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Cinemelancolía1

por Yves Hersant

Hace veinticinco siglos que entre la melancolía y las artes (de Occidente al
menos) existe un vínculo muy estrecho. Curioso asunto que, por diversas
razones, ha apasionado sucesivamente a los renacentistas, a los barrocos y a
los románticos. Que tampoco nosotros nos restamos, nosotros, los actuales,
lo prueban las eruditas obras de Erwin Panofsky, Walter Benjamin, Jean
Starobinski (la lista es larga), así como también la exposición “Mélancolie”
organizada por el Grand Palais2. Pero el cine ha estado prácticamente ausente
de este gran reexamen del genio y la locura. Como si no hubiera una cinegenia;
como si Saturno, séptimo planeta3, desdeñara el séptimo arte; o bien, como si
subsistiese solapadamente la idea de que este advenedizo no sabe realmente
pensar. Sostengo, por el contrario, que existe una cinemelancolía
(cinémélancolie), no solo un cine melancólico, irreductible a los “filmes tristes”
que hacían llorar a Sylvie Vartan, sino más bien una melancolía del cine, capaz
de dejar su impronta hasta en los filmes más alegres.

1
Publicado en Positif, 556, juin 2007.
2
Curada por Jean Clair, la exposición se tituló Mélancolie. Génie et folie en Occident y dio origen a un catálogo
del mismo nombre publicado por la editorial Gallimard. (N. del T.)
3
Hoy es considerado el sexto, pero en otro tiempo se contaba a la luna.
Flash-back

Se impone aquí hacer un recuento histórico, ya que con el paso del tiempo la
palabra “melancolía” se ha ido cargando de las significaciones más diversas.
Para empezar, clínicas: en los Aforismos de Hipócrates se llama “melancólico”
a un estado de temor y tristeza ligado a un humor específico del cuerpo, la bilis
negra o atrabilis. Para otros médicos de la Antigüedad el síntoma decisivo era
la fijación a un objeto fantasmático. Los estoicos, por su parte, analizaron el
disgusto de vivir (taedium vitae). Con el cristianismo ingresó la idea de falta y
el sentimiento de vacío existencial. En la Edad Media y el Renacimiento la
doctrina médica se alió con la teoría astrológica. Porque Saturno, como la bilis
negra, porta una dialéctica: “Por su cualidad de astro pesado, frío y seco,
produce hombres volcados enteramente a las cosas materiales; y, a la inversa,
por su condición de astro más elevado, produce religiosi contemplativi,
volcados enteramente hacia las cosas del espíritu, que están separadas de
toda forma de vida terrestre”4. Entre los modernos, y tras un largo reinado de
la teoría humoral, la melancolía devino, primero, un desorden de la
inteligencia, una excitación de las fibras nerviosas, y luego, con Freud, una
aventura del narcisismo y un duelo incumplido. Resumo: enfermedad del
cuerpo para unos, del alma para otros, de su “juntura” para los más lúcidos, la
melancolía es demasiado inestable semánticamente como para considerarla
un concepto. Según sea el hablante, designa un sentimiento vago y soñador,
un malestar existencial o una forma de locura temible, que puede llevar al

4
Erwin Panofsky y Fritz Saxl, citados por Walter Benjamin en L’Origine du drame baroque allemand, trad.
por Sibylle Muller, Flammarion, París, 1985, p. 161.
suicidio. A veces es un temperamento, a veces un estado pre-mórbido, a veces
una terrible “depresión ansiosa”, según la definición de Kraepelin, “con
ideaciones delirantes”. Ante un concepto tan polisémico, es comprensible la
molestia de nuestros terapeutas.

