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LA HISTORIA DE JESUCRISTO

II

LA PROFECÍA CONSIDERADA COMO TRAGEDIA

Mateo escribía su Evangelio hacia el año 44, es decir, una docena de años después de
la muerte de Jesús. Escribía sobre los lugares del acontecimiento, en medio de testigos que
habrían podido contradecirle fácilmente. Escribía en arameo, lengua común del país. Judío,
escribía para los judíos. No es extraño que le preocupara particularmente probar la mesianidad
de Jesús y el cumplimiento de las profecías en él y por él.

Comienza su Evangelio por una genealogía de Jesús. Esa genealogía, típicamente


semita, está compuesto de una manera a la vez extraño y conmovedora, extraño a causa de su
perfección geométrica de pieza organizadora; conmovedora por toda lo que evoca de aventura
humana. Visiblemente, Mateo no ha querido ser exhaustivo, sino perfecto. Se ha contentarlo
con puntos elegidos. Cada generación está calculada en cuarenta años, cifra perfecta. Desde
Jesús, subiendo al cautiverio de Babilonia, cuenta catorce generaciones, cifra dos veces
perfecta. Desde el cautiverio de Babilonia, subiendo hasta David, catorce generaciones. Desde
David a Abraham, catorce generaciones. La genealogía se detiene allí. Catorce, pues, se repite
tres veces, siendo también tres una cifra perfecta. Toda esa genealogía, por tanto, da la
impresión de perfección y cumplimiento, y esa es la impresión que quería crear Mateo con esa
sorprendente puesta en escena de una genealogía.

Pero lo que nos conmueve no es esa bella arquitectura, un poco artificial, sino la
manera como la ha roto Mateo intencionadamente, al introducir, en esa largo serie de nombres
masculinos, cinco nombres de mujeres, cuando en el país semita la mujer no contaba en las
genealogías. Esas cinco mujeres son: Thamar, nuera de Judá, hijo de Jacob, que se prostituyó
con él; Rahab, una prostituta de Jericó, que traicionó a la ciudad; Ruth, una pagana que se
ofreció a Booz y se hizo ser tomada en matrimonio por él; la mujer adúltera de Urías, ese
capitán de David a quien el mismo rey hizo cobardemente perecer después de haberle quitado
su mujer. Y, finalmente, María, madre de Jesús.

El incesto, la prostitución mezclada con la traición, el adulterio mezclado con el


asesinato de un fiel servidor: sobre ese estercolero se yergue la flor deslumbrante de pureza, la
Virgen María, de quien debía nacer Jesucristo. Desde la primera página de su Evangelio,
Mateo, el publicano arrepentido, pone su mirada tranquila y lúcida de contable en la basura
humana. Este es el linaje de Jesucristo. El contraste entre la perfección aritmética de la

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genealogía y los fallos morales a que se alude expresamente, es uno de los afectos más
sorprendentes de todas las literaturas. Evidentemente, al final está la Virgen María, y su
esposo José. Pero igual que el matador en la plaza se sujeta a un estrecho terreno del que no
saldrá, Jesús no ha ensanchado mucho a su alrededor el círculo de la pureza. Es de nuestra
raza. Su compasión por los pecadores es un sentimiento de familia. También ahí captamos a
lo vivo la veracidad de los Evangelistas; una genealogía inventada habría sido diferente.

Muy a menudo, la insulsa apologética moderna sólo nos muestra a Jesús entre María y
José: en suma, una joven familia muy simpática, como la que el cine y la televisión nos
ofrecen en cliché sentimental de millones de ejemplares. Estémosle agradecidos al apóstol
Mateo de que, ya en la primera página de su Evangelio, nos sitúe a Jesús sobre un fresco de
antepasados dignos del Bosco o del Rouault más crueles. "Y la Palabra se hizo carne", dijo
Juan; por perfectamente purificada que estuviera en el cuerpo precioso de la Virgen María,
aquí está, pues, esa carne que ha tomado la Palabra, una carne con la experiencia milenaria del
triste y violento pecado.

