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Todavía a mediados de los años 50, Chimbote era una hermosa bahía en la costa
norte del Perú donde vivían alrededor de doce mil personas. Había sido una caleta
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de pescadores, habitada por una pacífica mezcla de artesanos, comerciantes, y
profesionales de clase media; y aunque la industria del acero, que había asentado
sus altos hornos en la costa y dos diarios compuestos a mano, El faro y El Santa,
anunciaban los nuevos tiempos, nada hacía prever que pocos años después
Chimbote se transformaría en un boom town. La industria de la harina de pescado
convirtió a la caleta en el puerto pesquero más grande del mundo y al Perú en el
primer productor mundial de ese valioso insumo. En los años 60, cien mil personas,
mayormente migrantes andinos, se hacinaban en las precarias «barriadas»
levantadas en sucesivas invasiones de terrenos arenosos e insalubres. Dos
décadas más tarde, la ciudad de doscientos mil habitantes estaba coronada por el
humo de las plantas y cercada por el mal olor del procesamiento del pescado. Las
playas fueron destruidas por la industria pesquera, que había crecido sin
planeamiento dentro del área urbana y arrojaba sus desperdicios directamente a la
bahía, hoy día un desastre ecológico, de aguas muertas, cercadas por un cordón
sanitario de rocas, infectado de ratas. La repentina prosperidad llenó al puerto de
construcciones y negocios pero también de bares, burdeles y violencia. Los
sindicatos, los partidos políticos, las alzas y bajas de la pesca indiscriminada, los
precios del mercado internacional, la monoproducción, los mercados ambulantes,
convirtieron al paisaje urbano y humano en una poderosa y contradictoria versión de
la modernización compulsiva. Huelgas, invasiones de terrenos, conflictos legales,
enfrentamientos con la policía, subrayaban el proceso caótico y dinámico, pero
también desigual y agónico, de este populoso emblema del desarrollo peruano.
el puerto de Supe, más próximo a Lima, que conocía muy bien por haber pasado allí
los veranos, el cual también había sufrido la violenta transformación de la industria
pesquera; pero comprendió que el fenómeno migrante era mayor y más complejo
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en Chimbote. El proyecto de la novela empezó llamándose «Harina mundo», luego
«Pez grande», y finalmente, «El zorro de arriba y el zorro de abajo», título tomado
de la mitología pre-colombina; más específicamente, del tomo de leyendas y mitos
recopilados a fines del siglo XVI por el fraile Francisco de Ávila, que Arguedas
tradujo del quechua al español bajo el título de Hombres y dioses de Huarochirí
(1966). Estos «zorros» son dioses nativos que representan el mundo de lo alto y el
mundo de lo bajo, principios a la vez de la geografía humana (costa y sierra
andinas) y de la estructura mítica (complementariedad del saber común como
principio del ser plural). En la novela, son otra de las formas del planteamiento
central: el dialogismo, que convoca a las partes en disputa a un debate exacerbado
y emotivo en torno al sentido de la modernidad peruana. Uno de los zorros incluso
interviene como personaje irónico (don Diego) en el capítulo III.
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Dra. Hoffman parece haber recomendado a Arguedas, al menos según las cartas de
éste, asumir sus nuevas decisiones para superar su estado crítico. No sería justo
evaluar el tratamiento que esta reputada psiquiatra a quien su ilustre paciente
llamaba «madre», ya que de su relación sólo tenemos la correspondencia que le
dirige Arguedas, donde se advierte tanto su aguda dependencia como su temor a
obedecerla. De cualquier modo, ella le recomienda escribir su novela sobre
Chimbote como un ejercicio terapéutico. Arguedas escribe, nos dice, para recuperar
«la sanidad». Escribir no solamente será construir una representación válida de
Chimbote y su heterogeneidad peruana; sino, lo que es más arriesgado, reconstruir
un espacio narrativo donde la ficción, que en el caso de Arguedas es la forma
resolutiva de lo real, transfiera el malestar del autor a la convicción del narrador;
operando, de ese modo, una articulación tan simbólica como vital entre la voluntad
de muerte del autor y la necesidad de vida del narrador. Vida y muerte se traman,
en varios planos, como la vertebración misma de la novela. Así, la representación
de Chimbote se torna interior, inquietada por la vehemencia expresiva que anima al
autor y por la perturbación que lo agobia. Pero se hace también alegórica, porque la
capacidad poética del narrador recobra e incluye al autor en el proceso del relato.
