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ENTRE EL MITO

Y LA REALIDAD
Algunas consideraciones sobre
la estabilidad de los funcionarios públicos

Dr. Daoiz Uriarte Araújo


Secretario General de Obras Sanitarias del Estado - OSE

Transformaci ón, Estado y Democracia 31 91


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ENTRE EL MITO Y LA REALIDAD
Algunas consideraciones sobre la estabilidad
de los funcionarios públicos
Daoiz Uriarte*

Aclaración previa

Estas consideraciones no pretenden otra cosa que aportar a la polémica sobre los
diversos problemas de una temática que se ha convertido hoy en uno de los temas
centrales en cualquier propuesta de Reforma del Estado. No pretende por tanto ser
un estudio elaborado sino meramente una serie de reflexiones sobre como encarar
los inevitables cambios que deben producirse para darle a la organización estatal, en
sus distintas variables, la eficiencia y el dinamismo indispensables para su adapta-
ción y proyección hacia las modernas concepciones internacionales de administra-
ción pública.

Por tanto no está en nuestro espíritu aportar una conclusión acabada y dogmáti-
ca, ni pretende una solución científicamente comprobable, sino por el contrario, un
disparador más en el camino crítico, que sirva para generar posibles soluciones de
consenso que nos permitan encontrar la vía que mejor se adapte a nuestras posibilidades.

La vieja discusión, su trasfondo y la coyuntura actual

El problema de la estabilidad del funcionario público ha sido una de las discusio-


nes más interminables, desgastantes y frustrantes de los últimos cuarenta años, en
nuestro país y en la región.

No cabe duda que esta discusión tiene su fundamento en las concepción económi-
ca y política que se han alternado en estos años, en el país y en el mundo, y que, por
encima de los criterios puramente técnicos de administración y derecho, transmi-
tían una voluntad de modificación social, en la cual, la organización del Estado ten-
dría un rol de mayor o menor preponderancia.

Resulta claro que la necesidad de una organización permanente y planificada de


la burocracia estatal, tiene su fundamento en el concepto de Welfare State, o sea de un
estado intervencionista en materia económica y social, que se desarrolló fundamen-
talmente bajo los modelos keynesianos y socialdemócratas de sociedad teniendo su
mayor desarrollo en la posguerra.

* Doctor en Derecho y Ciencias Sociales-Universidad del República Oriental del Uruguay, Especialis-
ta en Derecho Laboral y en Relaciones Laborales - Docente en Derechos Humanos de la Facultad de
Derecho y Ciencias Spociales y Asesor Letrado de la Junta Departamental de Montevideo - periodo
2000-2005 y actualmente de diferentes sindicatos públicos. En este momento ocupa el cargo de Secre-
tario General de OSE.

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Un Estado intervencionista requiere de una gran cantidad de personal, con una


gran diversificación de actividades, una capacitación especifica y una organización
jerárquica extensa.

Por otra parte, para mantener tal organización en forma estable y eficiente, resul-
taba indispensable evitar que los cambios políticos en los gobiernos democráticos
permitieran el abuso de poder, teniendo como consecuencia la destitución de los
opositores, y el clientelismo político. De esta forma la organización estatal se debili-
taba en su capacidad de gestión, a la vez que se facilitaban distintas formas de co-
rrupción.

Pero este problema no era considerado solamente desde el punto de vista prag-
mático. El problema de la estabilidad del funcionario público, pasa a ser parte del
concepto integral de democracia política. El libre acceso a los cargos públicos y el
derecho a permanecer en ellos es parte de la concepción democrática del poder.

Ningún gobierno autoritario, aceptó pacíficamente la posibilidad de la inamovi-


lidad del funcionario público. Todas las dictaduras del Siglo XX tuvieron dentro de
sus objetivos estratégicos el control absoluto de la estructura estatal, y la remoción
de los funcionarios opuestos al régimen.

Ello encuentra sin duda una única explicación, la estabilidad funcional es una
forma elemental de limitación al poder, y por tanto parte del juego natural de pesos y
contrapesos existente en la organización democrática para evitar el abuso del poder.