Molestia que se acrecienta aun más con la idea, atribuida a Aristóteles, de que
el melancólico y el genio son de la misma naturaleza. “¿Por qué razón - se lee
efectivamente en los Problemata (XXX,1)- todos aquellos que han sido
hombres de excepción (perittoi), bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a
la ciencia del Estado, la poesía y las artes, resultan ser claramente
melancólicos, y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las
enfermedades provocadas por la bilis negra?”. Texto clave, porque al afirmar
la ambivalencia de un “mal” que es capaz de conducir a los hombres a las
actividades más nobles, convierte a la melancolía en algo más que una
enfermedad: la convierte en una “enfermedad culturizante”, según la
expresión de Jackie Pigeaud. Parte del interés de esta doctrina, que será
retomada por Ficino en el Renacimiento, es que da cuenta de los procesos
creativos: al relacionar estrechamente un dato psicológico y una actividad del
espíritu, integra en plenitud al cuerpo en el proceso artístico. Si los pintores
devienen melancólicos, hará notar por ello Romano Alberti en su Trattato della
nobilità della pittura (1585), es “porque al imitar deben retener las visiones
fijadas en su mente para después expresarlas”, y, abocándose sin tregua a esa
tarea, “mantienen su mente en tal nivel de abstracción, tan alejada de la
materia, que se tornan melancólicos, con esa melancolía que, según
Aristóteles, significa talento y excelencia”. ¿Pamplinas? En nuestros días,
ningún Diafoirus se atrevería a invocar la atrabilis, pero este fluido imaginario,
relegado al cuarto de lo trastos, opera siempre como metáfora. Y aún persiste
la vieja creencia de que la melancolía es creadora y la creación melancólica.
“Je suis l’autre”, escribió Nerval. Balance de artista (point d’artiste) que no le
es ajeno: su creatividad se la debe a una alteración que lo trabaja en los más
íntimo, a un humor o a una fuerza que lo lleva a especular sobre los posibles y
sus distintas combinaciones, que excita sus “fantasmas”, que desencadena sus
imágenes interiores y que le provoca un sinnúmero de visiones. Melancólico
sin estar necesariamente enfermo, es el hombre de los sueños y las
ensoñaciones, de las quimeras y las imágenes.

Migraciones

Tales son, entre otros, los rasgos que ha inscrito Durero en el más célebre de
sus grabados. Entre un cúmulo extraordinariamente abigarrado de baratijas,
con un compás en la mano derecha y la mejilla izquierda apoyada en un puño
cerrado, un ángel medita o imagina, dirigiendo hacia fuera del cuadro una
mirada alucinada. Sólo el blanco destello de esta mirada ilumina su rostro, al
igual que el cometa, en el plano superior del grabado, ilumina el cielo
fuliginoso. Por esta Melancolía I (1514) pasa una brisa, una ola marina, un
tañido de campana, un cuadrado mágico, una balanza en equilibrio y un
bloque de piedra inamovible junto a un perro acurrucado. Pocas obras
significan tan intensamente la inmovilidad y el silencio. Y por eso mismo es
muy notable que haya devenido una imagen móvil y que haya “migrado” - en
el sentido que Warburg le confiere a esta palabra - al cine. No es asunto de
citas, sino de un despliegue de sentidos nuevos, sentidos que esa misma
imagen contenía virtualmente y que los cineastas actualizan. Ejemplos: en un
olvidado film de Sybeberg, Melencolia se encuentra con la Historia. Hitler, un
film de Alemania (1977) se abre y se cierra (después de 7 horas…) con la
aparición del ángel alado transformado en niña, coronado de cintas.
Reaparecen así, sobre el fondo nazi, el compás y la piedra negra y el cuadrado
mágico que suma 34. El cual, siete años más tarde, “migrará” esta vez a un film
muy distinto: en una comedia negra de Moretti, titulada Bianca por antífrasis,
el cuadrado mágico (cuya función en el Renacimiento era ofrecerle a los
saturninos la protección de Júpiter) figura en el centro de una sala de clases de
un profesor de matemáticas, que será incapaz de sacar provecho de ese
talismán. Rigorista, maniático de la limpieza y del orden, se abisma al contrario
en una melancolía patológica: porque aspira en exceso a la pureza y pierde lo
real en su obsesión por cuantificarlo. En 1983, un año antes de la aparición de
este film, había aparecido en Italia Saturno y la melancolía, el libro de
Klibansky, Panofsky y Saxl en el que se estudia detalladamente la relación
entre los melancólicos y los geómetras.