Se trata, claro, de una dolorosa alegoría, donde vida y muerte se ceden la suerte
del autor. Pero esto, al final, una alegoría de la nacionalidad reformulada al centro
de la modernización, donde vida y muerte ya no se oponen, se ceden la palabra, y
traman un mundo incógnito, antiguo y futuro, apocalíptico y renaciente. La promesa
mítica (religar los contrarios y fundir al sujeto en el objeto, al lenguaje en el mundo)
se cumple dramáticamente en el proyecto final de Arguedas: si el malestar humano
del puerto es simétrico a su propio malestar psíquico, esta fuerza del sufrimiento
supone así mismo el conocimiento capaz de encontrar un sentido creativo aún en la
violencia y la autodestrucción. Un mito del origen andino (la vida viene de la muerte)
se transforma en un relato del futuro peruano (la utopía de una comunicación
plena). En esta postulación trascendental del diálogo restitutorio, Arguedas nos pide
que despidamos en él «un tiempo del Perú». Esto es, un período del sujeto
victimizado por la discordia intrínseca al desorden cultural y social que ha vivido;
pero también es evidente que se rehusa al escepticismo y al nihilismo, y que asume
su vida y su obra como parte de un proceso de articulación cultural, donde la
celebración del diálogo es definitoria. En este sentido, toda la novela es un
extraordinario esfuerzo por darle sentido a una vida muriente y a una muerte
vivificante .
El zorro de arriba y el zorro de abajo debe empezar, por ello mismo, con la historia
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del suicidio inminente del autor. Desde esta perspectiva, la novela proyecta su
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síntesis, el arrebato de los gestos de ruptura, la poesía y la irrisión del lenguaje
descarnado. La novela, ahora, se ha convertido en un documento desolado y
magnífico: el nacimiento de la novela coincide con la promesa del suicidio del autor.
La primera página anuncia la última: el Autor (ahora el Narrador) hará de su muerte
un acto literal (una escenificación para la cual no hay protocolos) pero también un
acto narrativo, donde el lenguaje deja de ser ficticio y es más que documental.
Convertido en la última materia primigenia, el lenguaje es capaz de rehacer los
términos dados del mundo en el proyecto de su revelamiento, de su
desentrañamiento. Arguedas llamó a sus capítulos «hervores», porque son la
gestación de un proceso ferviente. Por eso, dice Arguedas que «Vallejo es el
principio y el fin». Como César Vallejo, el poeta de lenguaje más radical, Arguedas
se propone hacer de su texto un objeto dirimente y apelativo, capaz no sólo de dar
cuenta de la crisis de un mundo (la guerra civil española en el caso de Vallejo, el
apocalipsis modernizador en el caso de Arguedas) sino de revertir los términos de la
crisis en la alegoría realizadora del diálogo. En Vallejo, se trata del utopismo
redentor («solo la muerte morirá», anuncia y, en efecto, la muerte muere en el
poema); en Arguedas, del utopismo cultural (la suma de lo vivo en el mito de la
heterogénea plenitud comunitaria).
