectura correcta
de concentración en sangre.
El alcohol ingerido se diluye uniformemente en el agua de todo
el cuerpo; un 80 % de la absorción tiene lugar en el estómago y el
20 % restante en el intestino delgado. La CAS dependerá, por lo tan-
to, de la cantidad de agua que contenga la persona en el cuerpo:
cuanta más agua haya en el torrente sanguíneo, menos se concen-
trará una misma cantidad de alcohol y menores serán sus efectos
fisiológicos. Una vez más, cada persona es diferente, pero en pro-
medio los hombres tienen un 58 % de agua en peso y las mujeres
un 49 %, mientras que en sangre un 80,6 % es agua tanto en hom-
bres como en mujeres.
Echando cuentas con la calculadora a partir de estas cifras y
teniendo en cuenta que la densidad de la sangre es de 1,06 gra-
mos por mililitro, me sale que por cada 10 gramos de alcohol
puro absorbido por un varón de 77 kilos, la CAS aumenta en
0,019. En una mujer de 55 kilos, la misma cantidad de alcohol
Puro aumenta la CAS en 0,032. Por lo tanto, para superar la tasa
de alcoholemia máxima de 0,080 permitida en Estados Unidos,
el hombre necesitaría beber 42 gramos de alcohol puro, mien-
tras que a la mujer le bastaría con ingerir 25.
Redondeando las cifras, esto se traduce en (elija su veneno):
Licores de 40° (40 % de alcohol): 140 g para un hombre de
77 kg y 85 g para una mujer de 55 kg.
Vinos de 13° (13 % de alcohol): 400 g para un hombre de
77 kg y 225 g para una mujer de 55 kg.
• Cerveza de 5 (5 % de alcohol): 1.050 g para un hombre de
o

77 kg y 625 g para una mujer de 55 kg.


Estos cálculos son muy aproximados, no sólo por lo diferente
que es cada persona sino porque se basan en una absorción total e
inmediata del alcohol, sin tener en cuenta su posible prolongación
debido a la ingesta simultánea de alimentos, el incesante procesa-
miento del alcohol en el hígado o la eliminación de alcohol a través
de la orina a lo largo de la fiesta. Nos hallamos ante un complejo
mecanismo de absorción y eliminación. Aun así, lleve la cuenta de
los gramos que consume y básese en las cifras anteriores, adaptán-
dolas a su peso corporal y consumo de alimentos y sabrá, grosso
modo, dónde está «su límite».
Le interesa, por supuesto, dejar de beber mucho antes de lle-
gar a ese límite. Soy consciente de que no debe de ser fácil llevar
la cuenta de los gramos mientras se canta el «Cielito lindo» con la
pantalla de una lámpara por sombrero. Sin embargo, sea hombre
o mujer, grandullón o pequeñín, bebedor habitual o social, puede
hacer esto: cada media hora en punto, deténgase y observe su
comportamiento desde fuera, tomando distancia. En cuanto vea
que se encuentra en el grado de embriaguez 2, o como mucho en
el 3, diga adiós a las copas y coma más. Es la mejor garantía para
volver a casa sin perder la reputación.

Síndrome de estrés posgastronómico

He oído hablar de muchos trucos para eliminar las manchas de vino


tinto de los manteles y la ropa. Los más habituales son el agua con
gas y la sal, pero he probado con ambas y ninguna me ha dado buen
resultado. Tiene que haber algo que funcione. ¿Sabe de algo?
En cuanto se enteran de que soy doctor en química, muchos de
mis conocidos me piden consejo sobre cuestiones tan profunda-
mente científicas como esta. (¿Para eso me pasé veinte años estu-
diando?)
Pero está bien. Abandonaré mi rol de escritor que escribe so-
bre la comida y la bebida que nos metemos en la boca para hablar
de la que se nos escapa de ella y aterriza donde no nos lo esperá-
bamos.
Cuando un comensal torpe derrama una copa de vino tinto so-
bre el mantel de la anfitriona, de todas partes surgen voces que gri-
tan: «¡Trae un poco de bicarbonato!», «¡Echa vino blanco por enci-
ma!», «¡Consigúeme el vinagre!», «¡Tapa la mancha con sal!» Todo
sugerencias bienintencionadas, pero inútiles. Si echa sal, para lo
único para lo que le servirá es para chupar el líquido suelto por ab-
sorción capilar, algo que también conseguiría con arena. Sin em-
bargo, si hubiera secado la mancha nada más derramarse el vino,
no habría quedado líquido suelto sobre el mantel, y eso es precisa-
mente lo primero que debe hacerse ante cualquier mancha.
En cuanto a los tres líquidos recomendados -agua carbonata-
da, vino blanco y vinagre-, lo irónico es que son todos ácidos y, por
lo tanto, podrían acentuar la mancha en vez de disimularla. Vea-
mos por qué.
Los pigmentos del hollejo de la uva, pertenecientes a una familia
de colorantes químicos alimentarios conocida como antocianinas,
actúan como indicadores ácido-base (véasepág. 32). Se vuelven ro-
jos en medios ácidos y lila claro en medios alcalinos. Añadirle un lí-
quido ácido a una mancha de vino, ya de por sí ácido, no hace más,
tal vez, que diluir la mancha, efecto que también se lograría con
agua.
Siempre me he resistido a creer en la eficacia del agua carbo-
natada, cuyas bondades se han proclamado a bombo y platillo por
encima de las de cualquier otro remedio. No veía ninguna razón
química por la que debiera funcionar, así que decidí probarla yo
mismo. (El problema es que la gente va diciéndole a los demás que
una cosa sirve para esto y lo de más allá sin tomarse la molestia de
comprobar si es cierto.)
Primero intenté eliminar una mancha de vino fresca de un
mantel blanco de algodón utilizando un agua con gas sin ningún
añadido, lo que los químicos conocen como ácido carbónico. Al ser
un ácido, no se comió el color rojo de la mancha de vino.
Luego probé con agua de sifón a la que se había añadido un poco
de bicarbonato de sodio (bicarbonato de sosa) y, en algunos
una pizca de citrato de sodio. Ambos compuestos químicos reducen
la acidez, pero descubrí que esta agua todavía era algo ácida
que no modificaba el color de la mancha. Mi gozo en un pozo. Y con
mío el de los numerosos defensores de este cacareado remedio.
Bueno, ¿entonces qué funciona? Hace unos años, unos inves-
tigadores de la Universidad de California de Davis -el profesor de
enología Andrew L. Waterhouse y su alumna Natalie Ramírez- pro-
baron una serie de productos, algunos de elaboración casera y
otros que se podían encontrar en el mercado. Algunos quitaman-
chas para vino fallaron estrepitosamente. Sin embargo, obtuvie-
ron buenos resultados con una mezcla a partes iguales de solución
de peróxido de hidrógeno al 3 % y una marca de lavavajillas líqui-
do, aunque los resultados variaron en función del tipo de tejido
y la antigüedad de la mancha.
No es cuestión ahora de que se ponga a preparar este potin-
gue y de que se lo guarde para casos de emergencia; de todas for-
mas, no se le guardaría bien. Eso sí, el peróxido de hidrógeno del
experimento de Davis me puso sobre la pista. Los peróxidos son
lejías, aunque mucho menos potentes que la lejía de cloro, que
eliminaría la mancha pero también se comería el color del tejido.
Son lo que los fabricantes de detergente llaman «lejías color»; oxi-
dan las sustancias químicas de color y las transforman en formas
incoloras.
Decidí probar varios productos nuevos que contuvieran per-
carbonato de sodio -un complemento, lo llaman, de carbonato de
sodio (sosa) con peróxido de hidrógeno-, y que salieron a la venta
a raíz de los experimentos de Davis. Descubrí que estos productos
hacían milagros con las manchas de vino tinto.
Probé tres de los productos de percarbonato que vendían en mi
supermercado: Oxi Clean, Clorox Oxygen Action y Shout Oxy Po-
wer. Extendí los polvos blancos sobre el algodón manchado de
vino, los rocié con agua hasta empaparlos y los dejé actuar duran-
te unos diez minutos.
Mientras esperaba observé cómo el carbonato de sodio, muy
alcalino, azulaba la mancha y cómo después actuaba el peróxido
de hidrógeno eliminando casi por completo el color azul. (Shout
Oxy Power actuó con más rapidez que los demás.) Luego metí la
ropa en la lavadora, con percarbonato incluido, y la lavé con deter-
gente. ¡No quedó ni rastro de las manchas!
Por tanto, lo que debe hacer es leer las etiquetas de los quita-
manchas o detergentes que vendan en su supermercado. Si dice
«percarbonato de sodio», compre el producto y téngalo a mano.
También le servirá para eliminar muchas otras manchas.
El sifón resérveselo para el whisky.
Descargo de responsabilidad por cobardía: eliminar una man-
cha puede ser difícil y no siempre dará los resultados esperados,
pues entran en juego la naturaleza y la antigüedad de la mancha
y el tipo de tejido y su color. En mi caso, los experimentos los llevé
a cabo en tejidos de algodón blanco con manchas de vino merlot
recientes. No utilice nunca productos quitamanchas -ni siquiera el
explicado en estas páginas- sin probarlos antes sobre alguna parte
no visible de la prenda o el mantel.

Ciencia al margen

Secuestradores de electrones
En química, «oxidación» se aplica a un tipo de reacciones mucho más
amplio que la simple interacción de una sustancia con oxígeno. En un
sentido más general, se refiere a cualquier reacción en la que un áto-
mo o molécula pierde electrones. El peróxido de hidrógeno y otros pe-
róxidos son agentes oxidantes capaces de robar electrones a molécu-
las de muchos otros tipos de compuestos químicos.
Ahora bien, cuando los compuestos químicos tienen color es porque
sus electrones absorben determinadas longitudes de onda o colores
de la luz solar (una mezcla de todas las longitudes de onda visibles) que
se posa sobre ellos y reflejan el resto hacia nuestros ojos. Lo que ve-
mos, por lo tanto, no es más que luz reflejada en la que faltan un par
de los colores incidentes. Por ejemplo, el pétalo de un narciso absor-
be algunas de las longitudes de onda azules de la luz solar y refleja luz
en la que falta azul, por lo que la vemos amarilla. Decimos, en conse-
cuencia, que el narciso echa flores «amarillas». Pero si un agente oxi-
dante secuestrara los electrones que absorben la luz azul, el color
amarillo desaparecería. La flor se blanquearía.

Cómo eliminar una mancha reciente de vino tinto

Anticípese a la desgracia. Hágase con un producto de limpieza que


contenga percarbonato de sodio y guárdelo en la cocina. En los
supermercados se venden varias marcas, todas ellas de polvos
de lavar de color blanco.
Siga estos pasos:

1. Sirva el vino y la comida. Disfrute de ambos y de las risas.


2. Observe con horror cómo uno de sus invitados derrama el vino
tinto sobre el mantel.
3. Seque la mancha con papel de cocina sin dejar pasar un segun-
do mientras calma al malhechor diciéndole que no se preocupe
y se lo imagina ardiendo en el infierno.
4. Extienda polvos de lavar con percarbonato sobre la superficie
manchada.
5. Rocíelos con abundante agua (utilizando un pulverizador) hasta
que se forme una plasta.
6. Espere 10 minutos para que actúe la plasta mientras da con-
versación a los comensales y sigue imaginándose al malhechor
ardiendo en el infierno.
7. A la primera oportunidad, llévese el mantel e introdúzcalo en la
lavadora, con la plasta de percarbonato incluida.
8. Lave el mantel con la cantidad de detergente que utiliza nor-
malmente.sus pensamientos retorcidos.
9. Confiese
Capítulo 2
EN LA GRANJA

La granja es el origen de todo. La tierra. Los cultivos. El suelo.


Hace unos nueve mil años, cuando los humanos empezábamos
a complementar nuestra existencia de cazadores y recolectores con
la domesticación de los animales y la agricultura, sembramos las
semillas (nunca mejor dicho) de la agricultura y la ganadería mo-
dernas. Aunque seguimos cazando y recolectando en los mares (vé-
ase cap. 6), la principal fuente de alimentación del hombre sigue
siendo la agricultura, cultivar la Madre Tierra para cosechar sus fru-
tos y criar el ganado.
Existen muchos tipos de granjas. La inmensa mayoría se dedi-
ca al cultivo de cereales (véase cap. 5), como el arroz, el maíz y el
trigo con que se sustenta casi toda la población del mundo. Otras
cultivan fruta (cap. 4) y ese cajón de sastre al que llamamos horta-
lizas (cap. 3). Finalmente, están las que crían aves de corral y ga-
nado para aprovechar su carne (cap. 7), leche o huevos.
Este capítulo se centra en esto último: los productos lácteos de
las granjas. En ellas se obtienen dos productos que son la base
de la subsistencia animal: el huevo y la leche. Uno da la vida y la
otra ayuda a mantenerla. Los consumimos tal cual o bien los trans-
formamos en productos como mantequilla y queso valiéndonos de
métodos mecánicos, químicos o biológicos, y luego los incorpora-
dos a cientos de platos de todo el mundo.
Hay un enigma que me ha rondado la cabeza durante años,
pero sigo sin haber descubierto la solución: ¿por qué hablamos de
Productos lácteos y huevos como si existiera una relación tan evi-
dente entre ellos como entre las frutas y las hortalizas o entre la
carne y el pescado? Echando un simple vistazo a los dos animales
en cuestión hasta el observador más despistado se daría cuenta de
que las vacas y las gallinas tienen muy poco en común.
A pesar de todo, a continuación contribuiré a perpetuar la aso-
ciación entre «productos lácteos y huevos» abordándolos en el
mismo capítulo.

El galimatías de los desnatados

Siempre había comprado leche descremada, pero hace poco me pasé


a la desnatada porque era más fácil de encontrar. Como no me gus-
taba tanto y mi nieto, cuando venía a casa, no quería ni olería, cam-
bié a otra baja en grasa. Desde entonces no dejo de preguntarme cuál
es la diferencia entre estos productos. La leche descremada de antes
era blanca inmaculada y el borde que tocaba con el vaso se veía tras-
lúcido. ¿Por qué ya no se encuentra esa leche?
Cuando alguien te pregunta «¿Quieres leche?» entran ganas de res-
ponderle «¿Te importaría ser más concreto? ¿Te refieres a leche cru-
da, leche pasteurizada, leche homogeneizada, leche esterilizada,
leche entera, leche descremada, leche con un 2 % de grasa, leche
con un 1 % de grasa, leche desnatada, leche evaporada, leche con-
densada o suero de leche?»
Si las vacas llegaran a sospechar el lío que montamos los hu-
manos con su don divino, se subirían por las paredes.
Ahora bien, seguro que piensa que sabe qué es la leche. ¿Lo
sabe? Según el Código de Reglamentos Federales de Estados Uni-
dos, Título 21, Volumen 8, Capítulo I, Apartado 1240, Subapartado
A, Sección 1240.3 (j), Número 13, la leche es «la secreción láctea
obtenida de uno o más animales productores de leche sanos,
como la vaca, la cabra, la oveja y la búfala de agua, e incluye, entre
otras, la leche desnatada, descremada, la nata o crema de leche,
la leche en polvo, la leche en polvo desnatada, la crema de leche en
polvo, los productos lácteos condensados o concentrados, la leche
fermentada o acidificada, los productos lácteos...» y la lista se pro-
longa con otras ochenta y ocho palabras.
(¿Burocracia? ¿Qué burocracia?)
Ahora que sabemos de qué estamos hablando -siempre es
bueno empezar por ahí-, vayamos al meollo del asunto. Me ceñi-
ré a la «secreción láctea» de la vaca (género Bos), suponiendo que
sabrá a qué me refiero sin necesidad de recurrir a un zoólogo ni
consultar el Código de Reglamentos Federales.
La sociedad contemporánea parece haber llegado a la conclu-
sión de que los 8 gramos de grasa que contiene un vaso corriente
de leche entera constituyen una grave amenaza para nuestra su-
pervivencia en el planeta. En consecuencia, nuestros mercados
ofrecen una apabullante variedad de leches con un contenido de
grasa cada vez menor.
En otros tiempos más simples, la leche, entera y sin homoge-
neizar, se «descremaba» retirando los glóbulos grasos que subían a
la superficie y formaban lo que llamábamos «la nata», como si la le-
che y la nata fueran dos productos distintos entre los que no había
término medio. Sin embargo, en la actualidad, encontramos tanto
leche como nata con diferentes grados de grasa.
En la sección de lácteos del supermercado la oferta es abruma-
dora. Existen productos de todo tipo en función de su contenido en
grasa, que según el Código de Reglamentos Federales de Estados
Unidos, Título 21, Volumen 8, etc., se reduce «modificando la com-
posición química y física de la leche, la nata o el suero mediante
enzimas, disolventes, calor, presión, enfriamiento, vacío, ingeniería
genética, fraccionamiento u otros procesos similares, [o] añadién-
doles o quitándoles la grasa de la leche o agregándoles ingredien-
tes seguros y adecuados que mejoran las proteínas, las vitaminas o
los minerales del producto». Pero todo eso ya lo sabía, ¿no?
¿Qué ha de hacer el consumidor?
Por suerte, lo que la industria láctea dio, el gobierno quitó. En Es-
tados Unidos la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamen-
to (FDA) ha resuelto el galimatías reduciendo la oferta a tan sólo cua-
tro categorías de leche y seis de nata, incluidos dos tipos de nata
agria, en función de su contenido en grasa. En la tabla 1 se muestran
las diferentes categorías con los gramos de grasa y las calorías corres-
pondientes a cada una de ellas. Estos datos, extraídos de la Base de
Datos de Composición Química de los Alimentos elaborada por el
Departamento de Agricultura de Estados Unidos, que analiza la prác-
tica totalidad de los alimentos que existen en el mercado y hace una
media de su composición, pueden variar en función de la marca.
Tenga en cuenta que, aunque cada gramo de grasa equivale a
9 calorías, el número de calorías de un producto lácteo determi-
nado no equivaldrá necesariamente a los gramos de grasa que
contiene multiplicados por 9; también tienen calorías las proteí-
ñas y los hidratos de carbono. Además, como los diferentes tipos
de leche no se distinguen sólo por su contenido en grasa, el nú-
mero de calorías por taza no tiene por qué subir o bajar en fun-
ción de la cantidad de grasa.
En la tabla vemos cómo eliminando casi toda la grasa de la
leche entera el número de calorías por taza sólo se reduce de 149
a 86, lo que supone un pobre ahorro de 63 calorías. En cambio,
cambiar un tipo de nata por otro puede llegar a suponer una dife-
rencia de hasta 500 calorías.
Una taza de nata líquida espesa para montar proporciona dos
tazas de nata una vez montada, todo un alivio para quienes miden
su sentimiento de culpa basándose en el volumen. La segunda taza
no es más que aire: tiene cero calorías.
Despojar la leche del sabor que le proporciona la grasa no es el
único crimen que perpetramos, ni siquiera el peor. Para muestra,
un botón. A la leche entera le quitamos un 60 % de agua, la enla-
tamos y la llamamos leche evaporada (19,1 gramos de grasa y 338
calorías por taza). La grasa de la leche la dejamos ahí, salvo en las
inevitables versiones de leche evaporada desnatada o semidesna-
tada. La leche evaporada desnatada (¿o debe decirse descremada?)
contiene, por ejemplo, 0,5 gramos de grasa y 200 calorías por taza.
La leche condensada edulcorada (26,6 gramos de grasa y 982 calorí-
as por taza) es leche evaporada mezclada con un 45 % de azúcar.
Y la lista sigue. La leche descremada que compraba antes segu-
ramente sigue existiendo, sólo que escondida detrás de alguno de
sus «alias» más modernos.

Tabla 1
Leches y natas comerciales

Gramos de grasa Calorías


por taza por taza
LECHE
Leche entera 8,15 149
Leche semidesnatada o baja
en grasa (2 %) 4,69 122
Leche semidesnatada o baja
en grasa (1 %) 2,59 102
Leche desnatada, sin grasa 0,40 86
NATA
Nata para montar espesa 88,1 821
Nata para montar ligera 73,9 698
Crema de cocina ligera, crema líquida 46,3 468
Half & half [mitad crema mitad leche) 27,8 315
NATA AGRIA FERMENTADA
Normal 48,2 492
Desnatada 29,0 327

La créme de la créme

¿Qué diferencia hay entre los diferentes tipos de nata que se ofrecen
en las tiendas: nata para montar espesa, nata para montar líquida,
nata ligera, etc. ?
La nata se obtiene de la leche, añadiéndole más grasa de origen lác-
teo (también conocida como grasa de mantequilla, porque se utili-
za para hacer mantequilla) de la que la vaca pone. En otras palabras,
se retira cierta cantidad de la parte no grasa y acuosa de la leche ori-
ginal (que se convierte en «leche descremada») para hacerla más es-
pesa y darle una textura suave y untuosa en la boca.
¿Cómo? Bueno, si se deja reposar un rato la leche entera y no ho-
mogeneizada, la gravedad se encarga de todo. Al ser más ligera (me-
nos densa) que el agua, la grasa sube a la superficie y flota, lo que
permite retirar esa capa más espesa que conocemos como nata.
En las granjas los glóbulos grasos se separan de la leche de ma-
nera mucho más rápida y eficaz. Para ello utilizan unas separado-
ras centrífugas, conocidas como desnatadoras, que hacen girar la
leche entera a miles de revoluciones por minuto como si fueran la-
vadoras enloquecidas. La capa acuosa más densa sale despedida
hacia fuera con más fuerza que la grasa y acaba ocupando las par-
tes más externas del tambor de la centrifugadora, mientras que los
glóbulos grasos menos densos se quedan en el centro. Mediante
una serie de paletas cónicas se van recogiendo los diferentes pro-
ductos según su densidad, es decir, según su porcentaje de grasa.
El contenido de grasa de los diferentes tipos de nata que se co-
mercializan está regulado. La nata espesa, o nata para montar es-
pesa, es sin duda la créme de la créme, ya que es la que contiene
mayor cantidad: entre el 36 % y el 40 %; las natas para montar lige-
ras contienen entre un 30 % y 36 %. Por debajo de un 30 % ya no sir-
ven para montar. En las natas líquidas, o cremas de leche, la grasa
láctea se sitúa entre el 18 % y el 30 %.
En el mercado anglosajón encontramos también la half &
half, que se supone que está hecha con la mitad de leche y la mi-
tad de crema. Sin embargo, no hay que tomarse esta definición al
pie de la letra, ya que su contenido en grasa depende de lo den-
sa o ligera que sea la mitad de la crema. Puede contener entre un
10,5 % y un 18 % de grasa.
Como el nombre que aparece en las etiquetas de los productos
puede variar, a la hora de comprar fíjese en el contenido de grasa
que indica el envase.

Pequeña desnatadora manual para separar la nata de la leche.


La nata sale por uno de los tubitos de la izquierda y la leche por el otro.
(Ilustración cedida por Hoegger Goat Supply).
Almohadas de caramelo

Estos caramelos blandos, con forma de pequeña almohada, son una


adaptación de una receta manuscrita de la pintora norteamericana
Mary Cassatt (1844-1926), que aprendió a prepararlos en la época en
que ella y el pintor impresionista Edgar Degas recibían a sus invitados
en París. Los recetarios de Mary Cassatt se perdieron y esta es la úni-
ca receta que nos ha llegado. Cuando se inauguró el Hotel Renaissan-
ce de Pittsburgh, el servicio de habitaciones colocaba estos caramelos
caseros recubiertos de cacao bajo la almohada de cada huésped. [Cas-
satt nació en Allegheny City, Pennsylvania, ahora parte de Pittsburgh.)
Siga la receta al pie de la letra. Si hace demasiado calor en la cocina,
los caramelos se ablandarán y deformarán. Para que conserven su
forma conviene prepararlos en una habitación más fresca. Si le gusta
el dulce de leche, le encantarán estas almohadas.

170 g de chocolate semiamargo


1 1 / 2 tazas de azúcar glas
6 cucharadas de mantequilla sin sal
1 taza de miel
1 taza de nata espesa
1/ de taza de cacao en polvo, sin azúcar añadido
4

1. Engrase ligeramente el mármol, una superficie de granito o una


bandeja del horno que no sea de Teflon o materiales parecidos.
2. Ralle el chocolate con un rallador grueso manual en un cuenco me-
diano o un molde para tarta.
3. Coloque el chocolate rallado y todos los ingredientes restantes, ex-
cepto el cacao, en un cazo pesado de tamaño mediano y mézcle-
los con una cuchara de madera.
Lleve la mezcla a ebullición a fuego medio-alto removiendo de vez
en cuando y déjela hervir hasta que alcance los 115 °C (en un ter-
mómetro de cocina para dulces). Le llevará unos 10 minutos.
5. Vierta con cuidado la mezcla caliente sobre la superficie engrasa-
da, sin extenderla, y déjela enfriar.
Con una espátula, forme cuatro bolas con el caramelo y espolvo-
réelas ligeramente con el cacao en polvo. Forme cilindros de unos
2,5 cm de diámetro, vuelva a espolvorearlos con el cacao y coló-
quelos en una bandeja de horno cubiertos con film transparente.
Refrigérelos durante varias horas o hasta el día siguiente, hasta
que queden duros.
7. Retire el film transparente y corte los cilindros en porciones de
2,5 cm de ancho con un cuchillo. Al utilizar el cuchillo, los bordes
se hundirán y darán al caramelo forma de almohada. Guarde los
caramelos en una lata o caja de caramelos, dispuestos uno enci-
ma de otro, y ciérrela bien.
8. Conserve los caramelos en el frigorífico hasta que los vaya a ser-
vir. Aguantarán bien una semana. Para servirlos, coloque cada pie-
za sobre papel de caramelo o bandejitas de papel de aluminio.

SALEN 4 8 CARAMELOS

El bueno y el malo

Entre los ingredientes que se indican en la etiqueta del yogur natu-


ral figura la pectina. Si le añaden pectina para que espese, ¿no lo
convierten más en una gelatina que en un yogur?
En principio, y en muchos países del mundo, el yogur es algo muy
simple. Se elabora añadiendo ciertas cepas de bacterias vivas bene-
ficiosas a la leche de vaca, cabra u oveja. Las bacterias se alimentan
de la lactosa (azúcar de la leche), que metabolizan en ácido láctico
y otros compuestos químicos de sabor interesante; algunos de ellos
(entre ellos los ácidos) coagulan o cuajan la proteína de la leche, que
adquiere la textura de una espesa gelatina. Ahora bien, en la mo-
derna industria alimentaria actual nada es nunca tan sencillo.
La leche entera, con toda su grasa intacta, produce un yogur es-
peso y compacto. Sin embargo, existe una gran demanda de yogur
desnatado entre los consumidores, por lo que para evitar que les
salga un producto demasiado líquido o aguado los p r o d u c t o r e s
suelen añadir algún espesante o estabilizador: extractos secos lác-
teos, pectina (un hidrato de carbono hidrosoluble que se o b t i e n e
principalmente de la fruta) o un poco de gelatina.
El yogur se elabora en Europa del Este y Oriente Medio d e s d e
hace siglos, pero su implantación es relativamente reciente en Esj
tados Unidos, donde se ha hablado mucho de los beneficios que
aporta a la salud, la figura y el bienestar y que todavía están por de-
mostrar. Los fabricantes de yogures libran su particular batalla por
reducir las calorías utilizando leche desnatada para elaborar sus
productos, con el objetivo de incluir en la etiqueta esas palabras
que tanto gustan a los consumidores. Pero como a muchos consu-
midores no les gusta el sabor del yogur natural, la mayoría de yo-
gures se adulteran con azúcar o frutas en conserva que, de todos
modos, acaban sumando en la cuenta de calorías.
Comer yogur, ¿ayuda a bajar peso? Por supuesto, si se come en
sustitución de las comilonas de jornalero de mediodía y las golo-
sinas de media tarde. Pero olvídese de los sugerentes adjetivos de
los envases y fíjese en la tabla de información nutricional que im-
pone la ley: ahí encontrará el número real de calorías que contie-
ne cada yogur.
Entre los miles de especies de bacterias y mohos que existen
encontramos, como en las viejas películas del oeste, tipos buenos y
tipos malos. Los tipos malos nos ponen enfermos, pero a los bue-
nos los aceptamos de buen grado y los empleamos para producir
un sinfín de alimentos maravillosos, desde el yogur hasta cientos
de quesos, cervezas y vinos.
Para elaborar un yogur, lo primero que hay que hacer es matar
a todas las bacterias patógenas (las de sombrero negro, muy pe-
queño) que acechan en la leche. Una pasteurización ordinaria, que
consiste en calentar la leche a 72 °C durante 15 segundos o a 63 °C
durante 30 minutos, serviría para conseguir los efectos deseados,
pero los fabricantes de yogur suelen aplicar temperaturas más al-
tas: 95 °C durante 10 minutos u 85 °C durante media hora. Con una
temperatura más alta espesan el producto, ya que se coagulan al-
gunas de las proteínas de la leche. Una vez pasteurizada, la leche se
deja enfriar hasta los 43 °C, una temperatura cómoda y agradable
en la que pueden desarrollarse a gusto los tipos buenos.
Las bacterias de sombrero blanco utilizadas en la elaboración
de yogures son Lactobacillus bulgaricus (LB) y Streptococcus ther-
mophilus (ST), que se mezclan en igual proporción. (También se
pueden utilizar otras bacterias, como Lactobacillus acidophilus.)
El LB y ST mantienen una relación simbiótica única. Ambos se ali-
mentan de la lactosa de la leche, pero el LB además descompone
las proteínas en aminoácidos (los componentes de las proteínas) y
péptidos (dos o más aminoácidos unidos entre sí) para que pueda
alimentarse de ellos el ST. A cambio, el ST produce dióxido de car-
bono, que estimula la proliferación de LB.
Entre los principales aromas químicos que producen estas bac-
terias se encuentran el ácido láctico, el ácido acético (ácido del vi-
nagre) y el acetaldehído, un compuesto con sabor ácido, a nuez o
manzana verde, que también se crea durante la fermentación del
vino y la cerveza. Los ácidos láctico y acético, entre otros, son los
responsables de espesar la leche y dar al yogur su textura cremosa.
En una ejemplar muestra de ingratitud, la mayoría de fabrican-
tes de yogur matan con calor a las bacterias en cuanto han acaba-
do su trabajo y han dado al producto el sabor y la textura adecua-
dos. El producto que resulta de este proceso es lo que se conoce
como «yogur pasteurizado después de la fermentación».
Hay quien cree que ingerir bacterias vivas protege la salud,
pero todavía no se ha demostrado científicamente que sea así.
De todas formas, si prefiere yogures cuyas bacterias estén vivas y
coleando, compruebe que en la etiqueta diga que contienen pro-
bióticos o fermentos activos. Esto significa que, en el momento
de producirlo, el yogur contenía un mínimo de 10 millones de
bacterias por gramo, lo que equivale a 1.250 millones de bacte-
rias en una tarrina de yogur convencional. Unas cifras que no de-
jan indiferente.
No se deje engañar por las etiquetas de yogur que digan «ela-
borado con fermentos activos». ¿Cómo no iban a estar vivas las
bacterias durante la elaboración? De no haberlo estado, la leche no
se habría transformado en yogur. La cuestión es si siguen vivas en
el momento en que se compra el yogur y se come.
Es posible que las personas con una ligera intolerancia a la lac-
tosa y problemas para digerir productos lácteos acepten mejor el
yogur, porque las bacterias engullen la mayor parte de la lactosa de
la leche. Si se ingieren vivas, es posible que puedan sobrevivir en el
aparato digestivo y seguir consumiendo lactosa. No obstante, no se
trata más que de una hipótesis sobre la que todavía no se ha inves-
tigado suficiente.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Péptido: joséptido
Ciencia al margen

Micelas, no túcelas
En la transformación de la leche en yogur, los ácidos producidos por
las bacterias actúan sobre la proteína de la leche, principalmente ca-
seína, haciendo que sus micelas, unos glóbulos minúsculos muy dis-
persos, se junten y formen un cuerpo compacto. Las bacterias se han
de dejar actuar un tiempo hasta que se alcanza el grado de acidez ade-
cuado. En el caso de la caseína, se necesita un pH de 4,6, conocido
como punto isoeléctrico, en el que las micelas se unen porque pierden
las cargas eléctricas que hacen que se repelan. Cuando se alcanza la
acidez adecuada, se ve cómo la leche se coagula o cuaja y se forma
el suero. Luego, a partir del cuajo, el suero y las grasas, las bacterias
crean una masa homogénea de textura suave y compacta.

Queso de yogur

Si le gusta el yogur pero prefiere texturas más sólidas, puede escurrir


el suero y hacer queso de yogur, un queso semiblando ideal para untar
y puede mezclarse con especias para potenciar el sabor. También pue-
de tomarse como postre, con un chorrito de miel y galletas saladas.

2 tazas de yogur entero o parcialmente desnatado (no utilice


yogur desnatado con un O % de materia grasa) polvorear

1. Coloque un colador fino o un escurridor forrado con varias capas


de gasa de quesería sobre un cuenco y vacíe en él el contenido de
las tarrinas de yogur.
2. Guarde el colador o escurridor con el cuenco en el frigorífico y deje
escurrir el yogur entre 2 y 24 horas. Cuanto más tiempo lo deje,
más espeso saldrá. Puede desechar el líquido que cae en el cuenco.
3. El queso acumulado en el colador o escurridor, con una consisten-
cia a medio camino entre la leche agria y el queso fresco de cabra,
debería estar lo suficientemente espeso como para poder untarlo.

SALEN 2 TARRINAS
Nata agria casera

Puede preparar nata agria en casa utilizando los «bichos buenos» del
suero de la leche: Streptacoccus lactís, S. cremoris y S. diacetylactis,
a los que puede añadir unos cuantos Leuconostoc para mejorar la ca-
lidad [y el sabor]. Estas bacterias se alimentan de la lactosa de la nata,
lo que les permite producir un ácido láctico con agradables notas
agrias. Aunque puede obtener el suero de leche desnatada o semi-
desnatada, le saldrá una nata mucho más espesa y contundente si li-
bera las bacterias en una nata rica en grasa.
A diferencia de la nata agria que se vende en los supermercados, la
que se elabora en casa sirve también para montar, siempre y cuando
esté hecha con nata entera. Al montarla tenga la precaución de no ba-
tirla en exceso, ya que podría convertirla en mantequilla. Con nata
agria casera montada o sin montar por encima, las tartas de fruta y
muchos postres de chocolate quedan deliciosos.
La nata pasteurizada elaborada al estilo tradicional se espesa en 24 ho-
ras y tiene un agradable toque ácido, mientras que la ultrapasteurizada
tarda un poco más y su textura es más suave. Ambas se conservan en
el frigorífico un mes; con el tiempo, la nata agria gana espesor y sabor.

2 tazas de nata espesa


5 cucharaditas de suero de leche

1. Mezcle la nata y el suero de leche en un tarro de vidrio con tapón


de rosca. Tápelo y agítelo durante 1 minuto.
2. Deje reposar el tarro a temperatura ambiente durante 24 horas
hasta que el líquido espese y adquiera consistencia de nata agria.
Si la temperatura ambiente es muy baja, es posible que tenga que
esperar entre 14 y 24 horas más.
3. Antes de consumirla, refrigérela al menos 24 horas para que ad-
quiera más sabor y consistencia. Cuanto más tiempo la deje, mejor.

SALEN 2 TAZAS
EN LA GRANJA | 75

¿Cuán cremoso es el helado cremoso?

El otro día compré helado cremoso y lo metí en el congelador. Al día


siguiente me llevé una sorpresa, porque estaba duro como una pie-
dra, como cualquier otro helado. Pensaba que los helados cremosos,
como los de yogur, tenían una composición especial que mantenía
siempre esa agradable y voluptuosa textura que a mí tanto me gus-
ta. ¿Qué pasó?
Como aficionado a los helados cremosos (sobre todo de chocolate),
he hecho la prueba dos veces. En ambas ocasiones, medí la tempe-
ratura del helado nada más entrar en el coche clavando uno de
esos termómetros de «lectura instantánea» en el centro de la tarri-
na y esperando unos cuantos «instantes» a que me diera la lectura:
-10 °C y-9 °C. Luego, tras dejar un par de días las tarrinas en el con-
gelador, y reducir su contenido para realizar varios «experimentos
científicos» después de comer, la temperatura de ambas había dis-
minuido a -18 °C. Al igual que en su caso, mi helado se había pues-
to duro como una piedra.
Los helados cremosos no son, pues, más que crema de helado
servida a temperaturas más altas que los helados convencionales.
Nos gustan, no sólo por su textura más blanda, sino porque nues-
tros paladares aprecian mejor su sabor gracias a su mayor tempe-
ratura.
En el helado cremoso de vainilla de la marca Dairy Queen figu-
ran los siguientes ingredientes: grasa láctea y leche desnatada, azú-
car, jarabe de maíz, suero, mono y diglicéridos, aromas artificiales,
goma guar, polisorbato 80, carragenato (los tres últimos son espe-
santes) y palmitato de vitamina A. La grasa láctea, el ingrediente
principal, es evidentemente la misma que lleva la mantequilla, y la
mantequilla se endurece a temperaturas bajas porque se cristaliza
más la grasa {véase pág. 89). Los mono y diglicéridos se comportan
de manera similar a las grasas enteras de la mantequilla (triglicéri-
dos); la goma guar y el carragenato, ambos espesantes, también se
endurecen al bajar la temperatura. No debe extrañarnos, por lo
tanto, que el llamado helado cremoso esté blando recién compra-
do pero que se endurezca en el congelador.
Las máquinas de helado cremoso dispensan un sinfín de pro-
ductos diferentes, desde helados de crema bajos en calorías hasta
helados de leche (que contienen engañosamente menos leche que
crema de helado), helados de yogur o natillas heladas. Con aire de
que todo lo pueden, escupen todo tipo de cremas envasadas como
si nada. Las mezclan y enfrían, ajustando su temperatura y viscosi-
dad, y ofrecen multitud de sabores, que incluso combinan en un
mismo producto para aquellos clientes vacilantes que no acaban
de decidirse por el chocolate o la vainilla. (A mí, desde luego, no me
pasaría.)
Cada marca ofrece, además, productos con diferentes conteni-
dos de grasa. Las natillas heladas son las más cremosas y, por lo
tanto, las que más engordan. (Nada sale gratis.) Suelen contener un
10 % de grasa y como mínimo un 1,4 % de yema de huevo en pol-
vo. Los helados clásicos llevan todavía más grasa. Según la norma-
tiva norteamericana, los helados sin trocitos (por ejemplo nueces o
caramelo) deben contener al menos un 10 % de grasa láctea; los de
la marca que suena falsamente a sueca contienen un 16 %.*

FICCION ARIO DEL GOURMET


Mascarpone: chicle afrodisíaco

Frío frío

¿Refresca comer helado cuando hace calor?


La gente parece pensar que sí. En verano, en la heladería de mi ba-
rrio siempre hay gente haciendo cola para comprarse un postre
bien fresquito después de comer, pero a la que llega septiembre no
se ve ni un alma.
Sin embargo, la respuesta a su pregunta es no. Al fin y al cabo,
somos criaturas de sangre caliente con el termostato regulado a

* La legislación española distingue en la Reglamentación Técnico-Sanitaria del He-


lado de España entre helado crema, helado de leche, helado de leche desnatada,
helado, helado de agua y sorbete. El helado crema, helado de leche, helado de leche
desnatada y helado deben contener una materia grasa mínima del 8 %, 2,5 %, 0,3 %
y 5 %, respectivamente; para el helado de agua, la normativa fija un extracto seco
total mínimo de un 12 % y, para el sorbete, un 15 % mínimo de frutas. (TV. de la T.)
37 °C y comer algo frío no nos hará cambiar. Nuestra temperatu-
ra corporal se regula mediante un mecanismo puramente super-
ficial: la evaporación de la transpiración de nuestra piel, que con
un poco de suerte se acelera si corre algo de brisa. Sería mucho
más efectivo embadurnarnos de helado que comérnoslo.
Según mis cálculos, al derretir un cubito de hielo de unos 2,5
cm y-18 °C en la boca, sólo se absorben 1,3 calorías de calor. Dis-
tribuida por todo el cuerpo, la pérdida de calor reduciría la tempe-
ratura corporal de una persona de 70 kilos en 0,004 °C.
Los perros se refrescan jadeando y sacando su larga y húmeda
lengua para que se evapore la saliva. Puede probarlo si quiere; se-
guro que le refresca más que un cucurucho de helado.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Isla flotante: accidente geográfico provocado por el calentamiento
del planeta

Vivir del aire

Me dejé medio cuenco de helado fuera de la nevera toda la noche y,


al derretirse, no quedaba más que un cuarto de cuenco. ¿Por qué en-
coge tanto?
Porque la mitad es aire.
La normativa establece que la crema de helado no debería «in-
flarse» en más de un 100 % al insuflarle aire. Cuando se infla en un
100 %, es decir, cuando se dobla el volumen de la crema de helado
original, la mitad del producto es aire.
¿No sabía que el 50 % del helado puede llegar a estar formado
por aire? Pues así es. La cantidad de aire varía mucho de un helado
a otro y no se considera una trampa, ya que el aire hace que la cre-
ma resulte más esponjosa. Sin él, las barras de helado serían como
ladrillos de mantequilla congelada. Con más de la mitad de aire,
nos parecería demasiado aguado y de mala calidad.
La legislación española establece que el helado que se vende
en las tiendas, sea cremoso o duro, no debe pesar menos de 430
gramos por litro. Pese un litro de su helado preferido. Si pesa
unos 750 gramos, contiene un 25 % de aire; si pesa menos de 430
gramos y en el envase dice «helado» en vez de «mousse», «espu-
ma» o algo parecido, llame a la policía.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Sorbete: trago moderado

A la sombra de Filadelfia

En la tienda de delicatessen del barrio me distraje contando las va-


riedades de queso que había, más de una veintena, e imagino que
habrá cientos de variedades más en todo el mundo. Pero hay dos ti-
pos de queso que me recuerdan a mi infancia y que destacan sobre
los demás: el cottage cheese y el queso para untar. De niña no comía
otra cosa. ¿Qué los hace tan diferentes?¿Son inventos americanos?
Ambos están muy arraigados en Estados Unidos, pero sólo uno es
un invento americano.
El queso para untar y el cottage cheese tienen en común con el
francés Neufchátel y otros parecidos que no se curan ni maduran. Con
un ácido (normalmente ácido láctico) se cuaja leche o una mezcla
de leche y nata, se separa la cuajada del suero y ya se puede comer.
El cottage cheese es un tipo de requesón, probablemente el que-
so más sencillo donde los haya, y se produce en todo el mundo.
A juzgar por el nombre -cottage significa «casita de campo» en in-
glés- es un queso de origen rural, aunque no se sabe a ciencia cier-
ta por qué se llama así. También recibe nombres como cuajada,
queso fresco o queso blanco; es a la vez el bonnyclabber irlandés, o
el Schmierkase, «queso para untar» en holandés de Pensilvania,
que puede escribirse de diferentes maneras.

* Dialecto alemán que hablan los descendientes de los colonizadores de lengua ale-
mana del siglo XVII en algunas zonas de Pensilvania, Ohio e Indiana y en el Estado
canadiense de Ontario. Se le llama «holandés» por confusión entre la palabra ingle-
sa Dutch, que significa holandés, y la palabra alemana Deutsch, que significa ale-
mán. La mayoría de hablantes de este dialecto son amish o menonitas. (N. de la T.)
El cottage cheese es muy popular en Estados Unidos, donde se
comercializó por primera vez a principios del siglo xx. Se elabora
añadiendo un cultivo de Streptococcus lactis a la leche desnatada
o semidesnatada pasteurizada. Estas bacterias se alimentan del
azúcar de la leche y producen ácido láctico, de efectos coagulan-
tes. También se suele añadir otro cultivo bacteriano, Leuconostoc
citrovorum, que no da lugar a ácido sino a componentes aromáti-
cos. Se deja fermentar durante varias horas; después se cuece la
cuajada y se escurre parte del agua, con lo que se obtiene un
montón de grumos de cuajada sueltos, es decir, el requesón.
Cuanta menos agua se deja al escurrir el cuajo, más seco quedará
el queso resultante.
Al ser bastante húmedo (contiene hasta un 80 % de agua), el
cottage cheese caduca enseguida. Cualquier bacteria nociva que se
acerque encuentra en él un excelente caldo de cultivo, por lo que
conviene guardarlo en el frigorífico.
Una tarrina de 226 gramos de requesón con un 2 % de mate-
ria grasa tiene 203 calorías; la misma cantidad de requesón con
un 1 % contiene tan sólo 63. En ambos casos las proteínas as-
cienden a 28 gramos, es decir, al 12,4 %. Se considera un alimen-
to de régimen: es rico en proteínas y bajo en grasas e hidratos de
carbono.
Lo del queso para untar es otra historia. En este caso, sí se trata
de un invento americano, como habrá deducido por el hecho de
que sólo parece haber una marca en el mercado, la que lleva el
nombre de la ciudad de Filadelfia, en el Estado de Pensilvania. Se-
gún Kraft Foods, empresa propietaria de la marca, el queso para
untar se inventó en 1872 en una granja de Chester, en el Estado de
Nueva York. En 1880 un distribuidor neoyorquino lo patentó con el
nombre de Philadelphia porque en aquella época la ciudad tenía
fama por la calidad de sus productos. (Al parecer, otros quesos
americanos similares, como el de Pittsburgh, no daban la talla.)
En la actualidad, el queso para untar contiene un 33 % de ma-
teria grasa como mínimo y una humedad máxima del 55 %. En el
caso de la marca Philadelphia ingerimos un 34,9 % de materia gra-
sa y 810 calorías por tarrina de 226 gramos. Ahora bien, su exclusi-
va y cremosa textura no se consigue así como así. Se utilizan varios
aditivos, entre ellos el alginato cálcico, un espesante que se extrae
de algas marinas; el garrofín, procedente de la semilla del algarro-
bo; la goma tragacanto, que se obtiene de varias plantas asiáticas
y del este de Europa; y la goma guar, extraída de la semilla de un
arbusto leguminoso. La suavidad tiene su precio.
FICCION ARIO DEL GOURMET
Tragacanto: profesor de espanto

Tarta de queso con crujiente de galleta

Esta suave y cremosa tarta de queso se hace con los ojos cerrados
y nunca se agrieta al hornearla. Acompáñela con frutos del bosque,
coulis de ruibarbo (pág. 123) o almíbar. Recomiendo utilizar el queso
clásico de la marca Philadelphia; no utilice la versión light.

BASE CRUJIENTE:
10 galletas de trigo integrales alargadas
1 cucharada de azúcar
2 cucharadas de mantequilla sin sal, fundida

RELLENO:
3 tarrinas de queso para untar (de 2 2 6 g cada una),
a temperatura ambiente
4 huevos grandes, a temperatura ambiente
1 cucharadita de extracto de vainilla
1 taza de azúcar
Una pizca de sal

DECORACIÓN:
2 tazas de nata agria (no light) o dos envases de 4 5 0 g
1 cucharada de azúcar
1 cucharada de extracto de vainilla

1. Introduzca una bandeja a media altura en el horno y precaliéntelo


a 190 °C. Engrase un molde de aro.
2. Para preparar la base, triture las galletas con un robot de cocina
o introdúzcalas en una bolsa de plástico bien cerrada y péseles por
encima el rodillo. Cuando tenga el equivalente a una taza llena de
migas, deposítelas en un cuenco pequeño. [El resto puede dese-
1 - 1 u r - Í A ^ I M^J/AS 1 ta 1

charse.) Añada el azúcar y la mantequilla, mezcle los ingredientes


con un tenedor y humedezca bien todas las migas.
3. Extienda la pasta en el molde repartiéndola uniformemente y pren-
sándola ligeramente con las yemas de los dedos, a fin de crear
una base de 1 centímetro de grosor para la tarta. Guárdela en el
frigorífico mientras prepara el relleno.
4. Para preparar el relleno, en un cuenco grande, bata el queso du-
rante 1 minuto con el turmix a potencia entre media y alta. Aña-
da los huevos, la vainilla y el azúcar y bata la mezcla durante otro
par de minutos o hasta que adquiera consistencia cremosa.
5. Vierta la masa sobre la base crujiente de galleta y coloque el mol-
de sobre una rejilla o bandeja de horno para que no se desestabi-
lice. Hornee durante 35 minutos.
6. Para preparar la decoración, en un cuenco mediano, mezcle la
nata agria, el azúcar y la vainilla con una espátula de goma hasta
que obtenga una crema suave.
7. Saque la tarta del horno. Puede que esté algo blanda por el cen-
tro. Extienda la capa decorativa por encima con una cuchara so-
pera, empezando por los bordes y avanzando hacia el centro, has-
ta que quede bien repartida y la tarta esté totalmente cubierta.
Vuelva a colocar la tarta en el horno unos 5 minutos.
8. Cuando saque la tarta del horno, déjela enfriar en el molde, sobre
la bandeja de horno. Cúbrala con film transparente y refrigérela
durante al menos 6 horas o hasta el día siguiente.
9. Para servir, despegue la tarta del aro del molde con ayuda de un
cuchillo y retire el aro. Corte la tarta en porciones triangulares.

SALEN 12 PORCIONES

Re: Brie

¿A qué se refiere el porcentaje que sale en la etiqueta del queso brie?


Muchas veces he visto en el supermercado queso en cuya etiqueta
dice, por ejemplo,«Brie 60 %».
Se refiere al porcentaje de materia grasa que tiene el queso, pero
expresado en lo que los químicos llaman su peso en seco, es decir,
el porcentaje de materia grasa que quedaría una vez eliminada
toda el agua.
En su ejemplo, el célebre y antiguo queso blando francés del si-
glo VIII, que adopta el nombre de la región de Brie, situada al este de
París, se elabora con una mezcla de leches y natas con diferente
proporción de grasa láctea. En la mayoría de quesos, la cantidad de
materia grasa se indica en el envase a través del porcentaje de gra-
sa láctea que contiene el queso una vez deshidratado.
La proporción de agua en los quesos puede variar incluso en lo-
tes diferentes de un mismo queso. Por lo tanto, al indicar el porcen-
taje de materia grasa del queso -el número de gramos de grasa por
cada 100 gramos de queso-, se nos plantea el siguiente dilema: para
calcularlo ¿debemos utilizar 100 gramos de queso hidratado o des-
hidratado? Obviamente, obtendremos un resultado más preciso y
significativo si eliminamos la cantidad variable de agua e indica-
mos el porcentaje de materia grasa que contiene el queso en seco.
Para ello, se calienta una muestra de queso en un horno de la-
boratorio para eliminar toda la humedad hasta casi dejar sólo pro-
teínas y grasas secas. A continuación, se pesa la grasa y se calcula
el porcentaje de materia seca que representa, que será superior al
porcentaje de materia grasa del queso al natural (sin deshidratar).
Pensemos, por ejemplo, en un queso brie que tenga un 20 % de
agua. Si deshidratamos 100 gramos de este queso, nos quedarían
80 gramos de materia seca. Si en estos gramos hubiera 40 gramos
de materia grasa, en la etiqueta constaría que el queso contiene
un 50 % de materia grasa (40 gramos de 80). Ahora bien, son 40 gra-
mos de grasa en lo que antes eran 100 gramos de queso al natural,
sin deshidratar. Por lo tanto, el porcentaje de grasa que contiene el
queso al natural es, en realidad, del 40 % (40 gramos de 100).
El sistema utilizado para indicar la materia grasa no es una ar-
timaña para exagerar la cantidad de grasa que contiene el queso.
Como el agua atrapada en los alimentos varía tanto de una mues-
tra a otra, los nutricionistas suelen deshidratarlos para calcular su
composición según su peso en seco. Es también la manera habitual
de expresar la composición de muchos otros productos con canti-
dades de agua variables.
¿Agua mineral?

Los fabricantes de algunas sales marinas para gourmets (léase


«caras») se jactan de que su producto contiene tantos «minerales
saludables» que el cloruro de sodio representa sólo el 85 %. La
trampa está en que la sal no se ha secado del todo, de modo que
el 15 % restante es casi sólo agua. En seco, sus sales contendrí-
an más de un 97% de cloruro de sodio, la misma cantidad que cual-
quier otra sal apta para el consumo humano.

Queso: ¿qué es eso?

Estoy aprendiendo a elaborar queso casero. Para hacer camembert,


utilizamos Penicillium candidum (o alguna otra forma de penicili-
na); se lo añadimos a la leche o bien rociamos la superficie del que-
so. Mi madre es alérgica a la penicilina, pero nunca ha sufrido reac-
ción a este camembert. ¿A qué se debe? Y otra cosa: la normativa
exige utilizar leche pasteurizada o curar el queso durante al menos
sesenta días. Sé que la pasteurización acaba con bacterias malas
como la listerioris o la brucelosis (a la que mi abuela se refería como
fiebre ondulante), pero el curado ¿acaba también con ellas? ¿Cómo?
En primer lugar, conviene aclarar algunas cuestiones terminológi-
cas. Confunde la enfermedad con la bacteria que la causa, el medi-
camento con el moho y el moho con la sustancia alergénica, es de-
cir, la sustancia que dispara la reacción alérgica en algunas
personas. Pongamos cada cosa en su sitio:
• Penicilina es el nombre del medicamento.
• Penicillium es el nombre latino del género de moho a par-
tir del cual se obtiene el medicamento.
• Listeriosis y brucelosis son enfermedades causadas por
bacterias, no las bacterias mismas.
El medicamento. La historia, tantas veces contada, de ese mara-
villoso remedio conocido como penicilina, se remonta a 1928. Por
aquel entonces, un médico bacteriólogo escocés llamado Alexander
Fleming que trabajaba en el hospital St. Mary de Londres se tomó
unas vacaciones. A su regreso unas semanas más tarde, descubrió
que se le habían colado varias esporas de Penicillium notatum en el
laboratorio y que se habían posado en un cultivo de Staphylococcus
aureus, una bacteria patógena. (Se dice que Fleming descuidaba
bastante su laboratorio y muchas veces dejaba incluso las bandejas
de cultivos sin tapar, en contacto con el aire.)
Se dio cuenta de que la bacteria se resistía a crecer cerca de
donde lo hacía la colonia de hongos, de lo que dedujo que el moho
de Penicillium liberaba algún tipo de sustancia antibacteriana. Bau-
tizó esta sustancia con el nombre de «penicilina», por lo que se le
otorgó el premio Nobel en 1945. (Moraleja para aspirantes a pre-
mio Nobel: descuidad el laboratorio y alargad al máximo las vaca-
ciones.)
En la actualidad, la penicilina se fabrica a gran escala «crian-
do» esporas de Penicillium chrysogenum, mucho más prolíficas
que las de P. notatum a la hora de segregar penicilina. Se las ali-
menta en cubas de acero con los «residuos de maíz», ricos en hi-
dratos de carbono y nitrógeno, obtenidos al moler el cereal para la
elaboración de almidón.
Es importante entender a qué es alérgica su madre y a qué no. Es
alérgica a la sustancia química penicilina (de fórmula R-C H N 0 S,
9 n 2 4

en la que R puede corresponder a varios conjuntos de átomos posi-


bles), no al hongo P chrysogenum. Los hongos Penicillium utilizados
en la elaboración del queso no producen penicilina, por lo que no re-
presentan ningún peligro para los alérgicos al medicamento.
El moho. Lo forman hongos que se reproducen en materia or-
gánica húmeda. Como bien saben los micófilos (amantes de los
hongos), los hay buenos y malos. Incluso entre las especies de Pe-
nicillium algunas producen toxinas que convierten los alimentos
en incomestibles o peligrosos. El moho verde azulado que hace que
los alimentos pasados adquieran ese aspecto de comida para pe-
rros, por ejemplo, es un Penicillium, pero la penicilina no. Tire toda
la comida enmohecida y cualquier producto que haya estado cerca
y al que hayan podido llegar las esporas transportadas por el aire.
¡Que su cocina no se parezca al laboratorio de Fleming!
En la elaboración del queso se utilizan diferentes especies de
Penicillium, o bien se inyecta un cultivo de moho en el queso (que-
so curado desde dentro) o bien se recubre el exterior con el moho
(queso curado desde fuera). El moho le confiere al queso aromas
agradables y lo reviste de una suave «pelusa». Las especies más uti-
lizadas son P camemberti en el camembert; P. glaucum en el gor-
gonzola; P candidum en el brie, el coulommiers y otros quesos de
cabra franceses; y P roqueforti en el roquefort, el queso azul danés
y el Stilton.
La bacteria. También las hay, cómo no, buenas y malas. Entre
las de sombrero negro más comunes, son patógenas la Listeria mo-
nocytogenes y varios tipos del género Brucella. Los síntomas de
infección por estas bacterias reciben el nombre de listeriosis y bru-
celosis, respectivamente. La brucelosis se conoce también como
fiebre de Malta, fiebre mediterránea, fiebre de Chipre, etc. en alu-
sión a los lugares del mundo en los que las diferentes especies de
Brucella han causado más estragos. (El nombre de fiebre ondulan-
te se debe a las oscilaciones de temperatura que sufre el paciente
mientras dura la enfermedad.)
En el entorno húmedo de las granjas lecheras y las queserías
pueden proliferar tanto las bacterias de Listeria y Brucella como
otros bichos patógenos tipo Campylobacter jejuni, varias especies
de Salmonella y la incluso más conocida Escherichia coli 0 :H .
157 7

El queso. En Estados Unidos hace más de cincuenta años que


la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) exi-
ge que todos los quesos que se vendan en el país, sean nacionales
o importados, cumplan al menos una de las tres condiciones si-
guientes: 1) que la leche utilizada en su elaboración se haya pas-
teurizado calentándola a 63 °C durante 30 minutos o a 72 °C du-
rante 15 segundos; 2) que el queso se haya sometido a las mismas
condiciones de pasteurización o 3) que se haya curado el queso
durante al menos sesenta días a una temperatura de como míni-
mo 1,7 °C. Un curado más prolongado, como el que se utiliza para
elaborar quesos duros tipo gruyere o cheddar, aumenta la acidez
del suero y seca más el queso, y en condiciones ácidas y en au-
sencia de agua a muchas bacterias les resulta imposible multipli-
carse. En cambio, en los quesos blandos, que no se curan durante
tanto tiempo, no se puede correr el riesgo de utilizar leche sin pas-
teurizar.
En los últimos años, la FDA ha insinuado que podría prolongar
o eliminar la opción de curar el queso durante sesenta días, es de-
cir, que podría prohibir la distribución de cualquier queso, curado
o no, elaborado con leche sin pasteurizar o cruda, con el argumen-
to de que algunas bacterias de Listeria y E. coli han sobrevivido a
ese periodo mínimo de curado. (La segunda opción, pasteurizar el
queso una vez hecho, es inviable en la mayoría de casos.)
Muchas voces se han alzado contra este globo sonda desde di-
versos sectores: los fabricantes y exportadores de queso europeos,
que utilizan leche cruda para muchos de los productos de los que
se sienten más orgullosos: los queseros artesanos norteamerica-
nos y los amantes de la comida natural, muchos de los cuales cre-
en que la pasteurización resta sabor al queso y que, en cualquier
caso, la infección por Listeria es muy poco común. (De los pocos
centenares de muertes causadas por listeriosis cada año en Esta-
dos Unidos es difícil determinar cuántas se deben a la ingesta de
queso en mal estado, pues los alimentos que más se contaminan
de Listeria suelen ser otros, en especial los perritos calientes, los
embutidos y el pollo, y en muchos casos no se consigue identificar
el foco.)
¿Puede todavía comprarse queso hecho con leche sin pasteuri-
zar? La respuesta es sí, se vende en muchos mercados legalmente.
En las etiquetas dirá que se ha elaborado con leche no pasteuriza-
da, aunque no cabe duda de que algunos fabricantes harán trampa
curando sus quesos menos de los sesenta días estipulados. ¿Se lle-
gará a prohibir algún día cualquier tipo de queso no pasteurizado?
Si se hace será, figuradamente, por encima del cadáver de miles de
amantes del queso.

De buena hebra

¿Qué le da al queso de hebra su particular textura? ¿Por qué se des-


hilacha?
El queso de hebra es una nueva forma de mozarella, un queso blan-
co, blando y elástico.
La mozzarella americana, elaborada con leche de vaca, es la
hermana pobre de la italiana (mozzarella di búfala), procedente de
la región que ocupa la tibia de la península italiana. La mozzarella
di búfala se fabrica con leche de búfala de agua. Este animal, de
origen asiático, fue introducido en Italia en el siglo vil y es total-
mente diferente de su homónimo de las llanuras norteamericanas,
que en realidad tiene poco de búfalo. La mozzarella italiana tradi-
cional es infinitamente más jugosa, cremosa y delicada que la ver-
sión de leche de vaca elaborada en Estados Unidos, donde la pizza
se ha convertido en su hábitat natural.
Ya lo dice la canción: «De la leche, la cuajada; de la cuajada, el
quesillo». La mozzarrella no es una excepción; para hacerla, se
coagula la leche y se separa la cuajada (la proteína y las grasas) del
suero (el líquido acuoso restante). La cuajada se mezcla entonces
con un poco de suero caliente, se estira y se trabaja hasta obtener
una pasta suave y gomosa.
Para convertirla en queso de hebra, la cuajada se funde calen-
tándola a 75 °C; luego se estira como si fuera un caramelo mastica-
ble, pero en una sola dirección, para que las moléculas de proteína
de la leche (caseína) queden alineadas y den al queso su estructu-
ra direccional. Este queso se vende en barritas cilindricas con for-
ma de puro que se deshilachan como si se pelara un plátano, tiran-
do de largos hilos fibrosos que parecen, de ahí su nombre, hebras.
Por qué existe este queso, no lo sé. Quizá porque los niños se
entretienen jugando con él. O porque se puede consumir como
tentempié, como una barrita de cereales de régimen.

DICCIONARIO DEL GOURMET


Suero: sustento del rey Asuero

¿Se le puede llamar queso?

En el supermercado venden muchos tipos de queso procesado. ¿En


qué se parecen a los quesos tradicionales? ¿Contienen queso «natu-
ral»? ¿En qué proporción?
Además de los cientos de quesos tradicionales que se elaboran des-
de hace más de mil años en las diferentes partes del mundo, en la
actualidad tenemos la ¿suerte? de poder añadir un amplio surtido
de sabores de queso, naturales o artificiales, a nuestros platos y
aperitivos. Decenas de productos industriales con queso (que a me-
nudo dejan bastante que desear) nos tientan desde los anaqueles
refrigerados de los supermercados. La mayoría contiene queso «de
verdad», pero poco tiene que ver con el verdadero queso.
La principal ventaja de los llamados quesos procesados es que,
a diferencia de muchos quesos tradicionales, se funden y mezclan
con facilidad. Esta maleabilidad se consigue añadiéndoles emul-
sionantes o batiéndolos mucho antes de que lleguen a su cocina
para que queden suaves.
Clasificarlos no es fácil, como puede imaginar, pero en Esta-
dos Unidos la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento
(FDA) ya se ha puesto manos a la obra. Estas son las categorías de-
finidas por este organismo, organizadas en orden decreciente en
función de su parecido al histórico y venerado concepto de queso.
• Queso procesado pasteurizado: mezcla de dos o más varie-
dades de queso calentada a una determinada temperatura
a la que se añade un emulsionante e ingredientes opciona-
les como agua, sal o colorante para dar lugar a lo que la FDA
ha bautizado con el apetitoso nombre de «masa plástica
homogénea», con al menos un 47 % de grasa láctea. Se le
puede añadir nata o grasa para que sea más fácil de fundir,
pero debe contener como mínimo un 51 % de queso.
• Alimento de queso procesado pasteurizado: queso proce-
sado pasteurizado con ingredientes añadidos como nata,
leche entera, leche semidesnatada, suero de manteca o
suero de leche que reducen el porcentaje de queso que con-
tiene el producto final por debajo del 51 %. Puede contener
emulsionantes como fosfatos, citratos o tartratos, pero
debe contener como mínimo un 23 % de grasa de origen
lácteo.
• Crema de queso procesado pasteurizado: alimento de
queso procesado pasteurizado que contiene edulcorante y
estabilizantes o espesantes como la xantina o el carragena-
to. Debe contener un 20 % de grasa de origen lácteo como
mínimo.
• Producto de queso procesado pasteurizado: cualquier pro-
ducto de queso pasteurizado con menos de un 20 % de gra-
sa de origen lácteo.
• Queso vegetal: elaborado con aceite vegetal y sin contenido
de grasa láctea mínimo establecido. Las cremas de queso
para mojar (o dips) son un ejemplo. El ingrediente más abun-
dante en estos productos es, después del suero de la leche,
el aceite de colza y tienen menos de un 2 % de grasa láctea.
x_
l>—V wr 1/-M NJV-J/-N | OS3

• Plasta naranja: no es ninguna categoría de queso oficial,


sino el aspecto de la masa viscosa que le echan a los na-
chos, las patatas fritas y los perritos calientes en sitios en los
que nadie me verá comer.
¿Y se supone que los consumidores han de creerse que están
comiendo simplemente queso?

Desglase con clase

Después de sofreír la carne, desglaso la sartén con vino o caldo para


hacer la salsa; sin embargo, por mucho que la reduzca, me suele que-
dar demasiado líquida. Para evitarlo, sigo la costumbre francesa de
«acabar» la salsa añadiéndole una «nuez» de mantequilla; la bato
ligeramente y consigo que espese como por arte de magia. Lo he in-
tentado con otros tipos de grasa, como aceite de oliva, y no me fun-
ciona. ¿Por qué funciona con la mantequilla?
Llamar grasa a la mantequilla es como llamar champiñón a una
trufa. La mantequilla es un producto único, no sólo por su historia
y reconocido sabor, sino también por su composición; de ahí que
funcione. Al contener bastante agua, sus efectos se alejan de los de
las grasas, lo que le permite, por ejemplo, ligar una salsa o hacer es-
puma al calentarla en una sartén. Explicaré estos dos fenómenos
más tarde, pero antes ahondemos un poco en este derivado lácteo.
La mantequilla es una compleja mezcla de grasas (un 80 % en
Estados Unidos y un 82 % en Europa por ley) y agua (entre el 16 %
y el 18 %) con un 1 % o 2 % de proteínas y, en el caso de ser salada,
entre un 1,5 % y un 3 % de sal, que potencia su sabor y evita que se
ponga rancia. Se le suele añadir un pigmento amarillo anaranjado
liposoluble, sobre todo en invierno, pues al no alimentarse tanto de
pastos verdes ricos en caroteno la mayoría de vacas producen una
grasa más pálida. El pigmento, utilizado también para dar color al
queso, se conoce con el nombre de achiote y se extrae de las semi-
llas del árbol Bixa orellana, que crece en Sudamérica.
En general las grasas y el agua nunca se mezclan, pero en la
mantequilla la materia grasa y el líquido acuoso de la leche (la gra-
sa de mantequilla y el suero) forman una masa aparentemente ho-
mogénea. A escala microscópica, veríamos que el agua se reparte
uniformemente en forma de glóbulos minúsculos (de menos de
0,005 milímetros) en un mar de grasa semilíquida como si se tra-
tara de pepitas en un postre de gelatina. La unión tan estable de
dos líquidos que no suelen mezclarse normalmente recibe el nom-
bre de emulsión {véase pág. 348). La mantequilla es una emulsión
de agua en aceite.
El hecho de que la mantequilla esté hecha con nata, una emul-
sión de estructura opuesta, encierra una aparente paradoja. La
nata está formada por glóbulos de grasa microscópicos dispersos
en un líquido acuoso, por lo que constituye una emulsión de acei-
te en agua. Al batir la nata para convertirla en mantequilla, la ac-
ción mecánica revienta los glóbulos microscópicos de grasa, que
primero se unen en cuerpos del tamaño de un grano de arroz y des-
pués, una vez estrujados y trabajados, en una masa uniforme que
contiene glóbulos microscópicos de agua.
Ahora bien, se dirá, la mantequilla es una grasa más bien sóli-
da, no un aceite líquido. Pues bien, es ambas cosas a la vez. Por una
razón: en química, la palabra se utiliza tanto si la sustancia es sóli-
da como líquida a temperatura ambiente. Además, en la mante-
quilla, la grasa de la leche se presenta parcialmente como grasa li-
bre blanda y casi líquida y parcialmente en forma de cristales
sólidos. Cada mantequilla se bate a diferente temperatura y luego
se enfría y templa de forma distinta (al igual que hacen los pastele-
ros con el chocolate para controlar sus cristales de grasa, como se
explica en la pág. 397); esto hace variar su proporción de grasa libre
y cristales y, por lo tanto, su grado de solidez. De ahí que encontre-
mos desde mantequillas muy blandas que se untan fácilmente has-
ta mantequillas que destrozan la tostada.
Pasemos a las bestezuelas. El azúcar de la leche (lactosa) re-
presenta para diversas especies de bacterias, algunas buenas y
otras malas, una fuente de apetitosos víveres. A la mínima oportu-
nidad, las bacterias proliferan en la nata. A las malas se las deja
fuera de combate mediante la pasteurización; a las buenas se las
ayuda a prosperar sometiéndolas a temperaturas templadas y pro-
curándoles alimento para que produzcan derivados de delicioso
sabor. Estos dos procesos tienen consecuencias importantes en la
mantequilla.
En Estados Unidos, toda la nata utilizada para elaborar mante-
quilla comercial se debe pasteurizar previamente a 74 °C durante
30 minutos, un proceso que según los entendidos imparte un lige-
ro sabor cocido que la distingue de la mantequilla casera no pas-
teurizada. En el mejor de los casos, aunque no suele ser lo más
habitual en esta parte del mundo, la nata se madura (o se agria)
añadiéndole bacterias, normalmente cepas de Lactococcus y Leu-
conostoc, que producen ácido láctico y diacetil. El ácido láctico le
da a la mantequilla un toque agradable, pero es el diacetil, una sus-
tancia química, el que aporta el sabor característico. Por desgracia,
la mayoría de grandes productores estadounidenses (capaces de
producir más de 3.500 kilos de una vez) se saltan el periodo de ma-
duración para ahorrar tiempo.
A estas alturas habrá imaginado que la mantequilla se espuma
en la sartén porque, al calentarla, el agua que contiene se evapora;
el ruido lo hacen las burbujas de aire al abrirse camino hacia arri-
ba. A pesar de su alto contenido en agua, la mantequilla caliente
no salpica tanto en la sartén como otras grasas en presencia de
agua, sino que simplemente forma una espumilla alrededor de los
alimentos. Esto se debe a que el agua no reposa en la mantequilla
en forma de gotas sino de microscópicos glóbulos independien-
tes; las gotas se convertirían en grandes bolsas de vapor que ex-
plotarían en contacto con la grasa caliente y, al arrastrarla consigo,
salpicarían.
Pasemos ahora a su pregunta: ¿cómo homogeneiza y espesa la
mantequilla una salsa? De dos maneras. En primer lugar, la mate-
ria grasa de la mantequilla absorbe la grasa de la sartén mientras
el agua absorbe el vino o el caldo, en lo que podríamos llamar una
especie de armonía conyugal. Ahora bien, el matrimonio no dura-
ría mucho si la mantequilla no contuviera una pequeña cantidad
(un 0,24 %) de lecitina, un emulsionante. Las moléculas de un
emulsionante estabilizan las mezclas adhiriéndose al mismo
tiempo a las moléculas de grasa y a las de agua (véase pág. 351).
Una vez convertido en una emulsión de grasa y agua, el contenido
de la sartén se vuelve obviamente más espeso, brillante y untuoso
que el líquido más diluido obtenido al echar el vino o el caldo.
Desde Escoffier, ningún chef francés olvida ligar sus salsas con une
noisette de mantequilla.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Acidófilus: el Escoffier de la cocina griega
Hay huevos y huevos

Hay tantos tipos de huevos en mi supermercado que no sé cuáles


comprar. Todos parecen pertenecer a la categoría A, supongo que la
de mejor calidad, pero ¿cómo puedo saber qué tamaño tienen y si
son más o menos frescos?
Los huevos se clasifican en categorías A, B o C en función de su ca-
lidad y no tanto de su frescor. Para conseguir la categoría A, deben
tener una cámara de aire de como máximo 6 milímetros de altura
(4 milímetros si se les añade la mención de calidad «extra»), y una
cáscara regular y limpia con muy pocas rugosidades o asperezas; al
romperse el huevo sobre una superficie lisa, la yema debe perma-
necer turgente y firme en el centro de la clara, que a su vez debe ser
firme, transparente y espesa.
Las categorías B y C han de cumplir requisitos similares pero
más laxos. Al freírlos o escalfarlos pueden no presentar tan buen
aspecto, ya que las yemas quedan algo aplastadas y las claras un
poco más viscosas, pero si no se van a comer enteros el aspecto ca-
rece de importancia y se pueden utilizar perfectamente.
En España, la categoría de calidad de los huevos debe indicar-
se claramente al consumidor incluso en los vendidos a granel (me-
diante un cartel en el punto de venta o una nota entregada en el
momento de la compra). Los de la categoría A se dividen, además,
en supergrandes (XL), grandes (L), medianos (M) y pequeños (S).
El peso por huevo será de 73 gramos o más, de 63 a 73 gramos, de
53 a 63 gramos y de 53 gramos o menos, respectivamente.
Salvo que se indique lo contrario, en todas las recetas, incluidas
las de este libro, se utilizan huevos grandes. Si solamente tiene hue-
vos medianos, calcúlelo así: cuando se necesiten uno, dos o tres
huevos grandes, utilice el mismo número de huevos medianos; si
se indican cuatro, cinco o seis huevos grandes, añada uno media-
no. ¿Sólo tiene huevos supergrandes? Cuando sean uno, dos, tres
o cuatro huevos grandes, le sirve el mismo número de supergran-
des; cuando ya sean cinco o seis, utilice uno menos de los super-
grandes. O bien olvide todo lo dicho y utilice un cuarto de taza de
huevo batido por cada huevo que indique la receta.
Lo siguiente que hay que saber es si son frescos. Al igual que
muchas otras cosas en las que no nos gusta pensar, la yema del
huevo tiende a colgar con la edad. La clara se debilita (como el ca-
Esquema simplificado de un huevo de gallina: 1) cascara, 2) membrana,
3) cámara de aire, 4) albúmina fluida, 5) albúmina densa, 6) yema y
7) chalaza. (Extraído de Zdzislaw E. Sikorski, Chemical and Functional
Properties of Food Components, CRC Press, 2002, y reproducido
con la autorización del autor.)

bello) y se enturbia (como la vista), mientras que la cámara de aire


se hincha (como...¡mejor me callo!). Sin embargo, de estos detalles
no nos damos cuenta hasta que no compramos y rompemos el
huevo.
En los cartones de los huevos debe constar la fecha de embala-
je, que casi siempre suele coincidir con la fecha de puesta. También
debe figurar la fecha de consumo preferente, que no debe exceder
los treinta días y que se indica mediante la frase «Consúmase pre-
ferentemente antes del» seguida del día y el mes.
Los huevos deben conservarse en un compartimento cerra-
do del frigorífico y no en esas bonitas hueveras descubiertas corte-
sía del fabricante que se colocan en la puerta. Para los fabricantes
de frigoríficos las bandejas de las puertas serán ideales para aho-
rrar espacio, pero para la conservación de los huevos dejan bastan-
te que desear, ya que en ellas la temperatura es más alta y cam-
biante. En el frigorífico, los huevos se conservan hasta cuatro o
cinco semanas después de la fecha de envasado sin perder apenas
sabor ni textura. Manténgalos en el cartón para evitar que absor-
ban los olores del frigorífico; la cáscara es porosa, por lo que puede
dejar pasar olores desagradables. La mayoría de huevos que se ven-
den al público se pintan con una fina capa de aceite para sellár los
poros; esto reduce la pérdida de humedad, evita que las bacterias
se adueñen de la cáscara y prolonga la vida útil del huevo.

Bizcocho de naranja fresca

Una de las ventajas del huevo es que se pueden separar la clara y la


yema para aprovechar sus propiedades por separado. En la receta que
viene a continuación, las yemas sirven para ligar la masa, aportar gra-
sa, color y un sabor intenso, mientras que con las claras batidas se
consigue una textura ligera y esponjosa.
Este bizcocho, de textura delicada y aspecto imponente, es todo un clá-
sico para cuando se tienen invitados. Los pasteles esponjosos se ca-
racterizan por ser dúctiles y ligeros. Todos tienen una cosa en común:
llevan claras de huevo bien batidas, de las que depende su esponjosidad.
Importante: no engrase nunca el molde de un bizcocho. Si lo ha utili-
zado para hornear un pastel y lo había engrasado, séquelo frotando a
fondo antes de volverlo a utilizar. El bizcocho precisa de unas paredes
limpias y secas para que la masa pueda adherirse a ellas.
Este tipo de pasteles suelen tener una textura y un sabor tan agrada-
bles que se suelen comer sin glaseado, lo que los hace todavía más li-
geros. No obstante, un poco de azúcar glas espolvoreado por encima
no hace daño.
Si lo desea, puede preparar el bizcocho con antelación; se conserva du-
rante dos días a temperatura ambiente, cinco días en el frigorífico y has-
ta dos meses en el congelador. No obstante, debe tener la precaución
de sacarlo unas horas antes de servirlo para que esté a temperatura
ambiente. ¿Le ha sobrado bizcocho? (No caerá esa breva.) Sírvalo a re-
banadas para desayunar pasándolas un instante por la tostadora.

6 claras de huevos grandes


1 3/4 tazas de harina de repostería
1/ cucharadita de sal
2

1 1/2 tazas de azúcar


6 yemas de huevo grandes
Aceite de naranja, opcional*
6 cucharadas de zumo de naranja recién exprimido
1 cucharada de ralladura de naranja fresca
Azúcar glas para espolvorear, opcional

1. En un cuenco mediano, deje las claras de huevo durante 1 hora


para que estén a temperatura ambiente.
2. Mientras tanto, coloque la bandeja del horno en el nivel inferior y pre-
caliéntelo a 175 °C. Tenga un molde con aro de unos 25 cm a mano.
3. Tamice la harina y la sal con un colador fino o cedazo y reserve la
mezcla en un cuenco de tamaño medio.
4. Con la batidora a velocidad media, monte las claras de huevo a
punto de nieve. Añada poco a poco media taza de azúcar sin de-
jar de batir. Sabrá que las claras están listas cuando al levantar
lentamente las varillas de la batidora la espuma forme suaves
crestas. Resérvelas.
5. En un cuenco grande, bata las yemas a velocidad alta e incorpore
poco a poco la taza de azúcar restante hasta obtener una pasta
espesa de color alimonado. Le llevaré entre 5 y 8 minutos. Añada
si desea 1 o 2 gotas de aceite de naranja (un pequeño toque que
da grandes resultados) y bata de nuevo para que se mezcle bien.
6. Cuando retire las varillas de la batidora, agítelas para despegar la
yema que se haya adherido y siga adelante con la receta utilizan-
do varillas manuales y una espátula de goma.
7. Añada el zumo y la ralladura de naranja a la yema de huevo y méz-
clelo bien. A continuación, añada la harina con sal y bata la mez-
cla hasta que se formen grumos blancos.
8. Incorpore una tercera parte de las claras para aligerar la yema y
mézclelo todo moviendo las varillas o la espátula de arriba abajo.
Después añada la mitad de las claras restantes, mézclelas, y fi-
nalmente incorpore el resto.
Vierta con cuidado la masa en el molde y hornéela entre 35 y 40
minutos o hasta que haya subido el bizcocho, esté dorado por arri-
ba y la varilla especial para estos menesteres salga limpia después
de pinchar en el centro.
1 0 . Si el molde tiene patas, colóquelo bocabajo sobre la rejilla del
horno; si no, sobre el cuello de una botella. No se preocupe: el
bizcocho no caerá. Déjelo colgando durante 1 hora hasta que se
enfríe por completo.
11. Coloque el molde sobre la superficie de trabajo. Con una espátula
metálica, despegue el bizcocho del molde con cuidado y transfié-
ralo a una fuente. Sírvalo solo o espolvoréelo con azúcar glas.
Para cortarlo, utilice un cuchillo de sierra.

SALEN 1 2 PORCIONES

* El aceite de naranja se vende en la zona de productos para reposte-


ría de algunos supermercados y en tiendas especializadas de utensilios
de cocina.

Los huevos de oro

En un conocido restaurante de comida biológica dicen utilizar hue-


vos rubios fecundados por ser los «huevos más nutritivos que exis-
ten». ¿Está comprobado científicamente?
Por desgracia, no.
Le aseguro, respaldado por muchos otros estudios que se han
publicado sobre los huevos, que no hay diferencias de sabor ni de
valor nutritivo entre los huevos rubios y los blancos. Al igual que las
personas de piel morena tienen hijos de piel morena, las gallinas de
pluma marrón ponen huevos de color marrón. Entre las ponedoras
de huevos de color marrón o rubios están, en Estados Unidos, la Ply-
mouth Rock listada o las razas cruzadas de Red Rock, mientras entre
las ponedoras de huevos blancos encontramos la Leghorn blanca. La
Columbian Rock, con plumas blancas y negras, es una de las excep-
ciones a la regla; en algún momento del pasado debió de lanzar una
moneda genética al aire y decidir que pondría huevos rubios.
El color de la yema depende de la dieta de la gallina: las dietas
ricas en trigo producen yemas de color amarillo limón, mientras
que si predomina la alfalfa las yemas adquieren un tono amarillo
más anaranjado.
Entonces, ¿por qué son más caros los huevos rubios? Porque
suelen proceder de especies de mayor tamaño que consumen más
pienso y ponen huevos más grandes. Podríamos aventurar tam-
bién que la gente que compra huevos rubios cree que son mejores
porque paga más por ellos.
Hay quien cree que los huevos fecundados son más saludables
porque tienen una «fuerza vital» no presente en los alimentos
«muertos». No expresaré mi opinión sobre este extremo. Me consi-
dero una persona muy tolerante y abierta de miras que no juzga a
los demás y que opina que todo el mundo tiene derecho a pensar
lo que quiera. Por más absurdo que sea.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Huevo estrellado: el resultado de ir pisando huevos

Gallinas vírgenes

Mientras preparaba el desayuno el otro día, casqué un huevo y ob-


servé que en la yema tenía un punto rojo que parecía sangre. Lo tiré,
pero ¿podría habérmelo comido? ¿Qué era ese punto rojo?
No significa que el huevo esté fecundado, así que por mucho que se
siente encima no conseguirá incubarlo. Las gallinas ponedoras que
nos suministran los huevos no han visto ni mucho menos «corteja-
do» un gallo en su vida. Todo esto tiene una sencilla explicación: las
ponedoras no son criadoras (es decir, cluecas).
Los puntos rojos son, en efecto, sangre. Aparecen cuando se
rompe un vaso sanguíneo en la superficie de la yema durante la
formación del huevo o en la pared del oviducto. Los huevos con
manchas rojas no llegan ni al 1 %.
En los controles rutinarios con ovoscopio, en los que se hace
pasar los huevos ante un potente foco para examinarlos por
dentro a contraluz (antiguamente se hacía a la luz de una vela),
se detecta y descarta la mayoría de ejemplares con puntos rojos.
Sin embargo, es inevitable que alguno se escape y llegue al mer-
cado. Estos huevos son perfectamente aptos para el consumo,
aunque las leyes judías prohiben su consumo por considerar
Que no son kosher.
Crema de vainilla instantánea al estilo inglés

Este truco me lo enseñó Jerry Traunfeld, chef del Herbfarm de Seat-


tle. Cuando empezó como repostero en el Stars, el restaurante de Je-
remiah Towers de San Francisco, se veía obligado a preparar litros de
crema de vainilla cada día. Pasó mucho tiempo así antes de poder de-
dicarse a crear pasteles, me explicó, así que ideó una manera segura
y rápida de prepararla que consistía en invertir la receta tradicional.
En vez de añadir yemas de huevo a leche hirviendo, se echa toda la le-
che hirviendo de golpe directamente sobre las yemas ligeramente ca-
lientes. Y ya está. La leche las cuece al instante sin peligro de que cua-
jen. Al introducir una cuchara y sacarla, queda recubierta de crema,
señal de que está hecha. Al enfriarla en el frigorífico, todavía espesa
más. Quizá le resulte difícil de creer, hasta que lo pruebe.
Esta crema, conocida como crema inglesa, se parece a las natillas y
resulta deliciosa tanto fría como caliente para acompañar tartas o es-
trúdel de manzana, pasteles de chocolate, bizcochos de jengibre, pud-
dings o incluso frutas al horno. Si lo desea puede sustituir la vainilla por
una cucharada de Gran Marnier o Cointreau o convertir la crema en
un ponche de huevo añadiendo nuez moscada recién molida y ron.

6 yemas de huevo grandes, a temperatura ambiente

1/ de cucharadita de sal
8

2 tazas de leche entera


3/4 de cucharadita de extracto de vainilla

PARA EL PONCHE:

1 cucharada de ron o más según prefiera

1. Caliente un cuenco mediano colocándolo bajo el grifo de agua ca-


liente y después séquelo. Deposite en él las yemas de huevo e in-
trodúzcalo en otro cuenco de mayor tamaño lleno de agua tibia.
(El objetivo es simplemente quitar el frío a las yemas.)
2. Antes de ir al paso siguiente, saque el cuenco con las yemas del
agua y colóquelo sobre un paño de cocina liso y húmedo. Así evita-
rá que le resbale por la mesa de trabajo cuando empiece a batir.
3. En un cazo mediano, mezcle el azúcar, la sal y la leche. Cueza la
mezcla a fuego medio sin dejar de remover hasta que el azúcar se
haya disuelto y la leche rompa a hervir.
4. En cuanto hierva y crezca la leche, retire el cazo del fuego, vier-
ta rápidamente la leche sobre las yemas, bátalas con brío du-
rante los 3 o 5 primeros segundos y siga después removién-
dolas con suavidad hasta que hayan absorbido toda la leche (lleva
unos 15 segundos). Siga removiendo lentamente con cuidado de
que no entre el aire durante otros 10 segundos, para que se
mezcle bien. Las yemas quedarán cocidas sin necesidad de po-
nerlas más al fuego.
5. Añada la vainilla.
6. Cuele la crema a través de un colador fino para eliminar los hilos
gruesos de la clara (chalazas) que mantienen la yema sujeta en el
centro del huevo, deje que se enfríe en el frigorífico hasta inme-
diatamente antes de serviría. Cuanto más tiempo la deje, más es-
pesará.

SALEN 2 TAZAS DE CREMA O 4 VASOS PEQUEÑOS DE PONCHE

Yemas gemelas

¿Cómo se forman los huevos de doble yema? ¿Le restan espacio las
yemas a la clara o se trata de huevos más grandes?
En general, las yemas son más pequeñas y los huevos más grandes.
Entre un 3 % y un 5 % de los huevos de gallina presentan dos
yemas. Algunas gallinas, condicionadas por sus genes y la forma de
sus oviductos, parecen especializarse en producir este tipo de ge-
melos. Cuando aparece un huevo de doble yema en un cartón de
huevos normales es porque alguien ha cometido un error, y no ha
sido la gallina, sino los inspectores de la granja. Todos los huevos se
inspeccionan a contraluz antes de su comercialización; con esta
técnica se pueden descartar los de doble yema y reservarlos para
otros usos.
Si se encuentra un huevo de doble yema, puede usted comér-
selo sin problemas. En realidad, la novedad ha hecho que estos
huevos estén muy buscados y que los productores no den abasto.
Fríalo, con la sartén por el mango.

¡Que se casca la cáscara!

Hace poco leí que añadiendo sal al agua antes de hervir un huevo se
evitaba que se resquebrajara la cáscara. Lo he probado tres veces y
funciona. ¿Qué fenómeno químico lo explica?
Ningún fenómeno químico lo explica, porque no es cierto. La sal
(cloruro de sodio) no afecta a la cáscara de huevo (carbonato de
calcio), ni química ni físicamente.
La cáscara del huevo se resquebraja si está fría al entrar en
contacto con el agua caliente debido al brusco cambio de tempe-
ratura. El calor dilata la cáscara a gran velocidad y de manera
desigual, pues su grosor varía en unas zonas y otras. Este calenta-
miento desigual provoca unas tensiones que pueden llegar a frac-
turar la cáscara por las partes más finas. (Si sostiene un huevo a
contraluz, observará que la cáscara presenta a menudo pequeñas
fisuras, aunque a simple vista parezca intacta.) El huevo también
puede romperse si la bolsa de aire que tiene en la punta se expan-
de con demasiada rapidez sin dar tiempo a que el aire se escape
por los poros de la cáscara. Como medida de precaución, perfore
la punta del huevo con una chincheta para que, al calentarse, el
aire pueda escapar sin causar estragos.
Para hervir huevos sin que se resquebrajen, evite sumergirlos
fríos en el agua hirviendo. Póngalos en el cazo con agua fría y cué-
zalos hasta que el agua empiece a hervir. En cuanto vea las prime-
ras burbujas, baje el fuego y deje que se cuezan lentamente. Según
el tiempo que los deje, le saldrán más o menos hechos: 1 o 2 minu-
tos bastan para los huevos pasados por agua; para los huevos du-
ros, deberá esperar entre 12 y 15 minutos.
¿Cómo se explica entonces su caso? Con el debido respeto, tres
pruebas no constituyen un experimento científico. ¿Se habrían res-
quebrajado los huevos si no hubiera puesto sal? Imposible saberlo.
Repita el experimento con un centenar de huevos, hirviendo la mi-
tad con sal y la otra mitad sin sal. Cuente el número de fisuras que
aparecen en cada caso y tráigame el informe de laboratorio el jue-
ves que viene.
I_im ) lOI

¡Pero alto ahí! En lo de echar sal al agua para hervir los huevos
hay gato encerrado. Siga leyendo.

El remedio de los pesimistas

Varias personas me han dicho que, añadiendo unas gotas de vinagre


al agua donde se van a hervir los huevos, se evita que se resquebraje
la cáscara. ¿Es verdad? ¿Cómo es posible?
No, no es verdad, lo que me libra de responder a la segunda pre-
gunta.
El ácido acético del vinagre coagula la proteína del albumen
(clara de huevo) que escapa del huevo resquebrajado. Se trata del
mismo efecto que los ácidos tienen en general sobre las proteínas.
Si se echa sal sucede lo mismo. Por lo tanto, añadir vinagre, zumo
de limón (ácido cítrico) o sal al agua es la precaución que toman
los pesimistas, seguros de que se les resquebrajarán los huevos,
para evitar que se disperse la clara. Los ácidos y la sal contienen las
fugas, pero no las evitan. Recurrir a ellos es como intentar tapar el
agujero de un dique con los dedos.

Huevos equilibristas

¿Por qué a veces se pelan tan bien los huevos duros y, en cambio,
otras veces parece que la cáscara esté pegada con pegamento?
Una vez hechos, enfríelos enseguida con agua fría del grifo. La cla-
ra se encoge y se despega de la cáscara, lo que permite quitarla me-
jor. (Esta medida también evita que la yema se vuelva verde, tal y
como se explica en el epígrafe siguiente.) Los huevos muy frescos
cuestan más de pelar, porque la clara tiende a adherirse a la mem-
brana que recubre la cáscara por dentro. A medida que pasan los
días, la membrana se retrae y la clara se pega menos. Por lo tanto,
reserve los huevos más frescos para otras elaboraciones y utilice los
firás viejos para hacerlos duros.
Por cierto: conserve los huevos duros en el frigorífico. Lo más
fácil es volverlos a colocar en la huevera junto con el resto de hue-
vos crudos, pero ¿cómo se distinguen? Fácil. Coloque el huevo so-
bre el mármol de la cocina y hágalo rodar sobre sí mismo. Si se re-
siste está crudo, pero si rueda como una peonza está duro. El efec-
to se ve con más claridad si se hace girar el huevo sobre su base.
Otra opción es marcar los huevos duros escribiendo «HD» a lá-
piz sobre la cáscara, pero ¿dónde está la gracia?