El imaginario melancólico

Por ahíta de sentido que aparezca, por variadas que sean sus relocalizaciones,
Melancolía I, sin embargo, es sólo una pequeña parte del tesoro atrabiliario.
La literatura, por su parte, ha cincelado otras joyas al explorar los temas del
otoño, del nevermore, de lo negro, de lo pesado, del laberinto y las ruinas, del
crepúsculo y del océano. Ha multiplicado las metáforas (que por lo demás no
son tales más que a los ojos del melancólico): la espina en la carne, el muerto
viviente, el infierno y la caída, la hemorragia y el agujero…También estas
imágenes han “migrado” al cine, que no sólo las ha hecho suyas, sino que
también las ha revitalizado.

Recuerdos mezclados: el laberinto de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980),


donde muere congelado un escritor estéril, transformado primero en dull boy
y luego en homicida melancólico. El vetusto palacio de Salón de música
(Satyahit Ray, 1958) en que, en una puesta en escena a la vez suntuosa y
despojada (¡oxímoron melancólico!), se consuma la autodestrucción de un
príncipe narcisista y misántropo. Las dunas desoladas de Ordet (Dreyer, 1955),
desde lo alto de las cuales, con la inquietante elocuencia que le confiere esta
vez una melancolía religiosa, un nuevo Cristo lanza sus imprecaciones contra
el mar.

En desorden siempre - y porque me fascinan las diferencias cuando los temas


son vecinos: exilio y muerte en ambos casos - pienso en Nostalgia de Tarkovski
(1983) y en Las veredas de Saturno de Santiago (1985). En el film ítalo-ruso,
impregnado de la belleza desgarradora de las ruinas, un escritor se lanza en
Italia tras las huellas de un músico. En él se fusionan, bajo el peso de los sueños
y los recuerdos, melancolía y nostalgia (que en su lengua pueden designarse
con una misma palabra). Privado de todo impulso vital, se apaga como una
vela en una tina sin agua. Con sus largos planos fijos y su gusto por la alegoría,
Tarkovski continúa de un modo ejemplar la búsqueda, cara a Tomás de Aquino,
de las spiritualia sub metaphoris corporalium – “las cosas espirituales bajo
metáforas corporales”. En el film del argentino hay un cambio de registro: es
sobre las alas de la música que Melancholia emprende el vuelo. Los aires de
tango, salidos del bandoneón (instrumento de la locura, como todos los
instrumentos de viento), ritman las fantasías de un exiliado. En un París
bañado por la bruma, de veredas siempre mojadas, cree encontrar
periódicamente a un maestro que está enterrado en Père-Lachaise hace
cincuenta años. Tras un último concierto, “solo como rata”, muere asesinado
a bala antes de haber podido entrar a su casa, preguntándose y
preguntándonos: “¿qué pasó?”

Pero en el imaginario melancólico tienen un lugar especial las figuras del entre-
dos. En literatura, Chateaubriand (que conocía el humor negro) ha descrito
mejor que nadie esta incómoda situación: entre el pasado y el presente, entre
dos épocas de la Historia, entre el Viejo y el Nuevo Mundo, entre lo bestial y
lo divino, entre lo real y lo ficticio. De un modo más amplio aun, es entre la
vida y la muerte que se sitúa el melancólico: cadáver animado, alma prisionera
de un cuerpo podrido, lleva una vida difunta. Sobre este tema el cine ha
realizado centenares de variaciones. La mayor de todas, y de los comienzos:
Nosferatu de Murnau (1922) - que vampiriza el Drácula de Bram Stoker, una
alegoría de la Alemania moderna o un viaje por el inconsciente - es de entrada
la historia de un muerto vivo (como lo señala de entrada su título), cuyo humor
negro se nutre de sangre. Únicamente el sol puede venir a poner fin a este
melancólico superlativo, que tiene algo del pulpo y algo de araña5.