escritura oscilante del Diario: «Ayer escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica,
pero sin dejar de pensar en que podrán ser leídas». Esto es, la confesión se mueve
entre el balance personal y la búsqueda de un lector posible. Y, en efecto, el Diario
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será pronto para Arguedas un diálogo múltiple, donde prosigue otras
conversaciones, cita a diversos interlocutores, y entabla un debate con sus colegas
novelistas. El principal interlocutor es Juan Rulfo, con quien Arguedas establece un
vínculo inmediato de paridad. Pero también una identidad dirimente: Alejo
Carpentier, dice, «¡Es bien distinto a nosotros!». Aunque estas opiniones de
Arguedas sobre sus colegas provocaron reacciones más bien polémicas, vistas en
el proceso del libro adquieren otro sentido. En primer lugar, ya este inicial Diario,
tras su tema urgente del suicidio, levanta un paradigma interior: el de la
comunicación transparente, aquella capaz de cuajar el potencial humano y la
belleza del mundo. Lo vemos en los instantes epifánicos, cuando acariciarle la
cabeza a un cerdo, por ejemplo, suscita la comunicación con una alta cascada.
Pero este modelo natural de articulación que late en lo vivo supone el otro modelo,
que es moral. En efecto, la eticidad que sostiene a la identidad vulnerable del
individuo en el diálogo con el otro, como un mutuo reconocimiento, circula en el libro
como otro de sus paradigmas sustantivos. En verdad, sin esta permanente
identificación ética, que mantiene la humanidad del tu en el yo, no se podría
entender cabalmente el proyecto utópico del autor. Por lo tanto, la capacidad de
comunicación es representada como una capacidad de identificación, que provee la
identidad del sujeto en la voz del otro, en las voces de la otredad. Esta validación es
concedida por un sistema de revelaciones internas, que la naturaleza dialógica de lo
real promueve, difunde y renueva. El hombre, en verdad, es agente de este diálogo
convocatorio y celebratorio; y su trabajo más propio es desencadenar nuevas
fuerzas de comunicación y articulación.
disciplinaria y de control.
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una polémica con Julio Cortázar, a la que Arguedas tuvo todavía tiempo de
responder por extenso en su penúltimo Diario de los Zorros. Se trataba, a todas
luces, de un malentendido, tal como Cortázar lo reconoció después. Pero esta fácil
polarización entre el escritor «localista» y el escritor «cosmopolita» suponía otra,
planteada por Mario Vargas Llosa en un infortunado artículo en que dividía a los
narradores latinoamericanos entre «primitivos» y «modernos». No en vano
Arguedas prefiere distinguirse de los escritores «profesionales», cuya noción de
«progreso» disputa. «Vallejo no era profesional, Neruda es profesional», enumera,
refutando la jerarquización que el «oficio» o la «técnica» imponen sobre los
escritores más «instintivos». Pero, en verdad, se trata de un espejismo de la hora:
los años 60 promueven, junto con el éxito de la novela latinoamericana, la noción de
una tecnología textualista y rupturista que, en el optimismo de la hora, adquiere
valores de vanguardismo estético. Irónicamente, ese celo revolucionario del
momento, que el propio Arguedas demuestra con su emotiva adhesión a Cuba, es
compartido junto al optimismo desarrollista de esa hora liberal. Arguedas es de los
muy pocos que desconfía del programa modernizador. Pronto, los proyectos
nacionales reformistas encontrarán sus límites en el sistema financiero
internacional, y los años 70 serán de crisis, violencia, y desintegración del
optimismo político. No es casual que Mario Vargas Llosa cambiara también su
valoración de la obra de Arguedas, la que inicialmente había apreciado; y que al
pasar revista a estas polémicas opiniones de Arguedas terminara perdiendo de vista
el sentido de su generosa demanda.