Es notable que Mateo divida su genealogía en tres partes que marcan las grandes
etapas de la Promesa mesiánica y de la Alianza de Dios con su pueblo: Abraham, a quien se
hizo esa Promesa por primera vez; David, a quien se confirmó solemnemente esa Promesa, y
de cuya dinastía debía nacer el Mesías; el tiempo del cautiverio de Babilonia, durante el cual
esa Promesa mesiánica se precisó definitivamente en el mensaje del gran profeta Daniel sobre
el Hijo del hombre: en última lugar, Jesús, en quien se realizó la Promesa.

No se puede caracterizar mejor la religión de Abraham sino diciendo que era a la vez
carnal y mística: profundamente carnal, pues era esencialmente racista, como la misma
Promesa: profundamente mística, porque estaba sometida por completo a los impulsos
directos de Dios, únicamente apoyada, como la Promesa, en la Palabra solemne de Dios.
Abraham fue el primero en recibir la Promesa que, durante milenios, había de animar la
esperanza mesiánica del pueblo que saldría de él. Él creyó en esa Promesa, la recibió y la
guardó sin reticencia y hasta el heroísmo más sublime. Él creyó, y su santidad eterna es haber
creído, y por esa es llamado justamente "el Padre de los creyentes'. Dios le dijo una noche:
"Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes; así será con tu semilla." Y también: "Todas las
naciones de la tierra serán benditas en ti."

Tu semilla, tu semilla, tu semilla... esta palabra se repite en las frases de Dios, no sólo
a Abraham, sino toda a lo largo del Antiguo Testamento. La semilla de Abraham sería a
través de los siglos el vehículo de la Promesa infalible de Dios. A través de las generaciones,
el deseo profético de esa raza tendía hacia el cuerpo de Cristo, igual que el deseo eucarístico
de la Iglesia tiende hoy a ese mismo cuerpo. El cuerpo precioso de Cristo era por adelantado
el bien común de ese pueblo, como es hoy el bien común de la Iglesia. Ahí estamos bien lejos
de la terrible sentimentalidad moderna, para la cual la transmisión de la vida ha perdido su
carácter sagrado.

Sin que nos sea lícito desear la catástrofe, la ciencia moderna nos permite, por
desgracia, hacer hipótesis aterradoras, nada quiméricas, Esta sería un buen tema de película o
de teatro: A consecuencia de un cataclismo atómico mundial, toda la raza humana queda
herida de esterilidad, a excepción de una pareja, una sola, perdida en un lejano desierto. De
repente, la herencia, la propiedad, la civilización, todos esos bienes por los que somos tan
capaces de matar o de morir, ya no tendrían ningún sentido, o sólo lo tendrían en relación con
esa única pareja.

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¿Qué precio tendrían, a ojos de todos, la simiente de ese hombre y las entrañas de esa
mujer? Esa simiente llevaría el porvenir entero de la raza: esas entrañas serían su única cuna.
¡Cómo se encarnizarían las propagandas los fanatismos, las tentaciones, sobre esa joven
pareja, para sobrevivirse! Sin duda acabarían matándoles para obligarles a entrar en nuestras
quimeras, y sería el fin del mundo, un fin muy posible cuando se sabe lo que son los hombres.

Para Abraham, la Promesa hecha por Dios a su simiente era de precio más alto que
toda la raza humana y su porvenir. Tenía razón: era una salvación muy superior a la del
mundo la que esa semilla contenía ya. Tal hipótesis nos hace comprender mejor el racismo
religioso del Antiguo Testamento, y también esa bendición en el umbral del Nuevo: "Bendito
el fruto de tu vientre". Tu simiente, tu vientre; a través de milenios, la fe de la Virgen María
responde como un eco a la fe de Abraham. Una hija de su simiente es mayor que él: ella es la
que contiene a su seno la antigua Promesa realizada. Cierto que en su nombre personal, pero
también en nombre de toda su raza y en el nombre mismo de Abraham, esa hija de Israel
responde humildemente al ángel: "Hágase en mí según tu Palabra".

Abraham no podía dudar de que el mismo Dios se hubiera comprometido. En una


escena que prefigura el anuncio del nacimiento de Juan Bautista, Dios había prometido a
Abraham, ya casi centenario, que engendraría un hijo en Sara, su esposa, también muy
anciana. Lo que no era posible a la naturaleza, era posible para Dios, y nació Isaac de ese
milagro. Ese mesianismo judío es un fenómeno histórico y sociológico tan único, tan
extraordinario, tan constante a lo largo de milenios, que también constituye una especie de
milagro, más impresionante, si bien se mira, que la concepción y el nacimiento de Isaac.

