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Ayer, cuando

Luis Ángel

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Ingenuidad: Candor, falta de malicia.

Real Academia Española

Yo no debería tener esperanzas, debería

tener solamente ruedas.

Alberto Caeiro

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Mes amis sont partis et ne reviendront pas

Par ma faute jái fait le vide autour de moi

et j´ai gaché ma vie et mes jeunes années

Hier, encore, Charles Aznavour

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Índice

Diana………………………………………………...…5

Santiago……………………………………………….19

Lucía…………………………………………………..38

El indeseable…………………………………………..52

Ingenuos…………………………………………….....56

Lista de seguimientos del indeseable …………………62

Luis…………………………………………………….66

El Dr. Fernando I……………………………………....75

El Dr. Fernando II……………………………………...89

Alicia I………………………………………………....97

Alicia II……………………………………………….107

Brenda I………………………………………………115

Brenda II………………………………………….….119

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Diana

Recuerdo que el café Las Flores fue lo que más extrañé mientras estuve en Francia, pero el día que

regresé de París, le llamé a Santiago para que fuera a recogerme, y de allí nos fuimos directo al

cuarto que él rentaba en el hotel Claridad. No fui al café Las Flores hasta pasada una semana de

haber regresado a Morelia. Tenía la maleta llena de libros y discos que escucharíamos y leeríamos

en el café Las Flores, con Lucía emocionada, y con los jóvenes preguntando cómo era la vida allá,

en la ciudad de las luces.

Pienso, todavía, en el día que vimos por primera vez el café. Andábamos Santiago y yo

paseando. Estuvimos, entre ensayos, repasando un estudio en el bosque, a un costado del quiosco.

De pronto, cuando íbamos de regreso al conservatorio de las rosas, sentí muchísimas ganas de

besarlo. Habíamos comprado un gaspacho, y cuando lo miré y vi en la comisura de sus labios un

poco de jugo de naranja, lo empujé al callejón que teníamos más cerca. Un momento después,

llenos de curiosidad de esa calle que nunca habíamos visto, nos vimos caminando hacia el café.

Dentro estaban los abogados jugando ajedrez, y unos jóvenes, que después supimos eran

Christian y Antonio. Pero no conocíamos a nadie, y el café no invitaba a quedarse en él. Era

pequeño y sencillo. Lo que nos hizo quedarnos fue Lucía, quien inmediatamente nos había traído

dos tazas de café sin siquiera preguntarnos nada. Santiago dijo que sí, que las aceptábamos, con la

condición de que pusiera música, y uno de los abogados comenzó a reírse por lo bajo. Lucía, muy

apurada, digo que se arreglaría en seguida, y Antonio la acompañó a poner música en el estéreo

que estaba detrás de la cocina. Comprometidos, no fuimos al conservatorio, y nos quedamos a

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tomar café, sin saber que ese lugar y esas personas formarían gran parte de nuestra vida con el

tiempo.

El día que regresé, estando en la habitación del hotel, puse en el estéreo un disco de los que

había traído, que era un regalo que había traído para Santiago, quien me miraba desde el otro lado

de la habitación, y me sentía un poco como Lucía, nerviosa por tener la música adecuada.

El disco comenzó a girar. La primera canción, Mourir pour des idées de Georges Brassens,

pareció ocupar todos los rincones de la habitación. Escuchamos la canción sin decirnos nada,

mirándonos a escondidas y jugando a ver quién desviaba la mirada primero. Cuando perdí por

segunda vez, divertida, Santiago se puso de pie y encendió un cigarro. Se dirigió a la ventana, y

dijo que no le importaba no entender el francés, que le bastaba con escuchar la música, disfrutarla,

perderse en los mundos que se iban creando en su cabeza y ver los sitios a los que lo llevaba.

Había sido siempre así. Hablar con Santiago era complicar las cosas. Por eso se entendía tan

bien con Luis y con el doctor Fernando, que mientras más enredado estaba un asunto, más lo

disfrutaban. Se complicaban mucho, yo creo, porque sus vidas eran en realidad muy simples. En

la habitación de Santiago, por ejemplo, había sólo lo necesario. Tenía las mismas cosas que cuando

yo todavía no me había ido. Un pequeño mueble con libros que Carlos y Alfredo le habían

prestado, algunas botellas de vino, y el estéreo donde había puesto el disco; sólo había algo nuevo,

algo inusual. Una planta.

Santiago, que era amigo del dueño del hotel Claridad, pagaba una pequeña pensión por vivir

allí, y el cuarto era más que nada un refugio de discos, partituras y ceniceros que no usaba a pesar

de que fumaba la mayoría del tiempo. Violinista de profesión, podía ensayar sin molestar a nadie,

ya que su habitación era la última, justo en frente de la salida a la azotea.

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Entonces (quizás por estar discutiendo primero de poesía y la importancia de dejar de

escalonarlo todo a la fuerza en los poemas de los jóvenes, y que, como siempre, después de algo

así, se queda uno callado) salió a relucir la cuestión que en verdad interesaba a ambos, que era

averiguar qué iba a pasar ahora que había regresado a Morelia. La planta, misteriosa, junto a la

ventana, se asomaba en la maceta intentado ver cuánto nos íbamos a tardar en cosas que ahora me

parecen que no tenían ningún sentido.

—No es eso lo que digo. No hace falta saber francés para entender la música, de la misma

forma en que no hace falta saber solfeo para disfrutar del sonido de un violín que improvisa notas

al repasar un estudio. El ritmo ha sido nato en nosotros por el simple hecho de tener un corazón

latiendo, haciendo giras musicales entre compases que no entendemos más allá de una cosa de

enzimas y reacciones, para eso mejor habría que ir con el doctor Fernando y preguntarle. Escucha,

qué bien canta Brassens. La voz también es como un instrumento que flota en el aire y es a su vez

música. Yo pienso que la boca está más conectada al corazón que cualquier otra parte del cuerpo,

así como el corazón le va poniendo ritmo a la sangre y todo está conectado, ¿sí ves, Santiago?,

otra vez la música, una cajita de música en tu pecho. Es así como la voz va disfrazándose y

perdiéndose entre las notas de una trompeta, por ejemplo, y sintiendo un impulso a mantener vivo

el sistema de uno que es un oído gigante, enorme…Y si lo piensas muy bien, todo entra por el

oído, sobre todo las miradas, Santiago, las miradas…y el amor—dije, mirándolo de reojo para ver

el efecto de mis palabras.

Hice una ligera pausa para mirar fijamente a Santiago, y añadí rápidamente:

—Pero bueno, para no hacer un torbellino en un vaso bobo, a lo que voy es que tanto la voz

como todos los instrumentos y este sistema del que hablo se entienden sin necesidad de un capricho

estudioso, que por supuesto ya es estúpido. ¿Y esa? —dije, señalando la planta.

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—Lo entiendo, francesita—dijo Santiago desde la esquina junto a esa, que desde que llegamos

al piso había sentido en él una especie de felicidad incómoda por el hecho de que estuviera en

Morelia de nuevo, y sólo mirando la ventana sentía que podía agarrarme al día de ayer, cuando él

no se imaginaba que podría volver así, tan de pronto, y mirar la ventana era coexistir en dos mundos

donde ninguna de las dos cosas terminaba de empezar.

Yo me había ido a París, es cierto. Pero no significaba que dejara de quererlo. Volver era

confirmar esto. Hoy, a pesar de los años, y que hace tanto que no lo veo, todavía lo quiero, o lo

extraño y entonces siento que lo quiero. Sí, me gusta pensar que todavía lo quiero, aunque

querernos nunca fue razón para quedarnos juntos toda la vida. Tengo entendido que se casó y se

divorció, que nunca tuvo hijos, a menos que algo haya cambiado desde la última vez que hablé

con Carlos, quien ha insistido en mantener relación con la mayoría.

Sí, me fui. No se puede remediar. Nada se puede remediar en el pasado. Al contrario, lo

intentamos, y sólo terminamos por arruinar lo que aquella tarde que encontramos en el café

cuidáramos durante tanto tiempo.

—Lo que pienso es que la planta de por sí no es francesa, cariño, carece de nacionalidad

aunque le pese a la gente que se dedica a meter en categorías los documentos personales de las

plantas. Vamos a terminar por confundirla si para variar hablamos un español que parece

distorsionarse en cada país, y cuando a Luis le da por hablar en inglés de vez en cuando y oh mon

dieu, mon amour, cómo será el destino de esta casa de locos si seguimos mezclando idiomas con

el acento de cada pueblo donde se renta una habitación. No debe haber en el mundo ridiculez como

ésta.

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—No tienes que ser didáctico conmigo, ni darme una condescendencia que quizás busca

ocultar otra cosa. Es normal, después de todo soy yo la que me he ido…, ¿en verdad hace tanto

tiempo? Mejor dime que no te gusta y ya, podemos escuchar otra cosa. Sólo pensé que quizás te

gustaría, que haría menos fuerte el golpe de esta presencia a la que quizás le habías perdido una

costumbre, lejana, sí…un detalle que quizás no debí tener sabiendo que venía, una cosa tonta que

pensé y ahora me arrepiento…

—Ah, Diana, no me pongas esa cara, no va así la cosa, sobre todo cuando entiendes algo

diferente en su conjunto, como un safari donde el depredador observa paciente y ninguno de los

dos nos damos cuenta de nada. No lo entiendes, verás: no debes ver, querida, que no pienso, quizás

por ser un romántico, que no todo entra por el oído. Yo apostaría más al tacto, y bien sabes que la

música me gusta, y que ésta puede tocarte también—dijo Santiago acercándose para hacerme

cosquillas.

—No, no te gusta. La toleras. Así como toleras que ahora yo esté aquí otra vez—dije con un

tono que comenzó en molestia, y terminó en un arrepentimiento silencioso por la felicidad del roce

que ya me subía a la boca en forma de risa, de placer chiquito.

—No digas eso, no es verdad, vuelves contra ti una flecha que no apunta a ningún lado y sólo

está allí como colgando del arco.

—¿Y la planta, my dear Santiago? —dije, arremedándolo.

Santiago. Me gustaba decir su nombre en voz alta aunque lo peleara, me gustaba que no podía

pronunciarlo en francés con un acento diferente, que no podía herirlo con la boca más que con

palabras que se destendían como notas en la cama, como gotas de la maceta recién saciada su sed

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terrosa, la tonta maceta y la tonta planta escurriendo cerca de la maleta y el bolso de viaje abierto

en el suelo como un cadáver recién estrenado.

—Mira, cariño—dijo Santiago—, olvidemos el asunto y deja la música encendida, estoy

decidido a darle otra oportunidad: a darme a mí otra oportunidad, claro está. Prometo ser más

gentil. Además, la que empieza la conozco. Edith Piaf, ¿no?

—No, así no, no por lástima.

—Nunca así, mon amour. Es que la maceta se me queda viendo y vuelvo a lo de los oídos y

no a los ojos viendo tantas cosas en esa cabeza tuya que no para. No empezaré a mentirte, pero si

acaso tú ya comienzas a ver…a ti no puedo verte la cara con la maleta así: llena, necesito verte la

mente desnuda y ya con la maleta también desnuda, y sí, por supuesto que ya comienzas a saberlo.

La planta no es ningún fervor mío por la botánica o comenzar un estudio de jardinería, algo tan

diferente que no hace falta decirlo, no aquí y menos ahora, que apenas terminas de hacer un viaje

y otras cosas diferentes pueden ser a partir de ahora y a saber, que yo seré el más sorprendido

cuando todo empiece, o termine, lo mismo al final.

—No me hace falta saberlo—dije—. Me lo imagino y es peor, pero a fin de cuentas no es

problema tuyo, yo sé a lo que me arriesgo, a lo que me expongo contigo.

—Dices eso como si fuera un ser maligno y radioactivo…

—Quizás lo eres—interrumpí—. Irradias nicotina, y no puedes decir que eso sea bueno para

la planta. Pero tienes razón, quizás esta sí es una casa de locos, sobre todo si los demás siguen

siendo como los recuerdo, y yo soy una intrusa más loca todavía que viene y te roba el aire y

contamino francés, lástima y música que ni siquiera te gusta. Y no, no es Edith Piaf.

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—Así me gusta más, porque yo también estoy loco, y porque me gusta respirar este aire

contaminado—hizo una pausa para acercarse a mí nuevamente, pero esta vez más decidido—. Sí,

soy maligno también.

—No—dije dando pasitos de espalda a la cama—. Maligno no, lo dije sin querer.

La planta había sido un regalo de Brenda (obviamente), aunque claro, en ese momento yo no

sabía eso ni sabía quién carajo era Brenda. Se trataba de uno de esos regalos que no pretenden

agradar del todo al recibirlo, pero que se le iría tomando cariño porque la planta dependía de

Santiago para sobrevivir. Darle el debido cuidado lo obligaba a pensar en ella, y así era como

Brenda construía lo que en realidad buscaba ser un mirador, un resquicio entre el quehacer diario

de Santiago cronometrado con ella en el departamento con ella pero, por supuesto, sin ella.

Un regalo que bien Santiago habría visto sospechoso desde un inicio y no quiso pensar mucho

en ello (a fin de cuentas mujer planeando extrapolaciones sentimentales y hombre qué más da), y

Brenda, sobre todo, le llevaría la ventaja a cualquier suposición. Santiago seguro habría terminado

por encontrar su verdadero fin dos semanas después cuando se había acostumbrado a la planta y

la presencia oculta, turista en el safari estudiando a Santiago desde las ramas, y sólo hasta que yo

volví y todo giraba en torno a la francofonía, el queso añejo y otro estilo de vida, además de, claro,

la música, siempre la música, Santiago entendía finalmente el verdadero propósito de aquel

archipiélago junto a la ventana.

Encendí también un cigarro, mientras Santiago iba y venía del mueble de libros y de discos.

Lo veía mientras sonaba Mon manègea moi de Claude Goaty. Y fui infeliz viéndolo así. Quise

hablar desde mi pecho, hablar en voz alta, pero no pude, y todo aquello se quedó dentro de mí:

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Si tú vieras, Santiago, pensé, lo diferente que es París en comparación con las postales que

había recibido de mi tía. Si vieras lo bello que es salir a pasear por esos parques enormes. Si tu

vieras (y esto no lo pensé, fue como una forma del sentir) lo mucho que he extrañado tu brazo en

los paseos, dirías algo de algún escritor francés que no conozco a pesar de haber vivido allí, uno

de esos datos que sólo tú y alguno de los otros conoce en el café Las Flores, alguna biografía que

tendrías de un escritor que se volvió loco y un arquitecto, y yo te escucharía, así, en español,

callada y feliz porque sé lo mucho que detestas el francés, mas pensé en algún momento mientras

esperaba en el aeropuerto que quizás y la música, que quizás y la poesía, ¡sí!, el arte pudiera

enseñarte una ventana al mundo que yo amo por mucho que extrañe esta ciudad cuando pienso

en los parques y no estás ni aquí ni allá, en ningún resquicio de esta ventana.

La música seguía sonando, y sí, había algo de lástima en el aire. Era sobre todo porque

Santiago estaría pensando en Brenda estando yo recostada ligeramente en la cama, buscándole la

mirada (sin éxito) pero igual mirándolo, esperándolo. En algún lugar Brenda sonreiría por la ironía

de la situación, pero no se lo dejaría saber aunque pudiera hacerlo. No permitiría que viera esa

herida que tenía mi nombre, y que por más que quisiera negarlo le dolía, pues era la herida la que

sufría y así comenzaba de nuevo en él. Era como lastimarlo al mirarlo desde la orilla de la cama

que parecía la orilla de una gran pena vuelta a abrirse, y al imaginar cosas de una planta que se

metía entre coágulos y recuerdos de antes de irse y dejar que Santiago conociera a Brenda sin

siquiera saber yo que se llamaba Brenda. No me quitaba el derecho a imaginarla, sería una mujer

lista y muy bella, y yo, mientras tanto, había caminado por las calles de París sintiéndome

miserable en una ciudad que me había decepcionado por idealizarla hasta el cansancio, y eso era

horrible porque eso jamás podría decirlo en voz alta, y al final sólo me gustaba cuando me

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imaginaba a mí misma desde la mente de Santiago tocando en Paris, ah, en un París lleno de

canciones en español.

—Tan tontos que estamos hoy, Santiago, ¿te das cuenta? —dije.

—No, yo lo estoy—dijo, como si se confesara—, y hoy un poquito más, ma belle, pero esto

de la música y la poesía es otra cosa. Lo sé porque como dices, francesita, no era la música sino la

construcción de un puente, un canal para arrastrar algo de allá hasta esta habitación en una

embarcación de aire, el aeropuerto, yo cargando de regreso tus cosas y la maleta, la plática con el

taxista mientras decía que el tráfico cada vez era más pesado, comenzando a sentir que no le dejaría

propina y el chevi descompuesto y el taller cerrado, qué cosa…

Santiago se fue a la ventana dejando la frase al aire y tratando de darle vuelta a la conversación

que cada vez apuntaba más a descubrir los ojos en las ramitas, y quizás hubiera sido mejor que me

lo dijera en ese instante, que supiera que pisaba territorio perdido. Pero, por otra parte, ya estaba

aquí. ¿Por qué echar a perder el regreso tan rápido, la cama, la habitación? Santiago fumaba sin

saber que el aire y el humo me calaba de una forma diferente, me hacía cosquillas en los ojos y me

querían hacer llorar, arrepentirme de haber hecho el viaje que no tenía que ver con el viaje sino

con Santiago fumando allí, al fin en una misma habitación, una maceta en la esquina del cuarto

viéndome a mí mirando a Santiago como un objeto de estudio, y Santiago que más que no poder

era que no quería entender la música que tampoco era la música, sino otra Diana, cantando sin

cantar una melodía llamada ah, l´espoir que había compuesto para él, pero ¿por qué? No caería

tan fácil en el engaño disfrazado de una falsa honestidad que Santiago ocultaba astutamente. Hacía,

sin saber bien cómo, el efecto en que de pronto ya me encontraría llorando en la acera cuando un

segundo antes había sonreído, y me daba cuenta de que Santiago había manejado la situación de

tal forma que todos salían heridos y él, como siempre, ileso, manejando a todos como actores,

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haciéndolos sentir bien consigo mismos, ¿y luego? ¿Será que lo orillamos a eso?, pensé sin saber

quién completaba el nosotros implícito y pensé en la mujer que sería lista y bella. Yo sabía. Veía

muy claro que Santiago tímidamente se dejaba estar entre dos mujeres que no se conocían, y él lo

decía callado, fumando, y así nos alejaba, como si fuera algo tan normal, tan inevitable, mostrando

un rompecabezas incompleto pero con la imagen bien expuesta en la caja donde yo era una esquina

con las rodillas al borde de la cama, viéndome desde la maceta y del reflejo que le ofrecía la

ventana donde ya no estaba Francia ni nada de los últimos años cuando todo era tan irreal y tan al

alcance de la mano.

—Mira, francesita, más tarde acomodas tus cosas, mientras te invito a comer.

—No. No tengo hambre.

—Eso está más fácil…

—Por ahora quiero quedarme aquí, esperar a que la ciudad me acepte allá afuera, que se

acuerde de mí.

—Es normal, claro. A mí me pasa lo mismo cuando salgo de la ciudad por un tiempo y

pareciera que uno deja de encajar. Se convierte en una pieza de un rompecabezas que ha estado

perdida durante mucho tiempo, y cuando se encuentra y se pone en su lugar finalmente, la imagen

en vez de verse terminada se ve incompleta porque falta la ausencia a la que se estaba

acostumbrado. Sí, sería mejor estar poniéndola y quitándola, a ver si un día nos decidimos a dejarla

allí sin estar tan sorprendidos, y es que pareciera que…

—Santiago, ¿cuándo vas a callarte y venir a besarme?

Y Santiago, olvidándose de todo, se detuvo y me besó.

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Nunca olvidaré. Nunca. A pesar de todo, no me arrepiento de lo que pasó. Romper algo

hermoso es el costo de obtener otra cosa hermosa. Un instante inolvidable puede valer el peso de

un recuerdo agrio.

Nos quitamos la ropa de a poquito, dejándola caer suavemente y doblándola en la esquina de

la cama. Nos recostamos, recordando aquella sincronización conocida y secreta, uno sobre otro,

porque antes nos habíamos sentado a mirarnos y tocarnos quedito con la yema de los dedos,

haciendo con la música un preludio a buscar el camino que ya se presentaba descubierto,

ligeramente olvidado, y volvía, po-co-a-po-co, como notas vívidas en un pentagrama memorizado.

Después de reencontrarnos habíamos vuelto a conocernos así, con los ojos cerrados. Había

pasado mucho tiempo desde que me había ido a París de vacaciones y había terminado por

quedarme, sin ser parte de lo planeado, encontrar un empleo con una tía y decir sí, me quedo, a

pesar de lo que dejaba atrás: un espacio para la planta y otro para cuidarla, pero yo no era tan astuta

como Brenda, que aún sin saber nada de ella ya la iba conociendo, la veía, la retaba.

Las manos de Santiago recorrían los caminos ya antes recorridos, pero ya no eran ni los

mismos caminos y mucho menos las mismas manos, y con la ventana de los ojos cerrados se

podían ver tantas cosas, armar nuevas imágenes con el mismo rompecabezas y eso era el amor,

eso era la música y por fin nos volvíamos a entender, si desde que me había bajado del avión

parecía tan mala idea porque qué hacer cuando los pensamientos se apagan de pronto con el

silencio que imponen las miradas sobre el cuerpo desnudo, cuando viene esa otra música que llega

del estremecimiento y es entonces el temblar sudando, sonriendo, llamando y gimiendo, llamando,

sudando y gimiendo, y sudando y gimiendo, y llamando y…

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No. Jamás olvidaré.

Nunca olvidaré lo que destruimos aquella tarde.

Santiago se había quedado dormido con un cigarro encendido colgando de la mano. Entendí

entonces cómo era posible que las cobijas tuvieran tantos hoyos, y algo entre la burla y la ternura

se acomodó en mi rostro.

Fui a encender de nuevo el estéreo con el volumen al mínimo, y me puso a ver en la ventana

si de verdad ya no estaba París afuera.

Adentro seguía siendo una mezcla de las dos ciudades. Había música y plantas, humo y

corrientes de un río que atravesaba océanos imaginarios. El día de hoy, el instante, se sentía fuera

del tiempo: no pertenecía a ningún día.

Ya a la semana siguiente podría ser yo de nuevo en las calles de Morelia mientras el viaje

seguía vivo en el sueño de Santiago. Mientras él siguiera dormido, yo estaba en dos lugares y en

dos tiempos en el mismo cuarto: antes y después de la música, del francés, antes y después del

rompecabezas en esas cuatro esquinas que comenzaban a guardarse. Ya mañana podríamos ser los

dos fuera de la novedad de volver, platicando con la gente del café Las Flores, y en ese momento

me imaginé tan feliz y desdichada a la vez, puesto que no habría nada más allá de la novedad de

un regreso. Ni un Santiago angustiado por una presencia oculta entre la tierra y las ramitas

aferradas al mundo de las piezas. Ya mañana Luis podría hablar en un mal inglés su impresión de

los cuentos de Edgar Allan Poe, y todos ocultarían su sorpresa al saber que había vuelto, que

convertiría miradas en astucias y todo sería un coro de silencio y otra vez lo del oído que escucha

las miradas en la mesa. Nombrarían con sus pupilas a otra mujer que no se atreven a mencionar y

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que quizás no, pero más bien no porque Brenda se encontraba lejos, siendo una tangente de

carretera con dirección al cuarto de hotel y es clarísimo como el vidrio que la refleja (y esto no lo

pensé pues cómo sería posible). Ya me podía imaginar (esto sí) a Santiago diciendo lo otro (que

no puede soportar la tensión de lo que no se está diciendo), y esto también, claro: decir que yo

hablaba un perfecto francés pero que no había sido posible entablar una conversación con la planta

como es debido, y un guiño flotaría en la mesa entre el humo y se convertiría en mesa de parto

donde comienza el nacimiento de un secreto, y todos (todos, por supuesto, incluida Lucía y los

jóvenes) estarían de acuerdo en que la planta sólo escucha en términos de tierra, viento y agua (el

río contaminado desde Francia hasta el café Las Flores) y vaya a ser posible tal pentagrama y el

bosque de la orquesta que se va armando en el paisaje del rompecabezas cada vez más incompleto.

—¿Y el fuego? —preguntaría Alicia, ella sí con intenciones de tender una trampa, y Luis se

apresuraría a sacar inmediatamente un cerillo para el cigarro que ya iría sacando Alicia porque

siempre ha sido Luis devoto del amor mal correspondido de Alicia, y aparte para arrojarme un

salvavidas, porque todos a fin de cuentas sabían que yo (y sobre todo yo lo sabía) jugaba con fuego

y acercándome mucho, que más valdría quemar la planta o arrojar la maceta por la ventana y no

las cobijas de Santiago como queso suizo y qué risa y qué ridículo, francesita, me dije a mí misma,

si en serio seguimos hablando así y quemando las sábanas junto con las palabras que nadie está

diciendo en un corazón que palpita y mejor se va quedando callado.

—Todavía no me había terminado el cigarro—dijo Santiago, de pronto. Sonreía como un

tonto recién enterado de la diferencia entre el sueño y la vida, como un tonto que acaba de hacer

el amor y se ha repuesto y se queja por un cigarro que no lo hubiera despertado tan gentilmente.

Le sonreí, incrédula, de pie en medio de aquella habitación, desnuda, feliz y resignada como

si la ciudad afuera no tuviera las cortinas puestas y listas, como si no fuera un enorme cómplice de

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un retorno que por repentino era absurdo cuando se supone que los adultos ya no se comportan así

(ajá…).

—Ven acá—me dijo, incorporándose en la cama.

Antes de ir, levanté los hombros en señal de aceptación como una niña chiquita. Fui hacia el

estéreo y puse el otro lado del disco con el volumen al máximo.

—Ah, cómo me gusta el francés—dijo Santiago, mientras le cerraba la boca con una mirada

que se asemejaba a la mueca silenciosa de una carcajada, y que me resultó tan familiar, tan cómoda,

y que dejé caer en los oídos de Santiago como el sonido más dulce que alguna vez le dio la música.

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Santiago

En ese entonces, cuando Diana todavía no había regresado, supe que podría destruir algo hermoso.

Brenda había entrado al café casi por accidente. Son casualidades, dice la gente, casi siempre

imperceptibles. Porque, así como había entrado al café aquella tarde, pudo haber sido que la viera

un día en la avenida Madero, o en los cafés del jardín de las rosas, que siempre le gustaron mucho

a Brenda. Pero ella había entrado directo al café Las Flores, y supe entonces que podría destruir

algo hermoso, como una epifanía que estaba escrita desde mi nacimiento, y fue necesario que fuera

allí, en el café, y que fuera, además, cuando Diana todavía no había regresado.

El silencio en el café Las Flores no era algo habitual, pero lo hubo el día en que Brenda vino.

En el café estaba casi siempre la misma gente. En la mesa que estaba más cerca de la entrada,

había unos jóvenes, justo en la esquina contraria a donde se sentaban unos viejos (que en realidad

no eran viejos, sólo un poco mayores que nosotros, los que no éramos ni jóvenes ni viejos), y era

donde había más ruido en el café. No los conocíamos bien a todos, porque los jóvenes eran los que

más invitados ocasionales tenía. Sin embargo, estaban siempre Christian, Antonio y Calíope.