Ciencia al margen

Jugar a rodar el huevo


En un huevo crudo, la yema y la clara son líquidas y retozan tímida pero
libremente en el interior de la cáscara. Al rodar el huevo, se resisten
a moverse en el primer giro; es decir, tienen inercia, la voluntad de per-
manecer inmóviles aunque se les empuje con una u otra fuerza. Lo ex-
plica la Primera Ley de Newton sobre el movimiento: una yema de hue-
vo en reposo permanecerá en reposo hasta que se agite con más
fuerza que la clara. (Estas no fueron sus palabras exactas.) Al aplicar
una fuerza giratoria a la cáscara del huevo, la fuerza no se transmite
por igual a la clara; sería como intentar jugar a billar con una bola blan-
ca llena de líquido. Los contenidos del huevo intentan permanecer in-
móviles y no responden al movimiento enseguida, así que parte de la
fuerza que invertimos en hacer girar el huevo se pierde. El huevo nun-
ca girará tan rápido como esperamos. En cambio, en los huevos du-
ros, los contenidos sólidos transmiten la fuerza a toda la masa del hue-
vo, que gira aprovechando todo el impulso que le aplicamos.
¿Quiere divertirse más a costa de la física de los huevos? Si hace gi-
rar el huevo sobre su base, comprobará que gira más rápido que so-
bre el costado. El principio es el mismo que el de las patinadoras
sobre hielo, que giran más rápido cuando juntan las piernas y aprietan
los brazos contra los costados (los acercan al eje de rotación). El im-
pulso del cuerpo (o impulso angular) es proporcional a la velocidad de
giro (o velocidad angular) y la distancia media entre las diferentes par-
tes del cuerpo respecto al eje de rotación (su radio de giro medio). La
patinadora debe mantener el impulso total (es decir, un impulso angu-
lar constante); de este modo, al juntar los brazos y las piernas y re-
ducir el radio de giro, la velocidad aumenta. En el caso del huevo, el
radio de giro es inferior si gira sobre la base que si gira sobre el cos-
tado, por lo que va más rápido.
Huevos verdes sin jamón
Siempre he evitado los huevos duros que presentan un extraño color
verdoso o grisáceo en la yema, pero tengo un hijo de cuatro años y
hemos leído muchas veces el cuento «Huevos verdes con jamón» del
Dr. Seuss. Los huevos de Juan Ramón tienen las yemas verdes. ¿No se
está enseñando a los niños cosas que deberían evitar?

En la portada del ejemplar que tengo en casa son verdes tanto las
yemas de los huevos como el jamón, así que el buen doctor debió
de querer decir «huevos verdes con jamón verde» en vez de «hue-
vos verdes con jamón».* En cualquier caso, le recomiendo que no
coma jamón verde bajo ningún concepto (lea la página 281 en su
lugar) y limitaré mis comentarios a las yemas.
¿Qué provoca ese color negro verduzco en las yemas de los hue-
vos duros? Esta pregunta se ha hecho y respondido muchas veces,
pero no me importa volver sobre ella.
El color es inocuo. La sustancia que lo provoca no es tóxica,
pero aunque lo fuera su presencia es insignificante.
Con el tiempo, la proteína de la clara, que contiene azufre, se va
descomponiendo y produce una pequeña cantidad de sulfuro de
hidrógeno, un gas cuya fórmula es H 2 S y que huele a mil demonios.
El calor acelera esta descomposición; a la temperatura a la que se
hierven los huevos se produce doscientas veces más sulfuro de hi-
drógeno que a temperatura ambiente. El gas se dispersa por todo el
huevo y, al alcanzar la yema, que contiene un poco de hierro, reac-
ciona con este metal y produce sulfitos de hierro, el FeS y el Fe2S3,
conocidos como sulfito ferroso y sulfito férrico, respectivamente. El
sulfito ferroso es de color negro marronoso, mientras que el férrico
es verde amarillento. Et voilá! Ahí tenemos esa yema que parece
que esté sucia. El color exacto dependerá del volumen de aire que
tuviera el huevo en el interior, pues en presencia de aire el negruz-
co sulfito ferroso se transforma (se oxida) en óxido férrico, de color
verdoso. Los huevos menos frescos contienen más aire, por lo que
la yema tiende a presentar un color más verdoso.

* El autor hace un juego de palabras con el título original del cuento «Green Eggs
and Ham», en el que el adjetivo green podría modificar tanto a eggs como a ham.
(N. de la T.)
Cuanto más tiempo se calienta un huevo y más sulfuro de hi-
drógeno se genera, más gas se concentra en la superficie de la yema
y más verde y oscura se vuelve. Si en vez de hervir los huevos para
hacerlos duros se dejan cocer con el cazo tapado a una temperatu-
ra ligeramente inferior a la de ebullición, esos pocos grados de me-
nos reducirán enormemente la producción y dispersión del sulfu-
ro de hidrógeno. Una vez hechos, no hay como enfriar los huevos
con el agua fría del grifo para detener esas afeadoras reacciones
químicas en plena faena.
Si su hijo quiere un huevo verde al gusto de Juan Ramón, cóm-
prele un huevo de casuario. El casuario es un pájaro grandote e
inofensivo de Australia que pone unos huevos de 9 a 14 centíme-
tros y más de medio kilo de peso. La cáscara es bastante verde, aun-
que confieso que no puedo responder de cómo será por dentro.

Ciencia al margen

A propósito de los huevos podridos


El albumen, o clara del huevo, está formado por un 88 % de agua y un
11 % de proteínas. De estas, alrededor de una docena, la más abun-
dante es la ovalbúmina (54 %], una de cuyas grandes moléculas con-
tiene más de tres mil átomos. Entre ellos sólo seis son de azufre.
Sin embargo, esa diminuta cantidad de azufre puede acabar provo-
cando muy mal olor si se convierte en sulfuro de hidrógeno o H2S, un
gas que puede resultar tan venenoso como el cianuro de hidrógeno,
HCN, utilizado en las ejecuciones. Por suerte, el sulfuro de hidrógeno
huele tanto y tan mal que cualquier persona advertiría su presencia
mucho antes de que se acumulara en el aire a concentraciones dañi-
nas. Dejaría vacío un auditorio antes que una soprano sin oído.
Los libros de texto de química insisten en decir que el sulfuro de hidró-
geno desprende un olor que recuerda a los huevos podridos, pero pon-
dría la mano en el fuego a que las personas que han olido un huevo po-
drido no llegan ni a una persona entre diez mil, salvo que sean pésimos
artistas de vodevil. Y si alguna vez lo huele, entonces sabrá a qué huele
el sulfuro de hidrógeno, porque lo provocará precisamente esta sustan-
cia. De hecho, gran parte del aroma y el sabor de un huevo duro, inclu-
so fresco, se deben a una pequeñísima cantidad de sulfuro de hidrógeno.
¿Cómo se pudren los huevos? Al contrario de lo que se suele creer, no
pasa porque el huevo haya entrado en la edad geriátrica. Los huevos
viejos no se pudren. Les sucede lo que a un soldado viejo: se van con-
sumiendo hasta desaparecer.
Para comprobar este fenómeno, introduje un huevo sin cascar en un
cajón de mi escritorio, a temperatura ambiente y durante unos seis
meses, medio esperando que en cualquier momento el hedor del sul-
furo de hidrógeno me echaría del despacho. Sin embargo, no pasó.
Cuando por fin me decidí a cascar el huevo, la clara y la yema se ha-
bían encogido y convertido en una masa gelatinosa que ocupaba tan
sólo una quinta parte del interior del huevo. El resto estaba lleno de
aire fresco, sin rastro de olor a sulfuro de hidrógeno. Puede que el
huevo muriera por viejo, pero no llegó a pudrirse.
Un huevo se pudre por lo mismo que cualquier otra materia orgánica:
por la acción de bacterias que lo van minando. En la cascara no había
fisuras por las que pudieran entrar las bacterias, así que el huevo no
se contaminó ni se pudrió.
A pesar de la porosidad de la cáscara, que la hace claramente vulne-
rable a una invasión bacteriana, los huevos tienen otros mecanismos
de defensa. Los huevos frescos poseen, en primer lugar, una película
protectora llamada cutícula. Las dos membranas internas que prote-
gen la cáscara constituyen una segunda línea de defensa. La tercera
barrera la pone el albumen, que también tiene propiedades antibacte-
rianas; entre otras cosas, contiene la enzima lisozima, que lucha con-
tra las bacterias disolviendo sus paredes celulares. (La lisozima, pre-
sente en las lágrimas, también protege los ojos de las infecciones.)
Otra historia más sobre huevos reacios a pudrirse. Hace poco tuve el
discutible privilegio de examinar un huevo duro hervido hacía cuatro
años y decorado como huevo de Pascua. Parece ser que, por alguna
disparatada razón, mi querida mujer, Marlene, le había prometido a su
nieto Oscar de cuatro años que lo guardaría hasta el día que fuera a la
universidad. Óscar ha cumplido ahora ocho años. El huevo había per-
manecido todo este tiempo en nuestra nevera sin yo saberlo. Cuando
Oscar vino a vernos hace poco, preguntó por él y Marlene se lo sacó.
Aunque no me gustaría comérmelo, seguía siendo bastante inofensivo,
lo que demuestra una vez más que sin bacterias ni condiciones que fa-
vorezcan su proliferación los huevos no se pudren. Ya veremos en qué
estado está el día en que Oscar empiece la universidad en el año 2018.
Huevos con personalidad

¿Por qué al pelar un huevo duro aparece un hoyuelo tan pronuncia-


do en una de los extremos?
En los huevos de gallina se forma en la base una pequeña bolsa de
aire bajo la cáscara. El objetivo de esta bolsa es que el polluelo pueda
respirar mientras se abre camino hacia el exterior en el día de su na-
cimiento. Como la cáscara es porosa y permeable a los gases, el aire
exterior penetra en el interior del huevo y recicla el de la bolsa. Con el
tiempo el contenido del huevo se encoge y se separa de la cáscara,
con lo que entra más aire y la bolsa crece. Un huevo fresco se hunde
al sumergirlo en agua; sin embargo, a medida que pierde frescor y el
aire del interior aumenta, la base empieza a hacer las veces de flota-
dor. Llega un momento en que el huevo pasado flota totalmente.
Al cocer un huevo, el calor hace que el aire de la bolsa se ex-
panda y que su presión aumente. La clara, mientras sigue siendo lí-
quida, no entra en la bolsa debido a la presión. Una vez cocida, se
solidifica alrededor de la bolsa, y de ahí el hoyuelo.
Aclaremos otra cosa, por cierto. Esos gruesos filamentos de
clara que unen la yema con las membranas de las puntas (véase
pág. 93), y que se aferran a la yema al separarla de la clara, no son
un embrión en ciernes. Reciben el nombre de chalazas, una pala-
bra que en griego significa inexplicablemente «granizo», y sirven
para mantener la yema en el centro de la clara. En los huevos fres-
cos se ven más porque son más gruesas y no es necesario quitarlas,
a no ser tal vez que vaya a preparar un suflé o una crema de huevo
y quiera evitar a toda costa que se formen grumos.

Algunos consejos sobre huevos duros

La American Egg Board, asociación que agrupa a los productores

de huevos en Estados Unidos, recomienda el siguiente método de


cocción para los huevos duros: «Coloque en un cazo los huevos sin
que se amontonen. Cúbralos con agua de grifo de manera que el ni-
vel de agua los sobrepase en al menos 2 , 5 centímetros. Tape el
cazo y caliéntelo a fuego fuerte hasta que el agua rompa a hervir.
Apague el fuego. En caso necesario, retire el cazo del fogón para
evitar que el agua siga hirviendo. Deje reposar los huevos en el agua
caliente sin quitar la tapa. Bastarán 15 minutos si son huevos gran-
des, 12 si son medianos y 18 si son supergrandes».
Tómeselo cum grano salís. Como expertos en huevos de todo un
país, los miembros de la American Egg Board se ven obligados a dar
unas instrucciones que le sirvan al cocinero medio. Y es fácil aho-
garse en agua, aunque sólo tenga 15 cm de profundidad.
Los huevos presentan tamaños y grados de frescor diferentes
y su t e m p e r a t u r a varía a la hora de ponerlos en el cazo, por lo que
puede que no alcancen la t e m p e r a t u r a de ebullición en cuanto el
agua empiece a hervir. Además, cada fogón y cada cazo requiere un
tiempo distinto para llevar el agua a ebullición. Y, una vez apagado
el fuego, el agua se mantendrá más caliente durante más tiempo en
un cazo de hierro y porcelana que en uno de aluminio.
Marlene no considera fiables las recomendaciones oficiales por
estos motivos. ¿Qué recomienda ella? Siga las instrucciones ante-
riores hasta que hierva el agua, pero no apague el fuego; bájelo y
deje que los huevos se cuezan a fuego muy lento. Empiece entonces
a contar. Básese en los tiempos que dan los productores como guía,
pero básese en su propia experiencia; usted sabe mejor que nadie
cómo son sus fogones y su cazo, qué tamaño de huevos suele con-
sumir, cómo enfría su frigorífico y cómo le gustan los huevos duros.
Vale la pena que sacrifique unos cuantos huevos experimentan-
do. Sólo así descubrirá cuál es la mejor manera de hacerlos para
que le queden a su gusto. Una vez lo sepa, anótese los tiempos de
cocción en un pedazo de papel y péguelo en el interior de la puerta
de un armario de la cocina.
A partir de ahí los huevos le saldrán siempre perfectos... per-
fectos para usted.

A darle al merengue
¿Las claras de huevos pasteurizados sirven para hacer merengue? Lo
intenté una vez y, al no ser una excelente repostera, el resultado no
fue el esperado. Además, estaba lleno de pequeños grumos pegajosos.
Me pregunto si la pasteurización puede afectar a las claras hasta el
punto de que sea imposible hacer merengue.
A cualquier mortal le cuesta alcanzar la perfección, pero con un
poco de paciencia es prácticamente seguro que llegará a conse-
guirlo.
Los huevos se pasteurizan con la cáscara para eliminar el ries-
go de contaminación por Salmonella enteritidis y otras especies
de salmonela que se alojan, entre otros sitios, en las aves, la carne
y otros productos cárnicos, la leche cruda y las yemas de los hue-
vos crudos (por lo general no afectan a las claras). A una tempera-
tura mínima de 71 °C estas bacterias mueren, pero creo necesario
advertirle de que utilizar yemas de huevo crudas para elaborar
mayonesa o cualquier otro aderezo para ensalada comporta sus
riesgos.
Si ha logrado montar las claras, habrá podido comerse el me-
rengue sin peligro, aunque haya utilizado huevos sin pasteurizar.
Por dos motivos: utiliza sólo las claras y además las cocina. Los gru-
mos pegajosos no eran más que clara de huevo mal batida. Es un
problema habitual en los huevos pasteurizados, ya que las claras
no se montan con tanta facilidad: el suave calentamiento al que se
las somete durante la pasteurización desnaturaliza o «cuece» la
proteína parcialmente.
Los huevos se pasteurizan calentándolos en agua. Mantenien-
do una temperatura durante cierto tiempo se mata cualquier bac-
teria de salmonela sin cocer el huevo. No obstante, en los huevos
pasteurizados la yema queda un poco más espesa y la clara, algo
más opaca. Se cocinan igual que los huevos no pasteurizados, pero
las claras se resisten a la hora de montarlas debido a la desnatura-
lización o reestructuración de la proteína, por lo que cuesta más
obtener una espuma consistente y copiosa. Con huevos corrientes
tardará entre uno y tres minutos en montarlas a punto de nieve;
con los huevos pasteurizados, en cambio, puede llegar a tardar
hasta diez.
Por lo tanto, para que le salga un delicioso merengue sólo le fal-
ta una cosa: tesón.

* Cuando se somete una proteína al calor o a un ácido, se modifica la estructura alar-


gada y espiral de sus moléculas; se despliegan o «deconstruyen» y después se enco-
gen y se tensan como si fueran cintas de goma llenas de nudos. Esta reestructuración
molecular recibe el nombre de desnaturalización. En este libro me referiré a menu-
do a ella como la «reestructuración» de las moléculas de proteína. (TV. de la T.)
EN LA ERANJA | 109

Exagerando un huevo

Siempre había pensado que los huevos milenarios eran cosa de le-
yendas hasta que vi unos a la venta en un mercado chino. ¿Cómo sa-
bían los habitantes del siglo xi que querríamos comprarlos en el si-
glo xxi? ¿Dónde los han guardado todos estos años?
¿Lo dice en serio?
Los huevos milenarios (pidan en chino) son una leyenda que
cuesta explicar sin que se le escape a uno la risa. Otros chinos me-
nos inspirados los llaman huevos de cien años. Lo cierto es que tan
sólo tienen unos cien días: una antigüedad que le aseguro que pue-
de ser igual de terrible.
Veamos cómo se preparan.
Compre huevos de pato frescos. Sin pelarlos, envuélvalos con
una pasta de sal, limo (lo puede conseguir en un centro de jardine-
ría), cenizas de pino de la chimenea (o, en su defecto, cenizas de
carbón de la barbacoa) y té negro bien fuerte. Luego rebócelos con
paja de arroz o incluso hierba y entiérrelos en el jardín durante
unos tres meses. Al desenterrarlos, lávelos y pélelos. Se sirven con
salsa de soja y jengibre rallado como aperitivo, aunque el verde os-
curo de la yema y el ámbar negruzco de la clara hacen que no en-
tren mucho por los ojos.
Lo sé de buena tinta. Hace varios años, en un barco taiwanés
con el que recorrí medio mundo, el capitán me invitó a su cama-
rote. Tenía su cocinero particular, que preparó una pasmosa va-
riedad de exquisiteces chinas de lo más insólito (para mí): sopa de
aleta de tiburón, pepino de mar, tripas y ovarios de cerdo y uno
de esos huevos de edad incierta. Tenía un astringente sabor a
queso, la textura cremosa de un aguacate, la yema de color negro
verdoso y la clara llena de motas azules, negras y ámbar. No esta-
ba tan mal, pero no creo que pudiera comerme uno con el desa-
yuno cada día.
Fíjese que sólo me he permitido un juego de palabras con la pa-
labra «huevo» en el título. Claro que podría haber roto el huevo y
haber recurrido a otros juegos de palabras que me habrían ido a
huevo, pero entonces el lector habría llegado hasta aquí pisando
huevos y no es cuestión de explotar a la gallina y que me suceda
como al campesino de Esopo.
Ciencia al margen

¿Mejorando con la edad?


Los cambios que experimenta el «huevo milenario» se deben principal-
mente al limo y a las cenizas de leña, ambas sustancias muy alcalinas.
(El limo es óxido de calcio, CaO, y las cenizas contienen carbonato de
potasio, K 2 C0 3 .) Con el tiempo, estas sustancias alcalinas se filtran a
través de la cáscara y reaccionan con las proteínas de la clara, modi-
ficando sus moléculas de manera similar a cuando se cuece el huevo.
En la yema se producen entretanto las reacciones químicas que se
suelen dar en huevos digámosles «maduros», lo que da lugar a sus-
tancias químicas como los aldehidos y las acetonas, causantes de los
sabores más fuertes.
Capítulo 3
LO QUE EL HOMBRE S E M B R A R E .

... eso cosechará.


No querría ponerme demasiado bíblico, pero permítanme que
arranque este capítulo con una versión actualizada del Génesis.
Al principio hubo un descomunal Big Bang.
Nueve mil millones de años más tarde exactamente (creo que
fue un martes), Dios creó la Tierra. Y la Tierra estaba confusa y vacía.
Y Dios dijo: Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cie-
los y aparezca lo seco, y así fue. Y a lo seco llamó Dios tierra.
Pero la tierra no era lo que nosotros llamamos hoy tierra. No era
suelo. Era roca fundida (magma), que dos mil millones de años más
tarde se enfrió y se convirtió en roca sólida. En aquella época no
había nadie por ahí que pudiera quejarse, pero lo cierto es que so-
bre la roca es imposible cultivar algo.
¿Cuándo apareció, pues, el suelo? ¿Cuándo pudieron nuestros
ancestros empezar a sembrar, segar y comerse la cosecha?
Pasaron los eones y las rocas envejecieron y se descompusie-
ron tanto por motivos físicos como químicos. Empecemos por los
físicos: las rocas se dilataban en las estaciones cálidas y se contra-
ían en las frías, lo que causaba la aparición de grietas y fisuras. El
agua que se filtraba a través de las grietas se helaba en las estacio-
nes frías siguientes y, al expandirse bruscamente, partía las rocas.
Al mismo tiempo, los glaciares arañaban a su paso la superficie de
las rocas, por lo que producían polvo, y el viento y el agua acen-
tuaban su erosión física, descomponiéndolas en fragmentos de
roca cada vez más pequeños, primero en cantos rodados y des-
pués en granos muy finos.
Mientras tanto, las reacciones químicas que se producían con
el agua del suelo y el dióxido de carbono de la atmósfera transfor-
maban los minerales de la roca creando minerales nuevos, rocas
más blandas y compuestos solubles que los ríos y arroyos trans-
portaban a otros lugares.
Llegó un momento en que la «tierra seca» de Dios se había con-
vertido en pequeñas partículas de grava, arena, cieno y arcilla des-
perdigadas por toda la superficie de la Tierra. Constituían lo que
hoy conocemos como el suelo.
Cuando sobre este lecho rico en minerales empezaron a crecer
y morir plantas, la materia orgánica sirvió de abono al suelo, cada
vez más fértil para el cultivo. Esto hizo que posible que en los dos
últimos millones de años de la historia de nuestro planeta apare-
ciera la agricultura.
La variedad de alimentos que cultivamos en el suelo de la Tie-
rra depende sólo del clima y de la oportunidad que hayamos teni-
do de cultivarlos. En el capítulo anterior analizamos los productos
de un tipo de granja: la de productos lácteos. En los capítulos si-
guientes nos centraremos en las frutas y hortalizas y en los cerea-
les, que ocupan un lugar especial en el panteón de la subsistencia
humana. Recorramos primero los campos de labranza y analice-
mos algunos de los cientos de alimentos vegetales que alegremen-
te englobamos en la categoría de «hortalizas».

Colores para el paladar

Cada vez que paso por la sección de verduras del supermercado me


quedo impresionado con la variedad y la vivacidad de los colores,
sobre todo de los verdes, los rojos, los naranjas y los amarillos, de las
frutas y las hortalizas. Si no es muy complejo, ¿podría explicarme
qué sustancias químicas producen esos colores y qué finalidad tie-
nen?
Frutas y hortalizas componen un colorido caleidoscopio: rojo en
tomates, sandías, fresas y remolachas; naranja en naranjas, bonia-
tos, calabazas, albaricoques y mangos; amarillo en limones y zu-
mos; morado en uvas, ciruelas y coles; y verde en judías y verduras
de hoja. Esta variedad de colores se produce gracias a varias sus-
tancias fitoquímicas que se pueden clasificar en tres grandes gru-
pos: clorofilas, carotenoides y flavonoides. Estas últimas se dividen
a su vez en antocianinas y antoxantinas.
Por sustancia fitoquímica (del griego phyton, que significa
«planta») se conoce a cualquier compuesto químico producido por
una planta. En los últimos tiempos los forofos de la comida sana se
han apropiado del término para referirse a cualquier sustancia quí-
mica vegetal -aparte de las proteínas, los hidratos de carbono, las
grasas, los minerales y las vitaminas, todos de gran valor nutritivo-
que consideren «buenas para la salud». Entre ellas se incluyen los
pigmentos rojos, naranjas, amarillos, verdes y azules de las frutas y
las hortalizas, cuyos beneficios para la salud son efectivamente
bien conocidos. Ahora bien, ¿acaso no son también sustancias fito-
químicas la nicotina y la cocaína?
La clorofila no necesita presentación. Cada una de las molécu-
las de este compuesto verde contiene un átomo de magnesio. Si
algo hemos aprendido de la clorofila es que no es fácil mantener el
verde. Al reestructurarse (desnaturalizarse) por acción del calor,
sus moléculas liberan los átomos de magnesio; esto transforma la
clorofila en feofitina y pirofeofitina, responsables de los apagados
colores oliváceos que nos indican que una verdura se ha cocinado
demasiado (véase pág. 114).
Los carotenoides oscilan entre los amarillos y los naranjas y ro-
jos. El betacaroteno naranja se convierte en vitamina A al metabo-
lizarlo. Sin los carotenoides muchos productos perderían su atrac-
tivo: desde las zanahorias hasta el maíz, los melocotones, los
cítricos, los zumos de frutas, el pimentón dulce, el azafrán, los to-
mates, las sandías o la uva tinta. Estos tres últimos, en especial los
tomates, contienen un carotenoide liposoluble llamado licopeno,
un antioxidante que se ha intentado vender como posible preven-
tivo contra el cáncer de próstata.
Las antocianinas son pigmentos hidrosolubles que se encuen-
tran en la uva, los frutos del bosque, las ciruelas, la berenjena, la col,
las cerezas y las hojas de otoño. Aunque presentan colores morados
o azules en entornos alcalinos, se tornan rojas en medios ácidos.
Unos de los pigmentos menos comunes en los alimentos son
las betalaínas, de intenso color rojo e hidrosolubles. Se encuentran
en la remolacha; si se corta a rodajas antes de cocerla, la remolacha
pierde gran parte del pigmento porque se disuelve en el agua. En
cambio, si se cuece entera y sin pelar, se mantiene tan desafiante-
mente roja como Fidel Castro.
¿Y qué motivos tiene la Naturaleza para pintar todas estas fru-
tas y hortalizas de colores tan bonitos? No lo hace sólo para com-
placer a los pintores de bodegones. Los colores vivos atraen a los
animales, que se comen las plantas para beneficio mutuo. Los ani-
males aprovechan las saludables propiedade s antioxidantes con
que la Naturaleza ha dotado a muchos dé los compuestos químicos
que dan color a las plantas, y estas se benefician de que los anima-
les polinizan las flores y esparcen sus semillas.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Ciruela Claudia: romana muy ne cia

Ciencia al margen

Los tomates son rojos; las violetas., azules


El característico color rojo de los tomates, a menudo atribuido al lico-
peno, se debe en realidad a una mezcla de pigmentos carotenoides,
entre los cuales el licopeno es simplemente el m á s abundante. El co-
lor de la fruta no se correlaciona siempre con la cantidad de caro-
tenoides, y mucho menos con la cantidad de licopeno. La cantidad de
licopeno de un tomate no se puede deducir, por lo tanto, a partir
de su rojez. De todas formas, todos los tomates constituyen una bue-
na fuente de licopeno.
Para justificar el título, me veo obligado a explicar que el azul de las
violetas y el rojo de las rosas se deben, en ambos casos, a una an-
tocianina que es un indicador ácido-base [véase «El misterio del torna-
sol», pág. 32). Esta antocianina presenta color rojo en los pétalos de
rosa, ligeramente ácidos, y color azul en los de la violeta, ligeramen-
te alcalinos.

Cuando el verde pierde el verde

¿Por qué al cocinar las verduras me salen con es e color tan apagado?
El color verde de las plantas y las algas se debe a una milagrosa mo-
lécula llamada clorofila que absorbe la energía de la luz solar y la
utiliza para convertir el dióxido de carbono y el agua en glucosa y
oxígeno. Las plantas pueden aprovechar la glucosa directamente
como energía para crecer o polimerizarla (enlazar miles de molé-
culas de glucosa) y, de este modo, formar almidones que almace-
nan para el futuro. Como los animales obtienen su vitalidad de hi-
dratos de carbono del azúcar y el almidón de las plantas, la
molécula de clorofila puede considerarse la principal fuente de
vida del planeta.
Sin embargo, la clorofila no siempre está de parte del hombre,
la única especie que cocina las verduras para ablandarlas. Al cocer
las verduras, la clorofila se convierte en una sustancia química lla-
mada feofitina y el color verde se torna de un caqui apagado y poco
apetitoso.
Cada molécula de clorofila está formada por un conglomerado
de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno llamado
porfirina, con un átomo de magnesio enterrado en el centro. Aho-
ra bien, la clorofila no es un único compuesto químico. La hay de
dos tipos, que los químicos, en un alarde de erudición, han bauti-
zado con los nombres de clorofila a y clorofila b. La clorofila a es
verde azulada, mientras que la b es verde amarillenta. La propor-
ción de una clorofila y otra (normalmente la a dobla o triplica a la
b) determina la tonalidad de verde de cada planta.
Al cocer judías verdes, guisantes, coles de Bruselas, brécol o
espinacas, el calor modifica primero la forma de las moléculas de
clorofila (se isomerizan). Si la verdura resulta ser ligeramente áci-
da, que suele ser lo habitual, los átomos de magnesio salen ex-
pulsados y se sustituyen por un par de los numerosos átomos de
hidrógeno que contiene el ácido. Como consecuencia, la clorofila
se transforma en feofitina: la a se convierte en una feofitina verde
grisácea, mientras que la b se convierte en una de color verde oli-
va. Como la clorofila a suele predominar y se transforma con más
rapidez que la clorofila b, las verduras nos suelen quedar de color
verde grisáceo.
Al ver que los ácidos ponen en marcha reacciones de conver-
sión de la clorofila, algunas personas han caído en la tentación de
añadir un pellizco de bicarbonato de sosa (bicarbonato de sodio) al
agua de cocción para volverla alcalina. Sin embargo, la alcalinidad
ataca a los hidratos de carbono complejos que permiten a las célu-
las vegetales mantenerse unidas, por lo que lo único que se consi-
gue es cambiar la fealdad por la pastosidad y añadirle un dudoso
plus: el sabor jabonoso del bicarbonato.
Hay otra curiosidad química que afecta a la cocción de las verdu-
ras verdes. Las sales de sodio, magnesio y calcio inhiben las reac-
ciones de conversión de clorofila. Al parecer, a los átomos de hidró-
geno les cuesta más atravesar las membranas celulares y expulsar a
los átomos de magnesio. Por lo tanto, si se añade una pizca de sal
(cloruro de sodio) al agua de cocción o se utiliza agua dura (con sales
de magnesio y calcio), las verduras retienen mejor el color verde.
En la práctica todo esto se traduce en que, cuanto menos se
cueza una verdura, menos clorofila se transformará en feofitina. En
un estudio, se coció brécol durante cinco y diez minutos; en el pri-
mer caso perdió el 17,5 % de su clorofila, mientras que en el segun-
do llegó a perder el 41,1 %.

Guerra bacteriológica

¿Cuál es la mejor manera de lavar las frutas y hortalizas para ase-


gurarse de que no queden gérmenes ni restos de pesticidas o insecti-
cidas?
No es nada personal, pero ¿no nos estamos convirtiendo en una so-
ciedad un poco paranoica? En las droguerías y supermercados res-
ponden a nuestros miedos (¿o los alimentan?) atiborrando los es-
caparates de jabones, pulverizadores, geles, lociones, toallitas
húmedas, desodorantes y enjuagues para protegernos de los gér-
menes. Los anuncios de televisión nos infunden pavor insinuando
que en nuestras tazas de váter puede haber un germen o dos espe-
rando la menor oportunidad para atacarnos. (A ver, y lea lo que vie-
ne a continuación a voz en grito, ¿dónde si no se supone que han
de vivir esos pequeños pobres gérmenes?) Cunde lo que a mí me
gusta llamar una «histeria por las bacterias».
¿Qué tiene esto que ver con la comida? Haciendo una búsque-
da en los mensajes sin leer de mi bandeja de entrada (el lector me
perdonará, pero le aseguro que intento leerlos todos) detecté 130
correos en los que aparecían las palabras «gérmenes» o «bacterias»
y 195 con alguna palabra relacionada con «peligro», en referencia a
la contaminación alimentaria. A veces parece que haya más gente
que teme la comida que gente que la disfrute. ¿Nos estamos dejan-
do llevar por la microfobia, la misofobia, la toxicofobia y la sitofo-
bia? (Véanse las definiciones más adelante.)
En general, evito escribir sobre salud porque no soy microbió-
logo, nutricionista ni médico. Sin embargo, dedicaré unas líneas a
los posibles patógenos y toxinas que podemos encontrar en los ali-
mentos, en particular en las frutas y las hortalizas. Al fin y al cabo,
es inevitable que hayan entrado en contacto con suelos llenos de
microorganismos y posiblemente con tratamientos químicos agrí-
colas como herbicidas o insecticidas, por no mencionar los abonos
y otros fertilizantes «naturales» empleados en el cultivo de alimen-
tos orgánicos.
En el mercado norteamericano existen varios productos para
lavar lechugas, cebolletas, tomates y manzanas, entre otras frutas y
hortalizas, que en teoría eliminan tanto las bacterias como cual-
quier sustancia química tóxica. En otoño de 2000, Procter & Gam-
ble lanzó un producto llamado Fit Produce Wash, pero enseguida
lo retiró y vendió la fórmula a HealthPro Brands. Costaba 5 dólares
la botella de 225 miligramos (no me extraña que no se vendiera) y
contenía agua, ácido oleico, glicerol, alcohol etílico, aceite de po-
melo, hidróxido de potasio, bicarbonato de sosa y ácido cítrico.
¿Por qué estos ingredientes? El glicerol, el alcohol y el ácido
oleico se supone que servían para disolver y eliminar sustancias
químicas como los pesticidas, normalmente insolubles en agua. El
hidróxido de potasio atacaba las ceras, que en caso de haberlas se
utilizan legalmente para proteger algunas hortalizas como los pe-
pinos y resultan inofensivas. Que yo sepa, el bicarbonato y el ácido
cítrico sólo servían para reaccionar entre sí y emitir dióxido de car-
bono, ya que así producían burbujas y daban la impresión de que
el producto hacía milagros.
Mientras escribo esto sigue habiendo otro producto a la venta
en el mercado norteamericano. Se trata de Bi-O-Kleen Produce
Wash, que no «contiene ingredientes animales» (¿debería?) y se ha
fabricado «sin causar daño a ningún animal» (vale, ¿pero mata a los
pobres bichos?). Está hecho con «extractos de lima y limón, extrac-
to de semilla de pomelo, agentes tensiactivos de coco, aceite de na-
ranja prensado en frío y agua filtrada pura». No sé si hará algo esta
mezcla tutti-frutti aparte de parecer apetitosa, pero los «agentes
tensiactivos de coco» son un producto químico sintético (muy
poco natural) llamado cocoil isetionato de sodio, un detergente
que echa mucha espuma empleado en jabones y champúes.
Este producto tiene otros gemelos. Veggie Wash se vende
como producto «no tóxico, no humeante, no peligroso, no cáusti-
co e hipoalergénico» (esperemos que tampoco sea radiactivo ni
explosivo). Organiclean contiene un «agente tensiactivo aniónico
derivado del coco», que es muy probable que sea el mismo cocoil
isetionato de sodio de antes. Los fabricantes de los tres productos
sostienen que para lavar frutas y hortalizas resultan más eficaces
que el agua de grifo.
Sin embargo, la mayoría de expertos dice que lo mejor sigue
siendo colocar la fruta y la verdura bajo el chorro de agua del gri-
fo. El agua arrastrará cualquier partícula de tierra adherida a las
hojas y es ahí donde probablemente se esconderán, de haberlas,
las bacterias dañinas. El agua no las matará, pero llegado el caso
tampoco lo harán los productos antes señalados. Si lo hicieran,
podrían dejar residuos tóxicos (para los humanos) en los alimen-
tos. Además, si mataran a los microorganismos tendrían que ga-
rantizar que no resultan dañinos para la salud humana superando
las pruebas correspondientes y registrarse en la Agencia de Pro-
tección Medioambiental como pesticidas. (¡Qué ironía!) Por lo
tanto, los limpiadores para verdura que se venden en el supermer-
cado son meros limpiadores, no desinfectantes. Sobre todo le lim-
pian a uno el dinero del bolsillo.
Para las frutas y hortalizas con piel, como manzanas, tomates,
peras, melocotones, pepinos, limones y naranjas, una buena ma-
nera de eliminar cualquier contaminante es echar unas gotas de la-
vavajillas líquido, frotarlas con un cepillo enérgicamente y aclarar-
las luego con agua abundante. Esta práctica resulta especialmente
recomendable con los limones y las naranjas si se va a aprovechar
la piel para hacer ralladura.
Una de las mejores maneras de eliminar las bacterias de los
productos de la tierra, que utilicé mientras vivía en Sudamérica, es
lavarlos en agua con lejía comercial: una cucharadita de lejía de
cloro (hipoclorito de sodio) por cada cuarto de litro de agua. Como
podía haber bacterias en la misma agua, dejaba la solución de le-
jía reposar durante varias horas antes de utilizarla para lavar fru-
tas y hortalizas, una precaución innecesaria en lugares en los que
el agua de grifo es segura.
En 1996 un equipo de expertos en nutrición de la Universidad
de Nebraska-Lincoln inventó otro método seguro y simple para
deshacerse de las bacterias. Consistía en rociar la fruta y la verdura
con una solución de agua oxigenada (con una concentración de un
, u n c OCIVIDI-lttHt. . . | 1 1 3

3 % tal como la venden en las farmacias) y después con vinagre de


vino blanco, o a la inversa. Al mezclarse los dos líquidos sobre los
alimentos, reaccionan y liberan oxígeno, lo que mata los gérmenes.
Los residuos de agua oxigenada sobre la lechuga se descomponen
enseguida, aunque si no lo hicieran no dejarían ningún sabor. El vi-
nagre sí puede dejar restos, pero sirven de aliño.
Tanto el método con lejía como el de vinagre y agua oxigenada
sirven también para desinfectar tablas de cocina y otras superficies
de trabajo, una vez fregadas con detergente y estropajo. Si la lejía
deja olor a cloro en la tabla de cocina, utilice vinagre para matar el
olor.
Hablando de detergentes, en el supermercado se venden mu-
chos desinfectantes multiuso que sirven desde para fregar los
mármoles de la cocina hasta para limpiar el cuarto de baño ente-
ro. Ahora bien, donde no deben acabar es sobre nuestra comida.
Contienen cloruro de alquil dimetil bencil amonio, un potente
catalizador que acelera enormemente la descomposición de los
ésteres y las amidas, importantes componentes en todos los orga-
nismos vivos, desde microbios a seres humanos. En dosis altas
este compuesto químico nos mataría, pero en los desinfectantes
comerciales se presenta en concentraciones de tan sólo el 0,2 %.
De todas formas, no es recomendable utilizar estos desinfectantes
para limpiar superficies que entran en contacto con los alimentos,
como las tablas de cocina.
Se me olvidaba: las definiciones. Un microfóbico es alguien que
tiene un miedo excesivo a los gérmenes; el misofóbico, a la sucie-
dad o la contaminación; el toxicofóbico, a ser envenenado; y el si-
tofóbico, a la comida y al mismo acto de comer, probablemente
porque ya es misofóbico o toxicofóbico.
Encontrará una lista de otras fobias en www.phobialist.com,
salvo que sea logisomecanofóbico, en cuyo caso nunca averiguará
lo que es la logisomecanofobia.

FICCIÜNARIO DEL GOURMET


Cardo borriquero: jinete poco agraciado
Patatas oxidadas

Las patatas que más me gustan son las de la variedad Yukon Gold,
pero es imposible comprar unas que no tengan la pulpa llena de esas
manchas violáceo-grisáceas que parecen óxido. Si se las quito con el
cuchillo, sólo puedo aprovechar las patatas para hacer puré. Preferi-
ría no tener que practicar intervenciones quirúrgicas. ¿A qué se de-
ben esas manchas? ¿Por qué se dan más en las patatas amarillas?
Las patatas de piel y pulpa amarilla como la variedad que mencio-
na, al igual que la col, las cebollas y el arroz amarillo, deben su co-
lor a unas sustancias químicas llamadas antoxantinas. Las anto-
xantinas reaccionan con los residuos metálicos que contienen
estos productos, como el hierro o el aluminio, volviéndolos de co-
lor gris azulado. Un cuchillo de acero al carbono puede provocar el
mismo efecto, por lo que para cortarlos conviene utilizar cuchillos
de acero inoxidable. Algunas variedades de patata con menos an-
toxantinas no presentan tantas manchas.
Las antoxantinas también oscurecen si las patatas no se guar-
dan en un lugar fresco. Por lo tanto, si encuentra manchas en pata-
tas recién compradas, busque un supermercado en el que las con-
serven a menor temperatura.
Hablando de antoxantinas (esto no es algo que se oiga decir
cada día), en las zanahorias también las encontramos en pequeñas
cantidades y su color depende de la presencia o ausencia de iones
metálicos (átomos de metal con carga) de, por ejemplo, hierro o
aluminio. La gente que prepara pasteles de zanahoria en moldes de
hierro o aluminio a veces se encuentra con la sorpresa de que las
zanahorias se han puesto verdes.
Al igual que con las patatas amarillas, el producto de la reac-
ción de las antoxantinas de la zanahoria con el hierro o el aluminio
también puede ser azul. ¿Y qué nos da el azul combinado con el
amarillo de las zanahorias? ¡Verde!

Puré de patatas a la española

Al sofreír ajo en aceite de oliva, el ajo se suaviza y el aceite se aromatiza.


Si va a preparar esta receta para una buena multitud, siga esta fórmula-
¿scrvicDr-fAKHt. . . I 1 S 1

por cada 2 tazas de puré de patatas, añada de 2 a 4 cucharaditas de


aceite virgen extra, 2 dientes de ajo sofritos, 1 / 2 cucharadita de sal grue-
sa, 1 / 2 cucharadita de pimentón dulce, V ^ d e cucharadita de comino mo-
lido, Ve de cucharadita de pimienta de cayena, 2 rodajas de beicon y
1 cebolleta. Sírvalo con pollo al ajillo dorado al jerez [pág. 47). Las so-
bras de puré están deliciosas al día siguiente: basta recalentar el puré,
aplastarlo para darle forma de tortita y acompañarlo de un huevo frito.

4 patatas grandes de piel amarilla y pulpa amarilla o blanca,


para hacer 4 tazas de puré
1/4de taza de aceite de oliva virgen extra (o más, según prefiera]
4 dientes de ajo
4 lonchas de beicon
1 cucharadita de sal gruesa
1 cucharadita de pimentón dulce
1/ cucharadita de comino molido
2
1/ cucharadita de pimienta de cayena
2

2 cebolletas (tanto el bulbo como el tallo), cortadas en rodajas


muy finas

1. Haga el puré: si utiliza patatas de pulpa blanca, coloque la bandeja


del horno a altura media. Precaliente el horno a 2ÜO °C. Pinche las
patatas con un tenedor, colóquelas sobre la bandeja y hornéelas du-
rante 1 hora, hasta que se pinchen fácilmente con un cuchillo. Si uti-
liza patatas de pulpa amarilla, pélelas, córtelas en pedazos de unos
2,5 cm y cuézalas a fuego lento en agua salada entre 12 y 15 mi-
nutos o hasta que estén blandas y se pinchen fácilmente con un te-
nedor. Cuando las patatas del horno estén listas, sáquelas, córtelas
en dos a lo largo, pélelas y resérvelas en un cazo. Cuando estén lis-
tas las patatas cocidas a fuego lento, escúrralas y déjelas en el cazo.
Mientras se hacen las patatas, eche el aceite de oliva en una sar-
tén pequeña y sofría el ajo a fuego medio-bajo hasta que adquiera
algo de color. Retírelo del fuego antes de que se dore del todo.
En una sartén mediana, fría el beicon a fuego lento hasta que que-
de crujiente. Corte las lonchas en pedacitos de medio centímetro.
• Añada el aceite de oliva y el ajo, la sal, el pimentón, el comino y la
Pimienta de cayena sobre las patatas calientes. Aplástelas con un
pasapurés manual para obtener un puré grueso [véase pág. 201).
5. Sirva el puré en un plato calentado previamente en el horno.
[0 preséntelo de nuevo en la piel de la patata.] Adórnelo por enci-
ma con el beicon y las cebolletas.

SALEN 4 RACIONES

Ruibarbo sobre ruibarbo

Un amigo biólogo me dijo que el ruibarbo es venenoso. Yo le contes-


té que no es cierto, pues llevo años comiendo tarta de ruibarbo y sigo
vivo y coleando. ¿Quién tiene razón?
Ambos.
Todas las partes del ruibarbo (Rheum rhaponticum) contienen
cierta cantidad de ácido oxálico y de su progenie química, las sales de
oxalato, que van de un 0,1 % a un 1,4 %. Esto es lo que le da ese extra-
ordinario punto astringente que en los pasteles se suaviza con azúcar.
Tanto el ácido oxálico como los oxalatos son, en efecto, venenosos.
Durante la Primera Guerra Mundial, cuando en Gran Bretaña
escaseaban la fruta y la verdura frescas, se dieron varios casos de
personas envenenadas por haber ingerido hojas de ruibarbo, la par-
te de la planta con mayor concentración de ácido oxálico. Ahora
bien, tiene motivos para seguir discutiendo con su amigo biólogo,
pues es obvio que los tallos, que es la parte que lleva años comiendo
en tarta, contienen mucho menos ácido oxálico que las hojas. Ade-
más, si bien no hay duda de que el ácido oxálico es tóxico, no está
tan claro que el ácido oxálico fuera el único responsable del enve-
nenamiento de las personas que se comieron las hojas de ruibarbo.
El concepto de «venenoso» es, por supuesto, relativo: que algo
sea tóxico o venenoso depende de en qué cantidad se ingiera. La
col, las espinacas, los tallos de remolacha, las patatas y los guisan-
tes también contienen pequeñas cantidades de ácido oxálico, y los
tallos de ruibarbo, aunque contienen más, se consideran igual-
mente inocuos. En cuanto a las hojas de ruibarbo, con su mayor
concentración de ácido oxálico, habría que comer hasta 4,5 kilos
para alcanzar la DL50, es decir, la dosis letal que causaría la muer-
te al 50 % de los seres humanos que la ingirieran.
Por tanto, siga comiendo tallos de ruibarbo. ¡Y gracias! Cuantos
más coma, menos quedarán para mí. Los odio.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Ruibarbo: barbudo ruin

Goulis de ruibarbo

Al contrario de lo que algunas personas creen, el ruibarbo no es una


fruta. Esta falsa creencia nace de su utilización para hacer tartas pa-
recidas a las de frutas. Son de principios de temporada y suelen com-
partir tartas y otros postres «a medias» con las fresas. En esta rece-
ta en que se utiliza como salsa, su acidez contrasta con el dulzor de
postres como la tarta de queso (pág. 80). Cuando vaya a comprar, eli-
ja los tallos más rosas.

4 5 0 g de ruibarbo (unos 6 tallos, cada uno de unos 30 cm de


largo)
1 taza de azúcar
1/ de vaso de agua
4

1. Corte el ruibarbo en trozos de 1 cm. Llenará unas 4 tazas.


2. Introduzca el ruibarbo, el azúcar y el agua en un cazo mediano
a fuego medio-bajo. Cúbralo y deje cocer lentamente durante
unos 20 minutos, o hasta que los tallos estén tiernos y jugosos.
Quedará una mezcla muy acuosa.
3. Deje enfriar los tallos en la misma agua de cocción. Separe una
taza, pásela por la batidora y reserve el puré en una jarra. Repi-
ta la operación con el resto, de taza en taza. Cuando haya batido
todo el ruibarbo, guarde la jarra en el frigorífico hasta que vaya
a utilizarlo. El coulis se conserva aproximadamente una semana.

SALEN 2 TAZAS
Lo que Brutus no sabía

He leído muchas veces que tal fruta o verdura contiene tal o cual mi-
neral: hierro, potasio, etc. Dado que muchas de esas frutas o verduras
se pueden cultivar casi en cualquier sitio, eso debe de significar que
todos los terrenos, incluido mi jardín, deben contener al menos algún
resto de esos minerales. ¿Es así? ¿Qué pasaría si plantara espinacas,
ricas en hierro, en un terreno en el que no hubiera hierro?¿Crecerían?
¿Tendrían poco hierro pese a lo que dicen las tablas de nutrición?
Vayamos por partes. Si consulta la Base de Datos de Composición
Química de los Alimentos del Departamento de Agricultura de Es-
tados Unidos (www.nal.usda.gov/fnic/foodcomp/Data/SR17/sr-
17.html), se llevará una sorpresa: las espinacas no son especial-
mente ricas en hierro. De hecho, contienen menos hierro que la
mayoría de cereales de desayuno, una cuarta parte de la que con-
tienen las almejas crudas y más o menos la misma cantidad que las
alubias o el cerdo enlatados (sin contar la lata).
Esta es la historia de cómo el hierro se cruzó en la vida de las es-
pinacas.
A finales del siglo xix, unos científicos alemanes descubrieron
que las espinacas contenían tanto hierro como la carne: unos 3 mg
por 100 gramos o 30 partes por millón. En el informe en el que des-
cribían su descubrimiento alguien se equivocó al poner la coma, de
modo que parecía que las espinacas tuvieran diez veces más hierro
del que tienen en realidad. El error se corrigió cuarenta años más
tarde, pero para entonces Popeye ya había adoptado la espinaca
como alimento energético. Al fin y al cabo, el hierro es un metal
duro, ¿no? Si Brutus hubiera sabido que las latas de espinaca de Po-
peye no eran más que un farol...
E ironías de la vida, el cuerpo no absorbe el hierro de las espi-
nacas, sea mucho o sea poco, pues esta verdura contiene también
una pequeña cantidad (1 %) de ácido oxálico, que transforma el
hierro en una sal insoluble, el oxalato ferroso. Así pues, a nuestro
metabolismo sólo le llega una parte de la modesta cantidad de hie-
rro que contienen las espinacas.
¿Qué pasaría si plantara espinacas en un terreno con insufi-
ciente hierro? Es muy poco probable, porque las plantas sólo nece-
sitan hierro en cantidades mínimas y el hierro es un elemento muy
abundante y extendido que constituye el 5 % de la corteza terrestre.
Sin embargo, en el caso hipotético de que lo hiciera, las espinacas
crecerian pero con síntomas de sufrir deficiencias nutritivas, como
le pasaría a cualquier persona a la que le faltara alguna vitamina.
Las plantas utilizan el hierro para sintetizar la clorofila, así que las
hojas no serían verdes, sino de un color amarillo enfermizo.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Suflé de espinacas: la cena preferida de Olivia

Ciencia al margen

El desayuno de las plantas


Las plantas en general están formadas casi exclusivamente por com-
puestos de carbono, hidrógeno y oxígeno, unos compuestos a los que
los químicos se refieren como orgánicos y que no tienen nada que ver
con lo que llamamos «comida orgánica». Por otro lado, las plantas ne-
cesitan diecisiete elementos químicos inorgánicos, los minerales, que
son sus nutrientes esenciales. En suelos agrícolas deben estar pre-
sentes todos estos minerales, sea de manera natural o a través de
fertilizantes.
Seis de los diecisiete elementos son los llamados macronutrientes -po-
tasio, nitrógeno, fósforo, azufre, magnesio y calcio-, que las plantas
necesitan en grandes cantidades. Sin cualquiera de ellos, crecen en-
fermas o ni siquiera crecen. Los otros once elementos esenciales -hie-
rro, manganeso, cinc, cobre, molibdeno, cobalto, níquel, sodio, boro,
cloro y silicio- se conocen como micronutrientes, pues las plantas los
necesitan en cantidades ínfimas. La presencia de estos elementos en
la Tierra no es tan homogénea, lo que explicaría parte de las diferen-
cias que presentan cosechas de productos en teoría idénticos.
Cuando decimos que el suelo contiene un elemento concreto que la
planta puede absorber y utilizar, no queremos decir que esté presente
en su forma elemental, es decir, en forma de átomos libres y no com-
binado en compuestos con otros elementos. Si están presentes, for-
ma parte de algún compuesto. El hierro, por ejemplo, no lo encontra-
mos en el suelo en forma de metal, sino en compuestos mezclado con
oxígeno y otros elementos (es decir, oxidado).
Sin embargo, cuando entre los ingredientes de los cereales de desa-
yuno encontramos «hierro reducido» significa sorprendentemente que
está presente en forma de pequeñas partículas de hierro metálico.
(«Reducido» significa en química lo contrario de «oxidado».) Descuíde-
se. Después de desayunar, no tendrá que mantenerse alejado de los
imanes: las minúsculas partículas de hierro se disuelven enseguida en
el ácido clorhídrico del estómago.

Gas lacrimógeno

He leído muchísimas recomendaciones sobre cómo pelar y cortar ce-


bollas sin que te lloren los ojos, pero ninguna me ha funcionado.
¿Conoce algún truco, aparte de comprar cebollas dulces o cebollas
«que no pican», que no dejan el mismo regustillo que las otras?
Lo que me hace llorar a mí es toda la desinformación que existe en
torno a las cebollas, sobre todo en lo referido a lo que causa la irri-
tación ocular y la diferencia entre cebollas dulces y normales.
La sustancia química de las cebollas que dispara la secreción de
las lágrimas (el lacrimógeno) no es, como se ha escrito hasta la sa-
ciedad, el ácido pirúvico. Este ácido tampoco «proviene del azufre
del suelo», como también se ha dicho a menudo, ya que no contie-
ne azufre. El lacrimógeno tampoco es ácido sulfónico o sulfuroso,
ni ninguno de los compuestos químicos a los que se suele echar la
culpa. De hecho, ni siquiera es un ácido. Es un compuesto de azu-
fre llamado sulfóxido de tiopropanal, también conocido como tio-
propanaldehído-S-óxido, al que de ahora en adelante me referiré
como compuesto L, por el ser el gas que provoca las lágrimas.
Aunque saberlo no le cambiará la vida, ya viene siendo hora de
aclarar otra cuestión. A ello.
Mucha gente parece pensar que la sustancia química que irrita
los ojos es la misma que da a la cebolla su característico sabor pi-
cante y penetrante. Pero el compuesto L no es el principal respon-
sable de que la cebolla pique. De hecho, las cebollas más fuertes no
son siempre las que hacen llorar más.
Explicaré de forma simplificada las complejas reacciones quí-
micas que se producen al cortar una cebolla.
El compuesto T de gas lacrimógeno y los compuestos astringen-
tes no existen como tales en una cebolla entera. Se forman cuando,
al comer o masticar la cebolla, se parten las células y se liberan la
enzima aliinasa (A) y un grupo de compuestos conocidos como sul-
fóxidos de S-alqu(en)il cisteína (S), que hasta entonces habían per-
manecido aislados unos de otros. Al entrar en contacto, estas sus-
tancias reaccionan entre sí y producen el gas lacrimógeno: A + S = L.
La aliinasa activa otras reacciones que producen una mezcla de
amoniaco, ácido pirúvico y ácidos sulfénicos inestables. Los ácidos
sulfénicos provocan otra reacción de la que salen los compuestos
astringentes que dan sabor a la cebolla, principalmente los alquil-
tiosulfinatos.
La cantidad de ácido pirúvico que se forma en las dos últimas
reacciones se suele utilizar como referencia para determinar su
grado de astringencia, pero sólo porque es estable y fácil de calcu-
lar en el laboratorio. El ácido pirúvico no es en sí responsable de la
astringencia de la cebolla.
Pasemos a continuación a lo que Dave Letterman llamaría la
sección de «los trucos tontos de la cebolla»,* precauciones de las
que se suele decir que evitan que te lloren los ojos. Los comentarios
entre paréntesis la darán una idea de lo fiables que son estos trucos.
• Corte el tallo antes que la raíz. (Cualquier cebolla con un
mínimo coeficiente intelectual recordará el orden en que
debe dejarse cortar y lo cumplirá.)
• Corte la cebolla bajo el chorro de agua del grifo. (Cuando
los vapores de la cebolla vean el agua correrán hacia el de-
sagüe para ahogarse, aunque esté al otro extremo de la co-
cina.)
• Sostenga una cerilla de madera con los dientes. (Si muerde
la cabeza de la cerilla no llegará a notar nunca cómo le pi-
can los ojos.)
• Mantenga un trozo de pan en la boca. (Y asegúrese de mas-
ticarlo con ganas para que la cebolla se dé cuenta de que
está ahí.)

* David Letterman es un conocido presentador norteamericano de la cadena CBS.


En su programa, Late Show with David Letterman, incluye una sección humorísti-
ca en la que personas y animales presentan todo tipo de trucos tontos. (TV. de la T.)
• Póngase lentillas para proteger las córneas.
• Si lleva lentillas, quíteselas porque los vapores irritantes po-
drían introducirse por detrás y las lágrimas no podrían ex-
pulsarlos.
• Sumerja la cebolla en agua mientras la corta. Puede llenar
el fregadero y sumergir la cebolla en el agua o ponerse las
gafas de buceo y llevarse el trabajo a la piscina. (Este méto-
do debería funcionar, aunque tiene el pequeño inconve-
niente de que los trozos de cebolla se le podrían ir flotando
antes de que llegara a recogerlos.)
Seamos serios, amigos. El método más práctico y eficaz de to-
dos es (¡música, maestro!): enfriar las cebollas en el frigorífico du-
rante un par de horas antes de cortarlas. La menor temperatura
enlentece la reacción química que produce el gas lacrimógeno y
se reduce la presión de saturación (la tendencia del gas a flotar en
el aire).
Aun hay un método mejor: aprender a cortar la cebolla lo más
rápido y bien posible, como los cocineros profesionales, para que
los gases irritantes no tengan tiempo de llegar a los ojos. Algunos li-
bros de recetas explican cómo hacerlo. Recuerde que, si utiliza un
cuchillo muy afilado, se romperán menos células y se desprenderá
menos gas lacrimógeno.
Y, hablando de cuchillos afilados, todo el mundo cree que su
afilador de cuchillos especial es el mejor, hasta el punto de que a
veces, discutiendo sobre cuál es el mejor método para afilar un
cuchillo, incluso los cocineros profesionales han utilizado como
argumento la calidad de su afilador. En mi opinión, no hace falta
ni mucho menos comprarse el afilador más caro y sofisticado del
mercado. El afilador que se muestra en la ilustración de la página
siguiente es barato y funciona de maravilla; después basta con
pasar un par de veces el cuchillo por un afilador manual para eli-
minar cualquier ondulación microscópica que haya podido dejar
el afilador.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Cebollón: especie de gran tamaño de la familia de la merluza
Un eficaz y barato afilador de cuchillos fabricado por la casa
finlandesa Fiskars. Las ruedas abrasivas, colocadas ingeniosamente
en ángulo, eliminan una cantidad mínima de metal.
Se vende con el nombre ASPEKT en IKEA.

Georgia on my mind
¿Por qué son mucho más dulces las cebollas de Vidalia' que las
demás?
El terroir o terruño.
Dejen que me explique.
Las cebollas de Vidalia no son las únicas cebollas suaves que
existen. Y fíjense que no digo «dulces» sino «suaves»: no contienen
más azúcar que otras cebollas; simplemente contienen menos
compuestos astringentes y lacrimógenos.
En el caso concreto de las cebollas de Vidalia, ciudad situada en
una planicie costera del sur de Georgia, se ha atribuido su suavidad

* Cebolla híbrida suave y dulce, de piel marrón y carne blanca, que se produce en
el Estado norteamericano de Georgia y cuyo uso está muy extendido en Estados
Unidos. (N. de la T.)
al escaso azufre que encontramos en los suelos de marga arenosa
de la zona. Como los compuestos astringentes y los que hacen sal-
tar las lágrimas son de azufre (véase pág. 127), se supone que las
plantas en cuya dieta ha faltado este elemento luego lo producen
en menor cantidad.
Si las plantas son de una especie y variedad determinadas no es
por el suelo, el clima ni las condiciones de cultivo, sino porque los
genes de sus semillas le marcan las proteínas, enzimas y hormonas
que debe producir, sin que el agricultor pueda hacer nada para evi-
tarla. Las cebollas de Vidalia, por ejemplo, pertenecen a una varie-
dad llamada gránex amarilla.
Se trata de una cuestión hereditaria y, como todo el mundo
sabe, las características de un organismo dependen tanto de la he-
rencia como del entorno. En las frutas y hortalizas influyen multi-
tud de factores medioambientales, que pueden provocar diferen-
cias muy sutiles entre unas y otras: la cantidad de nutrientes del
suelo; la composición y el drenaje del suelo, su microflora y micro-
fauna; la proporción de arena, roca y arcilla; la pendiente del terre-
no; la temperatura de cultivo; la pluviometría, el viento y la inci-
dencia del sol. Influye, en definitiva, todo el microentorno de la
planta, incluida la fase de la luna en el momento de la siembra. (No
es ninguna broma: se dice que los vinateros que practican la lla-
mada vinicultura biodinámica esperan a la luna nueva para retirar
los posos del vino. Como la luna llena hace subir la marea, creen
que también hace subir los posos y que, por tanto, evita que se
asienten. ¿No es de lo más lógico?)
Los vinateros franceses asocian todas estas variables y factores
imponderables (normalmente sin incluir las fases de la luna) al con-
cepto de terruño, al que les gusta rodear de cierta mística y en el que
también cabe la saludable costumbre gala de encogerse de hom-
bros ante lo que no sabemos explicar. Ahora se ha puesto de moda
hablar del terruño de casi todas las frutas y hortalizas, pero el te-
rruño no tiene nada de trascendental: se refiere sólo a una región
o territorio agrícola y no es más que la suma de las peculiaridades
de un entorno de cultivo concreto. Cualquiera que haya viajado
a Francia sabe que al otro lado de cada colina o en cada curva del
camino puede haberse conjurado un microclima muy distinto.
Volvamos a las cebollas de Georgia, donde Vidalia se ha con-
vertido en una marca registrada reconocida por el Departamento
de Agricultura de Georgia y donde una ley estatal establece los re-
quisitos que deben cumplir las cebollas para merecer la etiqueta
tan celosamente protegida. Una agresiva campaña de marketing
animaba a los norteamericanos a comérsela «como si fuera una
manzana» (¿qué interés tendríamos?, me pregunto) y contribuía así
a «dorar» la cebolla, por decirlo de alguna manera. Nadie podrá ne-
gar que la economía y la política son fundamentales para el presti-
gio de la cebolla. No sería la primera vez que un productor lleva a
otro a juicio por considerar que sus cebollas «son más Vidalia» que
las del demandado.
Evidentemente, en la homologada y casi santificada región del
sudeste de Georgia, donde veinte condados producen las famosas
cebollas Vidalia, no hay dos hectáreas de tierra que contengan
idéntica cantidad de azufre. El azufre no puede ser, por lo tanto, el
único factor. Ante la falta de pruebas científicas creíbles, prefiero
zanjar la cuestión con un je ne sais quoi. Lo diré en otras palabras:
creo en el terroirismo.

FICCION ARIO DEL GDURMET


Al baño María: a María le conviene pasar por la ducha

Qué amargo ser verde

A veces el pepino me sabe amargo. ¿Por qué? ¿Afecta a la salud el


compuesto que provoca ese amargor? ¿Es peligroso?
Los pepinos llevan cultivándose miles de años y, al igual que mu-
chas plantas comestibles, se han mejorado mediante cruces que
han potenciado sus cualidades y limado sus asperezas.
Las recetas antiguas a menudo incluyen un paso para desa-
margar el pepino, como por ejemplo poner las rodajas en remojo
con un poco de sal. (Dudo que funcione.) Sin embargo, las varie-
dades actuales casi nunca amargan, salvo por la piel, que puede
pelarse.
Parte del sabor de los pepinos se debe a unos compuestos li-
geramente amargos que se conocen con el nombre de cucurbita-
cinas. Si el calor, el clima seco, los insectos o las enfermedades le
hacen la vida imposible al pepino mientras madura en la planta,
las cucurbitacinas se atrincheran y su concentración aumenta,
tanto en la carne como en la piel. El amargor es la voz de la Natu-
raleza que nos advierte diciendo: «No me comáis u os arrepenti-
réis». Los alcaloides, por ejemplo, un tipo de sustancias químicas
en su mayoría tóxicas que encontramos en algunas plantas, tienen
sabor amargo. No obstante, nadie morirá por ingerir la cucurbita-
cina que se puede llegar a acumular en un pepino. Si le sale uno
amargo, atribuyalo a la mala suerte y busque otro que pasara me-
nos penurias.
Con los pocos pepinos amargos de hoy, lo que se suele hacer es
cortarlos en rodajas y salarlos, pero no para quitarles el amargor,
sino para darles una textura más crujiente. Coloque las rodajas en
un cuenco y sálelas, cúbralas con una capa de cubitos de hielo y
guárdelas en el frigorífico durante aproximadamente una hora. La
sal absorberá el agua atrapada entre las células del pepino y endu-
recerá su estructura. Lave las rodajas para quitar la sal antes de
servirlas.
Si con este truco se consigue un pepino más crujiente, po-
niendo las rodajas en remojo con agua y sal se consigue lo contra-
rio: el pepino absorberá el agua y se ablandará o estropeará. Se
producirá por osmosis, pues el agua pasará del medio menos sali-
no al más salino. Cuando las células del pepino entran en contac-
to con sal sólida, liberan parte de su agua; sin embargo, cuando
entran en contacto con una solución salina bastante diluida, par-
te del agua de la solución penetra en ellas. (Para más información,
véase «Osmosis», pág. 184).
La piel del pepino no es completamente impermeable a la hu-
medad, por lo que debe protegerse con algún recubrimiento im-
permeable para evitar que con el tiempo la fruta se seque y se arru-
gue. Algunos productores los rocían con ceras comestibles que
prolongan la vida del producto. Los pepinillos en vinagre no se en-
ceran porque para encurtirlos el líquido debe penetrar en la carne.
El pepino inglés, mucho más largo y delgado, tiene mucha más piel
por la que perder agua y la protección de cera resulta insuficiente;
de ahí que se suela enfundar en plástico.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Rúcula: sonido que sale de la bocina de un Ford T
Leche desparramada

¿Por qué la leche de soja rebosa en cuanto hierve? En una de mis


recetas dice que tengo que hervirla, pero sólo puedo hacerlo si la
caliento a fuego muy lento. ¿Qué explicación química tiene este fe-
nómeno?
A menudo me pregunto cómo se ordeñarán las semillas de soja,
¿soy el único?
Disculpe. La leche de soja se obtiene remojando, hirviendo,
moliendo y exprimiendo las semillas de soja. El líquido que se ob-
tiene se llama «leche» por su color blanco, pero tiene tanto pareci-
do con la leche de vaca como con la leche de magnesio.
Es, sin duda, una alternativa tentadora a la leche de vaca. Con-
tiene más proteínas y menos grasas (y también menos calcio) y no
tiene colesterol ni lactosa, una ventaja para los millones de perso-
nas que no toleran esta sustancia. Enriquecida con calcio y vitami-
nas, puede utilizarse para alimentar a bebés alérgicos a la leche de
vaca.
La leche de soja, sin embargo, no puede sustituir en todo a la le-
che natural, ya que ni tiene el mismo sabor ni puede utilizarse
siempre en las mismas recetas culinarias. Por un motivo: al moler
los granos de soja se libera una enzima, la lipooxigenasa, que cata-
liza la oxidación de los ácidos grasos insaturados en unos com-
puestos de desagradable sabor. Aunque a los consumidores asiáti-
cos no parece molestarles este efecto, para la mayoría de paladares
occidentales la enzima se desactiva calentando la «leche» a una
temperatura ligeramente inferior a la de ebullición durante un
tiempo que va de los 15 a los 20 minutos.
Esto nos lleva de nuevo a los fogones.
Las plantas contienen unas sustancias químicas emparentadas
con el azúcar llamadas glucósidos, que cumplen varias funciones.
Algunos de los glucósidos de la soja reciben el nombre de saponi-
nas (del latín sapo, que significa «jabón»), pues forman espuma de
jabón al hervir. Las saponinas son las culpables de que tenga pro-
blemas a la hora de hervir la leche de soja. De todas formas el calor
•as destruye, por lo que aplicado con suavidad durante un rato re-
duce la tendencia de la leche a formar espuma: de ahí que necesi-
te cocer la leche a fuego lento antes de intentar hervirla.
Un pudding indio muy poco indio

Un pudding indio es como una suave polenta con sabor a bizcocho de


jengibre.
Los colonizadores de Nueva Inglaterra del siglo xvm se referían al maíz
del Nuevo Mundo con el nombre de «maíz indio» y el pudding elabora-
do a base de harina de maíz pasó a llamarse «pudding indio». Ni los
norteamericanos nativos ni los colonizadores tenían semillas de soja,
por supuesto, pero la leche de soja con vainilla funciona muy bien en
lugar de la leche corriente en esta receta.
Si en vez de utilizar leche o crema de leche ligera fundimos y mezclamos
helado de leche de soja con los demás ingredientes del pudding, el re-
sultado es tan bueno o incluso mejor que el de las recetas tradicionales,
•e todas formas, la receta también queda sabrosa con leche de vaca o
helado de leche de vaca. Si guarda el pudding en el frigorífico para el día
siguiente, ganará consistencia y el resultado será delicioso. Puede ser-
virlo tanto frío como caliente, y comérselo incluso para desayunar.

4 tazas de leche de soja con vainilla


V3 de taza de harina de maíz amarilla
1 cucharada de mantequilla sin sal
1/ taza de melaza oscura
2

1 cucharadita de canela molida


1/ cucharadita de jengibre molida
2
1/ cucharadita de sal
2

1/
2taza de helado de soja y vainilla, fundido
Helado de soja y vainilla para acompañar

1. Coloque la bandeja en la parte baja del horno y precaliéntelo a


1 5 0 °C. En un cuenco pequeño, mezcle una taza de leche de soja
con la harina de maíz y déjelo reposar para que se asiente.
En un cazo mediano, caliente 2 tazas de leche de soja a fuego me-
dio-alto hasta que se formen burbujas en los bordes. Eche poco a
poco la mezcla de harina de maíz en la leche caliente. Baje el fue-
go a intensidad media y cueza los ingredientes sin dejar de remo-
ver durante 10 minutos. La mezcla estará bastante líquida.
3. Añada la taza de leche de soja restante junto con la mantequilla,
la melaza, la canela, el jengibre y la sal, y remuévalo todo hasta
LO QUE EL HOMBRE SEMBRARE... I 135

que se funda la mantequilla. La mezcla seguirá estando bastante


líquida.
4. Introduzca el pudding en una cacerola de 1,5 litros sin engrasar.
Hornéelo, sin tapar, durante un par de horas. Sobre el pudding se
formará una fina costra ligeramente oscura.
5. Retire el pudding del horno y mézclelo con el helado fundido, remo-
viendo con brío para que no queden grumos. Vuelva a introducirlo en
el horno y hornéelo durante otros 30 minutos, de nuevo sin tapar.
6. Deje enfriar el pudding sobre la rejilla del horno durante un par de
horas. Al enfriarse, espesará y a su alrededor se formará una cos-
tra fina. Justo antes de servirlo, remuévalo para que la costra se
mezcle con el resto. Sírvalo tibio y con cuchara, en platos de pos-
tre, y acompáñelo con una bola de helado de soja y vainilla.

SALEN 8 RACIONES COMO MÍNIMO

Oda al tofu

En mi supermercado parece haber muchas variedades de tofu. Sé


que está hecho de soja, pero ¿a qué se debe tanta variedad?
Se empieza cuajando la leche de soja y después se manipula el cua-
jo de diferentes maneras.
Para coagular las proteínas de la leche de soja se pueden utili-
zar diferentes ácidos, enzimas, bacterias y sales. Estas sustancias
deshacen las largas y helicoidales moléculas de la leche, que se
vuelven a unir entre sí como si fueran peldaños de escalera (enla-
ces cruzados) para formar una red sólida y fuertemente entrelaza-
da que se separa del líquido. Al igual que en la leche animal cuan-
do se coagula, las proteínas forman el cuajo, que es lo que se utiliza
Para hacer tofu.
La leche corriente se suele coagular con cuajo, membrana que
recubre el cuarto estómago de los terneros lactantes y que contie-
ne una enzima que digiere las proteínas: la renina o quimosina. (Se
Preguntará cómo se descubrió esta técnica, ¿no? Pues siga leyen-
do.) El resto del animal se acaba aprovechando como «ternera de
leche». El cuajo se fermenta entonces con hongos o bacterias, se
deja madurar y se convierte en queso.
Aunque sea apócrifa, la historia del descubrimiento del cuajo
se remonta a los tiempos bíblicos; en aquel entonces, el vino, la le-
che y otras bebidas básicas se transportaban en recipientes hechos
con la piel de estómago limpia de terneros y ovejas. Quizá alguna
vez alguien no se.esmeró lo suficiente al limpiar el estómago de al-
gún ternero y, al transportar la leche en una travesía por el desier-
to, los restos de renina hicieron que cuajara. Luego, con la ayuda de
las bacterias que flotaban en el ambiente, la leche fermentó et
uoilá, ¡se descubrió el queso!
La leche de soja se suele cuajar con ácidos o sales, no con reni-
na. Los japoneses han utilizado tradicionalmente un residuo amar-
go y salado llamado nigari, que se obtiene durante la fabricación
de sal marina. El nigari no contiene cloruro de sodio (está formado
principalmente por cloruro de magnesio) y es el residuo que deja el
agua de mar al evaporarse. Hoy se emplea sobre todo sulfato de cal-
cio. Después, la leche cuajada se prensa en bloques llamados tofu.
Los puristas insisten en aclarar que el tofu no es el «cuajo» de
las semillas. En japonés al cuajo se le llama oburo y no se conside-
ra que es tofu hasta que se ha prensado para desechar el suero, es
decir, el líquido que quedó tras coagular la leche de soja.
Según la presión y la duración del prensado, el tofu adquiere
una consistencia u otra. Hay desde tofus blandos a tofus duros o
extraduros. El tofu blando cortado a dados se puede utilizar en las
ensaladas, mientras que el duro es ideal para freír. El tofu es la
arcilla para modelar de la cocina: se puede aplastar, mezclar, mol-
dear y cortar con diferentes formas y tamaños para elaborar casi
cualquier tipo de plato, desde aliños de ensalada a salsas, saltea-
dos o fritos. Además, absorbe casi como por arte de magia los sa-
bores de cualquier alimento con el que se cocine.
A diferencia del queso, que llega a la mesa tras haber sido ata-
cado por voraces hongos y bacterias y cuyo largo curado pone mu-
chas veces a prueba nuestro olfato, el tofu es un producto delicado
y perecedero. Se vende envasado al vacío, en recipientes de plásti-
co con agua, en envases esterilizados o a granel.
El «tofu sedoso», suave y cremoso, se elabora con un m é t o d o
más parecido al del yogur que al del queso. En vez de coagular la le-
che de soja y colar el suero, se añade una sustancia química llamada
glucodeltalactona (GDL), producto de la acción de una enzima (glu-
cosa oxidasa) sobre la glucosa. La mezcla se introduce en los envases
en que se venderá el tofu en los supermercados y se calienta suave-
mente a una temperatura de entre 79 °C y 91 °C durante una hora más
o menos. El calor hace que la GDL se convierta (hidrolice) en ácido
glucónico, que espesa las proteínas hasta formar un gel homogé-
neo y sin suero. Puede comerse con cuchara, como si fuera un yo-
gur o una natilla.

Ponga el miso en su vida


Me encanta cómo sabe la sopa de miso de los restaurantes japoneses,
pero no sé lo que es el miso. ¿Se puede comprar y experimentar con
él en casa?
Claro. El miso, también llamado «pasta de soja fermentada», es uno
de los productos más versátiles que se pueden encontrar en el mer-
cado japonés y coreano. Se vende solo, para cocinarlo en casa, o in-
corporado a sopas, aliños de ensalada y salsas.
El miso se empieza preparando igual que la leche de soja y el tofu:
se ponen semillas de soja en remojo, se cuecen al vapor y se muelen o
pican con el cuchillo. Después se sala bien la soja y se le añade cierto
hongo, llamado Aspergillus oryzae en latín, koji en japonés y «cierto
hongo» en español; se puede hacer con la soja tal cual o mezclada con
arroz, cebada o garbanzos. (El hongo es el mismo que los japoneses
utilizan para preparar sake.) Si se elabora al estilo tradicional, la mez-
cla se deja fermentar durante dos o tres años, hasta que se obtiene la
intensidad de sabor y el color deseados. En la actualidad, se acelera el
proceso aplicando calor y otras técnicas. La función de la sal es evitar
que otros microorganismos con peores intenciones estropeen la mez-
cla mientras Aspergillus, al que la sal no molesta, hace su trabajo.
Hay m u c h o s tipos de miso según el sabor (salado, dulce o agri-
dulce), el color (marfil, café e incluso marrón oscuro) y la textura
(suave, cremoso o grumoso). Los cocineros profesionales se lo pa-
san en grande experimentando con todas estas variedades de miso,
así que usted también puede hacerlo. Pruebe el shiro, un miso lige-
ro, o aka, uno más fuerte y oscuro.
Una vez descubra el miso, se convertirá en un habitual en su
cocina. Al tener un sabor tan intenso, conviene contrarrestarlo con
otros ingredientes. Acompáñelo con una vinagreta y sírvalo con es-
párragos, alcachofas o una ensalada de la huerta. O prepare una
sopa de miso añadiendo una cucharada o dos en un caldo de ver-
dura con fideos udon.

Perca americana con miso glaseado

Uno de los misos que más encontramos en Occidente es una variedad


espesa de aspecto parecido a la mantequilla de cacahuete que se ven-
de con diferentes tonos de marrones, desde los más claros a los más
oscuros. Es un condimento salado y sabroso, y potencia el sabor de
sopas y marinadas.
Al ser tan espeso, el miso debe rebajarse siempre con algo de líquido
antes de ponerlo en el plato. Puede encontrarse en cada vez más su-
permercados y en los colmados asiáticos. Con esta receta puede utili-
zar miso de cualquier color.
Tommy Klauber, chef y propietario del restaurante Pattigeorge de la
ciudad de Longboat Key, en Florida, sirve este plato cuando quiere en-
tusiasmar a los críticos gastronómicos. Como siempre tiene langosta
a mano (¿quién no?), utiliza consomé de langosta como caldo de coc-
ción. Nosotros nos conformaremos con mirin y sake. Tendrá que ma-
rinar el pescado durante al menos 2 horas o durante toda la noche
antes de asarlo al grill. Tenga el aliño vegetal preparado antes de em-
pezar a cocinar el pescado.

MARINADA:
6 cucharadas de miso blanco o amarillo
1/3 de taza de azúcar
1/4 de taza de mirin (vino dulce de arroz japonés utilizado para
cocinar)
1/4 de taza de sake
4 filetes de perca americana o bacalao fresco de 1 7 0 g y unos
2 o 2 , 5 cm de grueso cada uno

ALIÑO:
1 cucharada de aceite de cacahuete
1/ cucharadita de aceite de sésamo tostado
2

1 taza de cada uno de los siguientes ingredientes cortados en


juliana: zanahoria, hinojo y pimiento dulce rojo
LO QUE EL HOMBRE SEMBRARE... | 139

CALDO DE COCCIÓN:
1 taza de agua
3 cucharadas de mirin
2 cucharadas de sake

1. Prepare la marinada: en un cuenco pequeño, bata el miso, el azú-


car, el mirin y el sake hasta que obtenga una pasta suave. Intro-
duzca la pasta en una bolsa de plástico de un litro con cierre her-
mético. Añada los filetes de pescado, girándolos para que queden
cubiertos por ambos lados, cierre la bolsa y guárdela en el frigo-
rífico de 2 a 4 horas o hasta el día siguiente.
2. Prepare el aliño: en una sartén grande, caliente a fuego lento el
aceite de cacahuete y el aceite de sésamo. Añada la zanahoria,
el hinojo y el pimiento dulce rojo y sofríalos durante 5 minutos, has-
ta que queden blandos pero no dorados. Resérvelos.
3. Saque el pescado y la marinada del frigorífico un rato antes para
que estén a temperatura ambiente. Precaliente el grill.
4. Retire los filetes de pescado de la bolsa y, sin quitarles la marina-
da que haya quedado adherida a la carne, colóquelos en una ban-
deja honda para horno de unos 20 cm de longitud o en un molde
para tarta pequeño. Distribúyalos de modo que le quepan bien sin
que tenga que amontonarlos y deseche la marinada que sobre.
5. Prepare el caldo de cocción: caliente el agua en el microondas
junto con el mirin y el sake durante 1 minuto. Vierta el caldo de
cocción en la sartén de modo que los filetes queden cubiertos
hasta más o menos un tercio de su altura, unos B o 7 cm. De
este modo, el pescado se cocerá ligeramente mientras se dora
al grill.
6. Dore el pescado al grill de 5 a 6 minutos hasta que esté opaco
por el centro: sabe mejor con el centro poco hecho y tierno.
7. Sirva los filetes en platos hondos grandes calentados previamente
en el horno. Rocíe cada plato con 1 / 4 d e taza de jugo de cocción y
adórnelo con las verduras cortadas en juliana.

SALEN 4 RACIONES
El que come fabada lo paga

Cuando iba al instituto, en clase de biología me enseñaron que las


legumbres son plantas como la alfalfa y las judías que «fijan» el ni-
trógeno absorbiéndolo de la atmósfera y liberándolo en la tierra
para que lo utilicen las plantas. Sin embargo, la experiencia me ha
enseñado que legumbres como la judía también liberan otro tipo de
gas: el que nos regalan después de comérnoslas. ¿Hay alguna mane-
ra de «fijar» este gas para evitar sus desagradables consecuencias?
Bueno, una cosa que puede hacer es reducir la cantidad de alfalfa
que incluye en su dieta. No obstante, entiendo que pedirle que
también deje de comer todas las demás legumbres, como los gui-
santes, los cacahuetes, las lentejas y las innumerables variedades
de judías que hay en el mercado, sería demasiado. Nos encontra-
mos ante una de esas cuestiones que nos obligan a plantearnos si
los beneficios compensan el mal trago que hay que pasar.
Las plantas leguminosas son aquellas cuyas semillas se crían en
vainas. Desde el punto de vista nutritivo, las legumbres (nombre
que reciben las semillas) son ricas en proteínas y contienen muchos
de los aminoácidos esenciales, aunque no todos. El problema es
que también contienen algunos hidratos de carbono complejos
(oligosacáridos de la familia de la rafinosa, entre otros) para cuya di-
gestión los humanos carecen desgraciadamente de la enzima nece-
saria. Digo «desgraciadamente» porque esos hidratos de carbono
pasan directamente del estómago y el intestino delgado al intestino
grueso, donde las bacterias los devoran produciendo varios gases:
dióxido de carbono, hidrógeno y metano, todos ellos inodoros, sa-
zonados con el maloliente sulfuro de hidrógeno y otros compuestos
de azufre llamados mercaptanos. Estos gases, presentes ya en nues-
tras partes pudendas, salen del cuerpo por la salida más cercana.
Por desgracia, ninguno de los métodos recomendados para evi-
tar ventosidades se ha revelado infalible: ni el de lavar y escurrir las
legumbres varias veces antes de hervirlas, ni el de cocinarlas con
un sinfín de hierbas o especias (como el epazote)" que supuesta-

* Hierba de la especie Chenopodium ambrosioides, de hojas olorosas y flores pe-


queñas, que crece silvestre en el continente americano y en algunas zonas de
Europa. Es un ingrediente principal de la cocina mexicana. (TV. de la T.)
mente amortiguan el gas. Siguiendo quizá la filosofía de que la me-
jor defensa es una buena ofensiva, hay quien dice que, cuantas más
legumbres se coman habitualmente, como en países donde son un
alimento básico, menos peligro se corre de quedar en evidencia.
Puesto que hay tantas legumbres diferentes como personas, se-
ría difícil llevar a cabo los experimentos científicos controlados que
se requerirían para establecer la eficacia de estos métodos y estra-
tegias. Habría que calcular la ingesta de legumbres de numerosas
personas en diferentes condiciones y medir el volumen de sus pro-
yecciones gaseosas. Yo, como científico, no me ofrecería como vo-
luntario para realizar el experimento. No obstante, al igual que su-
cede con muchas otras prácticas populares que carecen de base
científica, la gente cree lo que quiere creer. ¿Y quién va a oponerse?
Una manera de defenderse de estas armas químicas de erup-
ción masiva es tomar algún producto que contenga la enzima di-
gestiva que a nosotros nos falta: la alfagalactosidasa.
Otra medida que al parecer funciona en mucha gente son unas
cápsulas de carbón vegetal, que al ingerirlas adsorben el gas del in-
testino. (Sí, «adsorben» con «d», no «absorben» con «b». Las molé-
culas gaseosas penetran en los granos de carbón, muy porosos, y se
adhieren a sus grandes paredes interiores. Este fenómeno recibe el
nombre de adsorción.)
Tanto los productos que reducen la flatulencia con alfagalac-
tosidasa como las cápsulas de carbón vegetal pueden comprarse
sin receta médica. Vale la pena probarlos en caso de emergencia;
por ejemplo, si le ha dado por desayunar las sobras de fabada de la
noche anterior y ha de ir a misa.
Al fin y al cabo, no hay mucho que pueda hacer más que dejar
que la naturaleza siga su curso y decir: «¿Yo? ¡No!»

Ciencia al m a r g e n

Fijación del nitrógeno (que no está obsesionado)


Como elemento esencial de los aminoácidos, la base de las proteínas,
el nitrógeno es imprescindible en todos los seres vivos, tanto en el rei-
no vegetal como en el animal. En la Tierra encontramos una cantidad
casi ilimitada de moléculas de nitrógeno (N 2 ) en la atmósfera; de he-
cho, el 80 % del aire está compuesto por este gas. Ahora bien, el en-
lace entre los dos átomos de nitrógeno de N2 es muy fuerte y las plan-
tas no tienen suficiente con la energía de la fotosíntesis para separar
los átomos y crear proteínas con ellos.
En un sorprendente caso de simbiosis, las plantas leguminosas y unas
bacterias del suelo llamadas Rhizobium se han puesto de acuerdo para
sacar ambas tajada. La bacteria produce una enzima que moviliza la
energía necesaria para romper el enlace N = N y liberar los átomos
de nitrógeno para convertirlos en amoniaco, NH 3 , y nitratos. La ma-
yoría de nitratos son solubles en agua, por lo que penetran en el sue-
lo y son absorbidos por las raíces de las plantas. El amoniaco también
se disuelve en el agua del suelo formando sales de amonio. De este
modo, las plantas pueden utilizar tanto los nitratos como las sales de
amonio como materia prima en sus fábricas de proteínas. [Un fertili-
zando muy rico en nitrógeno es el nitrato de amonio NH 4 N0 3 .)
En terrenos silvestres, las llamadas bacterias fijadoras de nitrógeno
contribuyen con tan sólo unos 2,25 kilos de nitrógeno por acre al año.
Sin embargo, en cultivos de leguminosas llegan a producir más de un
centenar de kilos por acre al año.
La colaboración entre las bacterias y las plantas se produce de la si-
guiente manera. Cuando las bacterias de Rhizobium invaden las raí-
ces de una planta leguminosa, esta responde formando nodulos, pe-
queños santuarios cargados con provisiones para las bacterias (jugos
ricos en azúcar). Al entrar en los nodulos, las bacterias se dan el
gran banquete y, en agradecimiento, producen sales de amonio y ni-
tratos.
Una planta de judías corriente produce poco menos de un centenar de
nodulos; una planta de soja, varios centenares. En una planta de ca-
cahuete, sin embargo, el número de pequeñas fábricas de fertilizante
puede rebasar el millar.