Dios no podía dudar tampoco de la fidelidad de Abraham. En una escena que prefigura
el holocausto de Jesucristo sobre el calvario a la voluntad de su Padre, y en una obediencia
sublime pero aterradora, Abraham resolvió inmolar al adolescente Isaac, el hijo de la Promesa
y del milagro, y sólo le retuvo el ángel del Señor cuando ya tenía levantado el cuchillo sobre
su hijo. Como se ve, la representación profética iba ahí mucho más allá de la profecía de las
palabras: en esa montaña desconocida, Abraham e Isaac profetizaban la Pasión de Cristo. Esa
escena se vivió y se contó dos milenios antes de la muerte de Cristo; ¿cómo no quedar
impresionado ante tal correspondencia, que muestra en actuación al Señor mismo del tiempo?

Sería demasiado largo seguir una a una todas las profecías que, en el curso de la
historia, fueron a confirmar la Promesa de Dios a Abraham. Baste decir que, dos generaciones
después de él, la Promesa se preciso en la bendición que Jacob pronuncia sobre Judá. Esta vez
se trata de una persona, de un jefe que cumplirá la Promesa: "El cetro no saldrá de Judá, ni el
jefe de su posteridad, hasta que venga Aquel que debe ser enviado: y Ese será la espera de las
naciones

Notemos también los términos en que la Promesa se pasa sobre David por el oráculo
del profeta Natán: "Cuando tus días estén cumplidos y duermas con tus padres, suscitaré tu
simiente detrás de ti, la simiente de tus entrañas, y afirmaré tu Reino... Y tu Casa será fiel, y tu
Reino persistirá hasta la eternidad ante tu rostro y tu trono permanecerá firme para siempre".

Los caracteres esenciales de la Promesa mesiánica ya están revelados. Se trata de una


bendición especialísima de Dios sobre la raza misma de Abraham, su simiente. Esta bendición
se preciso ante toda para la descendencia de Judá, y luego para la dinastía de David. El que
cumple la Promesa plenamente ha de ser una persona individual, el que "ha de ser enviado",
"la espera de las naciones", y poseerá el cetro y el Reino. Este Reino tiene un carácter
universal: todas las naciones de la tierra serán benditas en la simiente de Abraham. Ese Reino

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tiene igualmente un carácter de eternidad: no tendrá fin. De siglo en siglo, una multitud de
profecías vendrán a rellenar ese cañamazo, algunas impresionantes por su precisión, como las
relativas a la pasión del Servidor de Dios.

Sin embargo, lo más impresionante es que el pueblo judío, en su conjunto y de siglo


en siglo, fue fiel a la Promesa mesiánica, y no dudó de la Palabra de Dios, como tampoco
Abraham. Claro que no todos lo entendían bien, y a veces se mezclaba con la esperanza un
apetito furioso de triunfo y de venganza. Pero, en definitiva, ese pueblo obstinado transportó
la Promesa de época en época hasta su sublime consumación.

La Iglesia da una importancia particular a las profecías del Antiguo Testamento,


tomándolas, con razón, como uno de los argumentos principales en favor de la divinidad del
Cristo que las cumple. Por otra parte, el racionalismo moderno se ha encarnizado
particularmente queriendo destruir su valor probatorio. Según su método, trata de aislar cada
profecía, restableciéndola explica en su contexto histórico, donde, a la luz de la crítica, cree
disolverla o por lo menos embotarla. Eso es siempre un trabajo penoso, a menudo
decepcionante, a veces irrisorio, porque ciertas profecías, ano manipuladas en todos los
sentidos, siguen siendo agudas y tajantes.

Al querer seguir a los racionalistas paso a paso en su terreno, ha ocurrido también que
los exégetas cristianos se dejaran arrastrar a la fragmentación, y que, queriendo probar
demasiado 0 probar lo superfluo, no probaran nada mas que su bueno voluntad a toda prueba.
Ocurre a veces que se produce una atmósfera difícil con los pesados razonamientos sobre la
credibilidad, es decir sobre toda aquello que puede justificar la fe frente a las exigencias de la
razón. El argumento de credibilidad sacado de las profecías es muy fuerte, pero, para percibir
toda su fuerza, es preciso saber en qué perspectiva se sitúa su credibilidad. Con demasiada
frecuencia se ha querido exigir a las profecías una exactitud material respecto al
acontecimiento, casi un rigor matemático. Pero la dialéctica de las profecías es por completo
superior al orden material; más bien se le encontrarían analogías en el orden artístico del
poema y en especial en la tragedia.