5
El sol, ciertamente, no pondrá fin a nada: como la melancolía, el vampiro es a prueba de balas y contagioso.
En un registro distinto, la metáfora del vampirismo reaparecerá dos años mas tarde en El último hombre (Der
Hasta ahora sólo he mencionado obras maestras, catalogadas entre los filmes
más “serios”. Pero en el extremo opuesto del espectro (se impone aquí esta
palabra), el cine nos ofrece una gran cantidad de filmes sarcásticos, de una
cruel misantropía (en la línea de Demócrito), y una gran cantidad de filmes
ligeros que podrían calificarse de “melancólicos”. Por ejemplo en Ten (en
francés Elle, 1979), una obra a todas luces menor, Blake Edwards ha tentado
una curiosa operación: tomar el negro y pintarlo rosa; convertir en diablillo al
terrible demonio del mediodía, antiguo aliado de la “acedia”, que atormentaba
a los monjes. Para contar la historia de su héroe, que al cumplir los cuarenta
se descubre “entre dos edades” y se deja tentar por Bo Derek, Edwards
multiplica las alusiones a ese mal del alma y al viejo síndrome atrabiliario,
privilegiando esta vez la asociación entre el humor negro y el deseo. Negra la
pantalla en la secuencia inaugural, negras las ropas del protagonista, negra
también, por una placentera contra-transferencia, la piel de su analista, y sin
embargo cómica la sistemática degradación de los síntomas tradicionales: la
enfermedad saturnina deviene así carie dental, el espíritu contemplativo puro
voyerismo y el spiritus fantasticus una mísera avispa. Aquí farsa y melancolía
no son excluyentes.

Letze Man, 1924): es por la mirada de los otros que esta vez es vampirizado el protagonista, portero de un
hotel conducido a la desesperación porque alguien le ha quitado su uniforme.
Sunset

Inútil proseguir este listado, porque son variadas las manifestaciones


atrabiliarias – del sentimiento de culpa al desarreglo de la libido, de las
turbaciones de la imaginación al repliegue de sí, de la soledad del misántropo
a la agresividad suicida-, y numerosas las obras que las han tematizado. Al
censo imposible de las ocurrencias y temas (la melancolía en el cine), la época
ha preferido realizar un cuestionamiento de la melancolía del cine. ¿De dónde
proviene esa melancolía a fin de cuentas?

Primera y débil respuesta: el séptimo arte constituye, como el cerebro de


Baudelaire, “una inmensa caverna / Que alberga más muertos que una fosa
común”. Cronos se lleva sucesivamente a todos los actores que parecen vivir
en nuestras pantallas: “eso ha sido”, ellos no están más allí. Experiencia
dolorosa, sin duda, pero que tiene que ver más bien con el luto.

Segunda respuesta: hay una espectralidad del cine, que es indisociable de su


técnica. “Aquí comienza el país de los fantasmas”, se lee en un cartel de
Nosferatu, que debiese figurar a la entrada de todas las salas de cine. Ni vivo
ni muerto, el espectro estructura las imágenes móviles que aparecen en las
pantallas. En la camera oscura que las cobija, el vivo se encripta y el muerto
sobrevive. En cuanto al espectador, se encuentra en todas y en ninguna parte,
entre el sueño y la vigilia, entre la ausencia y la presencia, frente a imágenes
que, cuando se identifica con ellas, tienen por función excluirlo. Experiencia
esta vez melancólica al mismo tiempo que voluptuosa.
Tercera respuesta, a desarrollar: en su transformación de cosas en signos, el
cine es bipolar. A veces, se dice, nos atrapa en lo real, a veces nos saca del
mundo. De un lado el documental, del otro la casa de locos; aquí Méliès, allá
Lumière. No obstante, el cine combina siempre mimesis y phantasia, la
“reproducción” de lo visto y la irrupción de lo invisible. Es precisamente por
estos dos caminos, y sobre todo por su cruce, que transita Melancholia.

Sugerencia final: ver urgentemente Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). En


esta historia de muerto viviente contada por un cadáver, en la que el cine se
pone en abismo, se muestra con elocuencia todo lo que yo acabo de balbucear.

Traducción del francés de Bruno Cuneo

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