Calíope, cuyo nombre significa ¨voz hermosa¨, no sólo tenía, en efecto, una voz hermosa, sino

que toda ella era increíblemente bella. Todos los jóvenes estaban perdidamente enamorados de

ella, sobre todo Antonio, que era, de hecho, su novio, cosa que ocasionaba unos terribles celos a

Lucía, y se notaba que éste hecho hacía sentir mal a Christian, que era pálido y feo. Los jóvenes,

que se acomodaban donde comenzaba el pasillo donde había una mesa con chocolates, eran casi

todos estudiantes, borrachos prematuros, y nos acercábamos a ellos cuando cantaban y sacaban

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sus guitarras y demás instrumentos. Los viejos, entonces, desde su mesa, los miraban con nostalgia,

o, como la definía Don Jaime, un espejo a un tiempo que no se sentía tan desperdiciado.

Entre los viejos estaba el doctor Fernando, de unos sesenta y tantos años, el más viejo de los

habituales en el café, y era, además, quien más quería a Lucía. Don Jaime, escritor nunca

publicado, serio, con la cabeza llena de canas, de rasgos más jóvenes que los del doctor Fernando,

asistía religiosamente, aunque rara vez lo escucháramos hablar. Los hermanos Felipe y Arturo, los

más jóvenes de esa mesa, de unos cincuenta y tantos, iban siempre juntos, y jugaban ajedrez.

Por nuestra parte, Luis, que fue mi mejor amigo desde la preparatoria, Alfredo y Carlos (que

eran miembros del taller literario que Luis tenía); Alicia, la pintora, de cabello rubio y versión

mayor de Calíope; Diana, cuando todavía estaba en Morelia, y yo, andábamos alrededor de los

treinta años (por encima, casi todos).

¿Por qué era el café Las Flores un punto de reunión para personas tan diferentes? No lo

sabíamos. Pero éramos casi siempre los mismos. De vez en cuando alguien entraba. Alguna pareja

joven, alguien que pedía un café y se iba sin haber intercambiado palabra. Nosotros los dejábamos

llegar como quien mira un ave entrando a la cocina de la casa (sin jaula predispuesta), y los

mirábamos sin detener la charla cuando entraban, olvidándonos de ellos al instante. Sólo los

recordábamos cuando llegaba el momento en que pedían la cuenta a Lucía, la mesera, una chica

de unos dieciocho años que se sentaba en cada mesa a escucharnos, casi siempre sin decir nada o

apunto de decir algo increíblemente idiota, y luego iba y hacía como que limpiaba la cocina, leía

un libro recomendado por alguno de los habituales en una mesita, con cuidado, muy lento, como

si no quisiera terminar de leer, o iba con los viejos y se dejaba llenar de cumplidos, y entonces,

ahora sí, los otros pedían la cuenta.

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Hasta ese momento se daban cuenta de que abandonaban un lugar que era como una casa

donde una familia extraña se había juntado para hacer su rutina, y lo que parecía una fotografía del

tiempo, saltando como un niño entre mesas de años. Se veía en sus miradas el reconocimiento, el

saber que habían profanado un lugar sin haberse percatado de ello hasta justo antes de irse.

Parecían entenderlo mejor que nosotros. Se iban, con una pequeña sonrisa de vergüenza, y no

volvían.

No, en todo ese tiempo, nunca vi un rostro que volviera una segunda vez. Excepto Brenda.

Ella entró aquel día en el café Las Flores y todos se quedaron callados. Voy a destruir algo

hermoso, pensé.

Luis me miró como si me hubiera leído el pensamiento. Brenda se había sentado en la mesita

de la esquina donde Lucía se sentaba a leer. Bebía su café, nada más. No leía. No nos escuchaba.

No nos notaba. Era como si fuéramos nosotros los intrusos. Pero ella sólo bebía. Miraba la taza

con atención religiosa. Acercaba su rostro para oler el café humeante, y cerraba los ojos. Parecía,

de repente, que iba a sonreír, pero se quedaba apenas en el preludio de una sonrisa. Estaba absorta

en ello.

Cuando terminó, daba la impresión de que era el final de un ritual. Le dijo algo a Lucía que

la hizo reír, y antes de irse, echó una mirada rápida al resto.

Qué chica tan linda, dijo Lucía mientras regresaba con la taza vacía.

El café Las Flores era pequeño. Se trataba de una pequeña casa en el centro de Morelia, un

poco antes de llegar a las tarascas viniendo de la plaza Morelos. Hecha de cantera, pero reforzada

con los años con cemento en el área que daba al segundo piso, el cual conducía a una puerta por

la que jamás entré y nunca supe qué había detrás. La entrada, de color verde claro, tenía sobre la

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puerta un letrero hecho a mano en caligrafía vieja que decía Café Las Flores, en letras tan pequeñas

que sólo se pueden leer si te acercas demasiado. Al entrar, uno encontraría la mesita donde se

sentaba Lucía, y donde aquel día Brenda se había sentado a nada más y nada menos que tomar

café. Después de la mesita, había un pasillo diagonal que daba al patio, donde se ponía el mueble

con chocolates, y que dividía las dos secciones del café: donde se sentaban los jóvenes, y, del lado

que daba a la ventana, nosotros, al lado de los viejos (nos sentábamos junto a la ventana, porque

éramos la mesa que nunca dejaba de fumar. Por mí, sobre todo). Al fondo, después del patio, estaba

un baño bajo una farola de calle, y enseguida se llegaba a la habitación donde los dueños del café

permitían vivir a Lucía.

Uno podía amanecerse en el café Las Flores platicando, jugando cartas, contando historias,

escuchando los poemas que habían revisado los jóvenes al terminar el taller, o mirando las pinturas

que Alicia regalaba, y que solían servir de ejercicio literario para los jóvenes. Alicia nos platicaba

de ellas como si fueran algo que una vez terminado no podía seguir poseyendo. La verdad es que

yo no lo entiendo, todo de ellos me parece exagerado. Sin embargo, era para mí una delicia ir al

café Las Flores. Sin darnos cuenta se hacía tarde. La madrugada quedaba llena de bostezos y ojos

desvelados, pero nadie se iba, se quedaban enredados en la plática, en la discusión. Entonces Lucía

corría a su cuarto, se ponía el piyama, y regresaba al café.

Su habitación tenía apenas lo necesario en un rectángulo minimalista, como a ella le gustaba

llamarle. Tenía una estufa al lado del fregador, una regadera, una mesa de suelo, un mueble al lado

de la cama donde Lucía ponía los libros que los del café le regalaban, y un colchón individual en

la esquina (en malas condiciones, debo decir). Con permiso de los dueños, se habían colgado

pinturas de Alicia, que Lucía adoraba y de las cuales, estoy seguro, tendrían la pintura rayada de

todas las noches que Lucía las bajaba para quitarles el polvo.

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Recuerdo el día que conocimos la habitación de Lucía. Fue una tarde antes de cerrar; uno de

esos días en que no nos fuimos tan tarde. Lucía dijo que quería mostrarnos algo. Cuando fuimos a

la parte de atrás del café, pasando por el estrecho patio, nos abrió la puerta del pequeño cuarto.

Lucía sonreía, como un niño mostrando un juguete nuevo. Así era ella; por aquel entonces apenas

nos había tomado una confianza más sincera. Yo no sé si alguna vez podría volver a portar esa

felicidad ingenua, esa inocencia dulce, ese orgullo de creer que se tiene algo y que se puede confiar

con tanta facilidad, con una seguridad de que nadie te hará daño nunca. Todavía me acuerdo que

fui así alguna vez. Pero Lucía era joven todavía, muy joven. Todavía conservaba todo aquello. Me

acuerdo que sentí tristeza estando en su cuarto, sin estar tan seguro de que fuera por ella o por mí;

es decir, si fue por lo que se sabe ya perdido, o por saber que eso, sea lo que sea, algún día se

perderá.

En el café se leía mucho a Juan Carlos Onetti y a Jorge Luis Borges. Los viejos parecían tener

una admiración sobre todo a Onetti, al que llamaban ¨el maestro de la novela breve¨. Los abogados

eran de esos lectores que gustan de repetir libros en lugar de comenzar nuevos, de aventurarse en

un nuevo escritor, y guardaban El pozo y El astillero de Onetti como joyas dentro de sus preferidas.

Yo sólo había leído El pozo, y recuerdo que fue una experiencia un tanto desagradable y hermosa

a la vez. A veces es suficiente una historia breve, una que no diga nada, y, dentro de ese nada,

encuentres un vistazo al todo que andas buscando. Don Jaime, que escribía, prefería las novelas

extensas, me lo comentó alguna vez, con el argumento de que eran más parecidas a la vida. Un

cuento, decía, está cargado de intensidad, como un golpe a la cara, pero una novela es más parecida

a un baile, donde hay momentos en que te detienes un poco, miras alrededor, y sin querer vuelves

a bailar hasta que se acaba la canción, pero algo sigue sonando dentro de ti, y ese eco es la esencia

de la novela: el silencio que uno vive entre los sucesos importantes de la vida. Una vez me dijo

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que estaba escribiendo una novela inconclusa, porque estaba decidido a no dejar de escribirla hasta

que muriera. Iba creando una trama tras otra, les daba seguimientos y giros imposibles a los

personajes, de los cuales lo único que le preocupaba es que se fueran a morir antes que él, porque

ya estaba demasiado encariñado como para crear otros nuevos.

Los jóvenes preferían la poesía, como suele suceder cuando se es joven y la poesía deja un

calor agradable en el pecho, como una esperanza que no se sabe a qué se aferra, a qué futuro hace

dirigir la mirada. Cuando uno crece, esa esperanza poco a poco se va transformando en añoranza.

Les gustaba Nogueras, Lezama, Pizarnik, Octavio Paz, y aunque los viejos insistieran con

referencias a la vida política del último, a un análisis bibliográfico, era algo que a los jóvenes no

les importaba. El texto, no el autor, solían decir con una seguridad que habrían robado de otros

grupos literarios de la ciudad, que parecía llena de literatura en cada esquina. Lucía, por su parte,

y un tanto por seguir la forma del café, tenía en el mueble al lado de su cama un sol más vivo,

historias de cronopios y de famas, 100 poemas inolvidables de la literatura mexicana, lo que el

viento se llevó, Anna Karenina, y una novela que nunca había escuchado: Un ave de paso. Esto lo

recuerdo muy bien porque después supe que Un ave de paso lo había escrito uno de los jóvenes, y

eso explicaba que aquel libro no viniera de ninguna editorial, sino que había sido hecho

manualmente por el autor.

Una tarde vi a Lucía caminando por una de las calles que llegan del mercado de San Juan al

templo de San José. Iba con un pantalón roto de la rodilla que usaba seguido, y una chamarra negra

que todos sabíamos que le gustaba porque se la había regalado el doctor Fernando. El doctor tenía

una hija, ahora mayor, que había dejado muchas cosas en su casa antes de casarse e irse de Morelia

(no sólo la chamarra había terminado en manos de Lucía gracias a esa hija).

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Cuando me acerqué a Lucía, noté que tenía los ojos rojos. Había estado llorando, clara y

terriblemente.

—¿Qué pasó? —le pregunté, sintiendo desde ese momento un poco de incomodidad. No por

ella, sino porque nunca me ha gustado el llanto, y tiré el cigarro que estaba fumando en ese

momento, sólo porque sentí que en cualquier momento iba a abrazarme.

—Ah, hola, Santiago—me dijo, limpiándose las lágrimas con una sonrisa.

—¿Estás bien?

Lucía sonrió, condescendiente, era un gesto que solía hacer, un rasgo que los meseros no

pueden olvidar cuando dejan de trabajar.

—Sí—dijo calmándose—, es que acabo de leer algo hermoso… ¿te importaría caminar

conmigo un rato?

Anduvimos caminando en silencio, (para volver a mí normalidad corpórea, encendí otro

cigarro) y ella apretaba el libro contra sí como si tuviera miedo de perderlo. Entramos a un café

que yo no conocía, que estaba detrás de catedral y, después de un rato, le pregunté:

—Lucía, ¿dónde vives? —Ella abrió los ojos como platos. Y luego, como si hubiera

preguntado algo muy tonto, me contestó:

—Ay, Santiago, ya sabes, yo vivo en el café Las Flores.

Yo me preguntaba cuál de los jóvenes sería el que había escrito Un ave de paso. Todos ellos,

por su forma de ser, coqueteaban con Lucía, pero al final la veían como una habitual más del café,

pero como algo que pertenecía al café Las Flores, nada más, algo que no podían tomar

deliberadamente. Sí, la querían mucho. Todos queríamos a Lucía. Y era cierto, ella era gran parte

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de lo que en ese tiempo significó el café Las Flores, como una roca de cantera, que, cuando todos

nos íbamos, se quedaba bajo el faro que había en el patiecito antes de meterse a esa habitación

llena de historias que no entendía del todo, de pinturas de Alicia, de quién sabe qué soledad que

yo notaba en los ojos de Lucía.

De todos, el que más la quería era el doctor Fernando. Quizás viera en ella repetirse la juventud

de su hija, una segunda oportunidad de ser padre. De su hija solamente hablaba cuando Lucía no

andaba paseándose entre las mesas. De ser por él estoy seguro de que la hubiera llevado a su casa.

Muchas veces vi cómo la observaba con ternura cuando nos íbamos, y le preguntaba si estaba bien,

si no le hacían falta cobijas, ropa y comida. Lo preguntaba de una manera y en un tono que nosotros

no podríamos utilizar para preguntar algo semejante (por la edad, seguro) sin sonar irrespetuosos,

aunque seguramente ella no se daría cuenta; era una precaución, de hecho, hacia los demás. Una

tontería, cosas de modales. Lucía siempre decía que no le hacían falta esas cosas, que nos esperaba

al día siguiente, que, si alguien gustaba, podía pasar a desayunar con ella. Desayunar acompañado

era una forma de darle un tono más colorido al día, de no sentir tan fuerte el peso de la realidad

cuando se despierta. Lucía siempre le decía que no al doctor Fernando, pero él le llevaba cosas y

todos hacíamos como que no nos dábamos cuenta. Ella las aceptaba y lo abrazaba mucho. Ese

abrazo parecía bastar al doctor Fernando, aunque, a veces, veíamos que Lucía no le cobraba el

café. Sé que los jóvenes le tomaban la palabra. Entre clases, llegaban al café Las Flores a saludar

a Lucía, o a ensayar (los que estudiaban música), a platicar, a llevarle libros y discos, pero seguro

que era más por un placer egoísta que por ella.

Entiendo a Lucía porque yo también vivía en un cuarto minimalista. Cuando Diana se fue, me

sentí incluso más solo que de costumbre, porque ella acostumbraba a pasar algunas noches allí,

conmigo. Sin embargo, esa soledad se disipó con otra cosa: una planta que me regaló Brenda, y

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que dejaba estar junto a la ventana. Me imagino que algo similar le sucedía a Lucía con las pinturas

de Alicia.

De los miembros del café y específicamente de los viejos yo tenía preferencia por los

hermanos Felipe y Arturo, que se llevaban acaso un par de años entre ellos. Abogados de profesión,

usaban al café Las Flores como una distracción del trabajo, nada más, porque no se veían tan

interesados ni en la música ni en la literatura, los principales focos del café Las Flores. Se veía que

admiraban al doctor Fernando, como a un hermano mayor, aunque quizás fuera sólo respeto.

Los hermanos se habían asociado y habían puesto su propio bufete de abogados. Un despacho

cerca de la facultad de derecho. Les iba bien, se notaba, aunque el despacho no era la gran cosa

por sí mismo. Tenía un aire sucio y estaba impregnado de manera permanente con olor a cigarro

porque los dos fumaban demasiado, detalle que me acercaba a ellos también.

El despacho funcionaba gracias a becarios de la universidad que buscaban desesperadamente

un primer empleo. Era frecuente pasar al despacho y ver jóvenes revolviendo papeles con

entusiasmo, recibiendo llamadas que iban para los abogados, y ellos, con un orgullo que a mí me

daba risa, contestaban que no se encontraban, pero que ellos podían resolver el tema con gusto.

Así es esto, uno se deja explotar porque siente que está ante un bien mayor, ante un mundo

lleno de posibilidades. Uno se siente feliz de hacer sacrificios que luego darán recompensas por

los años dejados entre esos papeles que, muy probablemente, no significan nada. Los abogados

Felipe y Arturo no les mintieron, ni prometieron cosas imposibles. Eran hombres muy serios que

conocían de la escasez de trabajo y de los malos salarios de ese tiempo (ahora sigue igual la cosa,

creo, ya no estoy tan informado). Sabían que Morelia es una ciudad de estudiantes, no de

profesionistas, y los animaban a irse a otro lado, a Guadalajara, al DF, a Querétaro. Les decían que

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su despacho era solamente un trampolín, que no se quedaran. Morelia es, a pesar de lo que pueda

parecer, una ciudad chica. El tiempo pasa, y sigue siendo la misma catedral, los mismos arcos, las

mismas plazas, el mismo café Las Flores... Sólo la gente es reemplazable, y por eso es mejor irse,

a menos que uno sólo aspire a ser un recuerdo más. ¿Hay, de hecho, algún remedio?

Don Jaime, por su parte, me recordaba a Pablo Neruda, porque siempre usaba una boina como

la que Neruda tenía en las fotos que había visto. Era muy callado, no recuerdo haberle escuchado

muchas palabras. Sin embargo, se decía que escribía muy bien. Era un secreto a voces que había

escrito varias novelas que no se había atrevido a publicar, pero yo creo que más que falta de valor

es que conocía sus limitaciones como artista; como escritor, quiero decir. Lo creía, a pesar de no

haber leído ninguna de esas novelas. Los jóvenes solían brincar a la mesa con los viejos sólo para

platicar con él de lo que sabían de literatura, o lo que creían que sabían. Le mostraban sus textos

esperando sus comentarios, que eran siempre breves. Muchas veces se les veía satisfechos con sólo

ver a Don Jaime sonreír al leer sus poemas, cuentos, ensayos y primeros intentos de novela, y le

solicitaban ejercicios literarios, juegos para desarrollar la habilidad narrativa y métodos para

escribir novelas. Don Jaime siempre decía que sí. Algo se le ocurría. ¿Qué hacía él, en realidad,

en el café Las Flores? No fumaba. No tomaba café. No tomaba alcohol. Pedía té. Uno, nada más.

Y, a veces, cuando se quedaba más tiempo del habitual (casi siempre se iba a las siete de la tarde),

un chocolate de los de la mesita.

En alguna ocasión vi en una cafebrería que recién acababan de abrir a dos cuadras de la plaza

de San Francisco, en un buró que ponían a la entrada para llamar la atención de los que pasaban

por la calle, libros de autores locales.

Sueño de otra vida, de Jaime Ávila.

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Lo tomé. Era un libro viejo, de tapas gastadas color vino, letras doradas y papel amarillento.

Nunca supe cómo se apellidaba Don Jaime, ni si ese libro lo había escrito él. No creo. No quise

enterarme. Pero sí recuerdo que sentí que había algo perdido en todo aquello. Se tiene más intriga

siempre del silencio que de la palabra susurrada. Don Jaime callaba en el café Las Flores. Callaban,

también, sus novelas, que quién sabe dónde las habrían leído los que decían haberlo hecho, puesto

que nunca, según, se habían publicado.

Yo creo que el café Las Flores era una especie de refugio para almas que vivían en conflicto.

Pero, para mí, no era más que el sitio donde se juntaban Diana, Alicia, y los miembros del taller

literario Letras grises de Luis, quien fue mi amigo en la preparatoria antes de que él se metiera a

la facultad de letras y yo al conservatorio de las rosas.

Ahora que recuerdo, los días en que Luis y yo nos saltábamos las clases en el Colegio de San

Nicolás para probar nuestros primeros cigarros me parecen una cosa que sucedió hace mucho más

tiempo. Y es que no suelo pensar mucho en esos días. Tengo recuerdos vagos de Luis fumando

debajo de los arcos, cargando un cuaderno donde comenzaba a escribir sus primeros poemas. Me

gustaban. Hablaban de la muerte, y éramos muy jóvenes para hablar de ella, para tratar de

entenderla, para apreciarla, siquiera. Recuerdo, también, que yo todavía no me decidía entre la

guitarra y el piano, y me sonrojo al recordar cómo Luis se rio hasta que le dolió el estómago cuando

le dije que estudiaría violín.

Nosotros estudiamos la preparatoria en el ochenta y cinco…no puede parecer tanto tiempo.

Sin embargo, a diferencia de los abogados, he visto cómo esta ciudad ha cambiado, porque yo he

cambiado con ella. Cuando nos juntábamos en el café Las Flores, Morelia tenía ese tono peculiar

del final de los noventas, y ahora, en pleno dos mil diecinueve, no nos queda ni una fotografía de

todo aquello.

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Almas en conflicto…, es sólo una forma de decirlo. Otra forma de decir que todos estamos

tristes a nuestra manera. ¿Cuál conflicto, la vida? Es una búsqueda inútil lo que a mí me hizo ser

como soy. Inútil desde que no se tiene certeza de lo que se busca. Porque así, entonces, es que uno

arruina cualquier cosa con la que se tropieza, porque no hay una seguridad total ni una ingenuidad

absoluta, bella, pura, no; hay que cuestionarlo todo, hay que destruir todo con lo que uno se

encuentra...

Tres semanas después, cuando Brenda volvió, yo estaba hablando de este tema con los

abogados, y aquello nos pareció de lo más natural. Casi como si la hubiéramos estado esperando.

Esa vez nadie se quedó callado. Parecía que todos en el café habían supuesto la nueva presencia

como algo natural, como si antes de irse nos hubiera dicho: nos vemos la próxima.

Lucía se acercó a ella, le tomó el pedido, y cuando volvía con una taza de café y Brenda

comenzaba su ritual, Lucía se había quedado allí, de frente a ella, mirándola. Y Brenda, sin

inmutarse, le dijo que se sentara con ella. Así era ella. No se complicaba como el resto de nosotros.

Realmente, no se interesaba tanto en los temas que en el café se hablaban con tanto entusiasmo.

Rápidamente, Lucía sacó el libro que estaba leyendo. Mientras Brenda lo hojeaba, Lucía le

platicaba del libro, Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, y Lucía le dijo que se lo

había regalado Luis.

Brenda volteó a nuestra mesa y me miró fijamente, como si yo fuera Luis, y me sonrió, como

si al prestarle el libro hubiera hecho algo muy tonto por alguna razón. Luego se volvió a Lucía y

le dijo que sí, que le gustaba Cortázar, que era un buen libro para comenzar a leerlo. Que después,

si le gustaban las historias breves, leyera Todos los fuegos: el fuego. Lucía le explicó que un día

en que no había podido llorar, siguió las instrucciones de Cortázar en Historias de cronopios y de

famas y le funcionó. Brenda comenzó a reírse de una forma tal que, aunque un tanto inesperada,

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no sonó como burla, sino como dulzura imprevista, y que a Lucía la hizo adorarla desde entonces.

Después supe que a Brenda le gustaban solamente ciertos libros, y, por lo mismo, no solía leer

tanto, al menos por un gusto auténtico, y que Cortázar era uno de esos autores que disfrutaba

mucho. Decía que era un argentino afrancesado que no podía dejar de lado el español. Fue una

bella coincidencia, creo que todo se debió a ello.

A partir de ese día Lucía estaría esperando que Brenda apareciera de nuevo. Se esmeraba en

preparar un mejor café. Parecía que su alma pendía de un hilo cuando Brenda lo probaba, y que

descansaba cuando sonreía satisfecha. No sabíamos qué era, a qué persona de su pasado le

recordaba. Pero la veíamos, pegada a la ventana que estaba al lado de la mesa donde nos

juntábamos los que no éramos ni los jóvenes ni los viejos, esperando a que Brenda llegara, y Lucía

sostenía entre sus manos llenas de sudor Todos los fuegos: el fuego.

Yo sabía que Brenda vendría sola. Que no tendría que ir a buscarla.

El choque era inevitable desde que entró al café Las Flores. Los demás no podían siquiera

sospechar que Brenda estaría de pronto en la mesa, charlando como si nos conociera de hace

tiempo, con esa confianza que tienen los que tienen un par de años menos que el resto, y

haciéndonos sentir un tanto ridículos con los temas que solíamos tratar (su rostro, cada que alguien

pecaba de intelectual, parecía decir: vaya, qué interesante, de forma irónica), que estaría atenta a

su café escuchando historias del doctor Fernando. Haciendo como que se dejaba conquistar por

Felipe y Arturo, que se peleaban por su atención cada que Brenda iba. Pero yo ya lo sabía.

Cuando Brenda comenzó a ir al café de forma regular no hacía mucho tiempo que Diana se

había ido, o, mejor dicho, que se había quedado en Francia. Todavía había ocasiones en que se

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acercaba el doctor Fernando para preguntarme por ella. Se fue, le decía, y él asentía, como si fuera

algo de lo más común de las mujeres, irse.

Un día, entrada la noche, salimos del café, y el doctor nos preguntó si podía llevarnos a casa

(sólo estábamos Brenda y yo. Era apenas la segunda semana que ella se había sentado con nosotros

gracias al doctor Fernando, que se había acercado a saludarla). Después de titubear un poco, dijo

que se lo agradecería. Yo, por mi parte, que ansiaba siempre la hora de irnos para estar solo,

caminar un poco por la calzada de Fray Antonio, tomar todavía, si me daban ganas, un jarro de

pulque en El borracho melancólico, en el jardín héroes del 1847, donde todavía podía encontrar a

algunos de los jóvenes tocando o bailando, le dije al doctor que sí, que me iba con ellos, pero a la

que le estaba diciendo que sí en realidad era a Brenda, porque me gustaba su forma de ser, tan al

borde del café y adueñándose de un protagonismo discreto. Y claro, además, tenía un cuerpo y un

rostro que me despertaba mucho interés, y no quería dejar pasar la oportunidad de conocerlo a

detalle.

Nos sentamos, por insistencia del doctor Fernando, en los asientos de atrás. En el transcurso

ella tomó mi mano para mirarla, buscando en ella las luces de la calle mientras el coche avanzaba.

El doctor guardó silencio durante todo el camino. Yo lo veía desde atrás, por el espejo

retrovisor, feliz, como un niño que hacía una travesura, contento de ser un cómplice, de tener una

historia que contar al día siguiente en la mesa de los viejos, o sonreírles, con ingenuidad, dueño de

un secreto de nuestro pequeño mundo. Brenda dio su dirección. No parecía importarle que

supiéramos dónde vivía. Todos, hasta cierto punto, ocultamos algo de quiénes somos, qué hacemos

fuera de las horas en que coincidimos, a qué nos dedicamos, dónde vivimos, esas cosas en el café

no importan. Importan qué libros has leído, qué libros estás por leer, qué filosofía te gusta, qué

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creencia arrastras para vivir, qué lección te dejó un corazón roto o qué corazón roto te dejó cierta

lección.

Brenda no. Ella era un libro abierto, sin miedo a ser leído. No se complicaba con las cosas

que le parecían absurdas; incluso, se lo reprochaba. Hablaba sin miedo a equivocarse, dueña de

una seguridad insólita e irrevocable. No le importaba no haber leído ningún libro de filosofía, ni

le importaba decir que Anna Karenina le había parecido de lo más aburrido y predecible, y el

doctor Fernando y yo la escuchábamos en silencio, sonriendo, sabiendo que aquella ingenuidad

pecaba de falta de experiencia, y que eso es una joya que se disuelve con el tiempo, con la mente,

esperando la ruptura, un fracaso, una mañana lluviosa, una noche de insomnio que llega para

quedarse. Que la música sí, le gustaba, pero que no le obsesionaba. Podía pasar días y días sin

escuchar nada más que lo que salía en la radio cuando tomaba el transporte público, o lo que

tocaran sus vecinos en volumen alto.

