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El colonizador de la selva

A propósito de su permanencia durante tres meses en Loreto en 1894, Dávalos conoció la

realidad de la selva peruana y escribió artículos que fueron publicados en El Comercio de

Lima. Las ideas que expone son más que reveladoras de una ideología tercamente

empeñada en un afán civilizador que incluso justifica o legitima el robo y el asesinato. Si el

indio de la sierra le merece conmiseración y desde el paternalismo de su ideología lo

considera una víctima de los gamonales, el habitante de la selva no es más que un “salvaje”

y por lo tanto carente de humanidad, lo que le permite legitimar la “conquista” de los

territorios en donde los héroes son los caucheros.

“Lo que no consiguieron las misiones evangélicas ni las comisiones científicas, lo

ha alcanzado el industrial de las gomas elásticas, a quien el espíritu de lucro ha llevado a lo

más recóndito de las selvas” (1919-1926: tomo II, 445 y siguientes), sentencia. Luego de

elogiar los descubrimientos geográficos realizados por los caucheros, destaca, como más

importantes aún, “sus esfuerzos por dominar y civilizar a los infieles”. Sin mostrar ningún

rechazo ético ante la apropiación del territorio y los métodos de colonización empleados

que recuerdan a los de la conquista española tan sistemáticamente cuestionados cuando

condena el periodo colonial,1 prosigue: “Reúne el cauchero astucia y coraje para adueñarse

del terreno que los salvajes ocupan, ya sea que se bata con ellos o que por otros medios

consiga atraerlos de amigos”. A quienes prefieren ser amigables, el cauchero les regala

“escopetas, cuchillos, hachas”; así, el blanco consigue dominarlo y “con engaños le saca de

la selva, le traslada a otro lugar y le convierte en semi salvaje y esclavo”. Los que no se

dejan dominar, “luchan con valor, aunque a traición y siempre en retirada”. Derrotados,
1
Los indios de la sierra son llamados “nuestros desgraciados indígenas”, víctimas de los ricos y de
la tiranía de las autoridades. Durante la Colonia “aprendieron vicios y se degradaron”; olvidaron “su
antigua prosperidad, aquella que el Imperio Incaico instauró y que los españoles destruyeron”
(Dávalos 1919-1926: tomo II, 409).
huyen selva adentro y pierden a sus hijos “que les son robados por el cauchero, quien

fácilmente encuentra comprador de ellos. Los niños infieles tienen precio desde que

cumplen tres años de edad. Por lo general, una criatura salvaje de cinco años vale en el

puerto de Iquitos de 80 a 100 soles”. Aunque precisa que ya por entonces (1894) las leyes

peruanas prohibían este comercio y que, por ello, “se hace en forma oculta”, el pragmático

Dávalos justifica que tal comercio se realice y celebra que “las autoridades, convencidas del

notable servicio que reporta a la civilización de Loreto este comercio, se hagan de la vista

gorda”. Sin el menor pudor, añade:

y hacen muy bien,2 porque el niño salvaje educado fuera de los infieles se
convierte más tarde en un mozo vivo, inteligente y servicial. El salvaje así
educado, es tres veces más inteligente que el indio de la puna a quien se
civiliza en Lima y cuando llegan a ser hombres son elementos útiles para la
sociedad. El loretano ha resuelto civilizar al infiel por la razón o el
exterminio. O lo convierte en un hombre útil o lo elimina.

En los tiempos del racismo radical, 3 discursos con estos contenidos no se reprimían;

por el contrario, gozaban de prestigio en tanto, como ocurrió con la tesis de Clemente

Palma, se sustentaban en los postulados positivistas de los racistas doctrinarios. Pero, hacia

1922, se habían proscrito en nombre de la educación e integración y a la luz de las leyes

proteccionistas dictadas por el gobierno de Leguía, régimen al que Dávalos se había

adscrito, así como gracias a las nuevas corrientes de pensamiento y proyectos políticos

progresistas. El hecho de que inserte en La primera centuria las apreciaciones que hiciera

en 1894 sin ningún comentario rectificativo revela que los indígenas de la selva ocupaban

la escala más baja en la jerarquizada nación peruana. Si el sueño de Palma 4 era, refiriéndose

2
Las cursivas son mías.
3
Más adelante profundizaré en el tema del racismo.
4
En el acápite “La cuestión indígena y el proyecto nacional”, especificaré la propuesta de Clemente
Palma.
a los indígenas de la sierra, “la exterminación a cañonazos de esa raza inútil”, pero

reconocía que “era un medio cruel, censurable en nombre de la filantropía”, 5 Dávalos no

muestra ningún tipo de conmiseración moral, sentimientos humanitarios, cristianos o

filantrópicos con los nativos de la selva. En cambio, para la costa y la sierra, necesitadas de

mineros, agricultores y obreros, rechaza de plano la exterminación y se esmera en destacar

los aportes de la “raza india”. Es evidente que incluso para este viajero y conocedor del

Perú que declara haber recorrido todas las regiones, “excepto Apurímac”, y afirma que

“solo conociendo el territorio, sus diseminadas poblaciones y al habitante, es posible saber

lo que es nuestra nacionalidad” (1919-1926: tomo II, 487), la selva era un territorio ajeno

que se debía colonizar tal como los sajones lo hicieron en Norteamérica. Aunque acepta la

posibilidad de la “civilización” para que los indígenas se conviertan en peones, el despojo

de sus tierras y el exterminio parecen ser mejores soluciones dado que se trata de

“salvajes”.

