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Ivana Deorta
Los programas radiofónicos que Adorno investiga durante los dos años
de participación en el Proyecto no cumplían ningún fin pedagógico ni de
formación cultural. Así es que en contra de los potenciales emancipatorios de la
democratización de la cultura, Adorno sostendrá que la industria cultural reduce
la experiencia a una relación posesiva1 con los objetos culturales —relación
propia del psiquismo infantil— y convierte a las obras de arte en meros objetos
de consumo. En lugar de una transformación pedagógica auténtica, la cultura
administrada produce, bajo una supuesta pedagogía democrática, una
transformación estructural en la función de los objetos artísticos, apoyando una
regresión de la experiencia al dejar a las obras de arte en el plano del mero
reconocimiento sin una función cultural real.
1El psicoanálisis aborda esta temática en términos de «relación de objeto» al ocuparse de la forma
en que el sujeto constituye sus objetos y a la forma en que los objetos ejercen acciones sobre el
sujeto el cual no está constituido previamente a esta relación. (Laplanche y Pontalis, 1967:360).
sus borradores. Los autores optaron por esta expresión para evitar dar a
entender que se trataba de una cultura que asciende desde las masas, como
ocurre con el arte popular. La industria cultural surge para las masas no desde
las masas fabricando objetos que han sido pensados para su consumo y lo
determinan. Si bien se genera la apariencia de que los consumidores son los
sujetos para los cuales están pensados los productos que consumen, en
realidad los sujetos son convertidos en los objetos de la industria cultural
mediante la manipulación de la subjetividad. La industria cultural refuerza y
consolida la mentalidad de las masas mientras que las obras de arte — que por
su función social han sido capaces de modificar esa mentalidad— son
excluidas como tales porque pierden, al ser integradas a la industria, su
especificidad. Las obras son convertidas en mercancías al hacer primar en
ellas, dentro de la estructura que las incorpora, su valor de uso y no su
configuración interna, eliminando así su autonomía. Si bien no es posible
desarrollar la idea de autonomía estética en el pensamiento de Adorno aquí,
puede decirse que para Adorno —contrariamente a las desgastadas
discusiones entre «arte autónomo» y «reduccionismo social»— una obra de
arte es autónoma porque cumple con la función social de configurar, mediante
una lógica propia («interna») al objeto que representa (la sociedad). Con la
industria cultural, la cultura, en lugar de generar una distancia con los seres
humanos, es integrada a la vida asimilándose a ellos. Con la ausencia de esta
distancia, los sujetos se convierten en meros reproductores de una subjetividad
producida a escala industrial porque los objetos culturales no exigen ningún
distanciamiento crítico a través de un tipo especial de configuración.
(pseudo)satisfacciones (creen además que las eligen) que son las que
refuerzan las condiciones de existencia que hacen insoportable sus vidas.
Según los autores, el poder de la industria cultural se refuerza mediante un
círculo de manipulación y necesidad: la estandarización es aceptada sin
oposición porque, en principio, es recibida como una forma de satisfacer
necesidades reales mientras que las auténticas necesidades —que no pueden
ser controladas, es decir, satisfechas por los estándares— son reprimidas por
medio de la manipulación de las masas y del control sobre la individualidad. En
esto consiste el engaño.
vez para volver a ser consumido (Cabot, 2011:141-142). De este modo, las
«mejoras» en la situación material de las masas se dan a cambio de una
individualidad creada a escala industrial. La industria cultural satisface las
necesidades que surgen de la privación (por supervivencia y heteronomía) con
el engaño de una vida mejor. El arte burgués no era un arte que podía ser
experimentado por quienes viven en la miseria —las condiciones de posibilidad
de la experiencia exigida por el arte autónomo excluye a la clase
económicamente inferior— y este aspecto legitima en cierto modo la existencia
del arte ligero que se transforma en la mala conciencia del arte autónomo como
arte para los oprimidos. Pero al conciliar el arte serio con el arte ligero, la
industria cultural va más allá porque liquida por completo la autonomía y crea
de este modo una individualidad estereotipada que alcanza a cualquier clase
social. El respeto por una obra de arte se transforma en culto a la celebridad.
“(…) quien tiene hambre y frío, aun cuando una vez haya tenido
buenas perspectivas, está marcado. Es un marginado, y ser
marginado es, exceptuando, a veces, los delitos de sangre, la culpa
más grave”. (Adorno y Horkheimer, 1947:195).
cultura siempre ha tenido ese uso, la industria cultural da, también en este
aspecto, un paso más: empuja al yo debilitado a la identificación con el
colectivo del que el sujeto quisiera escapar. Las situaciones que la industria
reproduce en la pantalla son garantía de que a pesar de todo se puede seguir
viviendo. «Basta tomar conciencia de la propia nulidad, suscribir la derrota, y ya
se ha comenzado a formar parte» (Adorno y Horkheimer, 1947:197). Aquí la
idoneidad moral es sinónimo masoquismo. El sujeto debe mostrarse una y otra
vez de acuerdo con el poder que lo golpea, incluso puede llegar a ser feliz si
renuncia a la propia felicidad. La sociedad se fortalece con la debilidad de sus
miembros: la aniquilación de la tragedia, por el desarrollo de la capacidad de
resistencia para aceptar la propia ruina, es la liquidación del individuo. Si bien
la individualidad ha sido históricamente un asunto problemático, la industria
cultural elimina todo esfuerzo por alcanzarla y lo sustituye por la exigencia del
esfuerzo en la imitación.
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Reyes Mate (2006) señala en las tesis sobre la historia de Benjamin una
dimensión epistemológica, además de la dimensión política y moral: el
sometimiento a la lógica del progreso significa aceptar el triunfo del fascismo,
entendido como «una batalla hermenéutica en torno al costo de la historia».
Aunque resulta difícil en este punto establecer una distinción clara entre las tres
dimensiones (porque, en especial si atendemos a los escritos adornianos sobre
la propaganda fascista ¿hasta qué punto puede pensarse la dimensión política
separada de la internalización no solo a nivel gnoseológico sino a nivel de lo
moral?) Mate plantea que la fuerza del fascismo proviene de su dimensión
epistemológica, de «la internalización de su lógica, es decir, en el consenso
alcanzado en nuestra cultura de que el costo es inevitable»(Mate, 2006:52).
Para orientar el pensamiento y la acción de forma tal que no pueda ocurrir nada
parecido, desde una lectura del imperativo adorniano, se hace indispensable
percibir la relación entre fascismo y progreso en lugar de separarlos. Es en esta
dirección que Benjamin —«estrella rectora» de Dialéctica de la ilustración2—
entiende a los bienes culturales como el botín de los vencedores. Ellos «deben
su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado,
sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos» (Tesis VII).
Estableciendo un distanciamiento crítico sobre los bienes culturales a los
cuales, por su procedencia, el materialista histórico no puede considerar sin
horror, Benjamin considera tomar distancia también de la propia crítica y de su
proceso de transmisión porque críticos y crítica, en tanto que documentos de la
cultura, no se sustraen a la barbarie: «Jamás se da un documento de cultura
sin que lo sea a la vez de la barbarie» (Benjamin, Tesis VII).
2Dialéctica de la ilustración también ha sido entendida como un desarrollo consecuente de «La idea
de historia natural», conferencia pronunciada por Adorno en 1932.
Bibliografía