No obstante el avance de las corrientes neoliberales, y el paulatino deterioro del


Estado social de Derecho, entre la ineficiencia y la corrupción, comenzaron a mellar la con-
cepción de la estabilidad funcional, como mecanismo democrático de control del poder.

El Estado comienza entonces a aparecer como un gigante con pies de barro, inca-
pacitado de moverse por el peso de su propia estructura, dentro de la cual la buro-
cracia, dotada de la poderosa armadura de la inamovilidad funcional aparece como
el principal de los males, que conduce al desastre económico y social.

Cierto es, que el poder político, limitado en su accionar por reglas y condiciones
estrechas, utilizó los mecanismos del Estado para autofinanciarse y sostener inclusi-
ve su propia base electoral, teniendo como herramienta fundamental el clientelismo.
Como consecuencia de ello, el Estado “engordó” en forma absurda e injustificada,
contra todos los principios de buena administración.

La intervención estatal en materia económica y social, pasó de la justificación de


la gestión, a la justificación política, y este rédito político terminando primando
sobre todo otro resultado posible.

Sin embargo, la instalación de los gobiernos autoritarios dictatoriales, que tenían


entre sus postulados básicos eliminar estos males, acabar con la inamovilidad del
funcionario y moralizar la administración, no lograron ninguno de sus objetivos
lícitos. Pese a la acumulación de poder, los gobiernos dictatoriales, se limitaron a
utilizar la amovilidad que decretaron (actos institucional 7 y 8 en el Uruguay) para
perseguir a la oposición política, sin alcanzar ninguno de sus objetivos en materia de

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clientelismo y corrupción, más aún, resultaron una versión corregida y aumentada


de dichas patologías.
El retorno a la democracia replanteó en forma inmediata dicho problema. Entre
los ochenta y los noventa, el impulso neoliberal en materia económica y social tuvo
como uno de sus postulados centrales la disminución del Estado y por supuesto la
eliminación de la estabilidad funcional. Frente a ello, las distintas corrientes de opo-
sición a tales propuestas, desde quienes sostenían modelos keynesianos, socialde-
mócratas o socialistas, tuvieron una encarnizada resistencia, con mayor o menor
éxito según el país, y según la profundidad de la transformación política lograda por
los gobiernos liberales. Pero, al menos en el Uruguay, ninguna de estas corrientes
liberales logró sus objetivos no solo en cuanto a la eliminación de la inamovilidad,
sino en materia de eliminación de la corrupción y el clientelismo político.

Hoy los vientos políticos cambian nuevamente y las posturas neoliberales abso-
lutas se encuentran desplazadas del gobierno aún cuando cuenten con fuertes apo-
yos a nivel interno e internacional.

No obstante el problema de la estabilidad vuelve a plantearse con más énfasis en


toda la región y particularmente el nuestro país. En definitiva quienes hoy tienen la
responsabilidad de gobierno, son particularmente contrarios a la eliminación o dis-
minución sustancial de la actividad del Estado, reduciéndolo a un mero regulador de
actividades, sin nivel de inversión ni participación en el mercado.

Podríamos plantearnos alguna diferencia en la experiencia chilena, aún cuando,


si se analiza particularmente él papel de Estado en Chile, se llegará a la conclusión,
sin duda alguna, de que el papel dirigista e intervencionista del Estado es mayor aún
que en los modelos más tradicionales de participación estatal.

Pero centrándonos en nuestro país, no cabe duda de que el actual Gobierno ha


sido desde el llano, el principal defensor político de la participación del Estado en la
actividad económica y social del país, y así como de las formas tradicionales de
administración pública.

Esto no significa cerrar los ojos a una realidad existente, que afecta todo proyecto
de desarrollo y avance en materia de administración estatal. El Estado uruguayo ha
crecido con total falta de planificación y control, a impulsos de necesidades políticas,
no sustentadas en muchos casos, en necesidades reales de la sociedad o en requeri-
mientos estratégicos del país. Arrastra sin duda una pesada carga de clientelismo
político, que se ha traducido en falta de capacitación e idoneidad funcional, falta de
iniciativa e incentivos para el funcionario, corrupción, etc. Por otra parte, la falta de
un sistema planificado de acción, así como el fracaso de los intentos de modificar y
actualizar la estructura en los diversos proyectos planteados (PRONADE, CEPRE,
etc.), han creado desmotivación y descrédito a nivel funcional.