A Brenda no sabíamos qué le importaba. Decía, cuando le preguntábamos, que saber preparar

buen café era algo importante (yo sabía que nos estaba tomando el pelo, que se divertía con

nosotros), y saber tomarlo (esto, en realidad, se confirmó desde el primer día que vino al café Las

Flores). Saber dormir, también era importante. Y después de haber aprendido a dormir, saber soñar.

¿Podría hablar en serio?

Llegamos, y yo dije que la acompañaba hasta su piso, que era una coincidencia que viviéramos

tan cerca (mentira, por supuesto). El doctor asintió desde el volante. Sin protestar, casi radiante,

nos dijo buenas noches y se arrancó hasta perderse.

Entonces quedamos Brenda y yo, solos afuera del edificio donde ella vivía.

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Brenda estaba usando unas mallas negras semi transparentes debajo de un vestido oscuro de

tirantes que dejaban ver, de forma elegante, su escote. Hacía frío, y usaba una gabardina color

crema con un nudo en la cintura. Su cuerpo comenzaba a despedirse de los veinte años para entrar

a los treintas. Y, sin embargo, algo parecido a la elegancia se había asentado en ella. Sólo puedo

llegar a imaginarme cómo sería una Brenda adolescente. Tal vez pálida y delgada. De personalidad

seria, introvertida. Pero puede que me equivoque por completo, porque Brenda no era ninguna de

esas cosas. Al menos no cuando la conocimos. Era solitaria, a su manera. Nunca supimos de otras

amistades, pero tampoco es que ella hablara mucho de las personas, ni de su familia, de quien

solamente sé que tenía un hermano que vivía con su padre en Pátzcuaro, a quienes casi nunca

frecuentaba, aunque le pesaba la falta de relación con su hermano, me confesó una vez. Quizás

también nosotros fuimos otro secreto de Brenda, un grupo oculto a otro grupo de personas oculto.

Subimos las escaleras en silencio, y entramos a su departamento.

Brenda era traductora, supimos con el tiempo. Sabía alemán, inglés, francés, portugués, y

estaba aprendiendo japonés (aunque con gran dificultad). Le fascinaban los idiomas, las palabras,

aunque nunca había soñado con ser escritora, como casi todos los que iban al café Las Flores, ni

era una lectora intrépida (aunque se fue interesando un poco con las recomendaciones atinadas de

Luis, que tenía ojo para ese tipo de cosas). A ella le interesaba el molde, no el significado. Una

forma, y no la forma. Podría decirse el cuerpo y no el alma. ¿Y qué sería del alma sin el cuerpo?

Había que tener la suficiente ciencia y el arte necesario para hacer algo a la medida del alma, de

las palabras, de la forma. Ser traductora era una necedad por saber que todo podía decirse de

diferentes maneras. Que en diferentes cuerpos podía haber un alma, que en diferentes ojos se

podían ver los mismos colores. Que detrás de tantos años, estudios y tanta historia, todo se debía

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a la necesidad de los hombres por tener una forma de decir las cosas, sin importar tanto lo que

había qué decir, sino simplemente las ganas de decir algo y tener cómo hacerlo.

Como las plantas, decía Brenda, un lenguaje hermoso, ese de las plantas.

Para ella, parecía que los libros y las palabras eran sólo su trabajo, y que la literatura era un

agregado en todo ello, una alergia, un accidente, una enfermedad, y, las personas que la rodeaban,

eran como adornos de plástico en un árbol de navidad necio puesto a medio agosto.

Brenda había llegado a mi vida como algo que es siempre esperado pero que llega, de todas

formas, sin previo aviso. Más que saberlo lo sentí de esa manera. De la misma forma, sabía que lo

que habría entre ella y yo no sería amor. ¿Sienten amor, acaso, los imanes de polos opuestos? No,

estoy seguro de que no es amor. Pocas veces en mi vida logré amar.

Pero ¿por qué? Creo que pude haber amado a Brenda si hubiera querido. Estoy seguro,

incluso, de que ella lo esperó también, por un tiempo, al menos.

Me detengo.

Hay vacíos en mis recuerdos, pequeños sentimientos que encajan en imágenes de las que dudo

de su veracidad. Espacios en que uno pasa de un sueño a otro. El departamento de Brenda, por

ejemplo, en esa noche, impecable, limpio, pero sucio de libros en diferentes idiomas, abandonados

en el suelo, debajo de la cama, encima de muebles, rayados con notas breves, hojas dobladas, notas

que hablaban del sincretismo que implica conocer distintos idiomas (y era tan curioso, en verdad,

que estuviera rodeada de todo aquello cuando realmente no parecía importarle). Brenda haciendo,

ante los ojos fascinados de los habituales, hablar a Don Jaime horas y horas, y todos escuchándolo

como si fuera el sacerdote en una misa de año nuevo. Calíope y Antonio besándose afuera del café

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Las Flores como sólo los jóvenes saben besarse, y Lucía corriendo al cuarto de atrás con el corazón

revuelto.

Espacios en blanco. Vacíos tenues. Es en estas noches, cuando no puedo dormir, que de

repente un recuerdo vuelve, de la nada. Y yo, como cazador de mariposas, debo atraparlo y

retenerlo rápidamente, porque si se va no sé cuándo podrá volver a aparecer.

Esa noche, en su departamento, estuvimos tomando en el balcón. Mirando hacia abajo, supe

que había subido sólo para dejar caer algo desde allí, y que, algún día, estuviera donde estuviera,

escucharía cómo ese algo se haría trizas en el suelo, era la amenaza: destruir algo hermoso…

Ah, ahora pienso en todo esto no por nostalgia de viejo, tampoco por falta de algo mejor qué

hacer. Pienso en esto porque hace una semana me avisaron que Luis falleció, y me di cuenta de

que ya estamos en edad para comenzar a morirnos.

Volví a Morelia, para ver si no me había inventado nada de mi vida, y para ir al funeral de

Luis, mi amigo.

Fui, como quien sigue el único camino que ofrece un laberinto, al callejón donde había estado

el café Las Flores. Lloré, un poco, porque me sigue incomodando el llanto.

Todavía faltaban un par de horas para el funeral (fue Carlos quien me llamó para darme la

noticia). De pie, frente al silencio de esa misma puerta en ese callejón que me vio llegar tantas

veces, sentí unas ganas desesperadas de irme de la ciudad.

Toqué la puerta, casi por instinto.

Tras un momento, mientras pensaba que nadie abriría, salió nada más y nada menos que Lucía.

Era de noche, y no había ninguna luz cerca, pero Lucía me reconoció en seguida:

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— ¡Hola Santiago, a que quieres un café!

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Lucía

Me gustaba mucho la palabra minimalista. Me recordaba a la palabra animal. Un animal chiquito.

Minimal. Y el hecho de que se refirieran con esa palabra al cuarto que había detrás del café Las

Flores, me hacía pensar que yo era el animal chiquito que allí vivía, y que era lista, además, pero

no mucho: minimalista (es decir: no tan lista). Qué acertada era esa palabra, aunque no significara

lo que yo entendía. Nunca me detuve en una cosa absurda como un diccionario. Me gustaba darles

mi propio significado a las palabras. Por eso podía leer tantas veces el mismo libro. Minimalista.

Me gustaba. Un animal chiquito. Chiquito.

Era cierto, además. La habitación era muy pequeña. Pero era mi habitación. Era la cama

donde yo soñaba, era el lugar que se quedaba con el eco de las voces de la tarde. Era lo que yo era.

Alguien que escuchaba a las personas que iban al café Las Flores, que se dejaba querer por ellos,

y que los escuchaba, todavía, antes de prepararme a dormir. Me gustaba escucharlos hablar, porque

incluso verlos llegar era comenzar a escuchar, en un momento, los pasos por el callejón que

conducía al café, y saber que otro día estaba por comenzar.

En la mañana, cuando todavía estaba cerrado, escuchaba a los jóvenes tocar la puerta, y yo

corría desde la habitación con vergüenza de que pensaran que estaba dormida. Atravesaba el patio

y sorteaba los chocolates gritando un ya voy mientras pensaba quién sería. Pero yo ya sabía quién

era cada vez. Dependía de la hora y del día, y en eso iba pensando mientras corría a la puerta.

No era difícil adivinar, casi todos los jóvenes eran estudiantes, y con el tiempo había conocido

sus horarios escolares y sus horas libres, porque eran las horas en que venían a verme.

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No entiendo del todo por qué venían tanto. Yo era la mesera del café Las Flores. No un cliente,

no un literato, no un músico, ni siquiera un estudiante. Un cliente de la vida, acaso, y nada más.

Pero ellos venían y hablaban conmigo de música, literatura y de filosofía como si yo supiera algo

de todas esas cosas, como si pudiera contestar un diálogo coherente lleno de información

novedosa, pero no (qué minimalista), era obvio que ellos no esperaban eso de mí, se hubieran

aburrido pronto. Ellos querían que alguien los escuchara. Los debates metafísicos, las preguntas

existenciales de las que llenaban sus textos, tendrían lugar cuando el café abriera, como decía el

letrero, a las doce del mediodía, aunque yo abría siempre un poco antes, por si alguien salía

temprano de clases, cuando el café estuviera listo y yo no tuviera que realizar esa carrera matutina

que era la esperanza de ser parte de algo.

Una familia, ser parte de una familia, eso, tan solo.

Me acuerdo de la vez que fuimos a ver una orquesta en la que Santiago tocó, y pensé que eran

como mi familia.

El doctor Fernando me dijo que me invitaba, que irían algunos del café, incluso Calíope (que

me caía mal por ser tan descaradamente bonita y saberlo) y Antonio para que me animara. Yo dije

que sí, no quise pensarlo demasiado.

Llegamos al teatro Ocampo, que estaba lleno de gente elegante y vieja. Había niños, también,

acompañados de sus padres, pero no parecían niños, sino versiones más chicas de sus padres.

Estuvieron platicando en la entrada con gente que el doctor Fernando y Luis conocían, y, cuando

entramos por los boletos, vi en un letrero que la entrada costaba cien pesos. ¡Cien pesos! ¡Desastre!

Debí ponerme roja como un tomate porque en ese momento el doctor Fernando, como sabiendo lo

que estaba pasando (porque era doctor), me dijo, muy quedito para que sólo yo escuchara, que no

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me preocupara, que él me había invitado y que él pagaba; y que, saliendo, me compraría un elote

y churros de chocolate (él y Don Jaime querían uno).

Ya estaba allí. Quería decirle que no, pero sentía que no había marcha atrás, y quería llorar y

reír porque era una situación tan tonta. Entonces Luis se acercó, y me preguntó si alguna vez había

escuchado a Bach. Le dije que no, por supuesto, y me cayó tan mal... Me dijo que era un concierto

muy especial (ignorando la cara que yo acaba de hacer), porque interpretarían algunos de los

conciertos para violín más conocidos de Bach, como el concierto en la menor y el concierto en mi

mayor. Le dije que no entendía nada de ¨la menor y mi mayor¨, ni sabía apreciar la música clásica

y de ninguna. Luis me dijo, y me acuerdo bien que no me juzgó al hacerlo, de una forma que

después de él sólo pude ver en Brenda (aunque en ese momento decidí ignorarlo porque estaba

incómoda), que ya sabía eso, y que por eso era yo quien más iba a disfrutar el concierto. Me hizo

sentir espontáneamente feliz, porque, por primera vez, no saber algo me daba la ventaja, de alguna

forma peculiarmente bella en mi mente.

Me sucedía lo mismo cuando leía. Lo relacionaba con ese sentimiento. Me perdía fácilmente

en las historias. Disfrutaba cada una de las frases como si tuvieran sabor. Masticaba cada palabra

que no conocía y la repetía hasta que sonaba divertida. Después me preguntaban que qué me había

parecido, sobre todo los de la mesa de los jóvenes, y me ponían en apuros. Sólo Luis, recuerdo,

me preguntaba cosas como: dime, Lucía, ¿cómo te habrás imaginado los cronopios?, o ¿verdad

que Scarlett O´Hara tuvo mala suerte de ser tan bonita? El resto discutía la historia como si fuera

un paciente en una mesa de hospital, y yo creo que así la historia no puede hablar, ¡está sedada!,

la están examinando, ¡respeto, por favor!

No, a las historias hay que dejarlas hablar ellas solas, pero, sobre todo, hay que saber

escucharlas, era algo que se me daba muy bien porque era mesera.

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Pero estábamos allí, decía, en el teatro Ocampo. Las chicas usaban vestidos increíbles, y los

chicos sacos lisos y zapatos brillosos. Yo, por mi parte, estaba usando mi chamarra favorita, una

que me había dado el doctor Fernando. Me imaginé a Susana usando uno de esos vestidos

elegantes, ya de veinte años, y pensé que se vería fenomenal. La busqué en la multitud, pero no

supe si no la encontré o no la reconocí. Quizás un día volví a verla, y ella a mí, y no nos

reconocimos.

Luis, que se había sentado a mi lado, me dijo que la señora que estaba sentada en frente de

nosotros parecía un alienígena con el vestido que estaba usando, y los dos nos reímos tan fuerte

que varias personas nos comenzaron a ver con caras de fastidio. Pero no me importó ni un poco.

Me sorprendí a mí misma riendo con tanta soltura. Y no me reproché el hecho de que fuera tan

fácil recargarme en el brazo de Luis durante el concierto.

Al concierto fuimos Luis, Alicia, Don Jaime, el doctor Fernando, Diana, y en cualquier

momento saldría Santiago y tocaría el violín. Fue, en un milisegundo, como si hubiera vivido la

infancia que nunca tuve, las idas al teatro que nunca tuve, y, en ese momento, además de Susana,

tuve los amigos que jamás hubiera tenido de no haber llegado un día a pedir trabajo al café Las

Flores.

Luis tenía razón. Dudo que alguien en todo el teatro haya disfrutado ese concierto tanto como

yo. Santiago, a pesar de que yo no había escuchado jamás un concierto de violín, tocó increíble.

Llegó un punto donde dejé de saber de Susana, e incluso dejé de pensar en ella. Supongo que

se fue de Morelia, y eso es una lástima, porque no entiendo por qué alguien quisiera irse. Yo

aprendí a mirar a Morelia como la madre que nunca abandoné y como la madre que nunca permitió

que la abandonara. Al contrario, puso las personas precisas en mi camino. Empezando por Susana.

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Los chicos del café Las Flores hubieran dicho que la vida es una suerte de posibilidades, un

eterno juego de dados de póker, un chocar continuo que nunca termina y que no tiene sentido si se

le presta atención de más.

Antonio solía decir cosas como ésas. Cosas que no entiendo del todo… Me duele no haberlo

entendido, a Antonio. Más eso que no haberlo querido como él quería, como yo quería a Luis…

Pero esa es otra historia. ¿O será realmente lo que quiero contar? ¿Será este el ritmo narrativo

correcto?, ¿la forma adecuada de narrar? ¿Seré yo, acaso, capaz de contar lo que viví?

Siempre admiré más lo que esas cosas representaban que lo que en realidad eran, el ritmo, la

forma, el estilo, tantas cosas que nunca quise aprender y que creo que pude, que tuve la

oportunidad. Pero hubiera sido como aprender a desarmar un juguete, ¡en vez de jugar con él!

Quitarle las piezas para analizarlo y ver cómo es que se mueven sus partes. ¡Y luego cómo

volverías a jugar! No. Estaba bien que ellos supieran de la estructura de los libros, pero yo me

conformaba con leerlos, con escucharlos, con intentar escribir mis propios poemas sin importar

que lo estuviera haciendo bien o mal, aunque ellos dijeran que no había tal cosa como bien o mal

en la poesía, qué revoltijo absurdo.

Sí, me avergonzaba mucho que ellos vieran lo que escribía, porque yo quería, en el fondo, ser

un poco como ellos. Había algo de encantador en todo aquello. ¡Dios! Si vieran esto que estoy

escribiendo… No seas ridícula, Lucía, me hubiera dicho Brenda. Y yo hubiera pensado que en

verdad estaba siendo ridícula, porque la música sonaba y yo no entendía, y tenía que ser de esa

forma, sin buscar entenderla, ¿cómo harán los músicos para escapar del conocimiento, de entender

que lo que hacen ya no puede ser para ellos? Yo viajé a tantos lugares en ese teatro. A lugares sin

nombre, a colores y sonidos que nunca creí que existían. Y la música era eso, la música, y no todas

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esas manchas en el papel que iban siguiendo, así como leer eran esas imágenes que se forman en

la cabeza de uno, y no las palabras, que son planas y vacías.

Ah, Santiago, cómo volver a verlo igual cuando él junto con la orquesta habían puesto en mis

oídos algo que no se vuelve a experimentar jamás de la misma forma, eso que sucede en el corazón

de uno en las primeras veces de cualquier cosa. Ojalá ya hubiera estado Brenda con nosotros

cuando fuimos a escuchar a Santiago, pero no, todavía estaba Diana.

Salimos del teatro, y en ese estado de fascinación que se queda todavía dentro de uno y que

hace parecer las calles tan irreales, fuimos por elotes y churros (Don Jaime estaba con una sonrisa

de niño). Antonio me miraba, aunque iba tomado de la mano de Calíope, que se veía, debo admitir,

radiante. El doctor Fernando platicaba animosamente con Alicia, y Luis caminaba conmigo,

preguntándome qué me había parecido el concierto, y se quejaba de la alienígena que no lo dejó

ver bien, mientras trataba de explicar (en vano) que a veces se necesita ver para escuchar mejor.

Tonto. Entonces yo volteaba a ver a Santiago, cargando el estuche de su violín en una mano y

abrazando a Diana por los hombros con la otra. Eran una pareja salida de uno de los libros que

Christian me prestaba, o, al menos, así me parecían.

No entiendo por qué Diana se fue, si Santiago había tocado tan bien y Diana lo miraba sin

quitarle ni un segundo minimalista de atención. Pero lo que menos entiendo es por qué Brenda,

cuando llegó al café Las Flores, se fijó en él y no en Luis. A mí me hubiera gustado parecerme a

Brenda, ser elegante como Brenda, misteriosa como Brenda, y hablar muchos idiomas y reírme de

los del café Las Flores.

Todos eran muy tontos, en realidad. Santiago siempre veía la silla donde se sentaba Diana, al

lado de la ventana, y parecía que quería ver París y no Morelia cuando se asomaba en ella. Ver a

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Diana llegar, de pronto, y que ella le dijera que París era horrible, aburrido, y que no sabía francés

y no había entendido nada todo el tiempo que estuvo allá.

Pero en su lugar llegó Brenda, y fue como si yo hubiera querido protegerla, y verme en ella

era querer que ella quisiera también a Luis, así, como yo, y no a Santiago. A él había que ir a

escucharlo tocar, nada más. Sabía que había algo en Santiago, porque las chicas que a veces iban

con algunos de los jóvenes estaban enamoradas de él. Hasta los viejos parecían admirarlo. Pero lo

que Luis tenía era otra cosa. O tal vez yo lo veía todo diferente porque estaba en el café Las Flores

de una forma distinta, brincando entre mesa y mesa, trayendo chocolates de aquí para allá, llevando

las tazas vacías a la cocina y preparando una nueva mientras la vida continuaba allá, fuera de la

cocina, fuera de los pequeños rincones que me pertenecían sólo a mí. Era en esos rincones desde

donde yo espiaba a Luis, y veía aquello que sigo sin poder explicar, que era lo que lo volvía

especial. Pero Santiago miraba por la ventana, y Luis no me miraba, tampoco, sino a Alicia, la

pintora.

Qué bello pintaba, Alicia... Qué sínica era; tan egoísta. La admiraba por lo que era capaz de

pintar, mas no me hubiera gustado ser como ella. No la entendía ni un poco. Tal vez eso, que no

la entendiera, y lo que no entendía en ella, era lo que a Luis le gustaba. Pero qué importa. Ella

pintaba y me gustaban sus pinturas. Es lo importante.

He aprendido que las historias no son como las que uno lee, por eso no puedo ser tan soñadora

como Christian, así como las pinturas tampoco son lo que uno ve. Ni siquiera en el libro que me

regaló Antonio, Un ave de paso, que hablaba de una chica que según él estaba inspirada en mí,

pero no le creí, o no quise creerle, porque él estaba con Calíope y no conmigo, al final de cuentas,

y la chica de la que hablaba se parecía más bien a Susana, que tampoco alcanzaba a ser tan bonita

como Calíope.

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Ahora, a pesar de que todos crecieron, yo todavía tengo las pinturas de Alicia en el cuarto

donde sigo siendo un animal chiquito, y allí está Un ave de paso, también. Pero todo se queda,

todo, hasta lo que ya no tenemos de forma física.

A veces, por las mañanas, siento que voy a escuchar el timbre y que será alguno de los jóvenes.

Que será Antonio, o la vez que Calíope vino, llorando, la invité al cuarto, y se le quedó viendo a

Un ave de paso, se fue y nunca volví a verla. O cuando se acercan las doce de la tarde y tengo que

ir a abrir la puerta del café. O cuando Brenda estuvo viviendo conmigo por un tiempo, y era

amanecernos hasta las cuatro de la madrugada contando historias, mirando las pinturas de Alicia

y tratando de adivinar qué escondía en ellas, qué la volvía tan diferente, cómo habrá sido, si es que

alguna vez fue una Alicia adolescente. O leyendo a Cortázar, el cual nos encantaba a las dos, sobre

todo los cuentos de Todos los fuegos: el fuego, porque eran más simples, no tan revoltosos. A los

demás les gustaba Rayuela, 62, modelo para armar; no, a nosotras nos gustaba leer una y otra vez

el cuento de La señorita Cora, y nos gustaba hablar de Luis, porque yo hablaba de él, y a Brenda

me acuerdo que le gustaba un poeta portugués que no me acuerdo cómo se llama, que Luis se lo

había recomendado, y que fue en esas noches (cuando Diana acababa de regresar de Francia) en

que yo me di cuenta de que Brenda en realidad no estaba triste del corazón por que Diana hubiera

vuelto y Santiago anduviera con ella por Morelia como si Brenda se hubiera evaporado,

no…entendí esas noches que su amor había sido un amor…cómo llamarlo, claro: minimalista,

apenas algo necesario para que se diera cuenta por qué Santiago se sentaba junto a la ventana y no

junto a ella.

Hay una frase que Brenda me contó durante esas noches que no se me ha podido olvidar, y

que era de ese autor portugués que le gustaba tanto:

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Yo no debería tener esperanzas—debería

tener solamente ruedas…

Brenda la repetía mucho, y en esas veces fue que me contó algo que ella llamaba el lenguaje

de las plantas, donde me decía que las plantas eran los únicos seres que no podían ser traducidos,

que, al contrario, nos traducían a nosotros, nos ayudaban a ver a través de los lugares y del tiempo,

e, incluso, a través de las cosas y de uno mismo. Me dijo que eran cosas que sólo personas como

Luis y yo éramos capaces de entender, porque sabía que no lo daríamos tantas vueltas buscando la

lógica en todo aquello.

Brenda tenía un hermano. Ya no recuerdo su nombre, pero Brenda lo quería mucho, a pesar

de que no se hablaba con él. Su hermano vivía bajo una filosofía simple: Si un día te encuentras

un boleto de autobús, debes hacer el viaje. Y Brenda había decidido subirse a todos los autobuses,

metafóricos, claro, tratando de vivir bajo la filosofía de su hermano, y, después, la de ese poeta

portugués que le había recomendado Luis.

Yo, por mi parte, no podía hacer otra cosa más que escucharla. Y estaba bien, porque Brenda,

que casi nunca hablaba de cosas así, sentía la confianza de decírmelas, y entonces era como si las

dos nos halagáramos, nos quisiéramos, una hablando y la otra escuchando. Las únicas cosas que

atinaba a decirle eran que la quería mucho, y que me recordaba a Susana, de quien me inventaba

historias increíbles y totalmente falsas, y Brenda parecía que en verdad las creía.

No soy tan ingenua. Susana anda por allí, en algún lugar de mi mente. Y a veces la busco, en

las calles, en los cafés, en los libros. Pero sé que ella vive dentro de mí, nada más. Y se lo

agradezco, también, porque me ha ayudado tanto en mis mudanzas. Fue ella quien me susurró

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muchas verdades al oído, como el hecho de que el café Las Flores no era para siempre, que la

suerte no dura tanto, que el amor casi nunca es correspondido de la forma en que uno quiere.

Yo sabía que Luis nunca se podría fijar en mí, ay, por tantas cosas: la edad, la cultura, las

cosas que sabía y las que sabía que no sabía. Pero el hecho de que se fijara en Brenda era como si

se fijara un poquito en mí, como una cosa minimalista al ladito sin ser completamente una cosa,

verla como a mí me hubiera gustado ser pero aceptándolo, sin más, como decía Brenda: así eran

las cosas, no hay grandes remedios ante los asuntos del corazón, ante los anhelos, uno quiere lo

que quiere, y no se puede ni se debe intentar cambiar algo así, por mucho que querer algo nos haga

a veces tanto daño.

Estuvimos, entonces, en el jardín de las rosas, conversando y comiendo los churros que

sobraron, porque el doctor compró demasiados, y yo se los regalaba a la gente que pasaba. Cuando

comenzaron a bostezar, a decir que era tarde, yo sentí que aquello se terminaba, que el sueño

llegaba, de pronto, a su final. Me imaginé en el cuarto del café, sola, y sentí una tristeza inmensa.

No quería llegar. No después de una noche así.

Me quedé callada. ¿Qué tenía yo qué decir?

Primero hay que acompañar a Lucía, dijo Luis. Primero hay que acompañar a Lucía…

Fuimos al café, aunque, en el camino, Calíope y Antonio se desviaron a sus casas. Es que eran

jóvenes, tenían padres a los que debían rendir cuentas.

Me despidieron en la puerta del café, y, cuando entré, la soledad que esperaba sentir no estaba,

se había ido. Los asientos vacíos no eran asientos vacíos, el silencio profundo era un silencio

cómodo, agradable. La frescura de la noche no me dolía, me acogía. Y, de todas formas, lloré.

Lloré porque era algo que me pasaba. Esto lo recuerdo con cierta tristeza, porque uno también

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aprende a dejar de llorar, sólo queda una resignación en el lugar que le pertenecía a una o a varias

lágrimas.

Atravesé el pasillo en silencio, recuerdo, como todo mesero debe hacer.

Cuando llegué a la habitación, me le quedé viendo a una pintura de Alicia hasta quedarme

dormida. Era una chica de cabellos claros, amarillos y naranjas, aunque tal vez fuera porque un sol

que no podía verse le daba de lleno en el rostro. Sus ojos estaban muy abiertos, y su boca sonreía,

como si estuviera viendo algo increíble, algo mágico, como si esa noche hubiera ido al teatro, y

Luis intentara ver a través de una alienígena. La música estaba allí, en la mirada de esa chica que

no se quedaría dormida, como yo, que me había quedado en el abrazo que di a cada uno cuando

nos despedimos en la puerta del café.

Me acuerdo muy bien de ese día, porque a la mañana siguiente Diana se fue.

Santiago se veía decaído los días que le siguieron. Bebía más. De hecho, se emborrachaba. Y

nadie se había emborrachado en el café Las Flores, a excepción, claro, de algunos jóvenes, sobre

todo Christian, pero eran borracheras diferentes, borracheras de jóvenes, vaya. Santiago bebía

porque le dolía la ausencia de Diana.

Nadie decía nada al respecto. No sabíamos muy bien qué ni por qué había ocurrido. Pero

cuando Santiago me pedía una cerveza tras otra, y yo volteaba a ver al resto, todos asentían. No sé

si el amor es así con todos, porque yo nunca me dejé del amor. No sé si se pasa, además, ni si se

pasa a tragos. Y Santiago tomó mucho tratando de olvidar, pero no le funcionó.

