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RICOEUR Y SUS CONTEMPORÁNEOS

Bourdieu, Derrida, Deleuze,


Foucault, Castoriadis
Colección Razón y Sociedad
Dirigida por Jacobo Muñoz
Johann Michel

RICOEUR Y SUS CONTEMPORÁNEOS


Bourdieu, Derrida, Deleuze,
Foucault, Castoriadis

Traducción de Maysi Veuthey

BIBLIOTECA NUEVA
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Johann, Michel
[Ricoeur et ses Contemporains: Bourdieu, Derrida, Deleuze,
Foucault, Castoriadis]
Ricoeur y sus contemporáneos: Bourdieu, Derrida, Deleuze,
Foucault, Castoriadis / Johann Michel; traducción del francés por
Maysi Veuthey. – Madrid : Biblioteca Nueva, 2014.
208 págs. ; 21cm. – (Colección Razón y Sociedad)
ISBN : 978-84-16095-509-6
1. Filosofía 2. Antropología 3. Francia
1 hp
39 jhmc
2adf

Cubierta: José María Cerezo

Título original: Ricoeur et ses Contemporains: Bourdieu, Derrida, Deleuze, Foucault, Cas-
toriadis, Presses universitaires de France, París, 2013.

© Johann Michel, 2014


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

ISBN: 978-84-16095-51-3
Edición en formato digital

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu-
ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los
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tutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Es-
pañol de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Índice

Introducción .................................................................... 11
Capítulo I.—El habitus, el relato y la promesa ................... 27
Habitus e identidad-ídem .............................................. 29
Identidad narrativa e ilusión biográfica .......................... 41
La promesa y sus dilemas ............................................... 50
Capítulo II.—El sentido de la desmesura. Un hegelianismo
con reservas .................................................................... 61
Hegelianismo invertido y hegelianismo quebrado .......... 64
El horizonte kantiano y la ontología heideggeriana ........ 74
El tercero y la cuestión de la justicia ............................... 88
Capítulo III.—El fuera-del-sujeto y el devenir-sujeto ......... 109
La estructura, la intriga y el acontecimiento ................... 114
Fuerza, sentido y deseo .................................................. 119
El deseo, la culpabilidad, la ley ....................................... 129
Capítulo IV.—El cuidado de sí y el cuidado de los otros .... 141
Devenir humano y adulto .............................................. 147
La antropología del sí y la epistemología de las ciencias
humanas .................................................................. 152
El cuidado de las instituciones justas .............................. 156
8 Índice

Capítulo V.—Imaginarios e instituciones ........................... 167


La rehabilitación de lo imaginario social ........................ 169
La lección de los «maestros de la sospecha» a debate.
Mars vs Freud .......................................................... 174
La fuerza de las herencias y la creación social-histórica ... 178
La utopía, ¿concepto mistificador o concepto emanci-
pador? ...................................................................... 183
Conclusiones ..................................................................... 193
Origen de los textos ........................................................ 199
Bibliografía ....................................................................... 201
Para Fabrice Joubard
Introducción

Actualmente ya es casi un truismo decir que Paul Ricœur es


un «filósofo del diálogo». En su caso, la exigencia de diálogo no
tiene que ver con un suplemento de alma, sino con un principio
hermenéutico: contrariamente a la filosofía de la tabula rasa, el
pensamiento solo avanza al apropiarse de un sentido ya presen-
te, la reflexión solo da frutos a través del diálogo, aunque sea
conflictivo, con el «gran libro de la filosofía». Ricœur ha hecho
de este principio hermenéutico un arte de filosofar y un arte de
escribir: no hay problema al que se haya enfrentado que no haya
sido tratado en primer lugar remitiéndose a las tradiciones in-
terpretativas. No se trata de una muestra de pereza de un pensa-
miento que solo puede reflexionar basándose en el pensamiento
de otros; no es síntoma de un pensamiento que busca garantías,
al no poder progresar si no es sobre la base del pensamiento de
los más grandes, ni tampoco se trata de la virtud de la humildad
de un pensador que se sabe precedido por otros. Filosofar filo-
sofando con los otros es, en primer lugar, situarse como «discí-
pulo del sentido» antes de conquistar su devenir.
Este principio hermenéutico no equivale a afirmar que las
tradiciones filosóficas ya lo habrían dicho todo y que única-
12 Johann Michel

mente habría que convertirse en sus intérpretes o, aún peor,


sus turiferarios. En la medida en que se ocupa del sentido de
las innovaciones intelectuales, la hermenéutica ricoeuriana
nunca se traduce en un simple elogio a la tradición, puesto que
siempre se orienta al nacimiento de los nuevos paradigmas fi-
losóficos o científicos. Si solo fuera «anticuaria», según el tér-
mino de Nietzsche, e historia de la filosofía, la obra de Paul
Ricœur no se habría tomado la molestia de confrontar siempre
los pensamientos emergentes de su época, de la fenomenolo-
gía y el existencialismo a las neurociencias, pasando por la
«nueva historia». El discípulo del sentido presente busca al
mismo tiempo un sentido nuevo.
Es cierto que, durante la época culminante de los años 60
y 70, cuando la lingüística estructural se convierte en el mo-
delo dominante de las ciencias humanas y sociales en Fran-
cia, entre los paradigmas innovadores, el estructuralismo
ocupa un lugar preferente en el itinerario filosófico de nues-
tro autor. Formado inicialmente en la escuela de la fenome-
nología, en la que se dedicó a «injertar» la tradición herme-
néutica, Ricœur no rechazó en bloque, ni mucho menos, los
requisitos previos y los resultados de esta «ciencia» innova-
dora. Nada sería más equivocado que considerar a Ricœur
como uno de los más virulentos detractores del estructuralis-
mo a la francesa. De manera semejante a como sucede con
su relación con el psicoanálisis freudiano, Ricœur convirtió
su confrontación con el estructuralismo en un desafío; un
desafío a poco que este paradigma se presente como una
anti-fenomenología: la puesta entre paréntesis, incluso la
erradicación, de la consciencia soberana como donación de
sentido. El estructuralismo puede imaginarse así como una
fenomenología inversa. Ya no es el «mundo» lo que se pone
entre paréntesis en favor de «reducciones» operadas por un
sujeto transcendental: es el propio sujeto transcendental
quien queda fuera de juego en beneficio de una atención a
los «sistemas de signos».
Ricœur y sus contemporáneos 13

En efecto, Ricœur siempre fue muy crítico respecto al es-


tructuralismo como pensamiento englobante y totalizante,
escéptico respecto al paso de una «ciencia estructural» a «una
filosofía estructuralista». En una parte sustancial de su plan-
teamiento, que ya encontrábamos en su Ensayo sobre Freud
[Essai sur Freud]1, hay un gesto epistemológico muy kantiano
que consiste en exponer la justificación y los límites de una
teoría pretendidamente científica. Este gesto es el que le lleva,
por ejemplo, a mostrar que la antropología estructural de
Lévi-Strauss es muy apropiada para analizar las áreas cultura-
les «totémicas», dominadas por las «sociedades sin historia»,
pero que por sí sola es incapaz de explicar la configuración de
las sociedades «kerigmáticas» que se constituyeron a partir de
la tradición interpretativa del testamento judeo-cristiano. En
este último caso, la hermenéutica, como técnica de interpre-
tación de textos, se ve obligada a remediar las carencias de
una antropología estructural en la que la sincronía impera
sobre la diacronía, en la que el sistema neutraliza el aconteci-
miento.
Denunciar las pretensiones abusivas del estructuralismo
no equivale a desligarse de los valiosos análisis estructurales,
incluso para dar cuenta de la dimensión sincrónica de los sis-
temas sociales y textuales de nuestras áreas culturales. Así, la
hermenéutica y el estructuralismo, a pesar de su espacio epis-
temológico propio, están llamados a intercambiar sus perspec-
tivas sobre un mismo objeto como otros tantos «perfiles» irre-
ductibles.

No existe el análisis estructural sin la intelección her-


menéutica de la trasferencia de sentido (sin «metáfora», sin
translatio), sin esa donación indirecta de sentido que insti-
tuye el campo semántico, a partir del cual se pueden discer-

1
P. Ricœur, De l’intrerprétation. Essai sur Freud, París, Seuil, 1965.
14 Johann Michel

nir las homologías estructurales [...]. Pero, a su vez, tampo-


co hay intelección hermenéutica sin la aportación de una
economía, de un orden donde la simbólica signifique2.

Así como no es posible tender ningún puente entre el giro


idealista de la fenomenología de factura husserliana y los re-
quisitos previos del estructuralismo, así el deseo de Ricœur de
injertar la hermenéutica en la fenomenología abre oportuni-
dades inéditas de acercamiento entre las dos tradiciones. La
cuestión no recae solo en el plano epistemológico, sino que
afecta directamente a la constitución del sujeto. En el plano
epistemológico, los análisis estructurales, a lo largo de la se-
gunda hermenéutica de Ricœur centrada en el texto, represen-
tan un momento crucial en la dialéctica del explicar y del com-
prender: el texto, como configuración interna, se autonomiza
respecto a las intenciones de su autor y a su contexto originario
de producción. Los análisis estructurales ofrecen un método
valioso para explicar, en un sentido no causalista, las estructu-
ras internas de un texto. Se puede llegar a decir que el momen-
to «explicativo» se identifica, en Ricœur, con la explicación
estructural. Más aún, la incorporación de la explicación es-
tructural en el modelo epistemológico ricoeuriano es simultá-
neamente la ocasión de rechazar la variante «psicologizante» y
«romántica» de la hermenéutica, que vería al intérprete preten-
der igualarse al «genio» del creador. En este aspecto, Ricœur
no está lejos de compartir con sus contemporáneos estructura-
listas, como Barthes, el principio canonizado de la «muerte del
autor» por poco que «leer un libro es considerar a su autor
como ya muerto y el libro como póstumo»3. Gracias al rigor
de los análisis expuestos por los más eminentes estructuralis-
tas, que correlativamente hacen que «muera» el autor de un

2
P. Ricœur, «Structure et herméneutique», Le Conflit des interpreta-
tions, París, Seuil, 1969, pág. 63.
3
P. Ricœur, «Quést-ce qu’un texte?», Du Texte à l’action, París, Seuil, 1986.
Ricœur y sus contemporáneos 15

texto, la interpretación de los textos recibe claramente un aval


científico sin, además, tener que tomar prestados sus princi-
pios fundadores a las «ciencias de la naturaleza». Gracias a la
explicación, en su variante estructural, una dialéctica fina su-
planta la dicotomía considerada «ruinosa» entre explicar y
comprender que Ricœur imputa a Dilthey4.
La explicación de tipo estructural representa, sin embargo,
solo un «momento», tan necesario como insuficiente, en la
medida en que rechaza por principio la salida del texto fuera
del mundo. La razón de ser del estructuralismo —la constitu-
ción de una ciencia autónoma del lenguaje, del texto, de la
acción— es al mismo tiempo su punto débil: la pérdida del
referente y del mundo—. La clausura lingüística (los signos se
reenvían unos a otros según juegos diferenciales) se muda en
«clausura ontológica»5. Le corresponde entonces a la herme-
néutica, en un movimiento posheideggeriano, tomar el relevo
de los análisis estructurales: porque un texto está destinado a
ser leído, porque un texto es una invitación a reconfigurar el
mundo, su comprensión y su interpretación se desplazan del
autor al lector. Donde el estructuralismo se encierra en las re-

4
La operación de injerto de los análisis estructurales en la hermenéuti-
ca no podría, sin embargo, dejar indemne el estructuralismo en sí y satisfa-
cer a sus más ilustres representantes. Como señala Betty Rojtman, Ricœur
se permite incorporar el momento estructural en el proceso de la herme-
néutica al precio de algunas «mutilaciones» del estructuralismo: «Obvia-
mente, la consideración exclusiva de la inmanencia del texto, propia de la
semiótica, no podría reducirse a un problema de método. Tras esta elec-
ción, lo que se perfila es toda una filosofía del hombre y de la representa-
ción, toda una controversia ideológica [...]. El efecto de reflexión del len-
guaje, que Paul Ricœur querría restringir a un estrecho campo poético, es
para la generación de los años 60 un postulado fundador, característico de
la escritura como tal» (B. Rojtman, «Paul Ricœur et les signes», Cités,
núm. 33, 2008, pág. 69).
5
Jacques Dewitte, «Clôture des signes et véhémence du dire. À propos
de la critique du structuralisme de Paul Ricœur», Cahier de l’Herne spécial
Ricœur, París, Éditions de l’Herne, pág. 99.
16 Johann Michel

laciones de dependencia mutual en un sistema dado, la herme-


néutica se abre al mundo y al ser. No son las presuntas inten-
ciones del autor lo que hay que interpretar, sino las múltiples
recepciones en contextos diferenciados de un texto así des-
reificado. De casi-cosa, el texto se convierte en un laboratorio
de experimentación donde se entabla la confrontación entre el
mundo del texto y el mundo del lector. Así se justifica plena-
mente una dialéctica que se traduce en aforismo en la pluma
de Ricœur: explicar más para comprender mejor. Con esta dia-
léctica, Ricœur lucha en dos frentes: por un lado, ataca la her-
menéutica psicológica y rechaza «el irracionalismo de la com-
prensión inmediata, concebida como una extensión al terreno
de los textos de la intropatía por medio de la cual un sujeto se
transporta a una conciencia extraña en la situación del cara a
cara íntimo». Por otra parte, critica el hiperformalismo estruc-
turalista que «engendra la ilusión positivista de una objetivi-
dad textual cerrada sobre sí misma e independiente de toda
subjetividad del autor y del lector»6.
Al mismo tiempo, la apuesta epistemológica de la consti-
tución de una «ciencia del texto» —que debe, ella misma, pro-
ducir una «ciencia de la acción» por transferencia metodológi-
ca7—, desemboca en una nueva expresión de su antropología
filosófica. Antes que la ilusión o las falsas pretensiones, bajo el
aspecto de una percepción transcendental, de una compren-
sión o de un conocimiento inmediato de sí, Ricœur prefiere
remitirse a las virtudes de la vía larga de la interpretación de las
«mediaciones» en las que la vida humana se objetiva como
obra, lenguaje, instituciones. Les corresponde precisamente a
los análisis estructurales la tarea de objetivar el conjunto de las
mediaciones. Ricœur sustituye el modelo de la comprensión
inmediata del sí mismo por el modelo de la explicación de las

6
P. Ricœur, «De l’interpretation», Du texte à l’action, ob. cit., págs. 32-33.
7
Este es el propósito del segundo ensayo de hermenéutica de Ricœur,
con el evocador título Du Texte à l’action.
Ricœur y sus contemporáneos 17

objetivaciones del yo, sin por ello abrazar un positivismo que


vería a las «ciencias del espíritu» ignorar el destino final de la
explicación: la comprensión mediata de sí mismo (el sí mismo
no incluye solo el «yo», sino el conjunto de las declinaciones
pronominales: tú, vosotros, nosotros...). Además, explicar más
debe dar como resultado comprenderse mejor. Por esta razón,
la hermenéutica del sí, que es la que mejor designa la antropo-
logía filosófica de Paul Ricœur, debe contribuir a sacar del pa-
réntesis al «sujeto», que se había dejado fuera de juego en un
estructuralismo de estricta obediencia. No para volver solapa-
damente a un estructuralismo fundador del subjectum, sino
para exponer una hermenéutica de un sujeto permanentemen-
te en busca de un sentido, de los otros y del mundo. Con esta
idea Ricœur reconstruye una hermenéutica bajo el formalismo
estructuralista, a riesgo de desnaturalizar el propósito de sus
fundadores, pero en mayor beneficio de la constitución de una
hermenéutica totalmente renovada. Así se deduce claramente
de la larga explicación con la antropología estructural de Lévi-
Strauss, que no puede eludir, según Ricœur, la cuestión del
sentido y de los desafíos fundamentales de la existencia:

En el trasfondo del mito hay una cuestión que es una


cuestión sumamente significativa, una pregunta sobre la
vida y la muerte: «¿Nacemos de uno solo o de dos?» Incluso
formalizada en la forma: ¿lo mismo nace de lo mismo o
bien de lo otro?, esta pregunta es la de la angustia sobre el
origen [...] El mito no es un operador lógico entre cual-
quier proposición, sino entre proposiciones que apuntan a
situaciones límite, el origen y el fin, la muerte, el sufrimien-
to, la sexualidad8.

Lo expuesto nos hace pensar que la relación de Ricœur con


el estructuralismo no puede resumirse con la alternativa bina-

8
P. Ricœur, «Qu’est-ce qu’un texte?», ob. cit., págs. 154-155.
18 Johann Michel

ria de la adhesión falta de crítica y el rechazo sistemático. Sin


duda, no puede calificarse a nuestro autor como un pensador
estructuralista. Su familia de pensamiento sigue estando afilia-
da a la tradición hemenéutica. Pero —y esta es una de las sin-
gularidades innegables de su filosofía en el paisaje hermenéu-
tico contemporáneo— incorpora el paradigma estructural, no
como suplemento de alma, sino como necesidad epistemoló-
gica y antropológica, en el proceso de una teoría general de la
interpretación9. En este sentido, no sería equivocado calificar
su hermenéutica de estructural (y no de estructuralista como
filosofía englobante) con tal de que se plantee el estatus de las
«ciencias del espíritu» en el plano epistemológico, y el estatus
del sujeto, en el plano antropológico.
Se podría llegar incluso a calificar su hermenéutica de post-
estructuralista (o mejor, postestructural) en el sentido estricto
de corrientes que atraviesan las variantes del estructuralismo y
movilizan recursos para superar su hiperformalismo y su axio-
ma de clausura interna. Sin embargo, existen dudas de que se
pueda asumir esta expresión para calificar la empresa filosófica
de nuestro autor, porque Ricœur nunca la hizo suya, porque
rara vez forma parte de los pensadores que se agrupan en la
literatura francófona bajo el calificativo genérico de «post-
estructuralista». Esta aceptación contrasta con los numerosos
estudios norteamericanos que pretenden abrir una vía especí-
fica para el postestructuralismo de Ricœur10. Este apelativo no

9
Jean Grondin fue el primero, creemos, en señalar la singularidad de
lo que él llama «la hermenéutica positiva» de Paul Ricœur (véase particu-
larmente «L’herméneutique positive de Paul Ricœur. Du Temps au récit»,
en Ch. Bouchindhomme y R. Rochlitz (dirs.), Temps et récit en débat, París,
Cerf, 1990, págs. 121-138).
10
Entre los primeros estudios que califican claramente la hermenéuti-
ca de Ricœur de postestructuralista, citemos Stephen H. Clark, Paul Ri-
cœur, Londres, Routledge, 1990, págs. 5-7 y G. B. Madison, «Ricœur and
the hemeneutics of the subject», en Lewis Edwin Hahn (ed.), The Philoso-
phy of Paul Ricœur, Chicago, Open Court, 1995. Véase también la impor-
Ricœur y sus contemporáneos 19

tiene, sin embargo, nada de evidente en sí mismo, puesto que


no existe, hablando con propiedad, una escuela o una corrien-
te postestructuralista claramente identificada, pues pocos son
los pensadores que se autodenominan de este modo. Este cali-
ficativo es más bien una reconstrucción retrospectiva, que per-
tenece a la historia de las ideas, con el objetivo de identificar a
una generación de pensadores que marcaron la historia inte-
lectual francesa, principalmente en el período culminante de los
años 60 hasta principio de los años 8011. Estos pensadores, ge-
neralmente filósofos o de formación filosófica, obtuvieron des-
pués un reconocimiento internacional rara vez igualado por
autores franceses contemporáneos. El problema, debido a la va-
cilación conceptual de la apelación genérica «postestructuralis-
mo», es que no existe un verdadero consenso para saber a quién
se debe incluir en esta galaxia intelectual. Si los nombres Derri-
da, Foucault, Deleuze, a veces Bourdieu, se repiten con frecuen-

tante contribución de Mario Valdés («Introduction: Paul Ricœur’s post-


structuralist hermeneutics», en Mario Valdés [ed.], A Ricœur Reader:
Reflection and Imagination, Toronto, University of Toronto Press, 1991,
págs. 21-30) que opone a la clausura semilógica estructuralista una semán-
tica del discurso hermenéutico. Para un debate riguroso de la tesis de Val-
dès, véase el artículo de Banzelā Julio Teixeira («Situating Ricœur within
the hermeneutic tradition», Diviadaan, vol. 17, núm. 3, 2006, págs. 265-292),
que se pregunta sobre la dificultad de catalogar la hermenéutica de Ricœur
entre sus contemporáneos postestructuralistas.
11
En la literatura existente, a fortiori francófona, no se encuentran verda-
deramente definiciones precisas y realmente consensuadas del «postestructu-
ralismo». The Gale Encyclopedia of US History define esta corriente como
«una reacción frente a la ambición del estructuralismo de explorar de una
forma completa y objetiva el conjunto de los fenómenos culturales. Este con-
tramovimiento niega la objetividad de los códigos lingüísticos y culturales, las
categorías de conceptualización e insiste en la inestabilidad de los significa-
dos, de las categorías, la imposibilidad de todo sistema universal de reglas de
dar cuenta de la realidad» (http://www.gale.cengage.com/servlet/ItemDetailS
ervlet?region=9&imprint=000&cf=e&title-Code=&4&id=234117; artículo
consultado el 15/11/2011, la traducción al francés es del autor).
20 Johann Michel

cia para designar este movimiento12, se debe también a la in-


fluencia del otro apelativo que reciben estos autores al otro lado
del Atlántico: la French Theory. Ambas denominaciones no se
superponen, puesto que hay pensadores que se asocian frecuen-
temente con la French Theory pero que difícilmente se pueden
calificar de postestructuralistas. Por otra parte, a veces se inte-
gran en el panorama de la French Theory autores como Lacan o
Barthes, que generalmente se agrupan en la categoría de los es-
tructuralistas, aunque otras veces son considerados como post-
estructuralistas13. Todo esto no facilita las referencias y las iden-
tificaciones claras. La French Theory es una denominación
(como la, a veces conectada, de «posmoderno» que hizo furor
tras su popularización por Jean-François Lyotard)14 más im-
precisa y más englobante que la de «postestructuralismo»15.