En efecto, en la gran tragedia clásica es donde se encuentra la misma dialéctica de lo


indirecto, ese equilibrio de la palabra y del acontecimiento que parece evitar el destino y que
lo fija irrevocablemente, esa lucidez a largo distancia que carga el menor gesto, la menor
palabra, de una significación augural, oscura y angustiosa; significación que no se comprende
al momento, pero que se siente en un halo de inquietudes, absolutamente necesaria sin
embargo, que sólo revelará plenamente el desenlace, justificándolo también.

Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Racine, dominan su espacio y su tiempo teatrales, y,


para la bueno marcha de la tragedia, es preciso que el autor domine el espacio y el tiempo
teatrales, que los tome en una visión sencilla y concentrada en un punto inmóvil y central,
desde donde lo gobierna toda hacia su objetivo. Desde ese punto inmóvil y superior emanan
las diversas peripecias, estrictamente economizadas en un orden admirable, y que traen al fin
el infalible desenlace. ¿Por qué se hablaría de conflicto entre la libertad del héroe y la
presciencia del autor? Si hay conflicto, ese conflicto es esencial a la tragedia. Lo que es bello,
lo que nos conmueve, lo que es verdadero de esta credibilidad teatral propia de la tragedia, es
precisamente que Macbeth sea libre, que quiera y no quiera matar al rey, que incluso quiera
escapar siempre, pero que se vea siempre llevado por una mano infalible a elegir libremente
su destino inevitable.

Se dice que toda la literatura hebraica es inferior a la griega porque no tiene tragedias,

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que no tiene más que profecías, que más bien se clasificarían en el género lírico. Es que no se
sabe leer a los Profetas, y no se sitúa uno en el punto adecuado para juzgarlos. Aquí el autor
no es tanto Ezequiel, Isaías, David o Moisés, cuanto Dios. La tragedia extiende sus actos a lo
largo de milenios; en realidad, todavía no ha terminado. El espacio y el tiempo teatrales de esa
tragedia son el tiempo y el espacio reales. El primer ciclo de la tragedia comienza con el
tiempo y en la creación del mundo, y termina con Cristo. Hay un segundo ciclo que vivimos,
que comienza en Cristo y que terminará con el mundo, el juicio final y el mismo tiempo.

Del primer ciclo es del que hablo aquí por el momento. Los protagonistas de este ciclo
son Dios y su pueblo: "tu simiente, tu simiente". Dios es al mismo tiempo autor y héroe. No
es tan excepcional que un autor se ponga el mismo en escena. Pero ahora que conocemos el
desenlace de ese primer ciclo—y ese desenlace no es sino la vida y muerte de Jesús—la
historia del pueblo judío y las profecías adquieren una unidad y un relieve impresionantes.
Pero entonces, fragmentar esa historia y esas profecías, criticar cada trozo por separado
rebosando insertarlo en el gran movimiento trágico que lo arrastra toda junto hacia el
desenlace, es tan absurdo como querer juzgar una escena de Phèdre o de Othello fuera de su
equilibrio propio con el desenlace de la pieza a que pertenece.

En ese avance constante de la profecía judía es cómo hay que leer el Antiguo
Testamento; entonces resulta deslumbrante de arte y de contención. Ya no se le reprocha no
ser bastante explícita. Al contrario, se admiran sus pudores, sus bruscos golpes de escena,
preparados, sin embargo, desde muy lejos, y luego, otra vez, su lenguaje indirecto, sus
pantomimas, sus juegos de espejos, sus parábolas cuyo alcance fatal es imposible no percibir.
Entonces todas las objeciones racionalistas, de repente, parece que no vienen a cuento. Son
exigencias de un academicismo de cromo.

Por allí volvemos al sentido central de esta historia. El conflicto del tiempo y de -la
eternidad es el conflicto propio de la tragedia. Le da su trama, que se llama el destino. Es un
conflicto esencialmente poético, propio de toda creación, incluida la divina. El escritor trágico
crea su tiempo y su espacio propios, pero toma su punto de apoyo y de partido por encima de
ese tiempo y de ese espacio: en el principio, está el poeta. El mismo desenlace debe regresar
al punto de partido y superar en lo universal, es decir, en una eternidad de teatro, el espacio y
el tiempo que han llenado la escena.