Pero, como ha visto bien William Rowe, no es posible separar esos trabajos de su
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resistencia, apropiación y recodificación de la cultura andina peruana. Así, Antonio
Cornejo Polar ha adelantado la importancia del sujeto migrante y del proceso de
migración en la obra de Arguedas; lo que implica también su propia errancia de
escritor desplazado y a la vez enraizado, poseído por un rico sentido de pertenencia
y al mismo tiempo descentrado por su agobio anímico y zozobra personal. Pero
cabría adelantar que ese movimiento migratorio, que incluye al sujeto andino como
al mismo autor, tanto al lenguaje nativo como al mismo sentido de una articulación
extraviada, es un desplazamiento cuya dimensión social y humana puede resultar
trágica pero cuya práctica cultural puede ser creativa y desencadenante. Los héroes
migrantes, como la migración misma del sentido, no son solamente víctimas o
victimización sino ejes de transformación y principios de articulación. Esa práctica
se ejerce en su capacidad de supervivencia, adaptación y cambio a través de
mecanismos de reapropiación (nueva información es procesada y readaptada), que
permiten que los sistemas sincréticos y flexibles del exilio aborigen se expandan
sobre los nuevos saberes y formaciones culturales en medios discordantes. Esa
práctica cultural supone, por otro lado, la contaminación de las normas
jerarquizantes, la ocupación de espacios marginalizados, la incorporación de
nuevos lenguajes, la reestructuración, en fin, de una actividad social horizontal que
puede permitir nuevas negociaciones, diálogos y alianzas. Por eso, Chimbote se le
aparece al autor como un formidable laboratorio humano, tan infernal y terrestre
como sobrenatural y utópico.
También conviene recordar que en Los ríos profundos el mercado es uno de los
pocos espacios de diálogo y reafirmación. En efecto, el mercadillo de las
«chicheras» representa el intercambio, la individualización, la comunicación festiva
y horizontal. Estas vendedoras de comida y bebida son agentes mediadores entre
clases y etnias y, como tales, propiciadoras del ágape, el banquete, y la música
regional. Más decisivamente aún, son ellas las que se rebelan contra el estado en
protesta por el monopolio de la sal, y resultan por eso perseguidas por el ejército.
Son una clásica fuerza política liberal, aquella que en todas partes, frente a las
restricciones del estado, demanda un nuevo contrato social o un más libre orden
político. Pero, aun si en el mundo andino no se conoció el mercado, las ferias
asumieron su dinámica de valoración e intercambio; y este mercado de las
«chicheras», en efecto, tiene el color de la feria y su afirmación de los bienes
terrestres.
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la modernidad, se pasara a la orilla del otro, de los otros, de las víctimas de la
modernización, los campesinos. En efecto, en Los ríos profundos la sublevación de
los indígenas es un acto de reapropiación: demandan una misa para matar a la
peste. Es decir, asumen el poder del rito católico como mito propio, capaz de
restablecer el orden cósmico perturbado por la enfermedad. Arguedas se pregunta,
alarmado, si estos nuevos novelistas exitosos no terminarán reafirmando, más bien,
el arte como un privilegio de los vencedores, quienes además escriben la historia. El
«mercado» literario se le aparece como parte del programa modernizante, que
presupone la homogeneidad cultural y la perpetuación de las fuerzas dominantes.
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el lirismo del habla revela las mediaciones, del todo decisivas: la del quechua
original (que impone, por ejemplo, «vuela volando») y la de la oración católica (que
aquí apela al diálogo con un mundo más natural). En esta novela uno de los
substratos más persuasivos será el lenguaje epifánico, esa forma revelada de
diálogo pleno, cuya celebración del mundo, postulación dialógica, sentido redentor
del sacrificio, comunidad oficiante y comunión ritual, me parece que dan forma
interior a las muchas hablas de esta historia de vidas errantes en busca de una
morada en el habla, de un lenguaje de afincamiento. Me ha parecido advertir que
ese lenguaje epifánico es lo que en esta novela prevalece del encuentro del
quechua y el discurso litúrgico.