12
Johanes Angermüller, «Qu’est-ce que le poststructuralisme français?
À propos de la notion de discours d’un pays à l’autre», Langage et Société,
2007/2, núm. 120. Esta contribución se centra sobre todo en la reapropia-
ción por parte de las ciencias sociales alemanas de los postestructuralistas a
la francesa.
13
El artículo «Poststructuralism» de la Encyclopaedia Britannica. Ency-
clopaedia Britannica Online, incluye a Barthes y a Lacan entre los postes-
tructuralistas (Encyclopaedia Britannica, 2011. Web. 17 junio 2011. http://
www.britannica.com/EBchecked/topic/472274/poststructuralism).
14
Jean François Lyotard, La Condition postmoderne, París, Minuit,
1979. Para una puesta en perspectiva de esta corriente («la crítica de la
crítica), véase Jürgen Habermas, Le Discours philosophique de la Modernité,
trad. Ch. Bouchindhome y R. Rochlitz, París, Gallimard, 2011 y Gilbert
Hottois, De la Renaissance a la Postmodenité. Une histoire de la philosophie
moderne et contemporaine, Bruselas, De Boeck Université, 2001. La crítica
postestructuralista del sujeto coincide en este sentido con la crítica pos-
moderna de la Modernidad racionalista y universalista heredera de la
Ilustración.
15
Como demuestra François Cusset en una obra de referencia (French
Theory, Foucault, Derrida, Deleuze & Cie et les mutations de la vie intellectue-
lle aux États-Unis, París, La Découverte, 2003), la French Theory reagrupa
a autores que tienen especialmente en común una crítica del sujeto gracias a
la relectura de los maestros de la sospecha (Nietzsche, Freud, Marx).
Ricœur y sus contemporáneos 21

El problema aumenta desde el momento que los autores eti-


quetados como postestructuralistas comparten en gran medi-
da una crítica del sujeto moderno similar a la que encontra-
mos en los fundadores del estructuralismo de lengua francesa
(Saussure, Lévi-Strauss, Lacan Althusser...). Desde este punto
de vista, la frontera entre las dos corrientes no está del todo
clara, más aún cuando algunos autores catalogados como pos-
testructuralistas emplean conceptos centrales que arrastran un
anclaje claramente estructuralista (por ejemplo la noción de
campo en Bourdieu, el concepto de diferancia en Derrida).
En estos casos, hay que destacar que rara vez se ha catalo-
gado a Ricœur en una de estas tres denominaciones genéricas
(a excepción del calificativo postestructuralista en los estudios
anglófonos16, a pesar de su larga trayectoria americana (espe-
cialmente en la Universidad de Chicago), a pesar de su crítica
del sujeto fundador y de su relectura de Freud o de Marx17, a
pesar de su incursión en el estructuralismo y su tentativa de

16
Patricia L. Munhall cataloga a Ricœur (con Derrida, Foucault, La-
can) en la corriente postestructuralista (nursing Research. A qualitative pers-
pective, Sudbary, Jones and Bartlett Publishers, 2007, págs. 19-120). El
artículo de Kim Artkins sobre Ricœur en Internet Encyclopedia of Philoso-
phy habla también de Ricœur como «de un filósofo hermeneuta postes-
tructuralista que utiliza el modelo del texto como marco general para ana-
lizar el pensamiento y extenderlo después al estudio de la escritura, del
discurso, de la acción y del arte» (http://www.iep.utm.edu/ricoeur/, artícu-
lo consultado el 15/11/2011; la traducción al francés es del autor).
17
A lo largo de sus muchos años de enseñanza en Estados Unidos,
Ricœur formó a generaciones completas de estudiantes y de discípulos que,
en la actualidad, encontramos particularmente en torno a la influyente
Society for Ricœur Studies fundada por G. Taylos (The Society for Ricœur
Studies pretende ser el equivalente estadounidense del Fonds Ricœur de Pa-
rís). La vitalidad de los estudios ricoeurianos al otro lado del Atlántico
(también en América Latina, que vive una auténtica efervescencia en la
materia desde hace algunos años, particularmente en Brasil, en Argentina
y en Chile) ha dado lugar a la creación de una revista internacional, Études
rocpeiroemmes/Ricœur Studies, publicada por la Universidad de Pittsburgh.
22 Johann Michel

sobrepasarlo. Las condiciones políticas, con una «vena izquier-


dista», de la aceptación, en algunas universidades americanas,
de autores como Deleuze, Derrida o Foucault, tiene mucho
que ver con la exclusión de Ricœur de este grupo. Si dudamos,
como ya hemos dicho, de tildar la hermenéutica ricoeuriana
de postestructuralista (o postestrucutal), puede merecer la pena,
en cambio, comparar esta empresa con la de algunos pensado-
res que son agrupados en torno a este movimiento. Esa es pre-
cisamente nuestra intención; una intención que reconoce des-
de el principio sus límites.
Por otra parte, no pretendemos tratar exhaustivamente a
todos los autores agrupados en torno al postestructuralismo
(menos aún a los que se asocian a la French Theory o al movi-
miento denominado posmoderno), sean de lengua francesa o
no. El diálogo que vamos a entablar se limita a Bourdieu,
Derrida, Deleuze y Foucault. Como dato destacable, añadi-
mos a Castoriadis, a quien no se ha asociado frecuentemente
con el postestructuralismo, incluso aunque su filosofía protei-
forme estuvo profundamente marcada, en especial, por el psi-
coanálisis lacaniano.
Además, si bien nos confesamos especialistas de la obra de
Paul Ricœur, para poder comentarla tras nuestra investigación
doctoral, no tenemos esta pretensión respecto a las obras de
Bourdieu, de Derrida, de Deleuze, de Foucault o de Castoria-
dis. Aunque desde hace muchos años frecuentamos estas obras,
no tenemos la intención de aportar nada nuevo a la gigantesca
literatura derivada que poco a poco se ha ido acumulando en
torno a aquellas: nuestro objetivo es entender mejor el pensa-
miento de Ricœur reflejándolo en el de estas figuras principa-
les de la filosofía contemporánea de lengua francesa.
Por último, sería vano, sin duda, y estaría fuera de nuestras
posibilidades querer entablar este diálogo sobre la totalidad de
las facetas de las respectivas obras de nuestros autores: la com-
paración se limita esencialmente al estatus antropológico del
sujeto en relación con un cuestionamiento de naturaleza ético-
Ricœur y sus contemporáneos 23

política. Sin duda, fue en torno a este núcleo problemático


donde los postestructuralistas entregaron sus mejores armas
intelectuales; fue, igualmente, en torno a este núcleo proble-
mático donde se desarrolló una parte sustancial de la obra de
Ricœur. Otras tantas razones para hacerlas entrar en resonan-
cia. Porque la denominación postestruturalista conserva una
parte de la vacilación conceptual, porque es menos una con-
signa de adhesión que una reconstrucción histórica, porque
hay tantas diferencias importantes entre los pensadores etique-
tados bajo esta denominación como mundos comunes que les
unen, no hemos optado por una comparación sistemática entre
«Ricœur y el postestructuralismo». Hemos preferido compara-
ciones diádicas que conllevan otros tantos pares de tensión.
Podría sorprendernos que Ricœur haya mantenido relati-
vamente pocos debates con sus contemporáneos postestructu-
ralistas. Sin embargo, sería un errar afirmar que no hubo nin-
gún tipo de diálogo. Hay, además, que diferenciar, por un
lado, los auténticos intercambios, que fueron raros, a excep-
ción particularmente del debate con Derrida sobre la metáfora
y el perdón18, y por otro, los textos de Ricœur en los que pue-
de discutir uno u otro análisis de un postestructuralista, sin
que esto haya dado lugar a un debate entre los autores. En este
último caso, hay que distinguir, además, los autores que han
sido objeto de tratamientos consecuentes (Foucault y Derri-
da), sin que, por otra parte, hayan sido figuras centrales y re-
currentes en el pensamiento de Ricœur, los autores rara vez
citados (Bourdieu y Deleuze), y aquellos que prácticamente
no menciona nunca (Castoriadis). Por lo demás, nos llama la
atención comprobar que cuando ha habido controversia, rara
vez concernía directamente (con excepción del interés del sí
mismo foucaultiano) al tema del sujeto y de la ética-política,

18
Véase la respuesta de Derrida («Le retrait de la métaphore», Poésie, 7,
1978, págs. 1-52) a las críticas que le hace Ricœur en La Métaphore vive,
París, Seuil, 1965, págs. 362-364.
24 Johann Michel

sino más bien a los ámbitos de la teoría de los tropos (Derri-


da), la teoría literaria (Deleuze)19 o la epistemología histórica
(Foucault20 y Bourdieu)21.
De ahí el riesgo de nuestra obra: poner en escena un deba-
te entre Ricœur y sus contemporáneos donde realmente no lo
ha habido. Hay riesgo, por una parte, en cuanto que no se
trata de restituir algo que ya ha tenido lugar, sino de construir-
lo totalmente nuevo a partir del trabajo de lectura e interpre-
tación. Hay riesgo, por otra parte, en la medida en que podría-
mos tener una gran tentación de hacer que nuestro autor se
«luciera». No hay «filosofía sin punto de vista», como recalca
el propio Ricœur; el nuestro es heredero directo de una tradi-
ción hermenéutica crítica que ha contribuido a forjar el autor
de Conflicto de las interpretaciones [Conflit des interprétations].
Puesto que nuestro «ricoeurismo» no lo ha sido nunca sin re-
servas, puesto que nunca hemos ocultado algunas de nuestras
simpatías para con autores llamados postestructuralistas, espe-
ramos no ser nunca injustos en nuestras interpretaciones.
Aunque no pretendemos minimizar los conflictos de in-
terpretaciones entre Ricœur y sus contemporáneos, esos con-
flictos no aparecerán necesariamente allí donde podría espe-
rarse. Nada sería más caricaturesco que oponer en este sentido
el antihumanismo22 de los llamados postestructuralistas y el
humanismo que se supone que arrastra la antropología políti-
ca y filosófica de Paul Ricœur. Nada sería más falso y caricatu-
resco, aun cuando el propio Ricœur rechazara llamarse anti-

19
Véase la reapropiación que hace Ricœur de la problemática desarro-
llada en Proust et les signes (París, Puf, 1964) en el segundo tomo de Temps
et Récit (París, Seuil, 1984, págs. 247).
20
Véase los comentrios en torno a L’Archéologie du savoir (París, Ga-
llimard, 1969) en el tercer tomo de Temps et Récits (París, Seuil, 1985,
págs. 392-394).
21
Véase el debate del concepto habitus, en Elias y Bourdieu, en La
Mémoire, L’Historie, l’Oubli, París, Seuil, 2000, págs. 265-266.
22
Luc Ferry y Alain Renaut, La Pensée 68, París, Gallimard, 1988.
Ricœur y sus contemporáneos 25

humanista, en la medida en que comparte hasta cierto punto


la crítica y la deconstrucción del sujeto moderno que podemos
encontrar tanto en Foucault como en Bourdieu, Deleuze o
Derrida. Toda nuestra interpretación se sitúa en el estatus de
este «hasta cierto punto», que precisamente hace de Ricœur un
«postestructuralista» (sin serlo completamente) o, si no, una
categoría específica de postestructuralista, como nos invita a
pensar Lubomir Dolezel en su clasificación23. Por estas razo-
nes, el objeto de nuestra investigación y de nuestra pesquisa
atañe tanto a «Ricœur y los postestructuralistas» como a «Ri-
cœur como postestructuralista entre los postestructuralistas».

23
Lubomir Dolezel (Poetics Today, vol. 21, núm. 4, 2000, págs. 633-652)
cataloga la hermenéutica de Ricœur como una de las cuatro ramas del post-
estructuralismo, con la deconstrucción, las teorías empíricas de la literatura
y el interaccionismo pragmático.
Capítulo I

El habitus, el relato y la promesa

Paul Ricœur y Pierre Bourdieu se ignoraron casi por com-


pleto a lo largo de sus carreras académicas y de investigación.
A excepción de un breve debate sobre el concepto habitus
en La Memoria, la historia, el olvido [La Mémoire, L’Histoire,
l’Oubli], estos dos autores no se citan prácticamente nunca.
A pesar de que Ricœur consagrara una parte importante de su
obra a cuestiones de epistemología de las ciencias históricas y
sociales, de que se enfrentara a algunos de los más prominentes
fundadores de las ciencias del hombre24 (Weber, Schütz,
Mauss, Lévi-Strauss, Halbwachs, Marx...), sin embargo, ma-
nifestó poco interés por la obra sociológica de Pierre Bourdieu.
Y eso a pesar de que no dudó en dialogar con la corriente fran-

24
Sobre la relación de Ricœur con las ciencias humanas, véase la obra
colectiva dirigida por Scott Davidson, Ricœur Across the Disciplines, Conti-
nuum International Publishing Group Ltd., 2010 y la obra colectiva diri-
gida por F. Dosse, P. García y Ch. Delacroix, Ricœur et les sciences humani-
nes, París, La Découverte, 2007.
28 Johann Michel

cesa de la sociología llamada pragmática (Boltanski y Théve-


not), sobre todo a partir de los años 90. Esta relativa indiferen-
cia recíproca puede explicarse por varias razones.
Por una parte, el paso de Bourdieu a la sociología, tras una
formación filosófica, supone una ruptura en su trayectoria res-
pecto al comentario filosófico y de la historia de la filosofía
que se enseñaban en la Universidad en favor de una articula-
ción entre conceptualización científica y el trabajo de campo.
Por el contrario, Ricœur, que es también historiador de la filo-
sofía, construyó siempre su obra personal acudiendo a la plu-
ralidad de las tradiciones occidentales para obtener de allí sus
recursos.
Por otra parte, la herencia filosófica que formó a Bourdieu
fue casi completamente antagónica a la que alimentó el itine-
rario filosófico de Ricœur: la historia de las ciencias (en la filia-
ción de Canguilhem) y la epistemología bacherlardiana frente
a la tradición «psicologizante» de la hermenéutica; el estructu-
ralismo (en la línea de Saussure, de Lévi-Strauss y de Althus-
ser...) frente al existencialismo (ateo o cristiano); el pragmatis-
mo (del «segundo» Wittgenstein) frente a la fenomenología de
factura husserliana25. Más allá del conflicto remanente entre
filosofía y sociología, acerado por la escuela francesa durkhei-
miana, hay realmente una sólida oposición entre las corrientes
filosóficas que dejaron sus huellas en los dos autores.
Por último, hay que añadir dos tipos de compromiso polí-
tico que se enfrentaron, particularmente tras los movimientos
sociales del otoño de 1995. Por un lado, asistimos a una radi-
calización del compromiso antiliberal de Pierre Bourdieu,
convertido en una de las más importantes figuras intelectuales de
la extrema izquierda y, al mismo tiempo, en un intelectual des-
honrado por una parte de la izquierda que buscaba «moder-
nizarse», preocupada por reconciliarse con el mercado y por

25
Véase C. Gautier, La Force du social. Enquête philosophique sur la so-
ciologie des pratiques de Pierre Bourdieu, París, Cerf, «Passages», 2012.
Ricœur y sus contemporáneos 29

desembarazarse correlativamente de los ídolos marxizantes.


Por el otro, el giro «rawlsiano» de Ricœur le orienta, de he-
cho, hacia una «segunda izquierda», social-demócrata, juzga-
do sospechoso por el bando contrario por haber traicionado
«la causa del pueblo» y abandonado «la mano izquierda del
Estado».
A la vista de estos elementos, emprender una comparación
entre Ricœur y Bourdieu debería desembocar inmediatamen-
te en una oposición sistemática, término a término. Sin pre-
tender minimizar el abismo que puede separar a los dos pensa-
dores en numerosos temas, sin embargo, es sorprendente
constatar que el antagonismo no siempre es tan sólido como
pudiera pensarse. Dos contribuciones, una de Philippe Cor-
cuff26, la otra de Gérôme Truc27, van precisamente en este sen-
tido cuando intentan acercar algunas particularidades de la
identidad personal ricoeuriana a varios conceptos vigentes en
el corpus bourdieuano. Nuestra hipótesis de partida es que hay
que situarse en el terreno del estructuralismo y del postestruc-
turalismo para comprender la eventual pertinencia de tal acer-
camiento, no sin señalar la distancia irreductible que separa a
los dos pensadores.

Habitus e IDENTIDAD-idem

La antropología de Paul Ricœur, tal como se presenta en Sí


mismo como otro [Soi-même comme un autre], retoma la pre-
gunta que seduce a la filosofía moderna desde Descartes, Loc-
ke y Hume: ¿existen disposiciones que permiten a un indivi-

26
Philippe Corcuff, «Figures de l’individualité, de Marx aux sociolo-
gies contemporaines», EspaceTemps.net, Textuel, 2005, http://espacetempos.
net/document1390.html (consultado el 20/06/2011).
27
Gérôme Truc, «Une désillusion narrative? De Bourdieu à Ricœur»,
Tracés, 8, 2005, págs. 47-67.
30 Johann Michel

duo permanecer idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo o el


«sujeto», jamás unificado, no es más que un flujo discontinuo
de percepciones y de sensaciones? El planteamiento de Ri-
cœur, para responder a este problema, puede parecer in fine
muy aporético: a medida que busca una permanencia o una
unidad del sujeto, esta se vuelve más huidiza.
Paul Ricœur introduce una primera declinación de la
identidad personal —la identidad-idem o la mismidad— que
parece, sin embargo, responder directamente al desafío de la
evanescencia del «sujeto». Como sugiere su origen etimológico
latino, idem significa lo que no cambia, la identidad-idem
como tal atañe a las cosas en general, sin una consideración
particular por los individuos humanos. Así, cuando Ricœur
habla de permanencia en el tiempo, alude tanto a la estructura
invariable de una herramienta a la que progresivamente haya-
mos ido cambiando todas las piezas como a la permanencia
del código genético humano. Precisamente con la intención
de diferenciar mejor las personas de las cosas, en el debate que
entabla con Peter Strawson, el filósofo introduce la noción de
carácter, que expresa la identidad-idem cuando esta se aplica a
los individuos y a las entidades colectivas.
Elaborado con ocasión de la primera versión de su filosofía
de la voluntad, la noción de carácter no tiene ya el aspecto de
inmutabilidad, de «naturaleza inmutable y heredada» que Ri-
cœur le otorgaba anteriormente. En adelante, el filósofo le
asigna al carácter una apertura temporal que hace que aparezca
claramente la dimensión procesual y constructiva de los rasgos
distintivos que permiten identificar y reidentificar a un indivi-
duo humano como el mismo individuo. Definido como «el
conjunto de disposiciones duraderas por las que se reconoce a
una persona»28, el carácter no es siempre el mismo. Esta di-
mensión procesual impide hacer del carácter una identidad en

28
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, París, Seuil, 1990, pág. 146.
Ricœur y sus contemporáneos 31

sentido sustancialista y se resiste, incluso paradójicamente, a la


asimilación pura y simple del carácter con la identidad-idem.
La dificultad deriva del hecho de que si el carácter tiene una
historia, si ya siempre está construyéndose, entonces no puede
identificarse pura y simplemente con la mismidad. En otros
términos, el carácter no puede asegurar una identidad sustan-
cial al individuo. Este es el sentido de la distinción entre «dis-
posiciones inmutables» y «disposiciones duraderas». Las se-
gundas tienen una historia, las primeras están despojadas de
historicidad. Se entiende fácilmente esta distinción si se consi-
deran los dos tipos de disposiciones duraderas que Ricœur di-
ferencia. Por una parte, la costumbre,

[...] con su doble condición de costumbre que se está con-


trayendo y de costumbre ya adquirida. [...]. Cada costum-
bre así contraída, adquirida y convertida en disposición
duradera, constituye un rasgo —precisamente un rasgo de
carácter—, es decir, un signo distintivo por el que se recono-
ce a una persona29.