"En el principio, creó Dios el cielo y la tierra..."

"En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y Dios era la Palabra..."

Así la critica racionalista de las profecías cae por tierra necesariamente, porque rehúsa
verlas en esa tercera dimensión del tiempo trágico, la única que les da su tensión y su
intención, y fuera de la cual no son más que una insensatez.

Todo aquel que conoce las cosas del teatro sabe que la primera regla de un verdadero
desenlace, verdadero con perfecta credibilidad teatral, es sorprender al espectador con lo que
espera, con lo que se le ha hecho esperar. Ahí toda está en la manera, en el estilo del
desenlace; esa manera era lo que resultaba imposible de prever, es el golpe de genio que
calma de asombro una vez que se ha realizado. Para los cristianos, la Encarnación redentora,
el Dios del Sinaí encarnado y muriendo en la cruz con un gran grito, es el desenlace de toda el
Antiguo Testamento. San Pablo nos dice que ese desenlace es un escándalo para los judíos:
¿qué quiere decir? Que sorprendió al pueblo judío con lo que esperaba, lo que no hacía más
que esperar, lo que se le había hecho esperar. Por mucha desgracia que sean ese escándalo y

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esa sorpresa, también en cierto sentido constituyen un signo de la perfección de la tragedia.

La exigencia esencial del teatro es precisamente la credibilidad, y sobre todo, la


credibilidad del desenlace. Pero esa credibilidad del desenlace va enlazada necesariamente
con toda lo que la precede desde que se levanta el telón. Se comprende así ese apego de la
Iglesia a los profetas, a todos los profetas, ano los más lejanos, ano los menores; la Iglesia
tiene evidentemente el punto de vista del autor, y ha entrada en sus intenciones y en sus
intransigencias. "¿Qué es lo que falta en mi última acto?", preguntaba un autor. Un crítico le
respondió: "Su primer acto". Pero también se puede decir que si el último acto es bueno, lo es
desde la primera réplica del primer acto.

Así la credibilidad de una tragedia es a la vez interna y total. Comienza al levantarse el


telón y se consuma en el desenlace, pero mientras tanto, progreso con cada palabra, con cada
gesto, pues toda el valor de cada palabra y' de cada gesto, es orientarse y gravitar con todo su
peso hacia el desenlace. Pero toda tragedia tiene su credibilidad propia: nunca hay en el teatro
situaciones perfectamente idénticas, ano cuando lo parezcan. Para juzgar la credibilidad de
una obra, no hay que salir de esa obra.

Finalmente, la regla de oro de la tragedia es que el desenlace debe justificar toda lo


que lo precede preparándolo: se justifica él mismo en todos los personajes, regulando
definitivamente la suerte de cada cual. Esa justificación debe ser perfecta, en el plano mismo
del teatro, o bien la tragedia está fallida. La justificación, esa es la palabra clave de la tragedia.
No cabría decirlo mejor; San Pablo la vio tan bien que justifica a Abraham con el mismo
desenlace que puede justificarnos a todos nosotros.

Los espíritus vulgares se imaginan que en el universo espiritual, y en especial, en el


universo de lo sagrado, no hay ningún rigor, ninguna estructura, ninguna jerarquía, ningún
matiz preciso, y que toda esa es un vasto reino de sombras y de fantasmas indistintos. Por esa
les cuesta tanto creer que la teología es una ciencia, como lo es, sin embargo, y muy rigurosa.
Conozco bastante a los teólogos para saber que abrigan habitualmente los mismos prejuicios
hacia la poesía y el arte en general. Creen que ese dominio es el del sueño, inconsistente como
éste. Ahora bien, como dice Cocteau, el poeta no sueña, sino que cuenta. Mi analogía entre el
progreso de la profecía y el progreso de la tragedia no convencerá a los teólogos, pero la creo
verdadera, a condición de hacerse del poema trágico la idea rigurosa y preciso que
corresponde a su verdadero naturaleza.