Remojar o no remojar

Tal como le explicó mi abuela, mi madre me explicó a mí que, al po-


ner los garbanzos secos en remojo, siempre había que añadir una
pizca de bicarbonato al agua. Sin embargo, nunca me explicó por
qué. Así que ahí va mi pregunta: ¿por qué?
Siempre hay que hacer lo que dicen las madres. A mí, cuando era
pequeño, mi madre me dijo (¡no me lo invento!) que, si entraba con
las botas de lluvia en cine, perdería vista. Una vez olvidé quitárme-
las y ahora llevo gafas.
Pongámonos serios: el consejo de su madre es algo más racio-
nal. Si los compramos secos, los garbanzos son unos granos duros
muy difíciles de ablandar. En muchos países del sur de Asia, Orien-
te Medio y el Mediterráneo, de los cuales es posible que fuera su
abuela, existe desde hace tiempo la costumbre de dejar los garban-
zos en remojo toda la noche antes de cocinarlos. También se des-
cubrió que añadiéndoles un poco de bicarbonato se acorta el tiem-
po de remojo y de cocción necesario para ablandarlos.
Ahora sabemos que los álcalis, como el bicarbonato de sosa,
atacan las fibrosas pieles de celulosa de las legumbres y aumentan
su permeabilidad al agua. En otras culturas se utilizan otros álca-
lis (lejía, carbonato de potasio, cal) para separar la corteza celuló-
sica de los granos de maíz y producir masa harina, la pasta utiliza-
da para hacer las tortillas mexicanas. (Véase «Tortilla linda», pág.
221.) También sabemos que una pizca de bicarbonato de sodio
ayuda mucho, sobre todo si los garbanzos se dejan en remojo en
agua dura: el bicarbonato elimina el calcio y el magnesio del agua,
por lo que evita que estos formen compuestos duros e insolubles
entre las pareces celulares de la legumbre, lo que dificultaría la hi-
dratación de los granos. Sin embargo, mucho bicarbonato de sosa
sería contraproducente, ya que ablandaría demasiado los garban-
zos y estropearía su textura, por no hablar del sabor jabonoso y sa-
lado que dejaría.
Pero ¿es realmente necesario dejar los garbanzos o cualquier
otra legumbre seca en remojo antes de cocinarlos? La deshidrata-
ción, obviamente inventada muchos siglos antes que las latas, no
es más que un método para conservar los garbanzos y las demás le-
gumbres. Sigue utilizándose por cuestiones prácticas de envasado
y porque permite que duren más. No obstante, muchas legumbres
se venden hoy cocidas y listas para comer, envasadas en lata o en
botes.
Sobre esta cuestión se ha escrito -y discutido- casi tanto como
sobre las elecciones presidenciales al Congreso de Estados Unidos
del año 2000, y en mi opinión en ambos casos en vano. La pre-
gunta de si hay que remojar o no las legumbres no tiene una res-
puesta fácil.
El motivo por el que se empezó a poner las legumbres en re-
mojo fue, sin duda, que se reducía el tiempo de cocción y, por lo
tanto, se ahorraba el preciado combustible. Hoy en día, la mayoría
de nosotros no tenemos que cortar leña para cocinar y la misérri-
ma cantidad de gas o electricidad que nos ahorramos poniéndolas
en remojo importa poco en nuestra despilfarradora sociedad.
Puesto que con el remojo perseguimos lo mismo que con la coc-
ción -ablandar las legumbres para poderlas comer-, se trata de de-
cidir cómo queremos repartir el proceso: dando más o menos peso
al remojo preliminar o a la cocción a fuego lento. Los tres factores
que determinarán nuestra decisión son el tamaño de la legumbre,
la temperatura y el tiempo.
• Tamaño: Las lentejas enanas y los guisantes pequeños, so-
bre todo los partidos, tienen más superficie que peso o vo-
lumen (es decir, una elevada relación superficie-volumen),
por lo que el agua encuentra mucho espacio por el que
abrirse paso hacia el interior. Como se hidratan enseguida
durante la cocción, no tiene mucho sentido darles un em-
pujón inicial dejándolas en remojo.
Los garbanzos, sin embargo, tienen una menor relación su-
perficie-volumen y al agua le cuesta más penetrar en su in-
terior. Con estas semillas casi inexpugnables, un remojo
previo en agua fría puede atajar el tiempo de cocción a un
número de horas razonable.
• Temperatura: A altas temperaturas el agua impregna las se-
millas deshidratadas con mayor rapidez, por lo que una
hora de cocción a fuego lento resulta mucho más producti-
va que una hora en remojo. Comparando la velocidad de di-
fusión del agua, calculo que con una hora de cocción a fue-
go lento se obtiene la misma hidratación que con 3 horas
de remojo en agua fría. Así pues, si para cocer unos garban-
zos deshidratados se necesitan 5 horas de cocción a fuego
lento, para reducir el tiempo a 4 horas habría que ponerlos
antes otras 3 horas en remojo.
• Tiempo: Hay que tener en cuenta cuánto tiempo tenemos y
de qué tipo, es decir, tiempo presencial (cocción) o no pre-
sencial (remojo). Resulta tentador tirar del remojo porque
se puede hacer mientras dormimos, pero abusar del remo-
jo en detrimento de la cocción puede afectar al sabor final.
Hay que dejar suficiente tiempo de cocción para que las le-
gumbres ablandadas absorban los sabores de los ingre-
dientes que les acompañan en la olla y, al revés, para que
los ingredientes de la olla absorban el sabor de las legum-
bres.
Se ha desperdiciado mucha tinta intentando responder a pre-
guntas como si el remojo afecta a la textura final de las legumbres,
si hay que salarlas y si hay que hacerlo antes o después de cocer-
las, o si al dejarlas en remojo pierden sus nutrientes y sabor o si se
eliminan los oligosacáridos responsables de los gases. De ser afir-
mativa la primera respuesta, sería mejor no dejarlas en remojo; de
serlo la última, convendría hacerlo. Los estudios demuestran que,
cuando se dejan en remojo, el agua absorbe pequeñas cantidades
tanto de oligosacáridos como de tiamina (vitamina B,), por lo que
pierden propiedades nutritivas, pero también su capacidad para
emitir gases. Por un lado o por otro, siempre se pierde.
No obstante, cocer legumbres no es como lanzar cohetes al es-
pacio ni dedicarse a la neurología (o algo parecido). Durante siglos
y siglos la manera de cocerlas ha ido cambiando en las diferentes
culturas, sin mucha base científica, así que mi consejo es que las
cueza como dicte su cultura.
Y si se va a sentir mejor «honrando a su madre», no se lo pien-
se dos veces: hágale caso y ponga los garbanzos en remojo.
Capítulo4
DELICIAS DE LA HUERTA

En las páginas de sus obras, William Shakespeare empleó las pala-


bras fruta o frutas 122 veces. En las páginas de la Biblia, en su ver-
sión autorizada del rey Jaime I de Inglaterra, las palabras fruta o
frutas aparecen 361 veces. Y actualmente, en las etéreas páginas de
Internet, las encontramos 20 millones de veces.
Metafóricamente hablando, decimos que algo es «fructífero» o
que «ha dado fruto» si es rentable o ha dado buen resultado, mien-
tras que un esfuerzo fallido lo calificamos de «infructuoso». ¿Por
qué nos fascinan tanto las frutas?
La palabra «fruta» viene del latín fructus, que significa «disfru-
te», en lo que podría ser una alusión al dulzor de la fruta madura.
Fuera de Asia y las islas del sur del Pacífico, de donde procede la
caña de azúcar, no se conoció ninguna fuente edulcorante aparte
de la miel hasta tiempos posbíblicos.
Puede que nuestra pasión por la fruta tenga motivos más pro-
fundos. En botánica se define fruto como el ovario maduro de una
planta con flor cuya finalidad es contener, nutrir y en última ins-
tancia dispersar las semillas de la planta. El fruto es, por lo tanto, el
objetivo último de la planta, una expresión tangible de su inten-
ción de procrear. Es un símbolo de vida, esperanza y aspiración.
Ahora bien, ¿qué es en realidad una fruta? No es fácil responder
a esta pregunta. Enfrentarse a la tarea de clasificar las partes que
conforman las 270.000 especies de plantas conocidas en un peque-
ño número de categorías requiere un esfuerzo descomunal. Sin
embargo, con su afición por clasificar las cosas atendiendo a suti-
lezas de forma y función, la mayoría de botánicos distinguen tres
tipos básicos de frutos en función de cómo se han formado a par-
tir del ovario de la flor: frutos simples, agregados y múltiples. Exis-
i *-»a i

ten otras clasificaciones. Pregúntele a dos botánicos cualesquiera y


obtendrá tres respuestas diferentes. Nosotros nos ceñiremos a la
triple distinción entre frutos simples, agregados y múltiples, y no se
sorprenda si ve el nombre de algo que no habría clasificado como
fruto, incluidos los frutos secos. (Los cacahuetes, aunque también
son fruta, no son frutos secos.)
• Un fruto simple es el que se desarrolla a partir de un solo
ovario de una planta y puede ser carnoso o seco.
Entre los frutos simples carnosos están las llamadas bayas y
drupas. Las bayas incluyen el aguacate, el pimiento, el arándano, la
uva, el pomelo, la naranja e incluso el tomate y el plátano. (Sí, se-
gún los botánicos, los plátanos son bayas. ¿Alguien se atreve con
una tarta de plátanos del bosque?) Las drupas, en las que la capa
interna (el endocarpio) de las paredes del ovario (el pericarpio) se
endurece y forma el hueso o pepita, también se conocen como fru-
tas con hueso. Son, por ejemplo, el albaricoque, la cereza, el coco,
la oliva, el melocotón, la ciruela e incluso las vainas de cacao de las
que se extrae la semilla para hacer chocolate.
Entre los frutos simples secos encontramos las legumbres (ju-
días, guisantes, cacahuetes), los frutos secos (bellotas, avellanas,
nueces) y los cereales (maíz, arroz, trigo). Sí, los cereales son frutos,
pero como son tan esenciales para la dieta humana les dedico un
capítulo aparte (véasecap. 5).
• Un fruto agregado, como la zarzamora o la frambuesa, se
desarrolla a partir de varios ovarios de una misma flor
creando un conjunto de pequeñas drupas semejante a un
racimo de uvas en miniatura. (En términos botánicos, la
zarzamora y la frambuesa no son bayas como, por ejemplo,
los plátanos. ¡Ahí es nada!)
• Un fruto múltiple, como la piña, se desarrolla a partir de los
ovarios de muchas plantas que forman una inflorescencia.
Pero ¿dónde está la indiscutible favorita, la fresa? ¿Y la manza-
na curalotodo? A estas alturas no le desconcertará saber que la fre-
sa no es una baya. Ahora bien, tampoco es un fruto simple, agrega-
do o múltiple. Las fresas son, junto con lo que se conoce c o m o
pomas (manzanas y peras), frutos accesorios, es decir, frutos que
DELICIAS DE LA HUERTA I 149

no se desarrollan a partir del ovario sino de otras partes de la plan-


ta. El lector puede respirar tranquilo: dejaremos esta cuestión para
otra ocasión.
¡Y ahora basta de botánica! ¡Sigamos con la gastronomía!

FICCIONARIO DEL GQURMET


Aguacate: suspenso en natación

Aguacate maduro, gas seguro

Cada vez que leo en el periódico que hay una nueva fruta en el mer-
cado la compro, pero luego muchas veces no sé qué hacer con ella.
¿Cómo se sabe si una fruta está madura o si se deteriorará ensegui-
da o mejorará con el tiempo?
No es fácil. Las transformaciones químicas que tienen lugar duran-
te la maduración de la fruta son bastante complejas y, en muchas
frutas, la diferencia está casi sólo en cuándo se producen las reac-
ciones.
En todas las frutas, hay un momento en el que las reacciones de
maduración alcanzan su máxima intensidad y tras el cual se inicia
la senescencia (deterioro) que lleva a su descomposición. Es el de-
signio de la Naturaleza: a todos nos llega la hora, polvo eres y en
polvo te convertirás.
El problema es saber cuándo alcanza la maduración su máxima
intensidad. En ese momento la fruta tendrá buen color (de verde
habrá pasado a amarillo-naranja o a rojo-azul), estará blanda y su
sabor será el óptimo, pues tendrá menos ácidos y más azúcares (ex-
cepto en limones y limas) y se habrán producido varias sustancias
aromáticas y saborizantes.
Sin embargo, acertar cuándo está más madura la fruta es como
intentar saber cuándo han alcanzado su máximo los valores en
Bolsa. Por un motivo: la fruta se elige en la tienda al cabo de un
tiempo de haberse recogido del árbol o la mata, sin saber cómo es-
taba en ese momento ni qué ha pasado desde entonces. El equiva-
lente en Bolsa sería comprar una acción en función del valor que
tenía la semana anterior.
Los aguacates no empiezan a madurar hasta que no se recogen
del aguacatero, así que no tema al comprarlos si están duros como
una piedra. La mayoría de frutas, sin embargo, están mucho más
buenas si se dejan madurar del todo en la planta hasta el momen-
to en que están a punto de caer. Es la manera que tiene la Natura-
leza de tentar a los animales: coméoslas mientras estén bien ma-
duras, les dice. Así consigue que esparzan por ahí sus indigestas
semillas.
Lo más útil es aprender a discernir qué frutas siguen madu-
rando una vez recogidas del árbol y qué frutas no. Si no siguen
madurando, no podrá hacer nada con la fruta que se lleve a casa;
debe comprarla totalmente madura (necesitará suerte si no tiene
cerca un mercado de productos frescos) y guardarla en el frigorí-
fico para que se conserve bien, pues las bajas temperaturas retra-
san las reacciones de senescencia.
Con las frutas que siguen madurando una vez recogidas del ár-
bol la cosa cambia. Si las compra poco maduras, en casa puede ha-
cer lo siguiente para ayudarlas en el proceso: exponerlas a un gas
llamado etileno, es decir, eteno, H C = CH , una hormona que ace-
2 2

lera el proceso de maduración. No solemos imaginar que un gas


pueda ser una hormona, pero el etileno lo es porque, al igual que el
resto de hormonas, resulta efectivo en pequeñas cantidades de me-
nos de una parte por millón.
¿Cómo se obtiene el etileno? Se obtiene de las mismas frutas.
Muchas desprenden gas etileno en el momento en que alcanzan el
punto óptimo de maduración, antes de que dé comienzo la senes-
cencia. Reciben el nombre de frutas climatéricas, pues su produc-
ción de etileno alcanza un climax y después decae. (Si cree haber
detectado cierto paralelismo con la disminución de hormonas fe-
meninas que se producen en la menopausia, también llamada cli-
matérica, ha dado en el clavo.)
Cuando una fruta climatérica todavía está verde, se puede ace-
lerar su maduración con el etileno de otra fruta que emita etileno o
incluso con el etileno que emite ella misma (evitando que se dis-
perse en el aire), lo que la estimulará para seguir produciendo eti-
leno. En jerga química, este tipo de reacciones autoinducidas reci-
ben el nombre de autocatalíticas.
En las frutas cuya producción de etileno no aumenta y des-
ciende durante la maduración, llamadas no climatéricas, la exposi-
ción al gas influye menos. Por lo tanto, lo que debe saber es qué fru-
DELICIAS DE LA HUERTA | 151

tas son climatéricas, para exponerlas a etileno y acelerar su madu-


ración. El etileno se lo proporcionarán otras frutas climatéricas que
todavía lo estén produciendo.
Vayamos por pasos. Primero, eche un vistazo a la tabla 2 de la
página 152 para averiguar a qué categoría pertenece la fruta en
cuestión. Si está en la lista de fruta no climatérica, quizá consiga
que se ablande un poco y que pierda el color verde, pero no espere
que madure más antes de que empiece a echarse a perder. Guárde-
la en el frigorífico para que al menos se conserve como está.
Si está en la lista de fruta climatérica, déjela a temperatura am-
biente. Para acelerar el proceso, coloque un par de piezas en bolsas
de papel, sin amontarlas, y perfore el papel para que respiren. Las
bolsas atraparán parte del etileno que emitan las frutas, pero no
todo, y de este modo se acelerará la maduración. El etileno pesa
menos que el aire, por lo que una parte se escapará por los aguje-
ros de la bolsa; no pasa nada, porque para que se produzcan las re-
acciones no se necesita más que una parte de etileno por un millón
de partes de aire. No utilice bolsas de plástico; podrían concentrar-
se demasiado etileno y humedad, lo que sobremaduraría y estro-
pearía la fruta. Recuerde que una mayor maduración no comporta
necesariamente un mayor dulzor. La fruta se ablanda y a veces
gana sabor, pero entre las frutas climatéricas más comunes sólo la
manzana, el plátano, el mango y la pera se vuelven más dulces una
vez recogidas de la planta.
Si le corre mucha prisa, introduzca en la bolsa alguna fruta
que produzca mucho etileno, como la manzana, el plátano o el
maracuyá (el rey en producción de etileno). Compruebe el estado
de la fruta cada 10 o 12 horas; de lo contrario, puede que se en-
cuentre con la desagradable sorpresa de que se le ha podrido al-
guna pieza.
Eso de que «una manzana mala pudre una tonelada» quizá sea
algo exagerado, pero si la «mala» sigue emitiendo copiosas canti-
dades de etileno acabará estropeando todas las manzanas de la
cesta. El peligro se multiplica si la manzana mala se encuentra de-
bajo de las demás, ya que el etileno, al ser más ligero que el aire, irá
subiendo y afectando a su paso a todas las demás manzanas.
¿Cómo evitan entonces los productores de manzanas que se
Pudran los miles de toneladas de fruta que cosechan en septiembre
Y que no despachan al mercado hasta como mínimo enero? Las
guardan en cámaras frigoríficas a temperaturas entre -0,6 y 2,2 °C
Tabla 2
Frutas que m a d u r a n t r a s la recolección
y f r u t a s que no

NO MADURAN TRAS SIGUEN MADURANDO TRAS LA


LA RECOLECCIÓN RECOLECCIÓN
(no climatéricas) (climatéricas)

Cereza Manzana
Cítricos Albaricoque
[naranja, limón, Aguacate
lima, pomelo)
Plátano
Pepino Arándano
Uva Higo
Piña Guayaba
Granada Melón amarillo
Frutos del bosque Kiwi
(mora, frambuesa, fresa] Mango
Sandia Melón Galia
Nectarina
Papaya
Maracuyá
Melocotón
Pera
Caqui
Plátano macho
Ciruela
Membrillo
Tomate

para retrasar las reacciones de maduración. (Haga lo mismo en


casa para que se mantengan maduras sin pasarse.) Otra medida
que adoptan, más importante, es controlar la cantidad de oxígeno
y dióxido de carbono de las cámaras para que, además de despren-
der etileno, las manzanas «respiren» oxígeno y «exhalen» dióxido
de carbono. Esta «respiración» se mantiene en todas las frutas y
verduras una vez cosechadas. Puede inhibirse bajando la tempera-
tura de las cámaras y reduciendo la cantidad de oxígeno y aumen-
tando la de dióxido de carbono (un método que, como no habrá
imaginado, también inhibiría la respiración humana). En el sector
agrícola, este método recibe el nombre de almacenamiento en at-
mósfera controlada.

C i r u e l a s p a s a s e s c a l d a d a s a la italiana

Las ciruelas pasas italianas, blandas y de color púrpura oscuro, tienen


un ligero punto de dulzor. Si se dejan un tiempo a temperatura am-
biente apenas aumenta su dulzor, pero si se cuecen en almíbar su co-
lor y sabor se intensifican y se vuelven de color carmesí y agridulces.
Puede comprarlas en el mercado entre finales de verano y principios
de otoño. Son exquisitas, tanto por su sabor como por su aspecto, y
puede servirlas solas o con helado de vainilla.

4 5 0 g de ciruelas pasas italianas


1 taza de azúcar
1 taza de agua
1 rama pequeña de canela, de unos 5 cm de largo
1 cucharadita de extracto de vainilla

1. Lave las ciruelas y pártalas por la mitad, sin pelarlas. Deshuéselas.


2. En un cazo grande lleve el azúcar, el agua y la ramita de canela a
ebullición a fuego medio y cueza durante 5 minutos, removiendo
a menudo, hasta disolver el azúcar y obtener un almíbar líquido.
3. Añada las ciruelas partidas, baje el fuego y cuezalas poco a poco
durante 3 o 4 minutos hasta que estén tiernas, rociando con una
cuchara las ciruelas de vez en cuando con el almíbar y volviéndo-
las una vez durante todo el proceso. Añada la vainilla.
4. Sirva las ciruelas calientes o frías con el almíbar.

SALEN UNAS 8 RACIONES


Maltratadas pero dulces

¿Por qué de las frutas saben más dulces las partes picadas que las
otras?
Mírelo así: si se liara a dar golpes en un laboratorio y reventara to-
dos los botes de productos químicos, es posible que entre los es-
parcidos por el suelo se produjeran extrañas reacciones químicas.
¿Verdad que esto no le sorprende?
Pues las plantas están hechas de pequeños «botes de productos
químicos» bien envasados e impecablemente organizados llama-
dos células. Cuando se daña una fruta, las células se rompen y los
productos químicos de su interior, antes separados unos de otros
en diferentes partes de la célula, se esparcen y se mezclan.
Si se golpea o corta una manzana, una pera o un aguacate, por
citar algunos ejemplos, la pulpa dañada no tarda en oxidarse y po-
nerse marrón. Las responsables de la oxidación son unas enzimas
llamadas oxidasas de polifenol, liberadas de su cautividad al rom-
perse las paredes celulares; reaccionan con los fenoles de la fruta,
un amplio grupo de compuestos antioxidantes que dan sabor, co-
lor y muchas otras propiedades a las plantas comestibles, y tras su-
frir varias transformaciones químicas producen una serie de molé-
culas de gran tamaño (polímeros), en su mayoría de color marrón.
Este proceso, llamado pardeamiento enzimático -para diferen-
ciarlo tanto de la caramelización como de las reacciones de Mai-
llard (véanse págs. 279 y 280)- puede reducirse desactivando las
enzimas con calor o ácido. En otras palabras, cocine esas manzanas
cuanto antes o rocíelas con limón o lima, que son las sustancias
más ácidas que tenemos en la cocina, incluso más que el vinagre.
En vez de destruir la enzima oxidativa, se puede cortar el sumi-
nistro de oxígeno a las células, cubriendo por ejemplo la superficie
cortada de la fruta con film transparente. Otra opción es rociarla
con algún compuesto químico que frene la oxidación, como dióxi-
do de azufre, ácido ascórbico (vitamina C) o ácido cítrico (en for-
ma, una vez más, de zumo de limón).
En algunas frutas, las reacciones de pardeamiento provocadas
por estas enzimas producen azúcares dulces. En cambio, en otras
como las manzanas, se generan ácidos o sabores amargos.
Así pues, no maltrate la fruta para volverla más dulce. La fruta
luce y sabe mejor si se la mima.
DELICIAS D E L A HUERTA I 155

Plátanos atómicos

Puestos a comerse un plátano, ¿cuál tiene más calorías, uno dulce o


uno insípido? Los plátanos se vuelven más dulces cuando maduran,
pero ¿producen más calorías por estar ahí sin moverse? ¿Generan
energía?
Ha respondido a su propia pregunta. Sí, producen calorías y las ca-
lorías son energía. La energía puede generarse a partir de la trans-
formación de otras formas de energía (térmica, mecánica, eléctri-
ca, etc.) o a partir de la materia mediante la fórmula E = mc . Si un
2

plátano pudiera convertir la materia en energía, como el uranio,


podríamos fabricar bombas atómicas con ellos.
Me imagino lo que piensa: más azúcar, más calorías. ¿No? Pero
¿de dónde sale el azúcar? Cuando la fruta madura, los almidones se
descomponen en azúcares y tanto el almidón como el azúcar -to-
dos los hidratos de carbono comestibles- nos dan las mismas 4 ca-
lorías de energía por gramo al metabolizarlos. Simplemente se in-
tercambian las calorías. No importa si las moléculas de azúcar
siguen unidas en forma de moléculas de almidón o si vuelan libres
como pájaros.
Por lo tanto, para hacer funcionar una central nuclear no nos
servirían los plátanos maduros, a no ser que utilizáramos un mon-
tón y los quemáramos. Esta tarea, por otro lado, no nos resultaría
nada fácil, porque la pulpa del plátano está compuesta por un 75
% de agua. Aunque los secáramos antes, sólo obtendríamos 400
calorías por medio kilo de plátanos quemados. Nada que ver con
el carbón, una cantidad similar del cual libera 3.000 calorías, o con
el uranio, en el que la producción de calorías se dispara a 21 mi-
llones.
El único déficit energético que podríamos resolver con plá-
tanos sería el de un atleta cansado; dándole un racimo de pláta-
nos recargaría pilas a razón de 27 gramos de hidratos de carbo-
no por plátano.

El segundo plátano

Compré unos plátanos verdes y grandes en un colmado sudamerica-


no y los dejé en la repisa de la ventana de la cocina para que madu-
raran. Cuando se pusieron amarillos, intenté comerme uno, pero es-
taba duro y sabía a cal. ¿Qué clase de plátanos eran?
No eran plátanos corrientes, sino plátanos verdes o macho, una
fruta tropical emparentada con el plátano -ambos de la especie
Musa-, pero con muchos más almidones y mucho menos azúcar
cuando están maduros. También se conocen como plátanos para
freír, lo que nos da una pista de por qué no deben comerse crudos.
Los plátanos macho forman parte de la alimentación básica en
África y sobre todo en Sudamérica, donde se los conoce simple-
mente como «plátanos». En Puerto Rico, por ejemplo, se sirven
como aperitivo en forma de tostones (rodajas de plátano verde ma-
jadas, fritas y salteadas con ajo) o arañitas (tortas fritas de plátano
rallado). Cuando están maduros y blandos, los plátanos macho re-
ciben el nombre de «amarillos»; se utilizan con mantequilla, azúcar
moreno y canela para hacer un postre caribeño similar a otra rece-
ta muy popular en Estados Unidos llamada Bananas Foster. (Véase
la receta siguiente.)
Por cierto, el truco de colocar la fruta en la repisa de la ventana
carece de fundamento. Se hace porque es un sitio en el que siem-
pre da el sol, pero la fruta, una vez recogida, no necesita la luz so-
lar para madurar.

Plát:anos Byczewski

Si se le empiezan a poner feos los plátanos y no tiene tiempo de hacer


un bizcocho, puede optar por lo fácil: rehogarlos en la sartén. Un pos-
tre sencillo, pero muy poco valorado.
Si prefiere algo más elaborado, puede preparar el postre estrella de
Nueva Orleáns, el Bananas Foster. El licor de plátano potencia el sabor
de la fruta.
Se cuenta que, en 1 9 5 1 , a üwen Brennan, propietario del célebre res-
taurante Brennan's de Nueva Orleáns, le pidieron que propusiera un
postre original para el reportaje de una revista. El chef, Paul Blangé,
creó el Bananas Foster, cuya fama supera hoy a la del restaurante.
Pero ¿quién era Foster? Richard Foster era amigo y cliente habitual de
Brennan's y Brennan le puso el nombre al postre en su honor. Corre
el rumor de que un amigo todavía más cercano a Brennan, Flawiusz
DELICIAS DE LA HUERTA | 157

Byczewski, se suicido tras perder los derechos sobre el nombre. Es fal-


so, pero hemos querido rendirle homenaje poniendo su nombre a esta
versión del postre.

2 cucharadas de mantequilla sin sal


1/4 de taza de miel
1/4 de cucharadita de nuez moscada recién rallada
1/4 de cucharadita de jengibre molido
2 cucharadas de licor de plátano, opcional
Zumo de limón recién exprimido, al gusto
4 plátanos firmes y maduros pelados y cortados a lo largo
en cuatro
Helado de vainilla o de nueces de pacana para acompañar
1/ de taza de ron moreno
4

1. En una sartén de unos 30 cm de diámetro, derrita la mantequilla a


fuego lento. Añada la miel, la nuez moscada y el jengibre y remue-
va con una cuchara hasta que la miel esté líquida y los ingredientes
se hayan mezclado bien. Añada el licor de plátano, llévelo a ebulli-
ción y cueza a fuego lento durante 2 minutos. (Puede preparar esta
salsa con antelación y recalentarla antes de seguir adelante.)
2. Pruebe la salsa. Si la encuentra demasiado dulce, añada unas go-
tas de zumo de limón.
3. Añada los trozos de plátano a la salsa y cuézalos a fuego lento du-
rante unos 3 minutos hasta que empiecen a ablandarse, echán-
doles de vez en cuando salsa por encima y girándolos para que se
hagan por ambos lados. No los haga demasiado.
4. Entretanto, disponga unas bolas de helado en 4 cuencos o platos
hondos.
5. Caliente el ron en el microondas unos 30 segundos y a máxima
potencia en un recipiente de vidrio adecuado. Rocíe los plátanos
con el ron, aléjese ligeramente por precaución y prenda el ron con
una cerilla.
6. Cuando se reduzca la llama, saque los plátanos de la sartén y co-
lóquelos alrededor del helado. Rocíe el helado con abundante sal-
sa caliente y sírvalo inmediatamente.

SALEN 4 RACIONES
Aceites y aceites

¿Podría explicarme en qué se parecen químicamente los aceites co-


mestibles (de oliva, girasol, etc.) y los aceites no aptos para el consu-
mo humano como, por ejemplo, los lubricantes? ¿Hay alguna pro-
piedad química que determine que una sustancia es «aceite»?
Sólo una: en ambos casos se trata de líquidos con moléculas poco
sujetas entre sí que resbalan al tocarse, lo que explica que ambos
sean deslizadizos. Desde un punto de vista químico, sin embargo,
son bastante diferentes. Le confesaré una anécdota embarazosa.
Hace muchos años di clases de química en español (¡qué jeta
la mía!) en una universidad de Venezuela. Me valí de las cuatro
palabras de español que recordaba de mis tiempos en el instituto
y que había mejorado con unas cuantas estancias en México y un
semestre de residencia en Puerto Rico. Un día en clase me quedé
perplejo al ver que, cada vez que decía «aceite» para referirme al
producto de la industria petrolera venezolana, se desataba una
ola de murmullos y risitas en el aula. «Aceite» era la traducción
que mi diccionario me daba para «oil». Un estudiante se apiadó
de mí y en un aparte me explicó que «aceite» se reserva sólo para
aceites comestibles, sobre todo para el de oliva. Debería haber
empleado la palabra «petróleo». ¡Resulta que me había pasado el
rato disertando sin darme cuenta sobre cómo los venezolanos ex-
traen el aceite de oliva del suelo! En Estados Unidos utilizamos
una sola palabra para referirnos a ambos conceptos, «oil». (Años
más tarde un español me replicó que el petróleo refinado utili-
zado para lubricar motores u otras máquinas sí se llama «aceite»,
o al menos en España.)
El petróleo es un amasijo de cientos de hidrocarburos -com-
puestos formados exclusivamente por carbono e hidrógeno-; los
hidrocarburos se pueden separar por destilación o descomponer y
refinar para fabricar cientos de productos, que van desde la gasoli-
na a la vaselina, por no mencionar los miles de sustancias petro-
químicas sintéticas que pueden producir los químicos a partir de la
materia prima.
La función de los hidrocarburos en los seres vivos es mínima.
Podríamos decir que el petróleo está formado por materia vegetal
y animal muerta. Para nuestro metabolismo digestivo los aceites
derivados del petróleo resultan, por lo tanto, inertes; no pueden di-
gerirse. El aceite mineral, un derivado del petróleo muy purificado,
por ejemplo, sale del cuerpo tal como entra, pues al lubricar el apa-
rato digestivo actúa como laxante.
Aunque los aceites comestibles que obtenemos de las plantas
contienen pequeñas cantidades de hidrocarburos, están formados
principalmente por triglicéridos. Las moléculas de los triglicéridos
son muy similares a las de los hidrocarburos, pero además de lar-
gas cadenas de átomos de carbono e hidrógeno cada molécula de
triglicérido contiene seis átomos de oxígeno en un extremo. Un
cambio en los componentes o la estructura de una molécula, aun-
que sea mínimo, puede modificar completamente sus propiedades
químicas y fisiológicas.
Los triglicéridos son, junto con las proteínas y los hidratos de
carbono, uno de los tres compuestos alimenticios esenciales para
la vida, tanto en su forma líquida (aceites) como en su forma sóli-
da (grasas). En el cuerpo se descomponen para generar energía,
pero ingeridos en exceso se convierten en lo que se conoce con el
poco decoroso nombre de michelines o flotadores.
Los millones de litros de aceite con que aliñamos o cocinamos
en todo el mundo deben refinarse previamente para que sean
más puros y aceptables para nuestros quisquillosos paladares.*
Estos son los tratamientos con que se pule el aceite vegetal antes
de venderse en las tiendas con la etiqueta de «100 % natural» o
«puro 100 %»:
• Para empezar, la mayor parte del aceite se obtiene prensan-
do las semillas en unas máquinas llamadas prensas extru-
soras, con capacidad para estrujar, por ejemplo, hasta 30
toneladas de semillas de girasol en un solo día. Las extruso-
ras son prensas de tornillo que se sirven de la fricción y la
presión para extraer el aceite de las semillas. La fricción les
permite calentar la pasta de aceite y la pulpa a temperatu-
ras de entre 60 °C y 99 °C. No obstante, también hay extru-
soras enfriadas por agua que se utilizan para elaborar acei-

En Estados Unidos se consumen, según el autor, 5.300 millones de litros de acei-


tes de cocina al año (cuyo valor asciende a 33 millones de barriles de petróleo). En
España, según datos facilitados por la Asociación Nacional de Industriales Envasa-
dores y Refinadores de Aceites Comestibles (ANIERAC, el consumo anual de acei-
tes de cocina envasados se sitúa alrededor de las 800.000 toneladas. (N. de la T.)
tes «prensados en frío», preferidos por los defensores de la
comida natural y de los productos crudos.
El método de extracción más utilizado consiste en disolver
las semillas en hexano, un hidrocarburo líquido volátil que
disuelve el aceite y que después se elimina evaporándolo a
100 °C. Como el hexano hierve a tan sólo 69 °C, no debería
quedar ni rastro de él en el aceite acabado, pero a menudo
se detectan residuos de hasta 25 partes por millón. De ahí
que las tiendas de dietética presuman de vender aceites
vírgenes o prensados en frío que no han entrado en con-
tacto con hexano. Se trata de aceites más caros, porque son
más difíciles de obtener; el hexano permite extraer mucho
más aceite de las semillas que el prensado.
Después el aceite crudo prensado o extraído puede desgo-
marse añadiéndole pequeñas cantidades de agua o ácido
cítrico, que precipitan unas sustancias químicas gomosas
llamadas fosfolípidos.
A continuación, se trata con un álcali (normalmente hidró-
xido de sodio o lejía) para eliminar cualquier residuo de
fosfolípidos, proteínas y compuestos mucilaginosos, y so-
bre todo para neutralizar cualquier ácido graso que se haya
liberado, pues podría impartirle al aceite un sabor desagra-
dable. La reacción del álcali con los ácidos grasos produce
jabón (sí, jabón), que se elimina lavando el aceite con agua
caliente.
Si el aceite presenta un color desagradable, se blanquea, y
no con un blanqueador cualquiera, sino con una gravilla de
arcilla o carbón activo que absorbe las moléculas de impu-
rezas pigmentadas.
Si quedan olores desagradables, el aceite se desodoriza des-
tilándolo al vapor en el vacío. El vacío (que no es más que
una baja presión atmosférica) reduce el punto de ebullición
del agua y, por tanto, la temperatura del vapor, lo que evita
someter el aceite a temperaturas demasiado elevadas que
pudieran dañarlo. Con la desodorización también se elimi-
na cualquier plaguicida u otros productos químicos que
hayan podido utilizarse en los olivos.
Para acabar, hay aceites que también se «fraccionan», «des-
ceran» o «winterizan» enfriándolos para helar cualquier re-
siduo de grasa y filtrarlo. Esto evita que el aceite se enturbie
si se almacena a temperaturas bajas. Hay quien guarda el
aceite de oliva virgen extra en el frigorífico para evitar que se
ponga rancio; algunos expertos rechazan este método, pero
en mi opinión no le hace ningún daño al aceite. Ahora bien,
el hecho de que se enturbie, no quiere decir que esté malo.
El aceite se aclarará a temperatura ambiente en cuanto la
grasa solidificada se funda.
¿Son perjudiciales todos estos tratamientos? Podemos referir-
nos a ellos como «refinado» o «purificación» del aceite. Hoy día el
término «refinado» está estigmatizado hoy en algunos círculos,
que consideran que cualquier intervención humana o tecnológica
en la naturaleza y la alimentación es algo artificial y probable-
mente peligroso. Sin embargo, los aceites crudos, prensados u ob-
tenidos por extracción de semillas como de girasol, cártamo, cá-
nola* o cacahuete, contienen muchas impurezas que podrían
afectar a su sabor, color y propiedades de cocción en caso de no
eliminarse: fragmentos de semillas, residuos de plaguicidas, resi-
duos metálicos, fósforo, cera, ácidos grasos libres, clorofila, caro-
tenoides y otros pigmentos y olores. Si no se utilizaran aparatos ni
procesos químicos para purificar los aceites vegetales, dudo que
los encontráramos apetecibles y en la mayoría de casos incluso
comestibles. En pocas palabras, «refinado» significa «purificado».
¿Qué hay de malo en ello?
El aceite de oliva constituye un caso aparte. Al extraerse de la
pulpa y no de las semillas, no es más que puro zumo de fruta, por
lo que puede consumirse tal y como sale de la prensa. De hecho,
el mejor aceite de oliva virgen extra se embotella sin siquiera fil-
trarlo.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Aceite de palma: soborno

El aceite de cánola es un tipo de aceite de colza canadiense cuya composición de


ácidos grasos se ha modificado mediante técnicas de selección de cultivo tradicio-
nales. Su nombre procede de can-oil, aceite canadiense. (TV. de la T.)
Buñuelos belgas

Para freir podemos utilizar casi cualquier aceite de cocina. Freír los ali-
mentos es la mejor técnica para que nos queden crujientes y dorados
por fuera y tiernos y sabrosos por dentro.
Descubrí que los postres y la bollería frita no se limitaba a los donuts
cuando todavía era (relativamente) joven. Visité a unos amigos en Bél-
gica y me invitaron a probar buñuelos de fruta. Habían cortado dados
de fruta [de casi cualquier clase), los habían rebozado en harina y cer-
veza (¡mmm, esa cerveza belga!), y los habían frito y espolvoreado con
azúcar glas justo antes de servirlos.
Esta receta es ideal para quienes huyen de la masa de levadura pero
no le temen a los fritos. La pasta choux o pasta de buñuelos es una
de las masas pasteleras más fáciles y seguras de preparar. En vez de
hornearse para hacer lionesas, se vierte en aceite caliente, donde se
hincha y se dora.
Para servirlos, eche un chorro de almíbar de fruta en un plato de pos-
tre y coloque encima tres buñuelos espolvoreados con azúcar glas.

1/ taza de agua
2

4 cucharadas de mantequilla sin sal, a temperatura ambiente


Una pizca de sal
1/ taza de harina de trigo
2

2 huevos grandes, a temperatura ambiente


1/B de cucharadita de aceite de naranja o 1 cucharada de ron
moreno, opcional
Aceite vegetal para freír
Azúcar glas para espolvorear

1. Mezcle el agua, la mantequilla y la sal en un cazo mediano, ca-


liéntelo y, cuando hierva, retírelo del fuego. Añada toda la harina
de una vez y remueva enérgicamente hasta que la masa se des-
pegue de las paredes del cazo y se pegue como una bola a la cu-
chara. (Si no se forma una bola enseguida, caliente el cazo a fue-
go lento y bata fuertemente la masa durante unos segundos.) Deje
enfriar un poco la masa.
2. Añada los huevos de uno en uno, batiendo cada vez la masa a con-
ciencia hasta que quede suave y brillante antes de añadir el si-
guíente huevo. Incorpore el aceite de naranja o la cucharada de
ron opcionales y bata de nuevo.
3. Llene un wok, una sartén recia o una freidora con unos 4 dedos
de aceite y caliéntelo a 1 8 0 °C. Para saber si el aceite está listo,
fría primero un solo buñuelo; eche una cucharada de masa, fríala
y a continuación eche el resto.
4. Fría los buñuelos por tandas, echando cucharadas de masa en el
aceite caliente. Vuélvalos para que se hagan por los dos lados,
queden dorados por fuera y hechos por dentro. Suelen tardar
unos 2 minutos por cada lado. Finalmente, colóquelos sobre papel
de cocina para que absorva el aceite.
5. Sírvalos calientes y espolvoreados con azúcar glas.

SALEN UNOS 20 BUÑUELOS DEL TAMAÑO DE UNA PELOTA DE GOLF

Variación: buñuelos al h o r n o

Si teme los fritos, puede preparar los buñuelos al horno.


Precaliente el horno a 1 9 0 °C. Con una cuchara reparta las bolas de
masa sobre una bandeja de horno sin engrasar, dejando al menos 5 cm
de separación entre cada bola. Hornéelas durante 30 minutos hasta
que se hayan dorado. Déjelas enfriar un poco para poder sacarlas de la
bandeja sin quemarse; rebane cuidadosamente la parte superior, como
si abriera una tapa, y vacíelas hasta extraer toda la masa cruda que
haya quedado en el interior. Déjelas enfriar sobre la rejilla del horno.
Rellene los buñuelos vacíos con helado, nata dulce o crema pastelera.
Vuelva a colocar las tapas y espolvoree con azúcar glas antes de servir.

SALEN UNOS 1 4 BUÑUELOS RELLENOS DE UNOS 5 CM CADA UNO

Grasas trans: ¿me lo trans cribe?


Me hago un lío con las grasas trans. Hace poco leí que las grasas hidro-
genadas, las parcialmente hidrogenadas y las fraccionadas eran todas
trans. Luego compré una tarrina de margarina en la tienda de produc-
tos orgánicos del barrio en la que decía que no contenía grasas trans.
Sin embargo, cuando me fijé mejor en la etiqueta, descubrí que conte-
nía aceite fraccionado. Así que yo me pregunto: ¿Los aceites fracciona-
dos se consideran trans? ¿ Qué diferencia hay entre aceite fraccionado y
aceite hidrogenado? ¿Qué implica el«parcialmente» en la fórmula?
Existe mucha confusión en tomo a los ácidos grasos trans o «grasas
trans». Y le diré, si me permite el cumplido, que su grado de confu-
sión es uno de los más exacerbados con que me he encontrado.
En Estados Unidos, el pánico empezó a cundir entre el público
el 11 de julio de 2003 cuando la Agencia Federal de la Alimentación
y el Medicamento (FDA) aprobó una «ley definitiva» sobre el eti-
quetado de los alimentos que contienen ácidos grasos trans. La ley
decía así: «En esta ley definitiva y dado el estado de la ciencia ac-
tual, la FDA exige que se indique obligatoriamente en la etiqueta la
cantidad de ácidos grasos trans que contienen los alimentos, in-
cluidos los suplementos nutricionales» (Atención a la información:
se «exige» y «obligatoriamente». No me extrañaría nada que su in-
clusión también fuera «forzosa» e «imperativa».) La ley debería en-
trar en vigor el 1 de enero de 2006, unos trece años después de que
el Center for Science in the Public Interest disparara la alarma por
primera vez al alertar de los peligros de los ácidos grasos trans.
Consuela pensar que el Gobierno está ahí al pie del cañón.*
Hoy en día no pasa un día sin que oiga a alguien por la calle pre-
guntarle a otro: «Pero a ver, ¿qué es eso de un ácido graso trans?»
Por eso estoy aquí.
Soy doctor en Filosofía y no doctor en Medicina («no un doctor
de verdad», como solía puntualizar mi tía en cuanto se le presenta-
ba la oportunidad), así que no es mi especialidad hablar de las con-
secuencias que los ácidos grasos trans tienen para la salud; sólo
puedo decir que parecen aumentar el colesterol total de la sangre,
subiendo el colesterol malo (LDL) y disminuyendo el bueno (HDL),
favorecen la aparición de obesidad y diabetes y, según O. J. Simp-
son, son los auténticos asesinos de su ex mujer. (Esto último, evi-
dentemente, era una broma.)

* La legislación española obliga, por el Real Decreto 1334/1999, de 31 de julio, por


el que se aprueba la Norma general de etiquetado, presentación y publicidad de los
productos alimenticios, a acompañar los aceites y las grasas hidrogenados con el
calificativo de «hidrogenado» o «hidrogenada» en la etiqueta. (N. de la T.)
La presencia de ácidos grasos trans (en adelante los llamaré
«AG trans») en los alimentos no obedece a las leyes de la naturale-
za. Sólo algunas plantas los contienen en pequeñas cantidades,
como las granadas, la col y los guisantes, y en el caso de la carne y
la leche de los rumiantes -vacas, ovejas y cabras- constituyen entre
el 3 % y el 5 % de sus ácidos grasos. Se generan en grandes cantida-
des durante la hidrogenación artificial a que se somete los aceites
vegetales para espesarlos y transformar el aceite de soja líquido,
por ejemplo, en una margarina fácil de untar. Todos los alimentos
en cuya lista de ingredientes figura «aceite vegetal [o cualquier
otro] parcialmente hidrogenado» contienen, por lo tanto, AG trans.
Y puede dar por seguro que todos los productos de picapica que se
venden en el supermercado los tienen a montones.
Para entender los AG trans conviene digerir primero un poco
de química. Incluyo esta información en un apartado aparte que
he titulado «Moléculas desviadas», en la página 167. Podría com-
pararse con lo que en los libros de texto se suelen llamar «lecturas
complementarias» y que nadie lee. Si lo lee o no, eso ya es cosa
suya.

T r u c o p a r a evitar los t r a n s

Cuanto más blanda es una margarina, menos se ha hidrogenado y


menos cantidad de ácido graso t r a n s contiene. Ahora bien, a mí no
me gustan las margarinas demasiado blandas, casi líquidas; me
gusta que sean sólidas y fáciles de untar. Para solucionar el pro-
blema, compro una margarina sin grasas t r a n s (según la etiqueta)
y la guardo en el congelador; de este modo, se endurece y adquie-
re la textura ideal para untarla sobre el pan.

Con o sin etiqueta, ¿cómo podemos saber dónde se esconden


los AG trans? La respuesta no le va a gustar, porque las grasas par-
cialmente hidrogenadas, cargadas de grasas trans, se atrincheran
en casi todo lo que más nos gusta comer: margarina, pasteles y ga-
lletas industriales, donuts, natas, salsas instantáneas, preparados
instantáneos para postres, patatas fritas y pizzas congeladas, barri-
tas de pescado y fritos precocinados, de los que no se escapa
ninguno.
Los restaurantes que presumen de utilizar sólo «aceite vegetal
puro» evitan mencionar que el aceite puede llegar a contener has-
ta un 40 % de AG trans. Si entra a hurtadillas en la cocina, quizá se
encuentre con la sorpresa de que, antes de derretirlo, era semisóli-
do. La consistencia semisólida indica que se trata de aceite hidro-
genado, es decir, que se le ha insuflado hidrógeno sometiéndolo a
una temperatura y presión altas. (Podría ser que la masa semisóli-
da blanca que viera en el restaurante fuera manteca, pero eso sería
ya otra historia.) Para complicar más las cosas, también pueden
formarse pequeñas cantidades de AG trans al freír los alimentos
debido a las altas temperaturas que se alcanzan, por lo que pode-
mos producirlos en casa.
No hay que perder la esperanza. La cantidad de AG trans que
se forman durante la hidrogenación de los aceites depende de la
temperatura, la presión del gas hidrógeno, el tiempo de exposición
y muchos otros factores. Ahora que las autoridades empiezan a
ponerse duras, puede jugarse lo que quiera a que los fabricantes
de comida envasada moverán cielo y tierra para conseguir las mis-
mas propiedades grasas de sus productos pero con un contenido
mínimo de AG trans. Nada les complacería más que rubricar el en-
vase con la frase «No contiene ácidos grasos trans» o «No contiene
grasas trans».
Sin embargo, el hecho de que en la etiqueta de un producto
diga que «no contiene ácidos grasos trans» no significa que no los
tenga. La normativa norteamericana permite incluir la divisa
siempre y cuando el producto contenga menos de 0,5 gramos de
AG trans por ración. Insistir en que no hay ni una sola molécula
de AG trans en un alimento sería de ilusos e imposible de llevar a
la práctica. «No contiene ni un solo ácido graso trans» debe inter-
pretarse, por tanto, con manga ancha.
En cuanto a los aceites fraccionados, no tema. El fracciona-
miento no tiene nada que ver con los AG trans. Sirve sólo para eli-
minar algunas de las grasas más saturadas y con mayor punto de
fusión con el fin de evitar que el producto espese o se congele si se
guarda en lugares fríos.
Ciencia al m a r g e n

Moléculas desviadas
Las moléculas de las grasas (triglicéridos) contienen tres moléculas de
ácido graso unidas a una de glicerol (glicerina). Los tres ácidos grasos
pueden ser indistintamente saturados, monoinsaturados o poliinsatu-
rados, y son los responsables de que las grasas resulten perjudiciales
para la salud (en adelante me referiré a ellos con las siglas AG).
Los AG están formados casi exclusivamente por largas cadenas de
átomos de carbono con átomos de hidrógeno que sobresalen como
pelillos de oruga. En una molécula de AG saturado, cada átomo de car-
bono se une a dos átomos de hidrógeno y formando la siguiente ca-
dena: - CH a - C H 2 - CH 2 - CHS -, etc. (donde C representa el átomo
de carbono, H representa el átomo de hidrógeno y - representa el en-
lace químico entre los átomos de carbono.)
En cambio, en un AG insaturado, la cadena contiene a veces dos áto-
mos de carbono seguidos que sólo tienen un átomo de hidrógeno cada
uno, de modo que queda de la siguiente manera: - CH 2 - CH = CH -
C H 2 - , etc. Al unirse entre sí, los dos átomos de carbono del centro
malgastan el doble de su capacidad para formar enlaces, lo que les
deja sin capacidad para unirse a otros dos átomos de hidrógeno. La
unión entre los dos átomos de carbono recibe el nombre de doble en-
lace y se indica con el símbolo =. Cuando se produce un solo doble en-
lace en una molécula de AG decimos que es monoinsaturado; si se
producen dos o más, tenemos un AG poliinsaturado.
En un AG insaturado los dobles enlaces hacen que la cadena, en vez
de ser recta, gire o se desvíe. Las moléculas desviadas no pueden
acercarse tanto entre sí como las moléculas dispuestas en línea rec-
ta, por lo que quedan más sueltas y hacen que las grasas insaturadas
sean más líquidas y viscosas que sólidas y compactas.
Existe otro factor todavía más importante que las propiedades físicas
de las grasas: en la mayoría de procesos biológicos la forma de las
moléculas tiene una influencia decisiva. Cuando metabolizamos las gra-
sas, las moléculas desviadas del AG insaturado resultan más saluda-
bles que las de los AG saturados, debido en gran parte a su forma.
A los fabricantes de comida les interesa convertir las grasas líquidas
insaturadas en grasas semisólidas que se adapten mejor al gusto de
los consumidores. Aplicando hidrógeno a alta presión y calor -hasta
1Q,5 km/cm 2 (10 atmósferas) y 2 2 0 °C-, fuerzan la incorporación de
dos átomos de hidrógeno al doble enlace. En otras palabras, hidroge-
nan el AG insaturado para hacerlo más saturado. Ahora bien, si satu-
raran todos los dobles enlaces de un AG poliinsaturado, se endurece-
rían demasiado, como la cera de una vela, y resultarían incomibles.
Esto explica que los aceites vegetales líquidos estén sólo parcialmente
hidrogenados. Sólo se introducen átomos hidrógeno en una parte de
sus dobles enlaces.
Además, el proceso de hidrogenación es imperfecto en sí mismo, por
lo que de todos modos sería muy difícil conseguir una hidrogenación
completa.
Aquí entran los AG trans. Durante la hidrogenación, algunos dobles en-
laces esquivan a los dos nuevos átomos de hidrógeno desplazándose
a otra parte de la cadena. (El doble enlace migra.) Lo más probable es
que los dos átomos de hidrógeno originales, señalados con un círculo
en la ilustración, que pueden estar situados a un mismo lado del enla-
ce en una posición cis, salten a lados opuestos y se dispongan en
trans. Los saltos de átomos de hidrógeno se pueden producir incluso
sin migración del doble enlance, ya que por naturaleza la forma trans
es más estable que la forma cis. (Cis y trans proceden del latín y sig-
nifican «en este lado» y «al otro lado», respectivamente.)

H H

— c—c
H H
/
CIS fi

H H
H H
—C C — C -- C — C — C —
H H trans H H
¿Qué sucede, por tanto, si los átomos de hidrógeno cambian de posi-
ción cis a trans? Las dos moléculas resultantes (llamadas isómeros)
poseen el mismo número de átomos de cada tipo, pero sus formas
son diferentes. Las moléculas cis conservan la forma desviada de un
AG insaturado normal, mientras que las moléculas trans recién for-
madas quedan más rectas, de modo que se parecen más a un AG sa-
turado.
Y ahí está el problema. Todos sabemos que los AG saturados disparan
el colesterol, y los AG trans, con su forma similar, no son una excep-
ción. El cuerpo los procesa como si fueran un tipo más de AG satura-
do, con todas las consecuencias negativas que esto comporta para la
salud. Pero eso no es todo.
Los AG trans tienen algunos dobles enlaces, por lo que pueden cons-
tar como AG insaturados en la información nutricional de la etiqueta.
No obstante, puede que cuando lea esto las autoridades sanitarias
obliguen ya a indicar en la etiqueta los AG trans por separado.

Cuando las grasas buenas se vuelven malas

Últimamente he leído y oído muchos rumores sobre lo fácil que es


que el aceite vegetal se ponga rancio y lo perjudicial que esto puede
resultar para la salud. Tengo entendido que los aceites se ponen ran-
cios o se oxidan cuando se los expone al calor, al oxígeno o ala luz,
ya que liberan radicales libres que causan estragos en el cuerpo.
¿Cómo se puede evitar la oxidación de los aceites?
La palabra «rancio» se utiliza para muchas cosas y procede del latín
rancidus, que significa «fétido» y «maloliente». En química no tiene
un significado explícito. Se utiliza alegremente para referirse a cual-
quier cosa que huele y sabe mal, aplicado sobre todo a grasas muy
Pasadas. Para evitar la rancidez tiene varias opciones. Pero antes
aclaremos los problemas que plantea su pregunta, porque la oxida-
ción no es la única manera en que puede estropearse el aceite.
Las grasas y los aceites se ponen rancios al reaccionar con oxí-
geno (rancidez oxidativa) o con agua (rancidez hidrolítica). Además,
cuando el aceite se calienta a altas temperaturas, como sucede al
freír los alimentos, se producen unos cambios químicos perversos.
Veamos qué pasa, en pocas palabras, cuando las grasas se des-
melenan:
• Rancidez oxidativa: afecta principalmente a grasas que
contienen ácidos grasos insaturados. Con ayuda del calor,
la luz, los residuos metálicos y ciertas enzimas, los ácidos
grasos insaturados reaccionan con el oxígeno del aire y pro-
ducen unos peróxidos muy reactivos y radicales libres que,
como usted dice, causan estragos en el cuerpo. [Véase«Ra-
dicales rompehogares», pág. 172.)
No se sabe a ciencia cierta si los radicales libres permanecen en
el aceite hasta el momento en que los consumimos, con los riesgos
que ello comportaría para la salud, es discutible. Sin embargo, mu-
chos de los productos de las reacciones provocadas por los radica-
les libres que sí permanecen son unas sustancias químicas malo-
lientes llamadas aldehidos y acetonas, lo que hace que ingerir
aceites rancios no resulte como mínimo agradable.
Muchos aceites vegetales contienen unos antioxidantes natu-
rales -que acaban con los radicales libres- llamados tocoferoles;
sin ellos, no se mantendrían frescos tanto tiempo. Las grasas ani-
males, como en su mayor parte contienen ácidos grasos saturados,
no tienden tanto a ponerse rancios. Esto explica que la manteca,
por ejemplo, aguante una eternidad sin ponerse rancia.
Por lo tanto, para impedir la rancidez oxidativa debe proteger el
aceite vegetal del oxígeno, el calor y la luz, pues alimentan las reac-
ciones de los radicales libres. Guarde la botella bien cerrada en un
lugar fresco y oscuro. Si no la utiliza a menudo, no descarte la op-
ción del frigorífico. Al ser una mezcla de grasas con diferentes tem-
peraturas de congelación (solidificación), es posible que algunas se
congelen en el frigorífico, pero volverán a su estado líquido en
cuanto la botella recupere la temperatura ambiente.
• Rancidez hidrolítica: se produce por hidrólisis, la reacción
de una grasa saturada o insaturada con agua, favorecida
por el calor y unas enzimas llamadas lipasas.
Cuando el agua reacciona con la grasa, la molécula de grasa se
divide en una parte de glicerol y otras de ácido graso. Los ácidos
grasos libres suelen oler bastante mal, sobre todo los ligeros (de
I 171

molécula pequeña), pues consiguen flotar fácilmente en el aire y


llegar a nuestras narices. El ácido graso ligero y maloliente que más
encontramos en la mantequilla cuando se pone rancia es el ácido
butírico, que acostumbra a habitar axilas desaseadas.
La mantequilla es presa fácil para la rancidez oxidativa e hidro-
lítica. Para la primera, porque el 32 % de sus ácidos grasos son in-
saturados; para la segunda, porque contiene un 18 % de agua en
forma de gotas microscópicas que se reparten por toda la matriz de
la grasa. Por lo tanto, para evitar que la mantequilla se ponga ran-
cia, conviene protegerla del oxígeno y sobre todo del calor, que ace-
lera el proceso tanto oxidativo como hidrolítico. Basta con envol-
verla con film transparente que no deje pasar el aire y guardarla en
el frigorífico.
• Rancidez de los fritos: cuando se fríe un alimento en aceite
muy caliente, el agua que tiene en la superficie (todos los
alimentos la tienen) puede reaccionar con la grasa, hidroli-
zarla y liberar sus ácidos grasos. Los ácidos grasos libres se
acumulan a medida que usa el aceite, y más si lo reutiliza
varias veces, lo que estropea el sabor de los alimentos.
Pero eso no es lo peor. Cuando los ácidos grasos se separan de
una molécula de grasa, lo que queda en la molécula es el glicerol.
A medida que aumenta la temperatura, el glicerol se descompone
en un gas acre muy irritante que responde al acertado nombre de
acroleína. Al mismo tiempo más o menos, se descomponen tam-
bién los ácidos grasos y producen humo. Cuanto más se calienta la
grasa, más ácidos grasos libres tendrá y menos temperatura nece-
sitará para producir humo. Si se reutiliza muchas veces el aceite de
freír sucede lo que conocemos como polimerización: los ácidos
grasos libres se unen en grandes moléculas que oscurecen y espe-
san el aceite hasta que adquiere casi la textura de un jarabe.
De esta historia sobre fritos se desprende una moraleja: para
reducir la producción de ácidos grasos de repugnante sabor, de un
humo asfixiante que tapona nuestros pulmones, de la acroleína
que hace llorar los ojos y de otros compuestos que podrían resul-
tar cancerígenos, utilice el aceite de freír una o dos veces como
máximo. Para no echarlo por el fregadero, puede guardarlo en bo-
tes o latas vacíos, congelarlo y tirarlo al contenedor con el resto de
residuos sólidos.
Ciencia al m a r g e n

Radicales rompehogares
Los electrones, y en esto no se diferencian de las personas, sienten la
necesidad imperiosa de emparejarse. Un radical libre es un átomo o
grupo de átomos con uno o más electrones desparejados, o sea, uno o
más electrones que se han quedado sin pareja. [«Radical libre» tiene eti-
mológicamente el significado químico, y no político, de complejo e inútil.)
En cuanto se les presenta la oportunidad, los radicales libres se com-
portan como el mujeriego que va por ahí rompiendo matrimonios y le
roban un electrón a otra molécula con electrones felizmente empare-
jados. Esta segunda molécula se convierte entonces en un radical libre
con un electrón desparejado, por lo que buscará una tercera molécu-
la a la que robarle uno de sus electrones y así sucesivamente. Esto
puede desencadenar una larga sucesión de cientos o miles de reac-
ciones químicas cuyo propósito es un intercambio de parejas pero que,
en nuestro cuerpo, pueden perturbar el funcionamiento químico de
nuestras células modificando la estructura de las moléculas.
Las reacciones en cadena de los radicales libres se contrarrestan con
unas sustancias químicas llamadas antioxidantes, moléculas que do-
nan electrones a los radicales libres para saciar su sed de encontrar
pareja. (Los antioxidantes se convierten también en radicales libres co-
jos de electrón, pero no son tan destructivos o «radicales» como los
radicales cuya sed ayudan a calmar.)
Los antioxidantes que donan electrones son los aditivos alimentarios bu-
tilhidroxianisol (BHA) y butilhidroxitolueno (BHT) y las vitaminas A, C y E.

¿Es light el aceite light?

Aparte de las calorías, ¿qué diferencia el aceite de oliva l i g h t * del


aceite de oliva corriente?

* Su comercialización está muy extendida en Norteamérica. Es aceite de oliva refi-


nado corriente pero con menos aceite virgen extra añadido. El aceite de oliva vU
gen de menor calidad o lampante se refina para comercializarlo, ya que de lo con-
trario no sería apto para el consumo. Después, para darle color, sabor y olor se
DELICIAS DE LA HUERTA | 1 73

Alto ahí. El aceite de oliva light no contiene menos calorías que


otros aceites de oliva ni tampoco, dicho sea de paso, que otros acei-
tes comestibles. El aceite es aceite, todos los aceites son grasas y to-
das las grasas aportan unas 9 calorías de energía por gramo.
Los fabricantes de productos alimentarios emplean la palabra
light para referirse a cualquier cosa, incluso aunque no sea nada.
Sin embargo, con el aceite de oliva basta con mirar la botella para
comprobar que en este caso light se refiere al color, y casi seguro
también al sabor.'
En la cocina los aceites vegetales se utilizan básicamente para
sofreír, freír y aliñar ensaladas. Su utilidad en la cocina es, pues,
principalmente física, no química. Al freír cualquier alimento, por
ejemplo, el aceite actúa como un líquido inerte que nos permite
cocinar con gran rapidez a una temperatura mucho más elevada
que la del agua hirviendo. En las ensaladas, ayuda a que el aliño se
adhiera a los ingredientes; «corta» el ácido; absorbe otros sabores,
como el del ajo o las especias, y confiere a la ensalada una textura
untuosa, suave y fluida. Estas propiedades son en gran parte físi-
cas, no químicas, y cualquier aceite sirve, incluso los más insípidos,
como los de cánola o maíz.
Es fácil que, sin darnos cuenta, caigamos en la tentación de va-
lorar el aceite por sus propiedades físicas más que por su sabor. Así
sucede en Estados Unidos, donde muchos consumidores prefieren
los aceites más insípidos, y si encima tienen poco color (como mu-
cho un amarillo pálido), todavía mejor. A fin de satisfacer a los con-
sumidores norteamericanos, los productores de aceite de oliva fa-
brican un aceite descolorido y desodorizado. Para rebajar el color
del aceite, que para empezar no suele ser de muy buena calidad,
adsorben las sustancias pigmentadas con arcilla fina; para desodo-
rizarlo (el olor forma parte del sabor), le aplican vapor a altas pre-
siones, como se hace con los aceites de semilla refinados. (Véase
«Aceites y aceites», pág. 158.)
Es una pena, porque los aceites de oliva naturales, cuyo color
oscila entre el amarillo y el verde grisáceo, poseen una extraordina-

suele añadir un 20 % de aceite virgen extra y se comercializa como aceite de oliva


corriente. Al aceite de oliva light, en cambio, se le añade menos del 4 % de aceite
virgen extra. (N. de la T.)
' Además de ligero, light significa en inglés «claro», aplicado al color, y «suave», apli-
cado al sabor. (TV. de la T).
ria variedad de intensos sabores y aromas con aplicaciones diver-
sas muy apreciadas en la cocina. A diferencia de la mayoría de los
demás aceites de cocina, el de oliva mejora con su sabor cualquier
alimento que se cocine o se aliñe con él. Es un ingrediente en sí
mismo, no un simple medio para potenciar el sabor de otros ingre-
dientes. De ahí que la mayor parte de la cocina mediterránea, que
utiliza casi exclusivamente aceite de oliva, sea tan sabrosa. (El ajo
también ayuda.)
El sabor del aceite de oliva, como el de los vinos, depende del
país de origen, la variedad de la fruta (se cultivan unas cincuenta
especies diferentes), el suelo y el clima, el sistema de cultivo de los
olivares, el momento en que se recolectan las aceitunas y el trata-
miento que se les da. Entre las notas de sabor predominantes en-
contramos las afrutadas, verdes, oleosas, grasosas, dulces, amargas
y astringentes.
La química de los aceites de oliva puede abordarse desde al
menos dos puntos de vista: su composición general y los com-
puestos que les dan sabor y aroma. Sin ánimo de abrumar al lector
con una relación exhaustiva de términos polisilábicos y fórmulas,
me gustaría destacar algunas de las sustancias que más influyen en
las propiedades que tanto valoramos de los aceites de oliva.
Al haber tanta variedad, no disponemos de análisis con cifras
exactas de la cantidad de ácidos grasos que contienen, pese a las ci-
fras supuestamente precisas que se citan en muchas publicaciones
de alimentación. La cantidad de ácido oleico, por ejemplo, oscila
entre el 55 % al 83 % en los distintos aceites de oliva. Pese a todo, y
sin que deba tomárselo a pies juntillas, en la tabla 3 se indica la can-
tidad media de ácidos grasos que suelen contener. No se ha inclui-
do otra docena de ácidos grasos presentes en menor proporción.
Al estrujarlas para extraer el aceite, las aceitunas liberan unas
enzimas (lipooxigenasas) que oxidan algunos ácidos grasos poliin-
saturados y producen gran variedad de compuestos aromáticos vo-
látiles, como los aldehidos, los ásteres y los alcoholes. En los aromas
de las olivas se han identificado más de un centenar de compuestos
volátiles y los químicos saben cómo se forma la mayoría de ellos.
La acidez del aceite -es decir, el porcentaje de moléculas de áci-
do oleico libres que se han separado de las moléculas de grasa- ha
generado mucha polémica. Es fácil de calcular y durante mucho
tiempo los inspectores de calidad se han basado en ella para deter-
minar la calidad del producto. En teoría, cuanto más ácido libre
Tabla 3
Contenido medio de ácidos grasos
en los a c e i t e s de oliva

NOMBRE SATURACIÓN* %
Oleico Monoinsaturado (18:1) 75,5
Palmítico Saturado (16:0) 11,5
Linoleico Poliinsaturado (18:2) 7,5
Esteárico Saturado (18:0) 2,5
Palmitoleico Monoinsaturado (16:1) 1,5
Gamma-linolénico Poliinsaturado (18:3) 1,0
Araquídico Saturado (20:0) 0,5

* Véase «Cadenas de ácido graso», pág. 177.

contenga el aceite, más tosco será el sabor y peor la calidad. En oc-


tubre de 2003, la Unión Europea redujo la acidez máxima de sus
aceites de oliva virgen extra de 1,0° a 0,8°. Sin embargo, reciente-
mente se ha comprobado que la acidez y la calidad del sabor no
siempre guardan una relación directa.
Según la normativa de la UE y el Consejo Oleico Internacional,
estas son las características que deben cumplir los aceites de cada
categoría, que aquí se ordenan de mayor a menor calidad:
• Aceite de oliva virgen extra: es un aceite de oliva virgen
(véase categoría siguiente) que cumple unos requisitos de
composición y sabor muy estrictos. Es lo mejor de lo mejor.
Se obtiene de aceitunas impecables prensadas inmediata-
mente después de la recolección, pues el sabor se deteriora
enseguida, y se envasa sin aplicarle calor ni vapor. Conden-
sa todo el sabor y el aroma de la variedad de oliva de la que
está hecho y debe contener menos de un 0,8 % de ácidos
grasos libres. A veces se dice que está «prensado en frío»,
pero esta expresión se utiliza cada vez menos por su falta de
sentido: las prensas de aceite de oliva no necesitan enfriar-
se y se calientan muy pocas veces, sino nunca.
• Aceite de oliva virgen: debe fabricarse con un 100 % de acei-
te de oliva de una o varias variedades. Para su obtención
sólo se pueden aplicar el prensado, el lavado, la decanta-
ción, el centrifugado, el filtrado y procesos que no modifi-
quen su estado natural. No se le pueden añadir aditivos, co-
lorantes, saborizantes ni ninguna otra sustancia extraña.
• Aceite de oliva puro o 100 % aceite de oliva: es aceite de oli-
va virgen mezclado con aceite de oliva refinado, es decir,
aceite que se ha tratado con vapor para eliminar sabores
desagradables y ácidos, pero que no contiene más ingre-
dientes que los derivados de la oliva.
• Aceite de oliva light o extra-light es una mezcla de aceite
de oliva virgen con otros aceites muy refinados a los que se
ha sustraído el color, los sabores desagradables y, de paso,
los sabores agradables.
• Aceite de orujo: la recurrente frase de que el aceite virgen
extra procede de la primera prensada es un dislate. Las oli-
vas se prensan sólo una vez, pero después todavía se puede
extraer entre un 4 % y un 10 % de aceite de los restos de pul-
pa, pieles y huesos de aceituna, que reciben el nombre de
bagazo u orujo. Tratando el bagazo con presión, calor y di-
solventes químicos, se obtiene un líquido: el aceite de oru-
jo. Su calidad es tan baja que en muchos colmados y super-
mercados ni siquiera lo venden.
Esto nos lleva de nuevo a su pregunta. (¿Recuerda cuál era?)
Una vez filtrado, purificado, decolorado y prácticamente desoliva-
do el aceite de oliva para hacerlo light, ya casi no queda nada de los
saludables compuestos que le dan sabor y aroma. En lugar de uti-
lizar un aceite despojado de cualquier vestigio aceitunístico, le ani-
mo a experimentar con los numerosos aceites de oliva que se ven-
den en el mercado hasta que descubra los que más le gusten. No
hay mejor criterio para elegir aceite: haga caso a su paladar.
Algunos chefs y cocineros creen que el aceite de oliva es dema-
siado bueno para desaprovecharlo en los fogones. Otros sostienen
que, como no puede beberse, tampoco sirve para cocinar. También se
habla de si emplear un buen aceite de oliva virgen extra para freír o
sofreír es malgastarlo o no. Excepto para freír, en mi caso prefiero
aceite virgen extra tanto para cocinar como para aliñar los platos.
Para freír en aceite de oliva (los norteamericanos no lo hacemos mu-
cho, pero los españoles sí) utilizo un buen aceite de oliva virgen. Fíje-
se en la etiqueta, pregunte en la tienda o busque en la página web del
fabricante para averiguar con qué variedad de oliva se elabora cada
DELICIAS DE LA HUERTA | 177

aceite. La variedad picual se mantiene extraordinariamente estable a


las altas temperaturas que alcanza el aceite mientras se fríe.
Tenga el aceite siempre a mano, pero no demasiado cerca de
los fogones. El calor estropea los aceites de cocina en general, so-
bre todo el de oliva, pues su alto porcentaje de ácidos grasos insa-
turados se oxida con mayor facilidad que los ácidos grasos satura-
dos de muchos otros aceites vegetales.
La luz, al igual que el calor, también es enemiga del aceite de
oliva y otros aceites vegetales. Por este motivo, la mayoría de acei-
tes de oliva se venden en botellas de color verde o ahumado. Habrá
leído millones de veces (incluso en unas cuantas páginas atrás en
este mismo libro) que el aceite se debe mantener en un lugar «fres-
co y oscuro», pero tampoco debe llevar esta recomendación al ex-
tremo. «Fresco y oscuro» no significa que tenga que guardarlo en
un frigorífico que no abra nunca o cuya luz interior no se encienda.
«Fresco» es un término relativo y debe interpretarse en el sentido
de «no caluroso». Por «oscuro» tampoco debemos entender «negro
como la noche». El aceite sufre a causa de los intensos rayos ultravio-
letas de la luz solar, así que lo que hay que hacer es protegerlo de la
luz solar directa. Por la luz incandescente no debe preocuparse, ya
que no tiene suficientes rayos ultravioleta como para resultar perju-
dicial, a no ser que su cocina parezca un quirófano. Los fluorescentes,
en cambio, sí emiten una cantidad importante de rayos ultravioleta,
por lo que no debería tener el aceite en su radio de alcance.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Caroteno: el té no es caro, en indio

Ciencia ai m a r g e n

Cadenas de ácido graso


Los números entre paréntesis indicados en la columna central de la ta-
bla 3 de la página 1 7 5 expresan de manera abreviada la estructura mo-
lecular de los ácidos grasos. El primer número (16, 18, 20) alude al nú-
mero de átomos de carbono de la cadena molecular. El número que sigue
a los dos puntos corresponde al número de dobles enlaces [véase «Mo-
léculas desviadas», pág. 167] de la molécula. «O» indica que se trata de
una molécula saturada; «1» es una molécula monoinsaturada; «2» o un
número mayor se utilizan para las moléculas poliinsaturadas. Por ejem-
plo, la molécula de AG monoinsaturado del ácido oleico (18:1) se repre-
sentaría de la siguiente manera (donde «O» significa átomo de oxígeno):

CHg — CHg — CHg — CH — CH — CH - CH - CH


2 2 2 2 2

CH = CH — CHg — CH — CH — CH — CH CH — CH — C — OH.
2 2 2 2

2 2

II

O
Observe en la tabla 3 que casi el 80 % de los ácidos grasos del acei-
te de oliva son monoinsaturados y que casi el 10 % son poliinsatura-
dos. El aceite de oliva se considera beneficioso para la salud por el he-
cho de ser tan insaturado. Ahora bien, recuerde que existen muchos
tipos de aceite de oliva. La cantidad de ácidos grasos saturados de los
aceites de oliva puede ir del 8 al 26 %; la de los monoinsaturados, del
53 al 87 %; y la de los poliinsaturados, del 3 al 22 %.
Además de las grasas, los aceites de oliva contienen otras sustancias
químicas saludables en pequeñas cantidades. Entre los antioxidantes
están los polifenoles, los tocoferoles -como la vitamina E- y el betaca-
roteno, que ayuda al cuerpo a producir vitamina A.
En las últimas décadas se han dicho muchas tonterías sobre las gra-
sas buenas y las grasas malas, así que no me arriesgaré a aventurar
ninguna teoría, pues me la podrían desmontar antes de que estas pa-
labras lleguen a imprenta. Sin embargo, a estas alturas sí puedo de-
cir, sin riesgo a equivocarme, que nos encontramos, una vez más,
ante una historia de buenos y malos: los ácidos grasos saturados y
trans [véase pág. 163) son los malos; los insaturados, sobre todo los
monoinsaturados, son los buenos. Continuará.

Brioche de limón

Que los celadores del brioche me perdonen, pero se hace con aceite
de oliva y no con mantequilla. Se aromatiza con ralladura de naranja y
limón, se hace al horno y sale esponjoso y sabroso.
DELICIAS DE LA HUERTA | 173

En muchas recetas de brioche, la masa debe aumentar dos veces su


volumen y reposar toda la noche en el frigorífico. En esta versión la
masa es muy fácil de preparar; puede hacerse con el robot de cocina
y no es necesario dejarla reposar toda la noche para que suba. Tam-
bién puede mezclarse a mano en un cuenco grande, sin necesidad de
trabajarla. Para cortarlo en rebanadas, hornee la masa en un molde
para pan; si prefiere el clásico brioche, utilice un molde aflautado para
bollería. Sírvalo solo o tostado con mantequilla y mermelada (por ejem-
plo, la Conserva de fresas de la página 185). Los brioches del día an-
terior puede aprovecharlos para hacer tostadas o pudding.

1 1/2 cucharaditas de levadura en polvo


3 cucharadas de leche entera tibia
1/
4 de taza de azúcar

2 tazas de harina de trigo


3 huevos grandes, a temperatura ambiente
Ralladura de 1 naranja
Ralladura de 1 limón
3/4 de cucharadita de sal
6 cucharadas de aceite de oliva virgen extra de sabor suave

1. Engrase un molde para pan (23 x 8 cm) o un molde para brioche


(con 1 litro de capacidad) con un poco de aceite o antiadherente.
2. Eche la levadura en el vaso del robot de cocina y añada la leche ti-
bia junto con un poco de azúcar, 1 / 3 de taza de harina y 1 huevo.
Pulse el robot unas 8 o 1G veces hasta obtener una masa cre-
mosa y, con una cuchara, empuje hacia abajo cualquier resto que
haya quedado adherido a las paredes del vaso.
3. Eche el resto de la harina sobre esta masa, pero sin mezclar. Tá-
pelo y déjelo reposar hasta que vea que se empieza a formar una
espuma y que la levadura se ha puesto en marcha. Según las con-
diciones de la cocina, puede tardar entre 15 minutos y 1 hora.
Añada los otros 2 huevos, el resto del azúcar, la sal y la ralladura
de naranja y limón. Encienda el robot de cocina y bata la mezcla
de 10 a 15 segundos o hasta que la masa haya adquirido consis-
tencia de bola. Sin apagar la máquina, vierta un chorrito de acei-
te por el alimentador; debe de ser muy fino, para que la masa no
se deshaga ni pierda la forma de bola. Al girar, la masa irá incor-
porando el aceite que caerá por los bordes del vaso. Es una masa
agradecida; le quedará pegajosa, fresca y cremosa.
5. Vierta la masa en el molde y llénelo hasta un tercio. Aunque en los
brioches tradicionales se suele abrir un corte en la parte superior,
esta estorba si se prepara en forma de barra para después cor-
tarlo en rebanadas, así que prefiero saltármelo.
B. Deje reposar la masa hasta que suba y ocupe todo el molde. Se-
gún la temperatura de la cocina, esto puede llevar de 1 a 2 horas.
Una vez haya subido, la masa será muy ligera y ocupará tres ve-
ces su volumen inicial. Precaliente el horno a 19Q °C unos 15 mi-
nutos antes de que esté lista la masa.
7. Hornee el brioche durante unos 3Q minutos o hasta que se dore.
8. Retírelo del horno y déjelo enfriar en el molde sobre una rejilla de
horno durante 5 minutos. Sáquelo del molde y déjelo enfriar com-
pletamente sobre la rejilla antes de cortarlo en rebanadas.

SALE 1 BARRA

E l a c e i t e d e oliva c o m o s u s t i t u t o
de la mantequilla en los p o s t r e s

El aceite de oliva puede sustituir a la mantequilla en muchos panes


y postres. Sin embargo, como la mantequilla tiene sólo un 80 % de
grasa, la cantidad de aceite de oliva que debe utilizar es menor. Lo
demás no cambia. Utilice las equivalencias que se indican a conti-
nuación. (Algunas cantidades se han redondeado, pero las diferen-
cias son mínimas e insignificantes pues el contenido de agua de la
mantequilla también varía.)

MANTEQUILLA ACEITE DE OLIVA


1 cucharadita [33 g) 3/
4 de cucharadita
1 cucharada (14 g) 2 1 / 4 de cucharaditas
2 cucharadas (28 g] 1 1 / 2 cucharadas
1/4 de taza (55
g) 3 cucharadas
1/ de taza (75 g) 1/
3 4 de taza
1 / taza (115 g) 1/ de taza más 2 cucharadas
2 4
2 / de taza (150 g) 1/ taza
3 2
1/
3/ 4 de taza (170 g) 2 taza más 1 cucharada
1 taza (225 g) 3/
4 de taza

Fuente: Bertolli Lucca

¿Verde aceituna o negro aceituna?

Durante años me habían dicho que el color verde o negro de las acei-
tunas dependía del momento en que se recogían del árbol. Luego un
amigo de California me explicó que se recogían al mismo tiempo,
pero que se trataban deforma distinta. ¿Quién tiene razón?
Vivir en California no convierte a nadie en experto, salvo quizá en
política surrealista. Pero, al igual que en la política, ambas partes
tienen algo de razón.
Las aceitunas constituyen una fuente de aceite insólita, ya que
la mayor parte de aceites vegetales se obtienen de las semillas de la
fruta y no de la pulpa, como en el caso del aceite de oliva.
Al madurar, las aceitunas pierden su color pajizo y se vuelven
verdes, liláceas y, finalmente, negras. La transformación de verde a
negro se produce a lo largo de unos tres o cuatro meses. Así pues,
usted gana la primera vuelta: las aceitunas se pueden recoger en
cualquiera de estas fases (excepto cuando todavía son de color pa-
jizo), según se destinen a la elaboración de aceite o a su consumo
en la mesa. («¿Pueden comerse las aceitunas con los dedos?», le
preguntaron a Henry Morgan. «No, los dedos deben comerse por
separado», respondió el corsario.) Las olivas liláceas suelen produ-
cir aceite de mejor calidad que las negras totalmente maduras.
Pero su victoria sobre su compañero es tan hueca como una
aceituna sin hueso, pues algunas aceitunas «negras» y «maduras»
de California se recogen cuando todavía están lilas y se ennegrecen
con un álcali, aire o compuestos de hierro [véase más adelante).
En el árbol las aceitunas no maduran todas al mismo tiempo,
por lo que siempre se pueden recoger aceitunas en diferente fase
de maduración. El principal problema de los agricultores tal vez
sea decidir cuál es el momento óptimo para recogerlas de modo
que tengan el grado de maduración adecuado para el uso al que es-
1 B2 I LO QUE Ell\l&¡ I tlIN Lt L_rLJIN 1 LJ « ^ww.. -w.

tán destinadas. Con el paso de los años, cada país y región ha desa-
rrollado y cultivado un estilo propio de elaborar el aceite, de ahí
que sean distintos los aceites griegos de los italianos o incluso los
aceites de las diferentes regiones de Italia.
A lo largo de la historia -y con ello quiero decir durante miles de
años-, las aceitunas se han recolectado a mano, una a una o con una
especie de peine que se pasa por las ramas. También se han utilizado
otros métodos, como golpear las ramas con varas para que la fruta
caiga del árbol. La recolección manual sigue muy extendida hoy en
día, aunque en España, el principal productor de aceite de oliva del
mundo (gran parte del aceite de oliva etiquetado como italiano sale
de España y se embotella en Italia), vi unos imponentes tractores que
agarraban los troncos de los árboles con una abrazadera y los sacudían
sin compasión, de modo que las aceitunas más maduras y las me-
nos tenaces caían sobre unas redes extendidas alrededor del árbol.
Las aceitunas de mesa se deben procesar de un modo u otro;
no se pueden comer directamente del árbol porque contienen un
compuesto fenólico amargo llamado oleuropeína. Para eliminar
esta sustancia, las aceitunas son sometidas a una fermentación
microbiana o se remojan en una solución fuertemente alcalina,
como el hidróxido de sodio (lejía).
En California, las aceitunas semimaduras de color lila verdoso
se sumergen en una serie de diferentes soluciones de lejía de con-
centración decreciente, aclarándose y aireándose tras cada remojo.
Este tratamiento, complementado a veces con la adición de un
compuesto de hierro llamado gluconato ferroso, ennegrece com-
pletamente las aceitunas, tras lo cual se envasan para la venta.
La segunda vuelta la gana, por lo tanto, su amigo de California,
que quizá se refería a esta técnica de ennegrecimiento que, como
muchas otras costumbres californianas, no se practica en ningún
otro lugar del mundo. En Grecia y Turquía, todo hay que decirlo, se
utiliza un procedimiento similar para teñir de negro tizón olivas
completamente maduras.

La osmosis es una calle de doble sentido

Intenté hacer conserva de fresas hirviendo primero la fruta. Pensa-


ba que podía añadir el azúcar después, pero me quedó todo hecho
una plasta. ¿Qué falló?
Falló la osmosis. Falló en todos los sentidos.
Cuando dos soluciones acuosas con diferente concentración
de azúcar (por poner un ejemplo) se encuentran divididas por la
pared celular de una planta, las moléculas de agua de la solución
más diluida atraviesan espontáneamente la pared para incorpo-
rarse a la solución más concentrada y rebajan su concentración,
es decir, la diluyen. Este fenómeno se conoce con el nombre de
osmosis.
Al cocer las fresas en agua corriente sin añadirle azúcar, las
moléculas de agua empezaron a penetrar en las células de la fruta,
que ya tenían algo de azúcar disuelto, pero llegó un momento
en que las células se llenaron y, al no poder asumir más agua, re-
ventaron. Una vez rotas, las células perdieron su firme estructura
celular y se volvieron pastosas.
Si hubiera hecho al revés y hubiera cocido la fruta con mucho
azúcar -más del que contiene la fruta-, las moléculas de agua ha-
brían escapado de las células y se habrían incorporado a la solu-
ción de azúcar del exterior. Las células se habrían encogido como
globos deshinchados, pero no habrían reventado, sus paredes ce-
lulares habrían quedado más o menos intactas y habrían conserva-
do su agradable textura. Las fresas no se habrían ablandado tanto.
El azúcar también reafirma las células de la fruta aunque estén
deshinchadas, ya que reacciona con las proteínas de las paredes
celulares.
La osmosis es el proceso natural por el que el agua de una so-
lución poco concentrada (de azúcar, sal, etc.) atraviesa una pared
celular o cualquier otro tipo de membrana para incorporarse a una
solución más concentrada y diluirla. (Véase «Osmosis» en la página
siguiente.) Sin embargo, a los productores del sector agroalimenta-
rio a menudo les interesa aumentar la concentración de las solu-
ciones, es decir, eliminar su agua; todo lo contrario de lo que se lo-
gra con la osmosis.
Para conseguirlo, invierten el proceso de osmosis forzando el
traspaso del agua de una solución diluida, a través de una mem-
brana, a una solución más concentrada. Este proceso, conocido
como osmosis inversa, se provoca aplicando una fuerte presión de
hasta 70 kg/cmr que contrarresta la presión osmótica natural e in-
vierte el flujo del agua.
Veamos un ejemplo. Antes, el suero acuoso que se obtenía al fa-
bricar queso se consideraba superfluo y se desechaba, con lo que
se contaminaba el medio ambiente. En la actualidad, mediante os-
mosis inversa, el agua se elimina y la proteína se vende al sector ali-
mentario como «suero en polvo» o «concentrado de proteína de le-
che», que después vemos en la lista de ingredientes de alimentos
procesados.
La osmosis inversa también sirve para purificar agua. En este
caso, el agua limpia «expulsada» del agua sucia es, por supuesto, el
producto deseado.

Ciencia al m a r g e n

Osmosis
En una solución de agua y azúcar, hay tanto moléculas de azúcar como
moléculas de agua. Si no hay demasiadas de azúcar (es decir, la solu-
ción está diluida], las de agua pueden golpear libremente las paredes
del recipiente sin que apenas interfiera el azúcar. Imaginémonos aho-
ra que, en vez de las paredes de un recipiente, se trata de las pare-
des de la célula de una planta, permeables al agua. Muchas de esas
moléculas de agua conseguirán pasar al otro lado. En cambio, si la so-
lución estuviera muy fuerte de azúcar (estuviera concentrada), las mo-
léculas de azúcar se interpondrían con firmeza y las moléculas de agua
no atravesarían tanto las paredes celulares.
Por lo tanto, si tenemos una solución diluida a un lado de la pared ce-
lular y una solución concentrada al otro, pasarán más moléculas de
agua de la solución diluida a la concentrada que a la inversa, como si
se ejerciera una presión equilibrante (presión osmótica] que las forza-
ra a avanzar en esa dirección. La fuga de moléculas de un lado a otro
continuará hasta que la solución concentrada se haya diluido y haya al-
canzado el mismo grado de dilución que la solución diluida.

* Para mayor simplicidad, he dibujado la membrana como si tuviera agujeros


grandes por los que cabrían las moléculas de agua pero no las de azúcar. En
realidad, los mecanismos por los que las membranas de los animales y las
plantas sólo dejan pasar el agua e impiden el paso a otros tipos de moléculas
son más complejos y, en muchos casos, ni siquiera se conocen bien.
Solución de azúcar diluida
(a la izquierda de la
membrana permeable al
agua) y solución de azúcar
más concentrada (a la
derecha de la membrana).
Al haber más moléculas de
agua en la solución diluida
(izquierda) que en la
concentrada (derecha),
ambas tienden
a equilibrarse (presión
osmótica) haciendo que
las moléculas de agua
de la solución diluida
Solución Solución
diluida concentrada
atraviesen la membrana
Membrana __ para incorporarse a la
solución más concentrada
Molécula Molécula
(de izquierda a derecha).*
de agua de azúcar

Conserva de fresas

En el mercado sólo se encuentran fresas del país durante unas sema-


nas a finales de primavera. Aproveche cuando sea la temporada para
comprar todas las que pueda. Elija fresas pequeñas pero maduras y
en perfecto estado. Con esta receta, que alterna periodos de reposo
con breves periodos de cocción, obtendrá una conserva de intenso co-
lor rojo y fresco sabor.
En la preparación de conservas, mermeladas y gelatinas, es básico
respetar las proporciones de los tres ingredientes principales: pectina
de la fruta, azúcar y ácido [zumo de limón). La gelatina se forma gra-
cias a la reacción del ácido con la pectina, por lo que si faltara cual-
quiera de los dos ingredientes obtendría un jarabe en vez de la gelati-
na. Si no se pone suficiente azúcar, la gelatina sale dura, mientras que
si se pone demasiada, queda floja. Las cantidades deben, por tanto,
calcularse bien. Para que resulte más fácil, en esta receta hemos in-
dicado la cantidad de azúcar y fresas por peso y no por volumen.

1 kg de fresas
9 0 0 g de azúcar
1 /4de taza de zumo de limón recién exprimido

1. Lave las fresas y córteles el rabito. Deje las más pequeñas ente-
ras y parta por la mitad las más grandes.
2. Separe 9 0 0 g de fresas y colóquelos en un cazo grande de acero
inoxidable o en una olla recia para conservas. (Yo utilizo una de hie-
rro colado esmaltado de la marca Le Creuset Dutch Oven.) Incor-
pore el azúcar y, con una espátula de goma, mézclelo con cuida-
do con las fresas. Deje reposar durante 4 horas, removiendo de
vez en cuando.
3. Caliente a fuego medio hasta que hierva, añada el zumo de limón
y cuézalo a fuego fuerte durante 12 minutos. Tape y deje reposar
en un lugar fresco durante toda la noche.
4. Por la mañana, caliente la mezcla de fresas a fuego fuerte y, en
cuanto empiece a hervir, bájelo. Retire las fresas con una espu-
madera, escurriéndolas bien, e introdúzcalas en botes esteriliza-
dos de 2 5 0 g. Llene los botes sólo hasta la mitad. Escurrirlas bien
es importante, porque si entrara demasiado líquido en los botes la
gelatina se diluiría demasiado.
5. Hierva el jarabe que ha quedado en el cazo hasta que espese o
hasta que alcance una temperatura de 107 CC en un termóme-
tro de cocina para postres. Para saber si está hecho, llene una
cuchara sopera con jarabe y luego sujétela horizontalmente en el
aire sobre el cazo; el jarabe debería desprenderse de la superfi-
cie de la cuchara a «capas».
6. Vierta el jarabe caliente sobre las fresas y llene los botes hasta
arriba, dejando sólo 1 cm de espacio hasta el borde. Limpie los
bordes de restos y cierre los frascos con tapas herméticas con
banda de goma y anilla metálica. A medida que llene y cierre los
frascos, colóquelos bocabajo y déjelos enfriar.

SALEN B FRASCOS
Pescar calabazas con la boca

Estoy preparando la fiesta de Halloween y me gustaría organizar el


tradicional juego de pescar manzanas con la boca. ¿Debo comprar
algún tipo determinado de manzanas?¿Todas flotan?
Aunque la mayoría flota, hay manzanas que nadan mejor que
otras. Compre una muestra de distintas variedades unos días antes
de la fiesta y pruébelas. Así podrá comprar para la fiesta las que
más floten. Si le pide a sus invitados que pesquen con la boca man-
zanas que se hunden hasta el fondo, no la verán precisamente
como una anfitriona que se preocupa por sus invitados.
No es fácil averiguar de antemano si un objeto flota o no flota
en el agua. Para saberlo, hay que probarlo. En el programa de tele-
visión The Late Show with David Letterman, un par de atractivas
modelos lanzaron varios objetos en una cisterna de agua después
de que Dave y su compinche Paul Shaffer hubieran especulado so-
bre si se hundirían o flotarían. Inspirándome en su pregunta, pero
sin la suerte de poder reclutar a las modelos, decidí jugar yo mismo
a «¿Flotará o se hundirá?».
Me dirigí al supermercado y, para consternación de la cajera,
compré una pieza de cada fruta y cada verdura que me interesaba
probar. («¿Qué es esto?», me preguntaba a menudo. Y yo siempre le
respondía: «Colinabo», y parecía quedarse satisfecha.) Ya de vuelta
en casa, llené el fregadero de la cocina con agua y, entonando mi
particular tatatachán, fui lanzándolas una a una en el agua y ano-
tando los resultados en mi libreta de experimentos científicos.
Aquí presento, pues, por primera vez en los anales de la ciencia
gastronómica, los resultados de mi investigación. Flotan: la man-
zana, el plátano, el limón, la cebolla, la naranja, el nabo, la pera de
la variedad Bartlett, la granada, el colinabo (a duras penas), el bo-
niato (a duras penas) y el calabacín. Se hunden: el aguacate (a du-
ras penas), el mango, la pera de la variedad Bosc, la patata y el to-
mate cherry.
A casi todos los sujetos de mi experimento les costó decidirse
por flotar o hundirse. Su indecisión es comprensible, pues están
todos compuestos por agua en su mayor parte. Según la Base de
Datos de Composición Química de los Alimentos elaborada por el
Departamento de Agricultura de Estados Unidos (2003), la parte
comestible de mis sujetos -la pulpa- está compuesta entre un 73 %
y un 95 % por agua. Lo lógico, por tanto, es que tiendan a quedar en
suspensión. De hecho, tal y como indiqué más arriba, algunos de
ellos a duras penas flotaban o se hundían.
Recuerde que las cifras del Departamento de Agricultura se cal-
culan sobre la media y que la muestra recogida en mi supermerca-
do fue aleatoria. Cada variedad de manzana o (como descubrí en
mi experimento) de pera podría dar resultados diferentes. Con
todo, las probabilidades de que compre manzanas que floten para
Halloween son muchas.
Todo esto me ha hecho pensar en la importancia de la densidad
en la cocina. La densidad mide la relación entre el peso de una sus-
tancia y su volumen y puede expresarse en kilos por metro cúbico.
¿Se acuerda de Arquímedes, aquel señor que salió de la bañera
dando brincos y que, desnudo y chorreando, recorrió las calles de
Siracusa gritando «¡Eureka!» (que en griego quiere decir «¿Quién
me ha robado la toalla?»)? Pues Arquímedes descubrió el principio
por el que un objeto flota o no en un líquido.
El principio de Arquímedes dice que «todo cuerpo sumergido
en un líquido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual
al peso de líquido desalojado». Tal vez así es como lo «aprendimos»
en la escuela, una formulación que arroja menos luz que una lu-
ciérnaga con abrigo. ¿Cuántos de nosotros (incluidos los profeso-
res) lo entendimos? Confieso que en mi caso no lo entendí hasta
que no desentrañé yo mismo el misterio, si bien lo hice vestido
y seco. Ahí va mi versión, resumida en un párrafo.
Imaginémonos que estamos jugando a pescar calabazas con la
boca. Sumergiremos una calabaza de unos 40 centímetros de diá-
metro, lo que supone un litro de volumen, en una bañera llena de
agua. Un litro de agua debe apartarse para hacer sitio a la calabaza.
El agua desplazada no tiene más remedio que dirigirse hacia arriba
-no tiene espacio en ninguna otra dirección-, así que el nivel del
agua sube. No obstante, el agua tiene ahora en su interior un hue-
co del tamaño de la calabaza y el agua desplazada siente la necesi-
dad de volver a bajar, atraída por la fuerza de la gravedad, y llenar-
lo. Lo único que puede hacer para conseguirlo es empujar la
calabaza hacia arriba para deshacer el hueco con cualquier fuerza
o peso que pueda reunir; para un litro cúbico de agua, necesita un
peso de unos 27 kilos. Si la calabaza de un litro cúbico sólo pesara,
por ejemplo, 22 kilos, la empujaría hacia arriba (la reflotaría) con
los 5 kilos de fuerza que le sobran y la expulsaría del agua. En otras
palabras, la calabaza flotaría. En cambio, si la calabaza pesara
32 kilos, sobrepasaría los 27 kilos de flotabilidad y se hundiría.
Conclusión: Los objetos cuya densidad es menor a la del agua
(de 1.000 kilos por metro cúbico) flotan; los objetos cuya densidad
es mayor, se hunden. (En realidad, una calabaza de 40 centímetros
de diámetro pesa unos 18 kilos, así que flotaría.)
¿Qué implicaciones tiene esto en la cocina? Pondré dos ejem-
plos.
Los gnocchi y los raviolis se hunden al sumergirlos en agua hir-
viendo porque su densidad es superior a la del agua. Sin embargo,
en contacto con el agua caliente sus gránulos de almidón se hin-
chan y van perdiendo densidad, hasta que llega un punto en que se
vuelven menos densos que el agua. En ese momento avisan de que
ya están hechos subiendo a la superficie.
La densidad de un objeto puede disminuir bien porque pierde
peso, bien porque aumenta de volumen. Cuando una persona au-
menta de peso y gana volumen, pierde densidad, pues la grasa es
menos densa que el músculo. Saque sus propias conclusiones.
Otro ejemplo: cuando freímos buñuelos, echamos cucharadas
de masa en una buena cantidad de aceite caliente. La bola de masa
es menos densa que el aceite, por lo que flota. A medida que se
dora por abajo, la base del buñuelo pierde agua, ya que se evapora
con el calor, y se vuelve menos denso. Al ser menos denso por aba-
jo que por arriba, acaba girando, como vuelca un barco que trans-
porta demasiada carga, y de este modo se dora por el otro lado.
La primera vez que observé este fenómeno me quedé atónito,
no menos de lo que me habría quedado si hubiera visto una torti-
lla darse la vuelta sola al estar hecha por un lado.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Colinabo: el marido de la coliflor

Sidra con o sin

¿Podría explicarme qué diferencia hay entre el zumo de manzana, el


zumo de manzana natural y la sidra de manzana? ¿Son idénticos
desde el punto de vista nutritivo?¿Se pasteurizan?
Depende de dónde viva. En Estados Unidos, zumo de manzana
y sidra de manzana suelen referirse a lo mismo, el líquido que se
obtiene al exprimir manzanas. Sin embargo, en la mayor parte
de países, la sidra es zumo de manzana fermentado para producir
alcohol, como se hace con el zumo de uva para producir vino. Los
norteamericanos nos referimos al zumo de manzana fermentado
con el nombre de sidra «fuerte» para distinguirla de la sidra «dul-
ce», no fermentada y sin alcohol. Eludiremos esta ambigüedad uti-
lizando la terminología internacional: si no está fermentado, lo lla-
maremos zumo de manzana; si lo está, hablaremos de sidra.
La palabra «sidra» y sus variantes son muy antiguas y original-
mente se referían a cualquier bebida alcohólica elaborada a base
de fruta. Como todas las frutas poseen almidones y azúcares sus-
ceptibles de fermentar, y como para fermentarlas basta con dejar-
las en algún lugar y esperar a que las levaduras que transporta el
aire caigan sobre ellas, el mundo ha desarrollado una increíble va-
riedad de bebidas alcohólicas.
El zumo de manzana puede embotellarse turbio, con partículas
de fruta en suspensión, o después de filtrarlo. La decisión obedece
tan sólo a una cuestión de gustos. Al igual que en muchos otros ali-
mentos, con la palabra «natural» en la etiqueta de un zumo, el fa-
bricante puede estar refiriéndose casi a cualquier cosa. En el caso
del zumo de manzana, puede que esté diciendo simplemente que
no está filtrado.
La normativa norteamericana no obliga a pasteurizar el zumo
de manzana, pero muchas marcas se tratan con calor para evitar
que fermenten. En los zumos no tratados con calor, la etiqueta
debe incluir la advertencia «consérvese en frío», por lo que la au-
sencia de advertencia le indica que el zumo se ha pasteurizado. Si
deja un zumo de manzana sin pasteurizar en el frigorífico una vez
abierto, observará cómo a las dos semanas fermenta y empieza a
burbujear. En ese estado no conviene beberlo, pues no sabemos
qué cepa o qué cepas de bacterias están provocando la fermenta-
ción, y el burbujeo nos indica que se están alimentando del azúcar,
produciendo dióxido de carbono y alcohol y multiplicándose como
microbios, nunca mejor dicho. En cuestiones de reproducción, el
conejo no le llega a la bacteria ni a la suela de los zapatos. (Es una
manera de hablar, pero ahora intente no imaginarse a la bacteria
con zapatos y al conejo intentando llegarle a la suela... ¡Qué va! ¡Es
imposible!)
Desde el punto de vista nutritivo, algunos zumos de manzana,
sobre todo los pasteurizados, se suelen enriquecer con vitamina C.
El fabricante se lo indicará en la etiqueta.