Por otra parte,

[...] el conjunto de identificaciones adquiridas por las cuales


lo otro entra en la composición de lo mismo. [...] La iden-
tidad de una persona, de una comunidad, está hecha de
estas identificaciones con valores, normas, ideales, modelos,
héroes, en las que la persona, la comunidad se reconocen.
Aquí, reconocerse en contribuye a reconocerse por30.

Tanto si se trata de costumbres o de identificaciones con, hay


que tener en cuenta cada vez dos dimensiones: lo que ya se ha
adquirido y lo que se está adquiriendo. Sin embargo, es una
aporía en la medida en que, al desear dar una historia y un

29
Ibíd., pág. 146.
30
Ídem.
32 Johann Michel

devenir al carácter, Ricœur ya no puede definirlo rigurosamen-


te con el vocablo identidad-idem. Historizar el carácter equiva-
le, de hecho, a separarlo de la mismidad. Solo la primera con-
ceptualización del carácter, —tal como aparece en Filosofía de
la voluntad [Philosophie de la volonté]— definido como «una
naturaleza heredada e inmutable», puede asimilarlo a la iden-
tidad-idem. La única posibilidad de superar la aporía y de con-
jurar la trampa sustancialista de la identidad consiste, precisa-
mente, en dar una historicidad al carácter, mostrando al mismo
tiempo que las disposiciones, precisamente por ser «durade-
ras», por estar incorporadas a lo más profundo del sí, son resis-
tentes al cambio. Decir que son resistentes al cambio no signi-
fica que estén fuera del tiempo. El precio que hay que pagar
por historizar el carácter, que amputa una de las búsquedas de
Sí mismo como otro, deriva de la pérdida de la parte sustancial
de la identidad.
Así como la primera conceptualización ricoeuriana del ca-
rácter, la de los años 50, está alejada de la sociología de Pierre
Bourdieu, la segunda conceptualización puede tener una fuer-
te resonancia con el concepto central de habitus que recorre
toda la obra del sociólogo. Sin embargo, a primera vista, si nos
atenemos a cuestiones de vocabulario, la noción de carácter,
que, por tradición intelectual, pertenece más bien al léxico de
la psicología, merece toda la desconfianza de una sociología,
de inspiración durkheimiana, que pretende romper epistemo-
lógicamente con todo análisis de la vivencia individual. La
propia noción de identidad, que pertenece más bien a la tradi-
ción filosófica, es extraña a la lexicología bourdieuana, salvo
para denunciar las ilusiones de aquellos que creen posteer una
identidad singular. Las expresiones del tipo «ser uno mismo»,
«construirse uno mismo» se asimilan más a las pre-nociones de
la doxa, aun cuando esta estuviera adaptada al modo existen-
cialista. En el corpus bourdieuano veremos más fácilmente el
léxico de las identificaciones en cuanto operadores de clasifica-
ción, de visión y de división de los individuos en grupos socia-
Ricœur y sus contemporáneos 33

les. Sin embargo, si pasamos por alto estas cuestiones de voca-


bulario, puede sorprendernos la proximidad de la que dan
pruebas el filósofo y el sociólogo cuando definen sus respecti-
vos conceptos: esta proximidad conceptual se cristaliza en tor-
no al lenguaje disposicional.
La herencia conceptual común de los conceptos de habitus
y de carácter se remonta a la Ética a Nicómaco, como lo señala
Ricœur

Aristóteles es el primero en acercar carácter y costum-


bre gracias a la cuasi homonimia entre êthos (carácter) y
éthos (costumbre, hábito). Del término éthos, pasa a hexis
(disposición adquirida) que es el concepto antropológico
de base sobre el que construye su ética31.

Bourdieu y Ricœur no se contentan con retomar este con-


cepto aristotélico. Con medios de investigación propiamente
sociológicos, Pierre Bourdieu actualiza la noción de hexis
cuando define el habitus como un «sistema de disposiciones
duraderas y transferibles»32 en un sentido similar a la segunda
conceptualización de carácter en Ricœur. A veces, el sociólogo
recurre más fácilmente al léxico estructuralista (lo que confir-
ma el parentesco conceptual entre «estructuras» y «disposicio-
nes duraderas»):

Estructura estructurante, que organiza las prácticas y


las percepciones de prácticas, el habitus es también estruc-
tura estructurada: el principio de divisiones en clases lógi-
cas que organiza la percepción del mundo social es él mis-
mo el producto de la incorporación de la división en clases
sociales33.

31
Ídem.
32
P. Bourdieu, Le Sens pratique, París, Minuit, 1980, pág. 88.
33
P. Bourdieu, La Distinction, Critique sociale du jugement, París, Mi-
nuit, 1979.
34 Johann Michel

El segundo plano de la noción de habitus no es solo de


orden estructuralista: este concepto (igual que el concepto co-
nexo campo) se inscribe en el marco de un «estructuralismo
genético» o de un «estructuralismo constructivista»34. Estas ex-
presiones pueden resultar paradójicas, pues la ortodoxia es-
tructuralista no puede admitir, debido a la preeminencia que
le concede a la sincronía, un presupuesto genético o construc-
tivista (dicho presupuesto puede remitir a la vez a la psicología
genética de Piaget y a la sociología constructivista de inspira-
ción schütziana). Por ello, los conceptos habitus y campo (como
conjunto relacional de fuerzas y de sentidos que define las re-
laciones entre disposiciones, posiciones y tomas de posición de
los individuos y de las clases en un mundo social dado) son
conceptos estructuralistas heterodoxos y, por ello mismo, post-
estructuralistas. Hay estructuralismo, por una parte, en la me-
dida en que estructuras sociales objetivas preexistentes predis-
ponen las conductas (estructuras objetivas bajo forma de un
campo, «la historia hecha cosa») y la formación de identidades
(estructuras interiorizadas bajo la forma de habitus, «la historia
hecha cuerpo»). Hay estructuralismo, por otra parte, en la me-
dida en que las relaciones de sentido y de fuerza se definen
relacionalmente en un campo dado. Lo mismo sucede con los
sistemas de identificación en el seno de un habitus dado. Post-
estructuralismo o heteroestructuralismo lo hay, sin embargo,
desde el momento en que los conceptos campo y habitus, a
pesar del carácter «objetivo» de las estructuras y del carácter
«duradero» de las disposiciones interiorizadas, tienen una his-
toria cuya génesis debe reconstruir precisamente la sociología.
La dimensión constructivista del estructuralismo bourdieuano
tiene, en concreto, la ambición de conjurar la reificación o la
sustancialización estructuralista que hace de las estructuras sis-
temas de relación sin historia. El heteroestructuralismo de

34
P. Bourdieu, «Espace social et pouvoir symbolique», Choses dites, Pa-
rís, Minuit, 1987.
Ricœur y sus contemporáneos 35

Bourdieu reintroduce la fuerza de la diacronía en el núcleo de


las «estructuras»: el campo y el habitus son conceptos que pre-
tenden dar cuenta a la vez de las resistencias al cambio y de los
potenciales de transformación y de transposición (transposición
de esquemas de visiones y de divisiones de mundos sociales
unos dentro de otros). La historicidad de los habitus se plantea
a la vez desde el punto de vista del «origen» histórico de las
disposiciones y desde el punto de vista de su proceso continuo
de adaptación y de transformación, tan lento como sea, en
contextos diferenciados. Sería, pues, un contrasentido consi-
derar el habitus como una exteriorización mecánica (e idénti-
ca) de disposiciones contraídas a lo largo de las sucesivas socia-
lizaciones del individuo. Si este fuera el caso, el habitus sería un
concepto sustancialista que caería en la misma vía muerta que
la primera formulación ricoeuriana.
Si, en cambio, resulta fructífero acercar la segunda formula-
ción del concepto carácter de Ricœur y el concepto dinámico de
habitus en Bourdieu es porque los dos autores se enfrentan al
mismo problema; dar cuenta de la fuerza de lo disposicional, sin
caer en las redes de la sustancialización, someter al tiempo lo
que es más resistente al cambio, historizar las «estructuras» que
percibimos como «cosas» intemporales. Enfrentados al mismo
problema, los dos autores solo encuentran una solución sosteni-
ble situándose en un paradigma postestructuralista (genético o
constructivista). No es por casualidad que Ricœur, en una de las
raras alusiones a Bourdieu, le dé plena justificación al concepto
habitus en sociología, después de haberlo discutido antes con
Norbert Elias en el marco epistemológico de la fase de la expli-
cación y de la comprensión en historia. Plena justificación desde
el momento en que la noción habitus permite explicar lo estruc-
turado y lo estructurante en una «dialéctica de la construcción
del sí y de la obligación institucional»35.

35
Paul Ricœur, La Mémoire, l’Historie, l’Oubli, ob. cit., pág. 266.
36 Johann Michel

La proximidad entre carácter y habitus se pone de mani-


fiesto aún más claramente si descomponemos cada uno de los
conceptos. Respecto a habitus, podemos insistir con Gérôme
Truc en releer los primeros escritos de Bourdieu sobre la Cabi-
lia y el Bearne,

[...] para captar con qué sentido particular [el sociólogo]


inviste esta traducción, pues emplea inicialmente con acep-
ciones distintas los términos éthos, hexis, y habitus. Para
abreviar, la hexis designa específicamente el habitus corpo-
ral, disposiciones incorporadas, el ethos lo utiliza con una
óptica weberiana para calificar un conjunto de disposicio-
nes espirituales y éticas, y el habitus se va imponiendo poco
a poco como el término medio, el principio generador y
englobante de los otros dos sistemas de disposiciones, psí-
quicas y físicas, y acaba en los escritos posteriores por impo-
nerse como el concepto estrella36.

Respecto a carácter, lo que Ricœur llama costumbre remite


bastante explícitamente a las disposiciones incorporadas, mien-
tras que lo que llama las identificaciones con remite efectiva-
mente a una dimensión más «espiritual y ética», cercana al
ethos en el sentido de Bourdieu. Los lazos conceptuales costum-
bre/disposiciones incorporadas e identificación con/ethos conver-
gen finalmente en una teoría de la identidad en la que predo-
mina el léxico disposicional de lo sufrido, de lo incorporado,
de lo contraído. La composición del carácter y del habitus está
constituido básicamente por lo impersonal colectivo (valores,
normas, roles...). Por eso, el carácter, en un sentido que habrá
que precisar más adelante, es tan poco sí mismo, incluso aun-
que, al no haber vivido nadie nunca las mismas experiencias,
cada uno esté dispuesto de una manera singular. Vemos así que
incluso la manera que tiene Ricœur de definir el carácter

36
G. Truc, ob. cit., pág. 52.
Ricœur y sus contemporáneos 37

—«conjunto de disposiciones duraderas por las que se recono-


ce a una persona»— manifiesta a primera vista la ausencia de
reflexividad (la mención del «se» impersonal es sintomática a
este respecto).
Sin embargo, si examinamos más de cerca cómo concep-
tualiza Ricœur las identificaciones con, una serie de precisiones
capitales nos permiten salir del registro disposicional único.
Estas precisiones permiten que en el seno mismo del carácter
aparezca una relación consigo que le sitúa a distancia. Mien-
tras que la definición general del carácter no permite que apa-
rezca una reflexividad sobre sí (y es cierto sobre todo para las
costumbres), la conceptualización de las identificaciones con
deja claramente transparentarse una distancia de sí marcada
por la referencia al «reconocerse». Ya no se trata de un recono-
cimiento como proceso de reidentificación de rasgos estructu-
rantes que se opera desde el exterior por un «uno» anónimo:
las identificaciones con no tienen el carácter pasivo de las cos-
tumbres y del habitus bourdieuiano (en el sentido de mecanis-
mos de incorporación). La operación de identificación con es
inseparable de una vuelta reflexiva sobre sí que desemboca en
una modalidad específica del reconocimiento, como reconoci-
miento de sí mismo: «la identidad de una persona está hecha
de esas identificaciones con valores, normas, ideales, modelos,
héroes, en los que la persona, la comunidad se reconocen. El
reconocerse-dentro de contribuye al reconocerse en...»37. Más
aún, la forma reflexiva del reconocimiento implica una moda-
lidad de evaluación ética del sí que nos hace salir del ethos y
manifiesta una disyunción entre el carácter y otra modalidad

37
P. Ricoeur, Soi-même comme un autre, ob. cit., págs. 146-147. Extra-
ñamente, P. Corcuff y G. Truc no señalen en la propia conceptualización
del carácter de Ricœur una modalidad del sí exterior al marco estricto
del ethos y del habitus. La modalidad del «reconocimiento de sí mis-
mo» se desarrollará sobre todo después en Parcours de la reconnaissan-
ce, París, Stock, 2004.
38 Johann Michel

de identidad que Ricœur llama ipse: «[...] La identificación


con figuras heroicas manifiesta claramente esta alteridad asu-
mida; pero esta ya está latente en la identificación con valores
que hace que uno ponga una “causa” por encima de su propia
vida»38.
Lo que separa la conceptualización del carácter en Ricœur
y la conceptualización del habitus en Bourdieu es la referencia
a la reflexividad, al reconocimiento en el sí, al juicio ético
como distanciamiento del ethos. El carácter es una identidad
práctica menos sometida, porque es más reflexiva, que el habi-
tus de Bourdieu. Y es la razón fundamental por la que, a pesar
de innegables proximidades conceptuales, no se pueden super-
poner pura y simplemente los dos conceptos. Ciertamente, la
reflexividad, como retorno reflexivo y lúcido sobre sí, no es
ajena a la sociología de Pierre Bourdieu, pero ese trabajo sobre
sí se lo reserva a la labor del sociólogo, en cuanto que práctica
el autodescubrimiento de su habitus individual, con un socio-
análisis39. Bourdieu otorga al sociólogo (al «sociólogo crítico»)
lo que en gran parte niega a los «agentes ordinarios» y a otras

38
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 147.
39
Es lo que se deduce claramente de la tercera parte de Science de la
science et réflexivité (París, Raisons d’agir, 2000) cuando el autor aplica un
«esbozo de autoanálisis». Señalemos que una lectura menos «causalista» de
la obra de Bourdieu muestra que el sociólogo no excluye algunas prácticas
reflexivas en los agentes ordinarios cuando se trata de distancia con el rol o
con estrategias de diferenciaciones. Es cierto, sin embargo, que la reflexivi-
dad en sentido estricto se identifica con la anamnesis reservada a la labor
del sociólogo. La reflexividad no significa solamente aquí un retorno re-
flexivo sobre el sí y sobre sus prácticas, sino una labor que aspira a la verdad
del sí. Precisemos, por otra parte, que lo que refuerza la lectura «determi-
nista», en el mejor de los casos probabilista, del concepto habitus surge del
hecho de que los análisis de Bourdieu se sitúan generalmente en un nivel
macrosocilógico, donde el instrumento de estudio preferido sigue siendo la
estadística. Lo que significa que a escala microsociológica, situacional, y
utilizando métodos cualitativos de observación, el habitus podría resultar
menos rígido, menos causalista y menos sometido.
Ricœur y sus contemporáneos 39

categorías de agentes sabios como los juristas o los filósofos,


que se mantienen en la ilusión mientras no practiquen el so-
cio-análisis de su habitus.
La importancia acordada a la capacidad reflexiva no signi-
fica en Ricœur una relación de comprensión inmediata del sí
con el sí. Y el objetivo de la «verdad del sí» es lo que impide a
la antropología filosófica de Ricœur virar a una filosofía subje-
tivista denunciada por Bourdieu. Sin duda, Ricœur no niega
en modo alguno la posibilidad de adquirir mayor lucidez so-
bre sí mismo, pero al precio de un «largo rodeo». En otras pa-
labras, la recuperación reflexiva del conjunto de disposiciones
duraderas sedimentadas en lo más profundo del sí, supone la
mediación de procedimientos de objetivación y de métodos de
explicación:

Es tarea de la hermenéutica mostrar que la existencia


no llega a la palabra, al sentido, a la reflexión, más que
procedente de una exégesis continua de todos los signifi-
cados que llegan al mundo de la cultura; la existencia no
se convierte en un sí —humano y adulto— más que apro-
piándose de ese sentido que reside antes «fuera», en obras,
en monumentos de cultura donde la vida del espíritu es
objetivada40.

Esta tarea requiere que la filosofía se apoye en los métodos


de objetivación de las ciencias humanas y sociales, al menos
cuando se basan en el patrón estructuralista heredado de la
lingüística de Saussure. El análisis estructural, en cuanto que
propone un método de objetivación de los sistemas de signos
(lingüísticos, sociales, culturales...), se incorpora al proceso de
la hermenéutica del sí. En estos términos es como hay que
explicar más para comprender mejor (y comprenderse mejor).

40
P. Ricœur, Le Conflit des interprétations, ob. cit., pág. 26.
40 Johann Michel

Lo que el sujeto no puede comprender inmediatamente de sí


mismo, del conjunto de sedimentaciones de su carácter, puede
comprenderlo a condición de haber pasado por una fase de
distanciamiento metodológico practicado por las ciencias hu-
manas y sociales:

El modelo estructural, tomado como paradigma de la


explicación, puede ampliarse más allá de las entidades tex-
tuales a todos los fenómenos sociales, porque su aplicación
no está limitada a los signos lingüísticos sino que se extien-
de a todo tipo de signos que presenten una analogía con los
signos lingüísticos [...]. Por tanto, podemos decir que un
modelo estructural de explicación puede extenderse tanto
como pueda afirmarse que los fenómenos sociales presen-
tan un carácter semiológico41.

Este largo rodeo por las objetivaciones no puede sino re-


cordar el trabajo de objetivación que propone Bourdieu en el
marco, precisamente, de un socio-análisis. Ricœur y Bourdieu
se reencuentran aquí en una postura anticartesiana, en torno a
la misma herencia postestructuralista, a la que hay que añadir
la figura emblemática de Spinoza. Al estilo spinozista, el filó-
sofo y el sociólogo denuncian las ilusiones de un conocimien-
to inmediato de sí a sí y apelan a un método de indagación
susceptible de extraer las causas, las disposiciones duraderas
que nos arraigan menos, es cierto, a la naturaleza que al mun-
do de la cultura. Observemos, sin embargo, que mientras
Bourdieu tiende a veces a reducir este método de objetivación
a la «sociología crítica», Ricœur lo amplía a todas las ciencias
humanas, a poco que estas adopten como fundamento expli-
cativo el análisis estructural.

41
P. Ricœur, Du texte à l’action, ob. cit., pág. 209.
Ricœur y sus contemporáneos 41

Identidad narrativa e ilusión biográfica

Esta lectura de la antropología filosófica de Ricœur no eli-


mina en absoluto el problema recurrente planteado por la per-
manencia en el tiempo. Por un lado, en efecto, P. Ricœur pone
sus esperanzas en la «invarianza» del carácter como «disposicio-
nes duraderas». Por otra parte, niega el «estatus de inmutabili-
dad» al carácter, debido a su dimensión temporal. Frente a esta
aporía de una «invarianza temporal», Paul Ricœur requiere fi-
nalmente la componente narrativa de la identidad personal
para garantizar una concordancia de sí mismo gracias al relato
del carácter. La construcción de la trama del sí es a partir de
entonces el medio preferente de hacer inteligibles y concor-
dantes las transformaciones disposicionales del carácter.

Se comprende entonces que el polo estable del carácter


pueda revestir una dimensión narrativa, como se ve en los
usos del término «carácter» que lo identifican con el perso-
naje de una historia narrada; lo que la sedimentación ha
contraído, puede volver a desplegarlo el relato42.

La capacidad de narrar los elementos heterogéneos de su


existencia, de tramar las costumbres y las identificaciones con
sedimentadas en lo más hondo de sí, exige al mismo tiempo
otra modalidad de identidad personal: la identidad narrativa.
La identidad narrativa es otra modalidad reflexiva del sí, de
distancia con el sí —distinta de la que pasa por el largo rodeo
de las objetivaciones—, que permite salirse del marco reifican-
te del carácter restituyéndole su movimiento retrospectivo y su
historicidad fundamental. Por muy estructurante y estructura-
do que sea el carácter, la identidad narrativa le devuelve una
dinámica interna. La dimensión narrativa de la identidad per-

42
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 148.
42 Johann Michel

sonal impide hacer de ella una identidad sustancialista, parien-


te de todos los defectos identitarios:

Muchos vanos debates sobre la identidad, en particular


cuando tienen por objetivo la identidad de una comuni-
dad, demuestran que hay que volver a situar el carácter en
el movimiento de una narración. Cuando Braudel trata de
La identidad de Francia, se esfuerza, es cierto, en identificar
los rasgos distintivos duraderos, incluso permanentes, por
los que se reconoce a Francia como cuasi personaje. Pero
separados de la historia y de la geografía, lo que el gran
historiador se guarda mucho de hacer, esos rasgos se endu-
recerían y darían ocasión a que se desencadenaran las peo-
res ideologías de la «identidad nacional»43.