Y como si esto fuera poco, las administraciones sucesivas, fueron acumulando


diversos tipos de irregularidades para desvirtuar la realidad y disfrazarla, no solo
ante la población para satisfacer los postulados de los programas políticos que ha-
bían levantado, cumplir con los compromisos que imponían los diversos organis-
mos financieros internacionales, y finalmente dar una respuesta clientelística al re-
clamo de sus bases partidarios.

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Así mientras formalmente se pregonaba el cierre del ingreso de funcionarios pú-


blicos (ley 16.127) y se proponían diversos planes de incentivos para reducir la can-
tidad de funcionarios, miles de trabajadores se incorporaban al Estado, con carácter
informal, eludiendo cualquier tipo de calificación e igualdad de oportunidades, me-
diante una compleja ingeniería jurídica que abarcaba desde contratación de empre-
sas unipersonales , becarios irregulares, zafrales y eventuales sin fecha ni condición
alguna de finalización, etc. Hoy en foros internacionales se pone como ejemplo al
Uruguay como un país que ha hecho grandes esfuerzos por reducir la cantidad de
funcionarios estatales, pese a lo cual sigue estando entre los países de mayor nivel de
burocracia. Sin embargo, estos cálculos no toman en cuenta, dos hechos objetivos e
innegables: a) la reducción va unida a una decisión típicamente neoliberal, de redu-
cir el propio Estado. Obviamente cuando el Estado abarca más funciones, debe nece-
sariamente tener mas personal. b) La realidad de la disminución oculta el auge de la
subcontratación directa o indirecta, de funcionarios mediante modalidades extra-
ñas, pese a las cuales, sigue existiendo una gran cantidad de funcionarios “de hecho”
que la práctica constante o la necesidad imprescindible de sus servicios, los ha
convertido en inamovibles.

La coyuntura actual nos demuestra que es imposible cerrar los ojos y negar una
realidad existente de miles de trabajadores que son en los hechos funcionarios públi-
cos más allá de la forma de su contratación. Más aún, los principales servicios públi-
cos dejarían de funcionar si alguien decidiera efectivamente cesarlos, y tratar de
operar con la plantilla presupuestal, aún inclusive con los contratados de función pública.

Afortunadamente y con buen criterio, la actual administración, a través de la ley


17.930, comenzó a dar los primeros pasos imprescindibles para llevar las cosas a la
realidad o comenzar una regularización ordenada de la situación funcional. Esto no
significa que el problema haya finalizado sino que por momentos, parece enfrentar-
nos a un verdadera hydra capaz de plantearnos varios problemas frente a cada uno
que solucionamos.
Es imprescindible enfrentar este delgado cuello de botella. Al destapar la caja de
Pandora era evidente que se generarían reclamos y expectativas, a veces reales y
justificadas, otras, mero producto de un exitismo de mirada miope.
Pero las perspectivas que analizamos, más allá de las ventajas y desventajas que
pueda acarrear a un funcionario o un sector, tiene un sólo norte, y es aportar en la
dirección de un Estado eficiente, justo y ordenado de acuerdo a los principios de un
buena administración.
Ellos significa capacitación, justa remuneración, disciplinamiento funcional, avan-
zado nivel organizacional, y alta productividad.

La verdadera justificación de la estabilidad funcional

Como planteáramos antes, la estabilidad constituye sin duda una garantía fun-
cional, propia de un gobierno democrático, frente a los eventuales abusos del poder
ante los cambios que naturalmente deben generarse en el ejercicio del gobierno.

Pero no esta la única ni la mayor razón para la existencia de este instituto. Creer
que las ventajas, la eficiencia o la productividad de las empresas privadas se funda
en la capacidad de remover al personal a placer y conveniencia, es una grosera

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deformación de la realidad. Esto ha sido nada más que un mito generado con el
objetivo de fundar la reducción del propio Estado como ya hemos dicho.