Poco después de que Diana se fuera llegó Brenda, y la rompió. Romper a Brenda fue romper

el café Las Flores, ¿o sería al revés? Y yo vivía en el café Las Flores. Digo vivía como quien dice

de vivir aquello que acontecía en mi vida, y no tanto del lugar donde dormía. Yo vivía en el café

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Las Flores. De dormir, tuve muchos lugares antes de que los dueños del café Las Flores me

permitieran dormir allí. Pero incluso antes de que allí durmiera, sabía que era allí, y con la gente

que allí iba, iba a vivir. Y la vida, sea lo que sea, era estar tarde con tarde y con esa gente llena de

melancolías absurdas y sueños fugaces en el café Las Flores, al fondo del callejón. Hasta que, de

pronto, un día, puf, se rompió, y yo tuve que quedarme a vivir sola en el recuerdo de lo que fue.

Es un recuerdo hermoso. Roto, pero hermoso.

Años después apareció en la puerta Santiago, y me dijo que Luis había muerto. Santiago no

tenía la menor idea de lo fuerte que era escuchar eso para mí. Se puso a llorar de una forma terrible,

y me di cuenta entonces de que los recuerdos pueden volver, abrazarte y hacerte daño. Amar es

abrazar ese dolor. Lo abracé, también, a él, y quizás él pensaba que lo consolaba, solamente. Pero

lloraba por mí. Los dos llorábamos, y los dos sufríamos, allí, juntos y solos.

Fuimos juntos al funeral de Luis, al que asistieron el doctor Fernando, Carlos, Alicia, Felipe

y Brenda.

Cuando vi a Brenda volteé a ver a Santiago, y alcancé a escuchar un ruido chiquito. Fue

extraño, como si algo que había esperado por mucho tiempo se había roto finalmente. Con las

piezas (los recuerdos y lo que quedaba), se podía construir otra cosa, pero fuera lo que fuera se

trataba de ellos, pero no de Luis.

Yo, por mi parte, no quise parecer apurada. Brenda parecía sentirlo, casi condescendiente,

pero no me decía nada al respecto. Yo estaba temblando por dentro, como si estuviera enferma.

Abrazaba a los invitados que conocía y me dejaba abrazar por ellos. Sonreía, incluso. Preparaba

café en la cocina y llevaba galletas de un lado a otro.

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Finalmente, cuando dejé pasar el tiempo que consideré prudente, me acerqué al féretro para

ver a Luis. Sentí como si me hubieran atropellado. Allí estaba por quien yo había llorado tantas

veces, en quien había pensado tantos años: muerto. Me había dicho a mí misma, en el café, cuando

Santiago me dio la noticia, que yo no iba a dejar que los que estuvieran en el funeral se dieran

cuenta de mi secreto mejor guardado, ni que se descubriera en el último momento, pero no pude

evitarlo, cuando, de la nada, sentí una mano en mi hombro:

—Está bien, Lucía, sólo déjalo salir—me dijo el doctor Fernando, y entonces no pude

remediarlo.

—Yo estaba enamorada de él.

Todos escucharon. Y fue como aquella vez que fuimos al teatro, porque todos se acercaron a

abrazarme, como si yo fuera la viuda de Luis. Lloré, también, como si de verdad lo fuera, y los

ojos de Brenda, que me miraban con el corazón adolorido, no tenían otra cosa más que una empatía

dolorosa.

Minimalista. Nunca fue más cierto que esa noche cuando volví al café. Mi dolor era tan fuerte

y grande que sentía el cuarto más pequeño. La pintura de Alicia, al lado de la puerta, era otra

presencia enorme que me incomodaba al máximo.

Salí de allí, y me dirigí con la única persona que me ayudaría en un momento tan egoísta como

ése.

Escuché pasos del otro lado de la puerta cuando llegué a su casa, y cuando el doctor abrió, se

hizo a un lado para que entrara, sonriendo gentilmente. Me condujo por el pasillo que ya conocía,

porque solía ir a visitarlo a veces, pero se detuvo en una puerta que estaba al lado de su consultorio,

que siempre había visto cerrada.

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Cuando entré, aquella habitación parecía hecha especialmente para mí.

—Buenas noches, Lucía—dijo el doctor antes de irse a su habitación—. Bienvenida a casa.

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El indeseable

Había noches en que el indeseable podía ser terriblemente filosófico. Aparecía por allí (el buró, la

caja de zapatos, debajo de la cama, entre dos discos de Miles Davis) un libro de Cioran o de Sartre.

Hablaba con quien fuera de Tolstoi, de Dostoievski, de Byron. Que en Morelia había de todo:

músicos, traductores, médicos, arquitectos, masones, cristianos, artistas de bajo perfil, artistas de

alto perfil, artistas sin perfil, políticos, amas de casa, purépechas, nazis, indígenas, trovadores,

libreros. ¿Y él, en qué categoría estaba? No se pondría jamás en ninguna.

Leía un poema y no le tocaba ninguna fibra. Como si estuviéramos hechos de fibras, se decía.

Podía pasar días enteros sin sentir el menor síntoma de un sentimiento. No sentía nada. Ni siquiera

el vacío aparecía. No había nada. ¿O había nada?

Ponía un disco de música y se tumbaba en el suelo. Bach, The Beatles, Queen, Miles Davis,

Toto, Richard Wagner, Eugenia León, Tchaikovsky, Eddie Vedder, Facundo Cabral, Bob Dylan.

Y mientras la música sonaba de fondo entre el desastre, su cuarto desordenado y su mente aun más

desordenada, iba tejiendo sin forma una psicología absurda.

No existían los puntos extremos. A pesar de que los demás (desde Luis hasta Diana) estaban

encantados con la idea de una dualidad absoluta, para él no existía tal cosa. Mucho menos el punto

medio.

Existía el infinito. Era, acaso, lo único por lo que podría poner las manos al fuego. ¿Cuál

fuego, idiota? Aquí no hay ningún fuego. Existían los puntos intermedios que existen, aunque sean

imperceptibles (como todo realmente es) entre los otros puntos intermedios.

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Nunca amaba porque muchas veces se había sorprendido odiando lo que amaba. Se aburría

terriblemente con películas que le habían gustado. Todo perdía significado de un segundo a otro.

No había forma en que pudiera clavarse una creencia, un dogma, una fe, una mujer, con la

seguridad de que, al día siguiente, o al minuto siguiente, no perdería el interés por completo.

Le sucedía con la vida también.

¿Cómo suicidarse si quizás al siguiente día viviría el día más feliz de su vida? ¿Cómo confiar

en la eternidad, en el mañana, en esperar cualquier cosa disfrazada de esperanza?

Buscaba la ciencia, los números, los métodos numéricos. Intentaba descifrar el mundo con

ciencias descompuestas. ¿Por qué? Era un romántico. Era otro punto medio entre el punto medio

de todo y nada.

Tal vez. No. Una etapa más en la vida. Quizás. Dar palomita a un check list donde al final

estaría la muerte e intentaría marcar la palomita mientras agonizaba. Mierda. ¿Cómo podía pensar

en esas cosas?

Se encerraba. Ponía seguro y jugaba a perder las llaves y olvidar dónde las había dejado. Le

había pasado que en verdad las había perdido y olvidado el sitio. Llegó al punto donde divertido

había terminado por reírse a carcajadas, y durante una de esas veces Alicia había pasado a visitarlo

y le dijo desde dentro que había perdido las llaves. Alicia debió pensar que la estaba mandando al

diablo y se fue sin decir nada. Él continuó riéndose hasta las lágrimas. Fue un día para recordar.

Un día para recordar…

Le dábamos valor de más a los recuerdos. La vida estaba descaradamente sobrevalorada.

Recordaba, por ejemplo, que Alfonso, un amigo del doctor Fernando, le había compartido un relato

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breve titulado ¨el buscador¨ de Jorge Bucay que le había disgustado tanto que se enfureció por un

momento. En el relato, la gente de un pueblo vivía con una libreta pequeña amarrada al cuello a

partir de los quince años, y, cada que sentían que habían sido felices, apuntaban la cantidad de

tiempo que había durado esa felicidad, de tal forma que, cuando morían, llegaba un tipo y sumaba

ese tiempo. Así que, sobre la tumba, en vez de poner la edad a la que había muerto el sujeto, ponían

la sumatoria de ese tiempo, pues era el tiempo que en realidad, se consideraba, había vivido.

¡Qué estupidez!, se decía. ¡La vida es todo ese revoltijo de puntos medios, de extremos

inexistentes, de ganas de jalar el gatillo de ningún arma, de arrancarse el cabello de tristeza, de

besar hasta sentir cansancio en los músculos de la boca, las ganas de agarrarse a golpes con la

persona que nos hizo mala cara en la otra banqueta, las ganas de mandar al diablo el carro que

se volvió a descomponer, las miles de veces que se nos romperá el corazón viendo una película

idiota, la esperanza de seguir porque hay una ilusión que nunca, la cama destendida, el

sentimiento de vacío al despertar, el olor a mugre, el sexo monótono, la comida fría, la comida

caliente, un buen libro, un mal libro, un libro, carajo, mirar la pared por horas esperando la

iluminación, tocar un instrumento desafinado, estudiar una carrera y descubrir al paso de los

años que no nos gusta, bañarse y sentirse sucio, estar sucio y sentirse limpio, las crisis estúpidas,

el llanto inesperado, la risa abrupta, la felicidad seguida de una depresión de tres días, el tiempo

mal gastado viendo la televisión, las ganas de pasar desapercibido, las ganas de ser escuchado,

de escribir, de cantar, de bailar, de brincar, de pensar, de no pensar, de estar entre pensar y no

pensar, de enamorarse, las ganas de no tener ganas de nada, las ganas de tener ganas de tener

ganas de nada, la literatura, el café, el alcohol y las drogas, las fotos familiares, las muertes de

esos familiares, los cadáveres parando el tráfico en la calle, el trabajo, el dinero que nos hizo

felices para comprar un nuevo disco de música, una guitarra, una pecera, un pez, otro pez, un

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perro que nos sigue ciegamente, un perro que se muere sin saber que se muere, la ignorancia

nunca total, el conocimiento nunca total, la filosofía, la ciencia, la ciencia de la filosofía y la

filosofía de la ciencia, la religión y su ateísmo correspondiente, el miedo a morirse, un indigente

sin hambre y doscientos pesos en la bolsa, las mansiones y los ritos del día a día, la gente

vendiendo animales muertos en los mercados, la falsa alegría de la feria, la mancha que nunca

quitaremos de la pared, el libro que nunca escribiremos, la mujer que nunca, las cosas que

siempre, las cosas que fueron y pasan desapercibidas, la vida, maldita sea, cada segundo, desde

que naces hasta que pones por fin un revolver de verdad dentro de tu boca, o hasta que olvidas

mirar a ambos lados de la avenida y te lleva sin pasaje el transporte público! ¡Sí, la vida, la jodida

vida, ja-ja-ja! Quién fuera tan estúpido como Santiago y Diana y Alicia y Luis y Brenda. Quién

desgastándose los ojos leyendo, quién muriendo de celos, de arte, de poesía, de música, de trabajo,

de sus malditos compañeros que los vemos desde lejos, que vienen y nos hablan como si fuéramos

una cosa ajena al mundo, ajena a ellos, ajena a la vida, oh, dios mío...

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Ingenuos

Ingenuos, y la realidad esparcida en cada paso en la banqueta. Inocencia, y un perro dormido a la

mitad de la calle. Santiago y Diana, y la ilusión de una esperanza inútil. Van por la calle. No van

a ningún lado. Una ventana cae. El vidrio roto es un cielo donde flotan pedazos de la música que

se quedó en el cuarto. Un solo de violín (no más francés). La música a través de un panorama de

cantera. El silencio de lo nuevo. No, no hay maldad. Tampoco lástima. La ciudad se extiende como

un río bajo sus pasos. Desemboca en sí misma, y van todos ahogados, nadando con las agujetas

desamarradas. Una canción al borde del suicidio. Es lo que queda de la vida.

La risa se apaga como un cigarro en el cenicero. El indeseable mira a Luis desde la esquina

del bar. Lo ve pasar entre el humo, entre el rastro borroso de la gente. Luis, abrazado a su

gabardina, exhalando vapor frío, camina desde la apertura de la vista del indeseable, y sabe muy

bien que no va a ningún sitio, sino a buscar un punto de retorno.

La vida, o lo que alcanzamos a ver a través de esa ventana rota que lleva por nombre el

indeseable, no es más que esa caminata sin sentido, que es su pasatiempo: seguir a la gente,

espiarlos sin propósito, víctima, eso sí, de un resentimiento profundo. Luis se siente observado,

piensa en la paranoia de una calle solitaria. Azota sus ojos contra la multitud sabiendo que no

encontrará nada en el aire y una flecha que no da a ningún blanco, que se regresa a donde nació,

que se clava sus propias clavículas. Arco de flecha, arco de donde sale la misma pieza de violín en

el cuarto de Santiago.

Todo se revuelve. Desde un avión se desborda un río. Una cascada musical. Una cajita de

música. Llueve. La música está y no está en el cuarto de Santiago como el gato de Schrödinger.

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Diana sigue caminando con la pieza bailando en sus pasos. El indeseable pone atención al sonido

que le llega. Lo despista como si fuera una mosca necia. Sólo pareciera que Luis no la escucha

porque Luis es la misma música atrapada bajo el paraguas que olvidó en casa. El indeseable sale

del bar y encuentra, de repente, la ciudad donde puede ver a Brenda sentada en un café, y claro,

también llueve.

Cuando dos cosas se conectan, cuando es intangible el guiño que se hacen dos ciudades (o

dos mujeres), dos corazones en un avión van de camino a hacer un aterrizaje forzoso. Toda acción

es entonces un accidente, una coincidencia. Lo único cierto es que el cigarro del indeseable podría

bien apagarse en la lluvia o no apagarse. Apostar: sólo una cuestión de posibilidades, suposiciones

de juegos cuando juegan dos cabezas. El cielo y la lluvia, por ejemplo, Santiago y Diana

decidiendo a qué calle seguir, y llegando al centro Luis buscando un consuelo en el reflejo de un

café, en los ojos de alguien que no sea Alicia, en un escaparate, en los libros que pareciera que lo

han abandonado, pero una palabra como abandonado no es una pieza que quepa con precisión

milimétrica en el rompecabezas de esta tarde, y, sin embargo, ninguna otra palabra se asemeja a

esa presión que siente en el pecho cuando mira los charcos de agua como escaleras, y no encuentra

ningún consuelo en el ir buscando reflejos en cualquier lugar que le pueda ofrecer uno y

decepcionarse de verse sin Alicia.

Ya ni siquiera vienen siendo los libros un lugar para dejar la soledad, o cuando menos para

pasearla y distraerla por otras calles; ninguna sugerencia en el café Las Flores le brinda de nuevo

ese sentimiento de novedad, de compañía que le resultaba indispensable en los años cuando era un

joven que se sentaba solo en los parques, y ahora alguien que prefiere tratar de no sentirse tan

distante del mundo, y tener que cargar con lo incargable, con el peso que Alicia deja en algún

espacio entre paso y paso cuando deja de andar de pronto. Mientras más parezca que a Alicia le

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pudiera importar un carajo, más pesa, se convierte en una cadena más difícil de arrastrar, pues lo

que Luis carga es a sí mismo y no a Alicia.

La lluvia no ha sido suficiente para apaciguar el día que llueve, y no ha sido suficiente para

enfriar el café de Brenda ni el recuerdo que le llega de Santiago, y preguntarse si le dará los debidos

cuidados a la planta, si se acordará de ella, si habrá sido lo suficientemente astuto para dejarla junto

al ventanal y que le dé sol. Claro que sí, se dice Brenda, y el indeseable doblando la esquina se

reiría porque aparte de sol le da un aire contaminado que viene de París y de la adicción de Santiago

por los cigarros, pero ella no sabe, no, Brenda no sabe que Diana ha mirado la planta y la maceta

y ha pensado que no había manera de que Santiago la hubiera comprado por su cuenta, tenía que

ser un regalo, y por supuesto que Luis no regalaría nunca una maceta, sino un libro. Menos Alicia:

una caja de cigarros (que sabe más de regalos que los demás). Entonces tendría que ser alguien

más, y así Diana y Brenda se habían mirado y se habían dicho que aunque no se conocían ya se

estaban esperando cuando se vieron a través de aquellas hojas verdes y esos brotes que herían sin

saber, miradas naciendo de la tierra (la misma), pero claro (otra tierra), en otra maceta que Alicia

regaría aprovechando la lluvia en el balcón para sacar sus propias macetas, esas sí adquiridas por

y para ella, y a fin de cuentas toda tierra es la misma como toda ciudad es la misma (única

diferencia entre ciudad y mujer), y pensar que Luis nunca le regalaría algo así y miraría los libros

que le dio y que a pesar de que le han gustado no puede evitar sentir por ellos una especie de

disgusto porque leerlos es pensar en Luis de una forma distinta a la que Luis espera. Alicia sabe

que lo que lee ha sido leído primero por él, y entonces leer es releer algo que él ha puesto en sus

ojos, es hablarle con otras palabras entre aquellas que va leyendo, y leer es escucharlo, seguir su

voz renglón por renglón, apoderarse de un libro que Luis no escribió pero que desearía haber

hecho. Alquimia del regalo, del préstamo; el indeseable no estaría nada de acuerdo, y claro, Luis

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tampoco es tan tonto para regalarle a Alicia una planta con las intenciones de Brenda, pues

viniendo de él la dejaría morir, claro, o crecería chueca, quién sabe. Lo importante es que en los

libros hay más vida que una planta puesta en una maceta junto a una ventana a pesar de la

descendencia de las semillas, encuentra el libro más aire, más tierra, más mundo, más bosque, más

rompecabezas, más dualidades que quieren jugar. Harían pensar a Santiago en la manoseada

conexión entre los libros y los árboles, y le diría a Alicia que a pesar de eso no ha quedado gran

cosa del vínculo (de ninguno), pues un árbol bajo la lluvia crece, y un libro bajo la lluvia pierde su

historia en el escurrir de la tinta. Ah, un cadáver. Un crimen. Un libro llorando en la esquina con

el rímel corrido, un árbol blanco de hojas negras, como la pequeña mancha café que a Brenda gusta

tanto en el ojo izquierdo de Luis (detalle que Luis siempre ha odiado de sí mismo pues le parece

que se secó una lágrima en él antes de atreverse a llorarla).

El indeseable ve a Brenda dejar dinero en la mesita y una taza medio vacía y salir

aprovechando que la lluvia ha cesado un poco. Escucha la música de un violín y voltea a todas

partes tratando de encontrar el origen sin saber que lo que escucha viene a través de la planta, pues

como Diana decía, todo es en realidad un oído, y lo de las conexiones y aquello que de alguna

forma llamó sistema y que si quisiera volver a decirlo tendría complicaciones y seguramente no

podría hacerlo, y ¿para qué?, si está tan feliz con Santiago de su brazo aunque no sea París, aunque

no sean esos puentes en los que había paseado, aunque no sea la música en francés sino piezas

(recordar algo de lo que dijo de un rompecabezas) de un violín que Santiago ha dejado de tocar.

Brenda pasea y se deja llevar por la música, se dice que le agrada y que le recuerda a Luis, a

sus personajes que gustan siempre del jazz, y mientras se detiene en un puesto de periódicos a

comprar un cigarro piensa que un violín y una trompeta a pesar de ser tan diferentes no lo son, se

dice que no hace falta entender la música, que bastaría con escucharla, disfrutarla a pedazos…El

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indeseable entraría en carcajadas ante esta imagen, entraría a otro bar y pediría dos cervezas, un

cenicero y un cigarro, y en lo que el pedido se hace sacaría del bolsillo un lapicero y dibujaría un

pequeño mapa en una servilleta. De esta forma se ve cómo es que Luis ha caminado bastante sin

atreverse a volver a casa antes de encontrar eso: de no permitirse volver sintiéndose igual que

cuando salió y encontrarse con el silencio de la casa sola, la mirada resignada de los libros y la

presencia dolorosa y penetrante de un estudio abandonado. De encontrarse con el espejo de la

entrada que sólo le confirmaría lo que le dijeron los otros reflejos, y jura que apenas entrando y

cerrando la puerta dejará de escuchar a ese violín que le recuerda tanto a un saxofón y a una

trompeta…no, antes debería despejarse, esperar un poco más a que la lluvia sea por fin suficiente

para cualquier cosa, pero algo distinto, una gota un poquito diferente de otra.

Santiago y Diana podrían estar ahora en cualquier lado. En el cine. En la habitación de un

hotel. En cualquier lado a excepción del café Las Flores para evitar el coincidir, aunque el

indeseable muy bien sabe que no hay peligro esta tarde (lo ve claramente en su servilleta). Hoy el

café está lleno de enamorados y citas de trabajo de hombres con esmoquin y no de la habitual

perorata literaria, aburrida hasta el cansancio y repetida hasta el hipercansancio, pero tan elegible

por todos ellos. El indeseable nunca ha entendido del todo esta idea de querer vivir del arte y no

para él. Que vale más crearlo y no hablar de él o al menos intentarlo, ¡carajo!, y lo contemplativo

queda de lado pues más que ser un espectador se es un analista (¡carajo!), y quizás sería mejor ir

ahora al café Las Flores para que vean cómo la vida es tan diferente cuando se presta atención a lo

que pasa en la mesa de al lado, lo tangible, lo no planificado, los párrafos sin molde de

conversaciones improvisadas. Pero no vale la pena correr el riesgo de encontrarse a Alicia, ni a

Luis y su reflejo perdido. Por eso cualquier otro lado fuera de la servilleta y su mapa sarcástico y

empapado por una de las cervezas que ya han traído al indeseable parecen mejor idea.

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¿Cómo elegir el camino a casa? Brenda pensó lo mismo como cada que se decidía a volver.

Pero no a casa, dado que casa era aquella que quedaba de camino al hotel Claridad, y no esta otra

ciudad donde tan solo se hospedaba por motivos de trabajo, y había que pensar si ya había sido

suficiente y volver, la mayoría de los gastos se justificarían en viáticos y de todos modos allá estaba

la planta.

Pero quizás. Sí…

Quizás podría volver y ver la pequeña mancha en el ojo de Luis. Hablar de otro libro y salir

de su apartamento con otra recomendación personalizada bajo el brazo. Quizás podría pedirle a

Alicia que la hospedara unos días en su casa mientras la vecina seguía pensando que estaba de

viaje. Cantar con una botella de tequila entre las dos canciones en inglés y dormir en su sofá.

Preguntarle qué retrato, qué dibujo, qué fotografía destacaba de los últimos. Sí, quizás podía ir a

recargarse en el ventanal y ver qué tanto había crecido la planta, meter los dedos entre los hoyos

de la sábana de Santiago y jugar a los agujeros de gusano, a los viajes inter espaciales que

comunican ciudades como continentes.

El indeseable, entrada la noche, salió del bar, ebrio, y le habló a su perro que se había quedado

dormido a mitad de la calle, pensando que es en realidad un milagro que, aunque ha llovido, su

cigarro no se ha apagado y el perro sigue seco y soñando.

—Vamos a casa, le dijo al perro cuando abrió los ojos.

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Lista de seguimientos del indeseable

Santiago: Toca el violín. Mal (MUY mal). Se le desafina de dos a tres veces en los conciertos.

Camina con mucha prisa y es complicado seguirlo de lejos. Egocéntrico y pedante. Sonríe sin

mostrar nunca los dientes. Sostiene, cuando sabe que alguien lo está observando, una mirada de

superioridad. No mira a los lados cuando camina, ni siquiera cuando cruza una calle. Tampoco

voltea para atrás. Vive en el último piso del hotel Claridad. Sale del hotel siempre después del

mediodía. Conclusión: Es holgazán y se desvela. Regresa siempre en la madrugada. Es infiel y no

se preocupa por ocultarlo.

Alicia: Pinta bien. Es mi amiga. Muy bonita, aunque no como Calíope. Trabaja en casa. Casi

no tiene amigos. En el café Las Flores platica (en casi ningún otro lugar lo hace). Padres muertos,

me dijo un día (Alicia es buena, me visita y me cuenta sus cosas). Toma rutas diferentes para

volver a casa. No se le conoce novio ni interés por alguno. No cierra las cortinas del ventanal de

la sala. Bebe mucho y camina desnuda.

Lucía: Vive en el café Las Flores. Es estúpida. Igual, no sé por qué, la estimo.

Dr. Fernando: Traidor. Doble cara. Pedófilo (quiere acostarse con Lucía, se le nota en la

mirada). Vive solo. Dicen en el bar Elixir que su hija y su esposa lo abandonaron. Se está muriendo.

Asiste al hospital una vez a la quincena. Vive en una casa nueva del centro, cerca del mercado de

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San Juan. Hospital designado: clínica 80 (va caminando, se sienta en los jardines que le quedan de

camino). Médico de consultorio en casa. Enfermedad: desconocida. En el hospital no quisieron

darme información. Casi llaman a la policía. Nadie en el café Las Flores parece haber notado sus

idas al hospital. Conclusión: guarda secretos. Inteligente. De camino al hospital cuida que nadie le

siga, sobre todo desde que pregunté por su estado de salud. Probable diabetes (está cada vez más

gordo). Arrogante.

Christian: Feo como la mierda. Vago, no hace nada de su vida, no creo que llegue a cambiar.

Asiste a la facultad de Letras, sobre la avenida Madero, pero casi nunca entra a clases. Va a los

billares del centro y fuma mariguana en los escalones del templo de San José. Vive en casa de

estudiante. Todos los viernes toma un autobús a Zacapu y regresa los domingos en la noche. Está

obsesionado con Joaquín Sabina, y como él, tampoco sabe cantar.

Antonio: Estudia en bellas artes. Mejor amigo de Christian. Novio de Calíope. Toca la

guitarra. No es malo ni bueno. Fuerte y peleonero. Mira con odio. Vive en las afueras de Morelia,

por la salida Quiroga. Su familia es pobre y orgullosa. Una vez seguí a su papá. Es borracho y le

pega. Si lo logra, crecerá y será como él. Patético, cliché.

Brenda: Difícil espiarla: camina rápido, se sube a rutas diferentes y se baja en diferentes

lugares. Casi siempre anda sola. Suele ir a cafés y escribe en una computadora portátil (gana bien).

Vive en un fraccionamiento privado y por lo mismo desconozco si vive sola. Visita a Luis, llega

con las manos vacías y sale con uno o más libros. Carga con un libro de Fernando Pessoa que una

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vez le robé mientras iba al baño en un café que está por su casa. Era el Libro del desasosiego. No

me gustó.

Diana: Tiene una tía en Francia. Canta (pero no compone). Vive en la Colonia La Colina,

con su madre (hermana de la que vive en Francia). Pasa muchas noches en la habitación del hotel

Claridad, con Santiago, sobre todo los jueves (ensayo en el conservatorio a las 7:30 pm) y los

sábados (se amanecen en el café Las Flores o bebiendo en bares del centro). Conoce a mucha gente

del gobierno, canta en eventos de etiqueta y viaja. Pareciera que es amable, pero es hipócrita.

Luis: Despreocupado. Parece que siempre está sonriendo, pero su sonrisa no es alegre del

todo. Trabaja en una oficina donde importan productos del hogar. Escribe, y se la pasa en librerías,

aunque casi nunca compra nada. Sale a caminar cuando llueve y llora cuando cree que nadie lo ve.