Bacanal de abejas

¿Puede aclararme la diferencia entre las diferentes bebidas alcohóli-


cas derivadas de la manzana? He oído hablar de la sidra fuerte, el
vino de manzana, el brandy de manzana y el applejack. ¿Son todos
iguales?
Difieren principalmente en los ingeniosos métodos que se han in-
ventado para alcanzar a su graduación alcohólica.
El zumo de manzana se puede fermentar de manera natural
dejándolo reposar sin taparlo para que las células de levadura que
transporta el aire caigan en él. Estas microscópicas plantas unice-
lulares se alimentan de los azúcares de la fruta, a los que convier-
ten en alcohol etílico (alcohol de grano). No se necesitan muchas
células de levadura para que la rueda empiece a girar; cuanto más
se alimentan, más se reproducen, por lo que en tan sólo un par de
días se convierten en voraces máquinas tragaazúcar. Pero cuando
se agota el azúcar, la comilona se acaba y queda una concentración
de alcohol parecida a la de la cerveza, de un 5 % aproximadamen-
te. El líquido resultante recibe el nombre de sidra.
Los humanos no tenemos el monopolio del alcohol. En mi
casa tenía un manzano que cada otoño dejaba caer sus manzanas
sobre el camino de entrada. Las manzanas se rompían y despren-
dían jugo, que no tardaba en fermentar. Las abejas acudían a sor-
ber el dulce jugo alcohólico, se emborrachaban y se revolcaban
por el suelo delirantes. Me divertía mucho observar aquella baca-
nal apícola, si no fuera porque después tenía que llamar a muchos
taxis para que las devolvieran al panal sanas y salvas. (¡Si bebes, no
vueles!)
En las regiones productoras de sidra de Inglaterra, Francia y Es-
paña (el sur de Inglaterra, el norte de Francia y la región española
de Asturias), donde los manzanos prosperan mejor que las viñas,
es habitual consumir sidra en vez de vino, tanto para beber como
para cocinar o preparar marinadas. Las características de la sidra
varían tanto como las de los vinos. También se maridan con los ali-
mentos según su acidez, sequedad y frutosidad, características to-
das ellas que dependen de la variedad de manzana y del proceso de
fermentación utilizados.
La sequedad de una sidra depende de la cantidad de azúcares
de la manzana que se han convertido en alcohol durante la fer-
mentación. Cuanto más azúcar se ha consumido, más seca será la
sidra. La sidra asturiana, muy seca, por ejemplo, puede sustituir
perfectamente a un vino blanco seco en casi todas sus aplicaciones.
Las sidras espumosas o efervescentes, al igual que los vinos es-
pumosos, se embotellan antes de que finalice la fermentación. Un
ejemplo muy preciado es la sidra francesa o cidre. Tanto si es espu-
mosa como si no, tiene una graduación alcohólica que oscila entre
2 y 5 grados solamente. Para conseguirlo, se detiene la fermenta-
ción mediante pasteurización o añadiendo dióxido de azufre.
Todo se complicó cuando los humanos descubrieron lo que le
sucedía al zumo de manzana cuando fermentaba y se propusieron
aumentar su graduación en honor a Dionisos. Añadieron más azú-
car, alimento para la levadura, y con el tiempo introdujeron la sidra
en barricas para que absorbiera los taninos de la madera, con lo
que ganó complejidad y sabor. El alcohol subió a 10 o 12 grados,
como en el vino. Así surgió el vino de manzana.
¿Le parece poca graduación? Pues espere y verá. Destile el vino
de manzana, como en las destilerías de brandy destilan el vino de
uva: hierva el líquido y enfríe los gases de evaporación para con-
densarlos y convertirlos de nuevo en líquido. Como el alcohol se
evapora antes que el agua, los gases de evaporación y, por tanto, el
líquido condensado (brandy) tendrán más alcohol que el líquido
inicial (vino).
Laird & Company, el principal productor de brandy de manza-
na, destila la sidra hasta obtener 80 grados de alcohol, la rebaja con
agua a 65 y la envejece en barricas de roble quemadas. El resultado
es brandy de manzana. Al embotellarlo, ajusta la graduación a en-
tre 40 y 50 grados y lo etiqueta como applejack, aunque estricta-
mente hablando, y según la Oficina Federal de Impuestos y Co-
mercialización de Tabaco y Alcohol, se trata de brandy.
El calvados francés, epónimo del departamento 14 de Norman-
día, se elabora de manera parecida destilando el vino de manzana
dos veces. En la primera destilación se obtiene una graduación al-
cohólica de 28 a 30 grados y en la segunda se aumenta a 72; des-
pués se rebaja a entre 40 y 43 grados para hacerlo más bebible.
La palabra «brandy» viene del holandés brandewijn, que signi-
fica «vino quemado» (que no significa más que «destilado»). En
Francia se conoce como eau de vie, literalmente «agua de vida», el
aguardiente español. Supongo que es una cuestión de prioridades.

Ciencia al m a r g e n

Cuando canto mi canción, ¡hic!, me gusta tomar mis copas...


En el siglo xvm, los colonizadores norteamericanos de Nueva Inglate-
rra inventaron un ingenioso método para aumentar el contenido al-
cohólico del vino de manzana sin las complicaciones del alambique.
Dejaron las barricas de vino a la intemperie durante el frío invierno
de Nueva Inglaterra y las superficies se helaron. El agua se congela
a O °C, mientras que el alcohol etílico no se congela hasta que la tem-
peratura no desciende hasta - 1 1 7 °C, por lo que el hielo que se for-
mó en la superficie no era, en realidad, más que agua relativamente
pura. Los astutos nuevos ingleses retiraron y desecharon el hielo
para comprobar después que el líquido de la barrica tenía más alco-
hol y sabor a manzana. Lo llamaron applejack.
Incansables pero sedientos, tuvieron la suerte de que una ola de frío
les permitió disfrutar de varias noches seguidas a - 2 9 °C, con lo que
obtuvieron un applejack de 27 grados. Con esta graduación alcohólica
tenían suficiente combustible para calentarse durante todo el invierno
hasta que llegase la primavera.

Salsa de sidra

Esta salsa casa igual de bien con los sabores del cerdo asado como
con los de un bizcocho de jengibre recién salido del horno. Puede pre-
pararla con zumo de manzana o con sidra. Si opta por la bebida alco-
hólica, parte del alcohol quedará en la salsa.

1 taza de sidra o zumo de manzana


1/3 de taza de azúcar moreno bien apelmazado
1 cucharada de mantequilla sin sal
1 cucharada de zumo de limón recién exprimido
Una pizca de clavo molido
1 cucharada de maicena
1 cucharada de agua

1. En un cazo con capacidad para un litro, mezcle la sidra o zumo con


el azúcar moreno, la mantequilla, el zumo de limón y los clavos.
Caliente a fuego medio, removiendo de vez en cuando, hasta que
hierva fuerte. Deje hervir durante 3 minutos o hasta que se haya
reducido ligeramente.
2. En un cuenco, mezcle la maicena con el agua y viértala en la si-
dra caliente. Siga cociendo sin dejar de remover durante 1 o 2
minutos hasta que la salsa haya espesado. Sírvala caliente.

SALE 1 TAZA GENEROSA

Cuando crudo significa tostado

Me gusta comprar anacardos sin tostar en las tiendas de comida


sana. Los trituro y los mezclo con leche, pues queda muy sabrosa. Sin
embargo, mi hija vino del colegio el otro día diciendo que los ana-
cardos contienen una sustancia muy corrosiva y tóxica y que no de-
bemos comerlos nunca crudos. ¿A eso le llaman comida sana?
Los suculentos «frutos» del árbol tropical del anacardo, Anacar-
dium occidentale, tienen el tamaño y la forma de una pera. No son
sólo comestibles, sino también deliciosos. Sin embargo, como se
estropean enseguida, no es habitual encontrarlos lejos del árbol.
Tuve la suerte de probarlos cuando vivía en Venezuela, donde los
cultivan y los llaman merey.
Unida al extremo inferior de la pera pende una nuez con forma
de riñon (que en botánica sería propiamente la fruta), protegida
por una doble cáscara. Entre las dos capas de cáscara se esconde
una resina fenólica gomosa que contiene, entre otros, ácido ana-
cárdico y cardol. Estos dos compuestos químicos son corrosivos y
venenosos y, si se ingirieran, causarían llagas en la boca.
Las sustancias venenosas deben retirarse, por supuesto, antes
de comerse el fruto seco. Para ello, se tuesta con la cáscara en acei-
te caliente, lo que tiene un doble efecto: por un lado, elimina las re-
sinas y, por otro, debilita tanto la cáscara que permite romperla
después a mano con un mazo. Este rudimentario método sigue uti-
lizándose aún hoy en el siglo xxi. Tanto la cáscara como las sustan-
cias químicas corrosivas han desaparecido cuando los anacardos
llegan a las tiendas.
En esta fase se pueden comer sin peligro y se venden como
«anacardos crudos», pese a que ya se han tostado a entre 185 °C
y 190 °C. Los anacardos envasados se suelen tostar de nuevo a
163 °C, lo que los ablanda, aviva su color e intensifica su sabor
a mantequilla.
Los restaurantes que sólo sirven alimentos crudos y los forofos
de este tipo de alimentación, que sostienen que la comida no debe
superar nunca los 48 °C, incluyen a menudo los anacardos «cru-
dos» y la mantequilla de anacardos «crudos» en sus recetas. O se
engañan a sí mismos o no saben que, mucho antes de que llegaran
a sus manos, los anacardos se tostaron a una temperatura muy su-
perior a la que consideran aceptable.

Fruto con forma de pera del árbol tropical de anacardo, Anacardium


occidentale. La parte comestible de la «pera» se conoce con el nombre
de merey en Venezuela, cajueiro en Brasil y marañón en casi todo
el resto de Sudamérica. La «nuez» de anacardo (en botánica, la fruta)
se esconde en el interior del apéndice con forma de riñon
que cuelga de la pera.
Capítulo 5
D E LOS C A M P O S D E C E R E A L E S
AL GRANERO

Puede que parezca extraño que después de dedicar dos capítulos a


los cultivos agrícolas que nos proporcionan las frutas y las hortali-
zas, me ponga ahora a hablar sobre el cultivo de la hierba. Y no me
refiero a lo que algunos lectores estarán pensando.
Tampoco me refiero a los cientos de kilómetros cuadrados de
moqueta verde con que rodeamos nuestras casas y que plantamos,
regamos, abonamos, salpicamos, acicalamos y cortamos para re-
colectar un par de centímetros de vez en cuando y después desha-
cernos de la cosecha. (¡Qué inútil eso que llamamos césped!) Por
no hablar del derroche de los campos de golf, sobre todo en las re-
giones que más agua necesitan.
No, por «hierba» me refiero a las hierbas de cereales, la familia
de plantas que, más que ninguna otra, alimenta el mundo. Tam-
bién se las conoce como grano y sin ellas no disfrutaríamos de las
semillas comestibles de fécula que tanto apreciamos: el trigo, el
arroz, el centeno, la avena, la cebada y el maíz. Además de ser la
base de la alimentación de la mayor parte de la población mundial,
estas seis plantas alimentan al ganado y a las aves, que las trans-
forman en carne. Los cereales son el cultivo más antiguo de la hu-
manidad, y aún hoy siguen siendo el más importante.
Con toda probabilidad el trigo llegó el primero. Sigue cultiván-
dose por extenso, con una producción anual mundial de 556 millo-
nes de toneladas en 2003. Le superó el arroz, con 589 millones de to-
neladas, un 90 % del cual se cultiva en Asia. Sin embargo, el cereal
que se lleva la palma es el maíz, con 638 millones de toneladas culti-
vadas ese mismo año. Los demás cereales (cebada, centeno, avena y
sorgo), conocidos como de grano grueso, sumaron en total 242 mi-
llones de toneladas. (Fuente: Base de datos FAOSTAT de la Organiza-
ción de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.)
La característica nutritiva más importante de los cereales es su
almidón. El almidón es, por supuesto, un hidrato de carbono, igual
que su principal componente, el azúcar. Los hidratos de carbono
serán los protagonistas de este capítulo. Desde un punto de vista
químico en vez de agrícola, podría haber elegido para encabezarlo
un título más amplio, aunque también más académico, del tipo:
«Los hidratos de carbono». A ellos me referiré, pues, procedan de los
cereales, de las legumbres o, en el caso de la miel, de los insectos.
Aclarado cuál es mi punto de partida, prepararé al lector con un
apunte de «Ciencia al margen» sobre las propiedades químicas de
los hidratos de carbono. Como todos los demás apuntes de esta se-
rie, lo puede ojear, leer en diagonal u obviar.

Ciencia al m a r g e n

Nanocurso sobre hidratos de carbono


Las moléculas de los hidratos de carbono -azúcares y almidones- pue-
den contener desde dos a cientos o incluso miles de moléculas de glu-
cosa unidas entre sí. Cuando las moléculas de glucosa por molécula
pasan de unidades a decenas o centenares, cruzan la delgada línea
que separa a los azúcares de los almidones.
Monosacárídos: su nombre procede del griego mono, que significa
«uno», y sakcharon, que significa «azúcar». Un monosacárido es una
unidad de azúcar básica cuyas moléculas es imposible descomponer
(por hidrólisis) en azúcares simples. Son las moléculas de hidrato de
carbono más pequeñas que existen. Los más habituales son la gluco-
sa, la fructosa y la galactosa. [Véase tabla 4, pág. 20Q.)
La glucosa es el producto final de la descomposición de todos los hi-
dratos de carbono y nos da energía. Puede entrar directamente en el
torrente sanguíneo.
Disacáridos: el azúcar de mesa, la sacarosa, es un disacárido («dos
azúcares»); sus moléculas están formadas por una molécula de glu-
cosa y otra de fructosa, el azúcar simple y muy dulce que contienen
las frutas. En contacto con un ácido o la enzima invertasa, la molécu-
la de sacarosa se descompone en una mezcla formada por la misma
cantidad de glucosa que de fructosa que recibe el nombre de azúcar
invertido. Sorprendentemente, el azúcar invertido endulza más que la
sacarosa, porque la fructosa es más dulce que la sacarosa.
Este fenómeno ilustra un principio químico fundamental: las propieda-
des de un compuesto químico (como la sacarosa, por ejemplo) pueden
ser muy diferentes de las de la mezcla de sus componentes (una mez-
cla de glucosa y fructosa, por ejemplo). Un ejemplo obligado en los li-
bros de texto es el cloruro de sodio (sal de mesa), que nos comemos
impunemente pese a estar compuesto de un metal que en contacto
con el agua explota (el sodio) y un gas venenoso (el cloro),
Otros disacáridos son la lactosa, que se encuentra sólo en la leche de
los mamíferos, y la maltosa, que se forma al maltear los cereales, es
decir, al empaparlos en agua hasta que germinan, una práctica habi-
tual en la elaboración de cerveza y whisky escocés de cebada,
Oligosacáridos: su nombre procede del griego oligos, que significa
«pocos», y son moléculas de hidratos de carbono compuestas por me-
nos de 10 unidades de monosacáridos. Suelen clasificarse como azú-
cares, no como almidones. Los oligosacáridos de 3 y 4 unidades ra-
finosa y estaquiosa (fíjese que todos los azúcares terminan en -osa)
están presentes en las legumbres, pero el ser humano no los digiere.
En su lugar, se los comen las bacterias que anidan en los intestinos y,
como muestra de ingratitud, nos obsequian con los gases que aso-
ciamos a las legumbres.
Polisacáridos: para acabar están los polisacáridos («muchos azúca-
res»), también llamados hidratos de carbono complejos o almidones,
cuyas moléculas pueden contener desde unas 40 a miles de unidades
de glucosa. Si en vez de unirse en cadenas rectas se unen en cade-
nas largas, reciben el nombre de amilosas; si crean ramificaciones, se
llaman amilopectinas. Al tener diferentes formas, sus moléculas im-
parten diferentes propiedades a los alimentos. La mayoría de almido-
nes vegetales contienen tanto amilosa como amilopectina.
Otros polisacáridos cuyo nombre tal vez haya visto en las listas de in-
gredientes de las etiquetas de muchos productos son las dextrinas, re-
siduos moleculares que se desprenden de moléculas de polisacáridos
de mayor tamaño, como si fueran las ramas muertas de un árbol, cuan-
do estas otras moléculas de polisacáridos se descomponen en agua.
Muchas personas, vencidas por la pereza de articular una palabra de
cuatro sílabas, hablan de si la comida tiene estos o aquellos «carbos».
Las dos formas que adoptan las moléculas de almidón. Arriba: estructura
lineal de la amilosa. Abajo: estructura ramificada de la amilopectina.
Cada hexágono representa una unidad de glucosa.

Las moléculas de hidratos -de carbono, claro- pueden ser de distintos


tamaños y complejidad, hasta el punto de que pueden llegar a estar
formadas por miles de unidades de glucosa. Cuando alcanzan deter-
minado tamaño, nuestro cuerpo es incapaz de digerirlas, así que atra-
viesan el aparato digestivo sin aportarnos calorías ni nutrientes. En la
fecunda literatura sobre dietas para perder peso, se alude a las mo-
léculas digeribles más pequeñas -los azúcares y los almidones- con la
poco rigurosa expresión «hidratos de carbono netos». Al metabolizar-
los, nos proporcionan cuatro calorías calorías por gramo.

Tabla 4
C o m p o s i c i ó n de los azúcares y los almidones

NOMBRE OTROS MONOSA- DÓNDE SE


NOMBRES CÁRIDOS ENCUENTRAN
QUE CONTIENE
MONOSACÁRIDOS

Glucosa Dextrosa, azúcar Uvas, sangre


sanguíneo
Fructosa Azúcar de la fruta Fruta, miel

Galactosa Leche, sesos

DISACÁRIDOS

Sacarosa Azúcar de caña Una de glucosa Caña de azú-


+ una de fructosa car, remolacha
de azúcar, arce
Lactosa Azúcar Una de glucosa + Leche
de la leche una de galactosa
Maltosa Azúcar de malta • o s de glucosas Cereales
germinados
POLISACÁRIDOS

Celulosa Muchas de Todas las


glucosas plantas
Dextrina — Muchas de Cereales
glucosas
Almidón Muchas de Cereales, patata
glucosas

F I C C I O NA R I O D E L G O U R M E T

Azúcar invertido: ¡uy!, se me cayó el azucarero

Pegamento de patata

Cada vez que hago puré de patata, me sale diferente y el problema es


que a veces me queda muy pegajoso. ¿Qué hago mal?
A priori el puré de patatas parece el plato más sencillo de preparar
del mundo: sólo hay que hervir las patatas y aplastarlas. Sin embar-
go, las patatas contienen principalmente almidón, por lo que gran
parte del resultado depende de cómo se comporte este hidrato.
La carne de patata está formada por células vegetales. En el in-
terior de las células hallamos miles de gránulos de almidón, peque-
ños envoltorios donde la plata almacena las moléculas de almidón
que fabrica durante la fotosíntesis. Debido a la textura gelatinosa
de estas moléculas, los gránulos actúan como bolitas de pegamento.
Al calentarse la patata en un medio húmedo, los gránulos ab-
sorben el agua y se hinchan. Algunos acaban reventando y derra-
mando su pegamento interior; pierden su estructura granular y se
gelatinizan. (Véase «De guisante a guisote» en la página 203.)
Pero todavía no está todo perdido. Si el almidón gelatinoso de-
rramado queda atrapado en el interior de las células, las patatas se
salvan, pues la estructura celular las mantiene firmes. En cambio,
si empieza a aplastar las patatas, las células se abren, el almidón es-
capa y estropea el puré con su pegamento.
En mi opinión, los mejores pasapurés son los que tienen una
placa con orificios rectangulares. En vez de aplastar la patata, la
cortan haciéndola pasar por los orificios, como los prensaajos.
Debe moverlos hacia arriba y hacia abajo, nunca hacia los lados, ya
que al desplazarse rompería más granos de almidón. Es el proble-
ma que presentan los pasapurés de varillas en zigzag; a causa de su
forma redondeada, las varillas pisan las patatas de lado. Tampoco
debe utilizar nunca un robot de cocina. Sus afiladas cuchillas reba-
nan los granos de almidón hinchados y liberan mucha gelatina.
Aparte de todo lo dicho, algunas patatas son más adecuadas
para hacer puré que otras. Con las de piel roja y textura cerosa, que-
da un puré que parece de cera. Lo mejor es utilizar variedades de
patata especiales para puré (como las Russet o Yukon Gold), cuya
estructura celular le da una agradable textura farinácea. Si además
son de color amarillo intenso (como las Yukon Gold, véase pág. 120),
sus invitados pensarán que el puré lleva más mantequilla de la que
le haya puesto en realidad.

Pasapurés de la marca OXO. Al moverlo hacia arriba y hacia abajo, corta la


patata haciéndola pasar por sus orificios rectangulares, pero no la aplasta.
El puré queda grueso y no se pega.
Cómo hacer el puré de patata

Corte las patatas en dados de unos 2 , 5 cm y cuézalas a fuego len-


to durante 10 minutos, sin dejar que el agua hierva del todo. De
este modo, los granos de almidón se hincharán pero no se rompe-
rán. Luego escurra las patatas y déjelas enfriar para que los granos
vuelvan a endurecerse. Antes de pasarlas por el pasapurés, cuéza-
las de nuevo a fuego lento para que se acaben de hacer; le han de
quedar tiernas, pero no pastosas. Escúrralas bien y páselas por el
pasapurés. Los gránulos de almidón, al haberse endurecido, no de-
rramarán su pegamento con tanta facilidad como habrían hecho sin
la precocción y el enfriamiento.

De guisante a guisote

¿Por qué me queda hecha un mazacote la sopa de guisantes si la


guardo en el frigorífico? Luego no me queda más remedio que aña-
dirle mucha agua y batirla para que se mezcle y se diluya. De lo con-
trario, me resulta imposible comérmela con cuchara.
Antes de responder a su pregunta, ¿no le ha picado nunca la curio-
sidad de saber por qué la sopa de guisantes se hace siempre con
guisantes partidos en vez de enteros? A mí sí. Al fin y al cabo, una
vez reducidos a potaje, ¿a quién le importa si empezaron siendo
bolitas enteras o si, por el contrario, una tribu de elfos se dedicó en
la fábrica a partirlos por la mitad con minúsculos machetes?
A decir verdad, el guisante partido es una variedad concreta de
guisante cuyo nombre técnico es guisante forrajero, procedente del
sudoeste asiático y uno de los cultivos más antiguos del hombre.
Posee una frágil membrana que hace que se parta por la mitad al se-
carlo. Esta facilidad para dividirse recibe en mineralogía el nombre
de exfoliación. (¡Y ahora concéntrese en lo que estaba diciendo!)
Todos los guisantes son variedades de Pisum sativum. Los gui-
santes forrajeros no deben confundirse con los guisantes verdes
comunes, que suelen venderse frescos y en la vaina, para que las
abuelas los pelen sentadas junto a la lumbre o, mientras conserven
su frescor y lozanía (los guisantes, no las abuelas), comerlos ente-
ros, vaina incluida. Los franceses sienten predilección por unos
guisantes enanos frescos a los que llaman imaginativamente petit
pois o «pequeños guisantes».
La solidificación de la sopa no es un fenómeno exclusivo de los
guisantes. Se debe al almidón, que los guisantes poseen en grandes
cantidades. Pasaría lo mismo con cualquier sopa o salsa preparada
con ingredientes ricos en almidón, como las salsas espesadas con ha-
rina de trigo o maíz, si después las guardara en el frigorífico. Adquiri-
rían la misma consistencia espesa y gelatinosa imposible de malear.
Explicaré de forma simple qué es lo que sucede.
A la luz de un microscopio de baja potencia, el almidón pre-
senta un conjunto de cápsulas translúcidas redondas u ovaladas de
tamaño variable llamadas gránulos. En el interior de cada gránulo
descansan millones de pequeñas e invisibles moléculas de almi-
dón, dispuestas de manera relativamente organizada.
Al calentar los alimentos en agua, los gránulos de almidón se
dispersan en el líquido, lo van absorbiendo poco a poco y se hin-
chan. Los gránulos hinchados empiezan entonces a rozarse unos
con otros, como peces sobrealimentados en un estanque falto de
espacio, lo que aumenta la viscosidad o el espesor de la sopa o la
salsa. Algunos gránulos llegan incluso a reventar y derramar su
contenido, lo que acentúa todavía más su consistencia pastosa.
Este fenómeno suele recibir el nombre de gelatinización.
Los platos con almidón gelatinizado pueden comerse sin pro-
blemas mientras están calientes. La suave y fina textura de una be-
chamel espesada con harina es, por ejemplo, uno de los grandes
placeres de la gastronomía.
Sin embargo, cuando se dejan enfriar las sobras en el frigorífi-
co, se producen dos fenómenos: primero, la gelificación (no gelati-
nización) y, segundo, la retrogradación. (La gelatinización -trans-
formación en gelatina- se produce durante el calentamiento,
mientras que la gelificación -formación de gel- se da durante el en-
friamiento posterior.)
Al empezar a enfriarse el producto, durante la gelificación, las
moléculas de almidón refugiadas en el interior de los gránulos hin-
chados se calman gracias al descenso de la temperatura. (Todas las
moléculas reducen su velocidad cuando baja la temperatura.) Al ir
más lentas pueden acoplarse, entrelazarse y formar una malla en la
que queda atrapada mucha agua. Esta malla, una masa semisólida
cargada de líquido, se llama gel. A medida que el gel se va enfrian-
do se van formando más enlaces de almidón, con lo que la malla
crece, se refuerza y libera parte del agua atrapada en un fenómeno
que se conoce como sinéresis. En ese momento la sopa o la salsa
«llora» y emergen a la superficie pequeñas lágrimas de agua.
Al cabo de las horas de enfriarse, las moléculas de almidón es-
tán tan fuertemente entrelazadas que ya no pueden dispersarse
en el agua. Aunque añada agua a la salsa o a la sopa para rebajar-
la, la espesa y pegajosa masa de almidón se resistirá a ceder y a re-
cuperar su consistencia anterior; en su forma de gel, a las molé-
culas de almidón les resulta imposible separarse y dejar espacio al
agua para después nadar libremente en ella. El almidón, en resu-
midas cuentas, ha retrogradado -retrocedido- a una forma inso-
luble. Puede añadirle agua y batirlo enérgicamente sobre el fuego,
pero no volverá a recuperar la suavidad que tenía cuando estaba
recién hecho.
No desespere. Me han dicho que la tradicional sopa de guisan-
tes holandesa, erwtensoep o snert, se prepara a propósito el día an-
tes y se guarda en el frigorífico. Al día siguiente, al recalentarla, que-
da tan dura que hasta se puede clavar en ella la cuchara sin que se
caiga. Cuando gran parte de tu país se encuentra por debajo del ni-
vel del mar, imagino que tienes que idear alguna manera de entre-
tenerte.

Arroz chino recalentado

En los restaurantes chinos sirven raciones demasiado grandes, por lo


que muchas veces acabo llevándome las sobras a casa en una bolsi-
ta. El problema es que el arroz se pone duro y se descohesiona; una
vez en casa, no se parece en nada al arroz blando y meloso del res-
taurante. Se me ocurrió que quizá se deshidrataba, pero al añadirle
agua se volvía pastoso. ¿Cómo puedo hacer que recupere su agrada-
ble textura?

Sé a qué se refiere. El camarero le pregunta: «¿Quiere llevarse tam-


bién el arroz?» Y usted responde: «Sí, por favor», mientras piensa
para sus adentros: «En realidad no, pero ya lo he pagado y no quie-
ro que piense que no respeto el alimento más representativo de su
tierra natal». Y así, dos o tres días más tarde, sigue debatiéndose en-
tre comérselo o tirarlo a la basura.
En el frigorífico, el arroz sí se deshidrata ligeramente. La prue-
ba está, como puede comprobar, en que se seca más la capa exter-
na de las sobras que el interior. No obstante, la principal causa de
que se seque es que el almidón del arroz ha sufrido una reversión
(retrogradación) y ha vuelto al estado sólido e insoluble en agua
que tenía cuando estaba crudo. En el almidón del arroz se produ-
cen los mismos dos procesos que se producían en la sopa de
guisantes y en todas las salsas y jugos espesados con harina o mai-
cena: la gelificación y la retrogradación. (Véase «De guisante a
guisote», pág. 203.)
Reemplazar el agua atrapada durante la retrogradación no es
fácil, aunque si recalienta el arroz en un poco de agua recuperará
su suavidad. Personalmente, no intento ablandar las sobras de
arroz; prefiero pasarlas por la sartén y comerme el arroz frito.

Cómo jugar a los palillos

A los chinos les gusta el arroz más meloso y no tan suelto como a no-
sotros, porque así es más fácil comerlo con palillos (o eso dicen, por-
que a mí me cuesta igualmente). Pero ¿cómo lo hacen?¿Utilizan un
arroz especial o es la manera de cocinarlo?
Es el tipo de arroz. Sígame y le revelaré un antigua técnica china
-bueno, una moderna técnica occidental- para utilizar los palillos.
En la actualidad se conocen decenas de miles de variedades de
arroz, pero por deferencia a nuestra salud mental dividiremos el
arroz en tres categorías: de grano corto (menos de 5 mm), semilar-
go (de 5 a 6 mm) y largo (de 6 a 7 mm).
En los últimos años, en Estados Unidos se ha puesto de moda
un arroz italiano llamado arborio, una variedad de grano semilargo
con gran capacidad de absorción. Es rico en amilopectina [véasela
ilustración de la página 200) y sus moléculas ramificadas atrapan y
absorben el agua con gran rapidez. Puede fácilmente absorber tres
veces su volumen de caldo, lo que lo hace ideal para el risotto. Para
la paella, que no necesita quedar tan melosa, lo mejor es arroz de
grano corto que contenga menos amilopectina, como el arroz
de Valencia o el arroz bomba.
En Estados Unidos también han calado otras variedades exóti-
cas como el arroz jazmín y el basmati, de Tailandia e India, res-
pectivamente. El arroz jazmín, de grano largo, es muy aromático.
El basmati también es aromático {basmati en hindú significa «fra-
gante»), con sabor y aroma a nuez. Los productores norteamerica-
nos, sin embargo, se han apropiado de variaciones genéticas muy
parecidas a estas dos variedades asiáticas, por lo que ver la palabra
jazmín o basmati en el paquete no es garantía de que se trate del
producto auténtico importado de Tailandia o de la India. Una em-
presa tejana llamada RiceTec intentó incluso comprar la patente
del nombre «basmati» en 1997, pero su petición fue desestimada
en cuanto el gobierno indio empezó a moverse. En el Reino Unido,
en cambio, este término sólo puede aplicarse al arroz aromático
de grano largo que crece en India y Paquistán.
Los arroces chino y japonés son de grano corto y ricos en mo-
léculas ramificadas de amilopectina, lo que los hace muy melosos
cuando se cocinan. En cambio, el arroz americano, de grano largo,
posee más moléculas de cadena recta o amilosa, que no atrapan
tanta agua. Al cocinarlo, queda suelto y esponjoso. Tras su retro-
gradación (véase pág. 204), con un poco de calor y agua recupera su
agradable textura con mucha más facilidad que el arroz chino.
Pasemos ahora a su perplejidad ante la destreza china.
Mientras que a los asiáticos les encanta emplear los palillos para
comer el arroz, a los occidentales se les cae a menudo el alma a los
pies cuando se ven sin tenedor. Para la mayoría de nosotros, los pa-
lillos son la peor de las torturas chinas. Que te claven astillas de
bambú bajo las uñas duele, sí, pero al menos no te mueres de hambre.
Soy uno de esos insufribles petimetres occidentales que siem-
pre usan palillos cuando van a un restaurante chino o japonés con
el pretexto de que así la comida «sabe mejor». Todavía peor: soy de
los que se llevan consigo sus propios palillos de marfil. Y es que
por azares de la vida se me da bien manejar los palillos y me gusta
lucirme.
A aquellos a los que no se les da bien puedo echarles una mano.
Olvídense de las instrucciones sobre cómo manejar palillos impre-
sas sobre los salvamanteles de los restaurantes; para lo que sirven,
podrían estar en chino. Hay una manera mucho más sencilla de
disfrutar de la comida china o japonesa con aplomo.
El secreto de este savoir-faire reside en utilizar una simple y pe-
queña goma elástica. Con una goma, puede transformar esas infer-
nales varas de madera en un práctico cubierto que hasta los dedos
más torpes sabrían manejar.
Me encantaría decir que descubrí esta técnica hace unos años
cuando viajé por el Lejano Oriente, pero no sería cierto. En aquel
viaje me limité a observar cómo mis compatriotas norteamerica-
nos probaban más maniobras de las que aparecen en El arte de la
guerra de Sun Tzu, en lo que parecía un intento de arrimar cachitos
de comida a la zona bucal.
En China y Taiwán vi a algunos de mis desesperados colegas
sostener los palillos a 2 centímetros de la punta creyendo que, al
disminuir el efecto palanca, los controlarían mejor. (Falso.) En Ja-
pón los palillos solían acabar en punta, por lo que no tardaron en
pinchar la comida para solucionar el problema. Ver a mis amigos,
esclavos del tenedor, intentando comerse unos escurridizos fideos
fue, por otro lado, un espectáculo de lo más divertido.
No sé por qué no se me ocurrió el truco de la goma elástica
durante aquel viaje. Me lo enseñó el camarero de un asador sa-
murai japonés, aquí en Estados Unidos. (Véaseel siguiente recuadro
«Cómo utilizar palillos chinos sin ser chino».)

F I C C I O NA R I O D E L G O U R M E T

Paella: no pa él

Cómo utilizar palillos chinos sin ser chino

Saque los palillos del envoltorio de papel por un extremo sin romper
el papel. Alise el papel y enrósquelo como si fuera un rollo de papel
de cocina. Sostenga los palillos en paralelo y atraviese el rollo de pa-
pel entre los dos, a unos 2 centímetros del extremo superior. Sin
separar los palillos, ligúelos con una goma elástica haciéndola girar
a su alrededor justo por encima del rollo de papel. Cuando le quede
poca goma, dele una o dos vueltas sobre los extremos del rollo para
que no se escape hacia abajo, y punto.
Et voilá! (0 su traducción al chino.) Ya tiene un par de pinzas dota-
das de muelle, tan fáciles de sostener como un lápiz. Apretando con
el pulgar y el índice, podrá pellizcar cualquier pedazo de comida que
se le antoje. Cuando el pedazo alcance la boca, afloje los dedos y los
palillos se separarán, listos para volver al plato.
Manera fácil de utilizar los palillos

La próxima vez que acuda a un restaurante chino o japonés, llévese


una goma elástica. Dejará impresionado al petimetre (¿a mí?) de la
mesa de al lado.

Que no se le pase el arroz

En una receta leí que debía utilizar arroz sancochado. ¿Cómo se hace
el arroz sancochado?
Sancochándolo.
Ahora en serio: sancochar es dar un primer hervor a un ali-
mento sin dejar que se cueza del todo. En guisos de arroz con in-
gredientes que tardan menos en cocer, las recetas recomiendan a
veces dar un primer hervor al arroz para que después todo se aca-
be de hacer al mismo tiempo.
Cuando se cosecha el arroz, los granos van envueltos en una cás-
cara protectora incomestible que se elimina en el molino arrocero.
Bajo la cáscara aparece una fina piel de salvado que se deja en el arroz
integral y se retira, por abrasión, para obtener arroz blanco. El salva-
do le da al arroz integral su característico color marrón y sabor ave-
llanado. Además de ser más duro, el arroz integral tarda más en cocer.
Antes de descascarillar el arroz, se suele someter a una fuerte
presión de vapor, un procedimiento al que los productores arroce-
ros llaman vaporizado. Además de ablandar la cáscara, el vapor
hace que los nutrientes del salvado penetren en los granos blancos
de almidón o endosperma. En el mercado encontramos marcas de
«arroz vaporizado», pero este vaporizado no sustituye al sancocha-
do de la cocina, ni puede compararse con él en el sentido de que no
ahorra tiempo; el arroz vaporizado no deja de estar «crudo» y pue-
de incluso tardar más tiempo en cocer que un arroz al que no se ha
dado un primer hervor.
En cuanto al arroz rápido o instantáneo, se trata de arroz pre-
cocido que se ha cocido del todo y que después se ha deshidratado,
para los que andan realmente apurados de tiempo.

FICCIONARIO DEL GQURMET


Sancocho: cerdo muy virtuoso

No es oro todo lo que se blanquea

¿Qué diferencia hay entre la harina banqueada y la harina sin blan-


quear? ¿Por qué cuesta más la segunda que la primera? ¿Me cobran
un suplemento por no blanquearla?
La harina de trigo tiene de por sí un color ligeramente amarillo por-
que contiene pigmentos carotenoides, unos compuestos naturales
amarillos y naranjas que encontramos en muchas frutas, hortalizas
y cereales. (El famoso pigmento de la zanahoria, el caroteno, es la
madre de todos ellos.) Sin embargo, hay personas menos toleran-
tes con los colores que usted a quienes no les gusta que la harina
sea amarilla. La excepción que confirma la regla es la sémola con la
que se elabora la pasta. Contiene más carotenoides que otras hari-
nas de trigo, pero no se suele blanquear. Con su color amarillento,
la pasta atrae más a la vista que si fuera blanca y además da la im-
presión de que tiene mucho huevo.
Cuando se le da la oportunidad, la harina de trigo se blanquea
sola. A medida que envejece y en contacto con el aire, los pigmen-
tos se oxidan y se transforman en compuestos incoloros. Pero para
que envejezca se necesita tiempo y el tiempo vale dinero. Esto ex-
plica que la harina «sin blanquear», es decir, blanqueada de mane-
ra natural porque se ha dejado envejecer, sea más cara.
Los fabricantes de harina pueden simular los efectos del tiem-
po añadiendo un agente oxidante, como el bromato de potasio
(con el que la harina se broma), el dióxido de cloro o el peróxido de
benzoilo. El blanqueamiento de la harina no responde sólo a cues-
tiones estéticas. La masa que se obtiene con harina blanqueada,
sea al natural o con agentes oxidantes, proporciona un pan más
fino y con mayor volumen, y los panaderos sostienen que al ama-
sarla resulta más maleable. Además de amortiguar el color amari-
llo de la harina, la oxidación elimina unas sustancias químicas que
contienen azufre (tioles) y que interfieren en la formación de glu-
ten, una proteína pegajosa y elástica de la masa que atrapa las bur-
bujas de gas y confiere al pan su liviana textura.
A algunas personas les preocupan los intimidantes nombres y
propiedades de los blanqueadores químicos. Sin embargo, una vez
han acabado el trabajo, desaparecen; se transforman en sustancias
inocuas. El dióxido de cloro es un gas que se disipa, por lo que no
deja ni rastro en la harina, mientras que los restos de peróxido de
benzoilo se descomponen con el calor del horno.
Después de reaccionar con los carotenoides y los tioles de la
harina, las 50 o 75 partes por millón de bromato de potasio aña-
dido se convierten en bromuro de potasio, una sal totalmente
inofensiva. Los panaderos llevan ochenta y pico años utilizando
bromato de potasio y hasta ahora no se habían detectado nunca
residuos de esta sustancia química en el producto final. Sin em-
bargo, los químicos cuentan hoy en día con sistemas de análisis
tan sensibles -capaces de detectar en muchos casos hasta la mil
millonésima parte de un gramo- que se ha comprobado que en
productos de panadería elaborados con harina bromada pueden
quedar restos de bromato en cantidades muy mínimas. Los ins-
trumentos de detección actuales son tan sensibles que se pueden
encontrar restos de casi cualquier sustancia química en casi
cualquier producto, un hecho que gran parte del público no en-
tiende. El descubrimiento de que un alimento contiene una «sus-
tancia tóxica XYZ» genera temores infundados. Pero todo puede
ser tóxico o inocuo dependiendo de si sobrepasa o no cierta can-
tidad.
A pesar de todo, al descubrirse que en grandes cantidades el
bromato provoca cáncer en ratas y cundir el pánico entre muchos
consumidores, la industria panadera, tras consultarlo con la Agen-
cia Federal de la Alimentación y el Medicamento, ha dejado de uti-
lizarlo por voluntad propia. Canadá y Reino Unido han prohibido
por completo su uso.
A propósito: la afirmación de que el blanqueamiento de la ha-
rina destruye su vitamina E es tan verdadera como vacua, ya que
la cantidad de vitamina E que contiene la harina de trigo es insig-
nificante.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Cuscús: pareja de cuses

Mezclar y levantar

En una receta me piden que utilice harina preparada, pero no la en-


cuentro en los supermercados de mi zona. ¿Se puede preparar en
casa?
Por supuesto. La harina preparada no es más que harina con le-
vadura y sal incorporadas. La venden en la mayoría de grandes
superficies, pero si quiere prepararla en casa sólo tiene que aña-
dir 1 cucharadita y media de levadura y media cucharadita de sal
por cada taza de harina de trigo corriente o harina de panadero
y mezclarlo todo bien. La mejor manera de mezclar la harina es
utilizando un batidor a baja potencia.

Ni de Oriente ni de moliente

¿Qué es el trigo sarraceno? ¿Puedo hacer pan con harina de trigo sa-
rraceno?
No, por dos motivos: el trigo sarraceno no es trigo y, aunque lo fue-
ra, su harina no serviría para hacer pan.
El grano de trigo sarraceno, también conocido como alforfón
o trigo negro, kasha en Europa del Este y sayraisin en Francia, es
la semilla de la planta Fagopyrum esculentum, que no está em-
parentada con el trigo ni con ningún otro cereal. Su forma tetra-
édrica (como una pirámide con cuatro lados triangulares igua-
les) recuerda a la del hayuco y, al igual que el trigo, la avena o la
cebada, está protegido por una cáscara. Las semillas se pueden
moler para obtener un grano grueso, que a su vez se puede mo-
ler para conseguir harina. Esta harina, mezclada con la de trigo,
es con la que se elaboran crepes de trigo sarraceno, pero sola no
sirve para hacer pan. Al mojarla apenas forma gluten, la proteína
elástica que atrapa las burbujas de gas y le da al pan su porosa y
esponjosa textura. La harina de trigo sarraceno con agua cuesta
mucho de cohesionar, aunque los japoneses consiguen hacer
con ella sus fideos soba.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Gluten: persona que come demasiado y con ansia

Inventario de pasta

¿Hay algún motivo para utilizar un tipo de pasta en vez de otro,


como tallarines en vez de espagueti, por ejemplo? A mí me da la im-
presión de que, cuanto más alta sea la relación entre la superficie y
el volumen de la pasta, mejor absorberá la salsa y más sabrosa que-
dará. ¿Por qué utiliza entonces la gente pasta con otras formas?
¿La relación entre la superficie y el volumen? Apuesto a que es us-
ted ingeniero.
Le aseguro que la casi infinita variedad de formas de pasta ale-
gra la vista y proporciona diferentes sensaciones al paladar. Ade-
más, hay pastas que son más adecuadas que otras con según qué
salsas.
No se trata de que la pasta absorba la salsa a través de su su-
perficie; ni la pasta es tan absorbente ni las salsas tan líquidas.
Debo concederle, sin embargo, que hay salsas más adherentes que
se pegan a cualquier tipo de pasta, independientemente de su for-
ma, de modo que, cuanta más superficie tenga la pasta, más salsa
se pegará.
Ahora bien, el secreto está en la capacidad que tiene una ración
de pasta para envolver e incorporar la salsa en el plato y para rete-
nerla cuando se enrolla con el tenedor o, en el caso de las formas
más pequeñas, cuando se recoge con la cuchara. Esta capacidad
depende de principios mecánicos y de adherencia.
La mayoría de salsas tiene tropezones en mayor o menor grado.
Los espacios en los que pueden aposentarse esos tropezones -los
huecos que se abren en la maraña de pasta- difieren mucho en
función de si las pastas son alargadas como los espaguetis o tallari-
nes, tubulares como los penne y rigatoni, o de formas especiales
como los conchiglie (conchas) y farfulle (lazos). Una montaña de
espaguetis gruesos dejará más huecos que una montaña de espa-
guetis delgados, evidentemente, pues estos podrán acoplarse mejor.
Por lo tanto, conviene elegir un corte de pasta y una salsa que
combinen. Los fusilli (resortes), por ejemplo, se adaptan bien a las
salsas con tropezones; los tubos más largos, como el rigatoni, fun-
cionan bien con salsas de carne; los fettuccine, en cambio, prefie-
ren salsas pegajosas que cubran la superficie de los lazos, como la
salsa a base de crema de leche y queso parmesano que se emplea
en la receta de fettuccine Alfredo. Los espaguetis son tal vez los
más versátiles, aunque cuando son muy finos, como los de cabe-
llo de ángel o capellini, es preferible preparar salsas líquidas que
se distribuyan bien por la montaña de pasta por acción capilar.
Unos capellini con salsa Alfredo se quedarían pegados al plato
como una gran masa de barro.
En la tabla 5 de la página siguiente se indica con qué salsas re-
comienda combinar algunos cortes de pasta la empresa italiana
Barilla Alimentare S.p.A., con sede en Parma. Si quiere ver imáge-
nes de estos cortes, visite la página web www.professionalpasta.it;
encontrará una lista de 822 cortes de pasta, desde los abissini a los
zituane, así como información sobre cualquier cosa que le llame la
atención sobre cómo se fabrica la pasta. Muchos de los nombres de
la lista, no obstante, son variaciones dialectales regionales de un
mismo corte.
No se amedrente. La unidad de policía encargada de velar por
el respeto a los principios básicos de la pasta anda corta de fondos
y efectivos, así que nadie le reprenderá por probar combinaciones
disparatadas de pasta y salsa.
¡Mangia!

FICCION ARIO DEL GOURMET


Tallarín: ebanista
Tabla 5
Tipos de pasta según su forma
y salsas recomendadas

TIPO DE PASTA SALSA IDÓNEA


SEGÚN FORMA
Capellini / Mantequilla y queso, mantequilla con hierbas
cabello de ángel frescas aromáticas, salsa de pescado
Coditos Ensaladas, queso (macarrones con queso), salsas
a base de aceite, mantequilla, tomates, verdura
Fettuccine Salsas blancas, salsas con carne, verduras o nata
con queso
Tallarines Pesto, dados de tomate, salsas a base de aceite,
salsas de pescado
Orzo (con forma de Sopas, minestrone o salsa de nata líquida con
granos de arroz) verduras
Rigatoni Salsas con carne, verduras, salchicha o hechos
al horno en un molde
Tirabuzones Ensaladas de pasta, salsas de tomate ligeras,
salsas de nata líquida, carbonara (huevo y beicon)
Espagueti Salsa de tomate con albóndigas, dados de tomate,
salsas a base de aceite, salsas de pescado
Macarrones Salsas con tomate fresco y verduras, salsa
de estriados carne o pescado, salsas picantes

FICCION ARIO OEL GOURMET


Rigoletto: un tipo de pasta

Por favor, no se coma el colchón

Si me preparo un batido mezclando fruta con leche, yogur o lo que


sea, ¿se pierden los efectos beneficiosos de la fibra por pasar la fruta
por la batidora?
No. Por mucho que la bata, la fibra seguirá teniendo su efecto.
En el contexto de la alimentación, la palabra «fibra» lleva a mu-
chas confusiones, ya que enseguida nos vienen a la cabeza imáge-
nes como una cáscara de coco o el relleno de un colchón. Sin em-
bargo, la fibra alimenticia no se llama así por su textura. Se refiere,
en general, a unos compuestos de los alimentos de origen vegetal
que el organismo es incapaz de digerir por falta de la enzima ade-
cuada, por lo que no aportan energía y atraviesan el aparato diges-
tivo sin transformarse (su principal virtud). Pese a que la fibra no
tiene valor químico ni nutritivo, la necesitamos para transportar
los alimentos por esa planta de procesamiento a la que llamamos
tubo digestivo.
Se ha descubierto que la fibra alimenticia, presente en las fru-
tas, las hortalizas y los cereales pero no en los productos de origen
animal, reduce el riesgo de sufrir enfermedades como el cáncer de
colon, aunque hay quienes lo han puesto en duda. Con todo, la fi-
bra es una de las principales razones por las que comer frutas y
hortalizas es tan importante para la salud.
En los alimentos encontramos fibras solubles en agua e insolu-
bles y los nutricionistas recomiendan comer de los dos tipos. Las so-
lubles, principalmente pectinas y gomas, las aporta la fruta y gracias
a ellas espesan las gelatinas de fruta. La manzana ácida, la manzana
silvestre, la ciruela ácida, la uva Concord, el membrillo, la grosella es-
pinosa, la grosella roja y el arándano son especialmente ricos en pee-
tina. Las fibras insolubles más comunes son la celulosa y la lignina,
el aglutinante que une las fibras de celulosa que forman la estructu-
ra sobre la que se sustentan las paredes celulares de las plantas.
Algunas termitas son capaces de digerir y aprovechar la energía
de la celulosa y la lignina, pero el organismo humano no está pre-
parado para ello. En cambio, a las termitas se les da fatal jugar al
Scrabble.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Gelatina: la « G » que usaban los romanos

Lo que no engorda también pesa

El otro día me fijé en la información nutricional de los cereales del


desayuno. Pensaba que, por definición, la fibra es indigerible y que,
por tanto, no tenía calorías. Sin embargo, en la caja incluía la fibra
dentro de los hidratos de carbono. ¿Cómo es posible?
La fibra alimenticia es totalmente o casi totalmente indigerible.
Como usted dice, es una de las características que la definen: la fi-
bra es una parte de los alimentos que no nos da vitaminas ni mi-
nerales, ni siquiera calorías.
Desde un punto de vista químico, los compuestos de fibra de
las plantas se clasifican como hidratos de carbono complejos, lo
que explica que se contabilicen con los hidratos de carbono en la
etiqueta. A veces en la información nutricional se distingue entre
fibra soluble e insoluble, pero ninguna de ellas aporta en cualquier
caso ninguna caloría. Los «otros hidratos de carbono» que se indi-
can son los azúcares, los alcoholes edulcorantes (véase pág. 224) y,
como su nombre indica, otros hidratos de carbono, principalmen-
te almidones. Todas las cantidades suman para obtener el número
de gramos de hidratos de carbono «total».
Sin embargo, los únicos hidratos de carbono que aportan ca-
lorías son los digeribles: los azúcares y los almidones. Si resta los
gramos de fibra a los gramos de hidratos de carbono, tendrá el
número aproximado de gramos de hidratos de carbono con valor
nutritivo; multiplicando por cuatro calorías cada gramo debería
obtener el número aproximado de calorías que se atribuyen a los
hidratos de carbono en la tabla.
Digo «aproximado» porque puede que haya otros hidratos de
carbono ocultos. En la información nutricional de muchos alimen-
tos se omiten, por ejemplo, los alcoholes edulcorantes: glicerol,
manitol, sorbitol, inositol y xilitol (y cualquier ingrediente acabado
en -ol). Estos alcoholes se utilizan como edulcorantes en pequeñas
cantidades, pero su metabolización no es tan completa como la del
azúcar, por lo que aportan menos calorías.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Repollo: el más pollo de los pollos

Vayamos al grano

¿Me puede explicar la diferencia entre todos los productos de maíz


que se pueden comprar en el supermercado? Hay harinas de maíz
amarillas y blancas, gruesas y finas, molidas en molinos de piedra
o de acero, por no mencionar la maicena y la polenta o sémola de
maíz. ¿Qué debo utilizar para hacer pan de maíz? ¿Y magdalenas?
¿ Y polenta? ¿ Tiene alguna importancia?
Sí, tiene importancia, no tanto por la composición de la harina
como por su textura.
Todos los productos que menciona se obtienen de ese cereal
del Nuevo Mundo increíblemente versátil y apreciado en todo el
planeta al que llamamos maíz, nombre que deriva del indio taino
del Caribe mahiz.
Cada grano de maíz es una semilla compuesta por tres partes
básicas: una capa exterior dura (pericarpio), formada en su mayor
parte por celulosa indigerible; una pulpa harinosa (endosperma),
que alimenta la semilla cuando brota (germina); y un embrión
(germen), situado en el centro de la semilla, que se convierte en
una nueva planta si se dan las condiciones adecuadas para su ger-
minación y que contiene aceite, la principal reserva energética de
la semilla.
Con los granos de maíz se puede obtener una sorprendente va-
riedad de productos según como se muelan. Para clasificarlos po-
demos atender, por ejemplo, a qué parte del grano de maíz se con-
serva. El harinoso endosperma se utiliza siempre, mientras que a
veces la cascarilla y el germen se retiran. La maicena, o harina fina
de maíz, se obtiene de secar y moler sólo el endosperma.
Las harinas y sémolas de maíz también se pueden distinguir
por su textura, es decir, por el mayor o menor grosor de la mo-
lienda.
Hay, por supuesto, harina fina,
como también la hay gruesa.
Después está la media,
que ni es tan fina ni tan gruesa.
Tradicionalmente, el grano de maíz se molía en molinos de pie-
dra impulsados por agua. Por nostalgia a veces se incluye en el pa-
quete de harina la absurda puntualización de que el grano se ha
molido en molino de piedra tradicional. Esta harina tiene algo más
de valor nutritivo y sabor que otras harinas, pues conserva parte de
la cascarilla o salvado desmenuzados en la molienda, así como par-
te del germen con su aceite. Sin embargo, el aceite la convierte pre-
cisamente en una harina perecedera. Si se almacena a temperatu-
ra ambiente, enseguida se pone rancia; si se refrigera, aguanta un
par de meses.
La harina de maíz actual se produce en su mayor parte pren-
sando los granos de maíz entre enormes rodillos de acero, que dan
a los copos una forma más afilada que los molinos de piedra. El
producto prensado, o maíz laminado, sólo contiene el endosperma
rico en almidón; la cascarilla y el germen se reducen a la mínima
expresión, lo que alarga considerablemente la vida de la harina si
se conserva en envases herméticos y en lugares frescos. Si en la eti-
queta no dice que la harina esté hecha en molino de piedra, estará
laminada. (Para rizar más el rizo, el grano de maíz no se lamina,
sino que se prensa.)
Una vez descascarillado y desgerminado el grano, sea por mé-
todos mecánicos o con productos químicos como cal o lejía, el
endosperma se lava y se seca; en ese momento, se convierte en po-
lenta. Luego se puede moler o prensar hasta obtener unas par-
tículas bastante gruesas, la sémola de maíz. Esta sémola recupera
su agua al hervirse y se utiliza mucho como desayuno en determi-
nados lugares del mundo, como puede ser toda la zona sur de Es-
tados Unidos.
¿Con qué producto debe prepararse para cada receta o plato?
Los estadounidenses sureños insisten en que su tradicional pan de
maíz debe elaborarse con harina blanca al molino de pierda, grue-
sa o media según las preferencias de cada uno. Los norteños no son
tan quisquillosos e incluso se atreven a combinar la harina de maíz
con la de trigo y azúcar para conseguir hacer un pan «más tipo
pan», pues a la harina de maíz le falta el gluten que le da al pan su
maleable textura.
La polenta se suele preparar con harina de maíz amarilla grue-
sa o fina, ya que al hervirla se transforma, de todos modos, en una
masa homogénea. ¿Es necesario que diga que la harina de maíz
amarilla se obtiene de maíz amarillo y la blanca de maíz blanco?
(Disculpas, no pude resistirme.)

FICCIONARIO DEL GOURMET


Polenta: temporada de máxima polinización en la que
ios alérgicos deben tomar especial precaución
Polenta: dos maneras de prepararla

En casa hay quien no se atreve con la polenta porque, preparada al


estilo tradicional italiano (añadiendo harina de maiz al agua hirviendo
sin retirarla del fuego y sin dejar de remover), exige del cocinero de-
masiada atención. A su abuela italiana le sorprenderá, pero hay ma-
neras más sencillas de prepararla. Puede utilizar una olla con doble
fondo o bien el horno. Obtendrá una polenta espesa y suave, nada
granulosa.

POLENTA AL BAÑO MARÍA:


4 tazas de agua
1 cucharadita de sal
1 taza de harina de maíz amarilla, gruesa o fina
Mantequilla al gusto

1. Ponga 2 1 / 2 tazas de agua a hervir en la parte superior de la olla


de doble fondo y sálela.
2. En un cuenco mediano, mezcle la harina de maíz con la taza y
media restante de agua. Añada esta pasta al agua hirviendo y re-
muévala bien. Baje el fuego a intensidad media sin dejar de re-
mover hasta que rompa a hervir.
3. Pase la mezcla con el agua hirviendo a la parte inferior de la olla.
Tápela y cocínela, dándole vueltas de vez en cuando, hasta que
quede suave y espesa. Añada mantequilla al gusto.

SALEN UNAS 4 TAZAS O RACIONES

POLENTA AL HORNO:
2 cucharadas de aceite de oliva
2 tazas de harina de maíz amarilla
6 1 / 2 tazas de agua
1 V 2 cucharaditas de sal

1. Precaliente el horno a 2 0 0 °C y engrase un molde de unos 20 x


3 0 cm.
2. En un cuenco grande, mezcle el aceite de oliva, la harina de maíz,
el agua y la sal.
3. Pase la mezcla al molde e introdúzcalo con cuidado en el horno (se
derrama fácilmente).
4. Hornee sin tapar durante 45 minutos. Dele vueltas con un tene-
dor o una cuchara de madera para mezclar bien los ingredientes
y que le quede una masa suave. Hornee durante otros 5 minutos
o hasta que suba ligeramente.

SALEN UNAS 8 TAZAS O RACIONES

Variaciones de la receta

Polenta con gorgonzola: sirva varias cucharadas de polenta hecha y


blandita en un plato calentado previamente en el horno. Abra un hue-
co en el centro y rellénelo con 3 cucharadas de mantequilla sin sal
y 85 g de queso gorgonzola desmenuzado. Varíe las cantidades en fun-
ción de la cantidad de polenta que haya preparado.

Tostones de polenta al grill: coloque la polenta hecha y blandita en un


molde cuadrado de unos 20 cm 2 , previamente engrasado, y extiénda-
la bien para formar una capa de poco más de 1 cm. Refrigérela. Sá-
quela del molde y extiéndala sobre la superficie de trabajo; córtela en
cubos o en rectángulos y dispóngala sobre una bandeja de horno en-
grasada. Pinte los cubos o rectángulos con mantequilla derretida y
tuéstelos a la parrilla, volviéndolos una vez, de modo que queden cru-
jientes y dorados por ambos lados.

Sobras de polenta: coloque la polenta hecha y blandita en un molde


para pan previamente engrasado. Alise la superficie con una cuchara de
madera, cubra el molde con film transparente y refrigérelo. La polenta
fría está deliciosa con el desayuno. Córtela a rebanadas, fríalas con
mantequilla o aceite y aderécelas con un chorrito de jarabe de arce.

Tortilla linda

En mi supermercado venden dos tipos de tortillas mexicanas: de ha-


rina y de maíz. Me imagino que las primeras son de harina de trigo
corriente, pero las segundas dice en la etiqueta que están hechas con
«masa harina», que según me han dicho es un tipo de harina que se
obtiene del maíz. ¿Me podría explicar de qué están hechas y por qué,
entre sus ingredientes, figura la cal?
Acierta con lo de las tortillas de harina. Para ser exactos deberían
llamarse tortillas de harina de trigo, pues hay muchos tipos de ha-
rina procedentes de gran variedad de cereales como la cebada, el
centeno y el arroz. Ahora bien, en México es muy difícil encontrar-
las. Las tortillas de harina de trigo son una invención de Tex-Mex.
En inglés, a las tortillas de harina las llaman flour tortillas. Flour
(«harina») viene de la palabra flower («flor»), metáfora utilizada
para referirse a la mejor parte de algo, como la flor de una planta o,
en términos culinarios, la mejor parte del cereal. Las partes de su-
puesta peor calidad, como la paja y el salvado del trigo y la cascari-
lla del maíz, se desechan en teoría. En español, la expresión «masa
harina» tampoco indica de qué tipo de harina se trata; por suerte,
en los envases a veces se emplea el término más explícito «harina
de maíz», para distinguirla de harina de trigo. En fin, dejémonos de
clases de lengua.
Para retirar la cascarilla de celulosa de los granos de maíz y des-
germinarlos, se remojan en una solución de agua con álcali. Los
ácidos pueden ser sustancias químicas muy potentes, pero los ál-
calis también. Un ejemplo es el hidróxido de sodio (NaOH), cono-
cido por otros nombres como sosa cáustica o lejía. Es tan potente
que se emplea para desatascar tuberías: disuelve hasta los pelos y
la grasa. (Convierte la grasa en jabón, pero eso, nunca mejor dicho,
es harina de otro costal.)
En México, los granos de maíz se tratan con cal, mucho más
suave que la lejía pero capaz igualmente de abrir las cascarillas de
celulosa y dejar al descubierto el endosperma de almidón. La cal se
utiliza con esta finalidad desde hace miles de años, tanto en México
como en el resto de Centroamérica. Luego el grano descascarillado
se lava, se seca y se muele o se prensa para obtener la masa harina.
Con las finas partículas de masa harina y una habilidad asom-
brosa, las mujeres mexicanas preparan unas tortas finas de forma
perfectamente circular. Después las tuestan en una plancha entre
30 y 60 segundos por cada lado y las sirven, todavía calientes, a los
afortunados mexicanos, a los que no se les ocurre probar esas imi-
taciones de fábrica planchadas y enrolladas a máquina con las que
a menudo nos conformamos los gringos. El principal problema de
estas imitaciones comerciales es que, para que sea fresca, una tor-
tilla debe conservar más o menos un 40% de humedad; al envasar,
congelar y transportar las tortas, ese nivel de humedad es imposi-
ble de mantener en la versión mecanizada.

Ciencia ai margen

La piedra caliza, las conchas marinas, el coral, la creta, el mármol,


las cáscaras de huevo, las perlas, las estalactitas y las estalagmitas
tienen una cosa en común: contienen en su mayor parte un com-
puesto químico muy versátil y abundante llamado carbonato de calcio
(CaC03). El 7 % de la corteza terrestre está formada por este com-
puesto, en particular los 32 kilómetros más superficiales. Si se ca-
lienta entre 8 2 5 °C y 9 0 0 °C, se descompone en dióxido de carbono
(C0 2 ) y óxido de calcio o cal (CaO). La cal se ha empleado durante si-
glos en la fabricación del mortero, el vidrio y muchos otros materia-
les de gran utilidad.
Al mezclarse con agua, la cal forma hidróxido de calcio, Ca[0H) 2 . Este
compuesto, también conocido como agua de cal o cal apagada, es
muy alcalino, aunque no tanto como la lejía.
Para tratar el maíz, los aztecas recurrían a un material alcalino toda-
vía más fácil de obtener: las cenizas de la leña. Todos los materiales
de origen vegetal, incluida la madera, contienen potasio (la «potasa»
de los fertilizantes] y las cenizas que dejan al arder son ricas en car-
bonato de potasio, una sustancia alcalina.
Los aztecas no sabían nada de todo esto, pues la química no empezó
a enseñarse en las escuelas hasta quinientos años más tarde. Quién
sabe cómo se les debió de ocurrir cocer el maíz en agua con cenizas.

Ni los perros ni los niños ni el azúcar


Me sorprende que haya tantas comidas preparadas que lleven azú-
car. ¿Creen los fabricantes que la única manera de conseguir que
algo sepa bien es endulzarlo añadiendo azúcar?
A todo el mundo le gusta el azúcar y eso influye mucho segura-
mente en el hecho de que esté presente en tantos alimentos proce-
sados. Algunos cereales de desayuno, por ejemplo, contienen una
sorprendente cantidad de azúcar si uno se para a pensar. Para cal-
cular la cantidad de azúcar de los cereales (o de cualquier otro ali-
mento industrial), busque en la información nutricional de la eti-
queta el número de gramos de azúcar por ración, divídalo por el
número de gramos de cereal (o de cualquier otro alimento indus-
trial) por ración y multiplíquelo por 100. Descubrirá, sin ir más le-
jos, que el All-Bran Plus de Kellog's tiene un 45 % de azúcar y Nes-
tlé Fitness un 39 %.
Fíjese que en la tabla de información nutricional «azúcares»
aparece en plural. El plural se refiere no sólo a la sucrosa de la
caña de azúcar (que figura como «azúcar» en la lista de ingre-
dientes) sino también a otros azúcares que están presentes en los
alimentos de forma natural, como la lactosa de la leche, la fructo-
sa de la fruta y la glucosa, la maltosa y la fructosa de cualquier
edulcorante derivado del maíz que se haya utilizado. Además del
azúcar (sucrosa), busque por tanto ingredientes como fructosa,
maltosa, lactosa, miel, jarabe de maíz, jarabe de maíz rico en fruc-
tosa, melaza o zumos de fruta concentrados. El «jugo de caña eva-
porado» no es más que un eufemismo que cuelan los fabricantes
de productos de «comida sana» en la etiqueta para evitar la temi-
da palabra «azúcar». Huelga decir que el jugo de caña evaporado
es puro azúcar.
Luego están los alcoholes edulcorantes (polioles) que, pese a su
sabor dulce, en química no se clasifican como azúcares. El glicerol
(glicerina) entra en esta categoría. Sus moléculas presentan las ca-
racterísticas tanto de un azúcar como de un alcohol; aportan entre
la mitad y un tercio de las calorías del azúcar, ya que se convierten
en glucosa muy lentamente y a veces escapan por el extremo meri-
dional del tubo digestivo antes de que el organismo las haya meta-
bolizado. Si se comen en exceso, pueden tener como consecuencia
un efecto ligeramente laxante.
Como los alcoholes edulcorantes no estropean los dientes ni
disparan el azúcar en sangre, se utilizan con frecuencia para fabri-
car caramelos y chicles sin azúcar. Los verá indicados aparte en la
lista de ingredientes: sorbitol, xilitol, lactitol, manitol, maltitol.
(Busque el sufijo -itol.)
En Sudamérica, la hoja dulce de la estevia se emplea desde
hace siglos para endulzar la yerba mate. En Estados Unidos, Cana-
dá y la Unión Europea, en cambio, no está permitido incluirla en la
comida: es natural, no cabe duda, pero no se ha demostrado que
sea segura. (Irónicamente, sí se vende en las tiendas de «comida
sana» como suplemento alimenticio.) Aunque los sudamericanos
no se hayan extinguido por consumir refrescos endulzados con es-
tevia, las autoridades sanitarias argumentan que, si en Estados
Unidos y Canadá se levantara la prohibición de utilizar esta planta
como aditivo alimentario, los norteamericanos, forofos como son
de los refrescos azucarados, la consumirían en cantidades enor-
mes. Y las consecuencias de atiborrarse de limonadas y naranjadas
cargadas de estevia todavía no se han estudiado.
Otro edulcorante bastante utilizado en la Edad Media, pero so-
bre todo por los romanos, era el azúcar de plomo, una sustancia
química de sabor dulce y muy venenosa que los químicos conocen
como acetato de plomo. Los romanos utilizaban vasijas forradas
con plomo para hervir las uvas prensadas y el vino viejo agriado. El
vino agriado (oxidado) contiene ácido acético y cualquier estu-
diante de primer año de química sabe que el ácido acético mez-
clado con metal de plomo se transforma en acetato de plomo. To-
dos los compuestos de plomo son venenosos, pero el acetato es
uno de los pocos que además es soluble en agua... y en vino. Esta
técnica permitía, pues, volver a endulzar el vino pasado, pero tam-
bién se podía producir azúcar de plomo para endulzar otras bebi-
das y alimentos. El recetario más antiguo que existe, De Re Coqui-
naria (Sobre cocina), escrito por el gourmet romano Marcus
Gavius Apicius en el siglo i, contiene algunas recetas que incluyen
el azúcar de plomo entre sus ingredientes.
El envenenamiento por plomo es acumulativo y causa diferen-
tes trastornos que pueden ir desde la gota a la infertilidad y la lo-
cura. Los patricios romanos eran los que más aprovechaban los vi-
nos y los alimentos endulzados con plomo, así que fueron también
los más afectados. Julio César sólo tuvo un hijo (ilegítimo) y no fue
porque no lo intentara (era bastante mujeriego). Su sucesor, César
Augusto, fue al parecer completamente estéril, fuera con esposa o
con concubina.
Hoy en día el azúcar clásico -sacarosa pura, sea de caña de azú-
car o de remolacha de azúcar- desempeña muchas funciones en
los alimentos aparte de endulzarlos. Gracias a él, el pan, las galletas
y otras masas quedan más tiernos y esponjosos; estabiliza la espu-
ma, como la de las claras de huevo, por ejemplo; acentúa otros sa-
bores, y se carameliza al calentarlo, lo que permite dorar algunos
alimentos e impartirles un característico sabor agridulce a carame-
lo. Además, sirve de conservante, sobre todo en mermeladas y otras
conservas de fruta.
Según W. C. Fields, alguien que odia a los perros y a los niños no
puede ser tan malo. El azúcar tampoco lo es.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Melaza: me pide matrimonio

El cara a cara de la miel y el azúcar

Muchos forofos de la comida sana ensalzan las virtudes de la miel


por ser el edulcorante más natural, saludable y nutritivo de todos,
sobre todo comparado con el azúcar refinado. Sin embargo, tengo
entendido que los bebés no deben tomarlo. ¿No es algo contradic-
torio?
No sé qué quieren decir con «más natural», a no ser que alguien
sepa de algún buen motivo que explique por qué el azúcar de caña
y las remolachas de azúcar son menos naturales que la miel. ¿Qui-
zá porque no los producen insectos peludos?
Desde un punto de vista químico, sí son bastante diferentes. La
caña de azúcar y las remolachas de azúcar están cargadas de su-
crosa, mientras que los azúcares de la miel son básicamente fruc-
tosa (39 %), glucosa (31 %) y maltosa (7 %), y sólo el 1,5 % es sucro-
sa. (Véase tabla 4 de la pág. 200.) La miel contiene también un 4 %
de hidratos de carbono y pequeñas cantidades de minerales, vita-
minas y enzimas. El resto (17 %) es en su mayor parte agua, lo que
la convierte en una solución sobresaturada de azúcares. En otras
palabras, en la miel hay más azúcar disuelto en el agua del que el
agua suele aceptar, de modo que con el tiempo el azúcar sobran-
te se va «desdisolviendo» y separando en forma de cristales (es decir,
se va granulando). El proceso de cristalización lo empieza princi-
palmente la glucosa.
A mí me encanta la miel granulosa, porque está crujiente. Si se
guarda a entre 10 °C y 21 °C se acelera la cristalización; a tempera-
turas más altas, se detiene. A partir de ahí ya es cosa de cada uno.
Entre las enzimas que contiene la miel está la invertasa, que
convierte la sucrosa en una mezcla de glucosa y fructosa, o azú-
car invertido. (Vease «Nanocurso sobre hidratos de carbono», pág.
198.)
Otra enzima que hallamos en la miel es la amilasa, que des-
compone el almidón en unidades más pequeñas. La miel contiene,
además, pequeñas cantidades de todas las vitaminas B y de vitami-
na C, así como los minerales potasio, calcio, fósforo, sodio y trazas
de otros.
La buena fama de la miel como alimento saludable hay que
atribuirla, sin duda, a estos componentes menores y a sus flavo-
noides antioxidantes. La práctica médica ha atribuido a la miel nu-
merosas cualidades terapéuticas y antibacterianas. Además, la miel
es mucho más interesante que el azúcar corriente, pues ofrece una
fascinante variedad de sabores en función de los bares de néctar lo-
cales que frecuenten las abejas.
Lamentablemente, al ser un medio anaeróbico (sin oxígeno), la
miel es un excelente caldo de cultivo para Clostridium botulinum,
la bacteria que fabrica la toxina botulínica, un veneno mortal. Las
abejas pueden recoger esporas de C. botulinum mientras buscan
comida (las esporas se reproducen en el suelo) e introducirlas en la
miel. Los humanos adultos, como tienen el sistema inmunitario
completamente desarrollado y bacterias en el intestino que destru-
yen las esporas, las toleran en cierta cantidad, pero los bebés de
menos de un año no pueden defenderse de ellas y pueden contraer
botulismo infantil. Ocurre muy pocas veces, pero ¿para qué arries-
garse? No vale la pena. Además, como me dijo una fuente, lo más
probable es que su bebé ya sea una dulzura.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Botulismo: enfermedad que lleva a comprar botas compulsivamente
Capítulo B
EL M A R V S U S M A N J A R E S

Salvo excepciones menores y contadas, en el planeta sólo hay dos


medios en los que pueda prosperar la vida: el aire y el agua. Noso-
tros, los Homo sapiens, somos uno de los millones de especies ve-
getales y animales que prosperan en el aire, y puede que haya otras
tantas especies o más que habitan en el agua y que todavía están
por descubrir. De las especies que viven en el aire pocas sobreviven
sin agua, y al revés sucede con las especies (conocidas) que viven
en el agua: pocas sobreviven sin aire, sobre todo sin oxígeno y dió-
xido de carbono.
Ahora bien, en cuanto nos fijamos en la alimentación humana
se acaba la simetría entre unas especies y otras. Como especie que
vive en el aire, el ser humano ha explotado su entorno natural: pri-
mero, recolectando las plantas y cazando los animales que la Natu-
raleza le proporcionaba; después, cultivando y criando las plantas
y los animales que más le gustaban. En el mar sigue en la fase de la
caza, aventurándose sobre la superficie oceánica para pescar lo
que encuentra, y hasta hace muy poco tiempo no empezó a criar
algunas de sus especies preferidas mediante la acuicultura.
Entre las especies acuáticas preferidas por el ser humano figu-
ran decenas de peces vertebrados y algunos invertebrados, como
los moluscos (almejas, ostras, mejillones, vieras, calamares y pul-
pos) y crustáceos (langostas, cangrejos, gambas y cigalas).
Este capítulo pretende llevarse al lector a una expedición de
pesca. Intentaremos pescar o atrapar tan sólo una pequeña mues-
tra de los pescados, moluscos y crustáceos preferidos por el hom-
bre y los examinaremos uno a uno.
FICCIONARIO DEL GOURMET
Mojarra: especie de pez luna recién pescado y todavía mojado

Píntame el salmón

Como chef y apasionado por la nutrición, me pregunto lo siguiente:


a la luz de toda la polémica que se ha desatado en torno a los tintes
que se utilizan en el salmón de piscifactorías para darle su color ro-
sado, ¿se le ha ocurrido alguna vez a alguien emplear licopeno, la
sustancia fitoquímica roja que tienen los tomates y que se dice que
es buena para la salud, en su lugar?
Me veo obligado a eludir su pregunta por dos motivos: 1) no sé la
respuesta y 2) no me va a arrastrar hacia la batalla que enfrenta a
los productores de salmón de piscifactoría, los pescadores de sal-
món salvaje y los ecologistas. No obstante, si me permite un bati-
burrillo de metáforas, me arriesgaré a caminar por la cuerda floja,
aunque sea sobre un campo de minas, y lanzaré algunas perlas.
La experiencia nos ha enseñado a los consumidores a esperar
que el salmón tenga un agradable color rosa anaranjado. El tejido
muscular del salmón salvaje puede ir desde colores rojos intensos
en el salmón rojo a rosas pálidos en el salmón real o el salmón Chi-
nook. Los colores se deben a que el pez se alimenta de pequeños
camarones, una especie de crustáceos que reciben el nombre de
krill y que contienen un compuesto carotenoide de color rosa lla-
mado astaxantina. Los flamencos salvajes (no los que pululan por
los jardines) son rosas por el mismo motivo.
Los carotenoides, pigmentos químicos responsables de algu-
nos de los bellos colores con que nos alegra la vista la Naturaleza,
se encuentran en las plantas y, a través de la alimentación, en mu-
chos animales. Se han detectado más de seiscientos tipos de caro-
tenoides distintos, en flores, frutos, hortalizas y pájaros.
El salmón criado en cautividad no tiene mucho acceso a los pig-
mentos carotenoides del krill; se alimenta con una dieta artificial a
la que se añade un colorante, ya sea astaxantina u otro carotenoide
autorizado por la FDA, como la cantaxantina. (Este último, por ex-
traño que parezca, se vende también como bronceador.) La as-
taxantina le da al salmón un tono algo más rojizo que la cantaxanti-
na; de hecho, las piscifactorías eligen el tono que le quieren dar al
pescado escogiendo los alimentos a partir de una paleta de colores.
El 23 de abril de 2003 un despacho de abogados de Seattle in-
terpuso tres demandas contra las cadenas de supermercados Kro-
ger, Safeway y Albertson's exigiendo que indemnizaran con millo-
nes de dólares a todos los consumidores (y entre ellos, como no, a
los propios abogados) que habían comprado salmón criado en
cautividad durante los cuatro años anteriores; acusaba a los super-
mercados de no haber informado a sus clientes de algo tan turba-
dor como que el salmón llevaba un colorante artificial. Las familias
de aquellos consumidores, que debieron de morirse de vergüenza
al descubrir que habían consumido salmón teñido, merecían una
buena compensación, ¿no creen? Por suerte, el tribunal no lo vio
así y las demandas fueron desestimadas.
(Espacio para insertar su chiste sobre abogados favorito.)
Hay otras cuestiones menos frivolas que deberían preocupar-
nos más con relación a la cría de salmón en cautividad, como si la
población de salmón salvaje corre peligro de extinguirse, si los sal-
mones que escapan de las piscifactorías se cruzarán con los cria-
dos en libertad en detrimento de la diversidad genética, si los sal-
mones encerrados y amontonados en redes contaminan su medio
con parásitos y enfermedades, o si las jaulas de piscifactoría están
contaminadas con cualquiera de las doscientas sustancias quími-
cas sintéticas industriales de bifeniles policlorados (PCB), proba-
blemente cancerígenos, que aunque dejaron de fabricarse en 1997
siguen pululando por el medio ambiente.
Y, por cierto, su sugerencia de alimentar a los salmones con li-
copeno en vez de con astaxantina es probablemente imposible de
llevar a la práctica, salvo que consigamos que los salmones coman
tomates, en los que el licopeno es el pigmento predominante. Qui-
zá valdría la pena intentarlo.

Salmón salvaje crujiente

A los grandes cocineros les gusta cocinar el salmón salvaje de la ma-


nera más simple. Lo mejor, advierten, es no saturar el pescado con
salsas e ingredientes exóticos. Basta con condimentarlo y cocinarlo
hasta que quede ligeramente opaco por el centro. Esta receta al hor-
no triunfa en casa. A Bob le encanta porque queda la piel crujiente y
no para de recordarme que, además, contiene todos los saludables
ácidos grasos omega 3.

2 cucharadas de aceite de oliva


4 filetes de salmón real salvaje de 170 a 2 2 5 g, con la piel
Sal y pimienta recién molida

1. Precaliente el horno a 135 °C.


2. Caliente el aceite de oliva en una cazuela antiadherente que pueda
ir al horno. Añada los filetes, con la piel hacia abajo y, en cuanto
se ampolle la piel, al cabo de 1 minuto más o menos, traslade la
cazuela al horno y déjela entre 8 y 12 minutos para que el salmón
se haga ligeramente.
3. Retire la cazuela del horno y dé un golpe de fuego unos 2 minutos,
hasta que se dore la piel y quede crujiente. Para que quede al pun-
to debe estar poco hecho. Sirva el salmón con la piel hacia arriba.

SALEN 4 RACIONES

FACCIONARIO DEL GQURMET


Salmón salteado: salmón robado de una piscifactoría

Calibración de atún

Me encanta el sushi, sobre todo el nigiri, de atún claro. Ahora bien, a


veces el atún crudo presenta colores diferentes, desde rosa a rojo os-
curo; hasta ahora no le había dado demasiada importancia, pero el
otro día leí un artículo en el periódico que decía que el atún crudo se
trata con monóxido de carbono para darle un color rojo claro, aun-
que no sea fresco. ¿El monóxido de carbono no es venenoso?

Sí, si se cumplen las condiciones adecuadas, o más bien desafortu-


nadas, sí lo es. Pero no en el caso de atún tratado con monóxido.
Antes de nada me gustaría aclarar, para los no iniciados, que el
rabil o atún claro, que en la carta puede aparecer con el nombre de
maguro, el nombre genérico del atún en japonés, no es lo mismo
que el jurel, una especie de pez amarillo, ni que toro, el apreciado y
grasoso vientre del atún rojo. El sushi de nigiri es un filete de pes-
cado crudo servido sobre un cojín de arroz avinagrado.
En Estados Unidos, ingresan cada año en la sala de urgencias
de los hospitales miles de personas intoxicadas por monóxido de
carbono. Unas doscientas mueren por inhalar el monóxido de car-
bono desprendido por aparatos que funcionan con gas en lugares
mal ventilados, como hornos, cocinas económicas, calentadores
de agua y estufas, y muchas otras por inhalar el gas del tubo de es-
cape de sus coches en lugares cerrados.
El monóxido de carbono es un gas muy tóxico, porque entra en
el torrente sanguíneo a través de los pulmones y desplaza al oxíge-
no de la oxihemoglobina, con lo que destruye su capacidad de
aportar oxígeno a las células del organismo. Huelga decir que, a fal-
ta de oxígeno, los órganos con mayor probabilidad de fallar son el
corazón y el cerebro.
Todos los aparatos que funcionan con combustible a base de
carbono, incluidos los coches de gasolina, los hornos de gas, los ca-
lentadores de queroseno e incluso las parrillas de carbón, emiten
monóxido de carbono, pues el combustible no arde del todo. El
proceso de combustión es de por sí ineficiente. En vez de arder
hasta transformarse enteramente en dióxido de carbono, C0 (dos 2

átomos de oxígeno por cada átomo de carbono), parte de los áto-


mos de carbono del combustible no encuentran un segundo átomo
de oxígeno y acaban formando monóxido de carbono, CO. Por ello
no deben utilizarse nunca esta clase de aparatos en un lugar cerra-
do: al acumularse el inevitable CO, puede llegar a alcanzar concen-
traciones mortales.
Cuando consumimos atún crudo que ha sido expuesto a mo-
nóxido de carbono, la cosa cambia. El gas no se respira y, para el
caso, ni siquiera se ingiere. Los gases son efímeros; el monóxido de
carbono no se queda en el pescado una vez ha cumplido su función
de aclararlo. La FDA ha clasificado el atún tratado con monóxido de
carbono como un producto «generalmente reconocido como segu-
ro», ya que los residuos de monóxido de carbono en el pescado son
inexistentes.
Pero ¿por qué había de hacer un productor algo tan estrafalario
como exponer el pescado a un gas venenoso? Siga el rastro del di-
nero. El rojo del atún fresco recién cortado adquiere un tono ma-
rronoso muy poco apetecible al cabo de los días. A los consumido-
res no les gusta el pescado marrón y prefieren pagar más por uno
que sea rojo y parezca fresco. Al atún se le aplica monóxido de car-
bono como si fuera carmín, por razones estéticas.
La carne del atún, al igual que la de muchos animales terres-
tres, contiene mioglobina, una proteína pigmentada que almacena
el oxígeno en el tejido muscular. La mioglobina cambia de color en
función de la cantidad de oxígeno disponible. El rojo violáceo y os-
curo del atún recién cortado se debe a la desoximioglobina, que en
contacto con el aire se transforma primero en la roja oximioglobi-
na y después en la marrón metamioglobina. Esto obliga a los pro-
veedores de atún a suministrarlo a los restaurantes de sushi nada
más salir de la barca, cuando todavía conserva la oximioglobina.
El monóxido de carbono frustra estos cambios de color despla-
zando al oxígeno de las moléculas de oximioglobina (como hace en
las moléculas de oxihemoglobina de la sangre) y convirtiéndolo en
un compuesto muy estable: la carboximioglobina, cuyo color se
asemeja al de la sandía. Así se evita que la oximioglobina llegue a
oxidarse y convertirse en metamioglobina.
Los cosmetólogos del atún pueden comprar el monóxido de
carbono en bidones de acero inoxidable, como muchos otros gases,
pero también lo pueden obtener de manera mucho más barata:
quemando leña. El humo de la leña contiene monóxido de carbono
gracias a que, como se ha explicado antes, el proceso de combustión
resulta incompleto. Las diminutas partículas que le dan al humo su
color gris se pueden filtrar junto con las sustancias químicas alqui-
tranadas que le dan sabor, con lo que resta una mezcla de gases
-dióxido de carbono, monóxido de carbono, nitrógeno, oxígeno y
metano- que forman un humo insípido. Este humo no puede ser
peor que el «humo entero» que se suele utilizar para ahumar el pes-
cado u otras carnes. Aun así, según la FDA, los alimentos tratados
con humo insípido no pueden etiquetarse como «ahumados», ya
que carecen del sabor ahumado que en tal caso se esperaría de ellos.
La ironía de toda esta historia reside en que el color del atún no
guarda relación directa con su buen o mal estado. El color de la
mioglobina empieza a cambiar mucho antes de que el pescado
haya empezado a deteriorarse. La asociación del color rojo con su
frescor es producto de la imaginación humana.
¿Hay, pues, algún problema con el atún tratado con monóxido
de carbono? No, si lo que preocupa es que constituya algún peligro
para la salud. Ahora bien, siempre habrá algún pillo que retocará el
color del pescado para disimular que no está fresco, lo que consti-
tuye un delito. Además, un estudio del Departamento de Ciencia
Alimentaria y Nutrición Humana de la Universidad de Florida de-
mostró que el proceso de degradación del pescado tratado con mo-
nóxido de carbono continúa sin que la carne pierda su color inten-
so, una trampa que podría, como sirenas embaucadas, conducir a
los confiados consumidores al desastre.
Ante la posibilidad de que los productores de atún engañen a
los consumidores, algunos países prohiben que el pescado se trate
con monóxido de carbono. En Japón, conscientes del problema de-
bido al uso generalizado del sushi, vedaron su utilización en 1997,
y la Unión Europea hizo lo propio a principios de 2004.
Como consumidor, actúe en función de la confianza que le me-
rezca la fuente. No coma pescado crudo más que en estableci-
mientos de sushi que merezcan su confianza, y no sólo por proble-
mas relacionados con el monóxido de carbono. Los restaurantes
que nunca venderían pescado pasado o contaminado tampoco
venderán pescado pasado o contaminado retocado. El atún fresco
tiene un sabor limpio, una textura relativamente firme y, por su-
puesto, no desprende ningún olor, independientemente de cuál
sea su color. En caso de duda, cierre los ojos y deje que la boca y la
nariz le sirvan de guía.
Recuerde que el color del atún claro puede variar; tiende a rosa
en las piezas más pequeñas y a rojo intenso en las más grandes.
Una vez más el color no es, por lo tanto, indicativo de su frescor.
Si el pescado presenta un artificial color a sandía, es probable
que se haya tratado con monóxido de carbono o humo filtrado. Sin
embargo, si está fresco y limpio, no tiene por qué suponer ningún
peligro para la salud.