Las grandes empresas privadas, sobre todo las más exitosas y permanentes en el
mercado, tienen una gran plantilla de personal estable, y raramente tienen un con-
flicto individual o colectivo, debido a un despido.
Cualquiera que tenga contacto con una gran organización de este tipo, descubrirá
sin dificultad la existencia de una organización estructurada, donde existe una ca-
rrera funcional, formas y normas de capacitación y un grupo numeroso de funciona-
rios desde la base a la cúspide de la pirámide que han realizado en la misma empresa
casi toda su vida laboral.

Pero además descubrirá también que la empresa privada, no está exenta de todos
y cada uno de los males que se le pretende achacar a la Administración Pública en
exclusividad. Tomemos cualquiera de los ejemplos: corrupción, burocracia, nepotismo…
Se podría decir que, cuando una empresa privada desarrolla un alto nivel de
cualquiera de estos males se dirige a la quiebra. Bueno, si la empresa es estatal, se
dirige al cierre a la privatización.

Pero la realidad es que una empresa, con un correcto funcionamiento, pública o


privada, de administración ,producción o servicios, debe de considerar a sus recur-
sos humanos como su mayor capital, y esto significa mantener un personal estable,
con posibilidad de proyección interna, y capacitación real.

La única diferencia real, parece ser que mientras el empresario privado conserva
el derecho de ejercer determinada arbitrariedad en la selección, promoción y despi-
do de su personal, el Estado se encuentra limitado.

Ahora bien, ¿significa esto que la arbitrariedad, es un método eficiente de trabajo?


¿Es acaso el paradigma de la eficiencia el empresario o jerarca privado, que mane-
ja sus recursos humanos en forma irreflexiva, sectaria, e injusta?
Todos los expertos consultores en administración de personal, harían cola para
demostrar la falta de eficiencia y lo poco recomendables que tales actos son para el
correcto funcionamiento de una empresa.
Y propondrían los valores clásicos que toda jefatura debe de tener hacia su perso-
nal, es decir, capacidad de liderazgo, ecuanimidad, visión de futuro, poder de moti-
vación, remuneración acorde, etc.

Pero bueno, podríamos señalar que en realidad la ventaja es que, cuando un


trabajador entra en crisis, o es demasiado viejo, o ha perdido su capacitación o
motivación, entonces, se lo puede echar y en cambio, el Estado que es un filántropo,
tiene que mantenerlo.
Tampoco creo que nadie se anime a sostener tal posición aunque lo piense, porque
todos lo sentimos intrínsecamente injusto, salvo que el economicismo liberal haya
logrado conquistar nuestros corazones y secar nuestros sentimientos.
Pero además, tampoco ocurre en términos generales, en las grandes empresas,
con vocación de permanencia. Simplemente se reducirán las tareas y finalmente
llegará la jubilación. Esto sin contar que, en un marco de libertad y democracia,
siempre existirá una organización sindical para contrarrestar el abuso.
La paradoja parece ser, que mientras las empresas privadas tienden a darle ma-

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yor estabilidad a sus funcionarios, para evitar perder la inversión realizada en su


capacitación, volvemos a escuchar en forma consecuente la necesidad de expulsar
trabajadores del Estado.
La realidad ha demostrado que la estabilidad existe y existirá , a nivel público y
privado más allá del discurso y del mito, porque es una necesidad de existencia de toda
empresa o unidad organizacional que pretende metas de permanencia.
Esto quiere decir ni más ni menos, que no debe confundirse la discusión de cómo
tratar las anomalías del funcionamiento, y de la actividad funcional, con la necesi-
dad de mantener una plantilla estable y una carrera funcional predeterminada.

Trabajo y estabilidad laboral

Llegado a este punto debemos de plantearnos si todo trabajo debe generar estabi-
lidad, y si la estabilidad debe ser considerada una ventaja del trabajador o del empleador.

La estabilidad es ante todo una situación de hecho, que se genera cuando por un lado,
el trabajador encuentra en la función que cumple, no sólo su medio de subsistencia sino
también una forma de realización personal que le permite un nivel de desarrollo igual o
parecido al que aspira, y por otro, la empresa encuentra la solución a una carencia funcio-
nal permanente con la perspectiva de obtener una mayor productividad en función de la
inversión que realice en capacitación y remuneración.