mujeres: «Dios, agua, milagro, santa estrella matutina…» La oración suma motivos
de la novela (la yerba que resiste en el abismo, el río Santa que retorna caudaloso),
pero también funde algunos de sus lenguajes: el animismo quechua, la oración
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católica, el castellano reciente. Marcas lingüísticas de la migración, del exilio del
habla sin lugar propio, y del desplazamiento del sujeto que disputa las
interpretaciones para articular su propia objetividad. Quien intenta representar las
nuevas mediaciones es otro ejecutor del habla de la adaptación: el porquerizo
Gregorio Bazalar, cuyo español imbuido de quechua aparece como un discurso
político emergente, situado en la necesidad de controlar el espacio adverso.
cualquier caso, la novela está «completa» en tanto libro escrito y editado por el
autor. El fascinante proceso textual que incluye la interpolación, la autoreflexividad,
y el testamento epilogal potencian la ficción en el documento, la novela en
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testimonio, y el relato en gesto autobiográfico. Los pre-textos y post-textos se
desdoblan novelescamente pero también resitúan a la ficción en un nuevo estatuto
de certidumbre narrativa, donde la novela se transforma en objeto cultural ajeno al
Archivo de la normatividad y del canon. El problema de su definición, por lo tanto, es
más que genérico; tiene que ver, más bien, con la radical diferencia de su escritura
y planteamiento narrativo. Allí es donde radica la verdadera y enorme dificultad para
el autor y la no menos inquieta tarea del lector.
desnaturalizador. El «zorro» don Diego le explica a don Ángel, el gerente, que las
comunicaciones tecnológicas, incluidas las computadoras, permiten un espacio que
concilia «los disímiles». Así en la bahía de Chimbote convergen, dice, el Hudson
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con el Marañón, el Támesis con el Apurímac, y hasta París y el Sena. Este espacio
paródico es, en verdad, un mercado actualizado (un anticipo de la ideología del
mercado globalizado que proclamará hasta sus últimas consecuencias el neo-
liberalismo en los años 90), donde los agentes del poder modernizante perpetúan
su explotación. Irónicamente, ese mercado comunicativo promueve la imitación y la
distorsión. Se anuncia como un sub-sistema colonial, incapaz de verdadero diálogo.
Contrastivamente, los mercados de las afueras tienen «más moscas que comida»,
más muerte que vida. Están rodeados de alcatraces hambrientos, verdaderos
emblemas fúnebres.
Pero hasta don Ángel, brazo derecho de Braschi, el gran empresario de la pesca,
reconoce que «en Chimbote está la bahía más grande que la propia conciencia de
Dios, porque es el reflejo del rostro de nuestro señor Jesucristo». Se refiere a la
abundancia natural como un atributo divino, y tal vez al capitalismo salvaje que
destruye esa misma abundancia con su expoliación. De los nuevos barrios de los
migrantes, trazados con orden y comunalmente, dice que «ni la conciencia de Dios
[los] habría imaginado». Estas referencias de implicación religiosa se prolongan, en
seguida, cuando don Ángel refiere el conflicto de dos estatuas de San Pedro, el
patrón de los pescadores; una, modesta pero genuina, que los pescadores asumen
como suya; la otra, más vistosa, comprada por la empresa, pero que al haber sido
visitada por las prostitutas que la empresa acarrea es percibida como
«desbautizada». El conflicto se insinúa: los pescadores demandan que su santo sea
vuelto a bendecir por el Obispo. Enmarañado y oscilante, este capítulo desarrolla la
idea política central de la novela: la industria de la harina, en manos de Braschi,
está montada como un entramado conspirativo. Al modo de una mafia, actúa como
un micro-estado corrupto, cuyas asociaciones, planes y operaciones están
diseñados para explotar el mar, corromper a la fuerza laboral, manipular a los
migrantes, y sabotear el movimiento sindical. (Quizá para no repetir el esquema de
interpretación dominante, la «teoría de la dependencia», Arguedas no insiste en la
racionalidad mecánica de estas explicaciones sino en su versión más bien moral).