Raya por vieira

Llevo toda la vida oyendo decir que a veces, en el mercado, te venden


vieiras que no son vieiras, sino pedazos de raya u otros pescados. ¿Es
cierto?
No puedo decir que no se haya hecho nunca, pero dudo que se
haya hecho muy a menudo. Y no me cabe duda de que pocos de
nosotros seguiríamos frecuentando una pescadería o restaurante
del que se hubiera descubierto que hacía trampa de este modo.
Hubo un tiempo en que la raya se vendía como pescado barato,
pues los pescadores la capturaban por accidente mientras busca-
ban presas más lucrativas (la llamada «captura incidental»). Pero
aquello se acabó. Hoy la raya ha dejado de ser tan barata y el cri-
men no resultaría tan rentable como antes.
Otra razón mejor para no creerse esta leyenda urbana es que
por el centro de la aleta de la raya se extiende la delgada lámina de
un cartílago plasticoso. Una «vieira» con una capa de plástico en el
centro no engañaría a nadie. Es cierto que, si es muy grande (una
raya común puede llegar a pesar hasta 90 kilos), se puede filetear
en dos, por debajo y por encima del cartílago, con lo que se podrí-
an cortar «vieiras» bastante gruesas y convincentes. Sin embargo,
hay maneras más fáciles de timar unos cuantos dólares.
(Si algún día decide falsificar una vieira, vigile con los diminu-
tos, casi microscópicos dentículos que presenta la raya en la piel.
No pican, pero pinchan y son muy molestos. No me pregunte cómo
lo sé.)
Hay muchos tipos de rayas, un término que engloba varias fa-
milias de peces planos que habitan en el fondo marino y que, como
los tiburones, tienen cartílago en vez de huesos. Las que supuesta-
mente se utilizan para suplantar a las vieiras no son más que una
clase de rayas; la familia de las rayas (Rajidae) abarca desde la más
común en la cocina europea (Raja batís) a las rayas látigo, con su
cola venenosa, o las mantas raya gigantes, que pueden pesar hasta
1.300 kilos. Tienen el cuerpo plano y alas de bordes estriados que
ondulan con elegancia para desplazarse. Son comestibles, pero no
entrarían en la mesa de un sibarita.
Aunque las cortaran con un cortagalletas cilindrico para que
parecieran vieiras, no engañarían a nadie que hubiera probado la
raya. El sabor y el color se parecen, pero la textura no tiene nada
que ver. La agradable y hebrosa textura de la raya se asemeja más a
la del cangrejo que a la de la vieira. Recele de cualquier vieira que
parezca deshacerse en hebras o a capas.
Y, por cierto, esos «monederos de sirena» rectangulares, hue-
cos, negros y coriáceos que arrastra el mar hasta la playa, o que a
veces aparecen enredados entre las algas, son cáscaras de huevo de
la raya. Cada cáscara aloja dos huevos y se abandona en cuanto na-
cen las crías.
FICCION ARIO DEL GOURMET
Manta rayas: lo último en ropa del hogar

Ciencia al margen

Rayas en hielo
Con tanta superficie en las alas, las rayas comerían el riesgo de per-
der toda el agua de sus tejidos en el agua más salada del mar, que la
absorbería por osmosis. Para protegerse de esta posible deshidrata-
ción, en sus fluidos corporales posee una elevada concentración de
una sustancia química muy soluble que contiene nitrógeno: la urea,
C0(NH 2 ] 2 . (Sí, primero se descubrió en la orina, pero se produce sin-
téticamente.) La urea se descompone en dióxido de carbono y amo-
niaco, por lo que las rayas, incluso las frescas, suelen oler a amonia-
co, lo que en otros pescados puede ser indicio de que se han
estropeado. El olor a amoniaco se puede eliminar sumergiendo el pes-
cado en cualquier ácido, como zumo de limón o vinagre, refrigerán-
dolo o, mejor aún, guardándolo en hielo hasta que toda la urea ha de-
saparecido.

Huevas limpias, secas y prensadas

Mi tía me trajo bottarga de Sicilia. Sé que se trata de bottarga por-


que lo dice el paquete, pero el resto está en italiano y, por no parecer
desagradecida, no pregunté cómo se preparaba. Sé que son huevas
de algún pescado, pero están duras como una piedra. ¿Qué es y qué
puedo hacer con ella?
Podría decirle que son huevas de pescado de roca, por lo duras, y
quedarme tan ancho, pero no lo haré.
La bottarga son huevas secas saladas de atún mediterráneo (el
tonno italiano) o de lisa (mugine). La bottarga di tonno (también
conocida como uovo di tonno o huevas de atún) y la bottarga di
mugine son especialidades de Sicilia y Cerdeña, las dos principales
islas italianas del Mediterráneo, y se consideran una exquisitez en
toda Italia.
La bolsa que contiene las huevas se retira nada más pescar las
hembras. Luego las huevas se lavan, se salan, se prensan -normal-
mente entre dos planchas de mármol o madera- y se secan -nor-
malmente al sol, durante uno o dos meses. Al final del proceso pa-
recen tablillas de madera de color ámbar oscuro y con una
consistencia lo suficientemente sólida como para gratinarse como
si se tratara queso parmesano. La sal contribuye a secarlas, ya que
chupa el agua de las huevas prensadas, cuya clara y grasa hacen
que se adhieran entre sí.
La bottarga de atún tiene un diáfano y fuerte sabor salado,
mientras que la de lisa es algo más suave. La mejor receta que pue-
de hacer con ella es también la más simple: espagueti a la bottarga
al estilo de Cerdeña. Una vez cocidos los espagueti, añádales un
chorrito de aceite de oliva virgen extra, ajo picado, perejil y pi-
mienta de cayena. Mézclelo todo bien, ralle un poco de bottarga y
espolvoréela por encima antes de servir. Recuerde que la bottarga
es un condimento, bastante salado y con sabor a pescado, así que
con un poco tiene bastante.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Mero: un pescado muy modesto

La prueba del ácido

Siempre he sentido curiosidad por el ceviche, un plato de pescado


sudamericano. Según los libros, para «cocinar» el pescado basta con
marinarlo en zumo de lima. ¿Se considera realmente que está «coci-
nado» o sigue crudo?
Casi siempre que algún gastrónomo habla del ceviche, acompaña
el texto con la explicación gratuita de que el zumo de lima tiene so-
bre la proteína los mismos efectos que el calor, por lo que el pesca-
do «se cocina».
¿Que «se cocina» quiere decir que realmente se cocina? Y si las
comillas no son necesarias, ¿por qué demonios las utiliza todo el
mundo? Es un círculo vicioso, en el que unos se citan a los otros.
Digamos que «cocinar» significa únicamente someter a calor,
mientras que «crudo» significa que no está cocinado y, a partir de
ahí, usted elige.
Antes de servirle un minicurso sobre las propiedades químicas
de la proteína, permítame de todas formas obsequiarle con un pe-
queño aperitivo.
El ceviche se prepara con trocitos de varios tipos de pescado de
agua salada, o de vieiras u otros mariscos, o de calamar o pulpo. Es-
tos trocitos se marinan en zumo de lima durante varias horas en el
frigorífico y después se les echa un poco de aceite, cebolla y otras
verduras picadas y especias. El plato se sirve frío. Si se utiliza pes-
cado fresco -como debe ser sin ningún género de dudas-, puede
marinarse durante cinco o seis horas sin problema; la acidez de la
lima (pH alrededor de 2,2) retrasa la proliferación bacteriana.
El ácido cítrico del zumo de lima transforma las proteínas del
pescado desnaturalizándolo. Las moléculas de proteína, normal-
mente de forma helicoidal, se desenrollan y despliegan hasta adop-
tar formas menos intricadas; la forma de las moléculas, sobre todo
de las proteínas, determina sus propiedades físicas y químicas, por
lo que pierden su naturaleza original, es decir, se desnaturalizan.
Y, sí, el calor utilizado en la cocina también desnaturaliza.
Sin embargo, los ácidos y el calor no son los únicos medios por
los que se puede desnaturalizar la proteína. Una alta concentra-
ción de sal, incluida la de mesa o cloruro de sodio, por ejemplo,
puede hacerlo. También el aire, como cuando se forman burbujas
al batir la nata. Incluso los álcalis, lo contrario de los ácidos, y las
bajas temperaturas, lo contrario del calor, tienen poder para hacer-
lo, aunque sea menos frecuente. La analogía entre marinar y coci-
nar se produce porque el calor es el desnaturalizante de la proteí-
na más conocido en la cocina.
Para desnaturalizar o desenrollar moléculas de proteína no
hace falta gran cosa, porque los enlaces que las mantienen dobla-
das y enrolladas no son muy fuertes. La evolución arroja algo de luz
sobre este hecho. A lo largo de miles de millones de años, las pro-
teínas se han ido especializando en ciertas funciones en determi-
nados seres vivos, por lo que no necesitan mantenerse estables en
condiciones que difieran enormemente de las que predominan en
los organismos a los que sirven. El músculo animal suele tener sólo
una ligera acidez, mientras que la temperatura corporal suele ser
relativamente baja, sobre todo en las especies marinas. En conse-
cuencia, las proteínas de la carne y el pescado se pueden desesta-
bilizar sometiéndolas a una acidez o temperatura superior a la de
los músculos del animal. Esto explica que, al preparar el ceviche, la
proteína del pescado se pueda desnaturalizar con un ácido tan
suave como el del zumo de lima o incluso con la temperatura del
frigorífico.
Los diferentes métodos de desnaturalización se complementan
y potencian. Por ejemplo, cuanto más fuerte es el ácido al que se
somete a la proteína, menor es la temperatura que se necesita para
desnaturalizarla por calor. Así, la carne o el pescado marinados en
zumo de lima o limón (ácido cítrico), vinagre (ácido acético) o vino
(principalmente ácidos tartárico y málico) requerirán menos tiem-
po de cocción que la carne o el pescado no marinados. Si prefiere
explicarlo diciendo que el ácido ha «cocinado» parcialmente la car-
ne, adelante.
Una vez se han desenrollado y desplegado por cualquiera de
estos procesos de desnaturalización, las moléculas de la proteína
pueden volver a transformarse. Si las condiciones cambian, pue-
den volver a enrollarse y recuperar su forma original o una forma
parecida. Sin embargo, no suele suceder, porque al desenrollarse o
desnudarse, por decirlo de alguna manera, las moléculas proteínas
exponen partes de sí mismas que hasta entonces habían permane-
cido ocultas entre los pliegues, y esas partes pueden reaccionar con
otras sustancias químicas de alrededor que cambien su forma de
manera más o menos permanente.
Otra cosa que puede suceder es que las partes recién destapa-
das se enlacen entre sí y formen enlaces cruzados, con lo que se
crea una especie de malla más firme en la que las moléculas se en-
tretejen. Por eso, al cocinar un pescado o marinarlo en zumo de
lima para preparar ceviche, adquiere una consistencia más dura.
También se vuelve más opaco, pues los rayos de luz no consiguen
penetrar la densa malla de moléculas de proteína entrelazadas. (Lo
mismo sucede con las proteínas de la clara de huevo; al cocinarla
pierde su transparencia y se vuelve blanca opaca.) En según qué
condiciones, las moléculas desplegadas acidificadas también pue-
den unirse y coagular la proteína, como cuando el ácido láctico
desnaturaliza la caseína de la leche y se forma el cuajo.
¿Por qué son entonces los ácidos tan importantes en la cocina?
Por un lado, todos los alimentos, sean de origen vegetal o animal,
son por naturaleza ligeramente ácidos o alcalinos (pero ni ácidos ni
alcalinos), por lo que la química de los alimentos, incluida la quí-
MOMMCO I (¿41

mica del proceso de cocción, es muy sensible a la más mínima va-


riación de la acidez. El grado de acidez (expresado con un pH entre
0 y 7) desempeña, por lo tanto, un papel fundamental en muchas de
las transformaciones químicas que tienen lugar cuando cocinamos.
En cambio, la alcalinidad (un pH de 7 a 14), la antítesis de la aci-
dez, apenas tiene relevancia en la cocina. Las sustancias químicas
alcalinas, muy extrañas en la comida, suelen tener efectos nocivos
sobre los alimentos y rara vez se utilizan. La Naturaleza se ha ase-
gurado de que así sea dotando a las sustancias alcalinas de un sabor
amargo y jabonoso. Los ácidos, por el contrario, confieren a la co-
mida un punto astringente muy apreciado por nuestro paladar.
¿Qué hay de la salud? Las temperaturas de cocción destruyen
las bacterias y la mayoría de esporas, y el ácido hace lo propio en la
superficie de los alimentos. Sin embargo, los parásitos que mero-
dean por el interior de la carne, que la temperatura del congelador
y el calor de la cocción sí eliminan, no mueren con el ácido.
Con todo, como no me cansaré de insistir, si prepara pescado
fresco y controlado comprado en pescaderías de confianza, ni el
sushi ni el sashimi ni el ceviche deberían de suponer ningún pro-
blema para la salud. Basta con no comprar el pescado al señor que
se pasa por el pueblo con la furgoneta.

Mejillones que caminan por el lado salvaje


de la vida

He comido muchas veces mejillones en restaurantes y los he disfru-


tado, pero las pocas veces que he intentado hacerlos en casa me han
salido granulosos y fibrosos. ¿Cómo debo limpiarlos?
Puede que comprara mejillones de roca en vez de mejillones de
cultivo. Los granos eran probablemente de arena, mientras que las
«fibras» debían de ser restos de las barbas del mejillón, que en los
de cultivo se retiran antes de distribuirlos a los mercados.
Los mejillones no hurgan en la arena como las almejas, no se-
llan sus conchas entre sí como las ostras ni nadan libremente por
el mar como las vieiras. Se amarran a algún objeto estacionario me-
diante el biso o barba, un matojo de filamentos duros que fabrican
expulsando una proteína líquida que se endurece en contacto con
el agua del mar y que se adhiere a casi cualquier superficie con más
fuerza que el Super Glue. De hecho, es tan adherente que los cien-
tíficos han intentado reproducirla en el laboratorio con el fin de
utilizarla para cerrar las incisiones practicadas en el quirófano.
Los mejillones se cultivan bajo el agua colgándolos de cuerdas
de cáñamo en España, de postes de bambú en Tailandia, en table-
ros de roble en Francia y en largos tendederos (como calcetines de
gigante suspendidos de cuerdas de tender submarinas) en Suecia
y Canadá, o criándolos en el fondo marino en zonas poco profun-
das en los Países Bajos y en Maine, Estados Unidos. En estos em-
plazamientos apenas absorben arena. Antes de enviarlos al mer-
cado, se les recortan las barbas a máquina, aunque a unos cuantos
a veces hay que arrancárselas. Por lo demás, para lavar los mejillo-
nes de cultivo no hace falta más que aclararlos con un poco de
agua fría. Los que aparezcan abiertos de par en par y se resistan a
cerrarse aunque los golpee con fuerza con otro mejillón, están
muertos y debe desecharlos.
Para el cultivo del mejillón en fondos marinos, se a va unas zo-
nas seleccionadas donde crecen mejillones azules de roca, se ex-
traen los más jóvenes y se esparcen de forma bastante disgregada
en parcelas arrendadas en el fondo marino. Al no tener que com-
petir por la comida en la jungla del oceáno, en estos nuevos em-
plazamientos consiguen crecer de 5 a 7,5 cm en periodos de 18 a
24 meses. Para alcanzar este tamaño en su hábitat de origen, ne-
cesitan entre 7 y 8 años. (Si sobreviven a los patos, a los cangrejos,
a las estrellas de mar y a los humanos, los mejillones viven de do-
ce a trece años; algunos alcanzan incluso los cincuenta.) En los
mejillones de cultivo, mimados y regordetes, la carne llega a supo-
ner el 25 % del peso del molusco con su concha, mientras que en
los de roca la carne rara vez supera el 15 %.
Al vivir anclados, los mejillones se alimentan de lo que las co-
rrientes oceánicas les acercan. Al igual que las almejas y las ostras,
se alimentan absorbiendo a todas horas el agua del mar y filtrando
las partículas de plancton. Un mejillón azul corriente, de unos 5 cm
de largo, puede llegar a filtrar de 38 a 57 litros de agua al día. En este
proceso, sin embargo, también puede atrapar bacterias y otros mi-
croorganismos tóxicos. Por este motivo son tan peligrosos los me-
jillones criados en aguas contaminadas; las bacterias se acumulan
en el interior del mejillón como la porquería en la bolsa de un as-
pirador. Los mejillones de cultivo se crían en aguas sometidas a un
estricto control.
Existen diecisiete especies de mejillón comestible conocidas en
el mundo. La más común es la del mejillón azul o mejillón atlánti-
co (de color negro azulado), Mytilus edulis, que se cría principal-
mente en las aguas de Maine y la isla Príncipe Eduardo del Canadá.
En el Estado de Washington se cultiva una especie similar, Mytilus
troesselus. No obstante, de mayo a julio, lo más probable es que el
mejillón azul esté dedicando toda su energía a desovar, lo que los
debilita, los hincha y disminuye su calidad.
Por suerte para los mitilófilos, el mejillón rubio o mejillón medi-
terráneo, Mytilus galloprovincialis, que se cultiva en la Costa Oeste,
desova en enero y febrero, por lo que puede comerse en verano. Es
suave, dulce, gordo y blandito; en condiciones óptimas, puede me-
dir hasta 17 cm de largo y contener hasta un 60 % de carne en peso.
Otra clase de mejillón de cultivo que también se encuentra
ahora con mayor facilidad en Estados Unidos es el mejillón verde,
Perna canaliculus en Nueva Zelanda y Perna viridis en el sudeste
asiático. Los moluscos del género Perna tienen sólo un músculo, el
abductor, que mantiene unidas las dos valvas de la concha, mien-
tras que los del género Mytilus tienen dos.
Los mejillones verdes, de entre 7,5 y 10 cm de largo, lucen un
asombroso color verde esmeralda, pero su carne suele ser del típi-
co color crema o anaranjado. (Los machos tienden al color crema,
mientras que en las hembras predomina el color naranja.) Al trans-
portarse en cámaras de congelación, los mejillones verdes pueden
comprarse a lo largo de todo el año.

Mejillones al vapor con mayonesa de ajo

Es difícil encontrar recetas más fáciles que esta. Eche los mejillones
en una cazuela caliente y remuévalos hasta que se abran y absorban
su propio jugo. Y eso es todo. Resultan deliciosos mojándolos en ma-
yonesa de ajo al pimentón. Sírvalos como aperitivo o como cena lige-
ra, con crujiente pan de payés para mojar en su sabroso caldo.

1 kg de mejillones
Pimienta recién molida
1 o 2 limones, partidos por la mitad
Mayonesa de ajo al pimentón (véase pág. 354)
1. Caliente una cazuela grande a fuego fuerte durante unos 2 minu-
tos. Para saber si ha alcanzado la temperatura adecuada, eche
unas gotas de agua; si las gotas se desperdigan y saltan en el fon-
do de la cazuela, está lista.
2. Deseche los mejillones que no se cierren con un golpecito y añada
el resto en la cazuela. Con una espátula o una cuchara grande de
madera o acero inoxidable, dé vueltas durante 4 o 5 minutos, has-
ta que se abran y liberen su jugo. Hágalo con brío, para que todos
los mejillones pasen en la parte de abajo el mismo tiempo que los
demás. Cuanto más ruido hagan las conchas al golpear contra el
fondo y las paredes de la cazuela, mejor. Ese delicioso sonido sue-
na a música celestial en oídos de cualquier amante del marisco.
4. Cuando todos los mejillones se hayan abierto e hinchado -deseche
los que no se hayan abierto-, salpimiéntelos y repártalos con su
jugo en 2 fuentes grandes o 4 cuencos pequeños. Coloque medio
limón en cada fuente o cuenco para que los comensales puedan
exprimir su zumo al gusto sobre los mejillones. Sirva mayonesa de
ajo al pimentón en salseras individuales para mojarlos.

SALEN 4 RACIONES DE APERITIVO 0 2 PLATOS PRINCIPALES

¿Por qué no? ¡Aféitame con una almeja!

¿Se comen las navajas? ¿Por qué se llaman así?


Sí, se comen, rebozadas y fritas o como buñuelos. En Estados Uni-
dos son mucho más difíciles de encontrar que en muchos países
europeos.
No se llaman así por ser afiladas (aunque lo son), sino porque
la forma de su concha recuerda a las antiguas navajas rectas de
mango curvo: dos conchas curvas y alargadas, unidas por el borde
curvo exterior y con los extremos abiertos, para que la almeja se
pueda asomar y hacer todo lo que necesita hacer una almeja.
La leyenda popular dice que los indios nativos de Norteaméri-
ca se afeitaban con las conchas afiladas de otra especie de almeja,
la almeja americana (Mercenaria mercenaria). La suave y perlada
capa interna (nácar) de estas conchas suele producir bellos reflejos
IY./-M MUAAnco |

violáceos. Se tallaban para fabricar cuentas tubulares y hacer ab


lorios, que después se utilizaban como wampum, moneda de can
bio, en el comercio con los colonos holandeses e ingleses.
(La información anterior no guarda relación con las navajas y
incluyo sin coste adicional para el lector.)
En Estados Unidos, la navaja del Atlántico (Ensis directus) pu<
de llegar a medir hasta 25 cm de largo. La navaja del Pacífico (Sil
qua patula) es más corta y recia. Ambos tipos pasan su vida en 1
arena o en el fango en las zonas de marea baja de bahías poco prc
fundas; se aguantan verticales, con el pie hacia abajo y «el otro e>
tremo» (no tienen cabeza) hacia arriba. Los dos extremos sobresale
de la concha tubular y se abren, por lo que las navajas no aguantai
mucho tiempo en buen estado; deben cocinarse vivas y frescas.
Al igual que en todas las demás almejas, el «pie» no sirve par
caminar; sirve para cavar. La navaja alarga el pie (es decir, su exea
vadora) para hundirlo en el fango, luego engrasa la planta y lo re
trae hacia la concha; así se va clavando en el suelo en lo que serí;
la aplicación perfecta de la Tercera Ley de Newton: cuando un ob
jeto tira hacia arriba siempre hay otro que empuja hacia abajo (nc
son las palabras exactas de Isaac Newton).
Intente, si no, tirar de una navaja hacia arriba. Esos diablillos ca-
van en la arena con tal rapidez que es imposible seguirlos y se aferran
con tanta fuerza que, aunque consiga agarrar alguno, antes romperá
su frágil concha que lo despegará del fango. Por eso es difícil encon-
trar navajas en la pescadería. Una lástima, porque están muy buenas.
Por otro lado, cualquier deliciosa especie que haya conseguido
burlar nuestros intentos de diezmar su población merece todos
mis respetos.

Paella para principiantes

La paella parece muy difícil de preparar, pero en realidad no se trata


más que de seguir una sencilla serie de pasos. Este método paso a
paso es para principiantes. Más adelante, puede experimentar todo lo
que quiera, pues la paella no es tanto un plato como un mejunje con
una base de arroz y marisco, aves o conejo o todo a la vez. Todo de-
pende de en qué parte de España se prepare. La característica prin-
cipal de la paella es, con todo, su arroz azafranado.
Haga los preparativos en una sartén grande, a ser posible negra de hie-
rro colado. Como principiante estará más familiarizado con el manejo de
la sartén, que además es más manejable en los fogones que la paella.
Media hora antes de que lleguen sus invitados, encienda el horno, mon-
te los ingredientes en la paella y hornee el plato hasta cocer el arroz.
Esta receta está pensada para una paella de unos 35 a 40 cm de diá-
metro. Bob y yo la compramos en Valencia, cuna de la paella de maris-
co. ¿Por qué ese tamaño? Porque no cabía más grande en la maleta.

24 almejas pequeñas
12 mejillones
5 5 0 g de gambas medianas
De 5 a 6 tazas de caldo de pollo
Un buen puñado de hebras de azafrán
2 2 5 g de chorizo
De 6 a 8 muslos de pollo, con su piel
Sal y pimienta recién molida
1 / de taza de aceite de oliva aproximadamente
3

1 cebolla grande picada fina


1 pimiento rojo picado fino
1 pimiento amarillo picado fino
6 dientes de ajo picado
? cucharadita de pimentón
1 taza de tomates cherry maduros, agujereados con un cuchillo
1 taza de guisantes congelados, descongelados
2 tazas y media de arroz de grano corto, preferentemente de
la variedad bomba
Rodajas de limón para adornar
Mayonesa de ajo al pimentón (pág. 354) para acompañar

Preparativos:
1. Deseche las almejas y los mejillones que no se cierren fácilmente
con un golpecito. Friegue el resto con estropajo bajo el grifo, co-
lóquelos juntos en un cuenco y guárdelos en el frigorífico. Pele las
gambas y reserve las cáscaras; después, desvénelas [retire la vena
negra del lomo), colóquelas en un cuenco aparte y refrigérelas.
•=!_ i v i / a i - i r tbUti MANJARES I S47

2. Para potenciar el sabor del caldo, sofría las peladuras de las gam-
bas en una sartén con un poco de aceite de oliva durante unos
8 minutos o hasta que se pongan rojas. Añada 1 taza y media de
caldo de pollo y cuézalas a fuego lento durante otros 5 minutos.
Cuele el caldo y deseche las peladuras.
3. Aplaste las hebras de azafrán entre dos cucharas o con los dedos
hasta obtener media cucharadita de polvo de azafrán. Échelo, jun-
to con unas cuantas hebras enteras, al caldo caliente para que ab-
sorba el sabor, y añada caldo de pollo hasta completar 5 tazas.
Reserve una taza de caldo y déjela cerca por si necesita echar
mano de ella.
4. Corte el chorizo en trozos de unos 10 cm y cuézalos a fuego len-
to en agua durante unos 15 minutos. Déjelos enfriar y córtelos en
rodajas de un dedo más o menos. Resérvelos.
5. Escurra el pollo y séquelo con papel de cocina. Salpimiéntelo. Ca-
liente el aceite de oliva a fuego fuerte en una cazuela de hierro co-
lado o en una paella. Sólo necesita cubrir el fondo de la cazuela o
paella con una fina capa de aceite. Una vez caliente, añada el po-
llo y dórelo por ambos lados durante 15 minutos, de modo que le
quede sólo medio hecho tirando a hecho. Páselo a una fuente y
resérvelo.
6. En el mismo aceite, sofría la cebolla y los pimientos a fuego medio-
bajo durante unos 10 minutos, hasta que se ablanden sin llegar a
dorarse. Añada el ajo y el pimentón y cocine los ingredientes du-
rante otros 2 minutos, pero no deje que se doren los ajos. Añada
los tomates cherry y súmele otros 2 minutos. Deje enfriar el so-
frito y resérvelo.

Para acabar el plato:

1. Unos 35 minutos antes de servir la paella, coloque la bandeja del


horno lo más baja posible y precaliente el horno a 2 0 0 °C.
2. Extienda el sofrito en la paella para que cubra bien todo el fondo.
Distribuya el arroz sobre las verduras y mézclelo bien para que se
empape de aceite.
3. Caliente las 5 tazas de caldo en un cazo hasta que hierva. Ponga
la paella a fuego medio-alto y vierta el caldo hirviendo sobre el
arroz y las verduras. Lleve el arroz a ebullición, baje el fuego y cue-
zalo a fuego lento, sin remover, durante 10 minutos.
4. Apague el fuego. Añada el chorizo y empújelo hacia dentro; luego,
las gambas y, finalmente, las almejas y los mejillones con la cas-
cara hacia abajo.
5. Si queda espacio, añada los muslos de pollo; de lo contrario, co-
lóquelos en una bandeja pequeña y áselos en la parte superior del
horno mientras la paella se acaba de hacer en la parte de abajo.
6. Deposite con cuidado la paella en el horno de 10 a 12 minutos.
Compruebe cómo está. Si el arroz parece demasiado seco, añáda-
le parte del caldo reservado; no lo remueva. Cuando esté hecha,
los moluscos se habrán abierto totalmente, las gambas estarán
rosas y el arroz ligeramente crujiente. Si es necesario, déjelo en
el horno otros 3 minutos.
7. Retire la paella del horno. Esparza los guisantes descongelados
por encima. Cubra la paella con un paño de cocina o con papel de
aluminio y déjela reposar durante 5 minutos para que el arroz aca-
be de absorber el líquido restante y quede tierno. Este paso es
muy importante.
8. Adorne la paella con rodajas de limón y colóquela en el centro de
la mesa para que cada comensal se sirva. Si no le cupieron en la
paella, reparta los muslos de pollo y haga circular la mayonesa.

SALEN DE 6 A 8 RACIONES

Vieiras de ojos azules

En un garito de pescado me dijeron que la ley obligaba a sumergir


todas las vieiras en una sustancia química para que se conserven
durante más tiempo. Aunque el tratamiento no sea perjudicial para
la salud, me sorprende que impongan una medida como esta sólo
por este motivo. ¿Es fiable la información que me dieron?¿Existe esa
ley? De paso, ¿podría explicarme la diferencia entre vieiras gigantes,
secas y mojadas?
En primer lugar, no vuelva al «garito de pescado» en el que le dije-
ron que la ley les obligaba a poner en remojo las vieiras. Es un dis-
parate. Ahora bien, antes de que le explique por qué, veamos a q
se refieren todos esos adjetivos marisqueros.
Hay quien cree que una vieira es un trozo de marisco blanco p
recido a esas golosinas que llamamos nubes. Falso. Es como llam
bistec a una vaca. Por «vieira» nos referimos a un bicho que CÍ
nunca vemos entero. Los pescadores desbullan la mayoría de vi<
ras en alta mar en cuanto las pescan y se deshacen de todo men
de ese músculo enorme y blanquecino que acaba vendiéndose i
nuestros mercados. Se trata del músculo abductor de la vieira, qi
lo utiliza para cerrar el par de valvas de la concha, de forma simil
a la del símbolo de la petrolera Shell Oil. Otros moluscos bivalvi
(con conchas de doble pieza), como las almejas, las ostras, los be
berechos y la mayoría de mejillones, cuentan con dos músculos al
ductores, pero las vieiras sólo tienen uno y es a lo Schwarzenage
Los norteamericanos suelen desdeñar el resto del animal, peí
todo en él es comestible (excepto la concha, por supuesto). Prui
belas crudas si tiene ocasión. Enteras y crudas resultan más dula
que una almeja y carecen del fuerte sabor a azufre de las ostras. Es
sí, asegúrese de que son totalmente frescas, es decir, de que no llt
ven mucho más de un día fuera de aguas limpias y controladas. LE
vieiras se estropean enseguida, incluso antes que la mayoría d
mariscos, pues las valvas de la concha no cierran de forma hermí
tica. La mayoría de bivalvos se pescan del mar perfectamente CÉ
rrados, por lo que permanecen vivos y frescos, mientras que la
vieiras mueren al poco de sacarlas del agua; además, al estar abiei
tas, son una clara invitación a las bacterias.
Las dos especies más vendidas en Estados Unidos son la vieir
americana y el peine caletero. La vieira americana (Placopecte.
magellanicus) es las más grande: salen entre 45 y 65 unidades, sil
concha, por kilo; tiene 2,5 centímetros o más de grosor y se extrae
de conchas de entre 20 y 30 cm de ancho. El peine caletero (Argo
pecten irradians) es más pequeño, tanto por el músculo (de 130 ¡
200 unidades el kilo) como por la concha (de 5 a 7,5 centímetros)
En el mercado se encuentran a veces unas vieiras muy chiquitínas
de las que salen más de 150 unidades por kilo; se conocen comc
peine percal (Argopecten gibbus). Muchos pescaderos desconocer
estas sutilezas marcadas por la biología y la geografía y las llamar
de una manera u otra según el tamaño o cómo tengan el día.
En teoría las vieiras gigantes (22 o menos unidades por kilo) nc
se dragan del mar sino que las pescan unos buzos a mano. Su ex-
traordinario tamaño, su escasez y su elevado precio hacen que sólo
se encuentren en restaurantes de lujo. En la práctica no es cierto
que todas las vieiras gigantes se pesquen a mano.
Con su enorme músculo abductor, las vieiras cierran con fuer-
za sus valvas para darse impulso y escapar de los peces predadores
y las estrellas de mar. (El fondo marino es una jungla.) Son capaces
incluso de dirigir el agua que bombean en una dirección u otra
para moverse hacia donde quieran, aunque suelen hacerlo hacia
adelante, expulsando el agua por la charnela.
¿Le parece raro? Pues escuche esto. Muchas vieiras tienen los
ojos azules. No me lo invento. Ningún otro bivalvo tiene ojos y mu-
cho menos unos ojitos azules como los de la vieira. Si mira en el in-
terior de la concha, verá dos hileras de ojos diminutos, unos cin-
cuenta o más, que le devuelven la mirada desde la «cara» del
animal o «manto». Aunque las vieiras no pasarían una revisión óp-
tica como la nuestra, distinguen los cambios en la intensidad de la
luz y saben que, cuando algún extraño eclipsa su puerta, es mo-
mento de escabullirse.
Una de mis experiencias más emocionantes (ya saben, necesi-
to vivir la vida) ha sido vadear entre vieiras vivas en las aguas poco
profundas del cabo Cod y ver cómo escapaban a toda velocidad en
cuanto mi sombra caía sobre sus conchas. (Las de ellos y las de
ellas, porque la mayoría de vieiras son hermafroditas.) En Europa
no se descartan las huevas rojas de la hembra; se sirven con el mús-
culo abductor acompañadas con una salsa de nata líquida y tosto-
nes de pan en un plato que se conoce como coquilles St. Jacques.
Los músculos de vieira tienden a secarse y perder peso, con lo
que aumenta el número de unidades que caben en un kilo y pier-
den valor. Para evitarlo, los mayoristas e incluso las tripulaciones
de los pesqueros que recorren largas distancias las conservan en
agua fresca o en una solución de tripolifosfato de sodio para que se
mantengan húmedas. Como la carne de la vieira suele estar satura-
da por el agua salada del mar, el agua menos salada del remojo pe-
netra en su interior por osmosis. El tripolifosfato de sodio ayuda a
la vieira a conservar esa agua. Cuando se someten a este proceso
reciben el nombre de vieiras mojadas o procesadas, para distin-
guirlas de las secas.
Las vieiras mojadas, al estar cargadas de agua, pesan mucho y
deberían venderse más baratas. (Consumidor, tome nota.) Las dis-
tinguirá porque son muy blancas, ya que el fosfato las blanquea y
pierden su color marfil crema o rosa natural; además, descansarán
amontonadas en un líquido lechoso y pegajoso. Si las sofríe el re-
sultado será espantoso; soltarán toda el agua en la sartén y se co-
cerán en vez de dorarse.
¿Qué dice la normativa? En Estados Unidos la FDA supervisa su
contenido de agua. En el agua del mar, las vieiras poseen entre un
75 % y un 80 % de agua. Si al venderlas poseen más del 80 %, se exi-
ge indicar en la etiqueta el porcentaje de agua que se ha añadido y,
en su caso, que se ha tratado con tripolifosfato de sodio. El máximo
es un 84 %; si poseen más agua no pueden venderse. Y aquello de
que la ley obliga, nada de nada.
El problema es que la etiqueta se coloca en los cajones de ven-
ta al por mayor, por lo que el consumidor no llegar a ver esta infor-
mación en el mercado. Lo mejor es comprar las vieiras en una pes-
cadería de confianza, en la que sepa que no le van a vender unas
que han estado en remojo a precio de vieiras al natural. ¿Para qué
pagar más por el agua?

Camuflaje crustáceo

Cuando compro gambas, a veces están grises y a veces rosas, como si


las hubieran cocinado. ¿Son menos frescas las rosas?
No, son simplemente de especies diferentes. Algunas son más rosas
y otras más grises, aunque hayan estado arrastrándose por el lodo
oceánico. En cambio, al cocinarlas, tanto unas como otras se vuel-
ven rosas. Este color está previamente en la concha, pero oculto
bajo colores más oscuros que se descomponen con el calor de la
cocción.
Las gambas de aguas menos profundas, o al menos en el caso
de la gama del Atlántico, presentan un color más o menos pardus-
co para camuflarse en la arena. En aguas profundas, donde predo-
mina una luz azulada, pueden permitirse ser rosas; los pigmentos
rojizos no reflejan apenas la luz azul, por lo que no se ven.
Salvo que viva junto a los muelles en los que se descargan las
gambas, lo más probable es que siempre haya comprado gambas
frescas congeladas nada más salir del barco y transportadas así al
mercado, aunque a veces se congelan incluso en el mismo barco.
En el mercado las cajas de gambas que se sacan a la venta se van
descongelando, pero una vez descongeladas, al igual que muchos
otros mariscos y pescados, se estropean enseguida. Por suerte, to-
dos tenemos un detector ultrasensible que nos avisa de que se han
estropeado: la nariz. Si nota cualquier olor que no sea el de la fres-
ca brisa oceánica, plantéese cambiar el menú de la cena. Antes de
comprar las gambas, no sea pudoroso y pida que le dejen oler una
de cerca.
(Una vez un pescador del muelle de Marsella casi me corta el
cuello indignado cuando me vio acercarme un calamar a la nariz
para olerlo. No había caído en la cuenta de que estaba tratando di-
rectamente con el pescador, recién bajado del barco. ¡El calamar no
podía ser más fresco!)

Langostinos salteados con crujiente de pan

Esta receta tiene mucho éxito en los restaurantes italianos de esta-


dos Unidos, donde la llaman Shrimp Scampi (o Scampi Scampi en ita-
liano). Los langostinos se sofríen con ajo y se cubren con una crujiente
capa de pan rallado. Puede rallar el pan si lo prefiere, pero a mí me
gusta utilizar un pan rallado muy crujiente de la cocina japonesa lla-
mado pariko.

REBOZADO:
1 cucharada de mantequilla sin sal
V4 de taza de pan rallado grueso o panko

LANGOSTINOS:
3 cucharadas de mantequilla sin sal
1 cucharada de aceite de oliva virgen extra
4 5 0 g de langostinos, pelados, sin cola y desvenados
4 dientes de ajo grandes, cortados a rodajas
Sal kosher
Pimienta recién molida
1/
4 de taza de vino blanco seco

2 cucharadas de perejil de hoja plana, fresco y picado


2 cucharadas de zumo de limón recién exprimido
Cuñas de limón para adornar
1. Prepare el crujiente de pan: caliente la mantequilla en una sartén
pequeña a fuego medio. Cuando esté caliente, añada el pan ralla-
do y remuévalo hasta que se dore. Retire enseguida la sartén del
fuego y resérvela.
2. Prepare los langostinos: caliente la mantequilla y el aceite de oliva
en una sartén grande a fuego fuerte. Cuando la mezcla empiece
a burbujear, añada los langostinos y sofríalos sin dejar de remover
durante 1 minuto. Añada el ajo y sofríalo durante otro minuto, has-
ta que las gambas se hayan vuelto opacas y rosas. No deje que el
ajo se dore. Salpimiente al gusto.
3. Reduzca el fuego a la mitad y añada el vino. Llévelo a ebullición,
baje el fuego al mínimo y cueza durante 2 minutos. Retire la sar-
tén del fuego. Esparza por encima el perejil picado y riegue con el
zumo de limón; después muévalo para que se mezcle bien.
4. Reparta los langostinos en platos individuales y espolvoréelos con
el crujiente de pan. Sirva de inmediato. Sirva cuñas de limón por
si alguien se quiere añadir unas gotas.

SALEN 4 RACIONES DE APERITIVO Q 2 PLATOS PRINCIPALES GENEROSOS


C a p í t u l o ~7
CARNAVAL PARA CARNÍVOROS

En Estados Unidos se consumen cada año alrededor de 21 millones


de toneladas de carne de buey, ternera, cordero y cerdo y alrede-
dor de 16 millones de toneladas de aves. Según las estadísticas del De-
partamento de Agricultura, en 2001 el americano medio consumió
28,5 kilos de buey; 23,4 kilos de cerdo; 0,8 kilos de ternera y cordero;
35,3 kilos de pollo, y 8,1 kilos de pavo, todo ello calculado a partir del
peso de venta en mostrador una vez quitada la grasa. En total, más
de 90 kilos de carne por hombre, mujer, niña, niño y bebé del país,
incluidos los vegetarianos. Europa no se queda atrás. El consumo de
carne de buey, ternera, cordero y cerdo se sitúa en torno a los 26 mi-
llones de toneladas; el de carne de pollo, en torno a los 8 millones.
Sólo las cifras ya le hacen a uno sentirse lleno.
Técnicamente, la palabra «carne» se refiere al tejido muscular
de cualquier animal, incluidos el pescado y el marisco. Pero ya fui-
mos de pesca en el capítulo anterior, así que en este nos limitare-
mos a los animales de dos o cuatro patas, es decir, a las aves y a la
carne «roja».
Los productores quieren que nos refiramos al cerdo como la
«otra carne blanca», porque no es tan roja como la de buey o cor-
dero. El color del cerdo se debe a su pereza. Este animal es inactivo
por naturaleza (a nadie se le ocurriría intentar dormirse contando
cerdos en vez de ovejas), así que su músculo apenas contiene mio-
globina, el compuesto rojo en el que se almacena el oxígeno (véase
«¡Cómo son! ¿Carne marrón?», pág. 261) y que otros animales
acumulan en sus músculos para satisfacer demandas repentinas
de energía.
Además de músculos de movimiento y locomoción, la mayoría
de animales poseen huesos para sostenerse en pie y órganos inter-
nos que resuelven los procesos vitales. Por tanto, en este capítulo
no hablaremos sólo de la carne en sí; también explicaremos cómo
se utilizan los huesos para hacer caldo y nos detendremos, aunque
sólo sea brevemente, en una parte comestible pero tan poco apre-
ciada como son las tripas.
En el mundo hay diferentes actitudes hacia la carne: el tipo de
carne que se consume y cómo y cuándo se come. En Estados Uni-
dos, la carne roja procede casi exclusivamente de tres mamíferos:
las vacas, las ovejas (corderos) y los cerdos. A un norteamericano
le fascina, para su mayor o menor consternación, enterarse de que
hay culturas en que se come otro tipo de mamíferos (como cabras,
conejos, camellos, caballos, ballenas y perros), y no digamos ya
cuando oye hablar de pueblos que comen anfibios o reptiles (ra-
nas, lagartijas, cocodrilos y serpientes) o incluso insectos (salta-
montes y larvas).
Al mismo tiempo, hay culturas a las que repugnan al menos dos
o tres de las carnes preferidas por los occidentales: la ternera,
prohibida para los hindúes, y el cerdo, prohibido para los judíos y
los musulmanes. Una parte importante de los católicos se abstie-
nen de comer cualquier tipo de carne en viernes, mientras que los
vegetarianos la rechazan siempre, es decir, las 24 horas del día,
los 7 días de la semana y las 52 semanas del año.
Con todo, la carne se considera el plato principal en muchas
mesas del mundo; se consume con asiduidad en los países más ri-
cos y cuando se puede en los más pobres. Los pueblos que viven de
la leche y la lana que les procura el ganado no se pueden permitir
sacrificar sus preciadas terneras para darse el capricho de una
hamburguesa.
Veamos a grandes rasgos de qué está compuesta la carne y qué
le ocurre cuando la cocinamos.
El músculo de un mamífero está formado, ¡sorpresa!, por célu-
las musculares, también llamadas fibras musculares. Estas células,
delgadas y alargadas, contienen varios núcleos cada una y se agru-
pan en haces protegidos por una membrana elástica (sarcolema),
como un puñado de espaguetis crudos embutidos en una mangue-
ra. Estas «mangueras» rellenas de fibra, todavía bastante paralelas
entre sí, se amontonan como troncos de leña para dar consistencia
al músculo, lo que explica la textura fibrosa o «granulosa» de la carne.
El tejido muscular se compone principalmente de proteína. En
un solomillo, por ejemplo, el 57 % del peso seco es proteína, mien-
tras que, según cómo se limpie la carne, la grasa constituye alrede-
dor del 41 % restante. Las moléculas de pro teína, principalmente
actina y miosina, se encuentran en los filamentos más pequeños de
las células musculares, llamados miofilamentos. Cuando el sistema
nervioso les envía una señal de movimiento electroquímica, estas
moléculas de proteína se unen (forman un enlace cruzado) en mo-
léculas más cortas y comprimidas que hacen que los miofilamen-
tos y, por tanto, el músculo entero, se contraigan.
Pasemos ahora a la cocina.
Cuando cocinamos la carne, lo primero que sucede es que las
moléculas de proteína se desnaturalizan o transforman. Con la
agitación provocada por el calor, se desenrollan y se agrupan para
formar enlaces más compactos. Esta agrupación, conocida como
coagulación, tiene varios efectos.
Por un lado, la coagulación revuelve los haces de fibra perfecta-
mente alineados del tejido muscular, con lo que la estructura celu-
lar de la carne se vuelve más confusa, aleatoria y rígida. Por otro, la
estructura más compacta de las nuevas proteínas hace que los ju-
gos (el músculo se compone de un 65 % a un 75 % de agua) salgan
expulsados y que la carne se seque. Esto explica que el bistec que-
de duro y seco cuando se hace demasiado. Si se hace poco, sin em-
bargo, las ventajas son numerosas: la carne queda tierna, mejora su
sabor, mejora su aspecto y es más segura gracias a que con la tem-
peratura se matan los microorganismos.
Finalmente, llega la hora de trasladarnos a la mesa. La carne es
una magnífica fuente de proteínas de gran calidad, que contienen
los aminoácidos esenciales, así como de grasas, con sus valiosos
ácidos grasos. Además, es rica en hierro y vitaminas A y B. Empuñe,
pues, el cuchillo de carne y vamos allá.

La carne y la máquina

Soy un inveterado lector de etiquetas de alimentos. Antes veía a me-


nudo la expresión «pollo separado mecánicamente» o «ternera sepa-
rada mecánicamente», en perritos calientes y otros productos de car-
ne industriales. Siempre me llamó la atención, pero ahora que me he
decidido a preguntar qué significa ya no lo veo en las etiquetas. ¿Qué
es, o qué era, la carne separada mecánicamente y por qué han deja-
do de hacerla?
El Servicio de Inspección y Seguridad Alimentaria (FSIS, en sus si-
glas en inglés) del Departamento de Agricultura de Estados Unidos
lo ha prohibido en reacción a la enfermedad de las «vacas locas».
La carne separada mecánicamente es la que se ha separado del
hueso con una máquina, y no a cuchillo por el hombre. La primera
vez que vi las palabras «ternera separada mecánicamente» en una
etiqueta me dije «¿Y qué te esperabas, bobo?» (No soporto dirigir-
me a mí mismo con esta falta de respeto.) «¿Acaso te imaginabas a
los trabajadores de matadero con sus batas salpicadas de sangre
cortando toda la carne que compras a golpe de machete? ¿Creías
que sería como cuando nuestros ancestros prehistóricos cazaban
un mamut?»
La verdad es que sí y, de hecho, gran parte del trabajo se hace
así. La diferencia es que ahora las máquinas ayudan a los trabaja-
dores de matadero con batas salpicadas de sangre a sacar la carne
que queda adherida a los huesos después de que los humanos ha-
yan cumplido su parte con el cuchillo.
Aunque la mayoría de nosotros no pensemos mucho en ello, la
carne empieza con la matanza en la planta de envasado, a la que
más bien deberíamos llamar planta de descuartizamiento. (El eu-
femismo «envasado» empezó a utilizarse en tiempos coloniales,
cuando el cerdo se salaba y envasaba en bidones para transpor-
tarlo por barco.) Una vez sacrificado el animal y eliminada la san-
gre -procedimientos que la industria prefiere nombrar con los
delicados términos de «inmovilización» y «desangrado»-, lo que
antes era el músculo esquelético se ha convertido oficialmente en
carne. (El músculo esquelético es el que está unido al esqueleto,
por distinguirlo del músculo que forma parte del sistema circula-
torio, como el corazón.) En las canales no todo es carne; también
contiene órganos internos, huesos, cartílagos, tendones, ligamen-
tos, grasa y piel, que deben extirparse en las siguientes fases del
«despiece». Esta parte se realiza en su mayor parte con sierras y
cuchillos afilados, que manejan directamente los trabajadores de
la planta de envasado.
Primero se parten las canales por la mitad con una sierra eléc-
trica y después los trabajadores separan con cuchillo lo que se co-
noce como cortes o divisiones de la carne; en el caso de la ternera,
los principales son: solomillo, lomo, cadera, tapa, contratapa, es-
paldilla, aguja, morcillo, pecho, aleta, pescuezo y rabo. Hay cortes
más pequeños o secundarios, que a su vez se dividen en los cortes
de bandeja que se venden en los supermercados. Aun así, queda
mucha carne desaprovechada en los huesos y ahí es donde entran
las máquinas, capaces de deshuesar casi todo lo que resta.
Existen dos tipos de máquinas que recuperan la carne, según si
se muelen los huesos antes o no: los sistemas de separación mecá-
nica de la carne (SMC) y, desde la década de 1970, los sistemas
avanzados de recuperación de la carne (SMCA).
En los SMC, los huesos se muelen o aplastan primero para des-
pués extraer los tejidos blandos (músculo y grasa) a alta presión
mediante una especie de tamiz que los separa de los fragmentos de
hueso, cartílago, ligamentos y tendones. Se obtiene así una pasta o
masa que se aprovecha para mezclar y hacer perritos calientes, sal-
chichas, hamburguesas, relleno de pizzas o tacos y otros productos
cárnicos industriales similares en cuya etiqueta debe indicarse que
contienen «carne separada mecánicamente».
En los SMCA, los huesos no se aplastan. Se introducen enteros
en la máquina y, una vez se les han arrancado, raspado o afeitado
los trocitos de carne, salen intactos. El Departamento de Agricultu-
ra de Estados Unidos permite que esta carne se etiquete simple-
mente como «carne». Puede contener pequeñas partículas de hue-
so del tamaño de un grano de sal de mesa, que son las que aportan
la mayor parte del calcio que figura en la tabla de información nu-
tricional de muchos productos cárnicos industriales. De ahí que
haya tantos productos que nos sorprendan con su elevado conte-
nido de calcio.
Al surgir la enfermedad de las vacas locas (encefalopatía es-
pongiforme bovina o EEB), primero en Gran Bretaña en la década
de 1980 y después en Estados Unidos, el Departamento de Agricul-
tura estadounidense obligó, a partir del 3 de marzo de 2003, a ana-
lizar muestras de carne de ternera para detectar cualquier resto de
tejido de médula espinal o cerebro, que es donde se sitúan los
priones que transmiten la enfermedad en los animales enfermos.*

* La Unión Europea empezó a exigir la toma y el análisis de muestras para preve-


nir la enfermedad de las vacas locas en el Reglamento n.° 999/2001, aprobado el
22 de mayo de 2001, por el que se establecen disposiciones para la prevención,
el control y la erradicación de determinadas encefalopatías espongiformes trans-
misibles. Entre los materiales considerados de riesgo en la carne de bovino este
reglamento establecía, además del cerebro y la médula espinal, todo el cráneo, la
cabeza, la columna vertebral, las amígdalas y los intestinos. (N. de la T.)
Los priones son unas partículas proteicas muy desconcertantes.
No tienen ADN o genes con los que replicarse y no están vivos, pero
pueden provocar enfermedades en animales y humanos. Además,
no se pueden desactivar, por ejemplo, con ácidos o temperaturas
altas, condiciones extremas que suelen afectar a los ácidos nuclei-
cos de los microbios y los virus. Cuando afecta a los humanos, la
enfermedad transmitida por las vacas locas se llama enfermedad
de Creutzfeldt-Jakob (ECJ).
El 30 de diciembre de 2003, el Departamento de Agricultura
anunció (a) que la carne separada mecánicamente mediante siste-
mas avanzados (SMCA) no podía contener ninguna parte del siste-
ma nervioso central (como las células nerviosas situadas junto a las
vértebras), de modo que la prohibición no se limitaba sólo al cere-
bro y la médula espinal; y (b) que se prohibía utilizar carne separa-
da mecánicamente (mediante SMC) en la alimentación humana
por la mayor probabilidad de que contuviera fragmentos de tejido
del sistema nervioso central.
Esto explica que ya no vea en las etiquetas la carne separada
mecánicamente mediante SMC.
Las máquinas permiten evidentemente vender más carne, así
que los envasadores de productos cárnicos las emplean. Ahora
bien, las ventajas de utilizar las máquinas que da el Instituto Nor-
teamericano de la Carne (AMI, en sus siglas en inglés) en su página
web (http://www.amif.org/FactSheetAdvanced MeatRecovery.pdf)
son bien distintas: «Para deshuesar la carne a mano se deben reali-
zar cortes repetitivos con un cuchillo, lo que puede provocar en los
trabajadores lesiones por la continua repetición de un movimien-
to. Reduciendo el deshuesado manual (utilizando sistemas avanza-
dos de recuperación de la carne), se protege a los empleados».
Consuela saber que las empresas cárnicas se preocupan tanto por
las manos de sus empleados.
Si se dedica a escrutar las etiquetas de la sección de cárnicos del
supermercado, quizá haya visto alguna vez que algunas salchichas
cocidas contienen «carnes varias». Con este eufemismo se indica que
se ha utilizado desde cualquier parte a la totalidad del músculo no
esquelético del animal: corazón, cerebro (excepto cerebro de vaca),
intestino grueso (mondongo), bazo (pajarilla), páncreas y glándulas
del timo (molleja), riñones, hígado, labios y lengua.
En los perritos calientes, las salchichas y otros productos cárni-
cos de origen desconocido podemos encontrar todavía otras partes
de animales: sangre, tuétano, mejillas y otros residuos de la cabeza
(rostrera), pies o pezuñas (manos de cerdo), rabo (rabo de buey),
estómago, pulmones (bofe o liviano), intestino delgado (tripa de
embutir), piel (cortezas de cerdo), paredes del estómago (tripas) y
testículos (criadillas). Observe cómo el número de eufemismos au-
menta con la impudicia de los órganos.
Como me dijo una vez mi padre cuando era pequeño, «Del cer-
do se aprovecha todo menos el gruñido». Pasé años preguntándo-
me qué parte del cerdo sería el gruñido.

¡Cómo son! ¿Carne marrón?

En la zona de productos cárnicos envasados de mi supermercado


han puesto un cartel para tranquilizar a los clientes. Nos aseguran
que al abrir un paquete de carne picada es normal que, aunque esté
roja por los bordes que se ven a través del envoltorio de plástico, des-
cubramos que por el centro está marrón. El cartel también dice que,
al hacer la hamburguesa, toda la carne recupera el color rojo. ¿Por
qué se pone marrón la carne del centro? ¿Por qué recupera el rojo
después? ¿De verdad lo hace?
Escribí algunas líneas sobre esta cuestión en un epígrafe del mis-
mo título en mi libro anterior, Lo que Einstein le contó a su coci-
nero. Sigo recibiendo cartas de consumidores preocupados por el
paliducho color de la carne de hamburguesa, así que volveré so-
bre el tema, pero ahondando más en los detalles que la última
vez.
El síndrome de la carne marrón nos ha preocupado a los con-
sumidores desde que el carnicero del barrio, que picaba la carne
ante nuestros propios ojos, nos servía desde el mostrador de su
carnicería cubierta de serrín. En los supermercados de hoy la car-
ne se pica en algún lugar oscuro «de la trastienda» o incluso llega
picada desde algún otro lugar; después se envasa en bandejas de
plástico y se sella con una película plástica transparente. Puede
que la carne que compre lleve languideciendo en la cámara frigo-
rífica del supermercado uno o dos días; si luego todavía pasa al-
gún otro día en su nevera, es posible que al abrirla la parte central
se haya puesto de un color marrón grisáceo que no invite dema-
siado a comerla.
¿Rocían la carne con algún tinte rojo? No. ¿El color marrón sig-
nifica que la carne se ha estropeado? Tampoco, a no ser que huela
mal. En ese caso, se habrán apoderado de ella los microbios o la
grasa se habrá puesto rancia. La carne marrón, por tanto, puede
comerse sin problemas siempre y cuando no huela mal.
El proceso químico por el que la carne -de cualquier tipo- se
afea es algo complicado; de hecho, lo que llamamos «carne roja»
no tiene nada que envidiarle al camaleón. En pocas palabras: la
tonalidad de la carne la marca en gran parte la proporción de tres
proteínas de distinto color, como si fueran las tonalidades con
que juega un pintor para darle al cuadro el color deseado. Las tres
proteínas son la desoximioglobina, que le da a la carne recién cor-
tada un intenso color rojo purpúreo; la oximioglobina, de color
rojo claro tirando a rosa; y la metamioglobina, de color marrón
grisáceo. (Hay otros tipos de mioglobina, pero estos son los tres
principales.)
Estas tres sustancias químicas pigmentadas se encuentran en
equilibrio dinámico, es decir, que son intercambiables. Su propor-
ción en cualquier momento dado depende de la cantidad de oxíge-
no, enzimas y antioxidantes disponibles, pero ninguna de ellas in-
fluye en el sabor o en el estado de conservación de la carne. Es todo
una cuestión puramente estética.
El cerdo y la ternera no contienen mucha mioglobina, pero el
buey sí. Los supermercados intentan que la conserve durante
el máximo tiempo posible en forma de oximioglobina, ya que la
mantiene roja y agradable a la vista del cliente. Pero ¿cómo?
En primer lugar, para que la violácea desoximioglobina de la
carne fresca se convierta en oximioglobina roja o metamioglobina
marrón se necesita oxígeno. Cuál se impondrá depende de la can-
tidad de oxígeno que le llegue a la carne. En envases herméticos, al
no haber prácticamente oxígeno, la carne conserva el color violá-
ceo de la desoximioglobina. Envasarla al vacío solucionaría el pro-
blema si no fuera porque a los consumidores no les gusta la carne
violácea, sino roja. El vacío se utiliza muy poco, por lo tanto, en la
venta de carne fresca (no curada) al por menor.
Para que la sustancia química que predomine sea la metamio-
globina marrón debe haber oxígeno, pero sólo en cantidades muy
pequeñas. Esto explica que la carne de buey expuesta al aire libre
en la carnicería o el supermercado presente un intenso color rojo en
la superficie, provocado por la oximioglobina, y que se vaya po-
niendo marrón poco a poco por las zonas de abajo desprovistas de
oxígeno. En muchos comercios minoristas, la carne se envasa en rí-
gidas bandejas de plástico protegidas con una película transparen-
te que deja pasar el oxígeno, generalmente de cloruro de polivinilo.
La superficie se mantiene roja y agradable porque recibe abundan-
te oxígeno, pero el oxígeno no llega hasta abajo del todo. Cuanto
más abajo está la carne, más marrón se pone.
Por cierto, ¿se ha fijado en esas almohadillas absorbentes que
colocan debajo de la carne en las bandejas y que a veces están em-
papadas? No están ahí para que la carne esté más cómoda. Su fun-
ción es absorber la humedad, lo que en jerga cárnica serían los ju-
gos. Estos jugos los va exudando la carne durante el tiempo que
permanece en la bandeja y se llevan parte de las proteínas y los
nutrientes hidrosolubles, con lo que menoscaban su sabor y valor
nutritivo. Para evitar este efecto indeseado elija las bandejas con
las almohadillas más secas, no caladas de jugo rojo. Si la almoha-
dilla está seca, los jugos siguen en la carne, que es donde le intere-
sa que estén.
Algo de razón tiene su supermercado cuando dice que la carne
volverá a ponerse roja cuando la desempaquete a temperatura am-
biente (la refrigeración enlentece el proceso). La metamioglobina
reacciona con el oxígeno y vuelve a convertirse en oximioglobina,
pero lo hace poco a poco y nunca del todo, ni aunque se extienda
la carne formando una capa muy delgada para que entre en con-
tacto con la máxima cantidad de oxígeno posible. Huelga decir que
desde el punto de vista de la higiene ni siquiera es buena idea. Re-
cuerde que, al cocinar, la carne se pondrá marrón de todas formas,
así que ¿para qué tanta preocupación? Al aplicar calor en la cocina
doramos la carne gracias a las reacciones de Maillard (véanse págs.
277 y 278), pero además facilitamos la transformación de la oxi-
mioglobina en metamioglobina.
Un segundo factor importante en el paso de rojo a marrón en la
carne de buey es que ambas proteínas, tanto la desoximioglobina
como la oximioglobina, contienen un único átomo de hierro ente-
rrado en lo más hondo de sus enormes moléculas globulares. El
átomo de hierro se suele encontrar en lo que los químicos llaman
forma reducida o ferrosa. En el momento en que ese átomo de hie-
rro se oxida o pasa a su forma férrica, las moléculas de proteína
pierden su color rojo o violáceo y se vuelven marrones. Las enzimas
antioxidantes de la carne suelen evitar que esto suceda, pero si se
guarda la carne durante demasiado tiempo, aunque sea en cáma-
ras frigoríficas, la actividad de las enzimas disminuye y se facilita la
aparición del color marrón.
Este pardeamiento producto del envejecimiento, que suele ve-
nir acompañado de un sabor desagradable, es en el que piensa la
gente en cuanto ve carne marrón. Sin embargo, como hemos visto,
el pardeamiento también puede deberse a una inocua falta de oxí-
geno en la carne fresca. A la carne no le pasa nada malo hasta que las
bacterias se apoderan de ella, pero para entonces es probable que
también se haya apoderado de ella el mal olor. Deje que la nariz le
haga de paraguas. (No es mi intención ofender a ningún narizotas.)
Cuando las bacterias se instalan en la superficie de la carne,
antes, durante o después de la operación de picarla, se producen
otras reacciones que también la hacen volverse marrón y estro-
pearse. Ahora bien, además de transformar la oximioglobina roja
en metamioglobina marrón, las bacterias pueden transformar
esta metamioglobina en colemioglobina y sulfomioglobina, que
son de color verde. Y, como bien sabrá, cuando la carne está ver-
de hay que salir corriendo. Al convertir la metamioglobina en sul-
fomioglobina, las bacterias desprenden sulfuro de hidrógeno, un
gas de olor muy desagradable.
Si es de los que no se fían, abra un pequeño agujero en la ban-
deja de la carne en cuanto salga del supermercado y huélala. En el
caso de que esté en mal estado, estará a tiempo de volver a entrar
en la tienda y descargar allí toda su indignación.
En un supermercado de calidad vigilarán bien la carne picada
expuesta y sólo picarán y sacarán la carne que vaya a venderse. Así
se aseguran de que la carne que se vende siempre esté roja gracias
a la oximioglobina. A la que pasa un tiempo y la carne empieza a
perder su intenso color rojo los clientes la rechazan, aunque no
esté marrón por vieja sino por falta de oxígeno. Al comerciante no
le queda más remedio que rebajarla para venderla, lo que puede
convertirse en una ventaja para clientes despiertos o con presu-
puesto ajustado.
Al sector cárnico le interesa, evidentemente, reducir al míni-
mo estas pérdidas económicas derivadas del cambio de color de
la carne. Como medida de prevención, con frecuencia se sumi-
nistra vitamina E, un antioxidante, al ganado antes de enviarlo al
matadero. Los antioxidantes evitan que los átomos de hierro de
las moléculas de mioglobina se oxiden y adopten forma férrica.
No obstante, la industria todavía debe resolver lo que se ha
convertido en un desesperante problema económico para los ga-
naderos: estos cargan con el coste de alimentar al ganado con
piensos enriquecidos con vitamina E, mientras que los beneficios
se los llevan los minoristas con el aumento de las ventas. En mi
opinión se reduce a una cuestión de mala suerte, y no dejaré que
me quite el sueño. Tal como funcionan las cosas, este problema se
solucionará seguramente el día en que algún gigantesco grupo
agroalimentario se haga con todo el proceso y produzca desde la
granja hasta las bandejas para vender la carne en el supermercado.
Desde la cuna hasta más allá de la tumba, por decirlo de alguna
manera.
También podríamos imaginarnos las cosas de otra manera: que
aumentara el número de pequeños ganaderos autóctonos y la car-
ne fuera más fresca y pareciera más fresca y no se tuviera que trans-
portar a miles de kilómetros ni hubiera que manipular su color a la
hora de ponerla a la venta. Por soñar que no quede.

DICCIONARIO DEL GOURMET


Mioglobina: no Tuoglobina

Arco iris sobre el centeno


¿Podría explicarme qué son esas irisaciones que se ven en el rosbif, la
carne de lata y el jamón? ¿ Tengo motivos para tener miedo? Si con-
sigo superar el asco, ¿me puedo comer la carne sin peligro? Llevo
años sin probar un bocadillo de carne o de embutido.

Usted se lo pierde. No hay nada como un bocadillo hecho al estilo


neoyorquino, con pan de centeno y relleno de carne de lata corta-
da a lonchas finas, bien repleto de grasa. Pero las modas en ali-
mentación acostumbran a oscilar de un extremo al otro, así que se-
gún sean las grasas o los hidratos de carbono lo que haya caído en
desgracia mientras lea estas líneas, habrá quien le aconseje que se
pida el bocadillo o bien sin la carne o bien sin el pan.
Centremos nuestra atención en la carne irisada. La irisación o
arco iris que a veces ve en las lonchas de carne no es una capa de
viles hongos o de materia en descomposición. Es solamente un
efecto óptico. Se produce tanto en carnes curadas como el jamón o
la carne cocida de lata como en carnes sin curar como el rosbif o el
cerdo cuando se cortan en lonchas.
La carne, o el músculo animal, está formada por miofilamentos,
pequeñas hebras de proteína. Estas se agrupan en haces paralelos
llamados miofibrillas, que a su vez se unen para formar las fibras
que conforman el músculo. Al seccionar los miofilamentos con un
cuchillo afilado o un cortafiambres en un determinado ángulo, las
puntas diseccionadas, comparables en tamaño a las longitudes de
onda de la luz, pueden hacernos ver espejismos. Una posible expli-
cación es que las puntas translúcidas desdoblan (refractan) las on-
das de luz en dos direcciones, un efecto óptico que recibe el nom-
bre de birrefringencia o doble refracción. Las dos ondas refractadas
se cruzarían entonces en su camino hacia el ojo y se descompon-
drían en los colores del arco iris.
También podría ser que la irisación de la superficie de la carne
se debiera a una difracción. Las puntas de las miofibrillas, al estar
tan apretadas, descompondrían la luz en lo que se conoce como
red de difracción. En cualquier caso, entre los colores que se ven
predomina el verde porque el ojo humano es muy sensible a este
color.
Es todo muy inofensivo.

Un curado muy florido

¿Por qué las carnes curadas como el jamón dulce, la carne de lata o
los perritos calientes tienen ese color rosa tan intenso?
«Curar» un alimento significa tratarlo para evitar que se estropee y,
de este modo, conservarlo para poder consumirlo más adelante.
(Es curioso que el «curado» prevenga en vez de tratar el problema.)
Antiguamente para curar los alimentos se ahumaban, desecaban o
salaban. Cuando llegaron la refrigeración y el envasado mecánico,
estos métodos que intensificaban el sabor perdieron su razón de
ser y empezaron a probarse otras técnicas de curado basadas en la
utilización de sustancias químicas.
Las carnes curadas con sal común (cloruro de sodio, NaCl) tien-
den a adquirir un color gris tirando a marrón poco apetecible, pero
hace unos cien años se descubrió que si a la sal se le añadía salitre
(nitrato potásico, KN0 ) la carne adquiría un agradable tono rosá-
3

ceo. Actualmente sabemos que lo que sucedía era que los microor-
ganismos de la carne reducían el nitrato potásico a nitrito potásico
(KN0 ) y que el nitrito le daba ese color, así que apenas utilizamos
2

salitre, sino que añadimos nitrito potásico o sódico directamente a


la sal. Los nitritos, al reaccionar con la mioglobina y formar nitro-
somioglobina, le dan a la carne un toque ácido y un color apetito-
so. También evitan que se ponga rancia y desarrolle olores y sabo-
res desagradables antes de que la lleguemos a consumir.
Sin embargo, la función más importante de los nitritos es inhi-
bir el crecimiento de bacterias patógenas como Staphylococcus au-
reus y Clostridium botulinum, responsables del botulismo.
En la utilización de nitrito no todo es «de color rosa». Además
de matar a la bacteria botulínica, en dosis de unos 20 miligramos
por kilogramo de peso corporal el nitrito también mata a los hu-
manos. Por suerte, gran parte del nitrito que se añade durante el
curado se descompone al cocinar el alimento.
El Departamento de Agricultura de Estados Unidos ha fijado en
70 partes por millón la cantidad máxima de nitrito residual que
puede contener cualquier producto cárnico final, sea crudo o coci-
do.* A este nivel, una persona de 68 kilos debería comer 19,5 kilos
de producto de una sola vez para alcanzar la dosis letal de nitrito.
Eso es mucha mortadela.
Lo malo es que los nitritos de la carne curada pueden reaccio-
nar con las aminas de los aminoácidos al calentarse la proteína cár-
nica y formar unos compuestos químicos llamados nitrosaminas.
Se ha comprobado que muchas nitrosaminas provocan cáncer en
animales de laboratorio y es probable que también resulten cance-
rígenas para las personas. En el caso del beicon el problema se
acentúa, pues las altas temperaturas a las que se cocina facilitan la
formación de nitrosamina, por lo que la cantidad máxima de nitri-
to permitida en el beicon es inferior a la de otras carnes curadas.

* La Unión Europea fija la cantidad máxima de nitrito potásico residual en produc-


tos cárnicos no tratados con calor, curados o desecados, en la Directiva 95/2/CE del
Parlamento Europeo y del Consejo relativa a aditivos alimentarios distintos a los
colorantes y edulcorantes. La cantidad residual de nitrito que pueden contener es-
tos alimentos en el punto de venta al consumidor final es de 50 mg/kg. (N. de la T.)
Algunos de los alimentos que consumimos contienen peque-
ñas cantidades de nitrosamina de forma natural. Las bacterias de
nuestra boca también pueden generarla, ya que transforman el ni-
trato, presente en muchas verduras, en nitrito, que luego reacciona
con las aminas de las proteínas vegetales y forma nitrosaminas.
Otra posible fuente de nitrosamina son los jugos gástricos del estó-
mago, de elevada acidez, que la producen al reaccionar con una
gran variedad de alimentos que contienen aminas. También está
presente en pequeñas cantidades en la cerveza y el tabaco.
Estos datos pueden infundir cierto miedo, pero no deje ahora
de comer carnes curadas para evitar los nitritos y las nitrosaminas:
no siempre es posible comer carne fresca y algunos productos cár-
nicos deben curarse para poderlos distribuir a gran escala. La re-
ducida y regulada cantidad de nitrito que contienen compensa con
creces si nos protege del riesgo de intoxicación por botulina.
De todas formas, no le conviene tentar al diablo fumándose un
par de paquetes de cigarrillos mientras dilapida 19 kilos de salchi-
chas curadas y ayuda a bajarlas con unos cuantos litros de cerveza.
En pocas palabras: si viaja a Alemania, evite la Oktoberfest.
FICCIOIMARIO DEL GOURMET
Chorizo curado: ladrón rehabilitado

Ciencia al margen

Mortadela al rojo vivo


Los nitritos curan la carne transformándose (reduciéndose] primero
en óxido nítrico (NO] por la acción lenta de los antioxidante naturales
(también conocidos como agentes reductores] de la carne; el óxido ní-
trico se une entonces a la mioglobina, el principal pigmento de la car-
ne roja, y forma nitrosomioglobina, de color rojo todavía más intenso.
Al cocinar la carne o ahumarla con calor, la nitrosomioglobina se con-
vierte en nitrosohemocromo [disculpen tantas sílabas), que da a todas
las carnes curadas su característico color rosa.
Para que la carne desarrolle antes el color, los productores del sector
cárnico le añaden un agente reductor como el eritorbato sódico, una
forma (un isómero] de la sal sódica del ácido ascórbico o vitamina C.
Verá el eritorbato sódico o el ácido eritórbico en la lista de ingredien-
tes de muchas carnes curadas, como el jamón, la mortadela, las sal-
chichas, los perritos calientes y el beicon.
Los agentes reductores utilizados para curar la carne poseen un segun-
do efecto colorante. La mioglobina de la carne se puede presentar en va-
rios colores: violáceo, rojo intenso o marrón [véase. «¡Cómo son! ¿Carne
marrón?», pág. 261], Los agentes reductores tiñen los pigmentos ma-
rrones de rojo, ya que hacen pasar los átomos de hierro de las molécu-
las de mioglobina de un estado (oxidación férrica] a otro (oxidación fe-
rrosa], Esta pequeña modificación de los átomos de hierro basta para
que el marrón de las moléculas de mioglobina se transforme en rojo vivo.

Pon la carne a remojar

Soy profesora de cocina y autora de varios libros de recetas, pero ten-


go una pregunta: ¿por qué algunas recetas dicen que la carne se debe
marinar sólo durante una o dos horas? Si tengo un cerdo a la na-
ranja, un pollo al ron y un cordero a la cerveza, por ejemplo, a mí me
resulta más práctico (yendo con prisas como voy) marinar los platos
durante todo el día o toda la noche.
Como sabe, marinar (del latín mare, que significa «mar») es dejar la
carne blanca o roja y el pescado en remojo en un líquido antes de
cocinarlos con vistas a mejorar su sabor o a que queden más tier-
nos. Sin embargo, es imposible establecer unas normas generales
para la marinada por varios motivos. El tiempo de remojo depende
del tipo y la acidez de la marinada y del tamaño, la forma y la tex-
tura de la carne, entre otros factores.
Desde que una ninfa llamada Tetis sumergió a su hijo Aquiles
en el río Éstiges para que fuera inmortal, los baños curativos o re-
paradores han cautivado a la humanidad en su ansia por dar con
remedios fáciles y rápidos. Innumerables balnearios y estableci-
mientos de baños termales de todo el mundo aprovechan esta an-
sia para desplumar a sus clientes. Por haberlos hay «baños tera-
péuticos» de barro, puré de pepino o piedra japonesa, pero lo
cierto es que un buen remojo en un baño caliente, cualquiera que
sea su composición (dentro de lo razonable) y aunque sea de lo
más sencilla, siempre sienta bien y el cliente se va contento.
Por desgracia, las causas de nuestras enfermedades están muy
por debajo de la piel y no basta con remojarnos en «elixires» cura-
tivos; la piel no es como el papel secante que todo lo absorbe. Ello
no ha impedido a múltiples fabricantes de ungüentos, bálsamos y
linimentos proclamar que sus productos «alivian el dolor pene-
trando profundamente en la piel» o cosas parecidas. Como mucho
irritan la piel, de modo que la circulación sanguínea local aumenta
para intentar contrarrestar la irritación y la zona se calienta.
Ya que hemos entrado en el terreno de los tratamientos de du-
dosa eficacia, déjenme decir que los campos magnéticos sí pene-
tran en las personas. ¿Y qué? Eso de que hay vendas y almohadillas
imantadas que curan es una bobada.
Si despotrico contra los remedios de los curanderos es porque
remojando la carne, si me permiten esta sacrilega caracterización
del cuerpo humano, no se actúa mucho más allá de su superficie.
Y lo mismo sucede si marinamos la ternera, el cerdo, el pollo o el
pescado. Claro que no se nos ocurriría nunca marinar a un cerdo
entero, con piel y todo, como hacemos con las personas.
Las marinadas no imprimen su sabor a toda la carne porque no
consiguen penetrar suficientemente en ella, aunque se le haya re-
tirado la piel. Actúan sobre todo en la superficie. Los ingredientes
no penetran más que unos milímetros, en función de la densidad y
la textura de la carne, el corte, su frescor, grosor y temperatura. Las
carnes fibrosas o «filamentosas», como la falda de ternera, sin em-
bargo, permiten a través de los capilares que se abren entre las fi-
bras que la marinada penetre hacia el interior, sobre todo si la car-
ne está cortada en trozos pequeños, a contraveta y con mucho
ángulo. El ángulo acentúa las oberturas de los resquicios capilares,
como si se sesgara una pajita en diagonal, de modo que la obertu-
ra circular se convierte en un óvalo de gran superficie.
Para probar algunas de estas ideas, corté un filete de falda de
ternera en tiras de poco más de 1 cm de ancho por 5 cm de largo
2

en el sentido de las vetas. Después corté las tiras a contraveta con


un cuchillo muy afilado para abrir el máximo número posible de
pasajes sin aplastar sus extremos. Puse los trozos de carne en re-
mojo a temperatura ambiente durante diferentes periodos de
tiempo hasta un máximo de una hora, para lo que utilicé un falso
marinado a base de agua, vinagre y un colorante verde alimentario.
Transcurrido el tiempo previsto, retiré la carne y la fui cortando
a lonchas muy finas para comprobar hasta dónde había penetrado
el color verde. En ningún caso había superado el par de milímetros.
Sin duda parece que los efectos de la marinada son como los de
las aguas «curativas» de los balnearios, meramente superficiales,
aunque es posible que si se marina la carne durante mucho más
tiempo se consiga que los líquidos penetren más adentro. Mi único
experimento no permite aventurar una teoría. Como ya he dicho
en otros de mis artículos anteriores, «es necesario seguir investi-
gando para establecer si estos resultados se pueden generalizar a
otros sistemas» (en otras palabras, «necesito más financiación»).
Dicho esto, la carne marinada tiene una larga tradición y la
gente seguirá marinando mientras siga viendo en esta técnica una
utilidad. No cabe duda de que le imprime sabor a la superficie de la
carne y que afecta a la cocción, así que seguiré adelante con mis ex-
plicaciones. Eso sí, el lector está avisado: no cabe esperar demasia-
do de ella.
Los marinados que dan sabor, a diferencia de los que ablandan
la carne, se preparan con gran variedad de aderezos que se añaden
a un líquido o mezcla de líquidos. Son frecuentes los de vino con-
dimentados con hierbas, especias u otros ingredientes saborizan-
tes, en la esperanza de que la carne los chupe y le den sabor al
cocinarla. Cuanto mayor sea la superficie de la carne, más posibili-
dades habrá de que el marinado afecte a su sabor. Por lo tanto, la
marinada da mejores resultados si la carne se corta en filetes muy
finos o en pequeños dados que si se dejan los filetes enteros. A par-
tir de cierto tiempo, prolongar el remojo no se traducirá en una ma-
yor penetración del líquido en la carne; como mucho intensificará
el sabor en la parte externa.
Al contrario de lo que se suele creer, pinchar la carne con un te-
nedor para abrir paso a la marinada no sólo no sirve de nada sino
que además resulta contraproducente. Las perforaciones se cierran
casi inmediatamente debido a la elasticidad de la carne, pero des-
pués, al cocinarla, pueden abrirse por efecto del calor y permitir
que se escapen los jugos. En cambio, si en vez de pincharla se abre
o cincela con un cuchillo, la superficie de carne que se expone a la
marinada crece y se potencia el sabor.
En las marinadas utilizadas para ablandar la carne dura se ne-
cesita siempre un ácido, pues los ácidos desarticulan (desnaturali-
zan) las proteínas del tejido muscular. En las carnes fibrosas el
tiempo de marinada disminuye con el tamaño y la forma del corte,
aunque en general se necesita más tiempo para ablandarlas que
para darles sabor.
Cuanto más ácida sea la marinada, antes se ablandará la carne.
Para potenciar su acidez se utiliza yogur, suero de leche, cerveza,
zumo de tomate, vino, zumo de naranja, vinagre, zumo de limón o
zumo de lima. También se suele añadir algún aceite, ya que las car-
nes duras tienden asimismo a ser magras y secas. (La jugosidad de
la carne se debe tanto a la grasa como al agua.) Las vinagretas tie-
nen efecto doble; mientras que el vinagre ablanda la carne, el acei-
te y el aderezo potencian su sabor y la hacen más jugosa.
Pero ¿durante cuánto tiempo debe marinarse la carne? Esa es la
gran pregunta. Con todas estas variables, es imposible establecer
una regla universal. Si nos remitimos a la sabiduría popular, sin
embargo, tenemos que la mayoría de pescados son tiernos y poro-
sos, por lo que basta con marinarlos de 10 a 15 minutos. Para los
pescados de carne más compacta, como el atún y el salmón, se ne-
cesita el doble. El pollo se deja entre 2 y 4 horas si se le retira la piel
y hasta 6 horas en caso contrario. La ternera y el cerdo oscilan se-
gún el corte entre las 4 y las 8 horas, es decir, toda la noche. Deje la
carne durante mucho más tiempo en la marinada y el ácido trasfi-
gurará las moléculas de proteína, aglutinándolas y condensándo-
las, con lo que la superficie de la carne se endurecerá. La lección es
clara: si marina por la noche, no deje que se le peguen las sábanas.
Y no espere milagros. Para que la carne quede tierna se ha de com-
prar ya tierna o guisarla a fuego lento durante mucho rato.
A pesar de todo, la primera ley de la marinada es «Siga la re-
ceta». Antes de publicarlas, las recetas se prueban una y otra vez
hasta que salen perfectas, o al menos así se hace en cualquier re-
ceta que se precie. El tiempo de marinado es un ingrediente más,
como la cantidad de cebolla o ajo picados, así que no se debe ju-
gar con él. (Con una salvedad: en mi opinión, siempre se puede
echar más ajo.)
Para marinar la carne, lo más práctico es introducirla en una
bolsa de plástico con cierre de cremallera hermético y vaciar el aire
antes de cerrarla para que las superficies entren más en contacto
con la marinada. Utilice o no este método, deje la carne marinando
en la nevera por seguridad. Si después quiere aprovechar el jugo de
la marinada para guisar o para rociarlo sobre la carne mientras la
asa en el horno, reserve una parte previamente, pero no se sirva del
que ya haya utilizado para la marinada. La carne cruda alberga bac-
terias patógenas hasta en las mejores casas, así que deséchelo todo.

Ciencia al margen

Que no le sorban los sesos


Existen varios aparatos de vacio en el mercado que se supone que ace-
leran el marinado e incluso algunos productores cárnicos los utilizan,
pero son una engañifa. En teoría, hay que introducir la carne en una
cámara hermética y extraer todo el aire accionando una pequeña bom-
ba manual o eléctrica. La idea es que, al succionar todo el aire de los
poros y las rendijas de la carne, estos absorben la marinada mucho
más rápido, «en minutos y no en horas».
Nunca me lo crei. Piense en ello sólo por un momento. Al succionar el
aire de las rendijas, estas no se abren; se cierran, como si se utiliza-
se una bomba de vacío en una manguera. Además, al haber el mismo
grado de vacío [presión de aire] en toda la cámara -en la carne y en
el espacio de alrededor-, no hay ninguna fuerza que impela al líquido a
desplazarse de un sitio a otro. Es como esperar que el agua fluya a
través de la manguera sin aplicar ninguna fuerza que la empuje, como
la gravedad o un cambio de presión.
¿Qué dicen los estudios? L. L. Young y D. R Smith, del Servicio de In-
vestigaciones Agrícolas del Departamento de Agricultura de Estados
Unidos (Poultry Science 83: 129-131, 2003), marinaron 256 medias
pechugas de pollo durante 30 minutos, al vacío y sin vacío. Descu-
brieron que el vacío aumentaba ligeramente la absorción de la mari-
nada (en un 1D % aproximadamente, según un estudio anterior del
mismo equipo), pero que «la marinada ganada se perdía durante la
cocción o incluso antes». Su conclusión fue, en resumidas cuentas,
que: «En las condiciones evaluadas en este estudio, el vacío no parece
ofrecer ninguna ventaja real frente a la marinada sin vacío».
Decidí hacer mis propios experimentos para ver si descubría qué le su-
cedía realmente a la carne. En vez de gastarme el dinero comprando
un marinador, me fabriqué uno casero con una botella de vidrio trans-
parente y uno de esos tapones VacuVin que llevan una bomba para ex-
traer el aire de las botellas de vino medio vacías y que en teoría impi-
de que el vino se oxide si no se consume hasta al cabo de varios días.
(No he comprobado la efectividad del VacuVin con el vino, pero tengo
mis dudas de que lo conserve mejor. Lo utilizo porque así me da la sen-
sación de que me estoy valiendo de la tecnología más avanzada.)
Introduje un poco de falso marinado (agua, vinagre y colorante verde)
en la botella, añadí trocitos de falda de ternera, coloqué el tapón Va-
cuVin con la bomba manual y extraje el aire. [Una bomba puede re-
ducir la cantidad de aire que contiene un recipiente, pero no puede
crear un vacío total, es decir, un espacio sin ningún tipo de aire. Las
bombas reducen la presión del aire y crean un vacío parcial.)
Al extraer el aire, me sorprendió ver que los trozos de carne subían
hasta flotar en la superficie del marinado. Cada vez que accionaba la
bomba, de los trozos de carne salían burbujas minúsculas; estas se
adherían a la superficie de la carne y la empujaban hacia arriba como
si fueran diminutos chalecos salvavidas. [Las burbujas eran demasia-
do pequeñas para superar la adherencia a la carne, provocada por la
tensión superficial, y ascender solas a la superficie.)
¡Entonces era eso! Al succionar el aire, los poros y las rendijas de la car-
ne se vaciaban y, en vez de abrirse, se cerraban, como había predicho.
Realicé varios experimentos consecutivos y, en todos ellos, volví a de-
jar que entrara el aire al cabo de como mínimo 5 minutos de marina-
da. Las burbujas desaparecieron casi del todo, pues la presión del aire
superaba entonces a la de su interior, y los trozos de carne enseguida
empezaron a precipitarse hacia al fondo.
Ahora bien, ¿se precipitaban porque habían perdido las burbujas o por-
que pesaban más debido al marinado que había entrado en sus rendi-
jas, absorbido como si se hubiera estado estrujando una esponja bajo
el agua y de repente se hubiera soltado? ¿Había servido el vacío, a fin
de cuentas, para absorber el marinado?
Retiré la carne del marinado y la corté en filetes muy delgados con una
cuchilla de afeitar. No quedaba ni rastro del marinado verde en la car-
ne, aunque el tejido conjuntivo de la superficie se había teñido.
¿Debe, pues, comprarse un marinador al vacío? No. Aunque quedara
algo de marinado en la carne al deshacer el vacío, es probable que se
perdiera al cocinarla, independientemente del tiempo que la hubiera te-
nido marinando. Los investigadores del Departamento de Agricultura
de Estados Unidos tenían razón.
No deje que le sorban los sesos con un marinador al vacío.
Fajitas de falda de buey marinada

La falda, que separa el pecho de la cavidad abdominal del animal, tie-


ne un fuerte sabor a carne de buey. Al ser una carne magra, fibrosa
y bastante dura, da buenos resultados marinarla.
«Fajita» viene de «faja pequeña» y alude a la manera como se envuel-
ven la carne y los demás ingredientes con la tortilla de harina.
El plato se puede acompañar con tacos, frijoles negros calientes o una
ensalada de frijoles negros fría.

2 cucharadas de aceite de oliva


2 cucharadas de zumo de lima recién exprimido
2 dientes de ajo, picado grueso
1 chile jalapeño, sin semillas ni venas, picado grueso
2 filetes de falda de buey pequeños o 1 grande, de unos 900 g
en total
2 cebollas suaves grandes, cortadas a rodajas
12 tortillas de harina de trigo o de maíz, de 20 cm de diámetro
Sal gruesa y pimienta recién molida
Guacamole para acompañar
Salsa para acompañar

1. En una batidora o pequeño robot de cocina, mezcle el aceite de oli-


va, el zumo de lima, el ajo y el chile jalapeño. Bata los ingredientes
hasta hacerlos puré. Coloque los filetes en una bandeja resistente
a los ácidos o en una bolsa de plástico con cierre de cremallera.
Unte la carne por ambos lados con el marinado, cubra la bandeja o
cierre la bolsa y déjela reposar en la nevera de 2 a 8 horas. Sáquela
antes de cocinarla para que recupere la temperatura ambiente.
2. Encienda el grill o la parrilla y precaliente el horno a 15Q °C.
3. Ase las rodajas de cebolla al grill y déjelas en el horno para que se
mantengan calientes. Envuelva las tortillas en un paño de cocina li-
geramente humedecido, colóquelas en un molde para tarta o en una
bandeja e introdúzcalas en el horno para que se calienten y humeen.
4. Cocine la carne al grill, girándola una vez, durante unos 5 minutos
por cada lado o menos para que le quede al punto tirando a poco
hecha. Retírela y déjela reposar durante al menos 5 minutos so-
bre una tabla de madera.
5. Con el cuchillo inclinado, conté la carne a contraveta en lonchas
muy finas. Salpimiéntelas (con sal gruesa, pues le da un toque cru-
jiente a la carne].
6. Los comensales pueden componer las fajitas a su gusto. Basta
con sostener la tortilla con una mano e irle añadiendo tiras de car-
ne, un puñado de cebollas asadas, una cucharadita de guacamo-
le y otra de salsa. Luego se acaba de enrollar la tortilla y se come
con la mano como un bocadillo.

SALEN 4 RACIONES

Elogio del braseado

Conozco casi todas las técnicas de cocción: hervido, cocción a fuego


lento, cocción al vapor, asado al horno, sofrito, freidura y asado a la
parrilla. En algunos se cocina sobre un fondo o en agua y en otras se
cocina en seco, pero no me queda muy claro cómo se hace el braseado,
que parece que combina ambos métodos. ¿Qué significa brasear exac-
tamente y qué ventajas tiene frente a las demás técnicas de cocción?
El braseado es una técnica magnífica para entender qué significa
cocinar sobre un fondo o en agua y qué significa cocinar en seco. Se
pueden brasear tanto la carne roja como la blanca, el pescado y las
verduras, pero en este apartado sólo hablaré del de las carnes.
Me gusta definir el braseado como un proceso en dos pasos: en
el primero, se dora la carne para potenciar su sabor y, en el segun-
do, se guisa a fuego lento para que quede más tierna. El resultado
es un guiso o fricasé tierno, jugoso y sabroso. Sin el paso inicial se
pierde todo un conjunto de sabores. A pesar de ello, muchos gas-
trónomos describen el braseado aludiendo sólo a la cocción a fue-
go lento de los alimentos sobre un fondo, sea en cazuela de barro o
en una marmita o brasera. En estos casos, la carne no se dora antes
de guisarla porque la pieza de vajilla no está pensada para soportar
las altas temperaturas que se precisan para marcarla. Se podría
marcar en una sartén y después desglasarla con parte del líquido
que se añadirá a la olla, pero esto significaría renunciar a una de las
ventajas de guisar directamente en la olla: no limpiar sartenes.
Llame como llame al braseado, puede incluir el primer paso de
dorar la carne o saltárselo; muchas recetas se lo saltan con exce-
lentes resultados.
«Brasear» viene de las brasas o ascuas sobre las que antiguamen-
te se colocaba la brasera o con las que se envolvía la marmita para
guisar a fuego lento la carne y las verduras y preparar un fricando,
una blanqueta o un estofado. Hoy braseamos para conquistar cor-
tes de carne como el pecho, la espaldilla, la falda, la babilla, la con-
tratapa o la cadera, que de otro modo quedarían duros e insípidos.
Fijémonos primero en el marcado de la carne.
Irlanda y los Apalaches comparten una canción popular que
dice «negro es el color del cabello de mi amada». Bien, pues marrón
es el color de muchos de nuestros amados alimentos. Nos gusta
que la carne esté dorada por fuera, del mismo modo que nos
gusta que también sea dorada la costra del pan (no empleamos el
prosaico adjetivo «marrón» sino el romántico «dorada»). Si el pan
está tostado nos sabe mejor y preferimos un bistec a la plancha an-
tes que un bistec cocido. El pardeamiento logrado mediante la apli-
cación de calor se utiliza desde antiguo para potenciar el sabor de
los alimentos. En el braseado, si nos saltamos este primer paso y
nos limitamos a cocer la carne y las verduras a fuego lento, perde-
mos gran parte del sabor en el resultado final.
En la primera fase del braseado, se dora la carne calentando un
chorrito de aceite en una cazuela, que después taparemos, y mar-
cando la carne por ambos lados. Al marcar la carne, se produce
una compleja serie de reacciones químicas responsables de darle
el color marrón, que se conocen como reacciones de Maillard, en
honor a Louis Camille Maillard (1878-1936), el químico (obvia-
mente) francés que describió este paso inicial como la reacción de
un azúcar reductor -como la fructosa, la lactosa, la maltosa o la
glucosa- con una proteína.
La primera reacción de Maillard se produce concretamente en-
tre una parte de la molécula de azúcar (su grupo carbonilo) y una
parte de la molécula de proteína (un grupo amino de uno de sus
aminoácidos). Tras esta primera fase, sigue una compleja serie de
reacciones, algunas simultáneas y otras consecutivas; el resultado
es un cóctel de compuestos químicos finales, muchos de ellos polí-
meros de color oscuro y la mayoría aromáticos y con mucho sabor,
aunque también hay algunos amargos o, por desgracia, mutagéni-
cos, que aumentan el riesgo de sufrir daños genéticos heredables.
Aquí es donde nuestra explicación de las reacciones de Mai-
llard debe detenerse, como en otros libros no dirigidos a químicos
profesionales especializados en alimentación. Las reacciones son
tan complejas que los químicos todavía están intentando aislar e
identificar todos los compuestos intermedios y finales que inter-
vienen, de los que hasta ahora se han aislado e identificado más de
doscientos diferentes.
De poco serviría que les guiara hasta la mitad del camino ha-
blándoles de las glicosilaminas, las desoxiosonas y la reestructura-
ción de Amadori y que luego los dejara abandonados en una espe-
cie de tierra de nadie donde la pista se difumina hasta desaparecer.
La mayoría de químicos se escaquean (y yo con ellos) aludiendo
simplemente a unos compuestos de nitrógeno de color marrón os-
curo que se obtienen al final del proceso y que se llaman melanoi-
dinas, del griego melas, que significa «negro» o «muy oscuro».
Pasemos ahora a la segunda fase del braseado, donde añadire-
mos un poco de líquido -caldo, vino, sidra o cerveza- a la carne do-
rada y, si el plato lo pide, a las verduras que también habremos do-
rado aparte. Aquí es donde el braseado se desmarca del estofado; al
brasear utilizamos muy poco fondo, mientras que al estofar la car-
ne y las verduras quedan totalmente cubiertas. A medida que coce-
mos a fuego lento los ingredientes del braseado, el agua se evapo-
ra, se condensa en la tapa de la cazuela y cae en forma de gotitas
para volver a incorporarse al fondo, rociando continuamente la
carne justo por debajo de la temperatura de ebullición. Esta com-
binación de calor y humedad transforma las principales proteínas
de la carne, el colágeno, en gelatina.
El colágeno constituye entre el 20 % y el 25 % de las proteínas en
los mamíferos. Se aloja principalmente en el tejido conjuntivo: las
envolturas de las fibras musculares y los duros tendones y ligamen-
tos que sujetan los músculos esqueléticos a los huesos. Tal y como
sugieren los lugares donde reside, el colágeno es responsable de que
la carne sea dura. Sin embargo, al calentarlo largamente en un am-
biente húmedo -como hacemos en el braseado-, las moléculas se
modifican. Partiendo de una estructura de triple hélice, parecida a
una trenza de tres fideos, se desenrollan y se descomponen en va-
rias espirales pequeñas y aleatorias, en un montón de resortes di-
minutos. Estos son las moléculas de gelatina, mucho más blandas
que las de colágeno. Las moléculas de gelatina tienen la prodigiosa
capacidad de atrapar entre sus rizos muchas veces su peso en agua.
¿Quieren pruebas? En las instrucciones de una caja de gelatina
corriente leo que hay que añadir dos tazas (237 gramos) de agua a
tan sólo 8 gramos de gelatina del paquete (el resto es azúcar). Aun
así, toda el agua -treinta veces el peso de la gelatina- se absorbe para
formar un gel que, al enfriarse, adquiere consistencia semisólida.
Al brasear, capturamos en los platos lo mejor de dos mundos.
El resultado son unos suculentos platos dorados, de sabor reforza-
do por las reacciones de Maillard y ablandados por la gelatina, que
ninguna otra técnica nos permitiría obtener.