La identidad narrativa desvela una modalidad del «quien»


de la identidad personal que reactiva una reapropiación pro-
piamente personal de la historia del sujeto. La introducción de
la identidad narrativa marca en este aspecto un alejamiento
con una concepción rígida del habitus, como destaca pertinen-
temente Gérome Truc:

La narración permite dinamizar la identidad e infor-


mar de las estabilizaciones subjetivas del proceso de sedi-
mentación que producen el carácter o, en otros términos,
comprender cómo la ipseidad puede conducir a una modi-
ficación de la mismidad, cómo los habitus pueden modifi-
carse de forma, digamos, endógena44.

Se pueden hacer varias lecturas de esta nueva modalidad


de la identidad personal. La identidad narrativa puede definir-
se restrictivamente. Es lo que se deduce en concreto del sexto
estudio de Sí mismo como otro. La identidad narrativa se cons-

43
Ibíd., pág. 148.
44
G. Truc, ob. cit., pág. 54.
Ricœur y sus contemporáneos 43

truye aquí gracias a una doble operación de «transferencia»:


por una parte, la transferencia de la operación de construcción
de la trama de la narración —recuperación del mythos aristoté-
lico— a los personajes de la narración; por otra parte, la trans-
ferencia de la operación de la construcción de la trama de los
personajes de las narraciones a los propios individuos por me-
dio del acto de la lectura. A esta última operación, Ricœur le
da el nombre de refiguración (cercano al concepto de aplica-
ción que encontramos en la hermenéutica de Gadamer). Por la
frecuentación de relatos de historia y de ficción, el lector expe-
rimenta construcciones de tramas que le sirven de soporte para
narrar y hacer inteligibles sus experiencias de vida. La refigura-
ción de operaciones de construcción de tramas ficticias o his-
tóricas provoca un distanciamiento narrativo del conjunto de
disposiciones duraderas: «La literatura se revela como un vasto
laboratorio para experiencias del pensamiento en las que el
relato pone a prueba los recursos de variación de la identidad
narrativa»45. Las restricciones que pesan sobre la extensión de
la identidad narrativa a todo relato del sí están ligadas a la elec-
ción misma del modelo de configuración narrativa. En efecto,
de este modelo están explícitamente excluidos los relatos de
ficción que marcan algo más que una ruptura —un cisma—
con el paradigma de la construcción de la trama de Aristóteles.
Si algunos relatos de la literatura contemporánea, como el
Nouveau Roman, tienden más a la disonancia, lo informe y
el caos, si los personajes de relato son, en último extremo,
inexistentes, eso significa concretamente que el propio lector
pierde toda identidad en virtud de esta famosa operación de
transferencia. ¿Cómo relatarse si el tiempo está totalmente
descronologizado, si no se puede nunca restablecer un orden
inteligible de los acontecimientos, si el sentido se deja engullir
por el no-sentido? De hecho, la operación de refiguración solo

45
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 169.
44 Johann Michel

puede tener los efectos previstos sobre la identidad personal si


el lector da preferencia a un relato en el que predomina un
principio de concordancia narrativa y de identificación de los
personajes.
No obstante, se puede hacer una lectura o una apropiación
mucho más extensiva de la identidad narrativa, eliminando,
precisamente, las restricciones que pesan sobre la conceptuali-
zación anterior, y reconocer de este modo una competencia
narrativa a todos los individuos, a poco que se establezca una
distancia narrativa con el sí. Entonces podría hablarse, con el
fenomenólogo David Carr46, de narratividad para calificar este
nivel fundamental (ontológico) de autoconstrucción narrativa
del sí, sin presumir formas de expresión particulares de cons-
trucción de la trama. En otras palabras, la identidad narrativa
tal como ha sido conceptualizada en su acepción restrictiva es
solo una expresión particular de una narratividad fundamental
que se define simplemente como la capacidad que tiene un
individuo o una colectividad de narrarse. De ahí la importan-
cia para las ciencias sociales de localizar las narraciones de sí
mismo irreductibles al modelo de la construcción de la trama
heredado del esquema aristotélico.
El concepto de identidad narrativa se puede prestar a una
tercera lectura inscribiéndolo en el problema de la «verdad de
sí». ¿Permite la reflexividad inmanente a la construcción de la
trama de la historia de su vida un mejor conocimiento de sí
mismo o no es más que otra ilusión del sujeto sobre sí mismo?
¿Contribuye la identidad narrativa a devolverle una posición
fundadora al sujeto reflexivo? Para Ricœur es irrefutable que la
identidad narrativa es una modalidad singular de compren-
sión y de interpretación del sí. Pero el filósofo no tiene una
visión ingenua o maravillada de esta modalidad de identidad

46
David Carr, «Epistémologie et ontologie du récit», en J. Greisch y
R. Kearney (eds.), Les Métamorphoses de la raison herméneutique, 1991,
París, Cerf, págs. 205-214.
Ricœur y sus contemporáneos 45

personal. Por otra parte, la identidad narrativa no es una con-


figuración permanente y paralizada de sí mismo. Desde el fi-
nal del tercer tomo de Tiempo y narración [Temps et Récit],
Ricœur insiste claramente en la inestabilidad y la fragilidad
principial de la identidad narrativa:

Así como se pueden componer diversas tramas respec-


to a los mismos sucesos (que, por eso mismo, ya no mere-
cen llamarse los mismos acontecimientos), del mismo
modo siempre es posible urdir distintas tramas, incluso
opuestas, sobre su propia vida. En este sentido, la identidad
narrativa se hace y se deshace constantemente47.

Por otra parte, la construcción de la trama de su vida en


modo alguno supone acordar al individuo un poder soberano
sobre él mismo. Las historias de vida de cada uno están enma-
rañadas con las historias de otros (lo que pongo en relato es
más un sistema de relaciones con los demás que han jalonado
mi existencia). De hecho, los extremos de mi existencia (los
primeros años y la muerte) pertenecen más a la historia de
otros que a la mía propia. Ricœur recuerda constantemente en
este sentido que si yo puedo convertirme en el narrador de mi
existencia gracias a operaciones de construcción de la trama,
sin embargo, no soy su autor, «sino, a lo más, según la termi-
nología de Aristóteles, el coautor, el sunaition»48. Por tanto,
sería un contrasentido pensar que la conceptualización de la
identidad narrativa en Ricœur devuelve secretamente al sujeto
una posición fundadora.
¿Podemos decir, sin embargo, que la identidad narrativa
resulta de una «ilusión biográfica»? Cuando Pierre Bourdieu
habla de esta ilusión, no se refiere directamente al concepto de
Ricœur, sino al «estrepitoso» retorno de nuevos métodos cua-

47
P. Ricœur, Temps et Récit, ob. cit., pág. 446.
48
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 189.
46 Johann Michel

litativos de investigación en ciencias sociales heredados de la


Escuela de Chicago, eclipsados durante un tiempo después de
la guerra debido al dominio de los métodos cuantitativistas.
Pero en esta querella de métodos, precisamente lo que está en
juego es la problemática del sujeto y de la identidad. Bourdieu
señala tres ilusiones principales en el hecho de otorgar credibi-
lidad a los relatos de vida. Por una parte, el sociólogo destaca
una ilusión individualista según la cual habría «historias in-
dividuales» o singulares; ilusiones que de este modo ocultan
las disposiciones esencialmente sociales que producen lo que
uno es. Por otra parte, señala una ilusión teleológica debido
a la cual

[...] la «vida» constituye un todo, un conjunto coherente y


orientado, que puede y debe ser aprehendido como expre-
sión unitaria de una «intención» subjetiva y objetiva, de un
proyecto [...]. Esta vida organizada como una historia (en el
sentido de relato) se desarrolla, según un orden cronológico
que es también un orden lógico, desde un comienzo, un
origen, en el doble sentido de punto de partida, de inicio,
pero también de principio, de razón de ser, de causa prime-
ra, hasta su término, que es también un fin, una realización
[...]. El sujeto y el objeto de la biografía (el entrevistador y
el entrevistado) tienen de algún modo el mismo interés en
aceptar el postulado del sentido de la existencia relatada (e,
implícitamente, de toda existencia)49.

Por último, Bourdieu desenmascara por medio de esta


«creación artificial del sentido», la ilusión subjetivista de un
dominio del sentido de la existencia de un sujeto que cree re-
cuperar una posición de soberanía.
¿Alcanza esta crítica de la ilusión biográfica a la conceptua-
lización ricoeuriana de la identidad narrativa? No, por varias
razones, si se tienen en cuenta las precauciones expresadas por

49
P. Bourdieu, Raison pratiques, París, Seuil, 1994, págs. 81-82.
Ricœur y sus contemporáneos 47

Ricœur. Por una parte, la ilusión individualista no desacredita


la conceptualización de una identidad narrativa que construye
precisamente una trama con disposiciones duraderas que re-
miten más a lo anónimo que a lo individual. Por otra parte, la
ilusión teleológica no merma en absoluto la formulación de
una identidad narrativa, «frágil e inestable», que se hace y se
deshace constantemente, sin finalidad a priori. Por último, la
ilusión subjetivista no alcanza en absoluto la expresión de una
identidad narrativa que descansa en un fundamento heme-
néutico anticartesiano. Desde este punto de vista, G. Truc tie-
ne razón al precisar que Bourdieu y Ricœur comparten un
mismo presupuesto antisubjetivista.

[...] el que actúa no en ningún caso el autor de su acción


[...]. Esto queda perfectamente claro en la obra de Pierre
Bourdieu, que se basa en primer lugar y sobre todo en la
distinción entre sentido práctico, del agente implicado en
la acción, y sentido teórico, tomado desde el punto de vista
del autor. El término agente conviene más, de hecho, a
Bourdieu que el de actor, pues el agente es actuado tanto, si
no más, como no actúa: en un sentido, lo que actúa en él es
el habitus, y por medio del habitus se expresa y se revela
como autor toda la estructura social incorporada50.

Particularmente con motivo de su polémica con A. Mac-


Intyre, en el sexto estudio de Sí mismo como otro, Ricœur dirige
una crítica, que podemos considerar en términos biográficos, a
la concepción narrativa del filósofo americano. Al menos en este
aspecto, no hay lugar para oponer la formulación de identidad
narrativa en Ricœur y la estrategia de desvelar ilusiones biográfi-
cas a la manera de Bourdieu. Más aún, la estrategia de la sospe-
cha está lejos de estar ausente en la antropología ricoeuriana:
desde el prefacio de Sí mismo como otro, el filósofo muestra cla-

50
G. Truc, ob. cit., pág. 55.
48 Johann Michel

ramente que en ningún caso ha roto con una hermenéutica de la


sospecha, que él vuelve a situar en la filiación de Nietzsche o de
Marx. La insistencia en las capacidades, las competencias del
sujeto para decir, para hacer, para narrar, para imputarse una
acción, tiene siempre como contrapartida una actitud de sospe-
cha respecto a la realidad (o a la sinceridad) de estas competen-
cias. La justificación de esta hermenéutica de la sospecha está
próxima, desde este punto de vista, a una sociología del «desve-
lamiento» en la línea posmarxista que profesa Pierre Bourdieu.
Ahora bien, la relación se queda aquí. Dos principios funda-
mentales que forman parte de la hermenéutica de Ricœur nos
separan de la sociología del «desvelamiento». Por una parte, la
estrategia de la sospecha respecto a las competencias del sujeto
tiene como contrapartida lo que Ricœur llama la atestación.
Mientras que la sociología de Bourdieu y de sus epígonos se man-
tiene en la línea de la oposición verdad/ilusión, Ricœur introduce
una pareja de oposiciones más hermenéutica que epistemológica:

Primordialmente, la atestación se opone a la noción de


episteme, de ciencia, tomada en el sentido de saber último y
autofundamentador. En esta oposición es donde parece exigir
menos que la certitud ligada a la fundamentación última. La
atestación, efectivamente, se presenta en primer lugar como
una suerte de creencia. Pero no es una creencia dóxica, en el
sentido en que la doxa —la creencia— tiene menos categoría
que la episteme —la ciencia, o mejor, el saber—. Mientras que
la creencia dóxica se inscribe en la gramática del «creo que», la
atestación pertenece a la del «creo en». En esto se acerca al
testimonio, como muestra su etimología, en la medida en que
es en la palabra del testigo en lo que se cree. De la creencia o,
si se prefiere, del crédito que se liga a la triple dialéctica de la
reflexión y del análisis, de la ipseidad y de la mismidad, del
sí-mismo y del otro sí-mismo, no se puede remitir a un nin-
guna instancia epistémica más elevada51.

51
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., págs. 33-34.
Ricœur y sus contemporáneos 49

La única actitud posible para el sociólogo crítico de la so-


ciedad es la de la sospecha respecto al sentido que los agentes
se dan a sí mismos y a sus acciones. Cualquiera puede enzar-
zarse en una creencia dóxica —«en el creo que»— mientras no
haya practicado una auténtica socio-génesis —equivalente a la
episteme para Ricœur. Para el sociólogo crítico, toda creencia es
por naturaleza dóxica. Esa no es la actitud de la hermenéutica.
Si bien la actitud de la sospecha respecto a sus propias capaci-
dades y las de los demás forma parte de su procedimiento,
también tiene, recíprocamente, como corolario una postura
de atestación, es decir, de confianza en el poder de decir, de
hacer, de narrarse. Para el hermeneuta, cualquier creencia no
se reduce a la doxa. Y esta es precisamente la razón por la que
la identidad narrativa no se reduce a una ilusión biográfica.
Además, la categoría central de atestación nos acerca a una
«sociología de la sociedad crítica» según el modo boltanskiano,
donde se trata de hacer explícito y de dar testimonio al mismo
tiempo «de lo que la gente es capaz»; capaz no solo de criticar
la sociedad, de proceder a denuncias públicas (incluidas gra-
cias a categorías sociológicas introducidas en el sentido co-
mún), capaz de incluirse en la construcción de una trama, de
liberar relaciones de fuerza. Es particularmente cierto cuando
los individuos se ven ante situaciones en las que tienen que
justificar algo:

La tarea del sociólogo está entonces encaminada a re-


constituir la competencia a la que los actores tienen que
poder acceder para producir, en situaciones determinadas,
argumentos aceptables por los demás o, dicho de otro
modo, convincentes, es decir, argumentos capaces de satis-
facer una pretensión de inteligibilidad y dotados de un alto
grado de objetividad52.

52
Luc Boltanski, L’Amour et la justice comme compétences, París, Métai-
lié, 1990, pág. 61.
50 Johann Michel

La postura hermenéutica ricoeuriana se distiende aún más


radicalmente de los principios de la sociología crítica en virtud
del lugar reservado al sociólogo en su relación con los agentes
sociales. Si los agentes sociales ignoran el sentido oculto de sus
actos y de su identidad, corresponde al sociólogo crítico, situa-
do en una posición de exterioridad (al menos cuando está en
su «laboratorio», para emplear la terminología de Boltanski),
desvelar ese sentido oculto, es decir, el habitus de los indivi-
duos. Ricœur no dejó de combatir, en nombre de la finitud de
toda comprensión, esta posición dominante que recuerda la
actitud platónica que hace del filósofo el guardián de la episte-
me mirando desde arriba a esos que viven arraigados a la doxa,
aunque fuera con la voluntad de liberarlos de sus cadenas, pa-
sando de las sombras de la doxa a la luz de la episteme. Desde
luego, el hermeneuta Ricœur no es el perspectivista Nietzsche
o el relativista Latour y, por tanto, no pretende borrar las fron-
teras entre conocimiento común y conocimiento sabio, pero el
autor de Ideología y la Utopía no duda, junto a Habermas, en
desenmascarar —contra las pretensiones del positivismo y de
cientifismo— las ideologías, las ilusiones o los intereses pre-
sentes en todo proyecto científico.

La promesa y sus dilemas

Falta por examinar una última declinación de la identidad


personal. Esta modalidad de la identidad se presenta como
otra forma de responder al problema de la permanencia del sí
en el tiempo. Cuando la identidad personal tiende a confun-
dirse con el carácter, la respuesta al ¿quién soy yo? queda como
recubierta por la respuesta al ¿qué soy yo? En otras palabras, la
identidad de un individuo se reduce al conjunto de sus dispo-
siciones duraderas, que contribuyen a reidentificarlo como mis-
mo. Siguiendo a Pierre Bourdieu, la única manera de respon-
der a la duda empirista sobre la permanencia del yo, más allá
Ricœur y sus contemporáneos 51

de la diversidad de las sensaciones y de las percepciones, es de


orden sociológico. Es decir, para Bourdieu el habitus represen-
ta la función del «yo trascendental» de Kant, asegurar la uni-
dad del sujeto en el tiempo:

Sin duda, podemos encontrar en el habitus el principio


activo, irreductible a las percepciones pasivas, de la unifica-
ción de las prácticas y de las representaciones (es decir, el
equivalente, históricamente constituido, por tanto, históri-
camente situado, de ese yo cuya existencia se debe postular,
según Kant, para dar cuenta de la síntesis de lo diverso sen-
sible que se da en la intuición y del vínculo de las represen-
taciones en una conciencia)53.

Por iconoclasta que sea (hacer representar a las disposicio-


nes «empíricas» la función kantiana de un yo «trascendental»),
¿no se expone esta solución al riesgo, señalado, sin embargo,
por el propio Pierre Bourdieu, de sustancializar y de deshisto-
rizar la identidad? La originalidad del proceder de Ricœur para
responder al mismo desafío consiste en distinguir modalidades
de permanencia del sí irreductibles a estas disposiciones dura-
deras —modalidades que muestran una disyunción entre el
«quien» y el «que» de la identidad personal, cuando el ipse deja
de coincidir con el idem. Mientras que un sociólogo como
Pierre Bourdieu tiende a reducir la identidad personal al habi-
tus, es decir, al que de la identidad personal, Ricœur toma en
consideración otras maneras de ser sí.
Entre esas relaciones éticas con el sí, la promesa o, más
exactamente, el mantener las promesas, interesa particular-
mente a Ricœur en la medida en que atañe directamente al
problema de la permanencia del sí en el tiempo. Ricœur no
considera la promesa como un acto de lengua, como un per-
formativo (en el sentido de Austin) como los demás. En efecto,

53
P. Bourdieu, Raison pratiques, ob. cit., pág. 84.
52 Johann Michel

cuando se da y se mantiene la palabra, un acto así implica una


relación inédita, no solo respecto al otro, sino también respec-
to al sí: el mantenimiento del sí. Ricœur es perfectamente cons-
ciente de que la promesa no agota otras modalidades existen-
ciales de «mantenimiento del sí»; lo sabe tanto más cuanto que
toma este concepto de Heidegger. Pero más que «cumplir» el
contenido del mantenimiento del sí por «una resolución antici-
pante frente a la muerte» a la manera heideggeriana, Paul Ri-
cœur prefiere remitirse a una resolución ética que comprome-
te al sujeto ante el prójimo. La decisión de dar preferencia a la
promesa frente a otra modalidad de mantenimiento del sí de-
pende por tanto de una elección ética del filósofo Ricœur,
elección ética que ofrece una garantía particular de permanen-
cia en el sí a lo largo del tiempo:

La palabra mantenida expresa un mantenimiento del sí


que no se puede inscribir, como el carácter, en la dimensión
del algo en general, sino únicamente en la del ¿quién? Aquí el
uso de las palabras es de nuevo una buena guía. Una cosa es la
perseveración del carácter; otra, la perseverancia de la fideli-
dad a la palabra dada. Una cosa es la continuación del carác-
ter, otra la constancia en la amistad [...]. El cumplimiento de
la promesa [...], parece que constituye un desafío al tiempo,
una negación del cambio: aunque cambiara mi deseo, aunque
cambiara de opinión, de inclinación, «me mantendré»54.

Al insistir en la oposición entre el mantenimiento del sí y


la perseveración del carácter con la intención de acotar mejor
la dimensión propiamente ética de la ipseidad, P. Ricœur no
quiere en absoluto arriesgarse en contrapartida a escindir por
completo la identidad personal. Por eso le acuerda a la identi-
dad narrativa una función mediadora entre los dos polos
opuestos de la identidad personal:

54
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 149.
Ricœur y sus contemporáneos 53

Al narrativizar el carácter, el relato le devuelve su mo-


vimiento, abolido en las disposiciones adquiridas, en las
identificaciones-con sedimentadas. Al narrativizar la in-
tención de la verdadera vida, le da los rasgos reconocibles
de personajes amados o respetados. La identidad narativa
mantiene unidos los dos extremos de la cadena: la perma-
nencia en el tiempo del carácter y la del mantenimiento
del sí55.