Me da pena, me recuerda, no sé por qué, a mí. Le gusta Alicia y por eso también lo entiendo. No

es correspondido. Soñador. Triste. Va al cine una vez a la semana. Solo. Se pone a escribir en el

jardín de las rosas porque va al cine del centro y espera a que Santiago salga del conservatorio. Se

junta con Santiago y Diana, haciendo mal tercio, pero a ellos parece no importarles.

Calíope: Es hija de un político que trabaja en los edificios de cantera del centro. Va al café

Las Flores porque lo espera. Estoy enamorado de ella y ella me tiene asco. Una vez, en la desdicha,

intenté besarla y me miró con lástima, asco y furia al mismo tiempo. Me rompió el corazón y dudo

que se logre remediar este asunto.

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Felipe: Aburrido y pésimo jugador de ajedrez. Vive con su hermano en el despacho (andan

siempre juntos). Malhumorado, pero es por copiarle al hermano.

Arturo: Desgraciado. Más aburrido que Felipe, pero mejor jugador de ajedrez. Obsesivo

compulsivo con la limpieza. No tiene tacto con las personas. No tarda en quedarse calvo.

Carlos: Agradable, pero intenta no relacionarse con las personas. Está casado y tiene dos

hijas. Vive con su esposa, quien es fea pero buena persona. Ambos trabajan y los niños se quedan

solos en casa. A veces rodeo su vecindario para asegurarme de que nadie les vaya a hacer daño.

Los vecinos comienzan a verme con sospecha. Nota: reducir las visitas.

Alfredo: Escribe poemas malos, pero no le importa. Es homosexual, aunque tiene una novia

que vive en Guanajuato. Nunca nadie la ha visto. Alfredo usa el cabello largo. Va al club de jazz

con amigos que nunca van al café Las Flores. Vive con su madre y un hermano que va a la primaria

cerca de la prepa dos. A veces se encuentra a Christian en el templo de San José y lo saluda de

lejos para que su hermano no huela la mariguana. Es el mejor amigo de Carlos.

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Luis

Del cuaderno de Luis:

Escribe que en la ventana creíste haber visto una canción disfrazada de pájaro justo antes de que

llegaran Diana y Santiago. Que el cielo parecía que se difuminaba. Que el crepúsculo estaba

cansado de ser un crepúsculo. Que la música ha dejado de sonar, y has ido a poner otro disco,

pero por la ventana la vida ha continuado sin más. Escribe que afuera Diana y Santiago están

jugando al fugitivo, que juegan como si buscaran perder. Que Alicia es real, una canción y un

ave, la canción que es el ave que escuchas y ves hasta que se pierde en el cielo. Escribe, también,

que la has imaginado en todas las mujeres que pasaron por la calle. Que imaginaste tu reflejo, y

que del otro lado la canción que sonaba era el reflejo de Alicia junto al tuyo.

My funny valentine de Chet Baker suena de fondo. Es decir, el silencio está al fondo de my

funny valentine, y hoy es catorce de febrero. El año no importa. Los años no importan, son sólo

un trámite de rutinas, un empezar donde vacío mis esperanzas cada tres cientos sesenta y cinco

días. Acaso Santiago ha ido más allá de eso y me dice ¨los meses no importan, Luis, los días no

importan, los segundos no importan¨, pero si los segundos no importan qué es el tiempo, si los

años no importan qué más da seguir soñando hasta morirse, si no importa nada, qué más da si

Alicia no leerá nunca el texto que amablemente leyó Brenda el otro día, algo que Diana

transcribirá al francés ahora que está aquí, algo que escribí dejando a los personajes ser, hacer,

dejar que se hicieran ellos solos, que me dejaran ver qué va pasando, ponerlos en el mundo, en

una ciudad y ver qué pasa, ubicar un dios que mueve aviones de un lado a otro para que Diana

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pueda mirar a Santiago de esa forma, para que Santiago pudiera retarse a sí mismo y ver si es

verdad que nada importa, para ver si Alicia llega a conmoverle la mirada de Diana, o el

desconcierto que se esconde, yo lo sé, en lo más profundo de Santiago.

O para ver si Brenda hace el milagro de su presencia cada vez que entra en el café Las flores,

y todos voltean a verla, guardan un segundo de silencio que se traduce en admiración, en música,

¡dios!, en una belleza que sólo Brenda sabe lucir tan bien, que Alicia reconoce, porque alcanzo a

verlo en sus ojos (a leerlo en sus ojos, quiero decir, porque he aprendido a verlo todo con

palabras, y el silencio es un camino recto de puntos suspensivos que tarde que temprano es

interrumpido por una mayúscula, por una coma (dependiendo el ritmo), en un punto final, punto

y aparte porque así lo demandaba el estilo, y si el tiempo no importa qué es entonces my funny

valentine, qué es la música, qué es el estado natural si da igual que el corazón lata rápido o deje

de latir.

No, el tiempo es indispensable, y más que el tiempo la sincronización: hacer una mirada en

el momento preciso, tener la palabra en el momento preciso. Y es por eso que en la literatura el

tiempo puede dejar de ser sin que pase una tragedia. Uno puede cerrar un libro para bajarse del

autobús, para saludar a alguien, y, en cuanto uno vuelve, la mirada sigue siendo la mirada, el

tiempo se ha quedado esperándonos pacientemente, el momento es el momento, y el retroceso es

posible (pero sólo visible), porque cuando uno es lector el pasado es inquebrantable, y cuando

uno escribe las cosas parecen que pueden cambiar, pero no, tampoco es así, porque cuando uno

escribe como escribo esto, uno vive la historia como vive la vida: en un milisegundo anterior. Uno

es, al fin, un espectador de su propia vida, un escucha del concierto que uno mismo va tocando, y

sólo la imaginación puede ir más allá. Sólo la imaginación, y acaso, también, la poesía, saben

hacer el tiempo más grande que la suma de todo el tiempo, el espacio es más espacio, el mar es

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más mar y la calle es una gran ciudad donde al final nos encontramos todos y nos saludamos

como si París estuviera al lado de Morelia.

La sincronización se encargará de ello. La sincronización es la que ha traído más temprano

a Diana y Santiago al departamento para presentarme a Diana. Esto es sólo un decir, porque yo

le presenté a Diana a Santiago, y es que todos cambiamos, y lo vivido marca, cambia, nos hace,

y a Diana ya no la conozco, menos ahora que ha estado en Francia, y menos ahora que ha vuelto

y es Diana la que está con Santiago de nuevo, la que ha dicho que sería bueno reunirnos en el

café Las Flores, que le da gusto volver a verme. Pero no es así, uno se conoce a diario; es decir,

a diario, somos otro habitando el mismo cuerpo (que tampoco es el mismo cuerpo). Por eso

Santiago me ha presentado a Diana y me ha dado gusto conocerla.

Tomamos un poco del vino que Diana trajo, y después de charlar un rato ha preguntado por

Alicia. Santiago ha sonreído por lo bajo porque Diana no sabe, no, ella no sabe que Alicia es

Alicia, y yo le he dicho que está muy bien, que se mudó a una casa con un gran ventanal que le da

buena luz para pintar, y que ya yo le llamaría para ir a verla (a Diana) al café Las flores, porque

estaría muy bien.

¿Qué hago, últimamente?, preguntó Diana.

Escribo, contesté, muy seguro de mí mismo, pero hace mucho que no escribo. Me siento frente

a una hoja en blanco y no escribo. Me acerco a la ventana y pongo música, leo un poco, busco

entre los escritores que admiro una inspiración repentina, me acerco nuevamente a la hoja y no

escribo. Santiago sabe esto, y antes de irse me dice ¨sólo comienza, lo demás vendrá solo¨.

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Es entonces que he pensado esto del milisegundo anterior. Que uno, al escribir, en realidad

va viendo qué es lo que diría si dijera algo. Así que me he sentado frente a la hoja y no le he

prestado demasiada atención a estas palabras que van cayendo de a poco.

Sin embargo, el teléfono me clava la mirada en la espalda, el tiempo pasa y yo tengo que

marcar a Alicia para quedar en el café Las Flores, y escribo. Escribo sin parar porque al final

debo ir al teléfono y decirle a Alicia: Alicia, qué tal…y su voz sonará en este cuarto sin que ella

esté aquí, aunque es verdad que ella ha estado aquí toda la tarde, que aquí pasó también la noche,

y que está, justo ahora, en la que era una hoja en blanco: mi propia forma de pintar paisajes. Y

está en el futuro, cuando yo deje esta hoja, para decirle, al fin, con un pretexto, que Diana ha

regresado, y que estaría bien reunirnos en el café Las Flores.

…Pero ¿es justo? Sí, Alicia me gusta, y me gusta la imposibilidad de estar con ella. Pero

¿por qué? ¿Por qué he de escuchar a Chet Baker y pensar en ella y no en alguien más? ¿Con qué

ingenuidad fortuita y con qué raro placer me entrego a los malestares de los corazones afligidos?

¿Con qué soledad que no me suelta? La presencia constante de Alicia en el café Las Flores fue

suficiente para que Carlos, Alfredo y yo decidiéramos reunirnos allí todos los martes y permitir

que se transformara en costumbre. Fui víctima fácil de su belleza, a pesar de ser un desertor de

todo lo que se ha definido como bello.

Entonces ¿por qué no pensar, por ejemplo, en alguien más? En Brenda, por ejemplo. Anda,

mejor. En Brenda que desde que llegó al café me cautivó por las razones que no cautivaron a

nadie más en el café. Su belleza, por supuesto, no me es indiferente, a pesar de ser una belleza

estética. ¿Será posible, que sea, en realidad, su indiferencia lo que hace que ella no me sea

indiferente?

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Y no fue complicado hacer las matemáticas el día en que Brenda llegó al café. Santiago muy

bien sabía que yo estaba con el corazón detrás de Alicia. Había leído cada texto que le había

escrito, cada canción que ponía una y otra vez para intentar sentirme más cerca de ella. Incluso

me había acompañado a galerías y cursos donde intentaba buscar maneras de acercarme a ella

a través de la pintura. Es algo normal en mí: insistir en una lucha que se sabe ya perdida,

mantener una esperanza por el simple hecho de tenerla, es mi forma de vivir. Entonces, de pronto,

llegó Brenda, y casi parecía que venía a salvarme, ¿de qué sino de mí mismo? Que llegaba una

esperanza disfrazada de catadora de café.

Si alguien leyera esto apostaría a que soy un romántico. Que me enamoro de cada mujer que

se cruza en mi camino, que me ilusiono con facilidad y que vivo con el corazón roto y dispuesto a

volver a romperse. Pero no, no tengo ninguna de esas cosas. Soy lo contrario a un enamoradizo.

Soy alguien que vive con la ilusión de mantener vivas las esperanzas imposibles, que son, la

mayoría de ellas, estúpidas, pero no menos importantes.

El amor, por sí mismo, ya es una cosa estúpida (¿o de estúpidos?), pero allí estamos todos,

buscándolo en todo lo que hacemos, proyectándolo en cosas que no aman. Yo destruyo el amor

porque es una gran falsedad, y creo que sólo el amor destruido es capaz de sentir y ser él mismo,

vivir su verdad.

¿Qué verdad? Acaso, la mirada de Santiago que no pudo leer la mía. Me miró, como

diciendo: ¨Diana se ha ido a Francia, pues bien, que se quede allá, aquí ha llegado una mujer y

no tengo más ganas de seguir borracho y sufriendo como idiota¨.

Y yo, por mi parte, lo vi como diciéndole: ¨y aquí han venido a salvarme del amor¨ Y eso nada

tenía que ver con el egoísmo sentimental; tenía más qué ver con la forma en que Brenda nos

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ignoraba en un principio, en el silencio por aquellos primeros días en que comenzó a sentarse con

nosotros, como un amor ya destruido, con indiferencia y neutralidad: una transparencia que no

dejaba ver, de todos modos, quién era Brenda.

Pero Santiago entendió lo que quería: que lo alentaba a ir por ella. ¡Sí, que lo alentaba! Y

con qué alas es capaz de volar Santiago en cualquier cielo que se le antoje suyo. Y yo, que más

que un aviador soy un espectador de ventanas (ni siquiera del cielo, no, de ventanas). Me detengo

en el detalle del marco y siento que puedo caerme.

Y aun así, Brenda disfruta de venir a mi departamento para asaltar un librero que peca de

pobreza, y pareciera que de pronto se le olvida que detesta a los filósofos más que a la filosofía

misma. Que detesta a los lectores imparables y a los intelectuales engreídos. Viene y me pregunta

por Pessoa (que le encanta) y sus heterónimos. Me dice que le gusta la gente triste, porque es la

que más disfruta la felicidad cuando ésta decide aparecerse de pronto. Me pide que le lea

fragmentos del libro del desasosiego. Me ruega que le perdone el hecho de que le presté ese libro

y que se lo han robado, que me lo repondrá a la brevedad pero que no lo consigue, que la

acompañe a las librerías, y que quiere uno, además, para ella, porque es también alguien triste y

felizmente fiel a su tristeza.

Con qué mirada me pide que le lea cuentos. Que le llene los oídos de jazz y de historias de

amor donde todas las protagonistas son neciamente idénticas a Alicia y ella pretende no darse

cuenta.

¿Por qué no pensar, entonces, en Brenda, ahora que Diana está aquí y a Santiago parece

que le importa un demonio? ¿Con qué descaro ha llegado Santiago aquí con Diana, y me ha

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mirado pidiendo que no diga nada? ¿Con qué ojos se atreverá a mirar, después, a Lucía en el café

Las Flores, cuando llegue con Diana, y Lucía entienda que Brenda no volverá a pararse allí?

Y es mi amigo, maldita sea. Y le quiero tanto al idiota. No es justo que cosas así sucedan. No

es justo que no baje ahora del departamento y le rompa la cara a golpes frente a Diana. No, no

es justo que justo ahora pueda escribir.

La sincronización no logrará jamás hacer ningún tipo de justicia por más que un milisegundo

antes pueda alcanzar a ser consciente de lo que haría falta para equilibrar esta balanza idiota.

Tendría que volverme loco como el indeseable para poder ser lo suficientemente valiente y ser

coherente por una vez en la vida.

Tendría que volver en el tiempo a esa casa donde viví con mis padres para decirle a un Luis

de secundaria que deje los cuadernos de rayas a un lado, que los cambie por cuadernos a cuadros

donde hagamos cosas como balances de economía, despejes de ecuaciones y fórmulas de física.

Decirle a un Luis preparatoriano que los números pagan más que las letras. Pero uno es bueno

para ser cobarde. Es bueno para estropearse a sí mismo: es bueno para ser coherente con su

incoherencia. Un soñador iluso, eso, sí, eso soy.

Un enamoradizo más, a quién engaño. Alguien que desea justicia divina antes de dormir, que

sueña que todo se arreglará milagrosamente por la mañana. Que Alicia pintará una ventana

donde yo he logrado olvidarla. Donde me dice que también pinta paisajes donde podemos volar

juntos cual aves libres y felices. Que Brenda pueda venir por primera vez al café Las Flores, de

nuevo, en un día en que Santiago no estaba, y entonces yo hubiera podido adelantarme.

Cómo todo sería diferente entonces. Cómo el café Las Flores podría seguir siendo, después,

el café Las Flores, y no estas nubes que comienzan a pintarse en el horizonte y que amenazan con

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destruir un café. Que no tendría que soñar con esto, sino despertarme y vivirlo, volver, tomar

otras decisiones, acomodar el tiempo y pedirle que sea más gentil, que quizás hubiera sido mejor

que todo fuera de otra manera. Ah, soy sólo un soñador que no sabe hacer nada de nada. Alguien

que escribe como si eso fuera a remediar algo. Que se enfrenta a sí mismo donde nadie puede

verle, donde nadie le puede hacer reclamos obvios, donde nadie sabe que es un cobarde que ni

siquiera puede escribir.

Sí, un soñador. Alguien que lee a Pessoa porque sabe que no se le parece, que sigue sus pasos

sabiendo que los caminos no coinciden más allá de los sueños que además son falsos. Que las

historias de todos los hombres no son remotamente mi historia, y, sin embargo, no dejo de ser una

repetición de los demás, de lo que leo, de lo que me impresiona y de lo que logra decepcionarme

con una facilidad insoportable.

Al destino sólo le pediría eso, un día: ese día. Un día en que no estuviera Santiago en el café

Las Flores, ese día que Brenda llegó y fuera un día de orquesta, por ejemplo, o un día más

temprano, un día menos cobarde, un día con el club de jazz abierto, un día para pintar paisajes,

un día para leer a Pessoa hasta que se acabe, por fin, la luz de esta ventana y Brenda y yo podamos

entonces mirarnos de verdad cuando viene a verme, y los libros sean un pretexto por fin útil, que

nos deje vernos con la verdad que somos dos con el corazón a punto de romperse, dos que parecían

destinados pero que fueron víctimas de una ceguera encantadora, dos con la vida atrapada en

Morelia por un camino caprichoso, pero que a pesar de todo podemos ser dos juntos, dos que se

defienden de la vida en el milisegundo anterior, con una ingenuidad que nos permita decirnos que

en realidad no estamos tan solos en el mundo.

Pero son sólo sueños. Ideas. Papeles que nadie va a leer.

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El disco se termina. El silencio me confirma, como cada noche, que estoy solo. Que fui

cobarde una vez más. Que escribí, sí, pero que lo hice para escapar de los momentos en que

debería hacer algo. Cualquier otra cosa.

74
El Dr. Fernando I

Dejé de asistir al café Las Flores, finalmente, cuando me enfermé. Los médicos, conforme he visto

en mis colegas y en mi persona, tenemos una perspectiva diferente de las enfermedades cuando se

viven en carne propia. Estamos tan acostumbrados a verlas en los pacientes, que cuando nos toca

a nosotros las recibimos con una familiaridad peculiar.

Yo vivía solo desde hace muchos años. Y he notado que la gente que mejor se cura es aquella

que tiene alguien por quién curarse. No era mi caso. Yo vivo solo desde que Lucía, mi hija, se casó

y se fue de Morelia. Desde entonces la casa es sólo un corredor que lleva directo a mi habitación

pasando por el consultorio.

En aquel tiempo, antes de separarme de Olivia, la casa era todo lo contrario. Cada rincón era

un paraíso minimalista. Olivia se preocupaba de que la casa estuviera limpia, de que cada esquina

resaltara ya fuera por una planta, una pintura, una escultura de suelo o alguna repisa con libros.

La verdad es que no siempre fui fanático de la literatura. Después de leer tantos libros de

medicina, durante la carrera y luego en la especialidad, cayó en mis manos, por recomendación de

un colega, un libro de Juan Rulfo: El llano en llamas. Lo había escuchado, claro, siendo Juan Rulfo

quien es. Sin embargo, nunca había leído ninguno de los cuentos de El llano en llamas ni la novela

Pedro Páramo, que busqué inmediatamente después de haber terminado los cuentos de El llano

en llamas.

La complicada sencillez que Rulfo empleaba en sus cuentos me cautivó, y la verdad oculta a

simple vista en Pedro Páramo me pareció una trampa divertida en un texto macabro. Comencé a

leer con mayor regularidad.

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Olivia esperaba, no con tanta paciencia, que yo terminara de leer el libro en turno para

colocarlo en algún sitio de la casa, pues decía que, aunque no le gustaba leer, los libros le daban

un toque elegante al hogar.

Cuando Alfonso, el colega que me había recomendado El llano en llamas, notó que me había

convertido en un traga libros, me invitó a juntarme con algunos amigos suyos que solían hablar de

literatura en un bar cerca del Colegio de San Nicolás, y fue allí, además, donde conocí al

indeseable.

Ese fue, también, el principio del fin de mi relación con Olivia. Nuestra separación, más que

desgarradora, fue un descanso liberador. Nuestro amor fue una cosa similar, pero claro, un

descanso de otra cosa (de la escuela de medicina, en mi caso). No era que nos amáramos con pasión

y hubiéramos tenido un noviazgo largo y hermoso, ni que una vez casados eso haya sucedido.

Olivia y yo nos habíamos casado muy jóvenes, porque estaba bien visto casarse joven en los

setentas. Y era bien visto, para ella, casarse con un médico, y, por mi parte, casarme con una chica

de sociedad (aunque ahora, después de todo, no entiendo esto de sociedad como alguna vez creí

entenderlo).

El punto es que cuando comencé a salir con esos nuevos amigos, me encontré, por

consecuencia, con amistades del género femenino. No es que antes no tuviera amigas, sino que no

había pensado en el concepto de amistad en serio hasta que conocí a Estela, una señora, ya de edad,

que se reunía en Elixir y que llevaba siempre un libro de poemas de Rosario Castellanos.

Por lo general, solía salir con colegas del hospital, con viejos compañeros de la escuela de

medicina y con pacientes regulares, pero la formación de un vínculo que fuera más allá del ámbito

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profesional hacía cierto tiempo que se había perdido en la monotonía de la vida de casado y el

estilo de vida del médico de casa.

Estela, recuerdo, me echó la mirada desde la primera vez que fui al bar donde se juntaban. Se

llamaba Elixir, y nos gustaba porque no abundaba la gente joven en ese bar. Por el contrario,

parecía un bar hecho para gente que se adentraba en los cincuenta años y comenzaba a descubrir

una segunda juventud. Mi vida, en realidad, ha sido eso, descubrir lo verdadero en las segundas

veces. Decir: ah, esto es la juventud, ah, esto es el amor, ah, esto es divertirse.

No quiero decir que me enamoré de Estela. Sería un error. Una mentira. Estela se convirtió

en mi amiga. Era, sencillamente, revitalizante conversar con ella. Y, dios mío, si era fea… Quizás

eso era necesario, porque desde que la vi no sentí ningún impulso por estar con ella, a pesar de que

nos acostamos muchas veces juntos. Para mí, al principio, escucharla, lo era todo. Nos habíamos

entendido a la primera. Yo sentía que nunca había podido platicar así con alguien, y que no había

disfrutado el escuchar a alguien por horas acerca de cualquier cosa. Estela, una vez, me habló de

un libro, y ese libro fue lo que hizo que mi forma de ver mi vida cambiara.

Lilus Kikus, de Elena Poniatowska.

Se trataba de la tal Lilus, que era una chiquilla muy rara. Era un libro de relatos pequeños,

donde Lilus pensaba en dios, y sentía que los limones estaban enfermos; era, en resumidas cuentas,

una niña que se la pasaba soñando. Cuando me platicó de él, la verdad es que no me llamó tanto

la atención. Sin embargo, al día siguiente, llevó el libro a Elixir, y vi que lo había reseñado nada

más y nada menos que Juan Rulfo. Así que, por consecuencia lógica en mi cabeza, debía ser un

libro que valía la pena darle una oportunidad.

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Y sí, lo era. Ese libro cambió mi vida, mas no sé si como hubiera querido, porque, cuando leí

a Lilus, lo primero que pensé fue en esa criatura que vivía en el cuarto de al lado del consultorio,

y me percaté de que no la conocía en lo absoluto: Lucía, mi hija.

Quise ver, en los ojos de Lucía, a Lilus, y descubrí no sólo que nada tenían qué ver la una con

la otra, sino que mi hija, además, me odiaba. No, ni siquiera era odio, sino una forma de la

manifestación de su indiferencia hacia mí. Yo era sólo su padre. Un desconocido que vivía en el

cuarto de su madre por las noches y en el consultorio por las tardes. Que proveía, daba órdenes y

regañaba cuando no se cumplían.

Antes nunca hubiera pensado que los padres y los hijos pudieran ser amigos. Pero no se trataba

de ello. No quería que nos entendiéramos. Comprendí que mi hija no era mi hija, así como yo no

había sido propiedad de mi padre. De tal modo que comencé a ver a Lucía con cierta libertad y un

poco de desprendimiento parental. Es decir, no como mi hija, sino como Lucía, una mujer en

proceso que vivía al lado del consultorio y que no tenía idea de quién era. Además de eso, caí en

cuenta de que era la única persona en el mundo que amaba de verdad, y que era extraño entonces

que no la conociera, y que ella se comportara conmigo como si eso valiera un carajo.

Pero no cambiaron las cosas. Lucía creció, se casó y se fue de Morelia. Vive en la ciudad de

México con su esposo y sus hijos, y casi nunca viene a Morelia porque dice que no hay nada qué

hacer aquí. Olivia sé que va seguido a la ciudad. Por mi parte, yo no voy. Pero no es algo malo.

Con el tiempo (y el teléfono), Lucía y yo descubrimos cómo uno puede acercarse al otro cuando

no se está cerca, y nos gusta marcarnos, de vez en cuando, y hablar largo y tendido de la vida,

aunque sabemos, con una certeza inquebrantable, que eso jamás podría suceder mirándonos a los

ojos. Hemos aprendido a querernos con la voz, y decirnos, simplemente, buenas noches, papá;

buenas noches, Lucía.

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Cuando esto que cuento comenzó a suceder, pensé mucho en Olivia. Es curioso como a Lucía

la tenía perdida cuando vivía en casa, y como a Olivia la tenía, pero éramos dos desconocidos que

conocíamos la fórmula para vivir como marido y mujer, pero que fuera de esa fórmula no podíamos

ser ni enamorados, ni amigos ni amantes. Olivia y yo nos separamos antes de que se fuera Lucía,

y, sin embargo, era como si ya estuviéramos separados desde antes.

—Dime la verdad, Fernando, ¿te acostaste con Estela? —me preguntó Olivia como si en

verdad me quisiera, y al decirlo hizo unos ojos como si se hubiera percatado de que no era así.

—Pues claro, Olivia—le dije sin inmutarme—. Pero dime, ¿acaso eso cambia algo, importa

siquiera un poco?

Tomó sus cosas y se fue, y eso fue lo único que cambió.

Lucía, cuando le dimos la noticia, levantó los hombros con esa indiferencia que la

caracterizaba y me dio mucha risa, porque Olivia y yo pudimos haber hecho lo mismo en lugar de

haber tenido una conversación tan larga y tediosa sobre qué iban a decir los parientes, que a mí,

como a Lucía, no me importaba.

A Estela y a mí nos gustaba mucho el sexo. No te confundas, eh, Fernando, esto no es amor,

es sólo para mantener la condición física, me decía Estela. Todavía, a estas alturas de la vida, es

de las únicas personas que vienen a visitarme y con las que puedo reírme como si fuera un niño.

Nos desnudamos y nos vamos a la cama donde alguna vez durmió Olivia, y platicamos hasta

anochecerse el día, nos damos besos, y nos dormimos abrazados. Entendemos por fin algo de la

vida y la compañía entre humanos.

Antes de morir, me visitó con frecuencia Don Jaime, que fue quien me llevó un día de Elixir

al café Las Flores, y me dijo que no le dijera a nadie más de ese lugar. Allí, me dijo, se había

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reunido en alguna ocasión con un abogado llamado Felipe. En ese café, me dijo, se había firmado

su divorcio hace muchos años. Yo pensé que Don Jaime me había prestado atención por estar en

proceso de divorcio y de alguna manera se había identificado conmigo, pero no, pues el muy

cabrón escuchaba mis conversaciones con Estela, y había escuchado todo esto de Lilus Kikus y

Lucía.

Su divorcio, me comentó, se llevó a cabo de manera tan natural que Felipe y Don Jaime se

habían vuelto amigos, y comenzaron a reunirse allí a platicar y jugar ajedrez, y que Felipe tenía un

hermano, Arturo, que estaba iniciándose en el ajedrez y que se había unido a esas reuniones.

Pero Don Jaime no me había llevado al café Las Flores sólo por eso. Don Jaime era un

desgraciado muy inteligente y muy callado. Llegamos una tarde al café, y me presentó con los

abogados Felipe y Arturo, y, de pronto, llegó Lilus Kikus en persona a preguntarme qué se me

antojaba como si yo ya conociera el menú.