Estructura de triple hélice de una molécula de colágeno.


Al aplicarle calor y humedad, las hebras se desenrollan y descompo-
nen en pequeñas espirales o moléculas de gelatina.

Ciencia ai margen

Cómo marcar la carne según Robert


Existe mucha confusión entre el pardeamiento de Maillard y el par-
deamiento del azúcar o caramelización. Tanto el grupo carbonita de una
molécula de azúcar como el grupo amino de una molécula de proteína
son necesarios para que tenga lugar el pardeamiento de Maillard. El ca-
lor acelera las reacciones de Maillard, también conocidas como reac-
ciones de azúcar-amina, pero estas pueden producirse a temperaturas
de tan sólo 50 °C e incluso desencadenarse lentamente a temperatura
ambiente, como cuando los alimentos se ponen marrones por viejos.
En cambio, al dorar el azúcar puro o de otros hidratos de carbono a
temperaturas superiores a unos 120 °C -en ausencia de un ácido ami-
no u otro compuesto de nitrógeno- tienen lugar unas complejas reac-
ciones químicas completamente diferentes llamadas caramelización.
A muchos chefs parece encantarles esta palabra y la emplean sin dis-
tinción para referirse a cualquier alimento que se dora al cocinarlo. Sin
embargo, la carne roja y la blanca, el pescado, las verduras y otros ali-
mentos proteínicos no caramelizan; simplemente se doran. Quizá no
suene tan sofisticado como decir que se caramelizan, pero es la ma-
nera precisa de describir lo que les sucede.
Existe un tercer tipo de pardeamiento en la cocina, el pardeamiento
enzimático, provocado por las enzimas de los alimentos. Al cortar una
pera o una manzana, la superficie se pone marrón debido a las enzi-
mas que liberan las células rotas de la fruta.

FICCION ARIO DEL GOURMET


Ragú: nombre de una emisora de radio catalana

•ssobuco

Uno de los mejores y más deliciosos ejemplos de cómo el colágeno de


los duros tejidos conjuntivos que envuelven los huesos se transforma
en una gelatina suave y blanda al aplicarle calor en un entorno húmedo.
Utilice la olla más pesada que tenga, a ser posible de hierro colado es-
maltado. Cuando compre la ternera, asegúrese de elegir huesos cuyo
interior esté blando y lleno de tuétano. No todos los huesos cumplen
este requisito. Proporcione a cada comensal un cuchillo pequeño y es-
trecho para que pueda vaciar el hueso y comerse el cremoso tuétano
(un tenedor para caracoles también sirve). Untado en tostada con un
poco de sal y pimienta, es una delicia. Sirva las piernas de ternera con
Polenta al horno (pág. 220) y pan de payés bien fresco.

4 a 6 piernas de ternera, con hueso y mucha carne, de unos


225 a 3 4 0 g cada una y unos 5 cm de grosor
1/ taza de harina de trigo aproximadamente
2

4 cucharadas de aceite de oliva


Sal y pimienta recién molida
1 filete de anchoa
4 dientes de ajo cortada en láminas
2 zanahorias pequeñas peladas y cortadas en rodajas finas
1 cebolla cortada en rodajas finas
1 tallo de apio cortado a dados
1/
2 taza de vino blanco seco
1 / taza de tomate triturado
2

GREMOLATA:
2 cucharadas de perejil fresco picado
1 diente de ajo picado
1 cucharada de ralladura de limón
Sal y pimienta recién molida

1. Precaliente el horno a 160 °C.


2. Enharine las piernas de ternera por ambos lados y sacúdalas para
eliminar el harina sobrante. Caliente a fuego medio una olla gran-
de, cubierta con tapa, durante 1 minuto. Añada 2 cucharadas de
aceite de oliva y 2 piernas de ternera y dórelas durante 4 o 5 mi-
nutos por cada lado y salpimiéntelas una vez doradas. No llene de-
masiado la olla. Cuando estén hechas, retírelas y repita los mis-
mos pasos con las otras 2 piernas. En total necesitará entre 15
y 20 minutos para tener doradas las 4 piernas.
3. Añada las 2 cucharadas de aceite de oliva restantes y el filete de
anchoa, y aplaste el filete una vez en la olla para que se mezcle con
el aceite. Añada el ajo, las zanahorias, la cebolla y el apio, baje el
fuego a intensidad media-baja y sofría las verduras, removiendo de
vez en cuando, durante unos 10 minutos hasta que estén blandas.
4. Distribuya las piernas de ternera sin que se amontonen sobre las
verduras. Mezcle el vino con el tomate triturado en un cuenco pe-
queño y rocíe con la mezcla la carne y las verduras.
5. Tape bien la olla y colóquela en el horno. Déjela entre 1 hora y me-
dia y 2 horas, hasta que la carne esté tierna y se desprenda del
hueso y los jugos se hayan reducido. Si la carne se secara mien-
tras la olla está en el horno, añádale un poco de vino o agua.
6. Para preparar la gremolata: justo antes de servir la carne, mez-
cle el perejil, el ajo y la ralladura de limón en un cuenco pequeño.
7. Disponga la carne en una bandeja previamente calentada en el hor-
no y tápela para que no se enfríe. Hay quien prefiere pasar la salsa
por el chino, pero también hay a quien le gusta con las verduras tal
y como sale de la olla, así que pásela por el chino o no según pre-
fiera. Añada la gremolata a la salsa, corríjala de sal y pimienta y ca-
liéntela a fuego medio en un cazo durante un par de minutos.
8. Riegue la carne con la salsa y sírvala de inmediato.

SALEN 4 RACIONES GENEROSAS

Ciencia al margen

¿Por qué se dora la carne?


Cuando doramos un filete en una sartén o a la parrilla, ¿por qué se
dora y no se pone, por ejemplo, de color verde o rojo?
En primer lugar, recordemos que el color marrón no es más que un
amarillo intenso. Lo que hacemos en realidad es «amarillear intensa-
mente» los alimentos, es decir, utilizamos el calor para crear altas con-
centraciones de compuestos químicos amarillos.
Dicho esto, ¿por qué amarillo? Una sustancia se ve amarilla cuando de
todos los colores del espectro de la luz solar, lo que llamamos «luz blan-
ca», absorbe principalmente la luz azul. Si se le elimina parte del azul,
en la luz reflejada que ven nuestros ojos aumenta el color comple-
mentario, el amarillo.
¿Por qué, entonces, absorben los alimentos «dorados» sobre todo la
luz azul? (Sígame; nos estamos acercando.]
Cuando una molécula absorbe una partícula de energía luminosa visi-
ble (un fotón), es el electrón el que hace el trabajo y, como contrapar-
tida, el que pasa a un estado superior de energía; se le empuja esca-
leras arriba, por decirlo de alguna manera. Entre los electrones de las
distintas moléculas los hay más o menos selectivos con la cantidad de
energía que absorben: el número de escalones que están dispuestos
a ascender y, por lo tanto, la energía luminosa que están dispuestos y
pueden absorber. En esto se basa la teoría cuántica.
Los compuestos químicos poliméricos producidos en las reacciones de
Maillard y en la caramelización están formados por moléculas de gran ta-
maño que tienen sus electrones bien sujetos y que, en consecuencia, ab-
sorben principalmente los fotones de luz de más energía. De todos los
colores que percibe el ojo humano, el de energía más alta es el azul; al
absorberlo, la luz que queda se ve amarilla o, si es más intensa, marrón.
Que no le amarguen el caldo

En los libros de receta dice que para hacer caldo se debe empezar
siempre poniendo los huesos y las verduras en agua fría, porque el
agua fría absorbe más su sabor. A mí me parece un poco extraño. ¿No
se disuelven mejor la mayoría de sustancias en agua caliente que en
agua fría?
Sí, así es. Basta con ver lo sabroso que le quedaría el caldo si pro-
bara a dejar los ingredientes en remojo durante horas en agua fría,
sin cocerlos a fuego lento. O si intentara preparar una taza de té con
agua fría (dejándolo reposar un tiempo razonable, claro).
Aunque pensándolo otra vez, será mejor que no lo pruebe. ¿Ha
oído hablar del sun tea, un té «natural» y «ecológico»? Se prepara
introduciendo bolsas de té en una jarra de agua fría y dejando la ja-
rra al sol durante varias horas. Pues bien, si contiene materia orgá-
nica, el agua tibia - d e hasta 79 °C- constituye un excelente caldo de
cultivo para las bacterias. Por mucho que digan de los «calientes y
delicados rayos del sol» no le añaden a la infusión más que poesía.
Para evitar cualquier problema, prepare siempre el té con agua ca-
liente a más de 91 °C.
Los libros de receta explican cómo hacer el caldo - u n agua con-
centrada con el sabor extraído a huesos de carne o espinas de pes-
cado y verduras-, pero lo que casi nunca revelan es por qué se ha
de seguir cada paso. La opción es comprensible, porque el objetivo
de los libros es ayudar al lector en la cocina para que haga bien los
platos. Sin embargo, todos recordamos mejor los pasos si tienen
sentido para nosotros que si nos los dictan mediante una mera su-
cesión de órdenes del tipo «haz esto, no hagas lo otro». Si entiende
las razones por las que debe seguir una instrucción, que es lo que
espero que le ayude a conseguir este libro, tal vez la próxima vez no
necesite siquiera consultar el recetario y pueda aventurarse solo.
Los caldos se dividen en caldos oscuros, en los que los huesos y
quizá las verduras se doran al horno antes de meterlos en la olla,
y en caldos blancos, que no es que sean blancos, sino que no son
marrones. Los caldos de ternera se acostumbran a preparar oscu-
ros; los de pollo y verduras, en cambio, tienden a ser blancos.
Asar los huesos antes de cocerlos imprime al caldo unos sabo-
res inconfundibles gracias al pardeamiento o las reacciones de
Maillard, unas reacciones químicas que se producen entre las pro-
teínas y los hidratos de carbono de los restos de carne y de cartí-
lago adheridos a los huesos (véanse las págs. 276 a 277). Sin el par-
deamiento de Maillard, no encontraríamos estos sabores en el
caldo. Los demás sabores pueden desarrollarse igualmente al ca-
lentar el agua y cocer los ingredientes a fuego lento.
Echemos un vistazo a las instrucciones que se suelen dar para
preparar un caldo.

• Coloque siempre los huesos y las verduras en el agua


mientras todavía esté fría. La afirmación de que el agua fría
«absorbe mejor el sabor» induce a error. No es que el agua
absorba más compuestos saborizantes que el agua calien-
te, sino que si se sumergen los huesos y las verduras direc-
tamente en agua caliente algunas de las proteínas que le
dan sabor al caldo serían más difíciles de absorber durante
el tramo final de la cocción. Por tanto, el caldo sale más sa-
broso si no se calienta el agua antes de introducir los ingre-
dientes.

A continuación, el porqué.
Al calentar las proteínas, estas se modifican (se desnaturalizan).
Sus moléculas helicoidales se desenrollan y se vuelven a unir en es-
tructuras más compactas y enmarañadas, y al agua le resulta más
difícil absorber las moléculas saborizantes de estas estructuras
coaguladas que de las proteínas originales. Por lo tanto, para po-
tenciar al máximo el sabor, nos interesa que las moléculas de pro-
teína no se reagrupen demasiado pronto.
Si se empieza con los huesos y las verduras en agua fría, las pro-
teínas hidrosolubles (algunas son solubles en agua y otras no) ten-
drán tiempo de sobra para disolverse en el agua antes de que el
proceso de desnaturalización las vuelva insolubles e inaccesibles.
Además, mientras la temperatura del agua se mantiene baja, algu-
nas impurezas hidrosolubles indeseadas, como las de la sangre,
también tendrán tiempo de disolverse en el agua, con lo que luego,
al subir la temperatura, se coagularán. (Ya sabe que para eliminar
una mancha de sangre de la ropa hay que lavarla con agua fría, ya
que el agua caliente «fijaría» la mancha coagulando las proteínas.)
A medida que se calienta el agua, se van coagulando poco a
poco todas las proteínas indeseables y formando partículas de por-
quería relativamente grandes. Entretanto, parte de la grasa de los
huesos se derrite y sube a la superficie. En su ascenso, la grasa se
topa con las partículas de proteína coagulada, las recubre y las
arrastra consigo como si fuera un flotador salvavidas, de modo que
en la superficie se va formando una capa de espuma que después
puede retirar del caldo, espumándolo.
En cambio, si se empieza con agua caliente, las impurezas de
proteína se coagulan a mucha más velocidad y forman partículas
de porquería más pequeñas que ni se separan del líquido ni se de-
jan arrastrar por la grasa que sube. Se mantienen suspendidas en el
caldo y lo enturbian. (Una excepción: muchos chefs, por motivos
que ellos sabrán, prefieren esperar a que el agua esté caliente para
añadir las verduras.)

• No añada más agua que la que necesite para cubrir los


huesos. El exceso de agua da como resultado caldos menos
sabrosos; nos interesa que los sabores estén bien concen-
trados. La falta de agua, en cambio, dejaría al descubierto
algunos huesos y no sólo perderíamos su sabor -el agua
sólo absorbe el sabor de lo que está sumergido en ella- sino
que esos huesos se secarían, se oscurecerían y teñirían el
caldo, un problema si queremos preparar un caldo blanco.
Para mantener el nivel de agua adecuado, se debe ir repo-
niendo el agua que se evapora durante la cocción.
• En cuanto el agua rompa a hervir, baje el fuego inmediata-
mente y siga cociendo el caldo a fuego lento, sin que hier-
va. ¿Por qué debe cocerse el caldo a fuego lento sin dejar
que hierva? La razón principal es que la agitación del agua
cuando hierve rompería los grumos de proteína coagulada
y recubierta de grasa y los descompondría en diminutas
partículas que nos impedirían espumar el caldo, así que
nos volvería a quedar turbio.

Los caldos de buey y ternera requieren más tiempo de cocción


(de 6 a 8 horas), porque los huesos son bastante grandes y sus com-
puestos saborizantes no se dejan absorber fácilmente por el agua.
Por esta razón, conviene cortar los huesos en trozos de 7 a 10 centí-
metros. Los caldos de pollo, al contener huesos más pequeños, bas-
ta con dejarlos entre 3 y 4 horas al fuego, mientras que para los de
pescado y verduras basta con sólo 30 o 45 minutos. El objetivo es ex-
traer el máximo sabor de los ingredientes y convertir en gelatina la
mayor cantidad de colágeno del tejido conjuntivo posible, ya que la
gelatina le da al caldo más cuerpo y lo hace más suave.
Ahora bien, si se deja el caldo al fuego durante más tiempo de
la cuenta, algunos compuestos saborizantes empiezan a descom-
ponerse o degradarse (sobre todo en el caldo de pescado, cuyas
proteínas musculares son menos estables que las de los animales
terrestres). En los restaurantes el caldo se deja cocer durante mu-
cho tiempo, entre 6 y 8 horas, y luego se sigue reduciendo un rato
más después de colarlo. Sin embargo, para cantidades más modes-
tas como las que se preparan en casa, 3 o 4 horas deberían de bas-
tar. Este tiempo es el ideal para conseguir un buen equilibrio entre
la gelatina generada y el sabor que retiene el caldo. Si se deja me-
nos tiempo, el caldo sale diluido y menos sabroso.

• Desespume el caldo a menudo. Como hemos visto, la es-


puma que se forma en la superficie está formada principal-
mente de proteínas insolubles coaguladas. No matará a na-
die, pero resulta desagradable. Si la deja en el agua durante
todo el tiempo de cocción, las proteínas se volverán todavía
más compactas y acabarán formando unas sucias motas
grises, muchas de las cuales se pegarán a las paredes de la
olla a la altura del nivel del agua creando un cerco de sucie-
dad parecido al que con el tiempo deja la espuma en la ba-
ñera (y perdonen la metáfora).

Desespume el caldo con un colador fino o una espumadera. No


utilice cucharas de ningún tipo: las ranuradas dejan escapar la gra-
sa por las ranuras y las soperas se llevan, además de la espuma, la
sabrosa capa de grasa que flota sobre el caldo, de la que ya se ocu-
pará más tarde. La malla de la espumadera debe ser fina y llevarse
sólo la espuma.
Transcurrido el tiempo de cocción pertinente, retire los huesos
y las verduras con una cuchara (ahora sí, ranurada) y cuele el caldo
a través de varias capas de gasa. Se preguntará: si al final vamos a
colarlo, ¿a qué venía tanto lío para evitar que se pusiera turbio? Ni
varias capas de gasa consiguen detener las diminutas partículas
(partículas coloidales) que enturbian el caldo.

• Enfríe el caldo enseguida. El caldo resulta tan apetitoso


para las bacterias como para los humanos. Es, valga la re-
Espumadera de malla fina de acero inoxidable, imprescindible
para desespumar el caldo sin llevarse a la vez la sabrosa capa de grasa
que flota en la superficie. De la casa Calphalon.

dundancia, un excelente caldo de cultivo bacteriológico.


Si se deja enfriar poco a poco, puede pasar demasiado
tiempo en la franja de temperaturas que favorecen la pro-
liferación de las bacterias, entre los 4 °C y los 60 °C. [Véa-
se también «Bacterias con armadura», pág. 289.)

Los restaurantes colocan las ollas de caldo caliente en profun-


dos fregaderos con buenos desagües en los que dejan circular el
agua fría. En casa puede colocar la olla en el fregadero y llenarlo
con agua fría hasta el mismo nivel al que llega el caldo (si se pasa,
la olla tenderá a flotar); remueva el caldo de vez en cuando y re-
nueve el agua en cuanto se caliente.

• Refrigere el caldo u n a vez colado y enfriado y retire la gra-


sa solidificada de la superficie. Esto no se hace sólo por la
habitual fobia a las grasas, sino porque al solidificarse
la grasa atrapará los restos oleosos que se le hayan escapa-
do al espumar el caldo. (Los verá colgando de la base del
pastel de grasa.) De todas formas, no olvide que la grasa es
sabrosa; no sea despiadado: quizá le interese dejar algo de
grasa, sobre todo si se trata de caldo de pollo.

Haga lo que haga, no meta el caldo en la nevera antes de en-


friarlo. Una olla caliente posee muchas calorías de calor, así que ca-
lentará y echará a perder toda la comida que tenga guardada. En-
fríe la olla como se explica más arriba o divida el caldo en varios re-
cipientes, ciérrelos herméticamente y déjelos enfriar por separado
antes de introducirlos en la nevera. Se enfriarán mucho antes que
si espera a que se enfríe la olla entera, pues la superficie de contac-
to con el aire es mucho mayor.
Finalmente, congele el caldo en raciones para recurrir a él
cuando lo necesite, sea para dar más sabor a sus sopas o salsas o
para preparar platos que requieran mucho líquido como el risotto.

Ciencia al margen

Temblores que cuecen


Una olla cuece a fuego lento cuando sólo se ve subir alguna burbuja de
vez en cuando. Las burbujas son pequeñas bolsas de vapor de agua
creadas en el fondo de la olla, donde la temperatura es más alta. Del
fondo suben hacia la superficie, pero la mayoría se enfría y se con-
vierte de nuevo en líquido antes de llegar arriba. Las únicas bolsas que
pueden considerarse «burbujas auténticas» son las que consiguen
abrirse camino hasta el final.
En algunos libros de cocina se intenta definir esta técnica como aque-
lla en la que el agua se mantiene a una temperatura concreta, a me-
nudo muy dispar de un libro a otro, y que se situaría algo por debajo de
los 100 ºC. Ahora bien, la temperatura exacta de una olla que cuece
a fuego lento depende de las características del fogón, de la olla y de
los ingredientes, por no mencionar la altitud a la que se encuentre la
cocina y el clima. (A presiones barométricas bajas, el agua hierve a me-
nor temperatura.] Además, si el objetivo es que cueza a una tempera-
tura determinada, ¿en qué punto medimos su temperatura? ¿Cerca del
fondo, donde está más caliente? ¿O más arriba, donde está más fría?
Olvídese, pues, de intentar cocer el caldo a una temperatura concreta
y fíjese en las burbujas; si sólo sube alguna de vez en cuando a la su-
perficie, señal de que está haciendo lo correcto.
Los cocineros franceses distinguen entre cocer a fuego lento las so-
pas o los estofados que contienen ingredientes sólidos y cocer a fue-
go lento líquidos como el agua, la leche o salsas diluidas. En el primer
caso utilizan el verbo mijoter, pero cuando de la superficie del líquido
que llena la olla no despunta ningún pedazo de carne ni ninguna ver-
dura se produce un visible fenómeno previo a la aparición de burbujas
al que los franceses llaman frémir, que significa «temblar» o «tiritar».
Si clava la mirada en el agua de una olla mientras la calienta, com-
probará que, antes de que empiecen a aparecer las primeras burbu-
jas, la superficie del agua tiembla. Algunos dicen que el agua sonríe.
El temblor se debe a las corrientes de convección, columnas de agua
caliente que se abren camino a través de zonas de agua más fría, li-
beran parte de su calor al aire en cuanto llegan a la superficie y, al en-
friarse, vuelven a caer hacia el fondo. Las suaves perturbaciones que
provoca el cambio de dirección de estas columnas de agua en la su-
perficie del líquido crean un efecto de vaivén.
Los huevos pasados por agua se pueden cocer por frémissement en
vez de mijotement, pues quedan completamente cubiertos por el agua.
En ese caso la temperatura media sería ligeramente inferior a la que
cocerían los huevos de dejar que aparecieran las pequeñas burbujas.

Bacterias con armadura

¿Por qué hay que tomar tantas precauciones enfriando el caldo para
evitar que aparezcan bacterias peligrosas? Al fin y al cabo, lleva co-
ciendo más de una hora. ¿No se ha esterilizado? ¿No basta con de-
jarlo tapado mientras se enfría para que no se dejen caer por ahí
nuevas bacterias?
Por desgracia, no. No todas las bacterias mueren a 100 °C. Algunas
sobreviven gracias a una capa protectora que las vuelve invulnera-
bles; hablamos de las esporas.
La mayoría de especies de bacteria se reproducen por fisión bi-
naria, de modo que cada organismo se divide en dos organismos
nuevos. Esto les permite multiplicarse exponencialmente. Una vez
empiezan a multiplicarse, el número de bacterias no tarda nada en
situarse en 5.000, 10.000, 20.000, 40.000. Doblan su población cada
diez minutos y el alimento les llega para congregarse hasta mil mi-
llones de bacterias en cada mililitro de sopa o caldo.
En condiciones desfavorables para su proliferación, e incluso
en medios muy hostiles, algunas especies de bacterias (y hongos)
capean el temporal adoptando la forma de esporas, donde perma-
necen dormidas, y entonces resultan indestructibles. Protegidas en
sus duras y rugosas armaduras, las esporas son capaces de sobrevi-
vir a las más infaustas condiciones: al agua hirviendo, a la inani-
ción, a la sequedad, a la congelación, a la luz ultravioleta, a sustan-
cias químicas corrosivas e incluso al heauy metal. En cuanto las
condiciones mejoran, como al enfriarse el caldo y recuperar una
temperatura agradable para multiplicarse, las esporas salen de su
estado y se convierten en nuevos organismos que empiezan a re-
producirse como si nada hubiera sucedido.
Un género patogénico de bacteria que forma esporas y que es
fácil de encontrar en el suelo, el agua y los intestinos de las perso-
nas y los animales es el Clostridium, sobre todo el de la especie
C. perfringens, causa habitual de intoxicaciones alimentarias. Otro
mucho menos común es el de la especie C. botulinum, que produ-
ce la toxina botulínica, uno de los venenos más potentes que se co-
nocen. Las bacterias de Clostridium no necesitan oxígeno para so-
brevivir; donde no sobreviven es en el aire, así que el interior de
una olla de caldo es para ellas un lugar ideal para desarrollarse.
Para matar esporas, se necesitan temperaturas bastante supe-
riores a los 100 °C. Por este motivo, el material médico y quirúrgico
se esteriliza en un autoclave, una especie de horno a presión.
Cuanto más alta la presión, más temperatura necesita el agua para
hervir. Los hornos a presión y los autoclaves son recipientes cerra-
dos en los que se acumula la presión de vapor del agua hirviendo
para subir el punto de ebullición a unos 141 °C, temperatura a la
que muere la mayoría de esporas.
He viajado a bastantes países en los que mi estómago de norte-
americano no estaba acostumbrado a las criaturillas que se insta-
laban en los alimentos de la zona y a las que, por tanto, era vulne-
rable. Siempre que podía me decantaba por los fritos, que además
suelen ser lo más rico para picar. El aceite, al freír a 177 °C, no deja
apenas títere con cabeza.
Los contenidos de una lata ofrecen a las esporas de Clostridium
un excelente entorno libre de oxígeno en el que desarrollarse. Por
este motivo, después de llenarlas y sellarlas, las latas se esterilizan
calentándolas en hornos u ollas de alta presión a temperaturas de
116 °C a 141 °C. Si la lata no queda bien esterilizada y sobreviven
bacterias, al multiplicarse desprenden gas hidrógeno y hacen que
la lata se abulte. Por tanto, si aprieta una lata y ve que alguno de sus
extremos (la parte más frágil) se abulta o incluso se comba sólo li-
geramente, guárdesela para practicar lanzamiento de pesos en el
prado más cercano.

Cómo doblar un hueso

Mi madre me enseñó desde pequeña que añadiendo al caldo un


poco de ácido -zumo de limón, vinagre o vino- se lograba que los
huesos soltaran más calcio. ¿Es cierto?
Sí, pero sólo hasta cierto punto.
Los huesos son una combinación de dos tipos de sustancias: 1)
proteínas y células blandas y orgánicas, parcialmente absorbidas
por el agua mientras el caldo se cuece a fuego lento, y 2) un mine-
ral duro e inorgánico que apenas se disuelve y que no aporta nin-
gún sabor. El mineral de los huesos, también presente en los dien-
tes, es básicamente un compuesto de fosfato cálcico llamado
hidroxiapatita, que como el dentista le dirá enseguida es atacado
por los ácidos. (En las caries, los ácidos los producen las mismas
bacterias.)
Salvo que el ácido sea muy fuerte, necesitará mucho tiempo
para disolver una cantidad importante del fosfato cálcico de los
huesos del caldo. El poco ácido, relativamente débil, del zumo de
limón, el vinagre o el vino no absorberá mucho calcio, ni con varias
horas de cocción a fuego lento.
No obstante, si quiere pasar un buen rato, pruebe el siguiente
experimento: sumerja un hueso de pollo cocido y limpio (el del
muslo sirve) en una jarra tapada de vinagre sin diluir y déjelo en re-
mojo durante cuatro o cinco semanas. El ácido del vinagre disolve-
rá gran parte de la dura hidroxiapatita, de modo que lo que le que-
dará será básicamente materia orgánica blanda. Luego podrá
sorprender a sus amigos doblando el hueso de pollo como si fuera
de goma, pues será muy maleable.

¿Por qué vino?

Querría saber si la siguiente afirmación es verdadera o falsa: «Coci-


nar con vino potencia el sabor de un plato, porque el alcohol disuel-
ve y libera compuestos saborizantes que no se disuelven en agua». He
oído esta afirmación y otras parecidas en varios sitios, pero soy quí-
mica y no me cuadra.
Los chefs con los que he hablado aceptan esta idea y le dan cré-
dito. De buenas a primeras parece tener sentido, pues hay muchas
sustancias solubles en alcohol que no se disuelven en agua.
A pesar de todo, es falsa. El verdadero motivo por el que em-
pleamos vino en la cocina es mucho más simple: un buen vino
contribuye con su sabor al plato. No tiene nada que ver con la di-
solución de otros compuestos saborizantes.
La afirmación falla en lo siguiente: en una mezcla de alcohol y
agua, como es el caso del vino, ni el alcohol ni el agua actúan como
alcohol y agua en estado puro; se comportan como una mezcla
de alcohol y agua, y las propiedades de una mezcla pueden diferir
bastante de las de cada uno de los líquidos que la componen.
Una mezcla de alcohol y agua en igual cantidad, por ejemplo,
es dos veces y media más viscosa (densa) que el alcohol o el agua
en estado puro. Esto se debe a que las moléculas de alcohol y las
moléculas de agua se atraen entre sí y se unen para formar lo que
se conoce como enlaces de hidrógeno. No pueden desplazarse li-
bremente como hacen las moléculas del alcohol o el agua puros,
que tienen menos trabas para moverse. Las propiedades de la mez-
cla, incluido lo que puede o no puede absorber, varían según el
porcentaje de alcohol. El hecho de que una sustancia se disuelva en
agua o alcohol puros no significa que se vaya a disolver en cual-
quier mezcla de alcohol y agua.
¿Hablamos sólo de teorías? No. Yo mismo hice un experimento
para comprobarlo.
Las semillas de bija, también conocidas como achiote, se ex-
traen del arbusto tropical de hoja perenne Bixa orellana. Están re-
cubiertas por un aceite pastoso que contiene un pigmento carote-
noide de intenso color naranja amarillento llamado bixina, que se
disuelve en aceites y alcoholes pero no en agua. La bixina de la bija
se utiliza como colorante en alimentos grasos como la mantequi-
lla, la margarina y los quesos procesados. Como se ve muy bien, en
este experimento la aproveché para simular que se trataba del
compuesto saborizante soluble en alcohol de un alimento.
Introduje veinte semillas de bija en cuatro tubos de ensayo,
cuatro en cada uno, y añadí una cucharada (15 mi) de uno de los si-
guientes líquidos en cada uno: agua, un chardonnay de 13°, un
vodka de 40° y alcohol etílico puro de 95°. Dejé los tubos reposar a
temperatura ambiente durante varios días, agitándolos de vez en
cuando.
Resultado: ni el agua ni el vino presentaron por su color signos
de haber disuelto algo de bixina; el agua seguía siendo transparen-
te y el vino conservaba su color de vino blanco. El vodka se había
vuelto ligeramente amarillo, pues había disuelto un poco de bixina,
mientras que el alcohol puro de 95° había adquirido un intenso co-
lor amarillo.
En conclusión, el vino -incluso sin diluir- no disuelve o «libera»
la bixina soluble en alcohol de las semillas. La concentración de al-
cohol debe ser alta, de como mínimo un 40 %, para que la absor-
ción de bixina sea perceptible. Sin embargo, estas concentraciones
de alcohol no se alcanzan nunca mientras se cocina. Cuando se
añade medio vaso de vodka a un litro de salsa, la concentración de
alcohol se reduce a tan sólo un 5 %, con lo que resulta incluso infe-
rior a la del vino sin diluir, que como vimos en el experimento no
absorbía bixina.
Ahora bien, todo ello ocurría a temperatura ambiente. ¿Qué
ocurre cuando sometemos los alimentos a las temperaturas de
cocción?
Aunque la mayoría de sustancias aumentan su solubilidad
cuanto mayor es la temperatura, los enlaces de hidrógeno siguen
cursando su efecto. El alcohol puro sí absorbe más compuestos
solubles en alcohol al calentarse, pero el vino no. Así pues, la teo-
ría de que «el vino absorbe sabores» sigue haciendo aguas, por de-
cirlo de alguna manera.
Con todo, el alcohol del vino puede contribuir con otros sabo-
res además de los propios. Durante la cocción, el alcohol reacciona
químicamente con los ácidos de los alimentos y produce unos
compuestos aromáticos afrutados llamados ésteres. Para compro-
barlo, llene una botella de alcohol etílico desnaturalizado (a la ven-
ta en ferreterías y tiendas de pintura) y vinagre (ácido acético), tá-
pela bien y agítela con brío durante varios minutos. Luego abra la
botella con cuidado y huélala: además de los olores del alcohol y el
vinagre, detectará las notas afrutadas del acetato de etilo, uno de
los ésteres que dan aroma a la piña.
En la olla, el alcohol reacciona también con sustancias oxidati-
vas y produce aldehidos, los compuestos responsables del sabor de
la almendra, la canela y la vainilla. Tanto los ésteres como los alde-
hidos aportan sabores que no estaban presentes en los ingredien-
tes originales. Además, al contrario de lo que se suele creer, el alco-
hol nunca se evapora del todo, así que le sobra tiempo para
participar en todas estas reacciones químicas mientras se cuecen
los alimentos.
Disfrute, pues, del coq au vin y del boeuf Bourguignonne. El
vino potenciará su sabor de diferentes maneras, pero no espere
que «absorba» o «libere» los sabores solubles en alcohol de los in-
gredientes.
Ahora que lo pienso, ¿para qué nos interesa absorber los com-
puestos saborizantes de los alimentos? Si están ahí, en la carne,
en los tropezones o en la salsa, ya los notaremos cuando masti-
quemos.

Ciencia al margen

Solventes, solutos y solvatación


Para que una sustancia soluble (un soluto] se disuelva en un líquido
como el alcohol (un solvente), las moléculas del solvente deben rodear
a todas las moléculas del soluto (solvatarlo) como si fueran pirañas
hambrientas y engullirlas. Sin embargo, cuando el alcohol está mez-
clado con agua, los enlaces de hidrógeno entre un líquido y otro difi-
cultan a las moléculas de alcohol la solvatación de las moléculas del so-
luto. Esto explica que las mezclas de alcohol y agua no consigan
disolver con la misma eficacia lo que disuelven el alcohol y el agua en
estado puro.
Por otro lado, cuanto menos alcohol contenga el agua, más se debili-
ta su capacidad para solvatar. Si añadimos medio vaso de vino de 12 o
a un litro de caldo de cocción, por ejemplo, la concentración de alco-
hol se reduce al 1,5 %. Las moléculas de agua sobrepasan en núme-
ro a las moléculas de alcohol en una proporción de casi 200 a 1, por
lo que quedan tan pocas moléculas de alcohol que no pueden agru-
parse alrededor de las moléculas de soluto y solvatarlas. Demasiadas
moléculas de agua les barran el paso.
CARNAVAL PARA CARNIVOROS I H35

A todo gas, o mejor no

Fui al supermercado a comprar una parrilla de barbacoa para el


jardín y no sabía si decidirme por una de gas o por una de carbón.
Cada vez que preguntaba a alguien, me daba una respuesta diferen-
te, decantándose por una u otra opción sin aceptar una opinión
contraria. ¿Puede darme algún consejo objetivo?
Intento no entrar en política ni en ningún otro tipo de polémicas,
pero ante una cuestión tan importante y dos candidatos tan opues-
tos no puedo resistirme a expresar mi opinión: ¿es mejor el gas o el
carbón? Mi postura es clara. Apoyo sin reservas la opción del car-
bón.
Atención: las opiniones que expresaré a continuación son in-
cendiarias. El lector las lee bajo su propia responsabilidad.
Hoy en día si se tocan las parrillas es fácil quemarse (un mal in-
tento de juego de palabras). Tengo once libros de recetas a la parri-
lla en las estanterías, pero todos tienen la picardía de pasar por alto
dos aspectos importantes: que una parrilla y una barbacoa no son
exactamente lo mismo y que no todos los combustibles se crean de
la misma manera.
Conscientes de que casi nadie sabe la distinción entre parrilla y
barbacoa, las editoriales incluyen recetas de ambos tipos en los li-
bros para atraer a cuantos Escoffiers aficionados puedan. Como un
70 % de las «parrillas de barbacoa» (expresión que no hace más que
sumar confusión) que se utilizan en Estados Unidos funcionan con
gas, los escritores se callan su secreta pero unánime convicción
(que sólo admitirían bajo juramento) de que el carbón es induda-
blemente mejor que el gas. Un escritor no se puede permitir perder
a una parte importante de sus lectores potenciales, muchos de los
cuales han tirado la casa por la ventana para comprar una de esas
mastodónticas parrillas de gas, de acero inoxidable y con ruedas,
equipadas con todo lo imaginable menos con control de crucero y
sistema de posicionamiento global.
En una parrilla, los alimentos se colocan a varios centímetros
de un combustible que no desprende humo y que arde a tempera-
turas muy altas, de entre 260 °C y 540 °C, y se asan en un plis pías.
Filetes de carne, costillas de cordero, hamburguesas, kebabs, sal-
chichas, pollo, pescados y gambas son los alimentos que más se
suelen asar a la parrilla.
En una barbacoa, en cambio, los alimentos se asan durante va-
rias horas a temperaturas más bajas, de entre 150 °C y 180 °C o in-
cluso menos, y se colocan en un cajón o espacio cerrado sobre fue-
go (normalmente) humeante. Imagínese a unos cuantos hombres
con sombrero de vaquero asando costillas de buey o de cerdo, pa-
letilla de cerdo o falda de buey aderezados con salsas de receta se-
creta: eso es una barbacoa. Yo me limitaré a hablar de parrillas.
Existen tres tipos de combustible: piedras de carbón vegetal,
briquetas y gas.

• Piedras de carbón vegetal: si se calienta sin presencia de


oxígeno (en un proceso llamado destilación destructiva), la
leña no arde sino que se descompone. Primero pierde el
agua; los hidratos de carbono (principalmente celulosa y
lignina) empiezan luego a descomponerse en alcohol de
metilo (conocido, en consecuencia, como alcohol de made-
ra), ácido acético, acetona, formaldehído y muchos otros
humos y gases. Al final, lo único que queda son las piedras
de carbón vegetal.

La humanidad lleva al menos cuatro mil años fabricando car-


bón a partir de la madera para utilizarlo como combustible en la
cocina. Al contrario de lo que se rumorea a menudo, el carbón no
fue inventado por Henry Ford. Y eso no es todo: tampoco inventó
ni la leña ni el fuego. (Pero siga leyendo.)
El carbón vegetal que se vende hoy en día, que conserva la for-
ma de los trocitos de leña con los que se fabrica, arde a altas tem-
peraturas de manera limpia, sin desprender apenas humo. Por este
motivo lo voto (y bajo mano la mayoría de expertos en parrillas)
como el mejor combustible posible para utilizar en la parrilla.
Como el combustible de toda la vida no hay ninguno.

• Briquetas: las briquetas -y no las llamo briquetas de carbón


porque contienen muchísimas otras sustancias aparte de
carbón- tampoco las inventó Henry Ford. Las inventó y pa-
tentó Orin F. Stafford, profesor de la Universidad de Oregón;
después, Ford, pensando siempre en cómo hacer dinero, se
sumó al carro y montó una fábrica de briquetas a gran es-
cala, lo que le permitió transformar los serrines y las virutas
que generaba la planta de Fords T en un producto rentable.
Al principio las briquetas se fabricaban con carbón en polvo,
prensado y ligado con almidón. Actualmente, el proceso se ha
complicado. Según una publicación de la Kingsford Products Com-
pany del año 2000, heredera de la empresa de carbones Ford, sus
briquetas contenían carbón vegetal, lignito (un carbón mineral
marrón y blando), carbón mineral (grafito), piedra caliza (que for-
ma esa bonita capa de ceniza blanca), almidón (como aglomeran-
te), bórax (que facilita la extracción de las briquetas del molde), se-
rrín (para facilitar la ignición) y nitrato de sodio, que libera oxígeno
al calentarse y acelera la combustión.
Personalmente, preferiría no asar mis filetes sobre las brasas de
un carbón mineral cargado de alquitrán ni sobre almidón, bórax o
serrín.

• Gas: las parrillas de gas modernas utilizan metano (gas na-


tural, CH4) O propano (C3H8), cuyas moléculas no contie-
nen más que átomos de carbono y de hidrógeno. En ello ra-
dica precisamente la diferencia entre el carbón y los
combustibles gaseosos: en la presencia de átomos de hi-
drógeno. Al arder, el carbón produce sólo dióxido de carbo-
no (y algo de monóxido de carbono), mientras que el meta-
no y el propano desprenden tanto dióxido de carbono
como vapor de agua. Si sostiene un plato de vidrio transpa-
rente sobre una llama de gas, verá cómo se entela con agua
condensada.

Cada molécula de propano quemada produce cuatro molécu-


las de agua. En una parrilla de gas convencional que consume unos
10 millones de calorías por hora, se libera un litro y medio de agua
cada hora. Por tanto, la carne se cuece al vapor por debajo, sin al-
canzar las temperaturas a las que llega con el carbón de combus-
tión seca. No sorprende que no le salga tan dorada, crujiente y sa-
brosa como le sale con el carbón.
Caso cerrado.
Los expertos en asar a la parrilla distinguen entre dos técnicas:
asado directo, en el que la carne se coloca directamente sobre las
brasas, y asado indirecto, en el que las brasas se apilan a un lado.
En el método directo, el calor alcanza la carne tanto por con-
vección (a través del aire caliente que sube) como por radiación
(mediante rayos infrarrojos). En el indirecto, como la carne no está
justo encima de la fuente de calor, el calor le llega básicamente por
radiación. (El tercer sistema de transmisión del calor, la conduc-
ción, apenas entra en juego cuando se asa a la parrilla.) La carne no
se calienta tanto si se asa por el método indirecto, por lo que tarda
más. Si se tapa la parrilla, el aire caliente que sube de las brasas
queda atrapado y circula por todo el espacio libre, con lo que crea
una especie de horno de convección. Añada unas cuantas astillas
de madera húmedas y podrá ahumar la comida al mismo tiempo.
¡Huy! En el último párrafo he pasado de la parrilla a la barba-
coa. Es fácil saltar de un sistema a otro, porque puede utilizarse el
mismo equipo para ambos y poca gente -incluidos los fabricantes
de los equipos- se molestan en hacer esta distinción verbal.

Cada leña, un humo

Mis vecinos se compraron un ahumador. Parece un enorme huevo


verde, de casi un metro de alto, que se sostiene sobre el extremo más
delgado. Lo utilizan para ahumar carne y pescado con diferentes ti-
pos de leña según el sabor que le quieran dar. ¿Cómo es posible que
el humo de la leña cocine y dé sabor a la comida?
Como no fui termita en mi vida anterior, no puedo decir cómo sa-
ben las leñas en sí, pero como las quemamos y, efectivamente, nos
comemos su humo, sí puedo hacer algún comentario al respecto.
El enorme huevo verde de sus vecinos se llama así, Enorme
Huevo Verde, traducción literal de la marca Big Green Egg. Se trata
de un horno kamado, palabra derivada del japonés antiguo mus-
hikamado, que significa «aparato para cocer el arroz al vapor». El
mushikamado es una urna de barro refractario, hueca y con forma
de huevo que se utiliza suspendiéndola por la tapa sobre un fue-
go de leña. El arroz se cuece por la acción del calor, pero además
adquiere un interesante sabor ahumado.
A principios de la década de 1960, un avispado piloto nortea-
mericano llamado Richard Johnson descubrió el mushikamado en
Japón y decidió que con unos cuantos arreglos los norteamerica-
nos podrían también utilizarlo en los jardines de sus casas para co-
cinar y ahumar sus alimentos. Más de cuarenta años después, su
empresa, la Kamado Corp., sigue fabricándolos en Sacramento, Ca-
lifornia, y muchos otros lugares. Patentó la marca Kamado, con «K»
'AL HARA CARNIVOROS I 2 9 9

mayúscula, así que los demás fabricantes, entre ellos la empresa


que fabrica el Big Green Egg, vende su producto como «kamado»,
con «k» minúscula.
En el mercado norteamericano se encuentran de ahumadores
de todo tipo, con forma de bidón de petróleo, de caja de hierro rec-
tangular o de lo que quiera: de hecho, de cualquier cosa en la que
se pueda atrapar el h u m o de los troncos o astillas de leña para
que entre en contacto con la comida. Hay incluso personas a las que
apasiona tanto la idea que han adaptado sus parrillas de carbón o
hasta sus viejas neveras.
Las comidas ahumadas que más triunfan son la trucha, el sal-
món, la falda de buey, la paletilla de cerdo, el pavo e incluso verdu-
ras como las patatas y los tomates. La temperatura se mantiene en-
tre los 52 °C y los 104 °C y los alimentos se cocinan poco a poco; de
este modo, además de ablandar las carnes duras (excepto en el
caso del pescado, que se cocina enseguida), da tiempo para que se
impregne el sabor del humo. Si se toman ciertas precauciones, los
alimentos también se pueden ahumar en el interior de la casa, en
el horno o en una fuente para horno especial con parrilla. (Desco-
necte el detector de incendios y vigile todo el proceso. Cuando aca-
be, no olvide volver a conectar el detector.)
Hablamos del llamado ahumado en caliente. A entre 52 °C y
104 °C, los alimentos no sólo chupan algo de sabor a humo sino
que además se cuecen. En las plantas y tiendas de ahumados tam-
bién se emplea el ahumado en frío (véase pág. 326), donde la tem-
peratura de alimentos como el beicon no sube de los 32 °C a 38 °C.
A menudo se utiliza asimismo el humo líquido (véase pág. 326).
Uno de los primeros métodos de cocción inventados por el
hombre consistía en colgar la carne sobre un fuego de leña, encen-
dido en un hoyo cavado en el suelo. El objetivo era cocinar la carne
aprovechando el calor del fuego, pero como donde hay fuego hay
humo, por invertir el viejo dicho, los efectos del humo eran inevita-
bles. Un efecto importante, aunque no entendido hasta una época
más moderna, es que el humo actúa como conservante matando a
los microorganismos responsables de que se estropeen los alimen-
tos. Llegó un momento en que el humo se convirtió en el instru-
mento buscado y la práctica de ahumar los alimentos para conser-
varlos, en particular los jamones, se extendió por todo el mundo.
Actualmente, los productores distribuyen sus productos al con-
sumidor en mucho menos tiempo y la conservación prolongada de
los alimentos ha perdido la importancia de antaño. Además, tene-
mos las neveras y cámaras de refrigeración, que no eliminan los or-
ganismos patógenos pero retrasan su multiplicación. Ahora pode-
mos ahumar los alimentos en casa por el simple hecho de que nos
gusta cómo saben. Y, sí, las diferentes leñas - d e aliso, manzano, ce-
rezo, nogal, arce, roble y pacano- imparten diferentes sabores con
su humo. Al fin y al cabo, si todas las leñas tuvieran idéntica com-
posición química y produjeran humos idénticos, no existirían ár-
boles distintos. Las leñas blandas, como la de pino, abeto o pícea,
no sirven para ahumar porque contienen demasiada sabia y resina
y producen un humo tiznado nocivo.
Fíjese en la llama azulada de sus fogones o del grill del horno.
No produce nada de humo. Esto se debe a que el gas recibe tanto
oxígeno que arde completamente. Se transforma todo, casi todas
sus moléculas, en varios productos gaseosos invisibles: dióxido de
carbono, monóxido de carbono y vapor de agua. En cambio, cuan-
do arde la madera o casi cualquier otro combustible, las reacciones
de la combustión casi nunca se acaban de completar. La madera es
un sólido, así que sus moléculas no consiguen mezclarse libremen-
te con el oxígeno del aire. El combustible, falto de oxígeno suficien-
te, no arde del todo y deja ir diminutas partículas medio quemadas
y todavía sólidas que se suman a la vorágine de la llama; entonces
suben con los demás gases y forman una nube negra o gris, que es
lo que conocemos como humo.
Si queremos que la leña desprenda mucho humo al arder, lo
mejor es ahogarla parcialmente reduciendo el oxígeno que tiene a
su alcance. Para ello, basta con sumergir la madera en agua duran-
te aproximadamente una hora antes de quemarla; en cuanto al-
cance el punto de humo, empezará a arder sin llama e impartirá a
los alimentos unos sabores únicos imposibles de conseguir por
cualquier otro medio.
Y ahora las malas noticias. Hasta conseguir la combustión com-
pleta -que, recuerde, la leña no consigue nunca-, se forman cientos
de compuestos químicos intermedios que acaban en el humo. En-
tre ellos, el formaldehído, el ácido fórmico, los fenoles, el benceno,
la quinoleína y muchos otros compuestos químicos. Algunos de
ellos, por si fuera poco, son cancerígenos. Los peores son los hidro-
carburos aromáticos policíclicos (HAP), entre los que se incluye uno
altamente cancerígeno, el benzo(a)pireno o B(a)P. Las moléculas
planas del BP o B(a)P se deslizan entre las hélices de las moléculas
,cm«V«I_ LJAHrsJIVUHUÍá I 3Q1

de ADN y, me permitiré el tecnicismo, las escacharran. Como con-


secuencia puede aparecer un cáncer. El célebre tamarugo, de sabor
inconfundible, es una madera resinosa y su humo se encuentra, se-
gún los estudios, entre los que más HAP contienen.
¿El sabor, pues, a qué precio? La primera vez que comí un bis-
tec ahumado con leña de tamarugo en Arizona, me quedé extasia-
do. ¡Estaba de muerte! (Esto iba para mis lectores jóvenes.) A partir
de aquel día no pasé a alimentarme sólo de bistec ahumado con ta-
marugo (ni de ningún otro tipo de bistec, dicho sea de paso), pese
a que un riesgo es un riesgo, no una certeza. Pero aunque doblara
mi riesgo de sufrir un cáncer por HAP, a día de hoy sigo pensando
que comerme aquel bistec valió la pena.
Las estadísticas me llevaron hace más de veinte años a dejar de
fumar tabaco, pero sólo a diario. Por el mismo motivo, no veo por
qué no habría de darme el lujo de comer salmón ahumado de vez
en cuando.
Como dijo Voltaire, «la moderación es el placer de los sabios».

El Big Green Egg, o enorme huevo verde, aparato que se utiliza para ahumar,
asar a la parrilla o a la barbacoa, es una adaptación del horno
japonés kamado. (Por cortesía de The Big Green Egg.)
Ciencia al margen

Los ladrillos y el mortero de los árboles


Los cientos de compuestos químicos que contiene el humo de la ma-
dera proceden de la combustión de dos de sus principales ingredien-
tes: la lignina y la celulosa. La lignina es un grupo de compuestos po-
liméricos (con moléculas de gran tamaño) que pega las paredes de
celulosa de las células vegetales como ladrillos, lo que aumenta la for-
taleza, dureza y rigidez de la madera. Sin ella, los árboles se doblarían
como postes de teléfono de goma.
Los principales compuestos del humo de la madera que impregnan los
alimentos con su sabor se deben a la combustión de la lignina. Se tra-
ta de los compuestos fenólicos siringol, guayacol y sus derivados. Al
arder la celulosa, en cambio, se crean unos compuestos volátiles lla-
mados ciclopentenonas, que imprimen notas de caramelo al sabor
ahumado.
Capítulo 8
EIM LAS ESPECIAS ESTÁ
LA SALSA DE LA VIDA

Intente adivinar la cocina de qué país utiliza más las siguientes es-
pecias y condimentos. Las respuestas se indican a pie de página; no
mire.
1. Curry (a) China
2. Harissa [b) Francia
3. Hierbas de Provenza (c) Hungría
4. Ketjap manís (d) India
5. Miso (e) Indonesia
6. Mole (f) Italia
7. Paprika (g) Japón
8. Pesto (h) México
9. Pimentón (i) España
10. Anís estrellado (j) Túnez

Si obtiene 7 puntos o más, se confirmará mi teoría: la gastrono-


mía de las diferentes etnias, naciones y regiones se caracteriza en
gran parte por el uso que hacen de sus especias, hierbas y condi
mentos. Las especias amplían la variedad de la vida culinaria de
todo el mundo.
Pero, ¿qué diferencia hay entre una especia y una hierba? Am
bas se obtienen de las plantas y, con muy poca cantidad, dan mu
cho sabor a los alimentos. Este paralelismo hace que la mayoría de
las veces no se distingan en la práctica, pues para el cocinero es
mucho más importante saber cómo saben y cómo se utilizan que
conocer sus particularidades botánicas. Sin embargo, existe una
diferencia bastante clara (aunque a menudo se desfigura) entre las
hierbas y las especias.
La palabra «hierba» viene del latín herba, que significa «briza
verde». Para el botánico, «hierba» se refiere a las partes blandas no
leñosas de las plantas. En lenguaje común, hablamos de hierbas
para referirnos a hojas de plantas que se utilizan para dar sabor o
aroma a la comida o por sus propiedades medicinales.
Además de en la cocina, las hierbas se han utilizado a lo largo
de la historia en ceremonias espirituales y como remedios supues-
tamente curativos. La avalancha actual de «remedios» y suplemen-
tos herbáceos no es más que la última ofensiva de la industria de
los curalotodos. Por algún motivo, mucha gente cree que si es una
«hierba» es «natural» y, por ende, sano. («Mire, Sr. Sócrates, bébase
esta taza de té de cicuta; es un suplemento de hierbas totalmente
natural.»)
La palabra «especia», en cambio, no tiene carácter científico; es
el cajón de sastre con el que se alude a cualquier materia vegetal,
exceptuando normalmente las hojas, que dé sabor y aromas a la
comida. Proviene del latín species, que significa «mercancías va-
rias», y originalmente se empleaba para referirse a los bienes y las
mercancías que se importaban de Oriente, entre los que las espe-
cias desempeñaban un papel importante. Las especias pueden ser
raíces, rizomas, cortezas, semillas, frutos o flores, aunque lo más
habitual es que se trate de semillas. Las hierbas tienden a ser ver-
des y bastante suaves; las especias, marrones, negras o rojas y de
sabores más fuertes.
Como la mayoría de especias proceden de regiones tropicales y
las hierbas suelen crecer en climas templados, las diferencias cul-
turales y lingüísticas complican su identificación. En inglés, por
ejemplo, utilizan la palabra española «cilantro» para referirse a la
planta del cilantro y sus hojas, pero a las semillas las llaman «co-
riandro».
Sería bonito pensar que la Naturaleza puso ahí todas esas sus-
tancias botánicas aromáticas y sabrosas para nuestro puro y simple
deleite gastronómico. Pero ¿quiénes nos creemos los Homo sapiens
que somos? Debe de haber alguna otra causa evolutiva por la que
las plantas han desarrollado las sustancias químicas con que nos
deleitan las hierbas y especias. Pues sí, y es esta.
Para reproducirse, la mayoría de plantas dependen de la poli-
nización de las abejas y otros insectos, a los que deben atraer me-
diante argucias tanto físicas como químicas. Los colores de las flo-
res son su principal arma física, pero la química es igual de impor-
tante. Muchas plantas han desarrollado unos compuestos quími-
cos aromáticos que se conocen como aceites esenciales (véase
«Quintaesencial pero no esencial», pág. 307), una de cuyas caracte-
rísticas principales es que son muy volátiles, es decir, enseguida se
evaporan. (No está de más recordar que las flores y los perfumes
suelen servir también de preludio en la reproducción humana.)
Otras plantas contienen compuestos químicos de sabor u olor
desagradable para ahuyentar a los depredadores, lo que no ha im-
pedido a los humanos emplearlas en la cocina en pequeñas canti-
dades y encontrarlas agradables.
La mayoría de hierbas y especias de uso culinario pueden divi-
dirse en tres grandes familias de plantas:

• La familia de la menta (Lamiaceae), a la que pertenecen la


albahaca, el tomillo, la mejorana, el romero, la lavanda y
la nébeda.
• La familia del perejil (Apiaceae), que nos da el anís, el enel-
do, el cilantro, la alcaravea, el comino, la venenosa cicuta
(¡cuidado!) y verduras y hortalizas de sabor tan característi-
co como la zanahoria, el apio, la chirivía y el hinojo.
• La familia de la mostaza (Brassicaceae), que incluye el rába-
no, el rábano picante y muchas verduras, como el brécol,
las coles de Bruselas, la col, la coliflor, la col rizada, el coli-
nabo, el nabo y la colza; las hojas de todas estas verduras
tienen notas de pimienta, aunque no se suelen utilizar
como hierbas para dar sabor o aroma.

Hay un género aparte, el Capsicum, perteneciente a la familia


Solanaceae. Los «capsicums» son las más especiadas de todas las
especias e incluyen, por ejemplo, las temidas guindillas o chiles del
Nuevo Mundo.
Puesto que las hierbas y especias que se utilizan en todo el
mundo para darle un toque distinto a los alimentos superan el cen-
tenar, me limitaré a hacer un recorrido general y a destacar unos
cuantos aspectos. No obstante, si desea información sobre hierbas
o especias, cualquiera que sea, vaya a http://www.ang.kfunigraz.ac.-
at/~katzer/engl/, una página web multilingüe creada con evidente
pasión por Gernot Katzer, de la Universidad de Graz, en Austria.
F I C C I O N ARIO D E L G O U R M E T
Mejorana: me gusta más Ana

Monstruitos de chocolate a la pimienta

Azúcar, flores y muchos colores es lo que contienen estas espectacula-


res galletas. Su atractivo: su monstruoso tamaño, un toque de pimien-
ta negra al paladar y el gusto picante final de la pimienta de Cayena. Que-
dan como esas enormes galletas que se exhiben en las pastelerías y las
cafeterías a precios escandalosos. No hace falta moler la pimienta ne-
gra en casa; las pimientas gruesas que se venden en el supermercado
ya sirven, pues tienen el tamaño de grano adecuado. Fíjese que utili-
zamos aceite de oliva en vez de mantequilla. Para racionar la masa de
las galletas, lo mejor es emplear una cuchara de helado con resorte.

2 tazas de azúcar granulado


3/
4 de taza de aceite de oliva suave

4 huevos grandes
2 cucharaditas de extracto de vainilla
2 1 / 3 tazas de harina de trigo
3/
4 de taza de polvo de cacao sin azúcar, de preferencia holandés

2 cucharaditas de levadura
2 cucharaditas de pimienta negra gruesa
1/ cucharadita de sal
2

1/2 cucharadita de pimienta de Jamaica


1/4 de cucharadita de canela

1 taza de azúcar glas aproximadamente

1. Precaliente el horno a 175 °C y engrase dos bandejas o moldes


para galletas.
2. En un cuenco grande mezcle el azúcar granulado y el aceite de oli-
va. Añada los huevos y la vainilla y bátalos. En un cuenco mediano
mezcle bien la harina, el cacao, la levadura, la pimienta, la sal y las
especias; no es necesario pasar la mezcla por el tamiz.
3. Añada los ingredientes secos a la mezcla de huevo de una sola vez
y remuévalos con una cuchara de madera hasta que no se vea nin-
gún grumo de harina seca.
4. Extienda el azúcar glas en un plato de sopa. Lo necesitará cuando
haya dado forma a las galletas.
5. Nota acerca de la forma de las galletas: para medir el volumen de
la cuchara de helado, llénela de agua y luego vacíela en un medidor.
Necesita 60 mi de masa por cada galleta. Si no tiene una cuchara
de helado, utilice 1 / 4 d e taza. Al haber aceite en la receta, la masa
no se le pegará a las manos ni a los utensilios. Para obtener galle-
tas más pequeñas, haga bolas con la masa aproximadamente del
tamaño de una nuez grande.
6. Para dar forma a las galletas, llene la cuchara de helado hasta la
medida indicada y vacíela sobre el azúcar glas. Ayudándose de dos
cucharas o de los dedos, gire la bola para cubrirla toda de azúcar
y después colóquela en la bandeja del horno. Deje un espacio de
entre 5 y 8 cm entre cada galleta.
7. Hornéelas entre 12 y 15 minutos o hasta que se agrieten por arri-
ba y estén duras. Retírelas del horno y déjelas enfriar en la ban-
deja durante un par de minutos; con una espátula colóquelas so-
bre una rejilla y deje que se enfríen del todo.

SALEN 1 B GALLETAS GRANDES

Quintaesencial pero no esencial

Se oye hablar mucho de aceites esenciales, tanto cuando se habla de


especias como de productos hidratantes para la piel y productos
de aromaterapia. ¿Qué tienen de esenciales?¿Son como los aminoá-
cidos esenciales que debemos incluir en la dieta?
No, en absoluto.
«Aceite esencial» es un nombre desafortunado. No es un aceite
en el sentido químico; a veces ni siquiera tiene consistencia aceito-
sa. Tampoco es esencial porque sea imprescindible. Los responsa-
bles de imagen de empresas de aromaterapia y cosmética aprove-
chan la confusión para vender sus aceites esenciales como si
fueran sinónimo de salud y belleza. El adjetivo «esencial» alude
únicamente al hecho de que se trata de la esencia aromática -el
alma concentrada, si lo prefiere- de la planta.
Los aceites esenciales en estado puro se obtienen por destila-
ción de vapor (se hierve en agua la planta machacada y luego se
condensan los vapores de aceites y de agua) o por extracción en
grasa fría (enfleurage), grasa caliente (maceración) o disolventes or-
gánicos volátiles que se eliminan por evaporación.
Para que nuestros sentidos perciban un aceite esencial como
sabor o fragancia, debe contener moléculas pequeñas y ligeras (con
pesos moleculares inferiores a 300 o 400) que floten en el aire para
que nos lleguen a la nariz. Al ser transportadas por el aire, estas mo-
léculas pueden entrar por las vías nasales superiores, ya sea di-
rectamente por la nariz o a través de la boca cuando comemos una
especia. Una vez en las vías nasales, entran en contacto con re-
ceptores olfativos y estos activan unas células nerviosas que gene-
ran unas señales; la corteza cerebral interpreta estas señales olfa-
tivas junto con las señales gustativas enviadas por las papilas
gustativas, lo que crea esa sensación general a la que llamamos sa-
bor. Aunque solemos localizar el sabor en la boca, entre el 70 % y el
85 % del sabor de los alimentos lo detectamos en realidad median-
te el sentido del olfato.
Muchos aceites esenciales están formados por unos compues-
tos químicos llamados terpenos, un tipo de hidratos de carbono in-
saturados. Entre ellos encontramos, por ejemplo, el mentol, en la
esencia de menta; el limoneno, en la esencia de naranja y limón; y
la zingerona, que le da al jengibre un punto picante.
La palabra «jengibre» procede de singivera, en la lengua pali de
los budistas, que a través de un tortuoso camino evolucionó prime-
ro hacia el griego zingiberi y después hacia el latín zingiber. El nom-
bre de la especie es Zingiber officinale. Por si se lo estaba pregun-
tando, el jengibre no tiene nada que ver con la ginebra, cuyo origen
es totalmente diferente. La ginebra debe su nombre a su principal
componente aromático, la baya de enebro, genever en lengua ho-
landesa. Un profesor de medicina de la Universidad de Leiden, en
Holanda, inventó la famosa bebida «con fines medicinales» en el si-
glo xvii.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Aceite esencial: tres en uno
¡Cómo pican!

Siempre me he preguntado por qué a los alimentos que llevan espe-


cias como pimienta negra, jengibre o guindilla y que pican, queman
o astringen, les aplicamos adjetivos como picantes, especiados o
punzantes. ¿Las sustancias químicas que producen estas sensacio-
nes son las mismas?
No, cada compuesto químico produce un efecto sensorial distinto.
(Véasela tabla 6, pág. 312.) Las cosas quedarían mucho más claras
si utilizáramos los adjetivos con propiedad, porque cada una de es-
tas sensaciones es distinta. Aplicamos picante, especiado, punzan-
te, áspero, astringente o ácido indiscriminadamente a casi todo. Las
guindillas, el jengibre, la mostaza, el rábano picante y el wasabi son
todos distintos; a mí me gusta decir que son punzantes -del latín
pungere, que significa clavar, perforar-, pero en grado distinto.
Picante, aplicado a una especia, puede significar desde que tie-
ne un agradable sabor acre y pica ligeramente hasta que nos que-
ma cuando nos la llevamos a la boca. Sin embargo, las especias pi-
cantes hacen mucho más que «picar» o «quemar». Al igual que
todos los demás alimentos, tienen sabores complejos. Los diferen-
tes tipos de guindilla, que solemos diferenciar en función de si pi-
can más o menos, imparten a nuestros platos notas terrosas, afru-
tadas, ahumadas, dulces o florales que los hacen únicos. La cocina
mexicana juega de maravilla con las guindillas, a las que llama chi-
les, y aprovecha todo su sabor.
Veamos, uno por uno, los diferentes «picantes» que tenemos.
La pimienta negra procede de la planta Piper nigrum, que en
latín significa literalmente «pimentero negro». Cuando se recogen
las bayas casi maduras del arbusto y se dejan secar al sol, las enzi-
mas las vuelven negras y las transforman en los granos de pimien-
ta que conocemos, de sabor ligeramente punzante.
Las pimientas verde y blanca proceden de la misma baya, sólo
que se recogen y se tratan de forma distinta. Los granos verdes se
recogen cuando están blandos, antes de que maduren, y se secan
o encurten en salmuera o vinagre; se pueden utilizar en lugar de
las alcaparras (y a menudo se confunden con ellas). Los granos
blancos se recogen ya maduros, cuando se han puesto rojos, pero
se deja que fermenten. La fermentación los ablanda, lo que per-
mite retirar la cáscara y quedarse con la semilla pálida del interior.
Otra opción es retirar la cáscara de los granos negros ya secos con
una máquina y aprovechar la semilla blanca. Una vez secos, los
granos blancos son menos atractivos que los negros, pero nos sa-
can de apuro si no queremos manchar de motas negras una salsa
blanca.
El compuesto químico punzante de la pimienta es la piperina,
el principal ingrediente aromático que liberan los granos de pi-
mienta cuando se rompen. A medida que este sabroso aceite se
evapora, la pimienta molida pierde garra. Esto explica que en las
recetas se recomiende utilizar pimienta recién molida.
Pasemos a los temidos pimientos picantes que descubrieron en
el Nuevo Mundo Colón y otros exploradores españoles (sí, ya sé
que era italiano, pero la factura se pagaba con pesetas españolas).
Esos pimientos no tenían nada que ver con la pimienta, pues no se
sacan de la planta Piper nigrum. Pertenecen a la familia de plantas
Solanaceae, en concreto a variedades de Capsicum annuum. El cí-
nico pensará que los exploradores los llamaron pimientos porque,
al ser la pimienta una especia muy preciada en Europa en aquella
época, una pequeña tergiversación de la realidad les permitiría
venderlos mejor. Pero lo cierto es que los exploradores también los
llamaron chiles y ajíes, sus nombres en azteca y taino, y desde en-
tonces nadie sabe muy bien cómo llamarlos.
Hagamos un repaso rápido a la situación actual.
En España, a los capsicums se les sigue llamando pimientos
-pimientos picantes o guindillas-, mientras que en México se sigue
empleando la palabra chile. En cambio, en otros países sudameri-
canos se refieren a ellos como ajíes, que no tiene nada que ver con
ajo. Los británicos transformaron chile en chilli y los norteameri-
canos le quitaron una «1», así que dicen chili, y se reservan la pala-
bra pimiento para otra especie de capsicum, lo que en español lla-
mamos pimentón, aunque a veces escriben pimento. Ahora bien,
pimento no debe confundirse con pimenta, el árbol del que se ex-
trae la pimienta dioca o pimienta de Jamaica, en inglés llamada
allspice («todas las especies») por saber a una mezcla de clavo, ca-
nela y nuez moscada. ¿Me sigue?
Los aceites esenciales de este tipo de pimientos -los picantes-
contienen unos compuestos químicos (alcaloides) llamados cap-
saicina y dihidrocapsaicina, así como otros compuestos de la
misma familia llamados capsaicinoides. El sabor punzante y la que-
mazón se deben a ellos. Un 80 % de los capsaicinoides se en-
cuentran en el interior de la placenta, los nervios carnosos que su-
jetan las semillas a las paredes, y no en las mismas semillas como
se suele creer. Cuando los cocineros raspan las semillas con una
cuchara o cuchillo, eliminan sin querer a los verdaderos culpables:
los nervios.
Los capsaicinoides no tienen olor, y no los captamos ni con el
olfato ni con las papilas gustativas; los sabores de los frutos de cap-
sicum se deben en realidad a otros compuestos químicos, como en
otros frutos no picantes. Pese a que ni los olemos ni saboreamos,
los capsaicinoides estimulan las terminaciones nerviosas de la piel
y las membranas mucosas, en especial las del nervio trigémino,
cuya función consiste, entre otras cosas, en transmitir las sensacio-
nes de dolor y calor de la cara, la boca y la nariz al cerebro. Así pues,
el cerebro nos convence de que estos frutos «queman» e incluso
nos hace sudar cuando nos los comemos.
¿Cuánto pica un pimiento picante? Las especies de capsicum se
clasifican a menudo por el grado en el que pican, expresado en uni-
dades Scoville. En 1912, el Dr. Wilbur Scoville, un farmacéutico nor-
teamericano, inventó la Prueba Organoléptica de Scoville para es-
tablecer cuánto picaban los pimientos picantes haciéndoselos
probar a un panel de catadores. Se los daba a probar molidos y di-
sueltos en agua azucarada, cada vez más diluidos, hasta que llega-
ba un momento en que los catadores dejaban de notar el picante
(¿capsaicina homeopática?). El número de veces que necesitó di-
luirlo es el número de unidades Scoville con el que se expresa el
grado de picante de cada pimiento.
Las especias que se obtienen del pimiento dulce o pimiento
verde son capsicums sin capsaicina; obtuvieron una puntuación
cero en la escala de Scoville. En el extremo opuesto, la sensación de
quemazón de la capsaicina no desapareció hasta que no se alcan-
zó un factor de dilución de unos 16 millones. La puntuación de los
chiles anchos mexicanos osciló entre 1.000 y 2.000; la de los jalape-
ños, de 2.500 a 5.000; y la de la pimienta de cayena, de 30.000 a
50.000. Los habaneros, de entre 200.000 y 300.000 unidades Scovi-
lle, se clasificaron los primeros y durante años han disfrutado del
prestigio de ser los chiles más picantes del mundo, pero reciente-
mente fueron deshancados del podio por el Capsicum annuum
var. aviculare o tepín, un diminuto pimiento silvestre (de medio
centímetro de largo) que crece en las montañas del norte de Méxi-
co. Scoville no llegó a verlo.
De todas formas, el picante de los pimientos varía en función
de las condiciones de cultivo, por lo que citar unidades Scoville
exactas y discutir sobre quién consigue comerse el más picante
-insondable motivo de orgullo entre los que presumen de ser los
mejores comedores de chile- no sirve de nada.
Los pimientos y las pimientas no son las únicas especias de
armas tomar cuyos aceites esenciales, gracias a una combina-
ción de compuestos químicos punzantes, le dan a los alimentos
una gracia especial. En la tabla 6 se indican los compuestos quí-
micos responsables de que varias especias sean picantes. Las
más picantes, dicho sea de paso, son las de la familia de la mos-
taza, las Brassicaceae.
No hace falta que memorice los nombres de la tabla 6; no se los
preguntará nadie. Fíjese, no obstante, en que los isotiocianatos son
los principales compuestos químicos de la familia de la mostaza. Se
forman al cortar o machacar las semillas o raíces de la planta y rom-
perse las células; una enzima de una parte de las células reacciona
con unos compuestos de azufre hasta ahora situados en otra parte y
forma el isotiocianato (Tio- en el nombre de un compuesto químico
indica que las moléculas contienen uno o más átomos de azufre).
El isotiocianato de alilo es el ingrediente que tanto pica en el
rábano picante, la semilla de mostaza, el wasabi, y el ingrediente
principal del aceite de mostaza, que se usa en cantidades mínimas
para cocinar, sobre todo en los platos fritos de la cocina china.

Tabla 6
C o m p u e s t o s p i c a n t e s d e las e s p e c i a s

NOMBRE DE FAMILIA DE COMPUESTO


LA ESPECIA LA PLANTA QUÍMICO PICANTE
Clavo Syzygium Myrtaceae Eugenol
aromaticum (familia del mirto)
Baya de Anethum Apiaceae (familia Carvona
enebro graveolens del perejil) y limoneno
Jengibre Zingiber Zingiberaceae Zingerona
officinale (familia del y gingeroles
jengibre)
Rábano Armoracia Brassicaceae Isotiocianato
picante rusticana (familia de la de alilo
mostaza)
Semilla de Brassica júncea Brassicaceae Isotiocianato de
la mostaza (o Sinapis alba) [familia de alilo y p-hidroxiben-
la mostaza] cil isocianato
Rábano Raphanus Brassicaceae 4-metiltio-trans-3-
rojo sativus (familia de butenil-
la mostaza) isotiocianato
Wasabi Wasabla Brassicaceae isotiocianato de
japónica (familia de alilo e isotiocia-
la mostaza] nato de sec-butilo

P e s e a las h i s t o r i a s d e t e r r o r q u e c i r c u l a n p o r I n t e r n e t , e l a c e i t e d e
m o s t a z a n o e s t á r e l a c i o n a d o q u í m i c a m e n t e c o n e l gas m o s t a z a
- q u e d e h e c h o n o e s u n gas, s i n o u n l í q u i d o o l e o s o q u e s e p u l v e r i -
z a - , u t i l i z a d o c o m o a r m a q u í m i c a p o r los a l e m a n e s e n l a S e g u n d a
Guerra Mundial. Se le llamaba gas m o s t a z a p o r q u e d e s p r e n d í a un
fuerte olor acre e irritaba la piel c o m o un antiguo aposito de m o s -
taza. Huelga decir q u e la irritación p r o v o c a d a p o r el gas m o s t a z a es
i n f i n i t a m e n t e peor: m a t a en vez de curar.

¡ A r d e n las b o c a s !

Los capsaicinoides de los pimientos picantes estimulan las mismas


terminaciones nerviosas de nuestra boca que el calor; sin embargo,
como no generan calor real, beber agua fría para calmar una boca
sublevada no sirve de nada. Los aceites de capsaicina no son muy
solubles en agua, aunque sí se disuelven en alcohol. Pero, ¡ay!, la
cerveza, con sus 5°, no contiene alcohol suficiente y no alivia la que-
mazón de la lengua. En cambio, por suerte, el tequila (con sus 40°
o más) da mejores resultados, así que si le van las comidas pican-
tes es muy probable que le sea útil tenerlo a mano.
La leche y la nata agria funcionan mejor que el tequila: sus moléculas
de proteína (en su mayor parte caseína] se sienten atraídas por los
aceites y los arrastran, de forma similar a como el jabón arrastra las
manchas de grasa. Si lo de cambiar el tequila por leche no le acaba
de convencer (¡Ay, caramba!), masque un pedazo de pan o de tortilla
mexicana para que arrastre y absorba el aceite de la lengua. La cer-
veza bébasela de todas formas. Total, ¿quién necesita una excusa?
Ciencia al m a r g e n

¿Hace calor?
El subjetivo método inventado por Wilbur Scoville para determinar el
grado de picante pierde terreno frente a otros más científicos. Me-
diante una técnica conocida como cromatografía líquida de alta resolu-
ción, los químicos de hoy calculan la cantidad de capsaicina y de otros
compuestos relacionados -dihidrocapsaicina, nordihidrocapsaicina, ho-
mocapsaicina y homodihidrocapsaicina- que contiene un pimiento pi-
cante. La capsaicina y la dihidrocapsaicina representan entre el 80 y el
90 % de los capsaicinoides de los pimientos picantes. En estado puro,
Wilbur atribuyó a estos dos compuestos 16 millones de unidades Sco-
ville, mientras que los otros tres se quedaron en sólo 9.000.

B o n i a t o s c o n chiles

No todos los chiles o pimientos picantes crecen igual, ni siquiera los


de una misma variedad. Si le salen demasiado suaves y quiere darle
más garra al plato, añádale pimentón picante seco hasta que esté a
su gusto. Disfrutará de un plato muy especiado y picante. Puede pre-
parar los pimientos y los boniatos de antemano; luego, bastará con
que se ponga manos a la obra 12 minutos antes de servir. Los bonia-
tos son un excelente acompañamiento para el pollo al horno. En el im-
probable caso de que queden sobras, recaliéntelas al día siguiente
para desayunar y acompáñelas con huevo frito o escalfado.

2 boniatos grandes, refregados pero no pelados


1 cucharada de aceite de oliva
1 cucharada de mantequilla sin sal
1 cebolla pequeña picada fina
1/ pimiento rojo pequeño picado fino
2
1/ pimiento verde pequeño picado fino
2
1/
4de
taza de chile picado (ancho, serrano, poblano o jalapeño),
sin rabo ni semillas
Sal kosher
Pimentón picante seco, opcional
1. Caliente agua caliente en un cazo con un poco de sal. Añada los
boniatos enteros, cuezalos a fuego lento durante 10 minutos y es-
cúrralos. Estarán bastante duros. (No se le ocurra partirlos por la
mitad ni cocerlos durante más tiempo o le quedará todo hecho
una pasta.)
2. Cuando se hayan enfriado un poco y pueda manipularlos con las
manos sin quemarse, pélelos, córtelos en láminas a lo largo y des-
pués corte las láminas en dados de medio centímetro. Podrá lle-
nar aproximadamente tres tazas.
3. En una sartén grande, caliente el aceite de oliva y la mantequilla
a fuego medio. Sofría la cebolla y todos los pimientos, sin dejar de
remover, hasta que se ablanden. Añada los boniatos y sofríalos du-
rante otros 10 minutos hasta que estén bien tiernos y dorados,
agitando la sartén de vez en cuando para girarlos.
4. Sazone al gusto con sal kosher y, si es necesario, con pimentón
picante seco. Sirva caliente.

SALEN 4 RACIONES

¡l\lo me beses!

Probé por primera vez la sopa de ajo en México, donde la servían to-
davía humeante en una cazuelita de barro en la que echaban un
huevo crudo justo antes de llevarla a la mesa. Me sorprendió -y me
sigue sorprendiendo ahora que me la preparo en casa- que, con tan-
tos ajos como se le echa, tenga un sabor tan suave y diferente al del
ajo crudo o sofrito. ¿Qué hace que, al cocerlo a fuego lento, el ajo se
vuelva tan «manso»?
Lo mismo sucede con el otro pariente ahuyenta-besos del ajo, la
cebolla. El sabor de la sopa de cebolla a la francesa no se parece en
nada al de la cebolla cruda o frita. La causa hay que buscarla en las
diferentes reacciones químicas que se desencadenan a temperatu-
ra ambiente, a la temperatura del agua hirviendo y a las altas tem-
peraturas que se alcanzan cuando freímos los alimentos.
El ajo y la cebolla crudos apenas tienen aroma hasta que se cor-
tan o mastican y se rompen sus células, lo que permite a una enzi-
ma y a una sustancia química (un precursor) que hasta entonces
habían permanecido aislados entrar en contacto y reaccionar quí-
micamente. Al reaccionar producen los compuestos olorosos y de
fuerte sabor que tan bien conocemos.
Sin embargo, en agua caliente estos compuestos químicos hep-
tasílabos (alquiltiosulfonatos) se transforman en oros compuestos
polisilábicos: propil y propenil di- y tri- sulfitos y tiofenos. Estos
son algunos de los compuestos que dan sabor a las sopas tanto de
ajo como de cebolla.
En cuanto a los fritos, mejor no pregunte. A las altas tempera-
turas que se alcanzan se producen decenas de compuestos quími-
cos, sobre todo los numerosos compuestos aromáticos, sabrosos y
amargos que se generan con las reacciones de Maillard (véanse
págs. 277 y 278).
Veamos qué les sucede a las cebollas cuando las sometemos a
técnicas de cocción más agresivas. El ajo se comporta de forma
muy similar.
Las cebollas secas y crudas están formadas por un 37 % de azú-
car y un 8 % de proteínas, por lo que se doran en parte gracias a las
reacciones de Maillard o de azúcar-aminoácidos. No obstante, casi
todos los cocineros dicen que al dorar las cebollas en una sartén las
«caramelizan». El motivo quizá haya que buscarlo en las tres dife-
rentes etapas por las que atraviesa esta singular hortaliza cuando la
cocinamos, según si la hacemos sudar, la doramos o la freímos.

• Hacer sudar la cebolla: la hacemos sudar cuando la corta-


mos o picamos y la rehogamos a fuego muy lento en una sar-
tén con un poco de mantequilla o aceite, tapando la sartén
con papel parafinado (o una tapa). El calor evapora parte del
agua del interior de las células de la cebolla (compuesta por
un 89 % de agua). La presión de vapor las revienta y libera sus
jugos, de modo que se cuecen a fuego lento y al vapor. La ce-
bolla se ablanda y se vuelve translúcida (otra consecuencia
de la fragmentación de la estructura celular), pero la retira-
mos del fuego antes de que se dore. Los compuestos de fuer-
te sabor iniciales se habrán transformado en los compuestos
de sabor más suaves que asociamos con la sopa de cebolla.
• Dorar la cebolla: si en vez de rehogarla tapada la sofreímos
sin tapar, los jugos desprendidos por las células enseguida
se evaporan y la temperatura aumenta de 100 °C hasta qui-
zá los 149 °C; a esta temperatura se desencadenan rápida
mente las reacciones de Maillard. El hecho de que alguno
de los productos de estas reacciones sean dulces es tal vez
una de las razones por las que a los cocineros les gusta alu
dir a este proceso con la azucarada expresión de «carameli
zar». Sin embargo, no caramelizan la cebolla, sino que la
ablandan y la doran hasta darle el color del caramelo, sin
llegar realmente a «pardearla».
Con la esperanza de desterrar la palabra «caramelizar» con
relación al proceso de sofreír ligeramente la cebolla, insisto
en que se utilice la palabra «dorar». Aunque tenga menos si
labas, lo que pierde en grandilocuencia lo recupera en pre
cisión.
• Freír la cebolla: si seguimos adelante, el señor Maillard
nos va y lo que nos queda es la típica y clásica cebolla frita
de color marrón e intenso sabor.

Por lo tanto, si dora la cebolla para darle un agradable colorci


to y un suave sabor dulce, no la está caramelizando. A no ser, claro
está, que le añada un poco de azúcar para potenciar y acelerar la
aparición del color. Ojalá no vuelva a oír o a leer que alguien «cara
meliza» la cebolla o, para el caso, cualquier otro alimento que se
dore al sofreírlo. Salvo que se trate de azúcar.
Nota: Sé de sobras que estoy librando una batalla perdida. Diga
lo que diga este químico, los cocineros seguirán hablando de cebo
lias caramelizadas, carnes a la parrilla caramelizadas, fondos cara
melizados y lo que sea caramelizado siempre que se ponga marrón.
A pesar de todo, lo intento y eso me hace sentir mejor. El Químico
Todopoderoso de los Cielos me lo agradecerá.

Ciencia al margen

¿Cuánto ajo?
Cuando se corta, maja o mastica un diente de ajo, las células se rom-
pen y se libera una enzima (aliinasa) situada en las vacuolas; esta en-
zima reacciona con un compuesto precursor (aliina), que se encuentra
en otra parte de la célula, y produce dialil tiosulfinato (alicina) y otros
tiosulfinatos, los principales compuestos que le dan olor y sabor al ajo.
Hasta hace relativamente poco (1993) se pensaba que los compues-
tos olorosos eran el dialil disulfuro y otros polisulfuros, pero se ha de-
mostrado que no eran más que productos de la descomposición de los
tiosulfinatos y que se creaban involuntariamente en el laboratorio de-
bido a las altas temperaturas alcanzadas con los métodos utilizados.
(Uno de los principios de la investigación científica dice así: al realizar
un análisis, hay que asegurarse de que el procedimiento no modifica lo
que se intenta analizar.)
Al cortar el ajo más menudo o majarlo, se rompen y se abren más va-
cuolas, así que se libera más aliinasa y se forman más tiosulfinatos, lo
que le da un sabor y un aroma más fuertes al plato.
Lo mismo sucede al cortar o picar la cebolla, en la que el proceso se ini-
cia con la misma enzima, la aliinasa, aunque los compuestos que des-
pués le dan sabor y olor son otros [véase «Gas lacrimógeno», pág. 126).
Así pues, cuando en una receta le pidan que machaque el ajo, lo pique
o lo corte a láminas, preste atención. De lo contrario, puede que el
plato le salga más fuerte o más flojo de lo que esté buscando.

Amor verdadero

Me encanta el ajo y lo utilizo de todas las maneras: asando dientes o


cabezas enteras al horno, cortado, picado, majado, prensado... según
el plato que vaya a preparar. Sin embargo, de vez en cuando, empleo
ajo en polvo para darle un toque a las sopas, a los estofados o a la ju-
día verde en el último momento. Sé que un sibarita se tiraría de los
pelos, pero una emergencia es una emergencia. ¿Hago mal?
Comparto su pasión por el ajo. En mi primera cita con la que hoy
es mi mujer Marlene, una auténtica gourmet, no me preguntó por
mi religión, sobre política ni sobre mis ingresos. Casi lo primero
que me preguntó fue: «¿Te gusta el ajo?».
Sin dudarlo respondí: «El ajo es lo mejor que tenemos para de-
mostrar que Dios existe». Y desde entonces hemos cocinado para
siempre felices y comido perdices.
En primer lugar, el ajo en polvo no es un buen sustituto del ajo
fresco porque, en el proceso de deshidratación y molienda, pierde
gran parte de sus sabores volátiles. Ahora bien, como usted dice,
una emergencia es una emergencia. No se lo contaré a nadie si me
guarda el secreto: yo se lo echo a las palomitas de maíz.
El ajo deshidratado se inventó por el mismo motivo que otras
especias y hierbas secas: para conservar durante más tiempo un
producto perecedero. En las fábricas donde se produce el ajo en
polvo, abren las cabezas para separar los dientes, los machacan y
separan las pieles arrastrándolas con un chorro de aire. Luego se-
can los dientes pelados, retiran cualquier piel que haya quedado
adherida y los muelen. Gran parte del ajo en polvo se trae de la In-
dia y de China, donde tanto el ajo crudo como la mano de obra de
las fábricas de ajo son bastante baratos.
Ahora bien, el ajo pierde mucho «encanto» entretanto. El que se
vende en polvo no está ni mucho menos a la altura del fresco.

¿Botulismo en una botella?

He oído a gente advertir contra el aceite de ajo, pero nunca he sabi-


do exactamente por qué. Mi pregunta es la siguiente: ¿es cierto eso
que dicen de que el aceite de ajo es peligroso?
Hemos de saber diferenciar el aceite de ajo, el aceite esencial de la
planta de ajo, Allium sativum, del aceite al ajo, un aceite vegetal co-
mestible (normalmente de oliva) al que se ha dado sabor a ajo.
El aceite puro de ajo es, en efecto, una sustancia nociva que no
se ingiere nunca per se. Uno de sus principales ingredientes es el
trisulfuro de alilo, una cucharadita del cual acabaría con la mitad
de las personas que se atrevieran a probarlo (a la otra mitad se le
quemaría el esófago). Por mucho ajo que comiéramos, no nos acer-
caríamos ni por asomo a esta cantidad, como tampoco se nos acer-
caría nadie en kilómetros a la redonda si llegáramos a hacerlo.
El aceite puro de ajo destinado a fines no alimentarios (es un
eficaz antibacteriano, antifúngico e insecticida) se obtiene, como la
mayoría de aceites esenciales, por destilación de vapor. Se hierve
en agua la planta prensada y después se condensa la mezcla de va-
pores de agua y de aceite, de modo que los líquidos forman dos ca-
pas separadas.
Dicho esto, pasemos a la pregunta: ¿son peligrosos el aceite de
oliva o cualquier otro aceite vegetal al ajo? Depende de cómo se
elaboren. Quiera o no quiera, si le añade dientes de ajo al aceite,
pelados o sin pelar, enteros o picados, y los deja macerar durante
semanas a temperatura ambiente, sí, estará flirteando con el botu-
lismo.
La bacteria letal Clostridium botulinum vive en el suelo y en los
sedimentos de arroyos y lagos, entre otros sitios. No se desarrolla
en condiciones de extrema sequedad ni en el aire, pero prolifera en
entornos húmedos y anaeróbicos, es decir, sin aire. Estas son pre-
cisamente las condiciones que se dan en la superficie de los dien-
tes de ajo macerados en aceite.
Muchos libros sostienen que las bacterias de C. botulinum se
pueden matar calentándolas durante 10 minutos a más de 79 °C o
al menos inhibir en un medio ácido con un pH inferior a 4,6. Es
cierto, pero sólo las bacterias vivas; si hay esporas durmientes,
pueden sobrevivir durante largos periodos de tiempo en condicio-
nes de lo más desfavorables, al aire, a la sequedad y a las altas tem-
peraturas. De hecho, los 79 °C pueden servir como tratamiento de
shock más que otra cosa y animar a las esporas a germinar con
más ganas. Para matar a las esporas hay que someterlas a 121°C
durante varios minutos, método con el que se esterilizan las latas
de conserva. En casa, esta temperatura se puede alcanzar en el
horno o en una olla a presión. Hervir o cocer a fuego lento los ali-
mentos no las remata.
De todas formas, la ejecución de las bacterias y de sus esporas
puede no bastar o incluso llegar cuando ya es demasiado tarde,
pues lo que resulta mortal no son las bacterias en sí mismas, sino
una neurotoxina que producen al multiplicarse. La toxina botulíni-
ca es uno de los venenos más mortíferos que se conocen.
Casi todos los libros insisten en que la toxina no se elimina al
cocinar los alimentos con calor. Pero no se trata más que de una
simplificación bienintencionada para evitar disgustos. La toxina se
desestabiliza con el calor, pero todo depende de qué entendamos
por «cocinar» los alimentos. Varios estudios científicos de la déca-
da de 1970 demostraron que la cantidad de toxina, el tipo de ali-
mento y el pH afectan de manera diferente a la desactivación de la
toxina. Así pues, lo más prudente es, en efecto, dar por supuesto
que no se puede eliminar «cocinando».
Los síntomas por intoxicación botulínica recibieron el nombre
de botulismo después de que varias personas murieran en Alema-
nia a finales del siglo xviii por haber consumido salchichas conta-
minadas. Botuluses salchicha en latín. La incidencia del botulismo
es mínima; en Estados Unidos se producen entre diez y treinta ca
sos al año, por lo que no se podría decir que haya una plaga de bo
tulismo galopante. De todas formas, puede darse el caso de que en
una cabeza de ajo aniden esporas de C. botulinum; escondida
bajo las pieles, encuentran un lugar en el que resguardarse del aire
hasta que se las sumerge en un medio anaeróbico como el aceite
Allí, las esporas podría activarse y librarse a una orgía reproductiva
aun a la temperatura de la nevera. No conviene, por tanto, tentar a
destino intentando hacer un aceite al ajo en casa. Los aceites al ajo
comerciales suelen acidificarse con vinagre para contener el creci
miento de las bacterias. Sin embargo, acidificar un sólido en aceite
no es tan fácil y puede jugarnos malas pasadas, así que no es reco
mendable hacerlo en casa.
¿Aun así quiere intentarlo? Para el aventurero, ahí va mi conse
jo: prepárelo con sólo una pequeña cantidad de aceite de oliva y ajo
picado, manténgalo en la nevera y, en cualquier caso, no lo guarde
nunca más de una o dos semanas.