Paul Ricœur no vacila en reconocer que esta mediación es


en sí misma frágil, no solo por la inestabilidad de la identidad
narrativa, sino, por añadidura, debido a las formas de disposi-
ción y de intrincación del carácter y de la promesa. Según un
primer caso, lo hemos visto, la identidad-ipse tiende a confun-
dirse, sin coincidir, sin embargo, nunca con él, con el habitus:
en ausencia de mantenimiento del sí por la palabra cumplida,
el individuo debe lo esencial de su permanencia en el tiempo
a las disposiciones duraderas de su ethos y de su hexis. Bajo este
aspecto es cuando el habitus toma el lugar de la función trans-
cendental del «yo pienso», según una vía trazada por el propio
Bourdieu. En un segundo caso, la identidad-ipse se despliega
sin ninguna intrincación con el carácter. Se trata de una rela-
ción ética con sí y con el otro que se emancipa de todo arrai-
gamiento en las «disposiciones duraderas». Esta relación ética
define una experiencia-límite cuando el sujeto se ve enfrenta-
do a su propia nada, experiencia en el curso de la cual ya no
puede reconocerse en las disposiciones adquiridas que se supo-
ne que lo constituyen. ¿Conduce necesariamente esta crisis de
identificaciones a una pérdida completa de identidad? No si la
promesa está situada por encima de este aniquilamiento de sí
mismo. Esta experiencia-límite desemboca en una ética de ins-
piración levinasiana que puede llegar hasta la sustitución del sí
por el otro:

55
Ídem.
54 Johann Michel

El «Heme aquí» por el que una persona se reconoce


como sujeto de imputación marca un alto en la divagación
a la que puede conducir la confrontación de sí mismo con
una multitud de modelos de acción y de vida, algunos de
los cuales llegan incluso a paralizar la capacidad de compro-
miso firme. Entre la imaginación que dice «Puedo intentar-
lo todo» y la voz que dice «Todo es posible, pero no todo es
beneficioso (entendámonos: para el prójimo y para ti mis-
mo)», se instala una sorda discordia. Esta discordia es lo
que transforma el acto de la promesa en frágil concordia:
«puedo intentarlo todo», es verdad, pero «aquí me quedo»
[...] La cuestión se convierte en «Quién soy yo, tan versatil,
para que, sin embargo, cuentes conmigo?56

Sin embargo, ¿qué pasa cuando las promesas que el sujeto


se compromete a cumplir pueden entrar en conflicto entre
ellas? Cómo mantenerse en el tiempo si el otro ya no puede
contar con el autor de la promesa? Este conflicto queda particu-
larmente resaltado en la película La Promesse [La Promesa]
(1966), dirigida por los hermanos Dardenne. Podemos arries-
garnos a este cotejo —análisis fílmico y conceptualización fi-
losófica— porque, por una parte, la refiguración de Ricœur
nos invita a mostrar cómo las obras de ficción constituyen
«laboratorios» en los que se experimentan variaciones imagi-
nativas en torno a posibilidades de existencia; por otra, porque
Marlène Zarader ya ha consagrado soberbias páginas a poner a
prueba el paradigma ricoeuriano de la promesa al amparo de
un sutil análisis de la ficción de los hermanos Dardenne57.
La trama de la película, que recordamos aquí someramen-
te, no descansa en una promesa, sino en dos maneras de pro-
meter, dos tipos de fidelidad. Igor, un joven adolescente, tra-
baja eventualmente para su padre (Roger) en una empresa

56
Ibíd., pág. 198.
57
Marlène Zarader, «La promesse et l’intrigue (phénoménologie, éti-
que et cinéma)», Cités, ob. cit., págs. 83-96.
Ricœur y sus contemporáneos 55

constructora que explota a trabajadores clandestinos. Como


consecuencia de una caída muy grave, uno de los clandestinos,
de origen burkinés, está a punto de morir y le pide a Igor que
le prometa que se encargará de su mujer (y de su hijo), que
también está en la «empresa». Igor da su palabra. Pero el cum-
plimiento de esta promesa choca con la decisión del padre,
que quiere deshacerse de esta mujer (vendiéndola a unos
proxenetas) —testigo molesto para poder la continuidad de su
«negocio».
Toda la trama descansa en la tensión que vive el adolescen-
te entre dos polos del mantenimiento del sí: la identidad del
personaje queda dividida entre dos tipos de promesa o de fide-
lidad. La primera concierne a una modalidad propiamente
ética de la promesa, en el sentido definido por Ricœur «los
extravíos de su existencia», Igor responde por un «Heme aquí»,
«Aquí me quedo» que da un nuevo impulso a su existencia, un
nuevo comienzo donde el cumplimiento de palabra se con-
vierte en la charnela de su existencia y de su identidad en el
modo de la ipseidad. La segunda concierne a una categoría
específica que remite finalmente más a las identificaciones con:
se trata de una disposición muy interiorizada desde la más tier-
na infancia, a saber, la fidelidad, el respeto, la deuda que siente
el niño respecto a sus padres. A diferencia de la primera cate-
goría de promesa, activa, que tiene su origen en una decisión,
en una elección, en un compromiso firme, la segunda procede
de una disposición social a la fidelidad, de una promesa implí-
cita que entra en el marco de un ethos tipificado social y cultu-
ralmente (que también puede interpretarse, como hace Zara-
der, en términos psicoanalíticos: la relación fusional del padre
y del hijo). La fidelidad implícita hacia el padre se inscribe
plenamente en el del marco de la componente de las identifi-
caciones con del carácter (del ethos en el sentido de Bourdieu).
Como señala con pertinencia Zarader, Igor se construye con la
imagen y los símbolos de su padre en una relación de espejo
que refuerza su mismidad:
56 Johann Michel

En el carácter entendido como polo estable de la iden-


tidad personal, yo soy el otro, —a ciegas—. Igor lo demues-
tra: todo él está atravesado, estructurado, «ocupado» por
Roger. En la película, todas las relaciones entre padre e hijo
subrayan esta misidad pervertida (donde el mismo es el
otro): Roger le regala a su hijo el mismo anillo, dibuja en su
hombro el mismo tatuaje, cantan, en fin, la misma canción
a coro en la inolvidable escena del karaoke58.

Las dos categorías de promesa y de fidelidad remiten final-


mente a dos relaciones irreductibles con el prójimo. Como
ethos o como identificación con, el otro se reduce al mismo o se
confunde con el mismo: se niega la alteridad del otro. Como
palabra cumplida, como compromiso firme, otro mantiene el
sí en el tiempo, sin confundirse nunca con él. Madeleine Za-
rader, en su análisis fílmico, va más lejos que el propio Ricœur;
las variaciones imaginativas y éticas en torno a la película de
los hermanos Dardenne enriquecen considerablemente el es-
tatus de la alteridad implicado en la promesa:

Si el personaje de Igor encarna la difícil transición del


idem al ipse, es porque tiene dos experiencias diferentes de
la alteridad. Su relación con Roges es fruto de una confu-
sión con el otro; su relación con Hamidou/Assita lo arranca
de esta confusión [...]. Para que la promesa pueda grantizar
la ipsiedad, no basta con que se le haga a otro, es necesario
que ese otro impida toda confusión conmigo. Ahora bien,
es precisamente esto lo que la película escenifica. El otro al
que Igor ha dado su palabra es el extranjero, el negro, el
clandestino, que atrae su personalidad fuera de sí mismo:
no aquel con el que podría confundirse, sino el que le saca
de sí mismo59.

58
Ibíd., pág. 93.
59
Ibíd., pág. 94.
Ricœur y sus contemporáneos 57

En sí misma, la promesa no es necesariamente constitutiva


de una auténtica ipseidad ética, irreductible al ethos o a las
identificaciones con. Para una sociología de inspiración bour-
dieuana, toda práctica de promesa quedará sistemáticamente
inscrita en un sistema de intercambio regido por un ethos, este
mismo definido por un conjunto de obligaciones recíprocas
interiorizadas, que actúa como disposiciones adquiridas que
obligan a los individuos a cumplir con su palabra en determi-
nadas circunstancia (por eso hemos buscado en Bourdieu una
solución sociológica para resolver el problema de la unidad del
yo). Para una sociología o una filosofía de inspiración ricoeu-
rieana, una práctica como la promesa se analizará preferente-
mente como una competencia ética del individuo que se sale
del marco estrictamente de las fuerzas disposicionales, que se
sale de las casillas del habitus (por tanto, hay que hablar aquí
de una solución ética al problema de la continuidad del sí).
No obstante, del mismo modo que podemos preguntarnos
si una ipseidad puede emanciparse completamente del carácter,
incluidas las situaciones límite de extravíos del sí, podemos
preguntarnos si la promesa, definida en términos éticos, puede
emanciparse completamente de los actos de promesas tipifica-
dos socialmente. ¿Un ser despojado de toda disposición dura-
dera, seguiría siendo socialmente humano? ¿Cómo imaginar
un ser definido únicamente por el cumplimiento de sus pro-
mesas? ¿No sería una idea límite la disyunción radical de la
ipseidad y del idem? La historia de Igor quizá no sea tanto la de
una asunción de la pura ipseidad como la de la tensión entre el
ethos de la fidelidad y la ética de la promesa. Es esencial, desde
luego, distinguir, por un lado, una obligación de prometer vi-
vida como una pura (auto)coacción social interiorizada, y por
otro, un compromiso, una elección de mantener la palabra.
Pero los actos de promesas son repertorios de sentidos arraiga-
dos en las culturas bajo la forma de tradiciones. El compromi-
so firme de un individuo de mantener la palabra difícilmente
puede extraerse de las «gramáticas» socio-culturales de com-
58 Johann Michel

promiso y de fidelidad definidas como identificaciones con nor-


mas, héroes, personajes de novelas. Es decir, difícilmente se
concibe una ipseidad ética desligada por completo del soporte
social y cultural de las disposiciones duraderas. Aquí nos mo-
vemos en la frontera entre ethos y ética.
Si Ricœur y Bourdieu pueden compartir, hasta cierto pun-
to, una concepción similar del «sujeto», eso se debe en gran
parte, más allá de la conflictividad de las tradiciones intelec-
tuales que han contribuido a su formación, al terreno postes-
tructuralista y a un fondo ontológico spinozista que les es co-
mún. Su convicción común: el «sujeto» no es el «dueño del
sentido». Su ambición común: hacer surgir un «sujeto» más
lúcido sobre sí mismo gracias a un largo rodeo explicativo de
las objetivaciones y las determinaciones del sí (la vía larga de la
hermenéutica confluye, sin confundirse con él, con el proyec-
to de un socioanálisis). Sus concepciones próximas de la iden-
tidad personal: insistir en el peso de las disposiciones durade-
ras (tanto si se habla de carácter como de habitus) que estruc-
turan las identidades y orientan las conductas, sin nunca
sustancializarlas (es decir, historizándolas).
Ricœur, sin embargo, se distancia de Bourdieu al preten-
der distinguir otros componentes de la identidad personal.
Además de la identidad narrativa (la cual proporciona una
«historia» al carácter al relatarlo), que escapa con mucho a
las objeciones de la ilusión biográfica, lo que sobre todo da
una solución al problema del mantenimiento del sí, irreduc-
tible al polo de disposiciones duraderas, es la palabra dada y
mantenida. Se puede conjeturar que Bourdieu habría duda-
do seriamente de la posibilidad de diferenciar una ipseidad
separada del polo del habitus y situaría, por tanto, los tres
componentes de la identidad personal diferenciados por Ri-
cœur en el mismo registro: las estructuras estructurantes-
estructuradas. En esto se separa sin duda del camino del so-
ciólogo que no quiere aventurarse en absoluto en el terreno
normativo de la ética, y el del filósofo preocupado por cons-
Ricœur y sus contemporáneos 59

truir una pequeña ética: «vivir con y por los demás en insti-
tuciones justas».
Al margen de este «conflicto de facultades» —que habría
que relativizar, debido, por una parte, a los compromisos polí-
ticos y a los últimos escritos «militantes» de Bourdieu en la
colección «Raison d’agir», y por otra, al papel de la promesa en
Ricœur—, al margen, pues, del conflicto entre filosofía y so-
ciología, hay un reto decisivo respecto a la articulación y la
separación del ethos y de la ética de la promesa. Nosotros com-
partimos con Ricœur la exigencia de diferenciar claramente lo
que atañe a una disposición social interiorizada-exteriorizada a
la fidelidad y lo que atañe al cumplimiento de la promesa
como compromiso firme. Por el contrario, dudamos, en la lí-
nea bourdieuana, de la posibilidad ontológica de una desco-
nexión de la ipseidad de todo arraigo en el ethos. Se puede
considerar, entonces, la ética de la promesa como una disposi-
ción duradera (a cumplir la palabra), reflexionada y asumida,
donde se pasa así de someterse a una disposición inconsciente
(registro del ethos) a la conciencia activa de una toma de posi-
ción que equivale a tomar la palabra y comprometerse (regis-
tro de la ética).
Capítulo II

El sentido de la desmesura.
Un hegelianismo con reservas

Si Ricœur y Bourdieu se ignoraron casi totalmente, aun-


que sus respectivas obras tengan más que decirse de lo que
habitualmente se piensa, Ricœur y Derrida, de generaciones
diferentes, se frecuentaron en numerosas ocasiones a lo largo
de sus itinerarios intelectuales y personales. Sería falso, en efec-
to, considerar a Derrida como discípulo lejano de Ricœur, in-
cluso teniendo en cuenta que el primero fue asistente del se-
gundo en La Sorbona60. Pero, según confesiones del propio
Derrida, la obra y la persona de Ricœur jugaron una función
iniciática en, al menos, dos momentos clave de su trayectoria
intelectual: por una parte, durante su formación en los estu-
dios husserlianos, cuando «este gran lector de Husserl», el tra-
ductor de Ideen, le «enseñó a leer» la fenomenología y, en cier-

60
En el contexto académico de la época, los «asistentes» gozaban en
realidad de gran libertad respecto a los Profesores.
62 Johann Michel

to modo, le «sirvió de guía»61, por otra parte, cuando Ricœur


le descubrió Totalidad e Infinito [Totalité e infini] de Levinas.
Este descubrimiento acrecentó un poco más la deuda que De-
rrida dice reconocer con Ricœur. Si realmente nunca hubo
relación entre el maestro y el discípulo, de lo que no hay duda
es de que hubo admiración recíproca entre los dos hombres,
Ricœur veía en Derrida uno de los mejores filósofos de su ge-
neración62. A diferencia de Ricœur y Bourdieu, Ricœur y De-
rrida se formaron en tradiciones muy próximas, sin contar con
los nuevos paradigmas que no cesaron de debatir: además de
la raíz husserliana y heideggeriana de la fenomenología, hay
que añadir la travesía común de Freud y de los «estructuralis-
tas», el recordatorio constante de la metafísica, la omnipresen-
cia de Levinas, la importancia que conceden al lenguaje y a la
dimensión simbólica de la existencia, las mismas preguntas so-
bre la memoria, la acción y la justicia63.
Sin embargo, es obligado reconocer la ausencia de con-
frontación sistemática entre Ricœur y Derrida con la notoria
excepción de un debete más antiguo sobre el estatuto de la
metáfora y de una discusión más reciente en torno a la memo-
ria y al perdón. Estas dos excepciones son, no obstante, sinto-
máticas de las épocas a lo largo de las cuales se cristalizaron
estos debates: contexto estructuralista y ya postestructuralista
(años 60 y 70) a propósito del estatus de la metáfora; contexto
ético-político (años 90 y 2000) a propósito de la cuestión de la
memoria y de la justicia. Que entre Ricœur y Derrida haya

61
J. Derrida, «La Parole. Donner, nonmer, appeler», Cahiers de l’Herne
(número especial Ricœur), ob. cit., pág. 21.
62
Véase F. Dosse, Les Sens d’une vie, París, La Découverte, 1997,
págs. 255-256.
63
Respecto a las influencias comunes que se ejercieron conjuntamente
sobre Ricœur y Derrida, véase la obre de Eftichis Pirovolakis, Reading De-
rrida and Ricœur. Improbable Encounters between Deconstruction and Her-
meneutics, Nueva York, Suny Press, 2010, págs. 5-7. Esta obra constituye el
estudio más completo sobre Ricœur y Derrida.
Ricœur y sus contemporáneos 63

herencias intelectuales comunes, preocupaciones comunes, es-


tima mutua, no significa en absoluto que haya que superponer
sus respectivas obras. En una primera lectura, parece que lo
que predomina es, sin llegar a hablar de abismo, la heteroge-
neidad, a fortiori a la vista de los planteamientos que habitual-
mente se hacen de los dos filósofos64. ¿Qué hay de común
entre, por un lado, el arquetipo del pensador ricoeuriano, a
menudo asimilado al reformismo de la izquierda cristiana,
ocupado en preservar las herencias para descubrir en ellas la
fuerza creadora y, por otro lado, el arquetipo del pensador de-
rridiano, que simboliza para toda una generación la vanguar-
dia política, la defensa de las minorías en lucha contra la in-
fluencia del Logos occidental? ¿Tiene que pensarse el proceder
humano bajo el signo de una tradición innovadora, goberna-
da por el juego de las interpretaciones y de las reinterpreta-
ciones, o bien bajo el signo de una «destrucción» de las he-
rencias culturales, metafísicas, éticas y política, hasta tal pun-
to son juzgadas estas como arbitrarias, fuentes de violencia y
de dominación?
Para responder a estos interrogantes, es necesario acometer
un diálogo en parte indirecto entre estos dos arquetipos filosó-
ficos, puesto que la voz en común de Ricœur y de Derrida se
ha mantenido relativamente tenue. Tendremos pues que asu-
mir la postura de un tercero que filosofa, no con una voluntad,

64
A lo largo de las conversaciones que ha mantenido, F. Dosse resalta
la tensión existente entre los jóvenes investigadores entre la atracción inte-
lectual por Derrida o por Ricœur, a pesar de la diferencia de estatus univer-
sitario que había entonces entre los dos filósofos. Es cierto, por ejemplo,
para Françoise Dastur y Vincent Descombes, pero sobre todo para Jean-
Luc Nancy, los tres embarcados en un trabajo de investigación bajo la di-
rección de Ricœur. Vincent Descombes reconoce, sin embargo, que si tra-
bajó con Ricœur no fue tanto porque sentirse próximo a la hermenéutica
ricoeuriana como porque Ricœur aceptaba dirigir investigaciones icono-
clastas como estudios sobre Lévi-Strass (véase F. Dosse, Les Sens d’un vie,
ob. cit., págs. 433-434).
64 Johann Michel

sin duda ilusoria, de reconciliación o de falso sincretismo, sino


con el objetivo de examinar una proximidad intelectual una y
otra vez contrariada por una diferencia no menos esencial.

Hegelianismo invertido y hegelianismo quebrado

Si se puede hablar de «tentación hegeliana» a propósito de


Ricœur y de Derrida es porque el «espectro de Hegel siempre
sale de algún armario»65 cuando se trata de afrontar la posibi-
lidad de totalizar el proceso histórico, la dinámica del Estado
o bien la adecuación del sujeto consigo mismo. Si hay «tenta-
ción hegeliana», es debido al movimiento mismo de la filosofía
cuando esta tiene a convertirse en sistema, a volverse sobre sí
misma, en una totalidad sin infinito. La respuesta al «reto he-
geliano» no se traduce, ni en Ricœur ni en Derrida, en una
indiferencia respecto al espectro de la totalidad, sino en un
verdadero combate intelectual en el que cada uno presenta su
propia resistencia filosófica inaugurando los tiempos post-
hegelianos.
Sin embargo, la antropología filosófica de Paul Ricœur pa-
rece a primera vista que se adapta a la dialéctica aplicada en La
Fenomenología del Espíritu [Phänomenologie des Geiste] 66. Re-
chazando la postura cartesiana de una coincidencia del sujeto
consigo mismo, Ricœur comparte con Hegel el presupuesto
ontológico por el cual la vida es esencialmente deseo67 y, añada-

65
P. Ricœur, Temps et Récit, t. 3, París, Seuil, coll. «Essais», 1985,
pág. 343.
66
Hegel, La Phénoménologie de l’Esprit, trad. J.-P. Lefebvre, París, Au-
bier, 1991.
67
Más concretamente es el «deseo del deseo» lo que alimenta el motor
de la dialéctica hegeliana, a saber, no el «deseo inmediato» que muere en el
objeto deseado, sino el «deseo del deseo» de otra conciencia que se mani-
fiesta en Hegel en la «lucha por el reconocimiento». Respecto a este punto,
véase La Phénoménologie de l’Esprit, ibíd., págs. 143-176, y los comentarios
Ricœur y sus contemporáneos 65

mos con Spinoza, «esfuerzo por ser», o con Jean Nabert, «afir-
mación originaria»68. Esta dimensión casi vitalista (en el senti-
do estricto de la primacía acordada a la «vida» y al «deseo») de
la antropología ricoeuriana, a menudo desconocida, no invali-
da en modo alguno la idea de una conquista de sí mismo, te-
niendo en cuenta que esta deriva de una situación del hombre
en el ser que impide toda adecuación previa del sujeto con él
mismo. Del mismo modo, la «conciencia inmediata», en prin-
cipio perdida como archè, debe dar paso a una «conciencia
segunda», de acuerdo con una teleología que Ricœur toma de
nuevo de Hegel. En efecto, la conciencia está vacía mientras
que no haya recorrido por medio de la reflexión todas las «fi-
guras del espíritu», todos los «documentos» depositados por la
vida y por la historia. El sujeto, insiste Ricœur siguiendo a
Hegel,

[...] no es el que uno cree. Para acceder a su ser verdadero,


no basta con que descubra la inadecuación de la conciencia
que tiene sobre sí mismo ni, tampoco, la fuerza del deseo
que lo pone en la existencia. Necesita además descubrir que
el «devenir consciente», por el que se apropia del sentido de
su existencia como deseo y como esfuerzo, no le pertenece
a él, sino que le pertenece al sentido que se hace en él. Ne-
cesita mediatizar la conciencia de sí por el espíritu, es decir,
por las figuras que dan un telos a ese «devenir consciente»69.