Esta interacción y coincidencia de objetivos es una condición necesaria para que


se produzca la cristalización del hecho en cuestión. En este juego, el trabajador irá
tomando las opciones que entienda convenientes, y descartando otras, pero para
hacerlo, debe necesariamente tener garantías, que le permitan asegurarse del cami-
no que parece abrirse. Y ello pasa porque se sienta protegido contra la arbitrariedad
en primera instancia, y le surjan claramente opciones de mejora en su posición eco-
nómica y social, dentro de lo que considera sus posibilidades, en una valoración justa.
Si el empleador, el Estado, no da respuestas a estos requerimientos, podrá contar
con trabajadores temporales, con sometidos económicos, con condicionados políti-
cos, pero no, con el personal calificado, productivo y desarrollado que aspira.

Pero, podría preguntarse alguien, si esto es tan claro y maravilloso ¿ por qué no
funciona?
La base de la estabilidad funcional, es la imposibilidad de cesar a un funcionario
salvo, por ineptitud, omisión, o delito.

¿Bien, es esto realmente injusto? . Deberíamos preguntarnos si existe alguna cau-


sal por la cual, sería posible, en un marco de justicia, cesar a un trabajador, fuera de
estas causales. Es decir, porque no pertenece a determinado cuadro de fútbol, o por-
que vive muy lejos, o porque tiene mal aliento. Sin duda estas causales nada aporta-
rían en beneficio de la administración.
Podríamos decir, porque no produce lo suficiente. Bien, pero, no estaríamos frente
a un caso de ineptitud o de omisión si fuese una conducta voluntaria? Obviamente
siempre y cuando, no estuviéramos cargando al trabajador con culpas que pertene-
cen a la propia administración.
Porque no está capacitado. En tal caso, la administración no está asumiendo su
propia culpa, ya sea por falta de capacitación o bien por error in eligiendo.

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En realidad que causal, con justicia, (partiendo de la base de que nadie defiende a
la injusticia privada) puede no estar comprendida en estos simples tres ítems.

Pero entonces, ¿qué ha pasado? Porqué existe un consenso social importante


que siente la estabilidad del funcionario público como un privilegio injustificado. Sin
duda, desde largo tiempo atrás los males de la administración pública, en todos los
niveles, se trasladaron intensamente al manejo de los recursos humanos. Obvia-
mente, quien tiene una vocación clientelística, carece de fuerza y legitimidad para
aplicar el marco normativo con verdadera conciencia y justicia.

Quien ha utilizado la promoción y la carrera en beneficio propio, o de su fracción


política no puede juzgar con ecuanimidad las fallas funcionales de aquellos a quienes
a favorecido. Y por otra parte, la necesidad de mantener la tranquilidad interior, y
evitar la sublevación ante la injusticia, ha mantenido a la administración en un
laissez faire, laissez passer. Si no puedo castigar las faltas de mis amigos, obviamente
tengo que ser tolerante con los demás, puesto que la injusticia me convertiría en
blanco de las críticas, y de las investigaciones consecuentes. Por otra parte, la admi-
nistración pública tienta al administrador, puesto que las consecuencias equivoca-
das de sus decisiones (salvo los excesos) no repercutirán en su vida ni en su patrimo-
nio, por tanto, es más sencillo ser complaciente y generoso, que aparecer como un
administrador duro e inflexible.

Por otra parte, la crisis económica y social precipitó a grandes sectores de traba-
jadores privados al abismo del desempleo y la subocupación.
Miles de trabajadores formados, perdieron su trabajo, su status social, su carre-
ra, y fueron condenados a las formas más primitivas de labor a cambio de un mísero salario.

Frente a ellos, la capa protectora de la estabilidad en la función pública, apareció


como un privilegio absurdo e irritante, privilegio que no preocupaba o no existía
para quienes vivieron en un país donde cualquier trabajador podía jubilarse luego
de 30 o 40 años en la misma empresa privada. Pero el problema sigue siendo confun-
dir el cuerpo con la patología. Si la estabilidad se usó para proteger a ineptos y
mediocres, producto del clientelismo político, el problema no es la herramienta sino
el artesano.