—Ah—dijo Don Jaime con una sonrisa que se había estado guardando hasta ese momento—

, le presento a Lucía, una chiquilla que disque trabaja aquí.

Yo sonreí, al entender el trasfondo de todo aquello, y, resignado, pedí un café acompañado de

un chocolate (el que a ella se le hiciera más rico).

—Mucho gusto, Lucía—le dije cuando estábamos por irnos—. Mañana, cuando venga, me

gustaría el café más cargado, porque me da sueño platicar con estos viejos chismosos—dije

mirando a Don Jaime, que seguía sonriendo descaradamente.

Comencé, a ir, entonces, al café Las Flores.

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Al principio fuimos sólo los viejos y Lucía, y, como es natural, comenzaron a llegar jóvenes

atraídos por la belleza rara de Lucía. El café Las Flores hoy en día sigue siendo el café Las Flores,

pero ninguno de los que comenzamos a juntarnos sigue asistiendo allí, que yo sepa. Yo hubiera

querido seguir yendo, pero mi enfermedad me tiene postrado en cama, y es ahora Lucía la que

viene a visitarme una o dos veces por semana.

Sé que los otros, cuando van al café, no se pasan, según me cuenta Lucía cuando viene y habla

como si yo no estuviera muriéndome. Dicen que sería algo doloroso, que se ve en sus ojos que no

se puede volver con tanta facilidad a donde uno creyó encontrar algo hermoso que se rompió antes

de tiempo. Pero que se quedan con ella, a ratitos, en la esquina del callejón, antes de que ella tenga

que volver para ver si se ofrece algo con los clientes.

Fue Lucía la que, un día, trajo a Brenda y a Luis a la casa, para decirme que Luis estaba

enfermo. Fue una tarde de cielo nublado, un día que no se decidió a llover… Brenda estuvo callada

casi todo el tiempo, y Luis me platicó de su enfermedad, y yo lo entendí todo muy bien.

El cáncer de Luis era de los más desgraciados. Tratar de curarlo era condenarlo a un

sufrimiento que intenta detener algo inevitable. Así que, más que una consulta, estaba buscando

una resignación médica. Y se la di, faltando a mi juramento por primera vez, porque Brenda y Luis

eran de los únicos amigos que todavía me quedaban.

Brenda estuvo sentada en el sofá al lado de Luis, tomando su mano. En algún momento soltó

una lágrima, y yo he aprendido a identificar lágrimas en los seres queridos cuando alguien se va a

morir. Esa lágrima que derramó Brenda era de las que más duelen. Son lágrimas muy pesadas.

Duelen más que algunas inyecciones.

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Luis, por otra parte, estaba tranquilo. Hay casos así. Hay gente que parece que morirse

representa para ellos un alivio, y Luis era de esos, igual que Santiago. Siempre me gustó el par que

hacían. Me refiero a Luis y Santiago. Eran confidentes cercanos, un par de locos. Se la pasaban

riéndose todo el tiempo. Se burlaban de nosotros en el café Las Flores, y yo disfrutaba de su burla.

Se miraban a los ojos rápidamente, y se sonreían con descaro, porque ya sabían los dos cuál era la

situación.

El día que Brenda llegó al café, estos dos voltearon a verse. Qué claras fueron las palabras

que se dijeron. Qué clara fue su sentencia. Y los dos dejaron que todo sucediera. Todos, de hecho,

lo permitimos y hasta lo provocamos. Quién podría pensar, que antes que los viejos, se nos iría

primero uno de ellos...

Luis murió unos meses después de que fueran a verme, que fue la última vez que lo vi.

Caminaron, después de charlar un poco (sobre todo de Fernando Pessoa, que gustaba mucho a Luis

y a Brenda) hacia la puerta lentamente, como si supieran que sería la última vez que pisarían esta

casa. Luis, antes de salir, sacó de un portafolio una carpeta con papeles y me la entregó.

—Son poemas—me dijo—. Hablan de la muerte.

La vida es en verdad patética. La historia del indeseable es prueba de ello. El último día que

vi al indeseable fue precisamente una tarde en que estábamos hablando de él con Carlos y Alfredo.

Ocurrió en los últimos días en que casi todos los habituales estábamos reunidos en el café Las

Flores, cuando Diana había regresado, y, aunque no la habíamos visto, ya había corrido el rumor

de su regreso (sólo faltaron, de hecho, Diana y Brenda).

Ese día me había dejado guiar por Carlos y Alfredo al club de jazz. Me dijeron, más temprano,

que habría música en vivo, y me habían animado a que fuera con ellos.

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—Ahora tiene un perro—dijo Alfredo—, debe haberse rendido con los humanos.

Era cierto. Yo lo había visto paseándolo por el centro, donde, yo creo, siempre han abundado

los locos.

—Un perro, ¿eh? —contestó Carlos, por decir cualquier cosa.

—Sí, un perro grande, de esos que parecen lobos y andan con la lengua de fuera.

—Es cierto—dije—. Yo lo vi el otro día paseándolo por el templo de San José.

En el club sólo estaban los instrumentos en un pequeño escenario, pero ninguno de los que

estaban en el club tenían pinta de músicos. Carlos y Alfredo hablaban animosamente, brincaban

de una cosa a otra, del jazz al indeseable, del calor al regreso de Diana. Yo me concentraba más

en la música de fondo.

—Se la pasa caminando por el centro; solo, al menos cuando lo veo. Es natural que ahora

tenga un perro—dijo Carlos.

—Alicia fue a visitarlo uno de estos días a su casa. Me dijo que no le abrió, pero que escuchó

cómo se reía desde dentro—dijo Alfredo.

—Diablos…—dijo Carlos, echándose atrás en su asiento.

—Estando tan joven…si es que a mí me queda decir eso—dije, un tanto incómodo, como

siempre que se hablaba del indeseable.

—Personalmente creo que no existe edad para volverse loco—dijo Alfredo.

La historia del indeseable es breve y estúpida:

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Cuando el indeseable todavía abrigaba cierta cordura, trabajaba en una fábrica de muebles, en

la cual, con el dinero que había conseguido al vender la casa de sus padres (fallecidos), había

invertido una cantidad considerable. Poco tiempo después de haber hecho la inversión, la fábrica

quebró, y se quedó desempleado y sin dinero.

Fue entonces que comenzó su declive.

Después de salir de la fábrica, no buscó trabajo. Decía que estaba harto y decepcionado, que

no veía sentido en comenzar tan pronto, que todavía le quedaba dinero para seguir así por un

tiempo. Ya saldría algo, una cosa que le gustara y en lo que se pudiera enfocar sin estar clavado a

un horario de trabajo.

El capitalismo tiene agarrado al mundo por los huevos, decía a menudo. Comenzaba a notarse

cierto desequilibrio en su voz. Había un arrastre en sus palabras que denotaba una inseguridad

evidente, como si cuando hablaba intentara escucharse a sí mismo para analizar lo que decía, como

si dijera palabras de otro. Y sí, eran, seguramente, palabras de otro.

Comenzó, tal vez sin darse cuenta, a despotricar contra todo, contra el abuso, las largas

jornadas, los salarios pequeños, la monotonía de la vida y el trabajo. Poco después, contra el

desempleo, atacándolo y alabándolo, según se sintiera. Lo mencionaba sin importar el tema que se

estuviera tocando en Elixir. En cuanto se presentaba la oportunidad (un silencio breve, algún

comentario relacionado al trabajo, si alguien lo miraba fijamente, o, en el peor de los casos, si

alguien le preguntaba simplemente cómo estaba) comenzaba un discurso agresivo e incómodo de

cómo y por qué todos estaban equivocados y viviendo una vida sin sentido. Que estábamos

desperdiciando el tiempo en un sistema económico que sólo veía por una parte (por supuesto,

muchas de las cosas que comentaba eran ciertas, pero sin tocar el tema más allá de la

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superficialidad, cosas evidentes, escuetas. Nada nuevo, no, nada interesante, parecía un reproche

de adolescente). Pero era la forma en que acomodaba su cuerpo, la manera en que se transformaba

su rostro, mostrando asco ante lo que él mismo expresaba, como si estuviera a punto de vomitar,

lo que generaba la incomodidad.

Tenía todo el día para estar pensando y hostigándose. Se notaba que tenía una tendencia a

sobre pensar las cosas, a evaluarlo todo desde todos los puntos de vista posibles que su mente le

permitiera, pero sin analizarlos buscando una conclusión en la cual establecerse para quedarse

quieto.

Era de esperarse que dejaran de invitarlo, que cambiaran de lugar de reunión, que comenzaran

a evitarlo. Pero él estaba ensimismado en su mundo. Estaba demasiado ciego a la percepción de

los demás para notar que estaba siendo excluido.

En una ocasión, coincidí con él saliendo de un bazar que frecuentaba por el mercado de San

Juan, más que nada porque el empleado que atendía era agradable y tenía conversación amena.

Esto sucedió cuando el indeseable no tenía perro, y en el tiempo en que Diana todavía no se iba a

Francia.

El indeseable, después de saludarme animosamente, me platicó, como si no importara que

estuviéramos a media banqueta y fuera un encuentro casual, que todavía seguía sin trabajo, y que

era lo mejor que le había pasado: la libertad en su máxima expresión. Me contó que estaba

escribiendo una novela, y que se había iniciado en la pintura dada.

Yo le decía que me daba gusto. Que quizás, un día, cuando terminara de escribir su novela,

me la mostrara, y que era muy interesante eso de la pintura y el dadaísmo. Los ojos del indeseable

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brillaron de entusiasmo, y supe que me había metido en un problema al haber dicho eso.

Excusándome, le dije que ya me retiraba, que iba tarde a un compromiso.

Por supuesto, me dijo el indeseable, pero siguió platicando, como si hubiera dicho cualquier

otra cosa.

Finalmente, porque se veía que no iba a rendirse con el dadaísmo tan fácil, el indeseable

ofreció acompañarme al lugar del compromiso, porque la tarde era fresca y tenía todo el tiempo

del mundo.

Yo iba, de hecho, de camino al café Las Flores, mas no pensaba llegar con el indeseable.

Comencé a caminar en el sentido contrario, hacia catedral, pensando cuál sería el momento

apropiado para pedir un taxi o meterme en algún hotel, algo donde el indeseable no pudiera

acompañarme.

Ocurrió en frente de catedral, justo en el cruce.

Diana me saludó desde la otra acera, esperando la luz peatonal del otro lado. No hubo forma

de evadir el choque. De hacer una mirada concisa a Diana. Hice muecas que le hubieran dado risa

a un niño. El indeseable iba concentrado en sí mismo, y Diana no miraba en nuestra dirección,

pero si alguien me hubiera visto al rostro se hubiera reído.

La luz peatonal se encendió, y Diana, en lugar de cruzar la avenida, esperó a que nosotros

llegáramos a ella. Intenté, todavía, hacerle un último gesto y una señal con la mano. Pero Diana

miraba un grupo de músicos ambulantes que estaban en una fuente. Hasta que hubimos cruzado,

ella volvió la vista hacia nosotros.

—¡Hola doctor!

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Diablos.

Estaba a punto de decir que iba de camino al compromiso, cuando Diana me dijo que Santiago

me estaba esperando en el café para regresarme un disco que le había prestado.

—Le juro que a veces pienso que lo espera con más ansias a usted que a mí—bromeó Diana,

y luego, mirando al indeseable, y nuevamente a mí, se presentó—. Qué tal, Diana.

—Disculpen—dije, pero igual sin presentarlos, buscando la manera de frenar el encuentro.

—¿Usted es?

—Un amigo del doctor. Solíamos juntarnos cuando éramos más jóvenes, más o menos de su

edad—bromeó el indeseable.

—Entonces ya no eran tan jóvenes—dijo Diana, y me miró un tanto extrañada, esperando a

que dijera algo—. ¿Es doctor también?

—No—dije bruscamente.

—No, no lo soy. En realidad, me dedico a escribir…ah, y a pintar.

—Ya veo por qué son amigos—dijo Diana.

El indeseable se quedó un tanto extrañado, y ante la mirada desconcertada que seguramente

yo tenía, dijo:

—¿A qué se refiere?

Supe en ese momento que no había marcha atrás.

— ¿No sabe? El doctor es un lector muy ávido, o al menos se rodea de gente que lee mucho y

escribe, y hasta uno que otro que lo hace bastante bien.

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—Ah, ¿sí? —dijo el indeseable, con una sonrisa en el rostro y mirándome de lleno.

Sonreí, incómodo y sin tratar de ocultarlo por toda respuesta.

—Sí, claro. Nos juntamos a veces en un cafecito cerca de aquí, bueno, más cerca de las

tarascas—dijo Diana.

—¿Es ese el compromiso, doctor?

—Eh, sí—contesté.

—Si no les molesta, tengo la tarde libre y podría acompañarlos.

Diana me miró, y sólo entonces notó la incomodidad en mi rostro. No supo qué decir, y espero

entonces que yo intentara salvar la situación. Pero no, hubiera sido una grosería (una que, ahora

pienso, debí cometer).

Diana entendió. Era demasiado tarde. Hizo apenas una sonrisa de disculpa cuando el

indeseable nos dijo que nos seguía.

88
El Dr. Fernando II

No es que los músicos fueran malos, sino que no estaba agusto. Habían comenzado mis

dolores estomacales, los cuales se filtraban al resto de mi cuerpo. Quizás en otros años hubiera

disfrutado más de ese ambiente lleno de humo de cigarro, mesas llenas de gente que ni platicaba

ni dejaba escuchar (como Carlos y Alfredo), de meseros trayendo bebidas de aquí para allá, y el

jazz parecía asimilar el caos que era todo aquello, como un pequeño mundo dentro del club, uno

con prisa, descuidado, oscuro y lleno de risas y aplausos cada que la banda terminaba una canción

y comenzaba otra. Sencillamente, yo ya no estaba para eso.

Recordé, todavía, cómo el indeseable tuvo un intento más de disfrutar la vida.

Había visto, como todos los que alguna vez fueron y prestaron atención, que la gente en el

café Las Flores tenían esa armonía que no es tan frecuente encontrar. Que el arte, además, era el

tema en común, una especie de temática predispuesta por las características de los habituales. Que

allí podía convivir con jóvenes y viejos, y participar en algo que se había formado de forma llana,

como el nacimiento de una flor entre dos maderas.

Cuando el indeseable comenzó a asistir, quiso inmiscuirse en los ambientes internos dentro

de café. Era entonces normal verlo bailar en el bar el barco o en la desdicha, lugares que no

estaban hechos para gente de su edad. Era un estigma injusto, pero cierto. No se puede volver a

ciertas cosas. A mí me daba una pena terrible ver cómo se esforzaba por ser parte de todo aquello,

por tratar de vivir algo para lo que su tiempo ya había pasado.

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¿Qué sería peor, resignarse? ¿Aceptar que hay cosas que no nos tocaron vivir, que no fueron

parte del camino de nuestra vida, o intentar, en vano, forzarlas a ser y descubrirse infeliz e

insatisfecho con el resultado?

Al principio los jóvenes lo aceptaron, porque les gustaba ver la juventud en rostros adultos. Y

también los no tan jóvenes, porque era, además, amigo mío (o eso pensaban, yo ya recuerdo si así

fue en algún punto). Nosotros, los viejos, nos resistimos desde el principio. Supieron ver en mí lo

que intenté, en vano, decirle a Diana frente a catedral.

Durante un tiempo pareció que el indeseable se acoplaría. Que encajaría dentro de la armonía

del café. Pero todo lo que carece de autenticidad es fácilmente descubierto. La juventud fingida

que había, en un principio, agradado a los jóvenes, se convirtió en una cosa molesta y un tanto

ridícula. Los jóvenes comenzaron a evadirlo, y no eran tan discretos como los viejos y los no tan

viejos. Hacían miradas de disgusto, se apartaban rápidamente, guardaban silencio, volteaban a ver

a las otras mesas para hacer evidente su incomodidad.

La gota que derramó el vaso fue un enamoramiento repentino. Calíope, la amiga de Antonio

y Christian, fue la víctima de los desplantes de amor del indeseable. Para variar, era novia en ese

entonces de Antonio, y fue el primero en plantarse contra el indeseable cuando un día, en una fiesta

en la desdicha, vio que el indeseable estaba muy cerca de Calíope, borracho y diciéndole que

estaba enamorado de ella, que le escribiría todos los libros del mundo y que su belleza era lo más

increíble que había visto alguna vez.

Calíope, obviamente, estaba muerta de incomodidad, y cuando Antonio lo encaró, según me

dijo, el indeseable lo hizo a un lado con el brazo diciéndole que era apenas un niño, y que no sabía

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lo que era una mujer, y menos una mujer como la que era Calíope, que, para variar, tenía apenas

veinte años.

A partir de ese momento, los jóvenes lo rechazaron con violencia.

Esto nosotros no lo supimos hasta después de que el indeseable dejara de ir al café Las Flores,

sino, el quiebre hubiera sucedido más pronto. Simplemente, a la siguiente ocasión que el

indeseable llegó al café, y no le dirigió la palabra a los jóvenes ni los jóvenes a él, se excusó con

nosotros diciendo que eran apenas unos niños que no sabían de la vida, y que no sabía por qué

había estado perdiendo su tiempo con ellos.

Los viejos, por nuestra parte, intentábamos darle consejos disimuladamente cuando el

indeseable comenzó a sentarse con nosotros. Le decíamos que se relajara, que no había prisa ya

por andar en bares y buscando una fiesta interminable, menos a esa edad. Las urgencias eran una

necedad de la juventud, y el que no lo entiende está condenado a sufrir por lo que queda de la vida.

El indeseable no tomó a mal nuestros consejos, sino que se sintió como un incomprendido de

su propia generación. Además, los abogados no toleraban para nada al indeseable, porque éste olía

mal. Tenía ese olor característico de aquel que no se ha bañado en días y no ha tenido ni siquiera

el gesto de cambiarse de ropa (ni lavarla). Y los abogados, a pesar de que olían siempre a tabaco,

consideraban el olor a tabaco como parte de la elegancia, vestían siempre formales y la higiene era

prioridad para ellos. Un día en que el indeseable se sentó al lado de Arturo, éste, sin más que un

gesto casi imperceptible a Felipe, le indicó que se retiraban.

—Con permiso, hoy nos retiramos más temprano—dijeron, y se despidieron de todos menos

del indeseable.

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El indeseable fingió demencia ante este hecho. O, acaso, es que ni siquiera hubiera notado

que se habían ido por él. Y sacó de una mochila que tenía dibujos animados una carpeta.

—Es la novela que le comentaba, doctor.

Asentí con un ¨ah¨ desganado.

—¿Le gustaría leerla?

Miré a Don Jaime, que estaba inexpresivo, y después de un segundo que me pareció una

eternidad, le dije:

—No, pero muchas gracias.

La cara del indeseable cambió. Se puso serio, pero después volvió a sonreír y realizó el mismo

gesto con Don Jaime.

—¿Y usted, Don Jaime?

Don Jaime, sin cambiar su rostro ni un milímetro, dijo simplemente:

—No.

El indeseable tomó la carpeta, la guardó en su mochila, y se fue del café, triste y decepcionado.

Pensamos, por un momento, que la cosa terminaría allí. Pero un día llegó con Diana, que al llegar

intentó hacer los mismos gestos que yo le hice cruzando frente a catedral, y, aunque todos la vimos,

la verdad es que no supimos qué hacer.

El problema fue allí, con los que se sentaban junto a la ventana. El indeseable intentó acoplarse

a Diana, Alicia, Carlos, Alfredo, Luis y Santiago. Y ellos le aceptaron porque le tenían una lástima

enorme. Una lástima terrible, vergonzosa. Le sonreían, y la lástima era evidente en sus sonrisas.

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Pero no para el indeseable. Él veía la sonrisa, solamente… La cosa fue que ninguno de ellos fue

conciso, como el resto, en evidenciar la incomodidad.

La actuación duró demasiado. Tanto, incluso, para que la lástima que sentían hacia el

indeseable cobrara una especie de cariño. No podían abandonarlo. Era como un cachorro que por

su actitud estaba condenado a una soledad que lastimaba.

El indeseable comenzó a ir al café Las Flores con regularidad, por un tiempo, y lanzaba

miradas de desprecio orgulloso al resto, antes de sentarse, por lo regular, entre Alfredo y Alicia (a

quien tenía mucho cariño, aunque quizás fuera porque se parecía a una Calíope más grande).

—Allí viene—decía Lucía, cuando desde su mesita miraba por la ventana.

Se sentía inmediatamente un cambio en el café. El aire era más pesado. Sabían que la

conversación que se había tenido hasta el momento cambiaría de pronto. Incluso Lucía, en lugar

de estar en su mesa, pretendía que se ocupaba en la cocina.

—¿Por qué lo aguantamos? —preguntó Antonio una ocasión.

Todos lo sabían, evidenciarlo lo lastimaría, y, a ciertas alturas de la edad, una caída puede ser

fatal. Pero los jóvenes no lo veían así, aunque, es cierto, las chicas no se animaban. Fue Christian

quien lo animó a enfrentarlo cuando Antonio había puesto en voz alta el tema. Y, una de esas

ocasiones en que Lucía anunció que el indeseable había entrado al callejón, Christian le dijo a

Antonio: ahora. Y Antonio salió del café con paso decidido.

—¡Hey! —dijo Antonio, dirigiéndose a él.

El indeseable no disminuyó el paso, sino que siguió caminando hacia el café.

—¿Sí?

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—Hay otro café cerca de aquí donde me parece que se encontrará mucho más cómodo, ¿sabe?

—Hazte a un lado, niño.

—No, en serio—insistió Antonio con tono sarcástico—. A ver, dígame, ¿no le gustaría más

ir a un lugar donde nadie le desprecie?

El indeseable se paró en seco. Antonio se quedó tieso ante la mirada que el indeseable le

dirigió, y se quedó callado, con miedo. Le había calado hondo.

El indeseable no le contestó, sino que, lentamente, retomó el camino hacia el café.

Entró.

Todos estábamos callados. Habíamos escuchado. El indeseable nos miró a cada uno,

esperando cualquier respuesta. Lucía, sin decir nada, se dirigió a su habitación, y fue todo lo que

se escuchó: sus pasos en el patio y la puerta de su habitación al cerrarse.

—Entiendo—dijo el indeseable—. Váyanse todos a la mierda.

El indeseable no se paró de nuevo en el café, pero poco a poco nos fuimos dando cuenta de

algo: nos seguía. Cada que uno de nosotros andaba por el centro, era común ver al indeseable, ni

tan cerca ni tan lejos, seguros de que nos estaba espiando.

Ellos, los que no eran ni los jóvenes ni los viejos, intentaban todavía tener contacto con él de

vez en cuando, visitarlo, hablar con él, pero el indeseable estaba lastimado, resentido, y

terminamos por ignorarlo cuando veíamos que nos rondaba. Le dábamos, cuando menos, ese

placer raro, la fingida ignorancia de sabernos perseguidos.

Salí del club de jazz, excusándome, porque no me sentía bien. Alfredo insistió en

acompañarme, pero, por mi parte, dije que estaba bien, al menos lo suficiente para llegar a casa.

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Pero no fui a casa. Tomé un taxi (porque ya no me daba por manejar, me cansaba), y di la dirección

del indeseable. En el camino sentí que iba a desmayarme. Perdí la visión varias veces, y evité

algunos suspiros para no delatarme con el conductor. Fue como si la muerte me hubiera estado

preparando.

Llegamos a su casa. Lloviznaba.

Toqué la puerta. Nadie abrió. Me molesté pensando que quizás el indeseable me estaba viendo

por la ventana. Ya había escuchado de los juegos y de los desprecios que el indeseable hacía

cuando uno intentaba ponerse en contacto con él. Intenté abrir la puerta, y me di cuenta de que no

tenía seguro.

Entré, con un poco de miedo, debo decir.

Era una casa pequeña; similar, en espacio, al café Las Flores. Era como un estudio de

carpintería, pero había, regados entre muebles hechos por él mismo, pinturas y libros. Encendí la

luz, pensando que el indeseable no estaba, cuando vi un pie asomándose en un cuarto al fondo de

la casa.

El resto de la noche fue espantosa. La policía concluyó fácilmente que se había tratado de un

suicidio. El arma, que en su momento sólo tuvo una bala, estaba junto al cuerpo.

No dejó ninguna nota. No preparó su casa ni dejó indicaciones para las cosas que tenía. Sólo

lo hizo. Lo único que se molestó en hacer, fue llevarse al perro, que descansaba al lado de su

cuerpo.

Yo nunca comenté nada de esto a la gente del café Las Flores. Simplemente, dejé que se

olvidaran de él, que pensaran que se había ido o mudado. Que su silencio, como sus paseos obvios

95
cerca de nosotros, se hicieran presentes, diciendo que todavía lo había visto, de vez en cuando, por

las calles del centro de Morelia.

96
Alicia I

Era un lago hermoso.

Las pinturas de la casa parecían esperar a Brenda, porque fui yo la que la telefoneó para decirle

que Diana había regresado. Brenda, que no estaba en Morelia, me había dicho que llegaría al día

siguiente, y me preguntó si podía pasar la noche conmigo.

En esos días, estaba trabajando en la pintura de un lago. Me acuerdo, de hecho, que en una de

las veces que Luis vino a visitarme (con la excusa de prestarme un libro que no le había pedido),

se le quedó viendo a la pintura, y dijo:

—Es extraño, nunca pintas paisajes.

Era cierto, pero no era solamente un paisaje... No le dije nada, porque no entendía lo que ese

lago significaba, y él veía, claramente, la pintura, no a mí pintándola, y yo no iba a ponerme a

explicar nada. No lo entendía de la misma forma en que no veía más allá de lo que yo en realidad

era. Me miraba, y miraba la pintura de lo que sea que fuera Alicia en su cabeza, pero no lo que

podría haber detrás de ella, que era yo.

Hace muchos años, cuando era niña, vi una pintura en la casa de la cultura, y a partir de ese

momento había necesitado de la pintura para expresarme (yo apenas estaba en la secundaria, y

había sido una tarde triste, poco antes de que fallecieran mis padres), para sentirme con la

capacidad de hacerlo. Era una chica desnuda, lo recuerdo, y, por aquel tiempo, el cuerpo desnudo

me impresionaba. La chica, además, lloraba. Tenía un rostro demacrado. Sea lo que fuera que

estuviera viendo, le hacía daño, la hacía llorar.

97
Esa tarde llovía. Ya no recuerdo muy bien qué hacía allí. Probablemente esperaba a mi papá,

que trabajaba en la secretaria de cultura y alguna cosa tenía que hacer. La casa de la cultura de

Morelia es una edificio grande y abierto, y me entretenía pensando cómo se sentiría esa chica por

la noche, destinada a mirar una noche mojada, un silencio que se quedaba atrapado en su boca

aterrorizada.

Cuando murieron mis padres, volví a la casa de la cultura buscando esa pintura, pero ya no

estaba. Comencé a pintar, entonces, mujeres desnudas, pero las pintaba por partes. Un rostro. Una

mano. Jamás un cuerpo completo. No podía saberse que estaban desnudas, en realidad. Sólo yo lo

sabía.

La pintura del lago era algo así. Trabajé en ella durante mucho tiempo. De hecho, la pinté

varias veces, casi siempre encima de ella misma. Sentía, en ocasiones, que volvía al cuadro

original, porque lo había hecho tantas veces que el recuerdo nítido de cómo había lucido por

primera vez era ya algo ficticio.