La importancia acordada a la mediación revela un proceso


de reflexión que no funciona en vacío, a la manera de la aper-
cepción del cogito cartesiano, sino que se articula en torno a
una proyección del sujeto sobre su existencia individual, cultu-

de Alexandre Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, París, Gallimard,


1968, págs. 11-37.
68
J. Nabert, Élements pour une éthique, París, PUF, 1962.
69
P. Ricœur, De l’interprétation. Essai sur Freud, «L’ordre philosophique»,
París, Seuil, 1965, pág. 481.
66 Johann Michel

ral, histórica, con vistas a conquistarla. Aquí se comprende


mejor por qué Ricœur implanta una hermenéutica en una fi-
losofía mediata y reflexiva: para comprenderse y poseerse me-
jor, es necesario interpretar las huellas en las que se objetiva la
vida. Este es el movimiento que Ricœur reconoce en la feno-
menología hegeliana:

Una exégesis de la conciencia consistiría en una progre-


sión a través de todas las esferas de sentido que una con-
ciencia debe encontrar y de las que se debe apropiar, para
examinarse ella misma como un sí, un sí humano, adulto,
consciente [...], la conciencia es solamente la interioriza-
ción de este movimiento, que es preciso recuperar en las
estructuras objetivas de las instituciones, de los monumen-
tos, de las obras de arte y de cultura70.

Renunciar a Hegel, en estos términos es como Paul Ricœur


hace su «duelo», como él mismo precisa, del filósofo alemán.
«Renunciar» no significa para él «abandonar» o «renegar»,
sino, al contrario, «no dejar de atravesar» y, al mismo tiempo
resistir una y otra vez a las «fuerzas de seducción» del sistema
hegeliano —aunque sea para sentirlo como una «herida»71—.
El signo de esta resistencia no es otro que el de un alegato por
la diferencia en nombre de toda empresa de totalización. Ri-
cœur conserva de este modo la dialéctica hegeliana, pero de-
purándola del Saber absoluto.
Que haya una diferencia que impide todo proceso de tota-
lización, aparece en primer lugar en el nivel de la posición del
deseo. Enfrentando a Freud con Hegel, Ricœur pretende mos-
trar que la mediación del deseo a través de un «aprendizaje de
los signos y de las figuras» no tiene término, en el sentido de
que la «reflexión total» ininterrumpidamente se aplaza, se tras-

70
Ibíd., pág. 485.
71
P. Ricœur, Temps et Récit, t. 3, ob. cit., pág. 372.
Ricœur y sus contemporáneos 67

lada, se difiere. No solo no se suprime el deseo en cuanto tal,


pues siempre está mediatizado, sino que, además, este es en
parte refractario a toda empresa significante, a semejanza de
los «afectos puros», teorizados por Freud, que no están ligados
a ninguna representación, según el mecanismo de una «ener-
gética pura». En este sentido es en el que, expone Ricœur

[...] la vida es irrebasable. Y el término mismo de sí


—Selbst— señala que la identidad consigo mismo depende
de esa diferencia consigo, de esa alteridad siempre renacien-
te que reside en la vida. Es la vida lo que se convierte en el
otro, donde el sí no cesa de conquistarse.

El Saber absoluto vuelve a ser «herido» cuando Ricœur se


resiste a la teleología inmanente de la Fenomenología del Espíri-
tu, según la cual una «figura» histórica expresa la verdad de lo
que la precede. Aquí es donde tiene lugar la hybris de la filoso-
fía hegeliana de la Historia, que sabemos que tiene un sentido
unívoco: «la autorrealización del espíritu» en libertad. En este
punto, la resistencia de P. Ricœur se traduce en un plano mo-
ral y político. Según él, en la historia, nada puede reducirse a
este sentido unívoco, aunque fuera admitiendo la justificación
de un «ardid de la Razón», que, con motivo de la realización
de la Libertad, legitima «que se aplasten flores silvestres en su
camino». En otras palabras, en nombre de las «víctimas de la
historia», la filosofía rechaza toda totalización del proceso his-
tórico, sobre todo cuando esta totalización se despliega en una
conciencia que se pretende soberana. Este recuestionamiento
del Saber absoluto está ligado, entre otras cosas y debido a la
finitud de toda comprensión, a la incapacidad de recapitular la
totalidad de los «signos» o de las «figuras» en la conciencia, ya
que la reapropiación del sujeto por sí mismo es una «tarea in-
finita». Si todo es un asunto de mediaciones, estas solo pueden
ser «imperfectas». Esta es la diferencia que separa a Ricœur de
Hegel y que impide que una conciencia, aunque sea la del fi-
68 Johann Michel

lósofo del Saber absoluto, determine un sentido unívoco a la his-


toria, sobre todo cuando esta Historia es la de los «vencedores».
Con Ricœur, el sistema absoluto explota, dejando tras de
sí solo un hegelianismo quebrado. La resistencia ético-política
de Paul Ricœur no es ajena a la «obsesión totalitaria» que recorre
toda su obra. Con los campos de cadáveres que las dos guerras
mundiales dejaron a su paso, ya no puede reivindicar con se-
riedad un «ardid de la Razón». Romper políticamente con He-
gel equivale, en este sentido, a dejar de creer en una teodicea y
a desprenderse de la pretensión de Europa de totalizar la His-
toria del mundo:

[...] El europeocentrismo murió con el suicidio político de


Europa durante la Segunda Guerra Mundial, con el desga-
rramiento ideológico producido por la Revolución de Oc-
tubre y con el retroceso de Europa en la escena mundial
debido a la descolonización y al desarrollo desigual —y,
probablemente, antagónico— que opone a las naciones in-
dustrializadas al resto del mundo [...]— Lo que se ha des-
hecho es la sustancia misma de lo que Hegel había intenta-
do conceptualizar. La diferencia se ha rebelado contra el
desarrollo, concebido como Stufengang72.

Al afirmar una filosofía de la diferencia contra la totaliza-


ción hegeliana, Paul Ricœur converge con el proyecto de la
filosofía derridiana. ¿No es, acaso, la misma diferencia que está
en el núcleo del cogito, en el núcleo del proceso histórico y
cultural, la que preocupa a los dos filósofos?73 Cuando Derrida
emprende la vía de la «deconstrucción», no solo ataca el siste-
ma hegeliano, sino que aspira a desmontar los resortes del con-

72
P. Ricœur, Temps et Récti, t. 3, ob. cit., págs. 369-370.
73
Eftichis Porovolakis (Reading Derrida and Ricoeur. Improbable En-
counters between Deconstruction and Hermeneutics, ob. cit., pág. 4) pone
acertadamente en relación directa la problemática derridiana de la no-pre-
sencia y la ricoeuriana de la mediación.
Ricœur y sus contemporáneos 69

junto de la tradición metafísica occidental. Ya se sabe lo que


esta empresa debe al gesto filosófico inaugurado por Heideg-
ger. Es una crítica de los conceptos metafísicos que tiene por
objetivo remontarse hasta sus fuentes, a saber, el «pensamiento
onto-teológico» que da testimonio del «vagar del ser». La de-
construcción heideggeriana tiene, recíprocamente, una ambi-
ción positiva y reveladora: sacar a la luz la significación del Ser
a través de la historia de la metafísica occidental y revelar al
mismo tiempo el origen existencial que se encuentra allí disi-
mulado.
En Jacques Derrida, el concepto ciertamente está tomado
de Heidegger, pero está orientado a una problemática diferen-
te: poner en evidencia, bajo las estructuras de sentido, la acti-
vidad de «trazar», de inscribir «intevalos» (espaciamento y
temporalización) para producir diferencia. Derrida acota así la
unidad impura de un «diferir» (rodeo, retraso...) cuya econo-
mía excede a los recursos del Logos clásico. Aquí, la decons-
trucción derridiana se cruza con la hermenéutica ricoeuriana a
poco que sus respectivas ambiciones se dediquen a mostrar
que el «sentido», lejos de ser transparente, no puede aspirar a
ninguna totalización, a ninguna «presencia». Poniendo el én-
fasis en la «desproporción», en el «no-dominio del sentido», en
la «fisura del Cogito», Ricœur y Derrida participan conjunta-
mente en la «deconstrucción» del Logos, de las Ideas, del Espí-
ritu, del Sujeto.
Sin embargo, sabemos que Ricœur nunca se mostró parti-
dario de la «deconstrucción», en el sentido concreto que le da
Derrida. El paso que Ricœur se niega a dar no es otro que el
del reduccionismo radical de la «deconstrucción», cuando esta
reduce toda la historia de la metafísica a la filosofía de la pre-
sencia. Hay, efectivamente, que poder totalizar la historia del
pensamiento, como se propone Derrida, para intentar desve-
lar un invariante que la constituya de manera unilateral. En
conjunto, el pensador de la deconstrucción se sitúa en el «es-
trato» más profundo de la historia del pensamiento, destacan-
70 Johann Michel

do en Lévi-Strauss el mito del pueblo primitivo, en Rousseau,


el mito de la presencia de la propia palabra74, en Freud, el mito
de la escena primitiva75. Todo sucede como si la iniciativa
derridiana tuviera que invertir el proyecto hegeliano —susti-
tuyendo un pensamiento de la presencia, de la unidad, de la
identidad por un pensamiento de la diferencia, de la distancia,
de la alteridad—, pero retomando finalmente una dialéctica
que le es próxima: «totalizar» la historia del pensamiento
bajo el metaconcepto de presencia. De manera que habría
que hablar de hegelianismo invertido para caracterizar la de-
construcción derridiana, por oposición al hegelianismo que-
brado que caracteriza, en el mejor de los casos, la hermenéu-
tica ricoeuriana.
La concepción esencialmente plural de la historia de la fi-
losofía que encontramos en Paul Ricœur impide a la vez la
profecía «de una muerte de la metafísica» y la reducción de
esta a una búsqueda única de la presencia. Ricœur lo precisa en
una entrevista que concedió a Carlos Oliveira:

Lo que se llama la metafísica tiene todavía muchas po-


sibilidades inexploradas, no explotadas, particularmente si
damos preeminencia, en la noción de ser, no a lo que se
reduce a la «sustancia» y a la «presencia», sino a lo que se des-
prende de una filosofía del acto76.

De hecho, Ricœur no rechaza la «deconstrucción» en


cuanto tal, sino el empleo abusivo que hacen de ella algunos
discípulos de Derrida, en particular en los Estados Unidos.

74
J. Derrida, «De Lévy-Strauss à Rousseau», De la Grammatologie, Pa-
rís, Minuit, 1967.
75
J. Derrida, L’Écriture et la Différence, París, Points-Seuil, 1967,
págs. 293-341.
76
Temps et récit de Paul Ricœur en débat, bajo la dirección de C.
Bouchindhomme y de R. Rochlitz (entrevistas de Paul Ricoeur con Carlos
Oliveira), París, Cerf, 1990, pág. 30.
Ricœur y sus contemporáneos 71

Ricœur diferencia claramente en el programa de la decons-


trucción el empleo ideológico de los análisis críticos:

Creo, en efecto, que [la deconstrucción] tiene un valor


crítico extremadamente fuerte y que podría permitir justa-
mente no reducir la metafísica a una forma única. Como
recursos inexplorados de la metafísica, yo diría que la no-
ción misma de presencia exige unos análisis extremada-
mente complejos [...]. La utilidad de la «deconstrucción»
podría ser, por tanto, mostrar en qué medida se cierra un
determinado número de vías filosóficas, pero, a mi enten-
der, esto no es más que el envés de otro programa —un
programa de reconstrución— cuyo acometimiento se con-
cibe como un problema77.

Este «programa de reconstrucción», podemos encontrarlo


en Derrida en la invitación, por ejemplo, a un nuevo tipo de
escritura, de pensamiento, de vida, que excede la clausura logo-
céntrica y las categorías metafísicas empleadas. En el propio
seno del movimiento de la «deconstrucción» de la metafísica,
son posibles nuevas creaciones de sentido (como en Heideg-
ger, la deconstrucción pretende ser al mismo tiempo condición
del recuerdo del recuerdo).
A pesar de esta referencia derridiana a una memoria activa
y creadora de sentido, la resistencia de Ricœur al reduccionis-
mo de la «deconstrucción» sigue intacta y acentúa la diferencia
entre hermenéutica postestructuralista y deconstrucción post-
estructuralista. Esta resistencia nace a principios de los años 70
durante el célebre debate crítico que enfrenta a los dos filóso-
fos a propósito del estatus de la metáfora.
En un primer frente, Ricœur lucha contra la radicalización
derridiana de la posición heideggeriana que tiende a «in-dis-
tinguir» filosofía y poesía, concepto y metáfora, logos y mythos,

77
2. Ibíd., pág. 31.
72 Johann Michel

siendo la tesis de Derrida que el discurso racional tiende a en-


mascarar metáforas utilizadas por el tiempo78. En efecto, Ri-
cœur justifica de buen grado, en una filiación también muy
heideggeriana79, la necesidad de pensar la idea de una «verdad
metafórica»80, la exigencia de superar el modelo único de la
verdad-adecuación, la promesa de articular de otro modo lo
racional y lo metafórico. Pero articular de otro modo no signi-
fica confundir los dos registros del discurso, como se ve tenta-
do de hacer Derrida siguiendo a Heidegger. Hay al menos una
autonomía relativa del concepto y de la metáfora que los pre-
serva de la confusión. En este sentido, igualmente, es en el que
el «símbolo da que pensar»: las metáforas, los mitos, los sím-
bolos son susceptibles de ser retomados reflexivamente en el
discurso filosófico, sin nunca alcanzar un umbral de indistin-
ción81.

78
J. Derrida, «La mythologie blanche», Poétique, núm. 5, 1971, pági-
nas 1-51.
79
Sobre la filiación heideggeriana común a Ricœur y a Derrida y sobre
su incidencia en sus postestructuralismos, véase el artículo de O. Godeanu,
«Rétrospective sur le structuralisme», Euresis, núms. 1-2, 1996, págs. 43-53.
80
P. Ricœur, La Métaphore vive, «l’ordre philosophique», París, Seuil,
1975.
81
El estudio más completo sobre el debate Ricœur/Derrida a propósi-
to del estatus de la metáfora es el de Jean-Luc Amalric (Ricœur et Derrida.
Les enjeux de la métaphore, París, PUF, 2006). Una de las originalidades de
la tesis defendida por Amalric en este ensayo es atenuar el antagonismo
entre los dos filósofos mostrando particularmente cómo el concepto «ver-
dad metafórica» permite asegurar una viabilidad al proyecto deconstruc-
cionista. Nadine Charbonnel («Dérives philosophiques de la théorie de la
métaphore: Ricœur et Derrida sur de mauvais radeaux», D. Jamet [dir.],
Dérives de la Métaphore [coloquio de Lyon, Octubre 2006], París, L’Harmattan,
2009, págs. 211-226) contesta esta tesis mostrando que Ricœur y Derrida
se sumen a la vez en una aporía ontológica debido a su pan-lingüismo, el
primero prisionero del «Verbo» cristiano, el segundo prisionero del «Ver-
bo» pagano. Esta objeción nos parece dudosa en la medida misma en que
Ricœur, a través de la metáfora, intenta demostrar que este tropo concierne
a algo del ser como relación «oblicua».
Ricœur y sus contemporáneos 73

En un segundo frente, Ricœur lucha contra el principio de


clausura del estructuralismo derridiano. El desafío es a la vez
de orden lingüístico y ontológico. Al mantenerse prisionero de
una semiología, Derrida se mantiene en una teoría del signo
que no es solo de orden fónico, sino que se piensa en términos
de distanciamientos, de espaciamientos, de temporalizacio-
nes, de diferancias82. Ricœur no contesta la pertinencia en sí
de esta renovación postestructuralista a través del concepto
central de diferancia, con la condición, sin embargo, de que
esta semiología deje lugar a una semántica y a una ontología,
dado que decir algo, es decir algo del ser, es decir algo sobre
algo exterior al lenguaje, aunque siempre por el lenguaje. La
radicalización de la postura derridiana desemboca en una pér-
dida del referente aun cuando todo el proyecto ontológico de-
sarrollado, particularmente, en La Métaphore vive aspira a salir
de la clausura de los signos para abrirse al mundo. Al juego de
las diferancias, Ricœur prefiere la vehemencia ontológica de la
palabra en la que emerge la legibilidad 83 del mundo.
Por tanto, hay que conservar una frontera entre el hegelianis-
mo invertido de Derrida y el hegelianismo quebrado de Ricœur,
entre la hermenéutica postestructuralista del segundo y la de-
construcción postestructuralista del primero. Esta frontera se
debe, además, a las consecuencias ético-políticas que hay que
extraer de cada una de estas vías: la apología de la diferencia, en la
óptica derridiana, corre el riesgo de traducirse en términos de

82
Este debate entre Ricœur y Derrida se desarrolló inicialmente en la
Universidad de Montreal con ocasión del Congreso de la Asociación de
sociedades de filosofía de lengua francesa, en 1971. Véase P. Ricœur, «Dis-
cours et communication», La Communication, actas del decimoquinto
congreso de la Association des sociétés de philosophie de langue française,
Universidad de Montreal, 1973, págs. 23-48 y J. Derrida, «Signature, évé-
nement, contexte», ibíd., págs. 49-76.
83
Véase el bello artículo de M. Foessel, «La lisibilité du monde. La
véhémence phénoménologique de Paul Ricœur», L’Herne Ricœur, ob. cit.,
págs. 168-178.
74 Johann Michel

conflictos o de repliegues de comunidades sobre ellas mismas,


puesto que ya nada permite arbitrar y reconciliar las diferencias
que hay entre ellas. Es como si la apología de la diferencia tuviera
que defender lo contrario a la totalización hegeliana. Ya no la
violencia de una reconciliación histórica «aplastando flores silves-
tres en su camino», integrando todas las diferencias en un mismo
Logos dominador, sino el choque de comunidades o de subjetivi-
dades que exaltan sus propias diferencia despreciando las de los
demás, arruinando así la esperanza de una reconciliación política
por medio del reconocimiento recíproco. «La diferencia se ha re-
belado contra el desarrollo», cuyo sentido así como el porvenir
histórico-mundial ha querido dominar Europa. Derrida y Ri-
cœur reconocen ambos la legitimidad de una revolución que
permitió a pueblos, a comunidades, a individuos, afirmar sus
diferencias contra la violencia del Logos occidental. Pero para Ri-
cœur lo peor sería que la diferencia se volviera contra sí misma,
en este anti-logos donde ya no podría surgir ningún discurso co-
mún, ninguna puesta en común de las palabras y de las cosas.