En realidad, tal como lo sostiene Portocarrero a propósito de Palma, “estamos frente

a una visión de la sociedad peruana marcada en profundidad por el colonialismo” (2004:

230). La idea de un país sin indios es “el sueño criollo de aspiración a un nuevo comienzo”;

pero el exterminio no es más que una ilusión, un sueño que se sabe imposible y que se

resuelve también en un falso dilema: “exterminar la raza indígena, acelerando el progreso;

o tolerarla, resignándose a expectar [sic] su lenta desaparición”. O, según Dávalos, su

“europeización”, cuando se trata del poblador andino, como se verá luego. Al lamentar las

diferencias entre la conquista de Norteamérica y la nuestra —”¡Qué diferencias, por razón

de pueblos y civilizaciones!” (1919-1926: tomo II, 396)— Dávalos expresa implícitamente

su deseo de que en estas tierras hubiera ocurrido lo mismo:

5
Citado por Portocarrero 2004: 229.
Los indios norteamericanos, como no habían salido del periodo de caza, no
pudieron ser esclavizados. El colono inglés los fue arrojando y este mismo
colono se encargó de trabajar las tierras. En el Perú, el español vino a tratar
con razas que habían hecho notables adelantos en agricultura, en artes y en
política, razas a quienes subyugaron, dedicándolas al cultivo de la tierra y a
la extracción de oro y plata. Por esto, el español del periodo colonial nunca
estuvo en el caso de labrar la tierra y hoy sus descendientes hacen todo,
menos humillarse en el trabajo corporal (1919-1926: tomo II, 446).

Pero los “salvajes” de la selva, carentes de cultura, se equiparan a los indios

norteamericanos; por tanto, el colono está autorizado para copiar el modelo y convertir así

el territorio colonizado gracias a su esfuerzo, trabajo y laboriosidad en una región próspera

y civilizada, tal como se estaba forjando en la selva peruana a fines del XIX:

A nadie [se refiere por supuesto a los colonos llegados de Lima y otras
provincias] le falta una chacarita o una casa y una reserva de 40 ó 50 libras
en oro. … No hay mendigos, ni hospitales de beneficencia; todos tienen
dinero para llamar al médico. No hay vagos ni pelicheros, como tampoco
existe esa juventud malograda de Lima que vive de sus padres. Son
trabajadores, audaces, progresistas, civilizadores. No descansan, no sacian
su sed de riqueza (1919-1926: tomo II, 446).

La empresa de colonizar la selva adquiere en su relato visos de una gesta heroica en

la que el bravo colonizador:

Surca el río en una débil canoa, con pocos peones, escasos víveres, 30 ó 40
días; desembarca en una playa recóndita, se interna dos o tres días por
trochas peligrosas en busca del codiciado árbol gomero. Lo encuentra y
forma su campamento. En él le espera la flecha traidora del salvaje, el
ataque igualmente traidor del tigre. Nada lo arredra. Ni el hambre, ni las
enfermedades, las fieras, los salvajes ni las contrariedades morales (1919-
1926: tomo II, 318).

Cabe preguntarse si entre las “contrariedades morales” estaba considerando la

esclavitud, el robo de niños y tierras. En todo caso, cuando escribe estas líneas, el sueño del
progreso y la colonización según el modelo anglosajón ha terminado y ya todo “está en

ruinas por la caída de la goma” (318), se lamenta. No se detiene a analizar las razones del

fracaso del gran proyecto civilizador; tampoco cuestiona —y desde su perspectiva de

aliento a la producción era pertinente que lo planteara— por qué los caucheros no

invirtieron sus fortunas en otras actividades, tal como lo hicieron los “ejemplares”

colonizadores ingleses en Norteamérica.

Como se ha podido ver, estas dos disertaciones de Dávalos confirman la conclusión

de Marcone, en tanto ilustran la manera como el proyecto nacional civilista concibió a la

población indígena:

Acostumbrados a desenvolverse en el mismo espacio económico, y a


realizar alianzas políticas y sociales entre ellos, diseñaron una idea de futuro
común que no era más que la expansión de sus propios intereses y
necesidades como grupo. Lejos de incorporar realmente en su proyecto a la
población, los civilistas la vieron como un problema nacional, como la causa
directa del subdesarrollo (1995: 89).

A ello que hay que agregar el intento de asimilarla como fuerza de trabajo, comprobado el

fracaso de las intensas campañas a favor de la inmigración de trabajadores europeos,

puestas en marcha desde 1890.

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