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“El ensayo sobre el Gobierno Civil de John Locke”

RESUMEN

Anteriormente, en Inglaterra que, en medio del siglo XVII, había dado a la


literatura política el Leviathan, la muy grande obra del individualista autoritario que
fue Tomás Hobbes, le da ahora, al final del mismo siglo, el ensayo sobre el gobierno
civil, por John Locke, individualista liberal. Asimismo, la obra de Locke le da al
absolutismo los primeros golpes serios, los más furiosos, correspondiendo el mérito
de estos últimos al pastor francés Jurieu en sus cartas pastorales, refutadas por
Bossuet.
Por ello, todo el problema está, para él, en fundar la libertad política sobre esas
mismas nociones, de las que Hobbes extraía una justificación del absolutismo. Es la
existencia de los derechos naturales del individuo en el estado de naturaleza la que va
a proteger a este individuo de los abusos del poder en el estado de sociedad. En
primer lugar, el estado de naturaleza de Locke, contrariamente al de Hobbes, está
regulado por la razón. Porque, en segundo lugar, contrariamente a Hobbes, los
derechos naturales, lejos de ser objeto de una renuncia total por el contrato originario,
lejos de desaparecer barridos por la soberanía en el estado de sociedad subsisten para
fundar precisamente la libertad.
También, el estado de naturaleza es un estado de perfecta libertad y es un
estado de igualdad. Porque, la razón natural enseña a todos los hombres que, si
quieren consultarla, que siendo todos iguales e independientes nadie debe perjudicar a
otro en su vida, en su salud, en su libertad, y en su bien.
Así, en el número de los derechos que pertenecen a los hombres en ese estado
de naturaleza, pintado por un autor lleno de afabilidad, coloca Locke con insistencia
la propiedad privada.
Pero, si el estado de naturaleza no es el infierno de Hobbes, si reinan en él tanta
gentileza y benevolencia, comprendemos mal por qué los hombres, gozando de tantas
ventajas, se han despojado de ellas voluntariamente. Para beneficiarse de tales
mejoras es para lo que los hombres cambiaron.
Por otra parte, se sigue que el gobierno absoluto no puede ser legítimo, no
puede ser considerado como un gobierno civil, pues el consentimiento de los hombres
en el gobierno absoluto es inconcebible.
Además, todos a excepción de uno solo, se someterán exacta y rigurosamente a
las leyes, y que este único privilegiado retendrá siempre toda la libertad del estado de
naturaleza, aumentada por el poder y hecha licenciosa por la impunidad.
Igualmente, la ingeniosidad con que Locke va a injertar, sobre esta explicación
del origen del gobierno civil, es la distinción de los poderes, la distinción de la lucha
entre los reyes y el Parlamento que había grabado en todos los espíritus ingleses.
De la misma forma, el hombre en el estado de naturaleza tiene dos clases de
poderes. Al entrar en el estado civil se despoja de ellos en provecho de la sociedad,
que los hereda. Así, la sociedad, heredera de los hombres libres del estado de
naturaleza, posee, a su vez, dos poderes esenciales. Uno es el legislativo, que regula
cómo las fuerzas de un Estado deben ser empleadas para la conservación de la
sociedad y de sus miembros. El otro es el ejecutivo, que asegura la ejecución de las
leyes positivas en el interior. En cuanto al exterior, los tratados, la paz y la guerra
constituyen un tercer poder, ligado, por lo demás, normalmente al ejecutivo, y que
Locke llama federativo.
De igual importancia, la manera deductiva, rica y clara con que nuestro autor
desarrolla esta idea forma un contraste perfecto con la manera elíptica con que
Montesquieu tratará más tarde el mismo tema, inspirándose, por lo demás,
directamente en Locke.
Por lo tanto, el bien de la sociedad exige que se dejen muchas cosas a la
discreción de aquel que tiene el poder ejecutivo, pues el legislador no puede preverlo
todo ni proveer a todo, y hasta hay casos en que una observancia estrecha y rígida de
las leyes es capaz de causar mucho perjuicio.
Y, subsisten para limitar el poder social y fundar la libertad. Por eso, el poder
de la sociedad, encarnado en el primer jefe a través del legislativo, no puede
suponerse jamás que deba extenderse más allá de lo que el bien público exige.

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