Dicho eso, una comparación no es una razón, lo sé como cualquiera. Aquí no se trata
de una prueba por nueve. Todo mi camino, por el contrario, tiende a probar que la credibilidad
de las profecías es de orden diverso que la de la prueba por nueve. No puedo probarles que
Hamlet es una gran tragedia, si ustedes rehúsan absolutamente admitirlo. Ni siquiera puedo
probar la credibilidad teatral de Hamlet: se prueba por sí misma en escena, igual que el
movimiento se demuestra andando. La credibilidad de una pieza de teatro es un fluido que
desborda las candilejas: si no hay nada que las desborde, es que no hay fluido ni credibilidad.
Esta credibilidad teatral se prueba en la medida en que el espectador encuentre, no que el
espectáculo es creíble, sino que él cree en él, por las buenas. Pero sin embargo es justa decir
que la credibilidad teatral existe en la tragedia misma; no es el espectador quien crea la
credibilidad, está ahí, opresiva de verdad bajo los sunlights que iluminan la escena, pero sólo
es verdaderamente eficaz en la medida en que el espectador se ponga a temblar por Hamlet, se
indigne y sufra por él.

Es cierto que el trabajo crítico, exegético, textual, contextual, es lo más útil que hay

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para comprender la Biblia, pero falta hacer una puesta en escena de las profecías, que, por lo
demás, realiza la liturgia, ordenándolas todas hacia su desenlace. En tal puesta en escena es
como dan todo su esplendor.

Finalmente, la tragedia no sería nada sin la emoción contagiosa que produce. Los
griegos pensaban que las dos emociones propias de la tragedia eran el terror y la compasión.
Los profetas añadían a esa la esperanza. No tenían la misma concepción del destino que los
griegos. Desde ese punto de vista, es interesante comparar a los griegos con Shakespeare:
Shakespeare es cristiano, porque sus desenlaces nunca son por completo desesperados. Cada
vez, se percibe que toda volverá a empezar con buen pie. En Shakespeare, el destino es más
amplio que en Sófocles. Por los márgenes, se introduce la esperanza.

Ese ensanchamiento del destino se hizo al otro lado del mar, cuando, bajo los robles de
Mambré, Dios hablaba a Abraham como un amigo habla a su amigo, y sobre toda en esa
escena extraordinaria en que, su duda por primera vez, el hombre experimentó el poder que
tiene sobre el corazón de Dios, cuando Abraham suplicaba a Dios que dejara a salvo a las
ciudades malditas: "Y si encuentras cincuenta justos en la ciudad, ¿destruirás al inocente con
el impío? ¿Y si sólo hay cuarenta y cinco? ¿Y si sólo cuarenta... ?" Y así hasta los diez que no
se encontraron. Edipo, en cambio, no discute con los oráculos, pero Dios se plegaba cada vez
por el ruego de Abraham. El destino ya no es ciego y vacío, expresándose por oráculos
oscuras e irrevocables. No, el destino es Dios. En el principio creó el cielo y la tierra para que
el hombre fuera su dueño; cuenta las estrellas del cielo y sondea las entrañas y los corazones.
Verdad es que castiga, y duramente, pero siempre en justicia y con discernimiento. Pero
también ama y se deja conmover por los ruegos y las lágrimas. Poco a poco los profetas
revelarán aún mejor su amor en poemas que están en el fondo de la oración de la Iglesia.

Así se desarrolla a lo largo de milenios la tragedia clásica de la antigua profecía. Es


esencialmente una proclamación de esperanza cuya puesta en escena está asegurada por el
mismo Dios. Cierto es que no falta en ella el trueno ni el rayo. Pero domina la esperanza. Y
toda converge hacia esa subida dramática, inaudita, en que el mismo autor de la tragedia, que
es a la vez Dios y el destino, muere en la montaña entre el cielo y la tierra. Así se consuma la
tragedia que provocará eternamente la compasión, pues la caridad cristiana se apoya
principalmente en el Cristo en la cruz; tiene esencialmente esos caracteres de temor
reverencial, de compasión y de esperanza que son los elementos de la emoción trágica.

El Creador del cielo y de la tierra, el Señor del tiempo, une en sí mismo el tiempo a la
eternidad; un día entre los días, cuando la tragedia está madura, se inmola en su propia
grandeza, en testimonio eterno de su amor. Se traspasa el corazón del Hijo del Hombre y en él
leemos nuestro destino.

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