Esa noche, cuando Brenda vino a quedarse después de que le dije que Diana había regresado,

fue una noche que se quedó grabada en mi mente, porque, además de que sucedió lo que sucedió

entre Brenda y yo, esa noche supe cómo terminar la pintura, que es, además, la única que he

conservado.

Jamás en mi vida pensé que estaría con una mujer…

Me ruboricé, siendo quien era en ese entonces, en los silencios que eran parte del coqueteo

que esa noche Brenda practicó conmigo. Cuando terminamos de cenar, y en ningún momento

hablamos de Diana y Santiago, como yo esperaría que hubiera sucedido, entendí que no tenía ganas

de hablar de ello. Le platiqué, entonces, de la pintura del lago, por decir cualquier cosa.

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Me preguntó, como era de esperar, si podía verla. La pintura estaba en mi habitación, pero,

antes de enseñársela, abrimos una botella de tequila. Las dos lo necesitábamos (por lo mismo y

también por cosas diferentes). Brenda caminó por la sala, entendiendo que teníamos tiempo (me

pregunto si ya sabíamos en ese momento para qué exactamente), y nos acomodamos en un sofá,

frente al ventanal que daba a la calle.

No me gustaba sentarme mucho en ese lugar, porque en varias ocasiones había visto al

indeseable espiarme desde la esquina. Sin embargo, yo solía pretender no darme cuenta, de todos

modos, más que nada porque siempre le tuve cariño al indeseable.

Ahora que lo pienso, nunca reparé demasiado en los espacios de la casa, la rentaba, más que

nada, porque daba buena luz la mayor parte del día. Para mí, la casa eran las pinturas en las que

trabajaba y las plantas que tenía. Era lo que me hacía sentir en casa: el olor a tierra y a pintura

fresca. Miro mi casa, ahora, y es en esencia lo mismo. No la conozco.

Las plantas eran la razón principal por las que Brenda me visitaba (a las pinturas no parecía

hacerles mucho caso). Cuando venía, me hablaba de Fernando Pessoa y de algo que ella llamaba

el lenguaje de las plantas, y que nunca entendí muy bien de qué iba, en parte porque Brenda era

traductora y tenía más bien que ver con ello, y porque lo sentía irreal, fantasioso, además, era

extraño que algo así saliera de la boca de Brenda, que pecaba de nihilista. Brenda me hablaba, y

miraba las plantas como si les hablara a ellas y no a mí, y yo me imaginaba cómo sería una pintura

de Brenda, desnuda, entre árboles que escondían su cuerpo.

—Alicia, quiero que sepas una cosa—me dijo, cuando ya estábamos un poco ebrias y nos

reíamos, ingenuas, de cualquier cosa—. Eres la única amiga que tengo.

Me pareció bello e injusto.

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—¿Y Lucía? —le pregunté.

Brenda me miró con una expresión de absoluta seriedad.

—Ella es como mi hermana.

Guardé silencio por un momento.

—¿Y yo, entonces?

Brenda se acomodó el cabello, y dio un trago al tequila, lo que hizo que se riera, aunque vi

que había algo de triste en su rostro, lo que me recordó a la pintura de aquella chica, algo así como

lo que solía ser la risa de Luis.

—Lo tengo muy claro, Alicia. Te veo sola, ajá, estás sola. Y yo también soy alguien que anda

por la vida y se siente sola. Pero me parece que tú y yo podemos andar solas sin que eso nos

importe demasiado.

No supe qué decir, sólo asentí en silencio. Entonces Brenda comenzó a reírse. Fue una risa

alegre, bonita.

Platicamos lo que nos duró la botella, y, cuando nos quedamos calladas (y un poco ebrias),

sentí un impulso, un impulso que llegó a través de ella:

—¿No querías mostrarme algo?

No contesté inmediatamente. Miré nuestros vasos vacíos. Y después, con una seguridad que

no sé de dónde salió, la miré a los ojos.

—Sí.

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Caminamos a la habitación, dejando todo como estaba. No nos importó dejar los vasos ni los

platos en la sala, ni siquiera nos molestamos en cerrar las cortinas ni en apagar las luces.

Simplemente, las dos caminamos a la habitación. Ella entró primero, conmigo siguiéndola. Cerré

la puerta detrás de mí.

Brenda encendió una lámpara de noche. La pintura estaba en una de las esquinas.

—Le hace falta sólo una cosa—dijo después de mirarla unos segundos.

Yo ya sabía qué era. No lo dijo. Yo tampoco dije nada.

Entonces, fue como sumergirme en la pintura del lago:

Casi por instinto, y quizás porque mientras cenábamos había tomado también cerveza, me

quité la ropa. Tenía rubor y calor. Me imaginé a mí misma, cuando era más joven, saliendo de la

pequeña casa que estaba cerca del lago. Fui, de adolescente, una chica que jamás pensó en

encontrar placer en el cuerpo de otra mujer, mucho menos la idea de hacerlo. Una chica que, dentro

de mí, estaba alerta de pronto, despierta. Era como si pudiera verme desde la pintura,

observándome con atención, sabiéndome presa de Brenda en mi propia casa y con ganas de ser

cazada.

Me fui a la cama, desnuda, nerviosa. Vi cómo Brenda se fue quitando la ropa frente a la

pintura, dándome la espalda. Era como si se estuviera desnudando para la Alicia que estaba allí,

que se escondía en la casa junto al lago para no ser descubierta, mas era tarde para eso.

Volteó a verme sólo una vez: cuando se bajó los pantalones, y comenzó a reírse, porque lo

hizo de una manera muy sensual. Me reí, también, sintiéndome más cómoda.

101
Me miró de frente, por unos segundos, y se recostó en la esquina de la cama, del otro lado de

donde yo estaba. Era como si quisiera que yo fuera por ella, pero no: le di una invitación. Me hice

a un lado, y al hacerlo abrí ligeramente las piernas, y así me quedé.

Brenda vino, ignorando el espacio que había dejado libre para ella, y me besó los pies. Cerré

los ojos. Sentí cómo subía de mis pies a mis piernas lentamente. Cómo me tocaba, y respiraba

intencionalmente suave en los lugares que me iba dejando húmedos al tocarlos con los labios.

Cuando llegó a mis pechos, solté un pequeño ruido que hizo que Brenda volteara a verme. Me

sonrió tiernamente, y entonces se apartó, quedando frente a mí.

Me lancé a ella, sintiendo a Alicia, la joven, tomar la iniciativa, espiarme desde la pintura,

tomando extrañada el control de la situación. Besé su estómago, y con mis manos busqué sus

pechos y su boca. Me deslicé entre ellos, fui hasta su cuello, y allí estuve un rato, entre su cabello

y su respiración.

Brenda, de pronto, se arqueó un poco. Hizo una mueca de placer en la oscuridad. Soplé en su

cuello, y me aparté. Así hay que mirar las pinturas. El lago no estaba en calma. Brenda hacía ligeras

pausas para hablar. Sí. Hablaba. Decía cosas hermosas e incoherentes.

Tócame, tócame así…

Un lago hermoso que estaba destinado a la única eternidad que existe. Me acerqué,

lentamente. Miré su cuerpo como si pudiera descomponerlo en fragmentos. Lancé una pincelada

hasta la abertura de sus pechos. El lago se estremeció, como el nacimiento de un remolino.

Alrededor, las sábanas, como un gran desierto, se apretaban en sus puños.

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Yo soplaba un poco para secar la pintura sobrante, para llevarla de un lado a otro. Todo era

como pintar; estar con Brenda era como pintar. Ella bailaba, y mis dedos eran la orquesta que

tocaba la música. Era de noche: las luces estaban apagadas (pero también era de noche). Alicia,

tócame más, así, decía. Yo esperé un poco. El lago invocaba tormentas con sus ojos, se

impacientaba de que no le hiciera caso. Quería, con sus manos de agua, hacer lo que las mías de

pincel. Pintura y agua revuelta eran lo que Brenda me pedía. Así que sólo decía palabras al azar,

palabras precisas, contundentes.

El lago era un mar de pronto. El mar estaba esperando la balsa, el tornado, la lluvia. Brenda

abrió los ojos. De su boca no salió ningún sonido. Sólo aire. Su rostro, en la oscuridad, pareció

decir el significado de todas las palabras.

Se quedó callada, como si le faltara el aire. Se mordió el cabello.

El lago venía hacia mí. Era un color piel transparente. Se abría, rompía el lienzo.

Había, dentro de mí, árboles que graznaban el vuelo de cientos de pájaros, nubes que llovían

sombras frescas, ríos que corrían sin importar un final incierto. Todo era movimiento, yo era

movimiento, la pintura se movía en sí misma mezclando los colores.

Afuera no existía nada más. Las otras pinturas no eran más que otro cuerpo oculto, expuesto,

finalmente, a los ojos de nadie. Sólo Brenda, sí, sólo ella. De pronto, miles de pájaros asomaron

en el cielo. Aparecía, al fondo, la pequeña casa de la que salía por fin esa chica de cabello rubio.

Pero no, ya no era una niña. Era una adolescente que me miraba. Y yo gemía, quedito, porque ella

me estaba viendo.

—Cierra los ojos, Alicia—dijo Brenda.

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Pude ver mejor a la chica con los ojos así, cerrados. Esos ojos, que eran mis ojos, estaban

completamente abiertos, y yo podía verla mejor que nunca, tocarla mejor que nunca, y la conocía,

también, mejor que nunca. Era como un sueño que conocía, por primera vez, el mundo de los

despiertos.

Los pájaros dieron vueltas alrededor del cuadro (el mundo entero). Se acercaban al lago, y la

chica se reía. Crecía rápidamente, víctima de un tiempo acelerado. Se acercó a un árbol. Mirándolo

con curiosidad, apartó su cabello para recargarse, asintiendo complacida, y abrió las piernas

ligeramente, dejando ver el final de sus piernas debajo del vestido.

Dirigí mis manos, las cuales estaban ausentes de pincel, hacia la pintura, y probé el color.

Sshh, sshh, decía Brenda. La chica hizo una expresión de dolor, pero no, no era dolor, era una

chica que comenzaba a tocarse. Temblando, llevó una mano hacia su pecho. Soltó un ruido

pequeño que contuvo en cuanto se escuchó a sí misma.

Yo no la tocaba; pintaba. Su rostro: pecas, espinillas, lágrimas, el brillo y la sombra del tacto

de sus ojos. Había, todavía, esperanzas que había olvidado que tenía, sueños de los que había

despertado para no encontrar de nuevo, dolores que de pronto, un día, se fueron sin más. Fui más

atrás. Necesitaba el color de la piel, el oscuro de los pezones difuminándose en el vacío de una

mente blanca, una mezcla de tierra con césped, mas yo sabía que todo era salvaje, la mirada había

nacido en sus ojos, y sus dedos se habían vuelto valientes.

Es un lago hermoso, ¿verdad, Brenda?

Sí, Alicia, es hermoso.

104
Abrí los ojos. Por dentro, Alicia temblaba junto al árbol. Gritaba todo el silencio que alguna

vez existió. Tenía acaso quince años. Afuera, Brenda me tocaba a mí, la pintora, pero al tocarme

yo tocaba a Alicia, la virgen.

Entonces me besó: caos, explosión.

Los pájaros perdieron el sentido de la gravedad. Las olas que el lago dejaba sobre la tierra

descansaron en el fondo. El movimiento de las hojas del árbol se detuvo. El viento se había

escondido. Parecía un niño que había descubierto algo. Algo que lo cambiaría para siempre. Se

sentaba, de la forma en la que el viento no sabía que podía sentarse, y nos miraba. Alargó su mano,

llena de pintura transparente, y vino a dar en los labios de Brenda. La ventana se había quedado

abierta, y estaba haciendo frío.

Alicia, la tímida olvidada, y Brenda, completaban la dualidad, el uróboros, una pintura que se

destruía al ponerla frente a otra que era quizás yo. Colisiones violentas y tiernas: Brenda me besaba

como yo nunca había hecho. Me tocaba, como ella, seguramente, se tocaba cuando nadie la veía.

Otra mano iba donde sólo iba la mía. Su lengua recorrió mi labio inferior de lado a lado. Cosquillas.

Un estremecimiento que conectaba mi espalda con mi boca. Era mi voz. Podía sentirla. Vibraba,

casi saliéndose, la voz de Alicia. Entonces Brenda se apartó, lentamente, llevándose su lengua. Era

yo un desierto, y el viento llevaba montañas de arena de un lado a otro. Alguien hacía un castillo

de arena que destruía inmediatamente para moldear un rostro despierto. Apreté mis piernas, y

Brenda se sumergió en esa playa.

La chica en el árbol ya estaba tirada entre las raíces con la mirada extraviada. Se tocaba

rápidamente. El vestido se lo había quitado y se lo había llevado otra chica que salía de la casa,

doblándolo con cuidado. Ah, Brenda. Los pájaros eran como un volcán en explosión, una montaña

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que rompía graznidos hacia el cielo. Casi podían ir a tocar la pintura del universo, y yo gritaba,

pero no escuchaba nada. Brenda ya no estaba, sólo la sentía en esa inmensidad que era la pintura

de las estrellas como los únicos puntos de luz que había en los ojos de la chica cuando los abría un

poco y se reía. Brenda ya no hablaba conmigo, hablaba en esa otra lengua que tienen los

traductores, que pueden pasar de un idioma a otro, y podía hablarle a mi cuerpo en el filo y me

decía que la chica estaba a punto de explotar, pero era mi cuerpo el que se estremecía como si ya

no le perteneciera al mundo.

Entonces ella hizo lo debido: apuró el paso en su trote de manos, y yo apuré el paso del lago.

Antes de que pudiera hacerlo ella alargó un brazo hacia mi pecho para apretar con sus dedos

húmedos un pezón más húmedo. Todo se pintó de blanco, o toda la pintura perdió su color y ahora

sólo era pintura. No existía más. Nada. Mis ojos miraban eso: nada. Era la mejor pintura que jamás

pude haber imaginado, un color que no era ningún color ni la mezcla de los colores.

Brenda se recostó a mi lado, agitada.

La chica se incorporaba lentamente. Se puso su vestido, y fue al lago a sumergir los pies. Miró

hacia arriba, y me saludó con una sonrisa impecable.

Era un lago hermoso.

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Alicia II

A la mañana siguiente, Brenda y yo habíamos ido a desayunar a uno de los cafés que había en el

jardín de las rosas, por dos razones, principalmente: a Brenda le encantaba ese jardín, y la segunda

y más importante: Santiago estaba en el conservatorio de las rosas.

Era común ver, los sábados en la mañana, a estudiantes del conservatorio de las rosas

conversando en el jardín, así como diferentes locales, artesanos y artistas locales, de los cuales

jamás he visto que alguien se interese en la compra de nada. Los pintores no saben de comercio…

Yo, por ejemplo, jamás me interesé por vender nada. No está bien. No está mal. Sencillamente, a

mí me gusta regalar las pinturas cuando las termino, siempre sale alguien que las acepta, más que

nada porque no las soporto una vez que ya no hay otra cosa qué hacer entre el pincel y la tela. Sin

embargo, me gustaba verlos, porque sentía una camaradería indirecta hacia los artistas de calle.

Había una parte de ellos que conocía sin necesidad de cruzar palabra, una soledad que identifico

muy bien, sobre todo en la forma que miran a las personas que ven su trabajo. Se abrigan, entonces,

y rondan el jardín de las rosas y otras plazas del centro, platican con los curiosos y se ponen a

explicar, a dar precios, y eso parece, muchas veces, ser suficiente.

Estaba soleado, a pesar de ser una mañana fresca. El viento llegaba por el lado al que Brenda

daba la espalda, arrojando su cabello hacia el frente. Brenda se empecinaba en llevar su fleco hacia

atrás una y otra vez debido a esto, un acto que me pareció tierno y cómico.

Se sentían ya los últimos días fríos de febrero, y los acogía con gusto, como el final de algo,

no sé muy bien de qué. Con Brenda frente a mí, me sentía dejando atrás una carga de la que no

había sido realmente consciente que llevaba encima, y la noche anterior había dejado de reprimirla,

107
la dejaba llegar y que se presentara, que se fuera a conocer mis lugares internos. Paseaba por mí

como por un museo, y se detenía a hacer notas breves en un cuaderno, asintiendo con paciencia,

estudiándome.

Estando allí, en el jardín de las rosas, sentía que el indeseable podía estar cerca. Brenda, a

decir verdad, nunca conoció al indeseable, al menos que yo me enterara, pero el indeseable sí

conoció a Brenda. Él me lo dijo una vez. Pensaba que si sólo volteaba hacia atrás, lo vería, a él y

a su perro que no le puso nombre nunca, y que estaría amarrado en alguna de las jardineras. Lo

sentía tan posible que buscaba su rostro entre las pocas personas que a esa hora caminaban por el

jardín. Pero inmediatamente descartaba la idea, porque me llegaba el golpe de la realidad: la

sospecha de que el indeseable habría cumplido la promesa que me hizo.

Yo quería al indeseable, a pesar de que el resto lo evitara y lo haya rechazado. Sentía, incluso,

que todos en el café Las Flores habíamos sido desgraciados con él. Claro, entendía que se había

propasado con Calíope, que era incómodo que nos siguiera, que a veces era grosero y prepotente,

como si viviera en el límite de la violencia, aunque yo sabía, en el fondo, que era incapaz de llegar

a ella. Fuimos nosotros quienes le llamábamos ¨el indeseable¨, fuimos nosotros los que le hicimos

a un lado sin reparo, fuimos nosotros igual que el resto de las personas. ¿No pueden todos

enamorarse? ¿No puede quien quiera pintar y escribir? ¿No pueden todos tener amigos? Yo no

necesitaba entenderlo para sentir empatía por él y la verdad es que ni siquiera me molestaba que

me siguiera.

Algunas veces, incluso, cuando lo veía siguiéndome de camino a casa, tomaba diferentes rutas

para hacerle más divertido el camino. Otras, lo sorprendía al doblar una esquina, y los dos nos

echábamos a reír, nos íbamos caminando juntos hasta la puerta de mi casa, o nos quedábamos

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platicando en algún lugar que ninguno conocía y le pedía que me explicara sus técnicas para seguir

gente.

Hablábamos de muchas cosas: de la pintura, de su novela, del capitalismo, con el cual estaba

extrañamente obsesionado, de sus padres, a los cuales extrañaba como si fuera un niño perdido, de

su perro sin nombre, del amor, de la soledad y de la muerte. Sólo un tema estaba prohibido: hablar

de la gente que iba al café Las Flores.

Las primeras veces en que él y yo comenzamos a conversar fuera del café, intentó echar pestes

de los habituales, y lo paré en seco.

—Son mis amigos, ¿vale? Así como tú.

Él se puso muy rojo, y dio varias vueltas en círculos.

—Pues no entiendo por qué—me dijo—. No son buenas personas.

No volvió a salir el tema durante mucho tiempo, hasta que un día, en el tiempo en que Diana

andaba en Francia, me preguntó por el nombre de la chica nueva. Fingí no saber de quién hablaba.

Me la describió: tez blanca, ojos oscuros, cabello largo. Me dio un poco de risa. Se notaba que se

esforzaba por no decir que era bonita.

Igual, pretendí no conocerla, hasta que agregó:

—Es la chica que ahora anda con Santiago.

Esto me lo comentó una vez que estábamos en su casa, que era pequeña y descuidada. Olía a

perro y a mucho desodorante, el cual me imagino que descargaba en la casa para disimular el olor

cuando yo pasaba a saludarlo, casi siempre de sorpresa (porque me divertía imaginármelo tratando

de arreglar el mundo a la velocidad de la luz), y se tardaba mucho en abrirme, se esmeraba mucho

109
en ordenar un poco el caos en el que vivía, aunque, en realidad, ni siquiera había mucho que

arreglar.

Me mostraba sus pinturas, emocionado, y me miraba como niño asombrado cuando yo

comentaba una que otra cosa acerca de la pintura en general, y me fui dando cuenta, con el tiempo,

que las pinturas que le elogiaba o miraba con mayor atención, les hacía marcos y los colocaba en

las paredes de su casa.

—¿Por qué lo preguntas?

El indeseable guardó silencio por un segundo, y después, sonriendo con pena, como siempre

que me confesaba sus aventuras al seguir a la gente, me dijo:

—Es que no soy el único que la sigue.

Me asusté, por un momento, pero luego me explicó que no era el mismo tipo de seguimientos

que él practicaba, sino que había alguien que la procuraba más de lo habitual, y que incluso parecía

que Brenda se lo permitía porque también ella le seguía.

—¿Quién? —le pregunté.

El indeseable guardó silencio por un momento, saboreando el hecho de saber algo en lo que

yo me interesaba. Comenzó a acariciarse la barba, como intentando recordar de quién se trataba, y

sonreía, como un niño que no quiere decir dónde escondió algo que busca su madre.

—Anda, dime—lo animé, porque yo también disfrutaba de ello, de esos pequeños destellos

de felicidad en el rostro del indeseable.

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Me miró, entonces, como si se preguntara si merecía conocer la respuesta, y, finalmente,

asintiendo para sí mismo, me dijo, simplemente, con rostro satisfecho, y desinteresándose del

tema:

—Es Luis.

En un principio me pareció extraño, pero después fue cobrando sentido.

Yo sabía que Luis estaba enamorado de mí, pero sentía que más bien estaba enamorado de la

idea que tenía de mí. Cuando Brenda llegó al café vi la mirada que se hicieron Luis y Santiago, y

casi quise que Luis se fijara en ella para que se olvidara de sea lo que sea que veía en mí.

Miré a Brenda, que a su vez miraba fijamente la puerta del Conservatorio de las Rosas,

esperando a que saliera Santiago. Estaba nerviosa, lo notaba. No habíamos hablado mucho desde

que salimos de casa. Mientras llegaba la comida habíamos pedido café, y Brenda casi nunca

hablaba mientras tomaba café, de tal manera que yo estuve fumando, buscando al indeseable entre

la gente. Le sonreí, tratando de adivinar en qué pensaría, y de tranquilizarla si estaba en lo correcto.

Ella se me quedó viendo, sin mirarme, y me sonrió también, sin decir nada. No hacía falta. Intuía,

o creía intuir, lo que estaría pasando dentro de ella. Sentí un poco de lástima.

Por mi parte, no dejaba de pensar en su cuerpo. Pero no era su cuerpo, tal cual. Es decir, no

era Brenda, sino el cuerpo de una mujer. Durante años, desde la pintura que vi en la casa de la

cultura, mis propias pinturas y sus mujeres ocultas, los amores desesperados de hombres que

intentaron conquistarme, me preguntaba por qué no era capaz de responder a un amor pasional.

Tenía que pintarlo todo de colores románticos para poder, si quiera, dar un beso. Tomar una mano.

Sentir un abrazo con cariño. Caminar en silencio sin la necesidad de llenarlo con palabras vacías.

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Brenda estaba allí, esperando a Santiago, pero primero había ido a mi casa, decidida, justo

después de telefonearla y decirle que Diana había vuelto. Casi parecía saberlo. ¿Lo habrán sabido,

otras personas, antes que yo? Probablemente. Y ahora todo parecía evidente. Me sentía libre.

Descansada.

En mi casa, detrás del ventanal, podría por fin terminar la pintura del lago, dejar que la chica

en la casa saliera a nadar, que el resto supiera que ella estaba allí. Y así lo hice. Estaba emocionada.

Sabía lo que tenía qué hacer (qué pintar).

Poco a poco, comenzaron a salir personas del conservatorio. Se iba terminando la mañana y

el jardín se iba llenando de gente también.

—Ya no debe tardar—le dije.

Ella asintió, un tanto afligida y sin ocultarlo. Jugaba con sus dedos. Movía rápidamente una

pierna y volteaba a la puerta una y otra vez, esperando. Le sonreí mientras sacaba mi cartea para

pagar la cuenta.

Vino el mesero a recoger el dinero, y encendí otro cigarro. Miré de nuevo hacia las jardineras,

buscando una sombra, un perro. Se ocultó el sol, y se desató el viento. Mientras me ponía una

chamarra, alistándome para irme, Brenda me sonreía con picardía, de pronto. Era como si hubiera

estado en mi cabeza viendo lo que yo estaba pensando, siendo la chica que caminaba dentro de mí,

sabiendo que ahora yo sabía.

Sí, ella sabía. Había venido, aunque no entendí en ese momento por qué, a mostrarme la

verdad, a ponerla frente a mí.

112
Me despedí, deseándole suerte, haciéndole saber que entendía, que lo entendía todo, sin

necesidad de especificar ninguna cosa, y la dejé allí, sabiendo que no la volvería a ver, claro, pero

que no sería en el café Las Flores.

Ese día pinté hasta cansarme. Coloqué el marco frente al ventanal, y, mirando la calle, me fui

desnudando, con una confianza que nunca había tenido, lentamente, y me puse a retocar la pintura

del lago por última vez.

Hay otra pintura, una que regalé, una vez, a un señor que vivía en la calle. Era un vagabundo

que había por mi casa, y que dormía en una casa abandonada. La pintura era del indeseable. Estaba

semi oculto, en una esquina, volteando hacia la persona que miraba la pintura. Te espiaba, de una

forma terriblemente obvia, y un perro atravesaba la calle, delatándolo.

El indeseable es de las personas más especiales que alguna vez llegué a conocer. La última

vez que lo vi, estaba desesperado. Lo notaba furioso y cansado. Debí ayudarlo. Pero hay personas

a las que no se les puede ayudar. Sería forzarlos a ser lo que no son. No tendría el derecho ni la

osadía. Tuve que haber hecho otra cosa, pero no supe qué. Fue demasiado tarde cuando el

indeseable cumplió con su promesa. Estoy casi segura de que lo hizo.

Una mañana, al salir de casa, vi que había entre las plantas un libro, que era, en realidad, un

montón de hojas sueltas. El libro estaba escrito a mano. Decía, en letras cursiva, sobre una hoja

grande color café:

Ingenuos

113
Lo tomé, y en seguida supe de quién era, pero más aun: lo que significaba.

—Estoy escribiendo una novela, Alicia—me dijo el indeseable la última vez que lo vi—. Ya

casi la termino, pero nadie ha querido leerla. Un día nadie volverá a verme. Voy a desaparecer

como si nunca hubiera existido. Lo único que dejaré será ese libro idiota. Si alguna vez llegas a

leerlo, sabrás que yo ya no estoy aquí.

Terminé la pintura, y comencé a vestirme de nuevo, sintiendo que era una mujer diferente,

pero que era, finalmente, Alicia.

Tenía hambre. Desde que había salido a desayunar con Brenda no había comido nada. No me

apetecía cocinar. La pintura estaba lista, merecía privacidad. Así me pasaba siempre. O se

quedaban las pinturas o me quedaba yo.

Salí a la calle, sin saber muy bien adónde ir. Mientras pensaba en algún destino para comer,

pasó una chica a mi lado, que me sonrió amablemente y siguió su camino.

Dejando que se adelantara unos metros, comencé a seguirla.

114
Brenda I

—Santiago, tengo que decirte algo: me voy a casar con Luis.

Al volver lo supe, incluso antes de ver a Luis. Tal vez, ahora que pienso en esto, eso no tuvo

que ver con que llegando a Morelia hubiera estado con Alicia, como pensé en algún momento.