Sin embargo, este capitalismo salvaje es también una fuerza que ha generado sus
propias contradicciones, algunas de las cuales ya no puede controlar, ya sea
porque el movimiento social desencadenado es una expresión de las sumas
desiguales del Perú, o porque las polarizaciones que se suceden reestructuran la
significación con nuevos antagonismos y resoluciones. La novela, en fin, no se
limita al reduccionismo socio-económico, no busca reiterar las evidencias; explora,
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desarrolla una versión agónica de esa configuración. El ex-minero Esteban de la
Cruz , enfermo de muerte, y su compadre, el «loco» Moncada, que predica
cargando su gran cruz, representan la parte más humilde y descarnada de la
humanidad doliente. El narrador se demora en revelarnos esa palpitación desnuda
del paria, huérfano y caído. En su poema «Un hombre pasa con un pan al hombro»
César Vallejo había pasado revista a los parias de la urbe en crisis, al mendigo que
«recoge huesos, cáscaras», al condenado que «tose, escupe sangre». Sólo que
don Esteban y Moncada parecen configurar no sólo la condición del paria sino
también, lo que es más intrigante, la penuria de una comunidad cristiana primitiva.
Los anima la solidaria marginación de los herederos de un discurso cristiano roto;
pero, así mismo, un propósito superior a sus pocas fuerzas.
La Biblia —fragmentos del libro de Isaías y al final una parte de una epístola de
Pablo— alimenta a partir de este capítulo, con citas y alusiones, esta inquietante
persuasión cristiana. En primer lugar, este plano de alusiones parece darle sentido
sacrificial al padecimiento sin discurso de las víctimas de la modernización. En
segundo lugar, la vehemencia enunciativa de Isaías, que resuena también tras
algunos poemas de Vallejo, se aviene a esta lengua desasida y tremebunda de la
novela. Pero, lo que es quizá más importante, este lenguaje bíblico posibilita una
mediación entre la vida sin sentido y la muerte sin discurso. Ya que la
representación social se agota en su propia explicación, en las evidencias; y ya que
el mundo es percibido desde la subjetividad alterada por la violencia social, esta
dimensión mítico-religiosa, esta persuasión cristiano-primitiva, posibilita articular la
diáspora andina en la modernización desnaturalizadora como un sacrificio patente y
un renacer latente.
profética.
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los otros migrantes, la lengua es la alegoría de la migración: cada uno ilustra el
estado de su viaje migratorio en el estado de su lengua adoptiva. Todos son
migrantes recientes, pero unos vienen de la sierra del norte, otros de la sierra de
Huaraz, y hasta hay quienes vienen de Puno, del extremo sur andino. Unos revelan
más que otros su pertenencia a la mentalidad mítica, como el patrón de pesca que
habla del último Inca en Cajamarca como si fuera su contemporáneo. Otros, como
Esteban de la Cruz , han pasado por el infierno de la minería, y arriban al infierno
del puerto confirmando que estamos en un mundo al revés, y que la muerte habita
en la vida. Pero, al mismo tiempo, esa conciencia de desdicha agudiza su lenguaje,
forjado entre el quechua y el español, entre la Biblia y el mercado, entre la vida y la
muerte, como un testimonio agonista. Es formidable, por ejemplo, esta frase
castellana de estructura quechua: «Hemos llegado caserío calamina Cocalón
mina». O sea: Así llegamos al caserío de calamina, donde está la mina de Cocalón.
Pero la frase aglutinante quechua posee una resonancia épica, corresponde a las
sagas del descenso al Hades. También es notable la riqueza anímica de esta
descripción epifánica:
Estas mariposas que promedian entre la vida y la muerte, podrían ser mensajeros,
dice el minero, que lloran la muerte de los indios en la mina. Pero Moncada
protesta: «¡... no hay mensajero de nada, compadre! La muerte en Perú patria es
extranjero... La vida también es extranjero». Así, la memoria elocuente de don
Esteban alimenta la prédica sentenciosa de su furioso compadre.