Ahora bien, analicemos la otra cara de este problema. Tradicionalmente los sin-
dicatos públicos han tendido, con mayor o menor vigor, a defender la estabilidad
para todo funcionario, entendiendo que la estabilidad es un derecho propio de la
función. Esto no puede aceptarse como un hecho. Lejos de aportar a la defensa de la
estabilidad es parte del problema.

Como dijimos antes, la estabilidad surge de una interacción o coincidencia de


objetivos, coincidencia que requiere una vocación de permanencia. El trabajo es
para el trabajador un medio de vida, pero no el trabajo en el Estado, sino el trabajo en
términos amplios. El trabajo en el Estado, es una decisión coincidente entre el traba-
jador y la administración, y ello no se puede lograr en forma instantánea.

Hemos escuchado muchas veces cuestionar a funcionarios que les ha llevado


años llegar a ser funcionarios de carrera. (Esto obviamente sin tomar en cuenta el
disparate jurídico y administrativo que generó la prohibición establecida en la ley

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16.127 hoy afortunadamente derogada). En realidad no puede establecerse a priori


un tiempo determinado en forma fija para cada función, pero sin duda, llegar a la
estabilidad debe requerir un proceso de selección profundo, que permita a la Admi-
nistración asegurarse de la adhesión y voluntad del trabajador, y al trabajador ir
definiendo su vocación y recibiendo las garantías que le corresponden.

Un trabajador puede ser zafral, a término, contratado permanente, o de carrera.


Su vinculación de medirse en función de varios parámetros que incluyen tiempo,
rendimiento, permanencia de la tarea que realiza, evolución de su capacitación y
disciplina. La Administración debe a su vez establecer los mecanismos que le permi-
tan obtener al trabajador mayores garantías, mejor remuneración y posibilidades
de desarrollo.

Sería un acto de irresponsabilidad otorgar la estabilidad en cada vinculación


laboral con la Administración Pública. Ya sea a nivel público o privado, todo traba-
jador cuenta con diversas garantías de estabilidad, aún cuando no tenga ni la misma
intensidad ni la misma amplitud. Pero sin duda, la Indemnización por Despido, o los
sumarios previstos en diversas organizaciones privadas, el Seguro por Desempleo,
son en definitiva formas de garantías de estabilidad que razonablemente toman en
cuenta para determinar su intensidad y amplitud el período de vinculación laboral.

Por ello la estabilidad debe ser el reconocimiento jurídico de un nivel importante


de vinculación laboral entre el trabajador y la administración, que otorgue garan-
tías para ambas partes.

Conclusiones

En definitiva, debe descartarse definitivamente el mito de la estabilidad como


culpable de los males que aquejan a nuestra administración. La estabilidad es un
hecho que surge de la existencia de una coincidencia de voluntades, con claros inte-
reses de ambas partes, ya sea en el ámbito público o privado. Por tanto no es patri-
monio de la Administración pública, y no incide en sus posibilidades de eficiencia o
productividad. Sin duda que llega a convertirse en un derecho para el trabajador
pero también en una necesidad de la Administración, para asegurar la continuidad
de su propio desarrollo más allá del gobierno de turno.

Es en definitiva una garantía, no solo para el trabajador, sino para la propia


institución, para la transparencia y la democracia.
El que se convierta o no en el refugio de corruptos o incompetentes, no depende
ella, sino de la manipulación malintencionada de está. Es obvio que durante mucho
tiempo deberemos convivir con los resultados de las prácticas perversas desarrolla-
dos por décadas. Pero debemos confiar en que lo que cuenta es el futuro, e iniciar el camino
de utilizar las herramientas propias de la administración pública en la forma correcta.

Todo administrador puede y debe utilizar los mecanismos que esta brinda, tanto
para desarrollar las carreras funcionales en beneficio del Estado y del funcionario,
así como aplicar las causales de cese cuando la situación lo amerite. No es la falta de
herramientas lo que existe, es la decisión de utilizar los mecanismos correctos, en la
forma correcta, dentro de las garantías propias del juego democrático, la que no
puede faltar en el camino de la Reforma del Estado que no hemos propuesto.

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