Acostarse con Alicia fue otra cosa, algo que a lo mejor teníamos qué vivir, qué hacer como dos

mujeres en una casa sola, en una sala donde Alicia no sabía qué pintar, donde sólo había un silencio

que nos dejaba entendernos un poco, dos mujeres tratando de vivir del arte en Morelia, pero para

mostrarle un espejo, ser un espejo para Alicia. Creo, incluso, debió haber ocurrido con Diana; sí,

debió haber sido Diana. Hubiéramos tenido cosas más importantes qué decirnos a la mañana

siguiente, entre cigarros y el tequila que había sobrado. Pudimos haber hablado de los agujeros

negros que las dos conocíamos tan bien, de la planta que estaba cerca de la ventana del cuarto que

Santiago rentaba en el hotel Claridad, o mirarnos, calladas, sabiendo cosas que las dos sabíamos.

Pudimos decirnos que París y la otra ciudad eran la pieza de un rompecabezas que estaba destinado

a mostrar una imagen de Morelia. De Morelia como bien pudo llamarse el café Las Flores, un solo

de violín, un blues sonando en la habitación que ya no volvería a pisar. A Diana la hubiera podido

tocar con las manos que Santiago tocaba, pero claro, sin música, porque yo no sabía de música

como ellos no sabían de la forma oculta de las palabras.

No, tocaba ser un haiku apenas. Un standing still in a moving scene de Hyakkei y no un Chet

Baker ni un jazz de los cincuentas. Tocaba ser un engrane fácil, solitario, una apertura para irse y

volver. Tocaba ser esas cosas y una tendencia a equivocarse para poder dar con la cosa correcta.

Y digo así, la cosa, porque yo más que nadie tiene el derecho a decir que hay cosas para las que

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no hay palabras, y ésta era una de esas mudas, dejadas al margen de la experiencia, de lo que sólo

puede ser dicho al vivirse. Tocaba ser una pintura de un solo color, un desasosiego absurdo.

Al caer la tarde en el café Las Flores lo mejor sería no esperar en la esquina, porque ¿qué

esperar? La silueta del doctor Fernando, acaso, para decirle que me dolía algo en el pecho, y que

no, no eran Diana y Santiago, me dolía el cerrar un ciclo, el café, su letrerito arriba, la mesita donde

Lucía me dejaba libros con notas al margen, me dolía Antonio y las correcciones en gramática que

me pidió de Un ave de paso, y me dolía ese mundo que había encontrado y perdido de pronto.

Lo único que sabía que no estaba perdido del todo era Luis. Había todo un Morelia como

testigo para ello. Estaba su departamento. Sus libros. Su facilidad para hacerme reír ingenuamente.

Mirándome como Alberto Caeiro y no como Bernardo Soares…Tocaba despejarse la juventud al

borde de una misma. Aceptar. Entender que el haiku venía desde la primera página o desde una

hoja en blanco, desde la nuca, desde nunca, desde otros insomnios que cubrir con años, con este

seguir creciendo sin remedio. Tocaba pasar unos días con Lucía, y ser parte del café Las Flores

sólo por las noches, cuando Diana y los otros ya no estaban, y podíamos hablar de Luis con la

esperanza de rescatar algo de todo aquello, y de rescatarlo a él, también, de Alicia. Tocaba escuchar

historias de Susana, la amiga inexistente de Lucía. Un alter ego. Y tocaba desperdiciar cosas así:

a uno mismo, Susana nunca podría compararse a Lucía en los ojos de los del café Las Flores, de

la misma forma que hay cosas que no están destinadas a compararse, que deben verse como

siameses pero sabiendo que hay dos miradas, dos corazones, dos mentes. Así pasaba con todos,

con el café, con Morelia, con Paris, con Diana y (qué remedio) conmigo, con Lucía y Susana, con

la música y la literatura. Pero no había que ahondar mucho en ello, no detenerse (todavía). Uno

puede perderse en un hilo del suéter, en las ramas de una maceta, en la imaginación de lo que no

podemos ver. Y yo vi, con claridad, que me iba a casar con Luis, sí, que nos íbamos a casar. Lo

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supe como cuando te encuentras un billete de autobús, y tienes que hacer el viaje, ¿adónde? No

importa. Importa mostrarle ese billete a Luis y esperar, quizás, una maleta llena de libros, una

carpeta con textos a corregir, una hoja que ya no debe estar en blanco, no un haiku, sino un cuento,

o aventurar una novela, un nuevo idioma, buscar adónde lleva la última traducción, y había que

ver a Santiago así, sin remordimientos, pues todo aquello había sido a fin de cuentas una tarde

repetida de canciones, poemas de los jóvenes, comedias románticas detrás de la cocina, chocolates

agrios, insomnios llenos de pintura surrealista, la posibilidad de encontrarse de verdad un boleto

de autobús.

Cómo renunciar a aquello, con qué facilidad, una pincelada al viento con pintura transparente,

un ademán militarizado y breve. Una traducción incoherente saldría de todo aquello.

¡Pero qué feliz fui con la idea de casarme con Luis! Y se me había ocurrido de pronto, parecía

lo que seguía cuando uno es víctima del destino que se dicta al cruzar una calle. Y eso que nunca

me gustaron los mandalas (la repetición de un destino, quiero decir…), porque dentro de todo lo

improvisado, todo tendía a esa circunferencia infinita, al borde de la página, a lo mismo y a nada,

allá, en ese otro futuro que se me presentaba cuando yo pensaba que solamente iría a otra ciudad,

que algo hablaba de líneas paralelas, que sólo, según entiendo, se tocan en el infinito. Quién me

mandaba a tomar un café afuera del conservatorio al despedirme de Alicia en la mañana, donde

sería tan fácil encontrarse a Santiago; una se provoca el destino: verlo salir cargando el estuche de

violín lleno de las partituras que nunca entendí, manchas negras de traducción musical. Todo eso

hacía pensar en el golpeteo de los zapatos, en el viento como instrumentos de aire, traducciones

prohibidas, o aquello que yo solía llamar el lenguaje de las plantas, el impulso idiota de seguir una

tarde con ganas de caminar un rato, de haber visto, un día, qué hay al final de aquel callejón, y

leer, con cierta dificultad, Café Las Flores, encima de una puerta de madera en una casita

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caprichosamente verde. Cómo sabría que la ventana de la calle de atrás daba a ese tesoro escondido

en Morelia, que siempre hay que nombrarla, y entonces lo mismo con el jardín de las rosas, el

mirar a alguien (Santiago) y llamarlo, buscar como un imán esa caminata titubeante, y de pronto

la sonrisa de reconocimiento, arrastrar los pasos y una quedarse quieta, esperando, al borde de todo

y nada, y tener que decir las palabras que el otro ya sabe que va a decir, y escucharlas, con paciencia

pero con prisa, y asentir para no abrazarse de pronto, para no encaminarse juntos al café Las Flores.

Por eso aquello no podía ser un mandala de ninguna manera. Tenía que ser un vector definitivo,

cerrar el ciclo que no era un ciclo, sino otra trampa del destino que nos lleva de un lado a otro, de

un par de labios a otros, de una ciudad a otra. Sí, estoy convencida ahora, lo único cíclico que lleva

uno en la vida es el corazón, y, sin embargo, tarde que temprano…ah, tarde que temprano.

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Brenda II

Las cosas estaban bien entre Santiago y yo cuando regresó Diana, pero yo no estaba en

Morelia en esos días.

Todas las mañanas había tomado café en el mismo sitio mientras estuve en la otra ciudad, y

ese día, aunque no se me antojaba demasiado, había vuelto a pedir lo mismo porque era el último

día, allí, en la otra ciudad que no era Morelia y eso bastaba para nombrarla, en ese preámbulo en

que uno no se imagina que la vida cambiará al día siguiente, o apenas se va comenzando a

asimilarlo.

Había decidido que me iría a Morelia entrada la tarde. Con la llamada de Alicia, no me habían

dado ganas de irme de inmediato (me había telefoneado el día anterior para decirme que Diana

había vuelto).

Era un café sencillo, de esos que tienen mesitas en la banqueta y sólo se entraba al local para

ordenar. Me habían contratado, en la otra ciudad, para hacer de traductora en una reunión de

inversionistas brasileños. El día anterior había sido el último de mesas de trabajo por parte de las

dos empresas. Esto significaba que el día anterior pude haber regresado a Morelia, pero no quise.

Mataba el tiempo en el café leyendo un libro que me había prestado Luis. Era el Libro del

desasosiego, de Fernando Pessoa (y, en este caso, de Bernardo Soares). Este libro había sido el

siguiente que había leído de él después de haber encontrado El guardador de rebaños, de Alberto

Caeiro, en un local de libros usados que solía frecuentar.

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Cuando lo leí la primera vez, no caí en cuenta de que había dos autores; es decir, dos nombres

en el libro que se hacían responsables de haber escrito aquel poema que me gustaba tanto y que

me había causado crisis existenciales que, por el contrario del sentimiento que estas suelen

provocar, disfruté muchísimo, porque, junto con ellas, me liberaba mientras lo iba leyendo. ¿De

qué?, de mí misma, claro, de una manera que sólo podría definir como poética, porque no hay

palabras que describan el hastío que siente uno, algunas tardes, hacia sí mismo. Me hacía ver lo

ridícula que podía ser, y lo absurdo que hacía parecer a mi trabajo, mi rutina, mi mente (mis

pensamientos, me refiero), mi hacer y deshacer por la vida, mis relaciones, mi historia, la idea que

tenía acerca de mí misma, mi relación con dios, cómo me movía por el mundo cuando el mundo

me veía, y cómo me comportaba cuando el mundo lo interrumpía con la privacidad de mi casa. Mi

vida hasta el momento estaba resumida en una terrible y agradable mentira que me habían ido

contando desde que era pequeña, por mis padres, maestros y amigos, que habían escuchado la

misma mentira y habían crecido para creerla, decirla y compartirla. No me dolía; no, ya no. Por el

contrario, me generaba una especie de placer por saber, al menos, que a veces podía entender la

vida de una forma diferente, una verdad bajo otros ojos.

Caeiro me decía que el estúpido era dios, y que la sociedad era la que sumía al mundo en esa

nube densa que nos engañaba, y sólo él, Caeiro, se daba cuenta con tanta belleza de que las cosas

eran sólo cosas, así como todo lo que pasaba con ellas:

Las cosas no tienen significado: tienen

existencia.

Las cosas son el único sentido oculto de

120
las cosas.

Había escrito Caeiro, y una frase entre todas se me había quedado grabada:

Yo no debería tener esperanzas—debería

tener solamente ruedas…

Y yo quería tener solamente ruedas. ¿Qué importaba si Diana había regresado? Así había

sucedido. Qué se le iba a hacer. Yo no me dejaba ir hacia el abismo o hacia ningún

lugar/persona/sentimiento mientras tuviera un lugar donde pasar la noche, un nuevo trabajo que

corregir, el hallazgo de algún lugar donde prepararan buen café y, de vez en cuando, alguien en

quién detenerme a pensar con alegría además de mí misma.

Por eso El guardador de rebaños me había dado ese consuelo que no era en realidad un

consuelo, sino un descanso del mundo y de mi vida, de la fatiga de comenzar un día nuevo cada

mañana, una excusa para dejar de tratar de darle un significado a la vida que cada vez veía con

ojos más objetivos.

La belleza, como decía Caeiro, no era belleza, sino el nombre que se le da a algo que no existe.

Y recordaba todas las veces que alguien me había dicho que era bella, y me había sentido

halagada…sonrojada, incluso, en algunas ocasiones. Entonces, con aquel libro, de pronto todo

parecía una mentira triste, pues no era bella, solamente era Brenda, ¿y quién era Brenda? No

importaba. ¿Para qué? Mucho menos ¿Con algún propósito además de vivir? Lo dudaba. Les

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otorgaban a mis rasgos una cualidad transparente, estética, finita, oh, interpretable, que eran sólo

la cubierta a una inexistencia como la de las flores mismas, donde las flores no eran rosas ni azules,

no tenían fragancias, fragilidades poéticas ni algo femenino: sólo eran flores. Y los colores eran

por sí mismos sólo colores, y no les pertenecían los colores a las flores, eran algo que estaba en

ellas (así decía Caeiro), y la fragancia era algo que también sólo estaba en ellas sin ser de ellas, y

la fragilidad y la feminidad eran sólo una idea que se había puesto sobre ellas un día, pero no: ellas

eran sólo flores. ¿Entonces, qué era yo, Brenda, la traductora? Nada. Nada, nada, nada. Nada. Y

estaba bien ser nada. Cuando lo leía, el viento era sólo viento (esto lo tenía muy en claro porque

había memorizado muchos pasajes del libro, me había apropiado sin cuidado de ellos como si a

mí se me hubieran ocurrido. Pero, si Caeiro tenía razón, los pensamientos de Caeiro eran algo que

había en el mundo y no le pertenecían a nadie), las nubes eran sólo nubes, las manos eran sólo

manos y los mares eran sólo mares. Veía a la gente y era sólo gente. Nada más. La existencia

siendo, sin razón y sin propósito, y no había necesidad de entender ningún misterio relacionado a

ello. Sólo quedaba vivir.

Era una verdad fuerte que me hacía sentir terriblemente despierta. En realidad, no me hacía

sentir de ninguna manera. Sería, acaso, la ausencia de sentimiento lo que me provocaba.

Simplemente todo era y no había que preguntarse por qué. No había remedio. Así eran las cosas.

Estúpido Santiago…

Una vez le había comentado esto a Luis estando en su departamento, y debatimos de una

forma tan hermosa el hecho de que no había nada que pudiéramos definir como hermoso. Las

horas se habían ido hasta que llegó la madrugada. Y, precisamente eso, era lo más hermoso del

mundo, pues todo era y no era a la vez. Era, además, lo más ilógico, pues nos contradecíamos

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enormemente al pensar cosas que según Pessoa no debían pensarse, sólo verse, experimentarse, en

todo caso.

Había que hacer bien clara la distinción entre Pessoa y Caeiro estando con Luis, porque Luis

me había explicado eso de los heterónimos. Hay personas que podían ser otras personas y pensar

como otras personas. En el caso específico de Pessoa: no pensar como otras personas. Incluso hay

aquellas que pueden partirse parcialmente. Luis, con esa mirada concentrada que ponía cuando

hablaba de algo que le apasionaba, que lo transportaba a otros mundos (al de los libros, sobre todo)

citó a Pessoa cuando me habló de Bernardo Soares: es un semiheterónimo, porque, no siendo su

personalidad la mía, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Hermoso y

algo que nunca terminé de entender.

El guardador de rebaños había sido toda una revelación en mi vida. Era algo que siempre me

acompañaba, porque sabía que nunca sería lo suficientemente consciente para vivir cada segundo

bajo una ideología como ésa. Tenía que volver a ella una y otra vez. Y, cuando lo hacía, me decía:

sí, lo he logrado, nada me hará volver a ese estado antinatural. Pero sabía, en el fondo, que no

era cierto, que no podía hacerlo, que sólo me funcionaba como algo temporal. Tarde que temprano

volvía a ser la misma Brenda, la Brenda que veía algo y pensaba que era bello. La que sonreiría

cuando alguien me mirara como si la belleza fuera algo que era parte de mí y no sólo una idea

puesta en mí, que la belleza me pertenecía aun sabiendo que nada me pertenecía en el mundo, ni

la música, ni las palabras que tanto me esforzaba en cambiar de una lengua a otra.

¿Será que ni siquiera yo me pertenezco, ni una pequeña mancha en mi cuerpo, ni un pequeño

sentir de mi corazón, ni un recuerdo, ni un sentimiento, ni mi dolor ni mi felicidad?

123
Fue entonces, aquella tarde en que Luis y yo habíamos hablado sin parar, donde parecía que

se había esfumado el silencio habitual de las noches, sumidos en una nube filosófica simple y bella,

que Luis me prestó el Libro del desasosiego, y sería apenas lo segundo que leería de Pessoa (en

este caso de Bernardo Soares), y me sorprendió muchísimo por lo diferente que podía ser su voz

de la de Alberto Caeiro.

De pronto, sentada en el café, en esa otra ciudad, mientras leía tratando de no pensar que

Diana estaba con Santiago, volvía a brotar ese pensamiento: lo mucho que se contradecían sus

heterónimos, lo diferentes que eran sus angustias y sus reflexiones, y me decía que no era posible

que habitaran ambos la misma piel, que se levantaran de una misma cama en una misma casa y

miraran una misma ventana por la que verían cosas tan diferentes: la nada y el todo, la belleza y la

no belleza, la dualidad de ser siendo otro, de no ser siendo el mismo, de no ser siendo, de ser

cuando no se es.

Pero, a fin de cuentas, ¿no éramos todos otro al despertar?, ¿si despertáramos un día sin

recordar quiénes fuimos el día anterior, seríamos la misma persona?, ¿no éramos también nosotros

nuestros propios heterónimos?

¡Pessoa era un nadie siendo más de uno!

Un cuerpo, un río quieto y vivo, un río que llevaba, dentro de sí, otros ríos.

Yo hubiera deseado ser un poco como él, cambiar a la elección, no sólo como una víctima de

esa tramposa combinación que son la vida y el tiempo. Despertar un día y ser otro, más saber, con

cierta tranquilidad, al verme en el espejo, que seguía siendo Brenda. Este segundo hallazgo lo tenía

que ir a debatir con Luis lo más pronto posible, ir a su casa y hablar mientras los libros nos miraban

124
y donde sentía que no era la misma ingenua que preferiría callar. Me entusiasmaba más, incluso,

que saber que Diana había vuelto.

Yo no debería tener esperanzas—debería

tener solamente ruedas…

Pero estaba llena de esperanzas. No podía ser como Caeiro. Era, acaso, más parecida a

Bernardo Soares. Era Brenda, al fin y al cabo. Y aquel día me encontraba en esa otra ciudad donde

lo que en realidad hacía, además de traducir sin parar, era representar una ausencia en Morelia.

Vaya ausencia...

Escribí, sin estar con la mente en ello totalmente, una parte que sabía de memoria del poema

en una servilleta:

Hola, guardador de rebaños,

a la orilla del camino,

¿qué te dice el viento que pasa?

Que es viento, y que pasa,

y que ya pasó antes,

125
y que pasará después.

Y a ti, ¿qué te dice?

Mucho más que eso.

Me habla de otras muchas cosas.

De memorias y nostalgias

y de cosas que nunca existieron.

Diana... La imaginaba morena y delgada. A Santiago siempre le habían gustado las chicas de

tez blanca. Pero a Diana la imaginaba morena y de ojos oscuros. Lo poco que sabía de ella me lo

había contado Alicia.

Me había dicho, por ejemplo, que Diana había estudiado canto en el conservatorio de las rosas,

y que, a pesar de que allí también había estudiado Santiago, fue Luis el que se la presentó, pues

ella lo acompañaba a un taller literario donde entre texto y texto había quien tocara algún

instrumento y cantara.

Me dijo, también, que Diana y Santiago habían sido una pareja excepcional. Se les veía felices

y atractivos. Músicos ambos, estaban encaminados a un estilo de vida similar. Y que, a pesar de

ser uno violinista y la otra cantante, habían compuesto juntos, y con otros compañeros, piezas que

mezclaban la agresividad de Santiago en el violín y la sutileza de la voz de Diana.

No creo que vuelva, me dijo Alicia.

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Pero sí, volvió.

Yo más bien la admiraba. No tanto por lo que me había contado Alicia, sino por el silencio

que guardaban en torno a ella. A veces parecía como si Diana nunca se hubiera ido. Como si fuera

a doblar en cualquier momento la calle y fueran a encontrar a Santiago conmigo. Diana supo hacer

que su ausencia se sintiera, y eso era lo que admiraba.

Telefoneé a Alicia.

—No quiero volver…

—Ya, ¿y luego?

Sonreí.

—Que no puedo quedarme, claro.

Supe que del otro lado del teléfono Alicia estaría fumando, y miraría, mientras sostenía el

teléfono, alguna pintura en la que estaría trabajando.

—Mmm, puedes venir y quedarte conmigo, si quieres.

Guardé silencio por un momento.

—¿Qué tan ocupada estás?

—Cero. Iré a buscar algo que necesito y compraré la cena.

—Suena bien.

—¿Algo en especial…? —dijo después de un silencio en el que seguro había aprovechado

para fumar.

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—Lo que sea está bien, pero quizás llegue algo tarde.

—No hay problema.

—Gracias, Alicia.

Me dirigí al hotel, que estaba en el centro de la otra ciudad, no lejos ya de donde me

encontraba. En la recepción había un joven de unos veintitantos años con una gabardina negra que

le iba grande. Sería de su padre, pensé. Estaba leyendo una de las revistas que tienen para pasar el

tiempo. Cuando entré, me miró fijamente, y sonrió, aunque luego retomó su postura seria.

Recuerdo que le regresé la sonrisa, por cortesía. Era delgado y de facciones claras. Apuesto,

aunque tenía que ver más con su mirada que con su rostro en sí. Dejó la revista a un lado para

mirarme y pensé que me iba a dirigir la palabra, pero después de un titubeo volvió a tomar la

revista y siguió esperando algo que no iba a suceder.

El recepcionista me entregó las llaves y me encaminó a la habitación, que estaba casi en frente

de la recepción. Me senté por un momento en la cama, y encendí un cigarro que se terminó más

rápido de lo que quería. Se escuchó un claxon en la calle. Algunas voces de gente que caminaba

fuera del hotel. Pensé en ducharme, pero el hecho de quitarme la ropa y esperar afuera de la ducha

a que saliera el agua caliente me hizo sentir exhausta. Me recosté en la cama, y, sin que fuera mi

intención, me quedé dormida.

Al despertar ya era tarde. Si tomaba el autobús en media hora llegaría a Morelia un poco antes

de la media noche. Me levanté y comencé a ordenar las cosas para irme, sin darme mucha prisa.

Pensé en el chico de la recepción, que, sin duda, me estaba esperando.

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La noche anterior, mientras todavía trabajaba, sentada en el bar del hotel, el chico me miraba.

Es hermosa, me decía con los ojos.

Estaba con su padre, me comentó más tarde, cuando se acercó a mi mesa. Sólo habían viajado

ellos dos, porque estaba de vacaciones, y no encontraba otra cosa qué hacer. Lo acompañaba por

alguna cosa del trabajo.

Esa noche, su viejo, como lo llamaba, estaba cansado, y él había decidido bajar al bar porque

los ronquidos no le dejaban dormir, aunque no tenía permiso. Me dijo su nombre, pero ya no lo

recuerdo. Me dijo, también, que le parecía hermosa, y que nunca se había animado a platicar con

una chica que fuera mayor que él, pero igual se sorprendió cuando le dije cuántos años tenía.

—Estudiarás, seguro—dijo.

—No, hace mucho que no.

Y sí, platicamos, o más bien lo escuché hablar por un rato de las cosas asombrosas que haría

con su futuro (el cual casi podía asegurar que no sería así). Entonces, mientras intentaba (en vano)

impresionarme con anécdotas de borrachera, me sentí como una mujer vacía llena de cosas que

nada tenían que ver conmigo. Nombró todo eso que yo no era como si me conociera de toda la

vida, y pensó que eran muy bellas esas cosas que no eran mías y que, según él, habitaban en mí.

¿Con qué derecho?, ¿con qué descaro venía a decirme que era bella cuando Santiago andaba

allá, haciendo en Morelia el peor de los descaros? ¿Qué quería, acostarse conmigo? ¿Tener una

anécdota más para contar a sus amigos? ¿Creía, acaso, que para conseguirlo tenía que contarme

todas esas cosas absurdas, a mí?

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Pero no, él no tenía la culpa de ser esas cosas suyas y vacías. Él no tenía la culpa de no haber

leído a Caeiro. Él no tenía la culpa de que Diana hubiera regresado y la hubieran recibido con los

brazos abiertos.

Fue entonces que lo vi todo claro: en ese momento, en ese preciso momento, iba a librarme

de todo. Iba a hacer mía la belleza, porque él, en su ignorancia, creía fervientemente que era bella,

y yo iba a ser bella.

Pero eso no sería todo. Liberaría también a Luis de la falsedad de su amor por Alicia, porque

no era amor. Tomaría un autobús a Morelia e iría a casa de Alicia. Haría justicia por los dos, por

las cosas invisibles que nos poseían desde que nos conocimos. Y entonces, libres ambos, de Alicia

y de Santiago, podríamos construir un camino donde dos cosas vacías pueden andar juntos

disfrutando los vacíos de la vida.

—Vamos a mi cuarto, mejor, el bar me aburre—le dije al chico, y pareció que fue la primera

vez me veía como si yo pudiera decir cosas.

Claro: dijo que sí. Entramos a la habitación, y él, desconcertado, siendo el inexperto que ya

intuía que era, no sabía qué hacer consigo mismo cuando yo comencé a quitarme la ropa y dejarla

doblada en un mueble como si él no estuviera allí. Intentando parecer confiado y decidido, se

acercó a mí, y yo fingí no darme cuenta de ninguna de sus obvias inseguridades. Quiso besarme,

pero no lo permití, y entonces lo ayudé a desvestirse, como a un niño.

Cuando estuvo desnudo, lo conduje a la cama, y me puse frente a él.

—Ahora sí—le dije—. ¿Qué vas a hacer?

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Hizo lo mejor que pudo, debo decir. La verdad no estuvo tan mal. Pero, cuando hubimos

terminado, ocurrió una cosa muy bella: el chico recostó su cabeza en mi pecho, y se puso a llorar.

Es hermoso, pensé.

Después de todo, que llorara encima de mí fue lo más real que sucedió entre los dos. Y sentí,

por fin, algo por él: compasión.

—Está bien, puedes llorar—. Y él siguió llorando un poco más.

Se fue a su habitación, y me sonrió, apenado, preguntándome si se repetiría lo de esa noche.

Sólo le sonreí.

Al día siguiente, mientras despertaba y tenía que ir a Morelia a terminar lo que había

empezado, pensaba en ese joven que usaba la gabardina de su padre para verse mayor, y lo

diferente que eran nuestras perspectivas de lo que había sucedido esa noche. Cuando salí a la

recepción, él seguía allí, fumando en la entrada del hotel.

Me miró, de nuevo, sin quitarme la mirada de encima.

Una vez entregadas las llaves, me quedé un momento junto a él, en la entrada, sin decir nada.

Él siguió fumando. Miró la maleta que sostenía de reojo, y asintió con una mueca.

—Hola—le dije.

Él no dijo nada.

—Tal vez nos veremos alguna otra vez—agregué, sonriéndole un poco, aunque sabía que no

volvería a verlo nunca.

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Él tiró el cigarro, molesto, y se fue sin haber dicho ni una sola palabra, dejándome con la

mano estirada, que había levantado para despedirme. No se lo reclamo.

Ese joven, estoy segura, eran Luis y Santiago al mismo tiempo. Alguien con quien yo llegué

sin que se lo esperara, y alguien de quien nunca tuve la despedida adecuada.

Y así, sin más, me fui a Morelia, con la firme intención de buscar a Alicia y a Santiago para

hacer, por fin, justicia, por Luis y por mí.

Luis y yo nos casamos. No sé si fuimos felices, si hubo un haiku. Éramos demasiado fieles a

Pessoa. Es ridículo, quizás, pero ya no sé qué es la felicidad, se le ha llegado a parecer demasiado

a la melancolía. Pero esa forma de ser nos hizo ser lo que no pudimos ser Santiago y yo. Santiago

y yo éramos otra cosa. Un amor minimalista, como decía Lucía.

Al finalizar el funeral de Luis, al que asistieron el doctor Fernando, que ya estaba muy viejo,

Carlos, Alicia con una chica que era su pareja, el abogado Felipe, Santiago, a quien no había vuelto

a ver desde aquella despedida en el jardín de las rosas, y Lucía, quien siempre estuvo enamorada

de Luis, me había quedado sola en casa.

Antes de ir a la cama donde dormiría sola el resto de mi vida, vi una pequeña nota en la mesa.

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