Pero si la vida está tan extrañada como la muerte, si una y otra están desplazadas
por un espacio infernal, quiere decir que las correspondencias entre el mercado y el
cementerio convierten a la ciudad en una necrópolis. Este espacio infernal que
multiplica la muerte desligada supone al extranjero, esto es, al desierto, al
nomadismo sin tregua. Lo extraño, lo «extranjero», es en este sistema aquello que
no está articulado, y que disuelve el sentido de lo local con su jerarquización
implacable. «Verdad verdadera, de justicia su fundamento Dios», sentencia don
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En la segunda parte la novela ingresa a una nueva dimensión del diálogo, esta vez
más resolutivo. Por fin accedemos a un plano más articulado del lenguaje, donde la
actividad comunicativa busca hacer un recuento de experiencias, establecer un
balance de saberes, y postular un porvenir de responsabilidades. Otra vez, los
hablantes migratorios se definen por su modulación oral del español adquirido, esta
vez con una elaboración narrativa mayor, que permite el testimonio o el retrato. En
verdad, posibilitan el curso de la saga migrante de los dirigentes, ya que ahora se
trata de los líderes comunitarios, aquellos que responden por su experiencia y su
medio. Don Cecilio es uno de los narradores decisivos aquí porque su relato modula
la estrategia cultural del migrante, entre alianzas y negociaciones, que amplían
justamente su representatividad comunal, su madurez civil. Los otros hablantes son
el cura Cardozo y Maxwell, el joven nortamericano que se ha mestizado en el
mundo indígena. El diálogo se va convirtiendo en un análisis de la calidad de
compromiso de estos hablantes en sus nuevos márgenes que han empezado a
convertir en umbrales. Para algunos se trata incluso de definir sus opciones.
Cardozo anuncia así su posición:
«—La revolución —se oyó la voz firme de Cardozo— no será obra sino de estos
dos ejemplos, uno divino, el otro humano, que nació de ese divino: Jesús y el
‘Che.’»
A su modo, este cura católico avanza en su propio lenguaje, desde sus fuentes de
fe, hacia la lengua híbrida del diálogo, donde los personajes son, finalmente, héroes
del lenguaje del reconocimiento mutuo.
convertido en una disputa por el sentido (humano, espiritual) del país, del cuerpo
simbólico de una nación posible. Por un lado se levantan los mercados de la
muerte, por otro los discursos de linaje litúrgico y mágico, que confrontan a la
modernización desnaturalizadora con su fuerza regenerativa y su utopía
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comunitaria. Por eso, no se trata meramente de una «utopía arcaica» como ha
dicho, para descalificarla, Mario Vargas Llosa. Se trata, más bien, del más serio
intento de la cultura peruana por sumar una versión de alteridad humanizada. Esto
es, de una utopía del discurso de las sumas de plenitud, donde la muerte ya no sea
la contradicción de la vida, sino parte imbricada de su potencialidad creativa. Es, por
eso, no una utopía formal y normativa sino una en construcción, como el diálogo
mismo, abierta e indeterminada. Una utopía, así, capaz de recuperar para lo
humano el espacio revertido, el desierto o el infierno de los hombres reducidos por
el «mercado» que los compra y los vende. Estamos, así mismo, ante un lenguaje de
profunda intimidad religiosa, cuya reminiscencia litúrgica recorre el espacio infernal
convirtiendo a la palabra en un don reparador. Contra la moneda del mercado, la
palabra es gratuita y regenerativa.
Por eso, la ciudad como Necrópolis supone la pérdida de la Ciudad religadora. Pero
los habitantes del lenguaje mestizo, los nuevos dirigentes y mediadores, los
religiosos que asumen el valor del otro, la creciente hibridez cultural que disputa la
debacle social, podrían también adelantar el principio de una suma de la justicia
salvadora. Esa ciudad del habla del reconocimiento pleno es la utopía más radical,
esto es, la más demandante y celebrante.
Bibliografía:
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