El horizonte kantiano y la ontología heideggeriana

El concepto de diferencia en Ricœur y en Derrida no tiene,


por último, el mismo estatus conceptual. Por parte de Derri-
da, la «deconstrucción» de la presencia, desemboca en una apo-
logía de la diferencia que se vuelve totalizante. Por parte de
Ricœur, el rechazo de una presencia integral (del sujeto por él
mismo, de la Historia por ella misma...) se inscribe en el hori-
zonte infinito de una conquista, de una reapropiación, gracias
a un «aprendizaje de los signos»84. Para Ricœur, la presencia no
viene dada desde el principio, nunca será poseída, debido a la

84
Respecto a esta expresión, decisiva para entender la hermenéutica de
Ricœur, véase la obra de B. Stevens, Paul Ricœur. L’apprentissage des signes,
Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1991.
Ricœur y sus contemporáneos 75

finitud de la comprensión, sino que está constantemente en pro-


yecto, constantemente está por conquistar. Hay que distinguir,
por un lado, la finitud radical, tal como la conciben Heidegger
y Derrida, que no deja lugar a ninguna recomposición del suje-
to, y, por otro lado, la finitud relativa, tal como la concibe
Ricœur, que deja lugar a la esperanza y a la búsqueda de sí.
Esta distinción requiere también dos vías hermenéuticas
opuestas. La hermenéutica ontológica practicada por Heidegger y
por Derrida prescinde de cualquier reflexividad del sujeto, so
pena de reintroducir una metafísica subjetivista. La hermenéutica
metodológica inaugurada por Ricœur, sin hacer del sujeto una
instancia originariamente fundadora, reclama tanto una reflexi-
vidad como una confrontación sistemática con las ciencias hu-
manas; confrontación que acerca a Ricœur al postestructuralis-
mo de Foucault y de Bourdieu y lo aleja en la misma medida del
de Derrida. Mientras la hermenéutica ontológica deriva directa-
mente del «comprender» inscrito en el plano del ser, la hermenéu-
tica metodológica parte de los «modos derivados» de la compren-
sión que encontramos «objetivados» en las ciencias humanas.
Por eso, las cuestiones de epistemología relativas a las ciencias
humanas, tan esenciales para Dilthey y para Ricœur, son secun-
darias, incluso no esenciales, para Heidegger y para Derrida:
Con la manera radical de interrogar de Heidegger, los
problemas que pusieron en marcha nuestra investigación no
solo siguen sin resolverse, sino que se han perdido de vista.
¿Cómo, nos preguntamos, dar un organon a la exègeis, es
decir, a la inteligencia de los textos? ¿Cómo fundar las cien-
cias históricas frente a las ciencias de la naturaleza? ¿Cómo
arbitrar en el conflicto de las interpretaciones rivales? Estos
problemas no están considerados en una hermenéutica fun-
damental; y esto es así intencionadamente: esta hermenéuti-
ca no está destinada a resolverlos, sino a disolverlos85.

85
P. Ricœur, «Existence et herméneutique», Le Conflit des interpréta-
tions, ob. cit., pág. 14.
76 Johann Michel

Esta crítica no pretende en modo alguno desacreditar la


hermenéutica ontológica como tal, sino que se ocupa de fundar-
la de otro modo. Si «el Dasein solo existe comprendiendo»,
falta aún mostrar concretamente cómo se expresa este modo
de «comprensión»:

Sustituir la vía corta de la Analítica del Desein por la vía


larga iniciada por los análisis del lenguaje; así, constante-
mente mantendremos el contacto con las disciplinas que
pretenden practicar la interpretación de forma metódica y
resistiremos a la tentación de separar la verdad, propia de la
comprensión, del método practicado por las disciplinas pro-
cedentes de la exégesis86.

Estas cuestiones de epistemología están en el corazón de la


antropología y de la moral ricoeurianas, pues es, precisamente,
la comprensión del sí lo que preocupa a Ricœur. Si, en efecto, el
«comprender» es realmente el ser del Desein, precisamente es
gracias a esta reflexión sobre los «modos derivados» de la com-
prensión como puede comprenderse a sí mismo. ¿Qué es el
«aprendizaje de los signos», gracias al cual el ser humano se
reconquista, si no la reflexión sobre los «modos derivados» en
los que la vida se objetiva? De ahí el rodeo necesario de las
ciencias humanas y sociales, como proponen de manera dife-
rente Ricœur y Bourdieu. No encontramos nada de esta reso-
lución en Derrida. Para el pensador de la deconstrucción,
nunca ha sido cuestión de encontrar un «sujeto» depurado de
sus creencias y de sus ilusiones, gracias a una reflexividad y a
un rodeo por las ciencias humanas y sociales. Derrida se man-
tiene muy heideggeriano en este punto, ateniéndose a lo fun-
damental, es decir, a la ontología, aunque sea quebrada y «di-
ferida», en el sentido en que se trata precisamente de una on-
tología de la diferancia.

86
Ibíd.
Ricœur y sus contemporáneos 77

Sería provechoso reformular la discrepancia que opone a


Ricœur y Derrida en este aspecto entablando un diálogo indi-
recto con el Kant de la segunda crítica87. Mientras que Derrida
se prohíbe toda conquista del sujeto encerrándolo en el círculo
de la diferencia, Ricœur inscribe finalmente su propio hegelia-
nismo quebrado en un horizonte kantiano, según el «estilo de
un kantismo post-hegeliano» que preconiza él mismo siguien-
do a Éric Weil. El kantismo de Ricœur tiene, sin embargo, un
carácter paradójico, por cuanto discute «la autonomía de la
autonomía» del sujeto moral. Habría también que hablar res-
pecto a él de un kantismo sin autofundación moral. Lejos de
poder basarse completamente en un lazo originario entre la
libertad y la ley, el sujeto moral, tal como lo entiende Ricœur,
hereda un mundo ético ya estructurado. Esta heteronimia no
solo está ligada a la «dimensión empírica» (deseos, pertenencia
comunitaria...) que afecta a las pretensiones de la autolegisla-
ción del sujeto moral, sino que concierne también a la esfera
transcendental. Paul Ricœur señala igualmente un primer «lu-
gar de aporía virtual» de la moralidad kantiana en lo que se
refiere al «carácter apodícticamente cierto» de la relación su-
puestamente originaria entra la libertad y la ley moral: «¿No
hay, más bien, disimulada bajo la arrogancia de la aserción de
autonomía, la confesión de una cierta receptividad, en la me-
dida en que la ley, al determinar la libertad, la afecta?»88. Todo
sucede como si el «hecho de la razón» tomara prestado un
modo de afección propio de la sensibilidad, incluso aunque se
trate de una relación entre dos entidades que pertenecen al
registro transcendental (la libertad y la ley).
Perseverando en su actitud de sospecha, Ricœur encuentra
un segundo «lugar» de aporía en el tratamiento que Kant le
reserva al respeto en la Crítica de la Razón práctica [Kritik der

87
E. Kant, Critique de la Raison pratique, trad. F. Picavet, París, PUF,
1949.
88
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 248.
78 Johann Michel

praktischen Vernunft]. El problema atañe a la inadecuación en-


tre la autoposición característica de la autonomía y la dimen-
sión de receptividad implicada en el respeto89, al ser el respeto un
sentimiento (que pertenece al registro de las afecciones) incom-
patible con la pura espontaneidad de la razón. Si la autonomía
no le debe nada a la experiencia, ¿cómo comprender el papel
que desempeña el respeto? La solución kantiana consiste en es-
cindir en dos la propia afectividad. Al separar el «grano bueno»
(el sentimiento puro de respeto grabado en el corazón huma-
no) de la «cizaña» (las inclinaciones sensibles), Kant espera
conservar la pureza de la autonomía moral:

Todo se basa, a partir de ahí, en la separación, en el


seno de las afecciones, entre lo que siguen dependiendo de
la patología del deseo y los que pueden ser considerados
como la marca misma de la razón en el sentimiento; a saber,
en el modo negativo, la humillación del amor propio y, en
el modo positivo, la veneración por el poder de la razón en
nosotros90.

Sin embargo, esta solución no puede convencer a Ricœur; la


escisión en dos de la afectividad no resuelve el problema más
peligroso que plantea el respeto, a saber, la introducción «de un
factor de pasividad en el corazón mismo del principio de auto-
nomía». Si la autonomía no puede autofundarse, es porque el
respeto inclina la razón práctica hacia el modo de una afección
recibida pasivamente. El golpe que quiere asestar así Ricœur
estriba en cuestionar la independencia de la autonomía mo-

89
En Kant, el respeto se considera en primer lugar bajo el ángulo del
primer imperativo categórico (se trata del respeto a la ley moral). Será re-
formulado en el segundo imperativo, en el que se hará acepción de la «plu-
ralidad» de las personas (se trata del respeto a los demás entendido como
fin en sí mismo).
90
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., págs. 249-250.
Ricœur y sus contemporáneos 79

ral91. Esta crítica no significa, en todo caso, abandonar pura y


simplemente la filosofía kantiana. Si bien la autonomía nunca
está totalmente presente en ella, debido a estos factores de re-
ceptividad, está, sin embargo, replanteada como «tarea» y como
«horizonte». Corresponde a Anne-Marie Roviello haber resi-
tuado el kantismo de Ricœur en la problemática del «horizon-
te regulador»:

La idea reguladora o el postulado kantiano no corres-


ponden tanto a una tentativa de alcanzar un fundamento
último, sino que representan una manera de levantar acta

91
Es obligado señalar aquí la fidelidad de la lectura ricoeuriena de
Kant respecto a la inaugurada por Heidegger (Kant et le problème métaphy-
sique, trad. A de Waelhens y W. Biemel, París, Gallimard, 1953). Desde el
punto de vista de la fundación del sujeto, el problema hermenéutico que
suscita Heidegger concierne a la conciliación entre La Crítica de la Razón
pura y La Crítica de la Razón práctica. No le resulta difícil a Heidegger
descubrir en la «primera crítica» una «finitud del sujeto teórico», inherente
a la actividad de conocimiento. Ocurre que a diferencia de una «intuición
divina» que podría captar, según Kant, el ser mismo de las cosas, el enten-
dimiento humano no puede conocerlas más que de forma «derivada», es
decir, con la base de una «donación» previa y a través de la sensibilidad. ¿Es
válida esta orientación desde el punto de vista de la Razón práctica? Legíti-
mamente se puede pensar que Kant, dejando en parte despojado al sujeto
teórico, consagra todos sus esfuerzos a consolidar la autoposición del sujeto
práctico, la autonomía moral, tal como la ha planteado, sin tener que pro-
ceder de una donación empírica. Ahora bien, Heidegger, en su minuciosa
lectura, señala una finitud radical que trabaja de forma analógica la Razón
práctica. Del mismo modo que la receptividad se despliega en el nivel teó-
rico por la función que juega el esquematismo, del mismo modo se desplie-
ga en el plan práctico por el papel que desempeña el sentimiento puro de
respeto: «Si la razón finita es receptiva en su espontaneidad misma y, por
ello, deriva de la imaginación transcendental, la razón práctica se funda
necesariamente en esta última» (ibíd., pág. 213). Para los debates exegéti-
cos que enfrentan a Heidegger y a los neokantianos, remítase a Débat sur le
kantisme et la philosophie (Davos, marzo 1929), et autres textes de 1929-
1931, París, Beauchesne, 1973. Se encontrará un resumen de este debate
en A. Renaut, L’Être de l’individu, París, Gallimard, 1989, págs. 265-279.
80 Johann Michel

de la paradoja fundamental de nuestra modernidad (y


nuestra posmodernidad) y de asumir esta paradoja: hemos
renunciado a la ingenua seguridad de un discurso dogmáti-
co sobre el fundamento, pero no podemos ni queremos
renunciar a la cuestión de tal fundación, o a la tensión hacia
el sentido último, una tensión que es la de la existencia
misma92.

Conviene, por consiguiente, entender la idea de «esfuerzo»


en Ricœur en el sentido de una reapropiación de sí al infinito:
«Vencer el alejamiento de sí y sí, no es, pues, apropiarse de un
sentido oculto hipostasiado en origen positivo, es recrear cons-
tantemente este sentido en la reflexión interpretativa con la
idea reguladora del sentido último»93. La inscripción de este
kantismo regulador, sin autofundación moral, puede interpre-
tarse como una réplica a una ontología que se pretendería más
allá del bien y del mal. Aquí se apunta directamente a la figura
de Heidegger y, a través de ella, a la de Derrida. Del §54 al §60
de Ser y Tiempo [Sein und Zeit] 94, se le hace un sitio aparte
(aunque decisivo) a la conciencia moral (Gewissen) caracteriza-
da por una llamada (Anruf ) que surge de la extrañeza, de la
condición de ser arrojado del Dasein, y que se presenta bajo la
forma de una «conminación a ser»: «la llamada de la concien-
cia moral tiene el carácter de la interpelación dirigida al Dasein
sobre su más propio poder ser sí mismo, y esto a la manera de
un requerimiento a su más propio ser culpable»95. Sin duda,
aquí se trata de «deuda», pero Heidegger no la enfoca como
«deuda» respecto a otro: la «culpa» consiste en no ser sí mismo.
Más aún, si una «voz» le habla al Desein, más «alta» que él, no
solo es silenciosa, sino que viene de él:

92
A-M. Riviello, «L’horizon kantien», Esprit (especial Ricœur), 1988,
núms. 7-8, págs. 152-162.
93
Ibíd., pág. 158.
94
M. Heidegger, Être et Temps, trad. F. Vezin, París, Gallimard, 1986.
95
Ibíd., pág. 325.
Ricœur y sus contemporáneos 81

La llamada no es ni puede ser jamás prevista, preparada


ni intencionadamente realizada por nosotros mismos. «Algo»
llama, contra toda previsión e, incluso, en contra de la vo-
luntad. Por otra parte, no hay ninguna duda de que la lla-
mada no procede de otro que está conmigo en el mundo.
La llamada proviene de mí, aunque me cae encima desde el
exterior96.

La estrategia que se dibuja detrás de esta triple calificación


de la conciencia moral es paradójicamente la de una «des-mora-
lización». La conciencia moral heideggeriena no solo está eman-
cipada de toda referencia a los demás, sino que se concibe, al
estilo nietzscheano, «más allá del bien y del mal». Conviene
precisar que, para Ricœur, la Gewissen de Heidegger es lo opues-
to a una moral «auténtica». Aunque el autor de Sí mismo como
otro conserva del análisis heideggeriano la estructura de la lla-
mada y de la altura, rechaza prácticamente todo el resto. Contra
la llamada de sí a sí mismo, Ricoeur prefiere la «conminación
procedente de los otros». Contra el silencio de la llamada inde-
terminada, prefiere la voz «habladora» de los otros que me pres-
criben vivir con y para los otros en instituciones justas.
Si se sigue el análisis de Ricœur hasta su término, se des-
prende que moral y ontología radical son decididamente in-
compatibles. Sin embargo, la postura derridiana no es esta, su
interpretación está en las antípodas de la de Ricœur. Para en-
tender la rigurosa argumentación de Derrida, tenemos que
volver un instante a lo que Heidegger entiende por ontología.
Entre las acepciones de esta, Derrida reconoce la del «dejar-ser,
que significa «todas las formas posibles del ente e incluso aque-
llas que, por esencia, no se pueden transformar en ‘objetos’ de
comprensión’»97. «Dejar-ser» remite, de hecho, según Derrida,

96
Ibíd., pág. 333.
97
J. Derrida, «Violence et métaphysique», L’Écriture et la Différence,
«Essais», París, Seuil, pág. 202.
82 Johann Michel

a todo lo contrario a una «apropiación» o a una «reducción al


mismo (en el sentido de Levinas), sino que sobreentiende «de-
jar ser al otro él mismo», al considerarlo como «absolutamente
otro»: la ontología heideggeriana se presentaría, así, como «do-
nación» y «desposesión». Ahora bien, dejar-ser «otro» al otro,
siguiendo siempre la interpretación derridiana, consiste por
definición en tenerle respeto. Porque, golpe maestro, Derrida
reencuentra a Kant a través de Heidegger: «Si a la esencia del
otro le pertenece el ser, en primer lugar e irreductiblemente,
«interlocutor» e «interpelado», el «dejar-ser» le dejará ser lo que
es, le respetará como interlocutor-interpelado»98. De este
modo, Derrida invierte la crítica moral de Heidegger impulsa-
da por Levinas y retomada por Ricœur:

[...] la ontología condiciona el respeto del otro como lo que


es: otro. Sin ese reconocimiento que no es un conocimien-
to, digamos sin ese «dejar-ser» de un ente (el otro) como
existiendo fuera de mí en la esencia de lo que es (en primer
lugar en su alteridad), no sería posible ninguna ética99.

Frente a esta inversión interpretativa, Ricœur habría, sin


duda, expresado su desacuerdo. Nos arriesgamos aquí a hacer-
nos intérpretes en el espíritu de su filosofía moral. El problema
está, en primer lugar, ligado al hecho de que la «moral» heideg-
geriana, si es que podemos calificarla de esta suerte, se puede
englobar en una ontología fundamental. Más concretamente,
la temática del «dejar-ser» atañe a todo ser en general, sin con-
sideración particular por los otros. El propio Jacques Derrida
está de acuerdo: «El dejar-ser concierne a todas las formas po-
sibles del ente e incluso a aquellas que, por esencia, no se pue-
den transformar en ‘objetos’ de comprensión»100. En estas

98
Ídem.
99
Ibíd.
100
Ibíd.
Ricœur y sus contemporáneos 83

condiciones, ¿cómo hablar de respeto en sentido kantiano?


Heidegger se mantiene apartado de la distinción fundamen-
tal entre «la cosa» y la «persona humana», mientras que solo
esta última, en la óptica kantiana, debe ser tratada como un
fin en sí mismo. Rechazando esta distinción a priori, M. Hei-
degger habla de «cosa» en general, no como lo que debe ser
manipulado, sino como lo que debe ser el objeto de nuestro
«cuidado», de nuestra «protección», de nuestro respeto101. En-
contramos las posiciones antitecnicistas de M. Heiddeger,
que prefiere la ecología de la cosa o la poética cósmica de
Rilke al humanismo tradicional o al «humanismo del otro
hombre».
A través de estas cuestiones exegéticas, lo que se desprende
del diálogo indirecto entre Ricœur y Derrida es, de hecho, el
mismo desacuerdo profundo. La hermenéutica del primero
reconoce la finitud del sujeto, tanto a nivel antropológico
como moral, pero rechaza adoptar la vía de una finitud radical,
como la de Heidegger o Derrida, debido a lugar que reserva
tanto a la reflexividad como a la idea de un horizonte regula-
dor. Ricœur no puede aceptar una «deconstrucción» cuando
esta lleva directamente a la desmoralización y a la desresponsa-
bilización del sujeto. Derrida objetaría, sin duda, que Ricœur
sigue siendo demasiado humanista y demasiado moralista para
dejarse arrastrar por las aguas turbulentas de una hermenéuti-
ca radical que sería incapaz de responder al «mal» y a lo «trági-
co de la acción». Y no es esta la paradoja menor de la filosofía
ricoeuriana que se propone reproblematizar una moral post-
kantiana suscribiendo al mismo tiempo el principio según el
cual «el sujeto no es nunca el dueño del sentido», a menos que
se reformule su antropología en el sentido de una convicción
cristiana:

101
M. Heidegger, Essais et conférences, trad. A. Préau, París, Gallimard,
1958.
84 Johann Michel

Respecto a esto, confiesa, reconozco totalmente, en


una tradición religiosa, la crítica que hace Heidegger del
cogito cartesiano: yo no soy el fundamento de mi propia
existencia, yo soy recibido por mí mismo. Soy responsable,
pero lo soy a partir de una donación fundamental de exis-
tencia. En este sentido, la crítica que hace Heidegger del
humanismo, o la de Foucault de la pretensión del sujeto,
nunca me ha molestado porque va exactamente en el senti-
do de mi convicción, a saber, que el sujeto no es el centro
de todo, que no es el dueño del sentido —es un alumno,
un discípulo del sentido102.