Comprueba esa «esperbia»

A veces las recetas indican que se añada una especia o una hierba
principio de la cocción y, a veces, casi al final, cuando ya lleva mu
cho rato haciendo chup chup. ¿Importa realmente? ¿Por qué?
Sí, importa.
La cantidad de sabor que aporta una especia o una hierba de
pende de la cantidad de aceite esencial que contiene, no de la can
tidad de especia o hierba ni de su peso. Las hierbas y especias pi
cadas o molidas - p a r a no tener que repetir «hierbas y especias
otras once veces más en esta sección las llamaré «esperbias»-; 1as
esperbias picadas o molidas, como iba diciendo, liberan enseguida
sus aceites con el calor de la cocción, ya que disponen de mucha
superficie por la que dejar que se evaporen dichos aceites. Por este
motivo conviene añadirlas hacia el final, y no nada más empezar a
cocinar, a no ser que queramos que la cocina huela mejor de lo que
sepa la comida. Las esperbias enteras, en cambio, como los granos
de pimiento o las hojas de laurel, liberan sus esencias poco a poco
por lo que se añaden al principio.
Como la mayoría de aceites esenciales son volátiles, las esper-
bias pierden su efectividad con el tiempo, ya que poco a poco los
aceites se van evaporando. Las esperbias frescas dan, pues, mucho
más sabor que las viejas. Por otro lado está el calor que, aunque sea
poco, favorece la evaporación de los aceites, por lo que conviene
conservarlas en lugares frescos. Las molidas, por su parte, pierden
fuerza mucho antes que las de grano u hoja enteros.
En el caso de la nuez moscada y la pimienta negra, es especial-
mente importante comprarlas en grano y molerlas justo antes de
utilizarlas. Las guindillas, en cambio, se mantienen picantes aun
deshidratadas y molidas, pues la capsaicina, su materia picante, no
es muy volátil; de ahí que sea imposible saber si son muy picantes
o poco con sólo olerías.
Le sorprendería saber cuánto nervio pierden las esperbias en
menos de un año, sobre todo las molidas. Huela las que guarde
en la cocina; si recuerda que olían mucho más cuando las compró,
repóngalas con otras frescas. Un truco muy útil es ponerles etique-
tas con la fecha de compra. Compruebe también de vez en cuando
si conservan sus vividos colores. Las hierbas de hoja verde como el
estragón o el romero se decoloran con el tiempo, al igual que espe-
cias rojas como la pimienta de cayena, el pimentón dulce o el pi-
mentón picante.
Algunos fanáticos de las esperbias (¿esperbívoros?) llegan in-
cluso a guardarlas en el congelador. No se me ocurre motivo algu-
no por el que este truco no debiera de funcionar.

FICCIONARIO DEL GOURMET


Cebollino: hijo tonto de la cebolla

¿Cuántas hierbas me caben


en una cucharadita?

En muchas recetas te dicen que añadas hierbas frescas, como el oré-


gano, el tomillo, el perejil, etc. Pero a veces sólo tengo a mano hier-
bas secas. ¿Existe alguna regla de oro que me permita calcular la
cantidad de hierbas secas que necesito para utilizarlas en lugar de
las frescas?
Por desgracia, no existe ninguna regla de oro, porque hay muchas
diferencias entre unas hierbas y otras. No obstante, le explicare
algunas cosas que quizá le sirvan de guía. Recuerde que no es la
cantidad de especia o hierba fresca o seca lo que determina el sa
bor que damos a los alimentos, sino la cantidad de aceites esen
cíales que contienen, pues es ahí donde se encuentra el sabor.
Las hojas de las plantas herbáceas contienen entre un 80 % y un
90 % de su peso agua. En 100 gramos de hoja con un 80 % de agua
sólo 20 gramos son de materia seca, por lo que las hierbas secas re
sultán cinco veces más potentes que las frescas. Si utilizáramos
hierbas secas, por tanto, necesitaríamos sólo una quinta parte del
peso que necesitaríamos si fueran frescas. En una hierba formada
por un 90 % de agua, sólo el 10 % sería materia seca, por lo que solo
deberíamos añadir una décima parte de hierba seca. Ahora bien
todo esto suponiendo que lo único que se ha perdido durante el
proceso de deshidratación es el agua, no los aceites volátiles,lo
cual es mucho suponer.
El problema surge cuando en la cocina calculamos la cantidad
de hierbas por su volumen, con cuchara o cucharilla, y no por
peso. El volumen depende de la forma que tienen las hierbas, sean
frescas o secas: hojas enteras, hojas arrugadas, trozos picados, pol-
vos, etcétera. Esto hace que sea difícil establecer una relación en
tre peso y volumen.
Por tanto, a no ser que lleve las hierbas a un laboratorio para
que analicen su porcentaje de aceites esenciales y luego las pese,
no existe ninguna regla de oro que le permita calcular qué volumen
de hierbas secas necesita en lugar de las frescas.
No obstante, si se decide por las hierbas secas y no puede per
mitirse los precios del laboratorio ni esperar los treinta días para
que le den los resultados, pruebe a incluir entre una y dos cuartas
partes de la cantidad de hierba fresca indicada en la receta. Si hace
lo contrario, sustituir la hierba seca por hierba fresca, duplique o
cuadruplique la cantidad, evidentemente. La mayoría de las vecces
funciona.
Al final resulta que había mentido. Sí existe, pues, una regla de
oro. Ahora ya la sabe.
Especias desaboridas

Me sorprende que la mayoría de especias y hierbas de bote que ven-


den en el supermercado no lleven fecha de caducidad en la etiqueta.
¿Cuánto tiempo se conservan? Y otra pregunta. En nuestra casa de
veraneo hiela gran parte del año. ¿Sobreviven a las temperaturas
de congelación?
No se puede establecer una fecha de caducidad fiable, pero mi con-
sejo es que compruebe en qué estado están sus hierbas y especias
una vez al año. Las hierbas y especias de bote están totalmente des-
hidratadas y la mayoría de bacterias causantes del deterioro de los
alimentos no sobreviven sin agua, así que si cierra bien los botes le
durarán eternamente sin estropearse. Además, los alimentos total-
mente deshidratados no se pueden congelar, pues lo que se hiela
en los alimentos es el agua. El frío del congelador no afectará al
buen estado de las hierbas y las especias; al contrario, las bajas
temperaturas retrasarán la evaporación de los compuestos aromá-
ticos y alargarán, por tanto, su vida útil.
Aun así, las especias secas languidecen con el tiempo. Las hier-
bas frescas, no deshidratadas, contienen aceites esenciales en dife-
rentes partes de las hojas, como en las cavidades intercelulares, en
células de aceite especializadas, en conductos de resinas y aceites,
en las glándulas o en los capilares. Al deshidratarlas, sin embargo,
como se rompe la estructura celular, los aceites se acercan a la su-
perficie y desde ahí pueden escapar con más facilidad.
La próxima vez, antes de volverse de las vacaciones en la casa de
veraneo, someta a sus hierbas y especias a la prueba del olfato.
Extraiga un pellizco de cada bote y desmenúcelo con los dedos. Ano-
te en una lista las que no huelan como en el verano anterior para
acordarse de traerse un bote nuevo la próxima vez y reponer el viejo.

Volkswagens en la despensa

Unos bichos habían invadido mi pimienta de cayena y, al ponerme


a cocinar, se pusieron a nadar en el cazo como si nada. ¡No podía cre-
erme lo que veían mis ojos! ¿Habían invadido el maíz, el pimentón
dulce o cualquier otra especia más suave? ¡No! ¡Sólo la pimienta de
cayena! ¿Cómo aguantaron el picante?
Este caso no es más que otro ejemplo de las diferencias biológicas
que existen entre las especies animales, que pueden ser enormes.
Y es que no podemos esperar que los parásitos se comporten como
humanos sólo porque a veces los humanos se comporten como pa-
rásitos.
El «calor» que nos hacen sentir la cayena y otras guindillas pro-
cede de unos compuestos químicos llamados capsaicinoides [véa-
se pág. 310). En los humanos y otros mamíferos, estos compuestos
irritan las membranas mucosas de la boca (y otras membranas mu-
cosas al cabo del rato, pero no entraremos en detalles).
La sensación de «calor» que nos invade se debe principalmen-
te a la estimulación del nervio trigémino, que también reacciona
ante el dolor y el calor. Aunque no soy neurólogo entomólogo (¿lo
es alguien?), me jugaría mi jalapeño a que los insectos carecen de
nervio trigémino. Sus antenas, por otro lado, reaccionan a estímu-
los que los humanos no podemos ni concebir, así que no debería-
mos sentirnos demasiado superiores en el ámbito de lo sensorial.
Entre los insectos que infestan las especias y otros alimentos
deshidratados encontramos bastantes especies diferentes. Deshá-
gase de cualquier especia en cuanto vea que está infestada por al-
gún insecto; de lo contrario, antes de que se quiera dar cuenta, los
nuevos huéspedes se habrán adueñado de la cocina, o incluso de
toda la casa. Una vez me encontré unos escarabajos del tabaco (La-
sioderma serricorne) dándose un festín en un paquete de galletas
saladas importadas. Para deshacerme de ellos me las vi y me las de-
seé, porque tienen alas y se pusieron a volar por toda la casa. Se lo
comen casi todo, incluido, efectivamente, el tabaco; son de color
marrón amarillento, de unos tres milímetros de largo, y son la viva
imagen, créalo o no, del escarabajo de Volkswagen.
Hoy en día muchas de las especias importadas se irradian an-
tes de distribuirlas para matar a los insectos y sus huevos. Como
precaución, a mí me gusta guardar todas las especias de importa-
ción que compro en el congelador durante tres o cuatro días. Las
temperaturas del congelador acaban con los huevos de los escara-
bajos, pero pueden no afectar a otras especies, así que tampoco se
lo tome como una solución definitiva.
Escarabajo del tabaco, Lasioderma serricorne, es una plaga habitual en las
despensas. Se alimenta del tabaco seco, las encuademaciones de los libros
y las hojas de las plantas. Las larvas también se comen los cereales,
el jengibre fresco, las uvas pasas, los dátiles, la pimienta negra,
el pescado desecado y las semillas.

Una botella de humo

En la etiqueta de la salsa barbacoa pone que contiene «humo líqui-


do». ¿No se trata de un oxímoron?
Espere un momento a que me beba un vaso de hielo líquido, con
cubos de agua sólida flotando para mantenerlo frío.
¡Ah! ¡Qué bien, qué refrescante! Pasemos ahora a su pregunta.
Aunque suene un poco descabellado emplear este término, el
h u m o líquido es un producto legítimo y útil. Nos permite impartir
a los alimentos un sabor ahumado sin necesidad de salir al bosque
a cortar leña y encender la hoguera para ahumarlos con el humo.
El ahumado es uno de los varios métodos que se empleaban
antiguamente para curar o conservar los alimentos, sobre todo las
carnes y el pescado, pues eliminaba los microorganismos patóge-
nos. A lo largo de la historia encontramos también otros métodos:
el secado (como en el caso de la cecina); la salazón (piense, por
ejemplo, en el bacalao), y el encurtido (como en el caso de los en-
curtidos, y valga la redundancia). El secado funciona porque las
bacterias necesitan la humedad para sobrevivir; la salazón, porque
la sal absorbe el agua de las células de las bacterias y las deshidra-
ta; y los encurtidos, porque las bacterias no sobreviven en entornos
ácidos como el vinagre. En cuanto al ahumado, el secreto está en
que el humo contiene muchos compuestos químicos bactericidas.
Nuestros ancestros descubrieron estos métodos empíricamente
por supuesto, mucho antes de que se supiera de la existencia de los
microorganismos patógenos.
El humo de la leña puede resultar mortal para las bacterias
pero, como muy bien saben los bomberos, en grandes cantidades
también puede matar a los seres humanos. Expuestos a una pe
queña cantidad de humo, sin embargo, nos encantan tanto su aro
ma como su sabor, y si no acuérdese del olorcito de la hoguera en
una noche de invierno o del rico sabor de la trucha ahumada. Aho
ra bien, el humo está compuesto por una mezcla de gases caliente:
y de partículas microscópicas en suspensión, tan difíciles o más de
atrapar en una botella que el genio de una lámpara mágica. El sec
tor alimentario sorteó esta dificultad inventando el humo líquido
y además de añadirlo en comidas preparadas lo vende embotella
do con diferentes aromas -pacana, tamarugo, nogal americano
manzano-, para que cada cual pueda utilizarlo en su casa.
En las plantas de ahumados tradicionales, la carne se colgaba
del techo en una sala y a través de unos conductos se hacía llegar el
humo de una hoguera encendida con serrín húmedo. En las plan-
tas modernas, la densidad del humo, la temperatura y la humedad
se controlan cuidadosamente para conseguir los efectos deseados.
En la actualidad, el ahumado se obtiene de dos formas: en frío,
en el que la comida se mantiene entre los 32 °C y los 38 °C, o en ca-
liente, en el que alcanza los 93 °C como mínimo y se cuece parcial-
mente. Algunas carnes procesadas se ahuman en caliente, por lo
que se consideran cocidas (como la mortadela); otras se ahuman en
frío y se venden crudas (como el beicon). Los jamones ahumados
pueden cocerse o no; en cualquier caso, en la etiqueta lo indica.
En el caso de las salchichas es muy difícil establecer una clasi-
ficación. Puede utilizarse carne picada fresca o curada (con nitri-
tos, por ejemplo); una vez embutida se puede cocer, ahumar, secar
o fermentar, indistintamente, aunque no es indispensable. Colga-
dos en cintas transportadoras para protegerlos de las bacterias, los
perritos calientes, por ejemplo, se suelen curar, cocer y ahumar,
mientras que el salami italiano se cura, fermenta y seca. Las salchi-
chas de cerdo frescas, en cambio, ni se curan ni se ahuman.
También se ahuman las verduras, con resultados que hacen la
boca agua. En el pueblo de La Vera, en Extremadura, vi cómo seca-
ban a la vez naves enteras de dos plantas llenas de pimientos rojos
de Capsicum annuum. Estos pimientos, que se utilizan para hacer
pimentón, se apilan sobre unos emparrillados de madera, y a unos
metros por debajo, esparcidas sobre el suelo de cemento, arden las
brasas de roble. Una vez secos y ahumados, los pimientos se mue-
len para obtener la sedosa y rojiza especia, con su fascinante sabor
ahumado. Según el «calor» que desprenda cada cosecha de pi-
mientos, el pimentón será picante o dulce.
(Un apunte de historia: aunque los pimientos de capsicum del
Nuevo Mundo exportados por Colón fueron bien recibidos tanto
en Europa como en Estados Unidos, fueron los húngaros quienes
supieron cazar la oportunidad al vuelo. Parece ser que los húnga-
ros empezaron a utilizar la paprika, por la que todavía se les cono-
ce hoy en día, después de que Carlos V de España le enviara un
poco de pimentón a su hermana, la reina María de Hungría; a la rei-
na le pareció una especia maravillosa y corrió la voz. No está de
más decir, no obstante, que la paprika húngara carece del sabor in-
tenso y almizclado del pimentón español, pues los pimientos se se-
can sin ahumarlos.)
Al final, gran parte del humo de las plantas de ahumados acaba
inevitablemente saliendo por la chimenea y contaminando la at-
mósfera. La actual concienciación de la sociedad en torno a los
problemas del medio ambiente hace que hoy día cualquier humo
desprendido a la atmósfera desate las iras de los ciudadanos, de ahí
que se inventara el humo líquido.
Para fabricar aromas de humo líquidos, primero se genera
humo natural quemando astillas o serrín húmedos. La humedad
ahoga el fuego privándolo parcialmente de oxígeno, lo que intensi-
fica al máximo la producción de humo. El humo se canaliza enton-
ces hacia unos condensadores refrigerados, donde muchos de sus
compuestos químicos (en el humo de la madera se han identifica-
do cientos de ellos) se condensan en un líquido marrón, que des-
pués se purifica para eliminar cualquier compuesto indeseado o
tóxico. El resultado se suele mezclar con ácido acético (vinagre) y se
puede añadir ya a la salsa barbacoa.
La Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA)
no permite etiquetar como ahumado ningún alimento que no se
haya expuesto directamente a humo natural de leña. Cuando en la
etiqueta de un perrito caliente sólo dice «con sabor ahumado» es
porque se ha rociado o empapado con humo líquido.
Seguro que al leer estas líneas todavía sigue dándole vueltas a
lo que dije antes de que el humo tiene componentes tóxicos y pre-
~ LJfc LA VIU/J. I 329

guntándose si los alimentos aromatizados con humo líquido son


peligrosos para la salud. ¿Qué quiere que le diga?
Pongámonos en el peor de los casos: yo le digo que no son pe-
ligrosos, así que usted se come unos cuantos, pero luego le entra
dolor de cabeza. Un abogado oportunista le dice: «Podemos ganar
el caso». Nos demanda, a mí y a la empresa alimentaria, llena el ju-
rado de afectados de migraña y saca dos millones de dólares de la
empresa y otros 500 dólares de los raídos bolsillos de este escritor.
El abogado se embolsa un millón y medio y sale corriendo tras otra
ambulancia, mientras que a usted, tras pagar las costas judiciales,
le queda justo lo que vale el paquete de aspirinas.
¿Vale la pena correr el riesgo de decir que los alimentos ahu-
mados no son peligrosos? Quizá sí. Correré el riesgo.
En las pequeñas cantidades en que se encuentran en los ali-
mentos con sabor ahumado, los compuestos químicos del h u m o
líquido purificado no son peligrosos. Lo dicen los de la FDA. De-
mándeles a ellos.
El humo gaseoso natural, sin embargo, es algo muy distinto. La
descomposición de la madera (y del tabaco, los filetes de carne a la
parrilla y las hamburguesas) provocada por las altas temperaturas,
llamada pirólisis, puede producir un compuesto muy cancerígeno,
el 3,4-benzopireno, y otros hidrocarburos aromáticos policíclicos
(HAP). Ninguno de estos compuestos químicos se ha detectado en
productos comerciales ahumados con humo líquido purificado. Es
más, el humo líquido, al igual que su cofrade gaseoso, contiene
bactericidas y antioxidantes, como ácido fórmico y compuestos fe-
nólicos, que pueden incluso resultar beneficiosos para la salud.

Cosa fina

Un amigo que regenta un restaurante japonés me dijo que la pasta


verde que te sirven en los restaurantes (incluido el suyo) no es real-
mente wasabi, sino una salsa de rábano picante teñida de verde. ¿Se
estaba excusando por no tener él la salsa auténtica?
No, le decía la verdad. Yo también tengo un amigo que es dueño de
un restaurante japonés y me confió lo mismo.
Cuando pedimos sushi en un restaurante japonés, la mayoría
de nosotros reconocemos los condimentos que nos sirven en el
plato. Por un lado, una maraña de finas rodajas de jengibre en vi-
nagre, que se pone para que uno se limpie el paladar entre bocado
y bocado; por otro, un pegote verde de infernal «wasabi». El jengi-
bre es auténtico, pero el wasabi, probablemente no. Fuera de Ja-
pón, la mayoría de gente no ha tenido nunca la oportunidad de
probar el producto auténtico.
¿De qué está hecha, pues, esa bola de pasta verde que nos po-
nen en los restaurantes de sushi del barrio? De una mezcla de rá-
bano picante, mostaza, almidón de maíz y tintes azules y amarillos
que se vende en polvos y que, mezclada con agua, se convierte en
una pasta espesa. Póngase más de una gota en la lengua y le des-
pejará hasta los senos carotídeos. No exagero: se le saltarán las lá-
grimas y prácticamente le hará estallar la cabeza.
El wasabi auténtico, en cambio, tiene un sabor sorprendente-
mente delicado. Se obtiene de un tallo subterráneo de color verde
o rizoma que responde a diferentes nombres botánicos, como Wa-
sabia japónica o Eutrema japónica. Su aspecto no es precisamente
agradable. Por los lados le salen unas raíces largas y filamentosas y,
aun después de limpio, parece un boniato desgreñado. Es extraor-
dinariamente difícil de cultivar; sólo crece en aguas heladas y en
condiciones muy concretas. En todo el mundo no lo cultivan más
que unos cinco productores. Cuesta entre 20 y 85 dólares el medio
kilo (entre 15 y 70 euros) si se compra al por mayor, y unos 110 dó-
lares (90 euros) si se compra a un minorista. De ahí la dificultad
para encontrarlo fuera de Japón.
Aun así, yo tuve la suerte de encontrarlo. Andy Kikuyama, due-
ño de KIKU, un restaurante japonés de Pittsburg, nos preparó una
cata comparativa a Marlene y a mí. Colocó dos platillos en la mesa:
a la izquierda, una bolita del sucedáneo verde azulado que todos co-
nocemos; a la derecha, una bolita de wasabi auténtico, de un pálido
color verde amarillento. A simple vista no se distinguía cuál era cuál.
Hundimos la punta de un palillo chino en el platillo de la iz-
quierda y nos llevamos un trozo minúsculo a la boca. La textura era
algo arenosa, como de tiza, y picaba tanto que no notabas ningún
sabor.
Luego probamos el auténtico. Tenía la textura de una verdura
finamente rallada. Su sabor recordaba un poco a nuez, con un to-
que dulzón. La sensación de calor, inmediata y nítida, te golpeaba
sólo un instante, pero no te quemaba durante un rato como las
guindillas; enseguida cedía y daba paso a un suave sabor a verdura
muy agradable que hasta las personas más reacias al picante po-
drían disfrutar.
«A los norteamericanos les gusta utilizar mucho más "wasabi"
que a los japoneses. Parecen preferir el puñetazo a la sutilidad»,
dice Andy. «En el restaurante tenemos de los dos tipos, pero con
sashimi -rodajas finas de pescado crudo, normalmente de jurel,
pargo y platija- siempre servimos el wasabi auténtico. Con platos
de muchos sabores, como con fideos soba fríos u otras formas de
sushi más complejas, servimos la variante de rábano picante, pues
al mezclarse con la salsa de soja la sutileza del wasabi auténtico se
perdería.» Luego explicó que el wasabi no se utiliza nunca para co-
cinar, porque pierde su sabor al calentarlo. (Yo añadí que los iso-
tiocianatos, los fuertes compuestos químicos del wasabi, no resis-
ten bien el calor, pero no estoy seguro de que Marlene y Andy me
escucharan.)

Rallado y apocado

En casa seguimos la tradición de que mi marido ralle los rábanos pi-


cantes (la tradicional hierba amarga) para la cena de nuestra Pas-
cua judía. Pero cada vez que prepara este delicioso condimento tie-
ne que aguantar una fuerte irritación de los ojos y la nariz, y lo que
es peor, al cabo de un par de días el rábano se suaviza y pierde garra.
¿Qué podemos hacer para que se mantenga picante y fuerte durante
los ocho días que dura la Pascua judía y no tener que rallar el rába-
no cada día?
El compuesto acre y lacrimógeno que contiene el aceite esencial
del rábano picante rallado se llama isotiocianato de alilo, popular-
mente conocido como aceite de mostaza (también se encuentra en
las semillas de mostaza negra). Se forma cuando, al rallar el rába-
no, se rompen las células de la planta, que liberan una enzima lla-
mada mirosina y un compuesto llamado sinigrina. Cuando estas
dos sustancias, antes separadas la una de la otra en diferentes par-
tes de las células, entran en contacto en presencia de agua, reac-
cionan y formar el isotiocianato de alilo.
Una vez producido el aceite, empieza a evaporarse y a despren-
der un gas muy fuerte. Se trata, no obstante, de un gas poco estable
que se disipa al cabo de diez o veinte minutos.
Conserve el rábano rallado en la nevera en un bote que cierre
herméticamente para retener los gases y evitar que se desprendan
tan rápido. También puede mezclar el rábano rallado con grasa de
pollo (conocida como schmaltz), otro alimento básico de la Pascua
judía. Al refrigerarlo, la capa de grasa solidificada impedirá que se
evaporen los compuestos que hacen que el rábano sepa a picante.
O mejor aún. Ralle el rábano y empápelo con vinagre, tal como
hacen los productores de rábano. El ácido inhibe la reacción que
produce el isotiocianato de alilo desactivando la enzima mirosina
en la superficie de las tiras. Luego, al masticar el rábano, se rompen
más células, por lo que se libera más enzima y el picante renace,
aunque no sea cristiano.

Guacamole de wasabi

Aunque consiguiera hacerse con wasabi auténtico, sería una lástima


desaprovecharlo en esta receta; quedaría diluido entre los demás in-
gredientes. Compre, pues, una pasta de «wasabi» corriente, hecha
con ingredientes frescos, y jengibre encurtido en vinagre. También pue-
de utilizar wasabi en polvo, que se vende en latas, y recomponerlo con
agua. En mi opinión, la pasta wasabi que se compra en tubos de plás-
tico varía mucho de calidad. El wasabi pierde garra si se deja reposar
demasiado tiempo, así que prepárelo sólo con una hora de antelación
aproximadamente. Sirva el guacamole con wonton frito o triángulos de
tortilla como aperitivo antes de cualquier menú de inspiración asiática.

1 aguacate Hass grande y maduro


Zumo de 1 lima (1 1/
2 cucharadas aproximadamente)
1 cucharadita de pasta de wasabi
1 cucharadita de jengibre encurtido picado, opcional
1 diente de ajo pequeño, majado y picado
Una pizca generosa de sal kosher
1 cebolleta picada (tanto la parte blanca como la verde)
1 cucharada de cilantro fresco picado

1. Parta el aguacate por la mitad desde la punta y retire la semilla.


Con un cuchillo de mondar dibuje una cuadrícula en cada mitad
realizando cortes profundos a lo largo y a lo ancho. Con una cu-
charilla vacíe la carne cortada del aguacate en un cuenco media-
no y añádale el zumo de lima.
2. Con un tenedor o unas varillas de batir, aplaste el aguacate hasta
obtener una masa grumosa. Añádale la pasta de wasabi, el jengi-
bre, el ajo y la sal y mézclelo todo bien. (Advertencia: el wasabi y
el aguacate son del mismo color, así que asegúrese de que lo mez-
cla bien; no creo que a nadie le gustara encontrarse por sorpre-
sa con un pedazo de puro wasabi.)
3. Corrija de sal y wasabi hasta que esté a su gusto y añada la ce-
bolleta y el cilantro.

SALE 1 TAZA APROXIMADAMENTE

¿Qué ha estado fumando?

Tengo un pequeño molinillo de café eléctrico y lo utilizo para moler


especias secas tipo granos de mostaza o de pimienta, pero me ha pa-
sado algo extraño. Un día molí unos clavos y en la tapa de plástico
del molinillo me han quedaron unas marcas; además, se han ablan-
dado los bordes. Y ni siquiera consigo eliminar el aroma de los cla-
vos. ¿Tienen los clavos enteros algún extraño efecto corrosivo?
Sí, lo tienen.
El clavo es tal vez la especia aromática más fuerte que existe;
contiene hasta un 20 % de un aceite esencial con un dulce e inten-
so sabor picante.
Originario, curiosamente, de la Isla de las Especias, hoy parte
de Indonesia, el clavo son los capullos secos de las flores de un ár-
bol tropical perenne llamado Syzigium aromaticum. Los capullos
están compuestos de tallo y cabeza y su forma recuerda a un clavo;
de ahí su nombre. En Estados Unidos es frecuente verlos clavados
en el jamón. (Odio hincar el diente en uno.)
Como es lógico, los clavos contienen aceite de clavo, cuyo prin-
cipal ingrediente químico es el eugenol, al que los químicos se re-
fieren con su nombre de pila: 2-metoxi-4-(2-propenil)fenol. Puede
que el dentista se lo haya aplicado a algún diente como analgésico
o antiséptico.
También es posible que alguna vez haya fumado cigarrillos con
aroma de clavo, como hice yo en Yakarta y en Bali. Estos cigarrillos,
llamados kreteks, se fabrican con un tercio de clavos molidos; el
resto es tabaco. Los indonesios sienten tal pasión por los kreteks
que consumen aproximadamente la mitad de la producción mun-
dial de clavo.
El eugenol es un fenol, y los fenoles tienen propiedades ácidas
y corrosivas. En su caso, el eugenol invadió, disolvió y ablandó la
tapa de plástico del molinillo, probablemente hecha de polimeta-
crilato de metilo o Lucita. Por lo que desde ese momento, el aroma
quedó incrustado para siempre.
Me temo que a partir de ahora el molinillo le servirá sólo para
el clavo. Compre otro para moler otras especias menos rapaces y
lávelo bien después de cada uso antes de moler en él café. La ma-
yoría de especias no le dejarán su sabor impregnado en el moli-
nillo.

Cerditos kosher

En la Bretaña vi unos saleros de cerámica que se supone que prote-


gen la sal de la humedad y la mantienen seca, a pesar de que están
abiertos por arriba para que se pueda introducir una cuchara o los
dedos y sacar la sal que se necesite. ¿A qué se debe?
Este tipo de saleros de cocina, comunes en Francia e Inglaterra, se
llaman «cerditos». Su forma - u n achaparrado cilindro vertical con
un codo en ángulo recto- recuerda a esas anchas bocas de ventila-
ción de los barcos que algunas personas confunden con sirenas de
niebla.
Los cerditos se fabrican con cerámica o terracota y no se es-
maltan por dentro, lo que los mantiene porosos. Los poros abiertos
los dotan de una enorme superficie por la que adsorber el vapor de
agua. Las sales marinas que se recogen en la Bretaña precisan par-
ticularmente de este efecto deshidratante; si no se refinan suelen
acumular humedad, pues contienen pequeñas cantidades de clo-
ruro de calcio, un compuesto higroscópico, es decir, que absorbe la
humedad del aire. En otros países, como Estados Unidos, a la sal
común se le añade un agente deshidratante, para que «cuando
llueva, diluvie».
Y, sí, estos cerditos sirven también para la sal kosher.

Cerdito de cerámica que se utiliza como salero, para almacenar la sal


y servirse. Gracias a la superficie porosa y sin esmaltar del interior,
absorbe la humedad y mantiene la sal seca.

Tomaré vainilla

De unos años acá han subido mucho los precios de los productos
que contienen vainilla, desde las ramitas mismas hasta el extracto
de vainilla de Borbón, de Madagascar. Con estos precios mucha
gente se inclina ahora por la vainilla mexicana. ¿Es natural o arti-
ficial? Es tan barata que me imagino que debe de ser artificial.
Sus sospechas están bien fundadas.
La vainilla natural siempre ha sido cara, porque arrebatársela a
la naturaleza es una tarea ardua que lleva mucho tiempo y porque
crece en tierras lejanas. Al igual que el cacao, los anacardos y el
café, está sujeta a los caprichos de la naturaleza y a las leyes de la
oferta y la demanda. Estas cuatro deleitables delicias proceden de
latitudes tropicales, donde cada tanto las tormentas diezman las
cosechas y hacen subir los precios en todo el mundo.
No sabría explicar cómo funciona la economía (a veces creo
que nadie sabe), pero sí puedo decir algo sobre la vainilla auténti-
ca, sobre cómo se diferencia de los sucedáneos y sobre qué contie-
nen o qué les falta a los productos mexicanos.
Empecemos por la vainilla auténtica. Las ramitas no son rami-
tas; son vainas fermentadas y secas de las dos especies de orquídea
trepadora, Vanilla tahitensis, nativa de las islas del Pacífico, y Vani-
lla planifolia, de México. Los aztecas de México fueron los prime-
ros en maridar el sabor de la vainilla con el de las semillas de otra
planta oriunda de la zona, a la que conocemos como chocolate.
(¡Eso sí que es un matrimonio celestial!) Los conquistadores espa-
ñoles se inventaron la palabra «vainilla», el diminutivo de vaina, en
alusión a la forma de la especia.
En la actualidad, unas tres cuartas partes de la producción
mundial de vainilla es de la variedad V. planifolia mexicana, pero se
cultiva en las islas de Madagascar, Comores y Reunión del océano
índico. A principios del siglo xix, estas islas vivían bajo el reinado de
los Borbones franceses y su vainilla sigue conociéndose como vai-
nilla de Borbón.
La orquídea de vainilla echa las flores de una en una. La flor se
abre por la mañana y se cierra por la tarde; si no se poliniza, al día
siguiente cae muerta de la planta. Para que albergue el codiciado
fruto, debe polinizarse por la mañana de su día de gloria.
¿Cómo consiguieron entonces las plantas de vainilla reprodu-
cirse y sobrevivir durante miles de años antes de que los humanos
intentaran cultivarlas? Los intentos de cultivar vainilla fuera de Mé-
xico fracasaron durante unos trescientos años, hasta que se descu-
brió que una pequeña abeja del género Melipona, que sólo se en-
cuentra en México, se había encargado de polinizar las plantas en
silencio, como acostumbran a hacer las abejas. Hoy, casi todas las
flores de vainilla, tanto de México como de Madagascar, son poli-
nizadas a mano por el hombre, que con una fina vara de madera in-
troduce el polen en cada flor en el momento adecuado. Ninguna
abeja había sido nunca tan meticulosa. (¿Empieza a entender por
qué es tan cara la vainilla?)
Cuando las vainas de vainilla alcanzan unos 20 centímetros de
largo, se recogen y se secan al sol entre 10 y 30 días, cubriéndolas
por las noches para que suden y fermenten. Al cabo de este tiempo
desarrollan su magnífico sabor y aroma.
En el aroma de la vainilla se han identificado alrededor de
170 compuestos químicos diferentes, aunque la mayor parte del
aroma procede del compuesto fenólico vainillina. Por suerte o por
desgracia, según se mire, los humanos podemos fabricar vainilla
con m u c h a más rapidez que las plantas sintetizándola a partir
de eugenol, el principal ingrediente aromático del aceite de clavo,
o de guayacol, un compuesto químico que se encuentra en una re-
sina de árboles tropicales. También se puede fabricar con lignina,
componente estructural de las plantas leñosas y subproducto del
proceso de fabricación de papel a partir de la pulpa de la madera.
En países como Estados Unidos y Canadá, este método ha dejado
de utilizarse por sus elevados costes medioambientales.
La vainillina sintética es el principal ingrediente de la vainilla
artificial o de imitación, mucho más barata que el extracto de vai-
nilla natural y para nada un mal sucedáneo, a u n q u e carece de
la complejidad de sabores de la vainilla natural. Si se utiliza como
saborizante en alimentos envasados, figura en la etiqueta co-
mo sabor artificial (véase, no obstante, «Es natural, ¿sí o sí?», de la
pág. 386).
Las vainas de vainilla también se venden enteras en botes her-
méticos que evitan que se sequen o que pierdan su bouquet floral.
Deberían ser oscuras y blandas, como el regaliz, ni demasiado du-
ras ni demasiado coriáceas. La mayor parte del sabor se concentra
en las miles de semillas casi microscópicas de la vaina y su alrede-
dor, que quedan expuestas al cortar la vaina longitudinalmente.
Raspándolas con la punta de un cuchillo, las semillas se pueden
añadir a cremas de huevo, salsas y masas. A pesar de lo dicho, las
vainas raspadas también contienen mucho sabor. Si las introduce
en un tarro de azúcar, lo cierra bien y lo deja descansar durante un
par de semanas, obtendrá un azúcar avainillado que podrá añadir
también, por qué no, a cremas de huevo, salsas y masas.
El extracto de vainilla es mucho más cómodo de usar que las
vainas enteras. En su inimitable estilo burocrático, la Agencia Fe-
deral de la Alimentación y el Medicamento (FDA) define el extrac-
to puro de vainilla como «la solución en alcohol etílico acuoso de
los principios sápidos y odoríferos extraíbles de las vainas de vaini-
lla». Para etiquetarse como tal, debe contener un 35 % de alcohol
por volumen (cuanto más alta es la concentración de alcohol, más
concentrado está el sabor sutil de la vainilla) y haberse elaborado
con al menos 100 gramos de vainas de vainilla por litro. Se puede
suavizar con azúcar y otros ingredientes, como glicerina o glicol de
propileno, pero si se le añade vainillina sintética debe etiquetarse
como aroma de vainilla de imitación.
Pasemos finalmente al hermano mexicano de la vainilla.
México dejó de ser el principal productor de vainilla a raíz de la
revolución de 1910, en que quedó destruida la mayor parte de las
plantaciones de vainilla del golfo. No obstante, su fama pervive y es
muy habitual ver en las tiendas «extracto de vainilla» mexicano.
Ahora bien, en México las leyes de etiquetado son bastante laxas,
así que puede que, en vez de «extracto de vainilla», uno compre un
aroma de imitación hecho con vainillina.
O peor todavía. Algunos productos de vainilla mexicanos y ca-
ribeños pueden contener cumarina (1,2-benzopirona), que se ex-
trae de las semillas del haba tonka, Dipteryx odorata o cumarú. La
cumarina posee un fuerte aroma parecido al de la vainilla, pero es
tóxica; se vende con el nombre de warfarina como matarratas, pues
diluye la sangre de modo que las ratas envenenadas se desangran
por dentro hasta morir. También se utiliza para fabricar la cumadi-
na, un anticoagulante que se administra a pacientes con cardiopa-
tías. En Estados Unidos se prohibió el uso de la cumarina como
aditivo alimentario en 1954.
La moraleja de todo este asunto es la siguiente: vaya con cuida-
do si compra líquidos «de vainilla» procedentes de México o el Ca-
ribe. En el mejor de los casos se tratará de imitaciones hechas con
vainillina sintética y, en el peor, contendrá cumarina. En teoría se
impide importar productos que contengan cumarina, pero a veces
algunas partidas consiguen esquivar los controles.
Capítulo 9
LA C O C I N A , C E N T R O DE
OPERACIONES

Se le llame como se le llame (cocina, fogones, hornillo, etc.), y esté


donde esté (en la casa, restaurantes, barcos, trenes de mercancías,
de pasajeros o incluso al aire libre bajo cualquier tipo de cubierto),
se trata de un lugar dedicado a la crucial tarea de preparar comida,
ya sea para una única persona o para un regimiento. Sus requisitos
mínimos son unos pocos recipientes como sartenes o cazos de me-
tal o barro, una fuente de calor y, quizá, algún cuchillo. Todo lo de-
más es superfluo.
Y las cocinas de hoy en día son el ejemplo ideal del culto a lo su-
perfluo.
Tenemos frigoríficos, encimeras eléctricas, de gas y de induc-
ción, microondas y hornos de convección, robots de cocina, bati-
doras, utensilios antiadherentes... bueno, sólo tiene que echar un
vistazo a su alrededor para ver lo afortunados que son los cocine-
ros de nuestros días. La evolución de la cocina ha sido imparable.
Pero del mismo modo que conviene tener en buen estado los
utensilios necesarios para preparar distintos tipos de alimentos,
también hay que saber utilizarlos adecuadamente. No hay nada
más frustrante para el artesano que tener que reparar una herra-
mienta antes de utilizarla por primera vez.
¿Se están quedando mates los utensilios de aluminio por culpa
del lavavajillas? ¿Exhala el frigorífico olores desagradables? ¿La
mantequilla se estropea en la mantequera? ¿Cocina su horno los
platos asados más rápido o más lento de lo que indican las recetas?
¿Las pizzas le quedan blandas y los pasteles hechos un desastre?
Todo depende de cómo utilice su repertorio de utensilios, apa-
ratos, aparatejos, herramientas y artilugios sin fin. Trátelos con
comprensión y respeto, ya que, como dijo Emerson, «si no utilizas
las herramientas, ellas te utilizarán a ti».
O, parafraseando a su insigne discípulo, Henry David Thoreau,
te conviertes en la herramienta de tus herramientas.

FICCIONARIO DEL GOURMET:


Microondas: rizos de bebé

En busca de los olores perdidos

Siempre tengo un frasco de bicarbonato abierto dentro de la nevera


para que absorba los olores. Últimamente he visto en los supermer-
cados que se comercializa un nuevo tipo que asegura ser aún más
eficaz, aunque en la etiqueta dice que sólo contiene puro bicarbona-
to. ¿Cómo es posible que el bicarbonato absorba los olores y por qué
el nuevo es más eficaz?
Como cualquier «amo de casa» que se precie, he conservado reli-
giosamente un frasco abierto de bicarbonato en el frigorífico y doy
fe de que nunca he notado malos olores. También debe de haber
funcionado para mantener alejados a los tigres, porque nunca en
mi vida he visto a uno rondando mi cocina mientras el bicarbona-
to ha permanecido en el frigorífico.
¿Sería posible que nunca hubiera visto un tigre porque vivo
muy lejos de la India y que el frigorífico no oliera porque soy un
maniático de los malos olores y siempre lo estoy limpiando? ¡No,
hombre, no! Al menos para los fabricantes de bicarbonato y para
todos los expertos en cuestiones domésticas del mundo occidental
que aseguran fuera de toda duda que el bicarbonato absorbe los
olores. (De los tigres no dicen nada.)
¿Existe alguna prueba sólida de que el bicarbonato realmente
funcione, por lo menos en cuanto a lo que a los olores respecta?
Ninguna que yo conozca. Aun así, la teoría es, sin duda alguna, la
siguiente.
El bicarbonato es bicarbonato de sodio puro (NaHC0 3 ). Reac-
ciona frente a ácidos y bases, es decir, con sustancias químicas tan-
to ácidas como alcalinas (el ion de bicarbonato es anfotérico), pero
es veinte veces más activo con los ácidos, lo que echa por tierra la
teoría de su supuesta capacidad de eliminar olores. Si una molécu-
la maloliente de ácido se posara sobre la superficie del bicarbona-
to sería neutralizada, convertida en sal (como la esposa de Lot) y
atrapada para siempre. Eso es cierto. No hay duda sobre el hecho
de que el bicarbonato engulle los ácidos... siempre que se le dé la
oportunidad. Y ése es precisamente el quid de la cuestión. ¿Cómo
se logra que los ácidos entren en contacto con el bicarbonato y, en
cualquier caso, para qué cazarlos?
Pero empecemos por el principio. ¿Por qué son los ácidos los
supuestos causantes del mal olor? La respuesta tiene mucho que
ver con la leche estropeada. En los años en que no existían sistemas
de refrigeración permanente y, sobre todo, antes de que se implan-
tara la pasteurización, la leche se estropeaba enseguida, no sólo a
causa del crecimiento de las bacterias, sino también porque la gra-
sa de la leche se descompone en ácidos grasos, principalmente bu-
tírico, caproico y caprílico. El ácido butírico es el principal respon-
sable del olor a mantequilla rancia; el caproico y el caprílico, por su
parte, reciben el nombre del olor al que recuerdan: caper, que en
latín significa «cabra». ¿Me sigue?
De modo que si usted es de los que dejan leche de hace un mes
en el frigorífico durante semanas mientras disfruta de los lujos de
su apartamento en régimen de multipropiedad, por decir algo, la
mayoría de moléculas de ácido graso sin duda acabarán alcanzan-
do el frasco de bicarbonato abierto, caerán en él y serán neutrali-
zadas.
Resulta, sin embargo, que no todas las partículas de olor que con-
taminan el interior del frigorífico son ácidos, ni siquiera bases (álca-
lis); desde un punto de vista químico, puede tratarse de cualquier
cosa. Así que afirmar que el bicarbonato absorbe los «olores» en ge-
neral es distorsionar a conveniencia los principios de la química.
Veámoslo de otro modo. Los olores no son más que conjuntos
de moléculas gaseosas que flotan en el aire y llegan a nuestra nariz.
Cada molécula tiene su propia identidad química y genera una se-
rie de reacciones químicas concretas al entrar en contacto con
otras sustancias químicas. Ninguna sustancia química, bicarbona-
to de sodio incluido, puede por sí sola reaccionar con todos o cual-
quiera de los gases que provoquen malos olores y neutralizarlos.
Incluso en el caso de los olores de tipo ácido, la especialidad del
bicarbonato, hay que tener en cuenta que la pista de aterrizaje de
las partículas de olor es de apenas unos centímetros cuadrados (la
abertura del tarro o de la caja) situados en un lugar al azar en el in-
terior del frigorífico, de casi 0,6 metros cúbicos (573.547 cm 3 ). No
puede decirse que sea un sistema especialmente eficaz para atra-
par las partículas de olor. El frasco no atrae los olores, como mu-
chas personas piensan. No tiene ningún poder de atracción, a pe-
sar de estar descubierto.
El nuevo artefacto que vio en el supermercado es un producto
de nombre rimbombante de la marca Arm & Hammer llamado
«Fridge-n-Freezer Flo-Thru Freshener» (literalmente, que refresca
el ambiente del frigorífico y el congelador mediante la circulación
del aire), un paquete de bicarbonato normal y corriente al que se le
pueden extraer los lados, pensado para que las moléculas gaseosas
puedan llegar mejor a él gracias a la «circulación» que se produce a
través de unas láminas porosas internas de papel. La verdad es que
suena muy bien, pero esta caja, «especialmente diseñada para ex-
poner una mayor superficie de bicarbonato que otras marcas», lo
único que hace es dejar al descubierto otros tantos (escasos) centí-
metros de bicarbonato. Además, el aire del interior del frigorífico
no «circula» a través del paquete: no hay ningún ventilador que lo
introduzca por un lado y posteriormente lo expulse por otro. Eso sí,
del concepto publicitario no tengo queja.
Resumiendo, como dice en la página web de Arm & Hammer:
«La capacidad de eliminación de olores del bicarbonato Arm &
Hammer es legendaria».
En eso, en lo de la leyenda, sí que estoy de acuerdo.
¿Qué sucede con las moléculas de olor que no absorbe el bicar-
bonato? Sólo hay una sustancia fácil de encontrar capaz de engullir
todos los olores de forma indiscriminada: el carbón activo. No se
trata de una sustancia química que valga para todo; simplemente
tiene la propiedad física de fijarse a los olores, pero no depende en
absoluto de cuestiones químicas. Los gases se dirigen hacia su
enorme red interior de poros microscópicos, donde quedan atra-
pados a causa de un fenómeno llamado adsorción por el que las
moléculas se adhieren a la superficie a través de lo que los quími-
cos llaman fuerzas Van der Waals.
El carbón se elabora calentando madera, cáscaras de frutos se-
cos o de coco, huesos de animales u otros materiales que conten-
gan carbono en ambientes sin oxígeno, de modo que en realidad
no llega a arder pero sí se eliminan las sustancias que no sean car-
bono. A continuación se activa tratándolo con vapor a altas tempe-
raturas, un proceso que acaba de eliminar cualquier sustancia res-
tante distinta del carbono. El resultado es la formación de microes-
tructuras extremadamente porosas en el interior del carbón, hasta
el punto de que un solo gramo puede contener hasta 2.000 m 2 de
superficie interna.
El carbón activo (el mejor es el que se elabora con cáscaras de
coco) se encuentra en droguerías, ferreterías y tiendas de electro-
domésticos o de animales. Distribúyalo en un molde para paste-
les profundo y déjelo en el frigorífico oliente durante un par de
días. No utilice briquetas o carbón de barbacoa; contienen otras
sustancias como serrín y el carbón no está reducido a polvo ni ac-
tivado.
En realidad, sólo hay un método infalible para que el frigorífico
huela bien y se resume en tres palabras: prevención, prevención y
prevención. Tape todos los alimentos que refrigere, en especial los
que más huelen como la cebolla, en recipientes herméticos. Com-
pruebe con frecuencia que no se hayan estropeado, sobre todo los
más dados a ello, y deséchelos. Si vierten o salpican algún líquido,
séquelo de inmediato. Limpie el frigorífico a fondo. Sí, ya me figu-
ro que lo hace, pero más a menudo.
¿Y qué hacer si se fue la electricidad mientras estaba de vaca-
ciones y toda la comida que había en el refrigerador se estropeó,
hasta el punto de que podía olerse de camino del aeropuerto a
casa? En primer lugar, mis más sinceras condolencias. Ni el carbón
ni el bicarbonato servirán de nada en estos casos. Tampoco malde-
cir contra la compañía eléctrica. Prepárese una bebida fuerte, vaya
a la página web sobre desastres de la universidad de Louisiana
(http://www.lsuagcenter.com/Communications/pdfs_bak/pub25
27Q.pdf) y siga las instrucciones.

Mantequeras faroleras

A la mantequilla guardada en una mantequera de cristal y colocada


en el compartimento especialmente reservado situado en la puerta
de la nevera le sale alrededor una capa de color amarillo oscuro y sa-
bor ligeramente rancio. ¿Existe alguna manera de evitarlo?
Parece que da por sentado que su forma de proceder es la correc-
ta. Pues lo cierto es que el peor sitio para conservar la mantequi-
lia es precisamente la mantequera, y el peor lugar donde guardar-
la es, en concreto, el compartimento reservado para tal fin en la
puerta del refrigerador.
Las mantequeras se inventaron para mejorar la utilización de la
mantequilla, no su conservación. Al no ser herméticas, la superfi-
cie de la mantequilla queda expuesta al aire, se oxida y adquiere ese
sabor a rancio.
Los compartimentos «especiales» para la mantequilla que se
encuentran en las puertas deberían prohibirse. Muchos de ellos es-
tán dotados de un pequeño mecanismo que mantiene una tempe-
ratura ligeramente superior a la del resto del frigorífico para que la
mantequilla pueda untarse mejor. Por desgracia, las temperaturas
superiores sólo aceleran el proceso de oxidación de la grasa.
Yo guardo la mantequilla en el congelador, bien envuelta en
film transparente. Cuando la saco está dura como la piedra, pero
con un cuchillo afilado corto la porción que necesito y enseguida
se calienta y ablanda.

Santa Lucía nos conserve... los alimentos

Siempre me he preguntado por qué algunos alimentos se estropean


tan rápido aunque estén refrigerados y otros en cambio parecen du-
rar para siempre aunque no se conserven en frío. La mostaza o el ket-
chup aguantan semanas fuera de la nevera aunque estén abiertos, y
el queso, la miel o la mantequilla de cacahuetes se conservan bien a
temperatura ambiente durante más tiempo incluso. ¿Existe alguna
regla general para saber cuánto podría durar un alimento?
Ojalá la vida fuese así de sencilla. No existe una única pauta gene-
ral que sirva para todos los alimentos que consumimos, un número
casi infinito de combinaciones de proteínas, hidratos de carbono,
grasas y minerales distintos que conforman nuestra dieta omnívora.
Cuando una comida se estropea puede deberse a bacterias, mohos o
levaduras, al calor, a la oxidación causada por la exposición al aire
o a las enzimas presentes en los mismos alimentos. Las enzimas de
la fruta, por ejemplo, tienen un único cometido: acelerar la madu-
ración y, en última instancia, la descomposición.
Una cosa es cierta: todos los alimentos acaban por estropearse,
pudrirse, descomponerse, desintegrarse, desmoronarse, volverse
rancios o simplemente ponerse hechos un asco. Es la ley de la na-
turaleza. Polvo eres y en polvo te convertirás. Las proteínas se vuel-
ven blandas, pastosas, pútridas y verdes, los hidratos de carbono
fermentan y se agrian, las grasas se vuelven rancias. El ketchup y la
mostaza se conservan durante más tiempo porque llevan un ácido
que inhibe el crecimiento de los microbios (vinagre) y no contie-
nen grasas ni enzimas activas.
La batalla de la conservación de los alimentos ha llevado a los
humanos a cocinarlos, ahumarlos, secarlos, acidificarlos, salarlos o
endulzarlos y, gracias al invento del norteamericano Clarence Bird-
seye, a congelarlos en las últimas décadas.
Durante un viaje a Labrador como comerciante de pieles, Bird-
seye observó cómo los nativos congelaban el pescado y la carne
para consumirlos posteriormente. Se dio cuenta de que cuando se
congelaban rápidamente en invierno, en vez de lentamente como
en los meses menos fríos, los alimentos conservaban una textura,
sabor y color mejores al descongelarse.
En 1925, presentó su «máquina de congelado rápido» y dio el
pistoletazo de salida a la industria de los congelados. En la actuali-
dad, la empresa Birds Eye Foods asegura ser la principal empresa
norteamericana procesadora de verduras congeladas.
La congelación preserva los alimentos porque el agua congela-
da impide actuar a los microorganismos responsables del deterio-
ro, que no pueden multiplicarse. La refrigeración, a diferencia de la
congelación, ralentiza su formación, pero sólo hasta cierto límite.
En un refrigerador doméstico típico, diez mil bacterias se convier-
ten en diez mil millones en sólo unos días.
Por eso se le añaden conservantes, unas sustancias químicas
que prolongan la vida de los alimentos preparados... y la de quie-
nes los comen. Sí, los conservantes son sustancias químicas. Y
también son aditivos porque, obviamente, se han añadido a pos-
teriori (la sal, el azúcar, las especias, las vitaminas, etc.). En pocas
palabras: sin los conservantes la mayoría de alimentos se estro-
pea. A pesar de todo nos dejamos encandilar por las etiquetas de
los alimentos que aseguran que «no contiene aditivos ni conser-
vantes». Algún día me gustaría leer también en esas etiquetas: «Se
estropeará en cuanto llegue a casa».
¿Qué son exactamente esas sustancias químicas? Pueden divi-
dirse en cuatro grupos.
• Los agentes antimicrobianos impiden el crecimiento de
bacterias, mohos y levaduras. Entre ellos se encuentran el
dióxido de azufre y los sulfitos que se emplean en las frutas,
zumos de fruta, vinagres y vinos; el ácido sórbico presente
en los quesos; el propionato de calcio y de otros tipos utili-
zado para impedir la aparición de moho en el pan y en
otros productos cocidos; y el benzoato de sodio y otros
benzoatos empleados para evitar la proliferación de hon-
gos en bebidas, conservas de fruta, quesos, encurtidos y
muchos otros productos. Los benzoatos están presentes de
forma natural en los arándanos, y los propionatos en las
fresas, manzanas y quesos.
• Los antioxidantes impiden la oxidación producida por el
aire y que provoca que las grasas, sobre todo las insatura-
das, se vuelvan rancias. Destacan nuevamente los sulfitos,
el butilhidroxianisol (BHA), el butilhidroxitolueno (BHT),
la butilhidroxiquinona terciaria (TBHQ), el ácido ascórbi-
co (vitamina C) y el propilgalato. Se utilizan en las patatas
fritas de bolsa, los frutos secos, los cereales y las galletas
saladas.
• Los inhibidores de enzimas ralentizan el proceso de degra-
dación de los alimentos debido a las reacciones provocadas
por las enzimas. Los sulfitos (una vez más) evitan estas
reacciones en algunas frutas secas como las pasas o los ore-
jones de albaricoque. Los ácidos, como el ascórbico y, en el
caso del zumo de limón, el cítrico, desactivan las enzimas,
incluida la fenolasa, responsable de que las manzanas y las
patatas se empiecen a poner negras nada más cortarlas.
• Los secuestrantes, también llamados agentes quelatantes,
se encargan de los átomos de metal residuales, de hierro o
cobre, por ejemplo, que catalizan (aceleran) las reacciones
de oxidación y provocan la decoloración. El agente quela-
tante más utilizado es el EDTA o ácido etilendiaminotetra-
acético. Destacan también los polifosfatos y el ácido cítrico.

Desde luego, algunos de las anteriores sustancias químicas


tienen nombres casi imposibles de pronunciar, pero, en contra de
la opinión de algunos, eso no hace que sean malos. Se añaden en
pequeñísimas cantidades, reguladas por la FDA, ¡nadie se los
come a cucharadas!
Si no quiere ingerir alimentos con conservantes, no tendrá más
remedio que visitar directamente las granjas o mercados rurales
cada día para abastecerse de carne y otros productos frescos.
Y también elaborar en casa la nata, conservas, encurtidos, quesos,
vino, patatas fritas, cereales y aceite de oliva... eso sí, consumién-
dolos en breve para que no se estropeen.
¡Ah! Y bienvenida al siglo x v i i i .

¿Nucleares? No, gracias

Cuando viajamos al extranjero y regresamos a Estados Unidos no


nos dejan entrar plantas ni alimentos por motivos de salud pública.
¿Estos productos no se esterilizan al pasar a través de los escáneres de
rayos X del aeropuerto?
No. Los sistemas de seguridad basados en rayos X de los aeropuer-
tos no son, ni de lejos, lo bastante potentes para matar insectos, pa-
rásitos, etc. Las radiaciones que se utilizan para esterilizar y preser-
var los alimentos son millones de veces más elevadas.

Una cuestión básica

Me pregunto por qué los utensilios y recipientes de aluminio se de-


coloran y se corroen cuando los meto en el lavavajillas. Recuerdo un
colador de aluminio que se me estropeó poco después de estrenarlo.
¿A qué se debe? ¿Es porque el agua o el jabón son ácidos?
No, no se trata de ácido. Todo lo contrario en química: se debe a un
álcali, que los científicos suelen llamar con más propiedad base.
La mayoría de detergentes para lavavajillas, a diferencia de los
que se utilizan para lavar a mano, contienen un compuesto muy al-
calino, el carbonato de sodio, conocido desde hace mucho tiempo
como sosa para lavar, y que nada tiene que ver con el bicarbonato
de sosa, que es bicarbonato de sodio.
Los agentes químicos alcalinos son necesarios en los lavavaji-
llas porque se comen la grasa y la transforman en jabón. El jabón es
un tipo de sustancia química que se forma por la acción de los ál-
calis sobre las grasas. Los detergentes, por su parte, son compues-
tos sintéticos más modernos especialmente diseñados para otor-
garles la capacidad limpiadora del jabón, lo que no impide que
muchas personas sigan llamando hoy en día «jabón» a los deter-
gentes.
Permítanme un inciso.
Solemos pensar que si una sustancia ataca y disuelve un metal
necesariamente debe ser un ácido. Normalmente es cierto; un áci-
do lo suficientemente potente podría zamparse un camión y escu-
pir los neumáticos. Pero el aluminio es un metal poco común que
se ve atacado tanto por ácidos como por álcalis (es anfotérico). De
modo que el carbonato de sodio que contiene el detergente para
lavavajillas, al ser una sustancia alcalina, sí ataca al aluminio; en el
mejor de los casos, corroe la superficie y le quita brillo, dejándola
completamente mate. Por este motivo muchos fabricantes de
utensilios y recipientes de aluminio de calidad recomiendan no
limpiarlos en el lavavajillas.
Y lo que es aún peor, algunos detergentes para lavavajillas con-
tienen hidróxido de potasio (potasa cáustica) o hidróxido de sodio
(lejía), sustancias alcalinas mucho más potentes que el carbonato
sódico y que, literalmente, se comen los utensilios de aluminio.
Probablemente fueron los causantes de que su colador de malla de
aluminio se convirtiera en un aro de baloncesto. Si, a pesar de todo,
quiere seguir lavando los recipientes de aluminio en el lavavajillas,
estudie las etiquetas de los distintos detergentes y elija uno que no
contenga ni hidróxido sódico ni potásico ni carbonato sódico. Ten-
ga por seguro que existen.
Además, en el lavavajillas se produce un segundo fenómeno
que afecta al aluminio si está en contacto con otros utensilios de
metal, que muy probablemente serán de acero inoxidable. Siempre
que dos metales entran en contacto, en este caso aluminio y, esen-
cialmente, hierro, al estar inmersos en un líquido electroconduc-
tor, se produce una reacción eléctrica (en realidad, electrolítica)
que ataca a uno de los dos metales (el aluminio dentro del lavava-
jillas) y lo corroe superficialmente haciendo que quede mate. Así
que si insiste en lavar los recipientes y utensilios de aluminio en el
lavaplatos, asegúrese de que no están en contacto con ningún otro
metal.

I
Ciencia al margen

¡Al ladrón!
Por motivos demasiado complejos para exponerlos aquí, los átomos de
hierro retienen sus electrones con mucha más fuerza que los átomos
de aluminio (el hierro es más electronegativo que el aluminio). Así
pues, si los dos metales se tocan estando inmersos en un líquido elec-
troconductor (electrolito), como sucede cuando el detergente para la-
vavajillas se disuelve en agua, los átomos de hierro robarán electrones
a los de aluminio. Ese transferencia de electrones crea un flujo de co-
rriente eléctrica y el electrolito completa el circuito.
Los átomos de aluminio que han perdido electrones (cationes de alu-
minio) tienen que recuperarlos a toda costa y para ello reaccionan con
cualquier elemento que pueda proporcionárselos. La superficie del alu-
minio, pues, reacciona con los electrones negativos (aniones) de la so-
lución y desarrolla una capa mate formada por un compuesto del alu-
minio, normalmente óxido de aluminio.

Emulsión compulsiva

Me hago un lío con las emulsiones. Según algunas recetas emulsio-


no los ingredientes, pero en realidad lo único que hago es mezclar-
los. ¿Hay algo que se me esté escapando?
No, pero comparto su frustración. La palabra «emulsionar» se utili-
za a menudo erróneamente como sinónimo de mezclar o espesar.
Pero no tiene nada que ver. Las cartas de los restaurantes muestran
especial predilección por llamar emulsión a cualquier salsa espesa,
pero no se trata de emulsiones. Los expertos en cocina aseguran es-
pesar las salsas con un roux, pero no es cierto.
Numerosas sustancias, como la mantequilla, la maicena, la gela-
tina, la pectina, las okras, el huevo o el plátano triturado, sirven para
espesar sopas, natillas, mermeladas, jugos de cocción o salsas. Pero
al usarlas no se emulsiona nada. Una emulsión es una mezcla entre
dos líquidos que no se pueden mezclar normalmente, en la que uno
de ellos queda suspendido en el otro en forma de minúsculas gotas.
El ejemplo prototípico de este fenómeno es la mayonesa, don-
de logra vencerse la aversión mutua que se tienen el aceite y el agua
(esta se encuentra en el vinagre, el zumo de limón o la clara del
huevo) a través de dos procesos: la fuerza bruta que se les aplica al
batirlos y la acción de un elemento químico especial llamado
emulsionante. Sólo cuando se dan estas condiciones físicas y quí-
micas sobre la mezcla de agua y aceite podrán mantenerse unidos
los ingredientes en forma de emulsión.
Como en esa cita a ciegas que inevitablemente se sufre en al-
gún punto de la vida, no existe ninguna fuerza de atracción entre
las moléculas de agua y las del aceite. Así que aunque se agite sin
parar una botella llena de aceite vegetal y vinagre hasta que parez-
can haberse combinado homogéneamente, antes o después, nor-
malmente antes, volverán a separarse en dos capas distintas. En
otras palabras: no se conseguirá estabilizar la emulsión.
Como mucho logrará una suspensión coloidal; es decir, el acei-
te se habrá separado en moléculas tan pequeñas o glóbulos que se
mantendrán suspendidas en el vinagre debido al constante bom-
bardeo de moléculas de agua en todas direcciones. Pero será un
matrimonio destinado al fracaso. No importa lo fuerte u obstina-
damente que se mezcle una vinagreta: los glóbulos de aceite volve-
rán a unirse unos con otros hasta formar una capa homogénea y
separada. De nuevo estaríamos hablando de una emulsión no per-
manente.
Sin embargo, podemos frustrar la reunificación de los glóbulos
de aceite añadiendo un ingrediente llamado agente emulsivo o, sim-
plemente, emulsionante. Los emulsionantes están formados por
moléculas parecidas a serpientes de largas colas lipófilas (es decir, a
las que les encanta el aceite) y cabezas hidrófilas (atraídas por el
agua). Las colas lipófilas se adentran en los glóbulos de aceite y de-
jan fuera sus cabezas hidrófilas, que emergen como clavos tachona-
dos. Estos «clavos» atraen una capa de moléculas de agua gracias a
sus cargas positivas y negativas y a las ligeras cargas, también ligera-
mente negativas y positivas, de las moléculas de agua (que son di-
polares). La capa de moléculas de agua resultante oculta, por decirlo
de alguna manera, las moléculas de aceite como si fueran hidrófilas
y evita que otras moléculas de aceite se les unan. El emulsionante
recubre de agua todas las moléculas de aceite y evita que se reunifi-
quen aunque choquen unas con otras. Quedan en suspenso, inde-
pendientes. En este caso sí hablamos de una verdadera emulsión.
¿Dónde podemos encontrar esos agentes secretos conocidos
como emulsionantes? Uno de los más efectivos es la lecitina, una
sustancia química semejante a las grasas que contiene fósforo (es
decir, un fosfolípido) y que se encuentra en la yema de huevo. En
un extremo, la molécula contiene fósforo y es hidrófila, mientras
que en el opuesto es lipófila. En el caso concreto de la mayonesa,
sus moléculas emulsionan el aceite y el vinagre y crean una salsa
homogénea y estable.

Las moléculas emulsionantes permiten que el agua y el aceite sean compatibles.


La parte de las moléculas que tiene forma de zigzag es lipófila (le atrae la
grasa) y penetra en el glóbulo de aceite dejando las cabezas lipófilas al des-
cubierto, lo que convierte la superficie del glóbulo en hidrófila.

Puesto que la mayonesa se elabora con una pequeña cantidad


de vinagre o zumo de limón (agua) y una gran proporción de acei-
te (unas ocho veces más), puede costar creer que todo ese aceite se
haya emulsionado en tan poca cantidad de agua. Ello lleva a mu-
chas personas a pensar que la mayonesa es una suspensión de go-
tas minúsculas de agua en el aceite en vez de una suspensión de
gotitas de aceite en agua. Lo cierto es que son tantos los glóbulos
de aceite que no quedan suspendidos en el vinagre como los que se
recubren de una capa de agua, muy fina; sucede, pues, como en un
cubo lleno de guisantes húmedos, que tienden a juntarse a conse-
cuencia de la tensión superficial del agua. Eso explica que la mayo-
nesa sea tan espesa.
También es cierto, sin embargo, que una suspensión de gotitas
de agua en aceite -lo contrario a la mayonesa- se consideraría
igualmente una emulsión. La mantequilla y la margarina, por
ejemplo, son emulsiones de agua en aceite.
Cuando elaboramos mayonesa manualmente con unas varillas
de batir debemos incorporar el aceite en la mezcla del vinagre y el
huevo muy lentamente para asegurarnos de que todo el aceite que
añadamos se reduzca rápidamente a glóbulos de tamaño coloidal.
Si se echa demasiado aceite de una vez, las gotas empezarán a unir-
se y a ascender a la superficie, donde formarán una capa de aceite
homogénea, por lo que la salsa no saldrá bien. Transcurrido cierto
tiempo sí se puede añadir el aceite más rápidamente, ya que las go-
titas de mayor tamaño se verán rodeadas de inmediato por millo-
nes de glóbulos coloidales ya recubiertos de emulsionante que las
aislarán unas de otras y las mantendrán separadas hasta que ad-
quieran por sí solas el tamaño coloidal.
Cuando se prepara mayonesa con la batidora se puede añadir
un poco de aceite directamente a la mezcla de vinagre y huevo jus-
to antes de poner en marcha el aparato. Las cuchillas de la batido-
ra son mucho más rápidas que las varillas y en un visto y no visto
disgregan los glóbulos de aceite hasta que alcanzan el tamaño co-
loidal, tan rápido que no tienen tiempo de unirse.
Los aliños comerciales y otros alimentos contienen una amplia
variedad de emulsionantes que mantienen la compleja mezcla de
ingredientes (hidratos de carbono, grasas, proteínas y agua) en for-
ma estable. Algunos emulsionantes que aparecen en las etiquetas
de los productos son los mono y diglicéridos, ésteres de poliglice-
rol, ésteres de propilenglicol y ésteres de azúcar de ácidos grasos.
Sin olvidar, naturalmente, la lecitina.
Los alimentos a menudo se espesan con sustancias como gela-
tinas, almidones o féculas. Destacan el alga agar, la acacia, la xanti-
na y el carragenato. Sin embargo, los espesantes no tienen nada
que ver con los emulsionantes. Actúan haciendo que la parte acuo-
sa se vuelva tan viscosa que impide a las gotas de aceite más gran-
des ascender y fusionarse en una capa homogénea.
Cualquier viejo truco es bueno para «ligar» los alimentos.
¿Quién querría comerse un charco aceitoso plagado de grumos
aguados?
FICCION ARIO DEL GOURMET
Holandesa: semana dedicada a Holanda en el Corte Inglés

Ciencia al margen

¡Menuda mezcla!
En la cocina se realizan infinidad de mezclas de ingredientes; las emul-
siones no son más que un tipo concreto.
Una combinación de partículas sólidas, como por ejemplo harina con
sal y pimienta o una mezcla de especias secas, constituye una mezcla
física simple. Sin embargo, cuando los ingredientes son líquidos, las
mezclas resultantes entran en varias categorías.
• Solución: constituye la más homogénea de las mezclas. En ella, las
distintas moléculas o iones (átomos o grupos de átomos con carga
eléctrica] de una sustancia se dispersan y disponen junto a los de
la otra sustancia, molécula tras molécula. Algunos ejemplos son el
alcohol o el azúcar disueltos en agua: sus moléculas se mezclan jun-
to a las del agua codo con codo, y eso que no tienen codos. Otro
ejemplo sería el compuesto colorante rojo propio del tomate, el li-
copeno, al disolverse en el aceite. Como habrá observado, el acei-
te (u otras grasas) de las recetas que llevan tomate se vuelve rojo
debido a la absorción del licopeno.
• Suspensión coloidal: muchas otras mezclas de alimentos son co-
loides o suspensiones coloidales; en ellas, las partículas invisibles
(aunque más grandes que las moléculas) de una sustancia, de un
tamaño que va de una millonésima a una milésima de centímetro,
quedan suspendidas en la otra sustancia, normalmente un líqui-
do. Las partículas se mantienen en suspensión a pesar de la fuer-
za de la gravedad porque son bombardeadas, de continuo y por
todos los flancos, por las moléculas de la sustancia donde se han
dispersado. Los líquidos internos de las células animales y vege-
tales son partículas de proteínas coloidales suspendidas en solu-
ciones acuosas.
• Emulsión: las emulsiones se parecen a los coloides. En ellas, que
se forman gracias a la intervención de un agente emulsionante,
los glóbulos de un líquido, de un tamaño ligeramente superior a los
glóbulos propios de la suspensión coloidal, quedan suspendidos en
otro líquido con el que en circunstancias normales no se mezcla-
rían. Algunos de los ejemplos más conocidos en la cocina son la
mayonesa o la salsa holandesa.

Mayonesa de ajo al pimentón

El pimentón, una especia ahumada típica de España, aporta un sabor


sutil a madera y humo a la mayonesa de ajo. Es un acompañamiento
clásico de la paella (pág. 2 4 5 ] que también resulta sabrosa con los
mejillones al vapor (pág. 243). Puede utilizarse para mojar palitos de
verduras crudas o servirse con otros pescados al vapor, especial-
mente bacalao fresco. Si le parece demasiado fuerte, pruebe con un
aderezo hecho a partes iguales de aceite de oliva y cacahuete.
Si prefiere una mayonesa a las finas hierbas añada media taza de
hierbas frescas picadas (perejil, cebollino, perifollo y estragón) en el
paso 2, en lugar del ajo. El mejor sistema para incorporar las hier-
bas a la emulsión es utilizar una batidora.

1 huevo grande
1 cucharadita de pimentón
1/ cucharadita de mostaza seca
2

2 cucharadas de vinagre de vino, jerez o manzana


1 taza de aceite de oliva extra virgen suave
1 diente de ajo grande picado grueso

1. Casque el huevo directamente en el recipiente de la batidora. Aña-


da el pimentón, la mostaza, la sal y el vinagre. Incorpore un cuar-
to de taza de aceite. Cubra el recipiente y ponga en marcha la ba-
tidora a baja velocidad.
2. Quite la tapa y añada inmediatamente el aceite restante formando
un chorrito continuo. No tenga prisa. Cuando haya incorporado
todo el aceite, agregue el ajo (o las hierbas). Siga batiendo duran-
te un minuto más o hasta que adquiera una textura uniforme.
3. Deje reposar la mayonesa en la nevera durante al menos 1 hora
antes de servir para que los sabores se suavicen y mezclen. Con-
sérvela en la nevera un máximo de 4 días. No sirva la mayonesa
fría, ya que el aceite de oliva pierde buena parte de su sabor.

SALE 1 TAZA Y MEDIA

El calor del hogar

La temperatura del horno es muy fácil de controlar, ya que en los


mismos mandos se indican numéricamente los grados. Pero, ¿y las
encimeras? Yo tengo una de gas y los controles sólo marcan tres posi-
ciones: mínima, media y máxima. Dos de los fogones calientan un
número de calorías por hora más rápido que los otros dos; a poten-
cia media calientan más que los otros dos a máxima potencia. Antes
tuve una encimera eléctrica y tenía marcadas las mismas tres posi-
ciones, pero los tiempos de cocción eran totalmente distintos a los de
la cocina de gas que tengo ahora. ¿Existe algún estándar de la in-
dustria que unifique las temperaturas de los fogones?
Por desgracia, no. Lo único constante que parece haber son los di-
bujos de una llama más grande o más pequeña en los mandos, que
indican mayor o menor potencia. En mi cocina de gas, entre la po-
sición mínima y la máxima hay otros ocho números, del 2 al 9, pero
no tienen nada que ver con la temperatura. Los fuegos dibujados,
números o palabras no aluden a la temperatura sino al ritmo al que
genera calor el fogón.
Existe gran confusión entre los conceptos de calor y tempera-
tura en el mundo de la alimentación, así que no voy a desaprove-
char esta oportunidad para aclarar tan candente cuestión.
En primer lugar, el calor y la temperatura son dos cosas distin-
tas. El calor es una forma de energía, distinta de la gravitatoria, la
eléctrica, la cinética (es decir, la correspondiente al movimiento) o
la nuclear. Se trata, de hecho, de la forma última de energía en la
que se convierten todas las demás al degenerarse. [Véase «La eco-
tasa», pág. 358).
Al cocinar se utiliza el calor para provocar cambios físicos o
químicos con los que esperamos mejorar los alimentos y hacerlos
más tiernos, digeribles o sabrosos. No debería sorprender a nadie
que cuando un alimento (o cualquier otra cosa) absorbe el calor
pasa a estar más caliente; es decir, sube su temperatura. ¿Pero qué
es la temperatura? En realidad nada más que un sistema de medi-
ción inventado por el hombre basado, entre otros, en grados Cel-
sius o Fahrenheit (véase «El embrollo de °C y °F», pág. 357), para
establecer cuánta energía calorífica contiene una sustancia. Vol-
viendo a la cocina, se producen cambios cuando los alimentos al-
canzan determinadas temperaturas; es decir, cuando absorben su-
ficiente calor en función de su tamaño. Podría decirse que la
temperatura mide la concentración de calor en una sustancia.
De modo que es la temperatura de la comida, no la del fogón
(con o sin llama) situado debajo de la sartén o la olla, lo que impor-
ta a la hora de cocinar. El fogón no es más que un medio para trasla-
dar el calor a los alimentos, sin que importe qué temperatura alcan-
ce en el proceso. Podríamos colocar un atizador de los que se utilizan
en la chimenea al rojo vivo debajo de la sartén, si quisiéramos, pero
no sería precisamente muy eficaz para calentar los alimentos.
¿Entonces por qué decimos que un fogón, según en que posición
esté, calienta más que otro? No es más que una forma de hablar; en
realidad no queremos decir que la temperatura sea superior, sino
que el calor que genera sale a mayor velocidad en un fogón que en
otro, lo que aumenta a su vez la temperatura de los alimentos y la
rapidez de la cocción. En vez de «mínimo»o «máximo», pues, sería
mejor que en los botones de las cocinas dijera «rápido» o «lento».
Las cocinas, ya sean de gas o eléctricas, indudablemente pro-
porcionan calor a distintos niveles. Normalmente se mide en calo-
rías por hora, pero no es más que una unidad que mide la energía
calorífica. Lo realmente importante de una encimera es la canti-
dad de calorías que genera por minuto o por hora. El número de
calorías producidas por hora es un buen indicador de la rapidez a
la que es capaz de calentar y cocer los alimentos. Una vela, por
ejemplo, genera unas 1.250 calorías en unas cuantas horas, una
cantidad a todas luces insuficiente, si se me permite decirlo, para
cocinar los alimentos con rapidez.
A la mayoría de personas, entre ellas los vendedores de electro-
domésticos y autores de libros de cocina, parece darles pereza de-
cir «calorías por hora» o bien no saben cuál es la diferencia, de
modo que emplean, como en la pregunta formulada, esta unidad
de medida como si sirviera para indicar la velocidad a la que ca-
lientan los fogones. ¿Qué se le va a hacer?
Una encimera doméstica eléctrica o de gas puede producir en-
tre 2.250 y 3.750 calorías por hora en posición máxima. Consulte el
manual que se le entregó con la encimera o póngase en contacto
con el fabricante para preguntarle cuál es el rendimiento de los dis-
tintos fogones. Así sabrá cuál calienta más (¡perdón!, quiero decir
cuál es el más rápido).
A la hora de cocinar, lo que realmente importa es el tiempo que
tardan los alimentos en alcanzar la temperatura óptima de cocción
y lo estable que puede mantenerse esa temperatura en los diferentes
niveles de potencia. Los indicadores de los mandos de los fogones
no son demasiado fiables, ya que la mayor parte del calor se desa-
provecha elevando la temperatura de la cocina, independientemen-
te de la cantidad de calorías por hora que generen.
Con la experiencia se acaba sabiendo grosso modo cuál de los
fogones o los niveles de la encimera que nos han tocado en suerte
es más adecuado para cada caso. Sin embargo, los buenos cocine-
ros observan continuamente la comida durante la cocción y adap-
tan la cantidad de calor (y la posición del fogón) en consecuencia.
La vida es dura.

El embrollo de °C y °F

En 1 7 1 4 , un soplador de vidrio y aprendiz de físico alemán llamado


Gabriel Fahrenheit ( 1 6 8 6 - 1 7 3 6 ) inventó un aparato capaz de indi-
car lo caliente o frío que estaba un objeto en función de hasta dón-
de subiera o bajara el nivel del mercurio situado en el interior de un
tubito de vidrio. Para ponerle números al asunto, decidió que debe-
ría haber 1 8 0 «grados» entre el punto de congelación y de ebullición
del agua. A continuación preparó el mejunje más frío que pudo (una
mezcla de hielo y cloruro de amonio) y le asignó una «temperatura
cero». Cuando introdujo el invento en agua congelada, el mercurio
alcanzó una temperatura 32 grados superior. Puesto que el agua
tenía que hervir necesariamente a 1 8 0 grados de esa temperatura,
estableció el punto de ebullición en 2 1 2 grados. Y así es como es-
tos dos números imposibles, 32 y 2 1 2 , pasaron a formar parte de
la vida de los anglosajones.
Seis años después de que Fahrenheit en persona se enfriara a la
temperatura ambiente, un astrónomo sueco llamado Anders Celsius
( 1 7 0 1 - 1 7 4 4 ) decidió que sería más cómodo que hubiera sólo 1 0 0
«grados» entre los puntos de ebullición y congelación del agua, que
situó en 1 0 0 y O grados, respectivamente. Así creó lo que se co-
nocería como escala Celsius.
Siempre que puedo hago campaña por un método poco conocido
pero muy sencillo de conversión entre temperaturas expresadas en
grados Celsius y Fahrenheit. (Sí, es cierto, sale en todos mis libros.
¡Y lo seguirá haciendo hasta que todo el mundo lo domine!) Olvídese
de las complejas fórmulas que aprendió en el colegio (Añadir -¿o era
sustraer?- 32 antes -¿o era después? +- de multiplicar -¿o era di-
vidir?- por 5 / 9 -¿o era 9 / 5 ? )
Mi sistema es el siguiente, sencillo donde los haya:
1) Añada 40 al número que quiera convertir (a °C o °F).
2) Multiplique o divida el resultado por 1,8.
3) Reste 40 al resultado.
Y ya está. Lo único que hay que recordar es que en la escala Fah-
renheit los números son siempre mayores que en la escala Celsius,
de modo que para convertir de °C a °F se multiplica por 1 , 8 y para
convertir de °F a °C se divide por 1,8.
Ejemplo: 2 1 2 °F + 40 = 2 5 2
2 5 2 / 1 , 8 = 140
1 4 0 - 4 0 = 1 0 0 °C
Bueno, este ejemplo tampoco era gran cosa, ¿verdad?

Ciencia al margen

La ecotasa
El calor, la energía que utilizamos al cocinar, es la más universal de to-
das. Todas las otras formas de energía (química, cinética, eléctrica,
nuclear) acaban degenerándose y convirtiéndose en calor, que es
como la energía de último recurso. Cuando las reacciones químicas li-
beran energía, el movimiento se ralentiza, la bombilla convierte la ener-
gía eléctrica en luz o los átomos de uranio convierten la masa en ra-
diactividad y calor, nunca se puede aplicar un factor de conversión
100. La ineficiencia parece regir el universo. Parte de la energía per-
dida o reconvertida acabará «desperdiciándose» y convirtiéndose en
calor. Podríamos considerar el calor, por lo tanto, como una ecotasa
que grava la conversión de la energía, una comisión como la que las
casas de cambio restan al convertir de una divisa a otra.
La mayoría de formas de energía puede domesticarse. Por ejemplo,
la cinética se «porta bien» cuando un camión se mueve en línea rec-
ta por un autopista; la eléctrica, cuando el movimiento de electrones
se controla mediante un circuito; y la nuclear, cuando se genera a
partir de una controladísima división de los átomos. Sin embargo, el
calor es una forma de energía desordenada extrañamente rebelde, por-
que depende del movimiento brusco y aleatorio de átomos y moléculas.
La ciencia de la termodinámica ha descubierto que, siempre que una
forma de energía (por ejemplo, la energía química del combustible die-
sel de un camión o el uranio de un reactor nuclear] se convierte en otra,
se incrementa el desorden o la aleatoriedad (la entropía) del sistema.
Eso es lo que dice la Segunda Ley de la Termodinámica. El universo pier-
de fuelle a medida que pierde energía y genera desorden. Caos.
Así que cuando un tipo de energía se utiliza o se convierte en otro, ne-
cesariamente se genera alguna forma de energía más desordenada,
caótica, más entrópica. Eso es precisamente el calor.
Para más detalles consulte a su especialista en termodinámica.

Grills grillados

Llevo tiempo intentando averiguar cómo funcionan los grills de los


hornos. Al parecer son los aparatos menos fiables de cuantos pueblan
nuestra cocina. Me he mudado distintas veces y he tenido varios: uno
deja deliciosas marcas en las chuletas mientras que otro las cuece al
vapor antes de que puedan dorarse. ¿A qué distancia deberían colo-
carse los alimentos? ¿Qué diferencias hay entre un grill eléctrico y uno
de gas? ¿Hay que precalentar el horno? ¿ Y dejar la puerta abierta?
No me extraña que no se aclare. De los seis métodos de cocción bá-
sicos, cocinar con el grill es el más difícil de controlar.
¿Y cuáles son esos seis métodos?, se preguntará. Pues 1) la in-
mersión en agua caliente o caldo (hervir, escalfar, guisar); 2) expo-
sición a vapor de agua caliente (cocinar al vapor); 3) inmersión en
aceite caliente abundante (freír); 4) cocción por contacto con una
superficie de metal caliente (saltear, sofreír, dorar, tostar); 5) expo-
sición a aire caliente (hornear, asar) y 6) exposición a radiaciones
infrarrojas. En esta última categoría entran los grills. (No me opon-
dré: añada la absorción de microondas a la lista si lo desea.)
Quizá piense que el grill de su horno poco tiene que ver con las
radiaciones infrarrojas, pero tenga en cuenta que las moléculas de
cualquier objeto caliente, como una llama o el elemento metálico
del grill, emiten radiaciones infrarrojas, un tipo de energía electro-
magnética que otras moléculas pueden absorber para, a su vez, ca-
lentarse. Si pasa cerca de una fuente de calor, como un horno a má-
xima temperatura o incluso una encimera no apagada, notará el
calor de las moléculas en la cara. Por eso cualquier método de coc-
ción en el que participe el calor (¿y en cuál no participa, si no es,
vale, en los microondas?) cuece el alimento, ni que sea parcial-
mente, a causa de las radiaciones infrarrojas enviadas.
Los grills cocinan casi exclusivamente por infrarrojos. La fuente
de calor, ya sea una resistencia eléctrica al rojo vivo o un fogón alar-
gado con llama, no entra en contacto con la comida, sino que la baña,
o más bien inunda, con sus intensas radiaciones. Estas radiaciones,
absorbidas por la capa superficial del alimento, hacen que su tempe-
ratura ascienda a entre 320 °C y 370 °C y lo doran rápidamente. Cuan-
do se le da la vuelta a la comida, sucede lo mismo por el otro lado.
En la posición grill de los hornos eléctricos sólo se calienta el
elemento superior, por lo que los alimentos deben situarse cerca.
En algunos hornos de gas, el quemador del grill se coloca en la par-
te inferior y sirve también para calentar el horno, por lo que los ali-
mentos deberán colocarse aún más alejados y, normalmente, den-
tro de algún tipo de bandeja.
En el colegio nos enseñaron que el calor sube, ¿verdad? Enton-
ces, ¿cómo es posible que se pueda cocinar debajo de la fuente de
calor? Ejem. Discúlpenme, pero el calor no sube. El calor proce-
dente de un objeto puede ir hacia arriba, hacia abajo o hacia los la-
dos y siempre se dirige hacia otros objetos más fríos con los que
pueda entrar en contacto. Lo que la gente quiere decir en realidad
es que el aire caliente sube. El aire caldeado se expande y pierde
densidad, lo que hace que flote hacia arriba atravesando aire más
frío y más denso, como si fuese una burbuja de aire dentro de agua.
Las parrillas, en las que cocinamos los alimentos situándolos
encima de los carbones encendidos o la llama de gas, también son
un tipo de grill, ya que no es el aire caliente lo que los cuece sino
principalmente la radiación infrarroja. No obstante, a causa sobre
todo del humo del carbón y los jugos que caen en las brasas y se
evaporan, este tipo de grill aporta a los alimentos sabores muy dis-
tintos en comparación con los grills propios de los hornos.
Cocinar con grill es una buena opción en el caso de carnes tier-
nas, aves y pescado, ya que es un método que alcanza altas tempe-
raturas, seco y rápido. Las carnes menos tiernas suelen requerir un
tiempo de cocción más prolongado y conviene regarlas continua-
mente para lograr ablandar el colágeno del tejido conjuntivo. Los
filetes o bistecs y otras carnes rojas son ideales para el grill, mien-
tras que el cerdo, el pollo y el pescado se tienen que vigilar cons-
tantemente para evitar que se sequen.
La principal cuestión a la hora de cocinar con grill es la distan-
cia a la que la carne debe colocarse respecto a la resistencia o la lla-
ma de gas, ya que unos pocos centímetros pueden marcar una gran
diferencia de temperatura. La distancia depende del tipo de carne
y su grosor, de su contenido en grasa y, sobre todo, de las peculia-
ridades del grill en cuestión. Como ya ha podido comprobar, el grill
de su horno es distinto del de su madre o su vecino. Todos son dis-
tintos. Como pauta general, sin embargo, la carne debería colocar-
se a entre 7,5 y 15 cm de la fuente de calor. Los trozos finos pueden
colocarse relativamente cerca, pero los gruesos deberán situarse a
cierta distancia para que puedan cocerse sin chamuscarse.
¿Y la puerta? ¿Debería dejarse abierta? En los hornos eléctricos
normalmente sí, tanto para evitar que el aire caliente se acumule y
hornee los alimentos como para dejar escapar el humo. En los hornos
de gas con grill de llama en la parte inferior, se cierra la puerta porque
las llamas consumen el humo; si se dejara abierta, por otra parte, el
suelo de la cocina acabaría hecho un desastre, lleno de grasa.
¿Hay que precalentar el horno? No es necesario, aunque he co-
nocido a tantos partidarios del «precalentar, siempre» como del
«precalentar, nunca». Lo más aconsejable (de hecho, lo único acon-
sejable) es seguir al pie de la letra las instrucciones sobre el uso del
grill del manual de instrucciones suministrado con el horno. Los
fabricantes realizan numerosas pruebas para determinar las condi-
ciones de cocción idóneas para los distintos tipos de carne. Si es
una de esas personas que lo tira directamente a la basura o que no
lo encuentra nunca (¿ha probado en el cajón de sastre?) puede so-
licitar al fabricante que le envíe gratuitamente otro ejemplar.
Recuerde que es importante utilizar la bandeja recoge grasa su-
ministrada con el horno, y no crea que con una sartén vieja o un re-
cipiente de cualquier tamaño los resultados van a ser los mismos.
Personalmente, cuando cocino un pollo en mi horno eléctrico uti-
lizando la bandeja adecuada a la altura recomendada, sin preca-
lentar el horno, dejando la puerta abierta y siguiendo los tiempos
de cocción indicados, el resultado es excelente, aunque a mí me
parezca que la carne está demasiado cerca de la resistencia o la
puerta demasiado abierta. Hay que hacer caso de los fabricantes. Al
fin y al cabo son los que mejor conocen sus productos.

2 x 1 = 1,8
Las instrucciones del microondas indican cuánto tiempo se necesita
para recalentar una ración de tal o cuál alimento. Pero a menudo
tengo que calentar dos o más porciones a la vez. ¿Debería multipli-
car los minutos de cocción por cada una de las raciones que voy a ca-
lentar?
No. Calentar dos porciones de un alimento requiere menos del do-
ble del tiempo necesario para calentar una.
Los distintos alimentos absorben las microondas a diferentes
niveles. El agua y las grasas las absorben de forma eficiente, mien-
tras que las proteínas y los hidratos de carbono apenas llegan a ha-
cerlo. Por eso cada comida necesita un tiempo de cocción concre-
to. Además, el generador de microondas, el magnetrón, modifica la
potencia en función del volumen o carga de la sustancia absorben-
te (léase alimento) colocada en el interior del horno.
Existe una manera muy simple de considerar el problema que
plantea. Digamos que la comida que calienta absorbe (y convierte
en calor) un porcentaje determinado de las ondas lanzadas por el
magnetrón. Pero cuando hay dos raciones en el microondas, ningu-
na de ellas queda expuesta a la totalidad de las ondas enviadas por
el magnetrón; cada una recibe únicamente lo que la otra no ha ab-
sorbido, las sobras. Queda claro que se necesitará más tiempo para
calentar dos porciones que para calentar una, pero ¿cuánto más?
Para ahorrarle los cálculos aritméticos, lo plantearé de la si-
guiente manera: si una de las porciones absorbe el 40 % de las mi-
croondas a las que está expuesta, sólo se necesitarán un 25 % más
para calentar dos en vez de una. Este incremento del tiempo de
cocción no siempre será del 25 %, sino que depende de los distin-
tos alimentos y su apetito a la hora de absorber las microondas.
He hecho algunas pruebas al respecto en mi microondas «inte-
ligente», que dispone de ciclos preprogramados para cocinar y ca-
lentar los alimentos. Cuando selecciono «calentar una bebida», por
ejemplo, el horno primero me invita a que pulse un botón para se-
leccionar la cantidad de líquido que quiero calentar. A continua-
ción, pone en marcha el programa apropiado para la cantidad indi-
cada. Cronometré lo que duraba cada ciclo y he aquí los resultados:
media taza requirió 30 segundos, una taza 50 segundos, una taza y
media 70 segundos, y dos tazas 90 segundos. Como puede verse, la
primera media taza necesitó 30 segundos, pero cada media taza
adicional sólo requirió 20 segundos más. Las dos tazas tardaron sólo
1,8 veces el tiempo necesario para calentar una sola.
Otro ejemplo: para una unidad de «patatas asadas» (en realidad
no se asan, pero servirá), el horno calcula cuatro minutos y medio,
a los que añade 3 minutos y 10 segundos por cada patata adicional.
Dicho de otro modo, dos patatas tardan sólo 1,7 veces lo que tarda
una; tres patatas, 2,4 veces, y cuatro, 3,1 veces.
Como todavía no se han inventado los microondas omniscien-
tes que conozcan todos los tipos y cantidades de alimentos posi-
bles, todo lo que podemos hacer es calcular a ojo. Para calentar dos
raciones debería calcular, al menos inicialmente, una vez y tres
cuartos el tiempo necesario para una sola. Si dobla el tiempo sólo
conseguirá calentar en exceso la comida, que salpicará o quedará
seca. Lo mejor es ser un poco conservador: siempre estamos a
tiempo de darle al botón una vez más.

Ciencia al margen

¿Mande?
Los hornos microondas son ingenios muy complicados que sólo com-
prenden en realidad los ingenieros eléctricos que los diseñan. El ante-
rior análisis, basado en el porcentaje constante de energía en forma
de microondas absorbida por cada porción, no es más que una sim-
plificación de andar por casa. Pensé que el lector no querría meterse
en cuestiones como la impedancia de carga, la resonancia de cavidad
o las constantes de pérdidas. Tampoco yo, por la sencilla razón de que
no las entiendo.

Piedra de toque

Donde vivo acaba de abrir hace poco una pizzería que lo ha impor-
tado todo de Italia, desde el mobiliario, hasta el horno de ladrillo,
hasta Roberto, el dueño, que para más señas dispone de un diploma
de pizzero expedido en Nápoles. Él atribuye la inconfundible cali-
dad de sus pizzas al horno de ladrillo. También conozco a algunos
cocineros domésticos que juran sobre su piedra para pizzas y panes.
¿Qué hay de cierto en todo ello? Y, si lo hay, ¿qué hace que los ladri-
llos o las piedras de cocer sean tan especiales?
Es cierto. AI cocinar un pan o una pizza sobre una superficie de pie-
dra como un horno de ladrillo o uno de esos accesorios planos de
piedra para el horno llamados piedra para pizza, la masa queda real-
mente más crujiente y tostada que si se cociera sobre una bandeja o
recipiente de metal. Y si las paredes del horno también son de piedra
o ladrillos, tanto mejor. Los primeros panaderos no tenían más re-
medio que construir los hornos con los materiales a su alcance,
como las piedras o los ladrillos hechos con arcilla. Hoy elaboramos el
pan en hornos de acero «mejorados» y tecnológicamente muy avan-
zados. E, irónicamente, el pan no queda como antes ni por asomo.
Los ladrillos y las piedras tienen unas propiedades especiales
que hacen que funcionen especialmente bien: su gran capacidad
calorífica y el alto nivel de emisividad.
La capacidad calorífica es un término técnico que indica la
cantidad de calor que puede acumular una sustancia. Si tiene una
capacidad calorífica alta, podrá absorber gran cantidad de calor sin
que su propia temperatura ascienda en exceso. Esta resistencia a
dejarse llevar por la temperatura externa actúa en dos frentes: du-
rante el calentamiento y durante el enfriamiento. Una vez ha subi-
do la temperatura de la sustancia, esta se resiste a enfriarse tanto
como a calentarse en su momento, de forma que conserva la tem-
peratura durante bastante tiempo.
Las piedras y los ladrillos tienen capacidades caloríficas más
altas que los metales. Aunque sean del mismo grosor, una base de
horno de arcilla refractaria tiene una capacidad calorífica que do-
bla la del hierro y multiplica por 2,5 la del cobre. Una vez ha al-
canzado la temperatura deseada (y eso sí puede tardar), conserva
bien el calor, se mantiene a una temperatura uniforme y resiste
bien los cambios de temperatura, aunque se coloque encima la
masa relativamente fría. Nótese también que cuanto más grande
sea el material utilizado, mayor será su capacidad de retención
del calor, del mismo modo que en una jarra grande cabe más
agua. Los grandes hornos de ladrillo de gruesas paredes siempre
han sido apreciados por sus excelentes propiedades de horneado.
A escala más pequeña, es lo mismo que sucede con una sartén
pesada y gruesa, capaz de mantener la temperatura constante
mejor que una fina.
Los ladrillos, la arcilla refractaria y las piedras presentan una
segunda ventaja, aún más importante, respecto al metal: su emisi-
vidad, enormemente superior.
La radiación infrarroja (llamada vulgarmente «calor») en un
horno es absorbida por las moléculas de los materiales a los que al-
canza, que la reemiten en su mayor parte de forma casi instantá-
nea. En algunas sustancias, en especial los metales, gran parte de la
radiación absorbida se disipa antes de poder reemitirse. Sólo un
porcentaje de la radiación (un 16 % en el caso de un horno de pa-
redes de acero inoxidable) se reemite enseguida al entorno inme-
diato: el aire del interior del horno (de modo que, técnicamente, la
emisividad de una superficie de acero inoxidable es de 0,16). El res-
to permanece en las paredes del horno y se pierde, a efectos de coc-
ción, a excepción de la radiación que de forma lenta e ineficaz lo-
gra llegar de nuevo al aire del interior del horno.
De lo dicho se desprende que, a la misma temperatura, una
piedra emite más radiación infrarroja que un metal. Y puesto que la
radiación infrarroja no penetra más allá de la superficie de los ma-
teriales, cuanta más choque con la masa del pan o de la pizza, más
crujiente y tostada quedará su superficie.
Por lo tanto, la próxima vez que se prepare una pizza en casa
o que recaliente u n a servida a domicilio, o también cuando hor-
nee una barra cualquiera de pan, colóquela sobre una piedra de
pizza precalentada. Si la piedra no está vidriada será más porosa,
por lo que tendrá la ventaja adicional de absorber el vapor gene-
rado por la parte inferior de la masa, manteniéndola seca y ha-
ciendo que resulte aún más crujiente.

Ciencia al margen

Capacidad calorífica y emisividad


• Capacidad calorífica: pensemos en el agua, una sustancia que
nos vendrá muy bien como ejemplo porque la tenemos a mano y
además tiene una capacidad calorífica relativamente alta.
Cuando calentamos agua estamos bombardeándole calorías, lo
que hace que suba su temperatura. La temperatura es una forma
de medir lo rápido que se mueven las moléculas. Dado que las mo-
léculas de agua se mantienen tenazmente unidas entre sí [por la
atracción dipolo-dipolo y los enlaces de hidrógeno], resulta relati-
vamente difícil estimularlas para que se muevan más rápidamen-
te. Para ello tenemos que añadir una caloría (nutricional) entera
de calor para conseguir aumentar la temperatura de un kilogramo
(un litro) de agua en un solo grado Celsius. (Es decir, el calor es-
pecífico del agua es una caloría por kilogramo por °C.] Y al revés,
para poderse enfriar, el agua se ve obligada a liberar gran canti-
dad de calor (esa misma caloría nutricional por kilogramo] para po-
der reducir su temperatura en 1 °C.
Un par de conclusiones a propósito de lo explicado en el párrafo
anterior: 1) se tarda «siglos» en lograr que un recipiente lleno de
agua empiece a hervir y 2) las grandes masas de agua, como los
grandes lagos o los océanos, moderan el clima de los alrededores
al no enfriarse ni calentarse tan rápido como la tierra.
• Emisividad: en cualquier entorno que supere los • grados abso-
lutos de temperatura (es decir, en todos] existe radiación infra-
rroja que recorre el espacio. Cuando la radiación choca con una
superficie, sus moléculas la absorben en parte. A continuación
dan muestras de contener más energía moviéndose más agua-
damente: enrollándose, girando y dando volteretas como una cla-
se de párvulos hiperactiva después de haber bebido Coca-Cola.
Cada tipo de molécula se mueve u oscila de una manera concre-
ta que depende de las características de la energía que es capaz
de absorber [dicho de otro modo, las distintas moléculas tienen
distintos espectros de absorción infrarroja).
Tras absorber la energía irradiada, las moléculas «excitadas» se
calman y reemiten una parte. Algunas moléculas la reemiten casi
en su totalidad, mientras que otras retienen una parte y la con-
vierten en energías de distinto tipo. Se considera que las sus-
tancias que reemiten el 1 0 0 % de la energía absorbida tienen
una emisividad 1,0 (son lo que en jerga científica se llama radia-
dor de cuerpo negro).
Por lo general, los metales tienen una emisividad muy baja porque
sus electrones sueltos pueden absorber la energía como espon-
jas. El aluminio, por ejemplo, reemite sólo el 5 % de las radiaciones
infrarrojas que chocan contra él, y el cobre menos aún, un 2 %. Por
el contrario, algunos materiales como la piedra o los ladrillos ree-
miten prácticamente toda la energía que absorben: 9Q % los la-
drillos oscuros, 93 % el mármol y 97 % las baldosas; es decir, sus
emisividades llegan a 0,90, 0 , 9 3 y 0,97, respectivamente. Ello se
debe a que las moléculas de esas sustancias están fijadas a la po-
sición que ocupan y no pueden retener la energía girando y osci-
lando. Estos materiales desperdician muy poca energía infrarroja:
reenvían la práctica totalidad de la radiación que choca contra
ellos hacia los alimentos.

El método del palillo

¿Por qué las instrucciones de los preparados para pasteles y otros


postres dicen que hay que bajar la temperatura unos grados si se uti-
liza una bandeja o un molde de pírex en vez de metal?
No todos los paquetes de preparado en polvo para pasteles lo indi-
can. Tras examinar detenidamente los interminables pasillos reple-
tos de mezclas para pasteles en mi supermercado (un nivel de ocu-
pación de estanterías sólo superado por los cereales de desayuno)
descubrí, como esperaba, una profusión de instrucciones y recetas
en las que se especificaban tiempos de cocción y temperaturas
muy distintos para todo tipo de tamaños, formas y materiales de
recipientes. Y eso sin tener en cuenta a los pobres que viven a mu-
cha altura, a los que se recomienda cambiar casi todo, desde el
tiempo y la temperatura hasta las cantidades de harina y agua.
La necesidad de cambiar el tiempo de cocción y la temperatu-
ra en función del tamaño y la forma del recipiente es fácil de expli-
car. Es una cuestión de relación entre la superficie y el volumen. Si
se distribuye el mismo volumen de masa para pastel en un molde
ancho, se expone una mayor superficie al calor del horno (o una re-
lación elevada de superficie por volumen) y el pastel se cocerá an-
tes, mientras que si se vierte la mezcla en un recipiente más estre-
cho la superficie que quedará expuesta al aire caliente será más
pequeña.
Tampoco podemos olvidar el material con el que está hecho el
molde. En mi periplo por el supermercado, vi que con las típicas
bandejas de aluminio casi todas las instrucciones recomendaban
precalentar el horno a 180 °C. La recomendación para los moldes y
las bandejas de color oscuro era de 160 °C en numerosas cajas. Mu-
chas otras indicaban 180 °C para las bandejas de pírex, pero otras
tantas recomendaban la misma temperatura tanto para recipientes
metálicos como para los de pírex, sin mencionar los de color oscu-
ro. Incluso había un fabricante, sin duda el más pasota, que decía
simplemente «180 °C (cualquier recipiente)».
¿Qué se supone que debemos hacer?
Me acusarán de echar por tierra el principio fundamental de la
retórica y, en general, de la enseñanza, pero tengo que admitir de
buen principio que ninguna de las recomendaciones sirve para
nada. Eso sí, antes le pediré al sufrido lector que me acompañe en
las explicaciones científicas que subyacen a cada una de esas reco-
mendaciones.

• Color del recipiente: los moldes de aluminio más o menos


brillante o de acero inoxidable obviamente reflejan más la
luz visible que los anodizados o antiadherentes de color
oscuro. Puesto que toda la luz que recibe un objeto debe
ser absorbida o reflejada, las superficies oscuras absorben
más que las brillantes. La luz adicional que absorben los
moldes oscuros hace que se mantengan más calientes que
los brillantes, incluso a la misma temperatura de hornea-
do. (De hecho, los humanos nos vestimos de colores claros
en verano y oscuros en invierno para controlar mejor el ca-
lor corporal.)
Pero ¿qué luz hay en el interior oscuro de un horno? La radia-
ción infrarroja, a la que mucha gente llama «luz infrarroja», aunque
no sea visible para el ojo humano. Las superficies oscuras absorben
más radiación que las brillantes o las de colores claros. Este fenó-
meno tiene especial importancia: cuando los objetos absorben la
radiación infrarroja, se calientan mucho más que si sólo absorbie-
ran la luz visible. Por eso un pastel estará listo antes en un reci-
piente oscuro que en uno claro y por eso algunos fabricantes reco-
miendan bajar y compensar la temperatura del horno.

• Material del recipiente: un molde fino de metal de cual-


quier color transmite eficazmente el calor del horno hacia
la masa. Sin embargo, los recipientes de pírex son muy ma-
los conductores térmicos y se resisten a transmitir el calor
generado por el horno al contenido del recipiente. Esto nos
deja dos opciones: hornear rápido a altas temperaturas
u hornear más lentamente, a temperaturas más bajas. De
ellas la más conveniente es la segunda, ya que el calor del
horno necesita tiempo para penetrar a través del vidrio has-
ta la masa. La diferencia entre los distintos materiales no es
abismal ni mucho menos; bastará con bajar ligeramente la
temperatura o aumentar ligeramente el tiempo de cocción
(como, de hecho, se indica en algunas de las etiquetas).

Y ahora, lo prometido. Como he apuntado antes, todas estas


cuestiones realmente no tienen importancia. Los hornos domésti-
cos no son los aparatos calibrados al milímetro que se utilizan en
los laboratorios de los fabricantes, donde una legión de técnicos de
laboratorio analiza exhaustivamente cuáles son las mejores condi-
ciones de cocción de sus preparados para garantizar que en casa el
cocinero reciba las aclamaciones de la familia y corra al supermer-
cado a comprar más. En la vida real, la temperatura de los hornos
puede presentar variaciones de hasta 15 °C respecto a la tempera-
tura que indican, por lo que la polémica sobre si se debe hornear a
165 °C o 180 °C en la mayoría de casos no tiene sentido.
Así que utilice los moldes que tenga por casa y, por supuesto,
seleccione la temperatura recomendada. Eso sí, encomiéndese a su
santo preferido, porque después de tanta deliberación sobre el ma-
terial del recipiente, la temperatura del horno y el tiempo de coc-
ción, debo decir que en la etiqueta de todos los postres preparados
que he visto el fabricante acaba admitiendo que los pasteles esta-
rán listos sólo cuando «parezcan» listos y se introduzca un palillo y
este salga limpio.
De eso se trataba, después de todo.

Ciencia al margen

Cómo funcionan los hornos


La temperatura suele considerarse la principal variable a la hora de de-
terminar cuánto va a tardar un horno en cocer tal pastel o alimento.
Sin embargo, aunque es un aspecto vital, no es más que uno de los
factores que hay que tener en cuenta. Incluso a la misma temperatu-
ra, la cantidad de energía calorífica que un alimento recibe puede ser
distinta de la que absorbe.
Por «temperatura del horno» nos referimos a la temperatura del aire
que se encuentra en el interior del aparato, que es la que se regula
con el correspondiente mando. Ahora bien, una vez se ha alcanzado
una determinada temperatura, existen tres modos por los que el ca-
lor puede transmitirse a los alimentos: por conducción, por convección
y por radiación.
• Conducción: cuando dos sustancias a diferentes temperaturas en-
tran en contacto, como el aire caliente del horno y la superficie de
un alimento, el calor pasa de la más caliente a la más fría me-
diante un proceso llamado conducción. Del mismo modo que el
agua siempre fluye hacia abajo si se le da la oportunidad, el calor
siempre tiende a fluir hacia donde la temperatura es más baja. La
energía calorífica es conducida del aire al alimento a través de cho-
ques moleculares directos. Las moléculas de aire caliente se mue-
ven más rápidamente que las frías de los alimentos (así se define
precisamente la temperatura, como el valor medio de la energía
cinética, o de movimiento, de las moléculas) y, al chocar con ellas,
las aceleran, como cuando la bola blanca golpea contra las otras
en el billar, y por tanto las calientan.
Sin embargo, la conducción es muy poco eficiente. Las moléculas
de aire están separadas entre sí años luz, relativamente hablando,
por lo que las posibilidades de que lleguen a chocar contra la su-
perficie de un pastel o un asado son remotas. La conducción fun-
ciona bastante bien cuando entran en contacto dos objetos sólidos
-por ejemplo, al tocar con las manos las asas de una olla-, pero no
entre el aire y cualquier otro objeto. Se puede meter la mano den-
tro de un horno a 95° durante varios segundos sin miedo, ya que
el ritmo de conducción de calor del aire a la piel es extraordinaria-
mente lento. Pero no intente introducir la mano en agua a la mis-
ma temperatura. Y es que el agua es mucho mejor conductora del
calor que el aire, pues sus moléculas están mucho más juntas.
¿Por qué los metales son los mejores conductores que existen?
En casi todos los demás materiales, los electrones atómicos for-
man parte de moléculas independientes, pero en los metales los
electrones pertenecen a todos los átomos a la vez. Podemos ima-
ginarnos los átomos de metal como si formaran una gran nube de
electrones compartidos. Cuando el metal entra en contacto con
las moléculas agitadas de una sustancia caliente, esa nube de
electrones se encarga de transmitir rápidamente la agitación -el
calor- al resto de la superficie del metal. Es un caso de conduc-
ción del calor.
En el horno, son mucho más significativos los otros mecanismos
de transmisión del calor: la convección y la radiación.
• Convección: las condiciones variables que se dan dentro del hor-
no, como las inevitables diferencias de temperatura entre un lugar
y otro, hacen que el aire se mueva. Las «bolsas» de aire más ca-
liente suben, mientras que las más frías descienden, de modo que
circulan y crean una corriente de convección. Esta corriente po-
tencia la eficiencia en la transmisión del calor entre el aire y los ali-
mentos, puesto que incrementa los puntos de contacto existentes
entre las moléculas de los alimentos y las de aire caliente del in-
terior del horno. Los hornos de convección le sacan el máximo
partido a este fenómeno mediante un ventilador que fuerza la cir-
culación del aire interno (o externo e insuflado al interior del hor-
no), lo que transfiere mejor el calor y acelera la cocción. Si se dis-
pone de un horno de convección en vez de uno normal, conviene
reducir la temperatura que indica la receta en unos 15 °C.
• Radiación: el tercer fenómeno por el que los alimentos se calien-
tan en el interior del horno es la absorción de radiación. La resis-
tencia del horno (o llama de gas) y las paredes y la base del hor-
no están calientes, por lo que también se calienta el aire interior,
y los objetos calientes irradian radiación infrarroja. En realidad, to-
dos los materiales, a cualquier temperatura, emiten parte de su
energía en forma de radiación infrarroja. [Véase «Capacidad calorí-
fica y emisividad», pág. 366.)
Cuanto más calor acumule un objeto, más radiación infrarroja emi-
tirá. Cuando la radiación procedente de las paredes del horno y el
aire caliente alcanzan los alimentos, las moléculas de estos la ab-
sorben y empiezan a moverse más enérgicamente. Dicho de otro
modo: se calientan.
La radiación infrarroja no equivale a calor, como se dice en muchos
libros de ciencia, sino que se trata de radiación electromagnética,
como la de radios, radares y microondas, pero con una longitud de
honda concreta, capaz de ser absorbida por la mayor parte de las
moléculas, que captan la energía y se calientan. Yo llamo a la ra-
diación infrarroja «calor en tránsito», porque la emiten los cuerpos
calientes y viaja a través del espacio, pero no se transforma de
nuevo en calor hasta ser absorbida por otro cuerpo.

Maravillas de silicona

Cada vez veo más utensilios de cocina, como espátulas o paletas para
pastelería, de silicona. Pero lo que más me sorprende son los moldes
y bandejas que parecen, a la vista y al tacto, de goma, pero que pue-
den soportar temperaturas de hasta 260 °C. ¿Cuál es el secreto?
El secreto, como podría haber dicho Julio César, es que cualquier
goma se divide en tres partes. O, si se prefiere en un lenguaje más
moderno, que aquello a lo que llamamos goma por cualquier otro
nombre no funcionaría tan bien en el horno.
Lo intentaré de nuevo. Existen tres tipos básicos de goma, pro-
cedentes de tres tipos de plantas distintas: la goma natural o cau-
cho, que se obtiene del látex o savia de un árbol tropical llamado
Hevea brasiliensis-, la goma sintética, que procede de otro tipo de
plantas, las químicas, y la goma silicónica, que proviene de una
planta química distinta. Las dos últimas han sido como un sueño
para los químicos, que durante años han intentado reproducir al-
gunas de las propiedades únicas del caucho y mejorar otras.
DuPont comercializó por primera vez el neopreno, un tipo de
goma sintética, en 1931 y, desde la década de 1940, General Electric
y Dow Corning vienen fabricando numerosas gomas silicónicas.
Estos dos productos inventados por el hombre heredaron el desa-
fortunado nombre de «goma» o «caucho» del material natural, que
fue bautizado así por el químico y clérigo inglés Joseph Priestley en
1770, tras descubrir que, si no borraba los pecados, como mínimo
sí servía para las marcas dejadas por los lápices.
Para complicar más las cosas, recientemente la palabra «silico-
na» se ha implantado, por decirlo de alguna manera, en el imagina-
rio colectivo en un contexto concreto: el aumento mamario. Sin em-
bargo, las siliconas conforman una familia de compuestos químicos
muy versátiles y con cientos de aplicaciones posibles. En cuanto a
sus aplicaciones culinarias, las láminas de silicona reforzada con fi-
bra de vidrio para cocinar Silpat, un producto francés, llevan utili-
zándose en la cocina profesional desde 1982. Estas láminas no han
llegado a nuestras cocinas hasta hace poco, pero lo han hecho en
multitud de formatos. En la actualidad, los moldes y bandejas se fa-
brican en su totalidad con silicona, no sólo el revestimiento.
La silicona no tienen nada que ver con Silicon Valley, donde se
encuentran las empresas tecnológicas por excelencia y cuyo nom-
bre no procede del silicio, material conductor utilizado en disposi-
tivos electrónicos de todo tipo. Las siliconas son compuestos quí-
micos que, como las gomas o cauchos naturales y sintéticos, están
formados por polímeros. Los polímeros son moléculas formadas
por largas cadenas de miles de moléculas más pequeñas unidas
unas a otras. Las moléculas de silicona tienen una «columna verte-
bral» formada por átomos de silicona y oxígeno que se alternan y a
los que se han unido varios tipos de átomos de carbono e hidróge-
no. Dependiendo de la longitud de las cadenas y de las caracterís-
ticas de los grupos que las acompañan, las siliconas pueden ser
líquidos (se utilizan en líquidos de frenos y aerosoles impermea-
bilizantes), geles (implantes mamarios), grasas (lubricantes y ba-
rras de labios) o elastómeros, unos materiales de aspecto gomoso
que se emplean para fabricar pelotas de goma, juntas de frigorífico
o, en la actualidad, moldes y bandejas para el horno.
Los productos para cocinar de silicona tienen unas propieda-
des muy útiles. Para empezar, la silicona es un material de natura-
leza translúcida, de modo que se le pueden incorporar los colores
más variados y llamativos (algunos fabricantes de utensilios de co-
ciña comercializan productos de silicona rojos o azules). Las ban-
dejas elaboradas con este material pueden resistir temperaturas
muy elevadas sin fundirse (sin que sus moléculas se disgreguen)
porque las moléculas son muy largas y están firmemente entrela-
zadas, como un plato de espaguetis fríos del día anterior con salsa
pegajosa. Esto permite pasarlas directamente del refrigerador al
horno, o al revés, sin miedo a que se resquebrajen; las moléculas,
que también son flexibles por separado, están tan firmemente fija-
das en su posición que el material apenas puede contraerse o ex-
pandirse durante los cambios de temperatura.
Las siliconas no absorben las microondas pero, como todos los
utensilios diseñados para los hornos microondas, suben de tempe-
ratura al estar en contacto con los alimentos calientes. Además, son
químicamente inertes, lo que permite lavar las bandejas directa-
mente en el lavavajillas, ya que no se ven afectadas por los deter-
gentes cáusticos. También son materiales no reactivos, lo que expli-
ca que sean más o menos antiadherentes; los pasteles y magdalenas
se despegan fácilmente (la mayoría de veces) porque los recipientes
son maleables y se pueden forzar manualmente. Pero no utilice los
moldes para hacer gelatina o aspic: la silicona es un aislante térmi-
co y, al colocarlos sobre agua caliente, no sale gelatina.
¿Alguna desventaja? Al ser aislantes eléctricos (una de las princi-
pales aplicaciones de las gomas silicónicas en otros ámbitos), pueden
cargarse de electricidad estática y llenarse de polvo en el armario en-
tre usos. Además, su maleabilidad a veces puede jugar malas pasadas,
por ejemplo al llevar un molde o una bandeja llena de masa de pastel
al horno. Lo mejor sería hacerlo sobre una placa para horno sin bor-
des que luego sirva para deslizaría hasta el interior del horno.
Una advertencia: como con todo en esta vida, existen diferen-
tes calidades de bandejas y moldes de silicona. Recuerde que la si-
licona no está formada por una única sustancia química. La em-
presa Dow Corning, la casa inventora del gel de silicona para
implantes de mama, fabrica decenas de formulaciones distintas de
silicona con diferentes propiedades que otros fabricantes utilizan
para moldear sus productos. Algunos no resisten tan bien el calor
como otros, así que c o m p r u e b e en la etiqueta a qué temperatu-
ra máxima pueden exponerse. Normalmente resisten entre 230 °C
y, como en el caso de los salvamanteles de silicona, 360 °C.
La forma sí importa

Las recetas dicen siempre que debemos cocinar tal o cual alimento a
una temperatura y durante un tiempo determinados. Después nos
indican que, cuando esté prácticamente hecho, comprobemos si está
en su punto, pero por lo que he podido comprobar pocas veces lo
está. ¿No debería proporcionar el autor de la receta tiempos de coc-
ción más precisos?
La respuesta, así, a lo bruto, es no; influyen demasiadas varia-
bles incontrolables.
La vida es así de cruel: cuando una receta dice que tienes que
cocinar tal alimento durante «x horas a la temperatura y» en reali-
dad no es más que una orientación, un cálculo de buena fe. Es lo
que a los duendecillos que experimentaron con la receta les fue
bien, pero no tiene por qué funcionar en su caso. En el mundo real
las cosas son, por desgracia, distintas.
Con la excepción probable de los laboratorios de investigación
de alimentos, no existen las cocciones estándar, ni los recipientes
estándar, ni una altura en el horno estándar, ni una temperatura
estándar cuidadosamente calculada. Todos los factores anteriores
pueden variar y producir resultados distintos aunque todos los de-
más se mantengan constantes. Pero como dice la Ley de Wolke de
la Perversidad Universal, «los demás factores nunca coinciden».
Nadie se atreve a ir por el mundo diciendo que un asado de car-
ne de ternera o de cerdo o un pollo o un pavo deben cocinarse du-
rante tantos minutos por cada 100 gramos de peso a una tempera-
tura determinada. Aunque la Ley de Wolke fuera falsa y las cosas
que pueden fallar fueran bien por una vez, es decir, si todos los de-
más factores se mantuvieran constantes como por arte de magia,
hay una variable sobre la que no existe control posible: la forma del
animal o de la pieza de carne. No se trata de peso, sino de forma, de
la superficie que queda expuesta al calor del horno. El calor sólo
puede alcanzar los alimentos a través de su superficie, por lo que
cuanto mayor superficie tenga el alimento en relación con su peso,
más rápido se cocerá.
Veamos un ejemplo.
Si asáramos dos trozos de carne del mismo peso (o sea, del mis-
mo volumen), uno de ellos con forma de cubo y el otro esférico, la
pieza cúbica expondría al calor un 24 % más de superficie que la es-
férica. No es más que geometría, pura y dura. Si le apetece puede
experimentarlo en su propia casa. Yo, por mi parte,

Nunca vi un pavo cúbico


Ni espero verlo jamás,
Pero puedo asegurarle de súbito
Que un 24 % más rápido, sin duda, se asará.
Otro ejemplo. Imagine que cortamos el asado cúbico por la mi-
tad, de cara a cara (no de vértice a vértice). Su superficie expuesta
aumentará un 33 %, por lo que las dos mitades deberían de tardar
teóricamente un 33 % menos en asarse que la pieza entera.
Así que la próxima vez que prepare un asado, ya sabe, ¡no se ol-
vide del compás y realice un estudio volumétrico exhaustivo de la
pieza de carne!

La temperatura y el tiempo no esperan

Pongamos que quiero asar un trozo de carne en el horno a 80 °C


durante 24 horas. ¿Utilizaría menos gas o energía eléctrica que si
disminuyo el tiempo a 3 horas y aumento la temperatura a 190 °C?
¿Y6 horas a 120 °C?
Puede parecer una pregunta enrevesada, pero es la que me hizo la
conocida escritora y experta en alimentación Paula Wolfert mientras
preparaba su libro The Slow Mediterranean Kitchen: Recipes for the
Passionate Cook (La cocina mediterránea lenta: recetas para cocine-
ros apasionados). Su planteamiento era que una cocción lenta pue-
de contribuir a que las carnes sean más tiernas, jugosas y sabrosas,
lo que sería imposible si se cocinase a mayor temperatura. Y, como
suele ser la norma, no iba desencaminada, como de hecho demues-
tran las recetas de su libro (¡aunque ninguna llega a las 24 horas!)
Siempre me ha parecido una simplificación excesiva decir que
el tiempo y la temperatura de cocción son inversamente propor-
cionales, es decir, que se pueden lograr los mismos resultados, o
parecidos, a altas temperaturas y corto plazo que a temperaturas
más bajas y a largo plazo. Se trata de un concepto desafortunado
que sólo sirve para temperaturas y tiempos de cocción muy deter-
minados, ya que cocinar no se limita simplemente a insuflar calo-
rías a un alimento. Así pues, como reza el clásico del jazz, lo im-
portante no es lo que se hace, sino cómo se hace.
Cuando hablé con Paula sobre este asunto, el mundo estaba in-
merso en una de sus crisis energéticas periódicas. A ella le preocu-
paba que cocinar a baja temperatura durante bastante tiempo con-
sumiera más energía que hacerlo en poco tiempo a temperaturas
elevadas. El enigma me fascinó y acepté gustoso el reto. Sin embar-
go, en vez de resolverlo por la vía empírica como en otras ocasiones
-lo que me habría obligado a encerrarme en la cocina durante días
con todos los aparatos eléctricos apagados a excepción del horno
(¡jamás pensé que tuviera tantos!), anotando los resultados del
contador eléctrico-, decidí adoptar la vía teórica e intentar resolver
la cuestión matemáticamente. Y esto es lo que sucedió.
La cocción en el horno puede dividirse en dos fases desde el
punto de vista del consumo de energía: el precalentamiento hasta
llegar a la temperatura deseada y el mantenimiento de la tempera-
tura alcanzada.
Naturalmente, cuanto más alta sea la temperatura que se quie-
ra alcanzar, más energía se necesitará para precalentar el horno. La
diferencia de consumo entre precalentarlo a una temperatura u
otra dependerá de las características del horno. En ambos casos el
tiempo necesario para lograrlo es muy breve en comparación con
el tiempo de cocción total, por lo que probablemente podríamos
prescindir de esta diferencia. No obstante, los menores tiempos de
precalentamiento que se requieren en las cocciones lentas a baja
temperatura sí se traducen, evidentemente, en un menor consumo
de energía.
Durante la cocción, el horno tenderá a enfriarse constante-
mente perdiendo calor a su alrededor, pero cada vez que la tem-
peratura baje de determinado nivel, el control automático del hor-
no disparará el mecanismo de generación de calor (a partir de
energía eléctrica o gas) y el horno recuperará la temperatura per-
dida. A lo largo del tiempo necesario para asar la carne, el total
de energía empleada debería de ser, por lo tanto, el mismo que el
total de la energía perdida por enfriamiento. Si seguimos esta pre-
misa, podríamos saber cuánta energía consumimos en cada una
de las dos fases de cocción calculando la pérdida energética por
enfriamiento. El tiempo de enfriamiento medio (en calorías
por hora) multiplicado por el número de horas de cocción debería
proporcionarnos la cantidad total de energía aplicada.
Para los cálculos me basé en la Ley del Enfriamiento de Newton
(sí, Isaac Newton, el mismo que vestía y calzaba), que establece que
el índice de enfriamiento de un cuerpo caliente es proporcional a
la diferencia de temperatura existente entre el cuerpo y su entorno.
En este caso el «cuerpo» era el aire del interior del horno, y los alre-
dedores, el aire de la cocina. (Las paredes del horno frenan la trans-
ferencia de calor, pero no modifican la cantidad total de calor que
al final se transfiere.)
Dado que todos los parámetros de transmisión del calor difie-
ren en cada caso, me resulta imposible calcular la pérdida de ener-
gía en términos absolutos. Sin embargo, según la Ley de Newton, sí
puedo calcular el tiempo de equilibrio: el número de horas de coc-
ción a baja temperatura en el que el consumo energético se iguala
con el de la cocción a alta temperatura. Si cocináramos a baja tem-
peratura más allá de ese punto, acabaríamos utilizando más ener-
gía que si siguiéramos el método de cocción rápida.
Veamos el resultado de los cálculos. (Los adictos a las matemá-
ticas encontrarán más detalles en el apartado «(Advertencia: mate-
máticas a la vista)», pág. 379.)
En el primer supuesto que propone Paula Wolfert en su pre-
gunta, la cocción lenta de un asado a 80 °C, el punto de equilibrio
energético se sitúa en unas 9 horas. Por tanto, si asamos la carne
durante 24 horas a esta temperatura, el uso de energía será sensi-
blemente mayor que si la asamos durante 3 horas a 190 °C. En cual-
quier caso, 24 horas a 80 grados no deja de ser un ejemplo excesivo
y, nunca mejor dicho, un tanto trasnochado.
En el segundo supuesto, el punto de equilibrio energético del
método de cocción lenta a 120 °C ronda las 5 horas, mucho más
cercano a las 6 horas que propone Paula al final de la pregunta,
así que ¡ánimo, Paula!, la reserva estratégica no peligra con tus
guisos.
En resumen: cocinar despacio no tiene por qué requerir más
energía que hacerlo con rapidez, siempre y cuando la temperatura
que utilicemos no sea excesivamente baja. El umbral de lo factible
se sitúa quizá entre 105 °C y 120 °C, pero si el consumo energético
no le preocupa tanto le recomiendo encarecidamente que se suel-
te la melena y haga todo tipo de pruebas a partir de 75 °C, tempe-
ratura suficiente para matar la mayoría de gérmenes. Como reco-
mienda Paula Wolfert en su libro The Slow Mediterranean Kitchen:
marque o dore superficialmente la carne al principio para dar
cuenta de los gérmenes superficiales antes de bajar la temperatura
del horno hasta el nivel deseado.

Ciencia al m a r g e n

(Advertencia: matemáticas a la vista)


Para comparar los métodos de asado rápido (r) y lento [I] de una pieza
de carne hasta llegar a un grado determinado de cocción, deberemos
considerar la cantidad total de enfriamiento del horno durante la cocción
rápida (durante h horas a T grados] y la cantidad total de enfriamien-
r r

to del horno durante la cocción lenta (durante h horas a T grados).


t :

Para obtener el número de horas de cocción lenta cuyo consumo de


energía es igual al del método rápido, equipararemos los dos niveles
de enfriamiento y calcularemos h¡, el tiempo de equilibrio del método
de cocción lenta.
Para ello partiremos de la Ley del Enfriamiento de Newton, que se ex-
presa así:

-dT/dt = k(T-T ,) ambiente

donde T es la temperatura del horno, t el tiempo y T ambiente la tempe-


ratura ambiente de la cocina. La constante k depende del horno utili-
zado y se considera coincidente en ambos métodos de asado.
Si las fluctuaciones de temperatura del interior del horno son relativa-
mente pequeñas en comparación con las temperaturas del horno en
sí, y si los sucesivos periodos de enfriamiento son relativamente bre-
ves en comparación con el número de horas de cocción, podemos
acercarnos al diferencial de enfriamiento dividiendo la diferencia de
temperatura entre el tiempo de enfriamiento. Por otra parte, conside-
raré que los tiempos totales necesarios para que se complete un ciclo
de calentamiento/enfriamiento en ambos métodos de cocción son,
cuando menos, comparables. El método de asado lento, aunque más
prolongado, requiere menos ciclos de recalentamiento a causa de su
enfriamiento más lento, lo que justifica en parte esta decisión.
Todo esto nos da la siguiente ecuación:

h, = h (T -T ) / (T,-T
r r anbientente ambiente .)
Traducido a palabras, el número de horas de cocción lenta necesarias
para consumir la misma energía que con la cocción rápida es igual al
número de horas de cocción rápida multiplicado por la diferencia en-
tre la temperatura del horno y la temperatura ambiente en la cocción
rápida, dividido por la diferencia entre la temperatura del horno y la
temperatura ambiente en la cocción lenta. No importa que las tempe-
raturas se expresen en grados Fahrenheit o Celsius, ya que lo único
que cuenta son las diferencias de temperatura.
Volviendo a los ejemplos de Paula, si con el método rápido tardamos
3 horas en asar la carne [hr = 3) a una temperatura Tr = 190 °C, el
tiempo de equilibrio h¡ para la cocción lenta a una temperatura T¡ =
90 °C deberá ser necesariamente de 8,6 horas. Para asar lenta-
mente a la temperatura T,= 120 °C, el punto de equilibrio energéti-
co se sitúa, en cambio, en 5,1 horas.
No entiendo por qué Paula decidió no incluir estos cálculos en su libro.

Pierna de c o r d e r o asada lentamente al estilo


Paula W o l f e r t , glaseada al a r o m a de granada
y c o n g u a r n i c i ó n de cebolla r o j a y perejil

La cocción a bajas temperaturas deja la carne poco hecha y tan tierna


que se deshace. Primero se dora la pierna en el horno caliente y, a con-
tinuación, se baja la temperatura a 110 °C. La cocción se prolonga has-
ta que la temperatura interna de la carne alcanza unos 55 °C. Antes de
trincharla, hay que dejarla reposar y dejar que su temperatura suba len-
tamente hasta unos 60 °C; la carne quedará poco hecha y muy jugosa.
Al trinchar la carne, conviene empezar por la parte más estrecha y
cortar de forma perpendicular al hueso principal. Para que quede tier-
na, lo mejor es cortar en la dirección de las vetas. Sirva esta pierna
de cordero de inspiración turca con la tradicional guarnición de cebo-
lla roja y perejil.

1 pierna de cordero sin deshuesar (de aproximadamente 2,5 kg)


2 cucharadas de concentrado de granada o melaza
1 / de taza de agua
3

1 1 / 2 cucharadas de aceite de oliva virgen extra


1 / taza de cebolla picada fina
2

4 dientes de ajo grandes majados


2 cucharaditas de concentrado de tomate
1 cucharadita de pimienta cayena molida, preferentemente de
Aleppo o Turquía
Una pizca de azúcar
Sal y pimienta negra recién molida
1 taza de caldo de pollo o vegetal
1 a 2 cucharadas de mantequilla sin sal
Cebolla roja y perejil para elaborar la guarnición [véase la
receta más adelante)

1. Entre cinco y seis horas antes de servir la pierna de cordero, re-


corte la grasa sobrante, de modo que sólo quede una capa de
aproximadamente medio centímetro. En un cuenco grande y pro-
fundo diluya el concentrado de granada en agua. Incorpore, sin de-
jar de remover, el aceite de oliva, la cebolla, el ajo, el concentrado
de tomate, la cayena y el azúcar. Bañe con la mezcla resultante la
pierna de cordero, por los dos lados, y déjela marinar durante un
par de horas (máximo tres) a temperatura ambiente, dándole la
vuelta una o dos veces.
2. Unas tres horas antes de servir, coloque una rejilla en el tercio in-
ferior del horno. Precaliente el horno a 2 3 0 °C.
3. Coloque la pierna de cordero, con la parte más grasa hacia arri-
ba, en una parrilla sobre una plancha engrasada. Salpimiente ge-
nerosamente la carne e introdúzcala en el horno. Reduzca inme-
diatamente la temperatura del horno a 120 °C. Deje que la pierna
se ase durante una hora y tres cuartos y riéguela con los jugos
ocasionalmente durante este tiempo. Dele la vuelta y siga regan-
do mientras la carne se asa otra media hora o hasta que la tem-
peratura interna de la carne alcance unos 55 °C.
4. Retire la pierna de cordero y colóquela sobre una tabla para po-
derla trinchar. Cúbrala por encima con papel de aluminio y déjela
reposar durante un cuarto de hora o veinte minutos. (Durante
este tiempo, la temperatura interna de la carne ascenderá a
aproximadamente 60 °C). Entretanto, desgrase el jugo que se
haya acumulado en la bandeja. Vierta el caldo, ponga la plancha
a fuego medio y remueva para rascar y despegar los trocitos ma-
rrones que hayan quedado adheridos a la base. Deje hervir hasta
que la salsa se reduzca y se espese. Corríjala de sal y manténgala
caliente.
5. Trinche la carne, sírvala con la salsa y acompáñela con la guarni-
ción de cebolla roja y perejil.

SALEN DE 6 A 8 RACIONES

Guarnición de cebolla roja y perejil

2 cebollas rojas picadas finas


1 cucharadita de sal gorda
1/ taza de perejil de hoja plana fresco y picado
2

1 cucharadita de bayas de zumaque*

Reboce la cebolla roja en la sal gorda y frote los granos para que pe-
netren en los trozos de cebolla. Déjela reposar durante 5 minutos.
Lávela bajo el grifo con agua fría y séquela concienzudamente. Mez-
cle la cebolla con el perejil y el zumaque. Sírvalo antes de media hora.

SALE 1 TAZA APROXIMADAMENTE

* El zumaque es una baya no venenosa que se utiliza para condimentar pla-


tos, a los que aporta un sabor original y penetrante a limón. Lo encontrará
molido en herboristerías o en especierías. Si hay de varios tipos, elija el de
mejor calidad, que procede de Jordania. Para que no pierda sus cualidades,
consérvelo en el congelador.
Capítulo 1 0
ñapas para insaciables

La costumbre de darle a alguien un regalo para complementar per-


vive de una forma u otra en todas nuestras sociedades.
En restaurantes y taxis pagamos sin pensarlo una propina ade-
más de la cuenta. Y, por motivos que nunca he conseguido enten-
der, a los trabajadores de muchas empresas -pero, por desgracia,
no a los de las universidades- se les da de vez en cuando un extra
llamado bonificación. (¡Como si fuera lo más normal!)
Antes de que aparecieran los supermercados, por el precio de
doce huevos te llevabas trece. Este aumento del 8,33 % en el pro-
ducto entregado en una compra -acompañado, como pensará el
escéptico, del consiguiente aumento enmascarado en el precio-
era una inteligente manera de vender más huevos aprovechando
que el concepto de docena estaba muy arraigado en la mente del
consumidor. Si al comprar una docena de huevos te llevas trece, no
sólo te llevas un huevo de más, sino que además tienes la impre-
sión de que ese huevo te está saliendo gratis. Es una docena ama-
ñada, como yo la llamo, pero seguro que hace a los clientes sentir-
se bien.
A veces los restaurantes sirven algún capricho al final al que in-
vita la casa, y que no aparece ni en la carta ni en la cuenta. El obje-
tivo es el mismo: hacer que el cliente se sienta bien. (En Latinoamé-
rica lo llaman ñapa, u n a palabra criolla que en el pasado se
utilizaba para referirse a algo que el comprador añadía gratuita-
mente a la compra del cliente para animarlo a regresar en el futuro.)
Cada vez que me sirven algún obsequio de la casa en un restauran-
te, mi cinismo se esfuma y pienso «¡Oh, qué amable por su parte!».
En honor a la tradición (y porque no se me ocurría sitio mejor),
he decidido incluir unas cuantas ñapas en este último capítulo
para aquellos lectores de curiosidad insaciable; cuestiones varias
sobre lengua, cocina y ciencia con las que pondré la guinda final a
este festín divulgativo que espero que haya sido de su agrado.
Parafraseando un célebre y agramatical eslogan de la televisión
norteamericana, «a nadie no le gusta el chocolate». Así, y puesto
que empezamos este ágape juntos con algo para beber, lo acabare-
mos con dos postres de chocolate que confío que le dejen un sabor
de boca duradero y agradable.

Cuida lo que dices

Apreciado Dr. Wolke, ¿podría escribir algo sobre la utilización inco-


rrecta de términos técnicos relacionados con la comida? Su lector in-
condicional, R. L. Wolke.
Será un placer. Gracias por proporcionarme una excusa para ha-
cerlo; de lo contrario, hablar sobre lenguaje en un libro sobre cien-
cia gastronómica podría haber parecido fuera de lugar. La lengua
es para mí uno de nuestros más preciados tesoros, así que agra-
dezco la oportunidad que me brinda su pregunta para responder y
aclarar algunos conceptos.
Soy de esa clase de personas que, en los restaurantes, primero
se lee la carta en busca de errores ortográficos y después piensa lo
que quiere. Este epígrafe no va sobre ortografía, pues a cualquiera
se le puede escapar un gazapo, pero comentaré uno contra el que sí
tengo queja. La palabra restaurador no lleva «n», ni en español ni en
el francés restaurateur. En el siglo xvm, antes de que la palabra em-
pezara a aludir al dueño de un establecimiento en el que servían
comidas, los franceses la empleaban para referirse al posadero que
regentaba una posada junto al camino. Los viajeros podían descan-
sar allí con sus caballos y a veces comer algo, normalmente un pla-
to para recobrar fuerzas o restaurant, una buena escudilla de sopa,
por ejemplo. El cocinero, que a menudo era el mismo posadero, te-
nía el honor de llamarse el restaurateur, es decir, el restaurador.
Sólo un error ortográfico más (no puedo resistirme): la seta
shiitake se escribe con dos íes. Con una sola i se transforma en una
malsonante expresión en inglés que podría dar a los anglosajones
una idea muy equivocada de lo que se está sirviendo en el restau-
rante.
Pasemos ahora a un par de confusiones que me sacan de mis
casillas. Sé que por mucho que diga no evitaré que los conceptos y
términos siguientes se utilicen mal, pero es mi deber moral acla-
rarlos; se lo debo a mi amor por las lenguas. Lo llamaré, pues, el
apartado de las causas perdidas.

• Fuego fuerte: los cocineros utilizan a menudo la expresión


«cocinar a fuego fuerte» cuando en realidad quieren decir
«cocinar a altas temperaturas». Entiendo que sea cómodo
decir «Cocine tal y cual a fuego fuerte (o bajo)» para decir
que se cocine a mucha (o poca) temperatura; el objetivo es,
en realidad, aplicar una mayor (o menor) temperatura a los
alimentos. Se trata de un problema de precisión provocado
por la confusión entre calor y temperatura.

Veamos cuál es la diferencia entre calor y temperatura. Una olla


de sopa caliente puede estar a cierta temperatura, es decir, conte-
ner cierta cantidad de calor por gramo. Cuando se saca una cucha-
rada de sopa de la olla, la sopa está a la misma temperatura en la
cuchara que en la olla, pero en la cuchara el calor es mucho menor
porque contiene mucha menos sopa.

• Derretir: ¿cuántas veces ha oído decir que el azúcar se de-


rrite en el café caliente? Pues no es cierto.

Derretirse es convertirse un sólido en líquido como conse-


cuencia del calor. Ni el té ni el café están lo suficientemente ca-
lientes como para derretir el azúcar. Cada sólido tiene su punto de
fusión, la temperatura a la que se produce la transformación
de sólido en líquido. El hielo se funde a 0 °C; la sal (cloruro de so-
dio), a 801 °C, y el hierro, a 1.538 °C. Para derretir el azúcar (sucro-
sa) en una sartén se necesitan 177 °C, la temperatura que se al-
canza al caramelizar el azúcar o hacer dulce de cacahuete u otros
caramelos, pero en agua caliente el azúcar no se derrite, porque no
sobrepasa los 100 °C.

• Disolver: el azúcar y la sal no se derriten en el café o en el


caldo, sino que se disuelven (del latín dissolvere, que signi-
fica fragmentarse). Las estructuras cristalinas del azúcar y
la sal en estado sólido se desintegran o fragmentan; como
resultado, liberan una serie de fragmentos submicroscópi-
cos (moléculas o iones) que nadan libremente entre las mo-
léculas de agua. En el agua, el azúcar y la sal no se convier-
ten en grumos fundidos, como cuando se funden por
acción del calor; permanecen invisibles y disueltos, «en so-
lución».

No se le ocurra escribirme ahora para decirme que derretir apa-


rece definido en su diccionario como «1. cambiar de estado sólido
a liquido, normalmente por medio del calor» y «2. disolver, desin-
tegrar». Los lexicógrafos compilan algunos diccionarios con el cla-
ro propósito de reflejar el uso cambiante de la lengua, no de dicta-
minar lo que está bien y lo que está mal. Este trabajo recae muchas
veces sobre puristas como yo.

Es natural, ¿sí o sí?

En la lista de ingredientes de muchos alimentos envasados dice que


llevan «aromas naturales», pero luego, en la tabla de información
nutricional, no aparecen. ¿Qué añaden y por qué no están obligados
a decir de qué se trata en la etiqueta? ¿Se trata de sal? ¿De enzimas?
¿De qué se trata? El adjetivo «natural» no aporta mucha informa-
ción. Mi profesor de química solía rechistar diciendo que todo en la
Tierra es natural.
Este profesor de químico está de acuerdo. Si no es natural, ¿qué es?
¿Supernatural?
Mi diccionario da quince acepciones del adjetivo «natural»,
desde «no adoptado» (para el padre de un niño) hasta «ni sosteni-
do ni bemol» (para una nota musical). Su confusión es perfecta-
mente... natural.
Muchos consumidores parecen creer que natural es sinónimo
de bueno o saludable, por oposición a cualquier cosa elaborada o
procesada por los humanos. Sin embargo, la naturaleza oculta en
los alimentos numerosos compuestos químicos decididamente
antipáticos. Muchos de los compuestos químicos responsables del
sabor natural de algunos alimentos, presentes en minúsculas can-
tidades, resultarían tan tóxicos en cantidades mayores que no se
autorizarían nunca como aditivos.
La amigdalina, por ejemplo, un glucósido «natural» presente en
los huesos de albaricoque y melocotón, reacciona con una enzima
del estómago y produce ácido prúsico (cianuro de hidrógeno), el
gas letal empleado en la ejecución de criminales convictos. Un de-
rivado de la amigdalina similar, el laetrilo, se utiliza como cura con-
tra el cáncer en algunas clínicas de medicina alternativa. Sin em-
bargo, él hecho de que la Asociación Norteamericana de Lucha
contra el Cáncer haya declarado que se trata de un fraude no ha di-
suadido a muchos norteamericanos de viajar a México para some-
terse a «tratamiento».
El ácido prúsico también se halla en el tubérculo de la mandio-
ca, conocido por otros nombres como raíz de yuca o tapioca. Antes
de rallar el tubérculo para convertirlo en harina u otros productos,
es imprescindible lavarlo a fondo para eliminar el veneno. En las
calles de Venezuela compré más de una vez a unos niños tortas de
pan de yuca, secas y crujientes, de 45 centímetros de diámetro,
confiando que las habrían lavado bien, y de momento sigo vivo.
Para limitar el uso indiscriminado del adjetivo natural en las
etiquetas de los productos, en Estados Unidos la Agencia Federal
de la Alimentación y el Medicamento (FDA) ha establecido una de-
finición, al menos en el contexto de los aditivos saborizantes. El
ubicuo «totalmente natural», que los fabricantes emplean para
vender desde productos cosméticos a detergentes para el cuarto de
baño (¡santo cielo!, ¿quién querría utilizar un detergente artificial
para el cuarto de baño?), no está regulado y probablemente es im-
posible hacerlo, pues los fabricantes pueden referirse con él a cual-
quier cosa que les interese, incluso aunque no sea nada.
La definición oficial de saborizante natural publicada por la
FDA en el Código de Reglamentos Federales (21CFR101.22) está
formada por más de un centenar de palabras y cubre meticulo-
samente cualquier laguna jurídica imaginable. Hasta los mejo-
res abogados se deben de ver obligados a estrujarse el cerebro
las 24 horas del día para entenderla, incluso a u n q u e sepan qué
significan las palabras «hidrolisato» y «lisis enzimática» que apa-
recen en el articulado.
Un saborizante natural se define, simplificando, como una sus-
tancia extraída, destilada u obtenida por cualquier otro método de
materia vegetal o animal, sea directamente de esta materia o des-
pués de haberla asado, calentado o fermentado. Fíjese que la «ma-
teria animal» está incluida en la definición, una revelación que im-
pactará a los vegetarianos hasta lo más profundo de sus zanahorias
y hará a quienes siguen la tradición kosher de separar la carne y los
productos lácteos acudir corriendo a su rabino en busca de conse-
jo. Los animales, sin embargo, son tan naturales como las plantas,
¿o no? Otro detalle importante es que los sabores naturales no tie-
nen por qué venir del alimento al que están dando sabor. Un sabo-
rizante químico natural, por ejemplo, derivado del pollo - q u e no
ha de saber necesariamente a pollo- se puede emplear como aditi-
vo en una lata de ravioli de ternera.
Para saborizante artificial, la FDA da una definición más direc-
ta: la de cualquier sustancia que no encaje en la definición de sa-
borizante natural. Lo irónico del caso es que, pese a ser descarada-
mente artificiales, los saborizantes químicos sintéticos se aceptan
en todas las dietas restrictivas, desde la vegana hasta la kosher,
pues no son ni animales ni vegetales. (No encontrará ningún pre-
cepto religioso o filosófico que diga algo en contra de la 2,6-dime-
tilpiracina, el principal saborizante químico artificial del chocola-
te.) Nuestro aparato digestivo, por otro lado, no reconoce como
comida la mayoría de compuestos químicos que forman los aditi-
vos, tanto naturales como artificiales, por lo que no los metaboli-
za. Esto explica que no aparezcan en la tabla de información nu-
tricional: no son nutrientes y sólo están presentes en cantidades
mínimas.
No siempre se tiene en cuenta que todos los aditivos que dan
sabor, naturales o artificiales, los fabrica el ser humano. Para fabri-
car un sabor artificial, un químico especialista en sabores (un sa-
borista) ha de seleccionar y mezclar en el laboratorio la cantidad
justa de los compuestos químicos adecuados y simular un sabor
natural. Para fabricar un sabor natural, alguien debe extraer y des-
tilar o concentrar, en otro laboratorio o fábrica, los compuestos sa-
borizantes de algún animal o planta en estado crudo.
Menos atención se presta incluso al hecho de que, en muchos
casos, los saborizantes químicos fabricados por el hombre son
idénticos a los que nos proporciona la naturaleza. Por ejemplo, uno
de los saborizantes químicos principales de los plátanos es el ace-
tato de isoamilo, que se puede producir por síntesis y utilizar como
sucedáneo (bastante mediocre) del sabor a plátano.
No obstante, en la mayoría de casos, los sabores naturales son
mucho más complejos. En el sabor de los mangos se han identifi-
cado unos treinta y siete compuestos químicos diferentes; en el
aroma del café, más de ochocientos. Para imitar el efecto de estos
sabores naturales en el paladar, el saborista debe mezclar más de
una docena de compuestos químicos, pues ninguno da en el clavo
por sí solo.
Un caso interesante es el de la vainilla, muchos de cuyos sabo-
res naturales proceden del 2 % de vainillina que contiene. La vaini-
llina es mejor conocida entre los químicos por su nombre de pila,
4-hidroxi-3-metoxi benzaldehído. Si se extrae junto a otros sabores
naturales en alcohol, el producto puede etiquetarse como extracto
puro de vainilla, un saborizante «natural». En cambio, si el produc-
to contiene vainillina sintética, que puede fabricarse mediante di-
ferentes métodos, debe etiquetarse como vainilla de imitación.
De todas formas, tome nota: si al fabricar la vainillina de sínte-
sis, además de combinar los compuestos químicos en el laborato-
rio, se deja que las bacterias fermenten ácido ferúlico, un com-
puesto químico obtenido del maíz o el arroz, el resultado sí se
puede etiquetar como sabor natural de vainilla. ¿Por qué? Porque la
fermentación se considera un proceso «natural». La vainillina ob-
tenida por fermentación es, con todo, idéntica a la fabricada en el
laboratorio.
Pero vayamos a lo que, a fin de cuentas, interesa a los cocine-
ros: ¿el sabor artificial de vainilla sabe igual de bien que el sabor
natural? Pues bien, los jurados de cata organizados por la revista
Cook's Illustrated a lo largo de varios años prefirieron el sabor imi-
tación de vainilla que el producto natural. Ahí tiene.

Gota a gota

He observado un curioso e interesante fenómeno en los cartones de


leche y zumo de naranja. Una vez vacío las «últimas» gotas, siempre
puedo esperar un rato, volver a intentarlo y sacar un poco más de lí-
quido. ¿Cómo se explica?
Así que usted también se ha dado cuenta... Sucede al «vaciar» cual-
quier tipo de envase, incluidas las cocteleras y las botellas de vino.
No le había prestado mucha atención a este fenómeno, pero su
pregunta me ha llevado a investigar y a descubrir a qué se debe.
Lo que sin duda sucede al «vaciar» el líquido es que una parte
topa en las paredes del envase con asperezas o puntos que no se
dejan mojar. Estas asperezas o puntos frenan el avance de peque-
ñas gotas de líquido, que quedan atrapadas mientras el envase per-
manece invertido. Al volver a ponerlo boca arriba, las gotas caen de
nuevo hacia abajo. Hallan el camino despejado, pues ya lo habían
recorrido antes de quedar trabadas, y se reúnen con las demás en el
fondo. Todas juntas forman un charco, que pesa más que cada gota
por separado, así que cuando se vuelve a invertir el envase avanzan
en bloque por las paredes sin que las detengan las asperezas.
Espero que sea más feliz ahora que sabe la respuesta. Yo lo soy.

Dulces nubes

Me llaman la atención las nubes. Ya de pequeña me preguntaba


cómo se habría inventado esta golosina dulce y esponjosa de textura
tan extraña. ¿Es muy antigua?
La versión moderna nació hace sólo unos cien años, pero los ante-
cedentes de esta vieja golosina se remontan a varios miles de años
atrás.
El mágico material de la nube, también conocida como jamón,
se obtiene de la planta malvavisco (Althaea ojficinalis). De hecho,
en México se la conoce por este nombre. Las raíces del malvavisco
contienen una savia dulce y gomosa que lleva utilizándose unos
cuatro mil años en repostería, aunque también se ha empleado
como remedio por sus supuestas propiedades medicinales.
A finales del siglo xix, los fabricantes de caramelos no daban
abasto ante la enorme demanda de malvavisco, así que inventaron
un sucedáneo elaborado a base de azúcar, almidón y gelatina. En la
actualidad, la mayoría de nubes se fabrican con jarabe de maíz,
azúcar, almidón modificado y gelatina. (El almidón modificado es
un almidón tratado química o físicamente para mejorar sus pro-
piedades a efectos de su utilización en la industria; se puede modi-
ficar, por ejemplo, para que se mezcle o espese en agua fría.)
Lo que más seduce de la nube es su singular textura esponjosa,
que no se encuentra en ningún otro alimento. Para conseguirla, se
bate con fuerza una mezcla de jarabe de maíz, azúcar, agua y gela-
tina a una temperatura alta (116 °C) hasta que se obtiene una espu-
ma cuyo volumen dobla o triplica el de la masa original. Al enfriar-
se la mezcla y espesar la gelatina, quedan atrapadas numerosas
burbujas microscópicas. El resultado es una espuma sólida cuya
densidad corresponde tan sólo al 35-45 % de la del agua.
Técnicamente, una espuma es una suspensión de burbujas ga-
seosas en un líquido. Las burbujas son tan diminutas (de tamaño
coloidal) que nunca emergen a la superficie, sino que permanecen
suspendidas en el líquido. Con frecuencia, seguimos llamándola
espuma aunque el líquido se haya solidificado o evaporado, como
sucede con las nubes, la espuma de poliestireno (comercializada
con la marca Styrofoam) y los merengues al horno. Las espumas se
pueden estabilizar con agentes emulsionantes como el jabón o de-
terminadas proteínas, es decir, se puede evitar que las burbujas de
aire se unan para formar burbujas de mayor tamaño. En alimenta-
ción se prefieren los estabilizadores de proteína: la gelatina, la ca-
seína de la nata montada y las albúminas de las claras de huevo uti-
lizadas en el merengue cumplen esta función.
Las nubes suelen tener forma de cilindro, con unos 2,5 centí-
metros de diámetro y otros tantos de largo. Esto tiene una explica-
ción. En las fábricas de nubes la espuma líquida se hace pasar a tra-
vés de un largo tubo de 2,5 centímetros de diámetro mientras se
enfría; el churro que va saliendo por el otro extremo del tubo se
corta después en trozos de aproximadamente la misma longitud.
La textura de las nubes se controla ajusfando la proporción de
los ingredientes y el batido. De este modo, se consiguen desde nu-
bes semilíquidas hasta otras más gomosas y maleables que se pue-
den hasta recubrir de chocolate, pero que nunca son tan blandas
como uno espera.
Si ha llegado hasta aquí, se estará preguntando qué pasa cuan-
do clavamos una nube en un pincho y la tostamos al fuego de la ho-
guera. ¿Me equivoco? El calor desprendido por el fuego derrite la
gelatina y carameliza el azúcar, lo que produce una sustancia pe-
gajosa caliente con sabor a caramelo que «yinyanea» la boca con
calor y dulzor. Ahora bien, como en toda cuestión culinaria, hay
dos maneras de tostar una nube y sólo una es correcta.
Método incorrecto: sostenga la nube directamente sobre la lla-
ma hasta que prenda y deje que arda hasta que le quede crujiente
y negra por fuera. No se amilane por el hecho de que la costra esté
formada por una mezcla de carbono indigerible y alquitranes
amargos e incontestablemente cancerígenos.
Método correcto: espere a que se apague la llama y sólo queden
las brasas; sostenga la nube a bastante altura y vaya girándola has-
ta que se dore suavemente y por todos lados por igual. (La pacien-
cia es la madre de la ciencia.) Si prende, sople enseguida para apa-
gar la llama, déjela enfriar unos segundos y siga tostándola.
Con los boy scouts aprendí que había unas largas ramitas verdes
que no prendían y las íbamos a buscar. Hoy en día, en Estados Uni-
dos, hasta se pueden comprar paquetes de pinchos de la marca
Smorstix para tostar las nubes. Según el fabricante, están «fabrica-
dos al 100 % con abedul del papel sin tratar, sin aditivos, suciedad
ni mugre» y permiten tostar las nubes con conciencia medioam-
biental en vez de «pisotear el sotobosque y dañar los árboles y los
bosques» en busca de ramitas. ¡Ay, qué fue de aquellos tiempos de
mi infancia políticamente incorrectos!
Una curiosidad sobre el origen del nombre de esta marca. Smors-
tix viene de s'mores, un postre que preparaban tradicionalmente las
Girl Scout en Estados Unidos. Según la receta de un manual de chi-
cas scout de 1927, había que introducir dos nubes tostadas y una
tableta de chocolate entre dos galletas; el calor de las nubes derre-
tía el chocolate y el relleno se volvía todavía más pegajoso.
Para aquellos que no tienen acceso a una barbacoa o a una ho-
guera, he creado los volcanes de nube (esta vez he sido yo, no le
echen la culpa a Marlene). Es la alternativa casera a las nubes tos-
tadas al aire libre.

Volcanes de nube

Estos deliciosos dulces de nube, crujientes por fuera y blandos por den-
tro, no tienen igual en el mundo. Prepararlos y ver cómo se hacen es,
además, de lo más divertido. Luego podrá presumir ante sus amigos.

6 nubes grandes [no las miniatura]


2 cucharaditas de azúcar glas aproximadamente

1. Coloque las nubes en un plato apto para microondas; dispóngalas


en círculo, verticales y bien separadas, como si fueran los menhi-
res de Stonehenge.
2. Caliéntelas en el microondas a máxima potencia, observando
cómo se hinchan y doblan o triplican su tamaño. Detenga el mi-
croondas cuando se hundan por la parte de arriba como si les hu-
biera salido un cráter de volcán de color marrón, tras un minuto
y medio más o menos. (El tiempo depende de la potencia del mi-
croondas.)
3. Retire el plato con cuidado (puede que queme), colóquelo sobre la
mesa de trabajo y deje que se enfríe del todo; las nubes se desin-
flarán y caerán.
4. Retire cada «volcán» del plato (se pegará bastante), moje la base
en azúcar glas y colóquelo en un plato o bandeja para servirlo.
Quedará crujiente como un merengue por fuera y gomoso por den-
tro, con una capa de azúcar caramelizado en el centro, como si
fuera una nube tostada al fuego pero invertida.

Su aspecto tal vez no sea espectacular, pero una vez los pruebe se-
guro que querrá repetir.

Ciencia al margen

Cómo se forman los volcanes de nube


En el interior de la nube, la energía de las microondas transforma el
agua en vapor, que primero hincha la nube y luego, cuando se sobre-
pasa el límite de elasticidad de la gelatina, escapa a través de un agu-
jero que forma en la parte de arriba.
Entretanto, el azúcar empieza a caramelizarse por acción del calor. La
deshidratación es la primera fase en la compleja serie de reacciones
químicas que dan lugar a la caramelización, así que el azúcar deshi-
dratado del interior es lo primero que se carameliza. Las partes ex-
ternas de la nube, saturadas todavía con vapor, no se caramelizan,
pues necesitan más tiempo que el indicado en la receta. Al enfriarse
la nube, el vapor se condensa y la espuma se desmorona.

El alimento de los dioses

Últimamente las tiendas de alimentación de lujo traen barras de


chocolate de diferentes países. Algunos de mis amigos hablan sobre
las propiedades de los diferentes chocolates y las comparan como si
se tratara de vino. Sobre todo hablan de los «porcentajes», pero ¿a
qué se refieren esos porcentajes? Tampoco acabo de comprender los
ingredientes que figuran en el envoltorio. Si me diera algunas pistas,
quizá podría ser tan esnob como mis amigos.
Los norteamericanos no parecieron enterarse hasta hace unos
años de que existen otros tipos de chocolate aparte de las típicas
barritas o golosinas de chocolate con leche; ahora se han dado
cuenta de que una buena tableta de chocolate, a diferencia de las
chocolatinas, les ofrece todo un nuevo mundo de sabores por des-
cubrir. Las tabletas de chocolate negro, del país y exportadas, han
invadido los anaqueles de los supermercados. Entre los sibaritas,
las catas de chocolate amenazan con relevar a las catas de vino
como actividad lúdica y educativa.
Las listas de ingredientes de los envoltorios de chocolate son,
efectivamente, bastante confusas, pues la mayoría de los ingre-
dientes no se mencionan por su nombre. Analicemos a fondo, por
lo tanto, los contenidos de una buena barra de chocolate negro.
El chocolate se obtiene de los granos de cacao, las semillas de
la fruta del árbol tropical Theobroma cacao (Theobroma significa li-
teralmente «alimento de los dioses», nombre elegido a todas vistas
por algún chocófilo taxonomista). Los mayas y aztecas ya emplea-
ban el amargo grano de cacao, pero sólo como especia. Fue a su lle-
gada a Europa cuando empezó a endulzarse con azúcar.
El porcentaje indicado en el envoltorio alude a la cantidad de gra-
no de cacao empleado en la fabricación de la tableta, es decir, al
contenido de cacao auténtico. Los granos de cacao naturales con-
tienen un 54 % de grasa y un 46 % de materia vegetal sólida y dura.
El porcentaje del envoltorio de una tableta de chocolate corres-
ponde, así pues, a la suma de la grasa (llamada manteca de cacao)
y los elementos sólidos.
El resto de la tableta se compone casi exclusivamente de azú-
car: alrededor de un 25 %, por tanto, en una tableta del 75 %. Cuan-
to más alto sea el porcentaje indicado en el envoltorio, menos dulce,
más amargo y más complejo será el sabor. Entre los ingredientes
menores, que no suelen estar presentes en más de un 1 %, están la
vainilla o vainillina (un sabor artificial) y la lecitina, un emulsio-
nante que se obtiene de la soja y que le da al chocolate una consis-
tencia más suave y cremosa.
Estos son, resumiendo, los tres principales ingredientes del
chocolate y sus sinónimos. Indico en negrita los términos que
prefiero (y espero que el m u n d o los adopte tal cual o sus traduc-
ciones).

• Licor de chocolate, cacao, torta de cacao, pasta de cacao o


licor de cacao: todos estos nombres se refieren a la materia
prima del chocolate, las semillas de cacao molidas. Se habla
de pasta o licor porque la fricción de la molienda derrite la
espesa grasa, así que se obtiene una pasta marrón refulgen-
te. El porcentaje de licor de chocolate de una tableta co-
rresponde al de chocolate propiamente dicho.
• Manteca de cacao: grasa del grano de cacao. La palabra
«manteca» no tiene connotaciones tan negativas como la
palabra «grasa», pero no se deje engañar; en este caso, no
viene de la vaca. Ni siquiera de una vaca marrón.
• Cacao, elementos sólidos del cacao o sólidos del cacao:
partes marrones y sólidas del grano de cacao, que se mue-
len para obtener el polvo de cacao.

Y eso es todo. Sólo tres personajes en el elenco: el chocolate


puro, las grasas y los sólidos. Separando la manteca y los sólidos, se
pueden mezclar con azúcar en diferentes proporciones para obte-
ner diferentes variedades de «chocolates».
El chocolate sin edulcorar o chocolate amargo no es más que li-
cor de chocolate vertido en moldes y solidificado al enfriarse. La
Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) fija su
contenido de grasa entre el 50 % y el 58 %; teniendo en cuenta que
los granos de cacao al natural contienen un 54 % de grasa, esto da
al.fabricante un 4 % de margen para ponerle más o menos.
Además de un 54 % de grasa, el licor de chocolate contiene un
17 % de hidratos de carbono, un 11 % de proteína, un 6 % de ta-
ninos y un 1,5 % de teobromina, un suave estimulante alcaloide
similar a la cafeína. También contiene menos de un 1 % de fenile-
tilamina, un estimulante algo más fuerte parecido a la anfetami-
na al que en algunos círculos llaman speed o anfetas. En menor
proporción encontramos polifenoles, unos antioxidantes que
contrarrestan el efecto nocivo de los radicales libres, y anandami-
da, de la familia del tetrahidrocannabinol (THC), el ingrediente
activo de la marihuana. Insisto: estas sustancias químicas fisioló-
gicamente activas y psicoactivas se encuentran en cantidades mi-
núsculas; en cualquier caso, el «colocón» que provocan es breve y
muy poco sonado.
Antes de verterlo en el molde de la tableta, el chocolate deshe-
cho se acostumbra a conchar. El conchado consiste en amasar y re-
mover el chocolate en cubas calientes entre dos y seis días para que
se mezcle y tengan lugar las reacciones químicas deseadas, se de-
sarrollen los sabores, se evaporen el agua y los sabores desagrada-
bles (como el del ácido acético), y el azúcar se descomponga en
partículas más finas para suavizar su textura. En las primeras mez-
cladoras se utilizaban unas cuchillas con forma de concha; de ahí
el nombre.
Las fábricas de chocolate pueden extraer la grasa del cacao
puro separándola de los elementos sólidos. A los sólidos desgrasa-
dos se les suele conocer correctamente con el nombre de cacao, y
así es también como se venden. A menudo el fabricante añade a la
mezcla final una parte de la grasa separada con el fin de ajustar
la suavidad y el punto de fusión de la tableta. Como esta manteca de
cacao añadida modifica la proporción de un 54 % de grasa y un 46 %
de sólidos, se suele incluir aparte como aditivo en la lista de ingre-
dientes. El porcentaje del envoltorio incluye esta grasa añadida.
Fíjese que no he hablado ni de la leche, ni de los sólidos de le-
che ni de la leche descremada como ingredientes. El motivo (y sé
que levantaré ampollas diciéndolo) es que no considero que el
chocolate con leche sea chocolate. Es una golosina. El chocolate
con leche tiene tanta leche y tanto azúcar que el porcentaje de ca-
cao puro puede llegar a quedarse en un mero 10 %, el mínimo que
exige la normativa para que se pueda considerar chocolate. Un
buen chocolate negro contiene entre el 65 % y el 85 %.
La suavidad de una tableta de chocolate, que depende del con-
tenido de grasa, es más buscada en algunos países que en otros. En
la Europa continental, la gente prefiere chocolates muy suaves, con
partículas de azúcar de menos de 2 micrones (2 diezmilésimas de
centímetro), mientras que los británicos los prefieren más granulo-
sos, con partículas de azúcar de 10 micrones (10 diezmilésimas de
centímetro). A casi nadie le gusta el chocolate con partículas sóli-
das de más de 15 micrones (15 diezmilésimas de centímetro).
En 2003, a resultas de una desavenencia entre Bélgica, Inglate-
rra, Francia y Alemania, en la que no faltaron las nerviosas aporta-
ciones de Suiza, la Unión Europea permitió sustituir hasta un 5 %
de la manteca de cacao con otras grasas vegetales. Esto explica que
muchos de los mejores chocolates negros europeos presuman de
su alto contenido de cacao imprimiendo el porcentaje de cacao en
letras grandes en el envoltorio.
Si de verdad le interesa mejorar su esnobismo, pruebe todas
las tabletas de chocolate negro que encuentre (o que se pueda
permitir, pues no son baratas). El porcentaje de licor de chocola-
te le servirá al principio como baremo para saber si prefiere el
chocolate más dulce o más amargo. Luego especialícese en los de
ese porcentaje y siga probando tabletas para descubrir la dureza,
el sabor y la textura que más le gustan. Apréndase los porcentajes
de cacao y los países de origen de varias tabletas y, en cuanto se le
presente la oportunidad, hable de ello recurriendo a los términos
que aparecen en las revistas de vinos (bouquet, fruta, posgusto y
otros similares). Finalmente, recuerde utilizar a menudo la pala-
bra «cacao». Si sigue estos consejos, será tan buen esnob en cues-
tión de chocolates como cualquier otro de sus amigos.

El chocolate se me apelmazó y perdí el temple

Como repostero, conozco todas las técnicas de manipulación del


chocolate. Sé cómo evitar desastres como que el chocolate se apel-
mace o pierda el temple, o que quede demasiado duro o demasiado
blando para introducirlo en el molde o pasarlo por una manga pas-
telera. Gracias a mi formación y mi experiencia, sé a qué temperatu-
ra exacta debe darse cada paso, etcétera, pero me gustaría saber algo
más.sobre el porqué de estas técnicas.
El chocolate es un producto difícil de trabajar debido a su comple-
ja composición, principalmente porque está formado por varias
grasas diferentes.
Las tabletas o pastillas de chocolate que su proveedor le hace
llegar a la cocina contienen partículas microscópicas de cacao y
azúcar suspendidas en un mar de grasa o manteca de cacao soli-
dificada. La grasa es la que causa los principales problemas, ya
que está formada por al menos seis compuestos químicos dife-
rentes -grasas con temperaturas de cristalización diferentes- y
hay que conseguir que cristalicen todos menos uno. A estos ma-
labarismos con la temperatura se los conoce con el nombre de
templado. La tabla 7 muestra con qué se han de enfrentar los cho-
colateros.
En la tabla se indican las seis grasas presentes en el chocolate,
ordenadas de mayor a menor temperatura de cristalización. ¿En
qué consiste la temperatura de cristalización? Pensemos en ese
líquido que conocemos como agua. Al enfriarlo a 0 °C, cristaliza
en lo que llamamos hielo, pero si lo calentamos por encima de los
0 °C los cristales se derriten y pasan a estado líquido. La tempera-
tura mágica es tanto la temperatura de cristalización como la
temperatura de fusión del H 2 0.
Las temperaturas de cristalización de la tabla corresponden,
pues, al límite aproximado por debajo del cual las grasas cristali-
zan en formas que les son propias, y por encima del cual se funden
y transforman en líquido. De las seis formas de cristal (polimor-
fas), sólo la número V reúne todos los requisitos que buscamos en
el chocolate: brilla y, al solidificar, queda crujiente, pero al mismo
tiempo se derrite en la boca porque nuestra temperatura corporal
de 37 °C excede en unos grados su temperatura de cristalización
(o fusión), que se sitúa en 34 °C.
¿Cómo nos deshacemos de las otras formas de cristal que no
nos interesan? En primer lugar [véasee 1 gráfico de la pág. 400), ca-
lentamos el chocolate a unos 50 °C, con lo que se derriten todos
los cristales. A continuación, lo enfriamos reduciendo la tempe-
ratura a unos 27 °C para que cristalicen las formas IV, V y VI. Fi-
nalmente, volvemos a subir poco a poco la temperatura a 32 °C
para que se derritan los cristales de forma IV, lo que en teoría nos
deja en estado cristalizado las formas V y VI únicamente. Digo en
teoría porque la forma VI tarda días o semanas en cristalizar, por
lo que en realidad sigue sin estar cristalizada. Al final de este pro-
ceso, por lo tanto, nos quedamos tan sólo con los cristales de la
forma deseada número V.
Tenemos, pues, el chocolate templado para que pueda traba-
jarlo en condiciones óptimas. Si al trabajarlo lo calienta o enfría de-
masiado, el chocolate pierde el temple (y de paso usted el suyo). En
ese caso, no le quedará más remedio que repetir todo el proceso de
templado.
Si en vez de utilizar el chocolate para decorar pasteles lo em-
pleamos para cocinar, una de las complicaciones más exasperantes
con que nos podemos encontrar es que se nos apelmace: el choco-
late pasa de pronto de ser un líquido suave y viscoso a convertirse
en un oscuro mazacote lleno de grumos. El desastre puede deber-
se a varios motivos, aunque lo más común es que se deba a la pre-
sencia de una pequeña cantidad de agua. Paradójicamente, aña-
diéndole una cantidad importante de agua o de un líquido acuoso
como la nata, el chocolate no se apelmaza; se mezcla con el líqui-
do acuoso como si estuvieran hechos el uno para el otro.
Los motivos, a continuación.
Un chocolate bien templado está formado por numerosas par-
tículas microscópicas de cacao (y azúcar, si es semiamargo) sus-
pendidas en una bañera de grasa. Las partículas de cacao y azúcar
no atraen a las grasas (no son lipófilas); en cambio, sí atraen al agua
(son hidrófilas). Al añadir aunque sólo sea unas gotas de agua, las
partículas se cacao las atraen hacia sí y, al mojarse, se apelmazan y
forman grumos. Muy poca agua basta para mojar un montón de
partículas diminutas; se escurre entre ellas formando una fina pe-
lícula y las une mediante atracción capilar.
Si remueve el cazo, todo el chocolate fundido acaba solidifi-
cándose y convirtiéndose en una espesa y dura bola que no sirve
para confeccionar bombones ni coberturas de pasteles. Con el cho-
colate deshecho es importante, por lo tanto, evitar cualquier con-
tacto con el agua, incluido el vapor condensado en ollas de doble
fondo. Hoy en día muchos reposteros funden el chocolate en el mi-
croondas para esquivar el peligro.
Sin embargo, aunque parezca extraño, una gran cantidad de
agua no apelmaza el chocolate. Si ha levantado alguna vez casti-
llos en la arena de la playa, sabrá que con unas gotitas de agua los
granos de arena se sellan y forman una masa compacta que impi-
de que el castillo se venga abajo. En cambio, cuando entra una
ola, la gran cantidad de agua separa los granos de arena y desin-
tegra el bloque.
Esto explica que en la receta de ganache de la página 404 pue-
da añadir una taza entera de nata al chocolate deshecho sin que se
apelmace. El hecho de que la nata montada espesa contenga alre-
dedor del 38 % de grasa no afecta.
Tabla 7
Los seis cristales de la mantequilla de cacao

FORMA TEMPERATURA DE CARACTERÍSTICAS


CRISTALIZACIÓN
VI 36 °C Temperatura de cristalización máxima.
Máxima estabilización. Formación
lenta (semanas). Espeso, duro
V 34 °C Forma más deseable
Buen brillo, crujiente
IV 28 °C Características intermedias
III 26 CC Características intermedias
II 21 °C Características intermedias
1 17 °C Temperatura de cristalización mínima.
Mínima estabilización. Menos espeso,
se desmigaja más. Blando, no crujiente

Templado del chocolate. El chocolate debe calentarse primero a 50 °C para


que se derritan todas las formas de cristales, luego enfriarse poco a poco
a 27 °C y, finalmente, recalentarse hasta los 32 °C, para que se derritan
todas las formas de cristales excepto la V, que es la que nos interesa.
[Véase tabla 7.) (Las temperaturas son aproximadas.)
Decoración de pasteles

Al verter el chocolate fundido con una manga pastelera sobre un pas-


tel (o sobre una hoja de papel parafinado para extraerlo después),
nos interesa que se endurezca, no que quede líquido y se esparza. An-
tes de verterlo, apelmácelo a propósito ligeramente. Añádale agua
gota a gota, con cuidado y sin dejar de remover, hasta que vea que
empieza a espesar; si no está seguro de haber echado la cantidad
adecuada de agua, extraiga una muestra de chocolate; debería en-
durecerse enseguida, sobre todo si la refrigera entre 3 y 5 minutos.

Chocolate eflorescente

Observando una caja de bombones me di cuenta, al cabo de unos


meses, de que se había formado una fina capa blanca alrededor del
chocolate. Sin embargo, sólo había pasado en los bombones de cho-
colate negro; los de chocolate con leche estaban intactos. Me pregun-
to por qué. ¿ Tiene alguna explicación química?
¿Al cabo de unos meses, dice? En mi casa, las cajas de bombones
duran con suerte una semana.
La película blanca se llama eflorescencia y surge por las varia-
ciones de temperatura, así que mucho me temo que cometió el cri-
men de no almacenar correctamente el chocolate.
La eflorescencia no es moho y es perfectamente inofensiva.
Sólo afecta al aspecto del chocolate y en parte a su textura. El cho-
colate con leche suele contener sobre un 70 % de leche en polvo y
azúcar, y sólo un 12 % de licor de chocolate, por lo que no se pone
blanco con tanta facilidad como el chocolate negro, que puede lle-
gar a contener hasta un 75 % de licor.
Existen tres tipos de eflorescencia en el chocolate, según si la
provocan las grasas, el azúcar o el envejecimiento.
La eflorescencia grasa se produce cuando, al haber demasiado
calor, parte de las grasas líquidas migran a la superficie, donde for-
man cristales relativamente grandes que reflejan la luz. El chocola-
te no se debe almacenar nunca en lugares que alcancen más de 27
°C; la temperatura ideal para conservarlo es 17 °C.
El azúcar causa eflorescencia si se humedece el chocolate o se
almacena en un lugar húmedo. La humedad disuelve parte del azú-
car de la superficie, donde permanece en forma de cristales sólidos
una vez se evapora el agua.
En chocolate viejo, el fenómeno se debe a que al pasar el tiem-
po se han podido desarrollar los cristales grasos de la forma VI
(véase pág. 398). Estos gruesos y enormes cristales malogran la
suave textura del chocolate, que puede llegar a desmigajarse. Si se
le cae una tableta de chocolate por detrás del asiento del coche,
se olvida de ella y no la descubre hasta dos años más tarde un día
limpiando el coche, observará que... ¡Agh! Mejor no sigo. La visión
es escalofriante.
La mejor manera de evitar la eflorescencia es comerse el cho-
colate lo antes posible. Ahí queda mi método.

El impostor

En las tiendas de dietética he visto que venden tabletas de chocolate


hechas de algarrobas, supongo que para evitar las grasas y la cafeí-
na del chocolate corriente. ¿Qué son, exactamente, las algarrobas?
El «chocolate» de algarrobas, también conocido como algarrobina,
es un ejemplo de cómo somos capaces de convertir lo sublime en
ridículo.
Para empezar, el chocolate de cacao no contiene, al contrario
de lo que se suele pensar, mucha cafeína. En una onza de chocola-
te sin edulcorar encontramos una media de 23 miligramos de cafe-
ína, poco si lo comparamos con los más de 100 miligramos que
puede llegar a contener una taza de café. Además encontramos,
eso sí, 376 miligramos de teobromina, un alcaloide de la familia de
la cafeína pero con menor poder estimulante.
El árbol leguminoso del algarrobo (Ceratonia siliqua), tam-
bién conocido desde tiempos bíblicos como el árbol de la langos-
ta, crece en climas semitropicales bastante áridos como Califor-
nia, Florida y el Mediterráneo oriental. A sus vainas se las conoce
asimismo con el nombre de pan de San Juan, pues la Biblia dice
que Juan Bautista sobrevivió en el desierto alimentándose de
«langostas y miel». Pese a la preocupación de la Biblia por las lan-
gostas (la palabra aparece 29 veces en la versión autorizada del rey
Jaime I), es más probable que Juan mascara semillas de algarrobo
que insectos.
El garrofín, o goma de semilla de algarrobo, aparece en la lista
de ingredientes de muchos alimentos y se trata de un espesante
polisacárido insípido y mucilaginoso. Se emplea para espesar pos-
tres congelados, productos lácteos de cultivo, queso crema y otros
alimentos. En contacto con otras gomas vegetales, como la xantina
y el carragenato, forma un gel rígido, por lo que casi nunca se em-
plea solo.
¿Qué tiene que ver todo esto con el chocolate? El árbol del al-
garrobo produce unas vainas largas y comestibles con semillas, las
algarrobas; estas vainas se secan y muelen para obtener un polvo
marrón y dulce (contiene sobre un 40 % de azúcar) sin apenas gra-
sas. A alguien se le ocurrió la idea, no muy brillante, de utilizar este
polvo, la algarrobina, como sucedáneo del chocolate. Al no tener
grasa, su textura resulta arenosa y granulosa, por no decir que ca-
rece del más mínimo sabor. ¡Olvídelo!

Y con esto llegamos a los postres de este festín de conocimien-


to en el que nos hemos embarcado. Concluiremos, pues, con la re-
ceta de dos platos dulces, uno clásico y otro más innovador y, des-
de luego, poco convencional.
El clásico es una ganache, en la que se mezclan los dos ingre-
dientes más suculentos de nuestro epicúreo repertorio: el chocola-
te y la nata montada. Este matrimonio entre dos grasas, manteca
de cacao y crema de leche, no es para los que gustan de una carta
ligera. De todas formas, pocas veces la verá con su nombre en la
carta, ya que lo más habitual es que se esconda tras el glaseado o el
relleno de un pastel o incluso de una trufa. En cualquier caso, se
trata de una crema de chocolate, pero no una crema cualquiera,
sino de la crema de las cremas.
El postre menos convencional consiste en un sándwich de cho-
colate. Sí, un sándwich, con pan y todo. Cuando le apetezca darse
un gusto para el alma, prepárese esta réplica al biquini inventada
por los dioses del cacao. Lo tendrá hecho en un momento.
No me gusta nada cuando los camareros te dicen «Espero que
le guste», pero qué le vamos a hacer: ¡espero que les guste!
Ganache

La ganache es una mezcla de chocolate fundido y crema de leche es-


pesa caliente que se bate hasta que queda muy suave. La proporción
de los ingredientes varía; a partes iguales queda muy bien y la propor-
ción es fácil de recordar. A menudo se deja enfriar y se le da forma de
bolas para hacer el relleno de las trufas. En esta receta la verteremos
tibia sobre un pastel; el objetivo es formar una suave y brillante cober-
tura de chocolate que nos sabrá a gloria.
Para un pastel de una capa de entre 20 y 23 cm de diámetro, nece-
sita una taza de ganache aproximadamente. Si le sobra, puede utili-
zarla para bañar unas peras al horno, helado o cualquier otro postre.
Guardada en la nevera en un recipiente bien cerrado, se mantiene has-
ta dos meses, aunque hace falta fuerza de voluntad para no írsela co-
miendo a cucharadas.

8 onzas de chocolate semidulce o semiamargo, rallado


1 taza de nata espesa

1. Ponga el chocolate rallado en un cuenco mediano que sea resis-


tente al calor.
2. En un cazo pequeño, caliente la crema de leche y, en cuanto rom-
pa a hervir, viértala sobre el chocolate. Bata la mezcla hasta que
haya fundido todo el chocolate y obtenga una crema suave. Déje-
la enfriar ligeramente.
3. Coloque el pastel de 20 a 23 cm de diámetro sobre una bandeja
de horno forrada con papel para horno o aluminio. Vierta la gana-
che tibia por encima y extiéndala con una espátula de metal de
modo que el pastel quede todo cubierto, por la parte de arriba y
por los lados. Déjelo reposar durante otra hora, más o menos, an-
tes de servirlo.

SALE 1 TAZA Y MEDIA


Sándwich de chocolate

Este sándwich resulta delicioso y sorprendente como postre, merien-


da o incluso desayuno. Podría decirse que es producto del matrimonio
semiincestuoso entre dos primos transatlánticos, el sándwich de que-
so norteamericano y el pain au chocolat francés. Este último clásico
de la repostería francesa se prepara envolviendo batons de chocolate
en rectángulos de hojaldre.
Bob y yo preferimos utilizar chocolate negro, pero puede sustituirlo por
chocolate con leche si lo desea.

2 cucharaditas de mantequilla sin sal, a temperatura ambiente


2 rebanadas de pan blanco o de masa fermentada, de 1 cm de
grosor aproximadamente
1 onza de chocolate semiamargo, rallado en virutas gruesas

1. Ablande la mantequilla y unte las rebanadas por una cara. Coloque


una de ellas, con la cara untada hacia abajo, en el centro de una
sartén antiadherente fría. Esparza el chocolate por encima con
cuidado, dejando unos 6 mm de margen por los bordes. Coloque
la otra rebanada encima, con la cara untada hacia arriba, para ob-
tener un sándwich.
2. Caliente la sartén a fuego medio-alto. Aplaste el sándwich colo-
cando encima algún objeto plano y pesado, como un plato peque-
ño, y tuéstelo durante 2 o 3 minutos hasta que la rebanada de
abajo se dore un poco. El chocolate debe deshacerse ligeramen-
te, no rebosar por los lados. Vuelva el sándwich y tuéstelo duran-
te al menos otros 2 minutos, para que se tueste por el otro lado.
3. Pase el sándwich a un plato, córtelo en cuartos y sírvalo caliente.

PARA 1 0 2 PERSONAS, DE S O B R A S

NOTA BENE: N O he utilizado la palabra «abanico» en todo el libro.

S-ar putea să vă placă și