Pero a diferencia de Heidegger, de Foucault o de Derrida,


Ricœur se dedica, no hace falta recordarlo, a justificar la exi-
gencia de una responsabilidad y de una conquista del sujeto.
Esta diferencia mayor, heredada del testamento cristiano y
kantiano a la vez, es lo que impide a Ricœur que deje hundir-
se en el «no-sentido» al «discípulo del sentido». Ocuparse del
otro es, sin duda alguna, uno de los principales preceptos
transmitidos por el mismo testamento judeo-cristiano que Ri-
cœur, por su parte, no vacila en hacer suyo, sobre todo cuando
encuentra su formulación en la pluma de Levinas. Erigir la
ética en filosofía primera en lugar de la ontología heideggeria-
na, esa es la inmensa deuda que siente que tiene con el autor
de Totalidad e infinito.
Recordemos que el dispositivo conceptual de Levinas para
fundar una ética, «más allá de la esencia», pretende negar toda
influencia del mí sobre el otro; ética que llega hasta la propo-
sición hiperbólica de una abolición del yo, de una «sustitu-
ción» por los otros. La idea de responsabilidad, por paradójica
que sea aquí, no da al yo-sujeto ninguna iniciativa, por ejem-
plo, como en Kant: la responsabilidad es el resultado de una
conminación de los otros, colocado, por consiguiente, en la

102
P. Ricoeur, Entretiens avec C. Oliveira, ob. cit., pág. 35.
Ricœur y sus contemporáneos 85

posición de dueño absoluto. Debido a esta «condición de re-


hén», «puede haber en el mundo piedad, compasión, perdón y
proximidad»103. Levinas lleva tan lejos como es posible la diso-
lución del sujeto, privado, no solo de toda iniciativa, sino tam-
bién de toda intención y de toda intencionalidad, en el sentido
de Husserl. Tenemos aquí lo opuesto a la querida Gewissen de
Heidegger: la conminación no viene del propio Dasein, sino
del Otro, que hace las veces del Dios que revela los Manda-
mientos sin mostrarse, que se hace Verbo sin aparecer, que
exige obediencia sin aquiescencia.
Si nos volvemos hacia Ricœur, el filósofo solo puede sus-
cribir la ambición levinasiana de salir del círculo ontológico y
reinscribir la estructura de la llamada y de la respuesta en el
plano de una ética de la responsabilidad por los demás. En
cambio, Ricœur se pregunta si la responsabilidad por los otros
puede prescindir completamente de un sí. La indagación her-
menéutica de Ricœur consiste en mostrar que la ética levina-
siana, si bien abole la tradición «ecológica», egocéntrica y
egoísta del yo, sin embargo, se ve obligada a suponer una dis-
posición de acogida a la llamada del otro, es decir, una ipseidad
que es capaz de dar testimonio de sí misma por el cumpli-
miento de la palabra dada. ¿Cómo podría, en efecto, conser-
varse una responsabilidad si ya nada se enfrenta al otro? Preci-
samente con la intención de garantizar una responsabilidad
por el otro, Ricœur conserva un residuo de subjetividad, que
testifica, a falta de poder autofundarse, sus capacidades de
mantener la palabra, de enfrentarse a la conminación del otro:
«La conminación es originariamente una atestación, so pena
de que la conminación no sea recibida y que el sí no sea afec-
tado según el modo del ser-conminado»104.

103
E. Levinas, Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, La Haya, Mar-
tinus Nijhoff, 1974, pág. 186, se pregunta si la responsabilidad por los
demás puede.
104
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 409.
86 Johann Michel

Aquí podemos medir mejor en qué se desmarca la atesta-


ción de la ipseidad en Ricœur a la vez de la autofundación moral
de Kant, de la desmoralización ontológica de Heidegger y de la
desubjetivación ética de Levinas: la idea de atestación moral no
puede alcanzar el tipo de seguridad, de certitud que encontra-
mos, por ejemplo, en Kant, si se considera la relación origina-
ria entre libertad y ley. La atestación remite más modestamen-
te al tipo de confianza que el sí puede poner en sus palabras y
en sus actos, sabiendo que esta confianza está siempre sujeta a
la sospecha. Pero sin esta «confianza», sin esta atestación, nun-
ca podría ver la luz la responsabilidad por el otro, a falta de un
«sí» para responder. Se trata, pues, para Ricœur, de preservar:

[...] una capacidad de acogida, de discriminación y de reco-


nocimiento, que atañe a una filosofía del Mismo distinta a
la filosofía a la que replica la filosofía del Otro. Si, efectiva-
mente, la interioridad solo está determinada por la volun-
tad única de repliegue y de clausura, ¿cómo podría enten-
der una palabra que le pareciera tan ajena que sería como
nada para una existencia insular? Hay que reconocerle al sí
una capacidad de acogida resultado de una estructura re-
flexiva, mejor definida por su poder de recuperación de las
objetivaciones previas que por una preparación inicial105.

En Derrida, no se encuentra nada que se asemeje a este


enfoque hermenéutico que se obstina no solo en restablecer
una figura ética de la subjetividad, «en cuanto disposición de
acogida», sino, además, en tener en cuenta modos de inter-
cambio en los que predomina una estructura de reciprocidad.
La sospecha derridiana se establece a un nivel más radical, que
no se preocupa por una dialéctica sutil entre el Mismo y el
Otro. La sospecha derridiana ataca la raíz misma de la ética
levinasiana: la posibilidad de mantener un discurso sobre el

105
Ibíd., pág. 391.
Ricœur y sus contemporáneos 87

Otro sin violentarle. A partir del momento en que Levinas


asume el riesgo de hablar de otro —incluso y, sobre todo, en el
lenguaje filosófico—, «se contradice» y él mismo comete una
violencia ética respecto al carácter absoluto del Otro. En reali-
dad, según Derrida, el discurso levinasiano no podría salir ni
de la ontología heideggeriana, ni de la fenomenología husser-
liana, ni del sistema hegeliano: el Otro levinasiano lo recupera
la máquina infernal de la deconstrucción derridiana. El discur-
so, dice Derrida, «solo puede, pues, si es originariamente vio-
lento, hacerse violencia, negarse para afirmarse, hacer la guerra
a la guerra que lo instituye sin poder nunca, en cuanto que
discurso, volver a apropiarse de esa negatividad»106. Y añade
Derrida:

Levinas habla, de hecho, de lo infinitamente otro, pero,


al no querer reconocer en él una modificación intencional
del ego —lo que sería para él un acto totalitario y violento-
renuncia al fundamento mismo de su propio lenguaje.
¿Qué le autoriza a decir «infinitamente otro» si lo infinita-
mente otro no pertenece como tal a esta zona que él llama
lo mismo y que es el nivel neutro de la descripción trans-
cendental? Volver, como único punto de partida posible, al
fenómeno intencional en el que el otro aparece como otro
y se presta al lenguaje, a todo lenguaje posible, quizá sea li-
brarse a la violencia, hacerse cómplice, al menos, y dar dere-
cho —en sentido crítico— a la violencia del hecho; pero
entonces se trata de una zona irreductible de la facticidad,
de una violencia originaria, transcendental, anterior a toda
elección ética, supuesta por la no violencia ética107.

Incluso en su homenaje a la filosofía de Levinas, Derrida


no intenta, contrariamente a la dialéctica ricoeuriana, mostrar
los límites para integrarlo mejor en un movimiento de recupe-

106
J. Derrida, «Violence et métaphysique», ob. cit., pág. 184.
107
Ibíd.
88 Johann Michel

ración, sino que se consagra metódicamente a mostrar su im-


posibilidad. Mientras que el enfoque hermenéutico de Ricœur,
en este y en otros puntos, es dialéctico, aunque depurado del
Saber absoluto, el enfoque deconstructivista de Derrida es de
buen grado aporético. Lo ejerce aquí con empuje cuando con-
testa la posibilidad de distinguir rigurosamente un discurso
«violento», «totalitario», «que atenta contra el otro», y un dis-
curso ético (el de Levinas en este caso) que se supone que reve-
la el infinito del Otro. El hecho es que todo lenguaje, por de-
finición, por esencia, es de entrada «violento», «reductor», y el
discurso de Levinas no escapa a esto, tanto si es excesivo, hi-
perbólico, metafísico, y esto, con la esperanza vana de marcar
una ruptura, en la escritura del Otro, con el todopoderoso lo-
gos filosófico. La propia violencia del discurso derridiano, al
corroborar su hegelianismo invertido, es reducir la hipérbole
levinasiana al mismo.

El tercero y la cuestión de la justicia

Sin duda alguna, contra esta empresa de reducción hay


que escuchar una conferencia de Ricœur en homenaje a Levi-
nas108. Es sorprendente que en ningún momento de su confe-
rencia, Ricœur mencione la lectura derridiana. Sin embargo, a
nuestro entender, Ricœur toma implícitamente posición con
arreglo al problema radical que plantea Derrida. De hecho, el
propio Levinas, en los márgenes de su texto, ya ha planteado
la dificultad de hablar del Otro (lo que Derrida silencia). Levi-
nas no es un ingenuo, sabe el acto de violencia que comete al
hablar del Otro:

108
Esta conferencia se publicó con el título Autrement (Lectura de Au-
trement qu’être ou au-delà de l’essence de Emmanuel Levinas), París, PUF,
1997.
Ricœur y sus contemporáneos 89

La disertación que mantenemos en este momento so-


bre la significación, sobre la diacronía y sobre la trascen-
dencia del enfoque del más allá del ser —disertación que se
pretende filosofía— es tematización, sincronización de tér-
minos, recurso al lenguaje sistemático, uso constante del
verbo ser, que lleva al seno del ser toda significación preten-
didamente pensada más allá del ser; pero ¿somos víctimas
de esta subrepción?109

Levinas no solo ha anticipado la fuerza de la objeción de-


rridiana, sino que, además, le ha dado una respuesta. Y se le
debe a Ricœur el haber insistido en esta salida de la aporía.
¿Desde qué instancia se puede, entonces, hablar del Otro? No
desde el mismo (desde el yo), bajo pena de destruir el infinito
del Otro, sino desde el tercero. El estatus del tercero, al servir de
transición decisiva entre la ética y la justicia política, juega una
función articulatoria en la arquitectura conceptual levinasiana:
el tercero representa al otro que se mantiene fuera del cara a
cara exclusivo de el-uno-por-el-otro, es decir, el «lejano» por
oposición al «prójimo». Puesto que el tercero no tiene la garan-
tía de la solicitud infinita, hay que prever, según Levinas, otro
modo de responsabilidad: «El hecho de que el otro, mi próji-
mo, sea también un tercero en relación a otro, prójimo él tam-
bién, es el nacimiento del pensamiento, de la conciencia y de
la justicia y de la filosofía»110.
Nacimiento del pensamiento y de la conciencia en la me-
dida en que el infinito del otro es tematizado, objetivado. Na-
cimiento de la justicia porque se trata a partir de ahora de
comparar, de medir, de igualar los «infinitos» entre ellos. Na-
cimiento de la filosofía que hace posible un discurso sobre el
Otro:

109
E. Levinas, Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, ob. cit., pág. 32.
110
Ibíd., pág. 204.
90 Johann Michel

La justicia es lo que permite tematizar la manera de


Decir que permite filosofar. Pero, ¿desde qué lugar, desde
qué puesto hablaremos? Desde la posición, desde el lugar
del tercero, es decir, ese otro que no es el prójimo, sino el
lejano, el extranjero, como en la Biblia, como en el Sofista
de Platón111.

Y a Ricœur confirmar a Levinas respondiendo indirecta-


mente a la objeción derridiana: «La posición del tercero, lugar
donde habla la justicia, es también el lugar desde donde habla
Levinas, puesto que su decir se inscribe en un dicho que es el
libro que estamos leyendo»112.
Sin embargo, el tercero no tiene el mismo estatus en Ri-
cœur y en Levinas. Para Levinas, el tercero es una justificación
a posteriori. En Ricœur, el tercero está incluido desde el princi-
pio en una ética de la pluralidad.

Por la idea de pluralidad se sugiere la extensión de las


relaciones interhumanas a todos aquellos que el cara a cara
entre el «yo» y el «tú» deja fuera como terceros. Pero el terce-
ro es, sin juego de palabras, de entrada tercero incluido por
la pluralidad constitutiva del poder. Así se impone un límite
a toda tentativa de reconstruir el lazo social sobre la única
base de una relación dialogal estrictamente diádica. La plu-
ralidad incluye terceros, que nunca serán rostros. Se incluye
así un alegato por el anónimo, en el estricto sentido del tér-
mino, dentro de la más amplia meta de la verdadera vida113.

Esta precisión explica, sin duda, el lugar relativamente re-


servado por Levinas a una teoría de la justicia en su obra e,
inversamente, el importante lugar que le ha sido reservado en
la obra de Ricœur. En un sentido, Ricœur empieza donde Le-

111
Ibíd., pág. 65.
112
P. Ricœur, Autrment, ob. cit., pág. 228.
113
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 22.
Ricœur y sus contemporáneos 91

vinas termina su discurso —en el umbral del tercero. También


es esta la razón por la que, en la «pequeña ética» que desarrolla
en Sí mismo como otro, «vivir con y por el otro» no es concebi-
ble fuera de «instituciones justas». Lo que predomina aquí es
la dimensión aristotélica de su filosofía política: no solo el telos
del hombre es vivir en una ciudad, y no únicamente en la clau-
sura exclusiva de una relación dialógica o comunitaria, sino,
además, las relaciones interpersonales e institucionales no po-
drían prescindir de estructuras reciprocitarias e igualitarias. De
ahí la importancia que Ricœur otorga a la justicia y al derecho:

En la noción misma del otro está implicado que el ob-


jetivo del bien-vivir abrigue el sentido de la justicia. El otro
es tanto el otro como el «tú». Correlativamente, la justicia
se extiende más allá del cara a cara. Aquí hay en juego dos
aserciones. Según la primera, el vivir-bien no se limita a las
relaciones interpersonales, sino que se extiende a la vida de
las instituciones. Según la segunda, la justicia presenta ras-
gos éticos que no están contenidos en la solicitud, a saber,
esencialmente una exigencia de igualdad 114.

Totalmente otro es el programa de la justicia elaborado


con la óptica derridiana. Mientras que Ricœur, por su parte, se
mantiene fiel al ideal clásico de la justicia como búsqueda de
la igualdad y de la reciprocidad («darle a cada uno lo suyo»),
Derrida define la justicia en términos diametralmente opues-
tos al ideal en cuestión. Si la postura ricoeuriana es todavía
muy aristotélica, la de Derrida sigue asombrosamente la vía
trazada por Levinas. La sorpresa está ligada a dos razones. Por
una parte, los escritos más recientes de Derrida sobre ética y
justicia115 rompen, nos parce, con su obra anterior, más evasi-

114
Ibíd., pág. 227.
115
Véase en particular, Spectre de Marx, París, Galilée, 1993, Politiques
de l’amitié, París, Galilée, 1994, y Force de loi, París, Galilée, 1994. Aquí
nos apoyamos sobre todo en esta última obra.
92 Johann Michel

va en estas cuestiones, a no ser para destacar las aporías (ya lo


hemos visto a propósito de la especulación sobre el Otro)116.
Hasta el punto que habría, quizá, que hablar de un redescubri-
miento de Levinas con la expectativa de justificar un discurso
ético sobre la justicia. Por otra parte, la acepción que da de la
justicia, en referencia, por tanto, a Levinas, se inscribe en el
marco de la «responsabilidad infinita por el otro». Ahora bien,
antes hemos mostrado que la introducción del propio Levinas
al tema de la justicia está confirmada, no en relación con el
Otro, sino en relación al tercero. En otras palabras, la interven-
ción de la justicia genera en este caso igualdad, comparación,
representación, y contradice, pues, la clausura de la responsa-
bilidad exclusiva por el Otro, el Único. De hecho, Levinas es
el responsable de esta fluctuación conceptual, puesto que lle-
ga, efectivamente, a definir la justicia en el sentido de una
responsabilidad infinita por el otro, en el sentido de una disi-
metría absoluta, y no ya en los términos de proporcionalidad
calculada: «la relación con los otros —es decir, la justicia—» o
también, la justicia «como rectitud del rostro»117.

116
Sin duda, por esta razón cree conveniente temperar esta «aparien-
cia» de ruptura: «Hay sin duda muchas razones por las que la mayoría de
los textos precipitadamente identificados como “deconstructivistas” pare-
cen, y digo parecen, no dar un lugar central al tema de la justicia, como
tema, precisamente, ni incluso al de la ética o al de la política. Naturalmen-
te, esto no es más que apariencia, si se consideran, por ejemplo (solo citaré
estos), los numerosos textos consagrados a Levinas y a las relaciones entre
“violencia y metafísica”, a la filosofía del derecho en Glas, cuyo motivo
central es ese, o los textos consagrados a la pulsión de poder y a las parado-
jas del poder en Spéculer – sur Freud, a la ley, en Devant la loi (sobre Vor dem
Gesetz, de Kafka) o en Déclaration d’independance, en Admiration de Nelson
Mandela ou les lois de la réflexion, y en muchos otros textos (Force de loi, ob.
cit., pág. 21.)». A pesar de la presencia innegable del tema de la justicia en
estos escritos, sin embargo, nos parece que el tono ya no es el mismo. Va-
mos a confirmarlo a propósito de la recuperación derridiana de Levinas.
117
E. Levinas, Totalité et Infini, La Haya, Nijhof, 1962, pág. 54.
Ricœur y sus contemporáneos 93

Inspirándose ambos en el léxico equívoco de Levinas, Ri-


cœur y Derrida privilegian una acepción diametralmente
opuesta del concepto de justicia: el ideal de distribución igua-
litaria, de proporcionalidad, heredado de Aristóteles en Ri-
cœur; la exigencia de responsabilidad infinita, de disimetría
ética en Derrida. Vamos a ver que esta elección léxica no es
anodina.
La estrategia derridiana se entiende mejor si se considera
que la justicia en cuanto responsabilidad infinita, no calcula-
ble, reacia a la proporción, es precisamente la condición de
una «deconstrucción» de la justicia como búsqueda de la igual-
dad, de cálculo y de «proporción justa». En este último caso, la
justicia se asimila, según él, al derecho, en el sentido de un
sistema de reglas que hay que aplicar a las situaciones particu-
lares (siguiendo el modelo del juicio determinante) velando
por una «justa proporción» (por ejemplo, entre el crimen y el
castigo)118. Por eso, según su tesis central, «la deconstrucción
es la justicia». Se trata de «deconstruir» el derecho en cuanto
que este está precisamente construido históricamente en fun-
ción de convenciones, de relaciones de fuerza, de violencias
fundadoras, que en sí mismas no tienen ninguna legitimidad.
En esto es reconocible el escepticismo derridiano cercano al de
Montaigne.

La operación que consiste en fundar, inaugurar, justifi-


car el derecho, hacer la ley, radica en un golpe de fuerza, en
una violencia performativa y por tanto interpretativa, que
en sí misma no es justa ni injusta, y que ninguna justicia ni
ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna
fundación preexistente, podría, por definición, garantizar,
contradecir o invalidar119.

118
Para mayor claridad, a partir de aquí hablaremos de derecho para
referirnos a esta concepción de la justicia.
119
J. Derrida, Force et loi, ob. cit., págs. 32-33.
94 Johann Michel

Debido a la fragilidad de la fundación del derecho, el po-


der recurre habitualmente a «ficciones» para asentar su autori-
dad. De ahí la idea retomada de Montaigne de un «fundamen-
to místico de la autoridad», en el sentido en que «el propio
surgir de la justicia y del derecho, el momento instaurador,
fundador y justificador del derecho implica una fuerza perfor-
mativa, es decir, siempre una fuerza interpretativa y una llama-
da a la creencia120. Traducida aquí bajo la forma de una crítica
a las ideologías, donde podemos descubrir las premisas de Pas-
cal y de Montaigne, la «deconstrucción» derridiana pretende
desenmascarar los velos del poder, las representaciones, las le-
gitimaciones que se hacen pasar por justas.
Sin embargo, ¿qué relación tendría esta crítica, compendio
totalmente clásico de ideologías, revisitado con las armas de la
«deconstrucción», con el cuestionamiento sobre lo justo y lo
injusto? ¿En qué, la deconstrucción del derecho, de la autori-
dad, de la fundación sería justicia? En este punto es donde se
justifica el rodeo por Levinas aunque la justicia se presente
como una «responsabilidad limitada». Por una parte, decons-
truir el «fundamento místico de toda autoridad» se inscribe en
una exigencia de memoria y de responsabilidad respecto al
otro, los otros excluidos del límite, de la clausura, de la funda-
ción de la autoridad (por ejemplo, las condiciones restrictivas
que pesaron sobre el acceso a la ciudadanía en Europa en fun-
ción de patrones dominantes: varón, blanco, europeo, propie-
tario). Por otra parte, deconstruir el derecho consiste en mos-
trar cómo la singularidad del otro está siempre en inadecua-
ción por referencia a la regla general. Derrida aquí apunta, más
que a la equidad en sentido aristotélico (es decir, la considera-
ción de situaciones concretas con respecto a la regla demasiado
general y, a veces, demasiado rígida), a conocer una «relación
heterónoma con el otro, con un rostro de otro que me ordena,

120
Ibíd., pág. 32.
Ricœur y sus contemporáneos 95

cuyo infinito no puedo tematizar y del que soy rehén»121. En


nombre de esta exigencia infinita, de esta travesía de «lo in-
calculable», de la «no-temática», es en el que puede haber jus-
ticia, en el que se puede acometer una deconstrucción del de-
recho, estatutario y calculable.

Todo sería tan sencillo si esta distinción entre justicia y


derecho fuera una distinción verdadera, una oposición
cuyo funcionamiento estuviera lógicamente regulado y fue-
ra dominable. Pero resulta que el derecho pretende ejercer-
se en nombre de la justicia y que la justicia exige instalarse
en un derecho que se tiene que poner en práctica (consti-
tuido y aplicado —por la fuerza—, «enforced»)122.

De hecho, nos parece que la propia argumentación de De-


rrida es forzada. Por un lado, una tendencia radical de la «de-
construcción» ordena una «destrucción» del derecho (en tér-
minos de legitimidad y de fundación) en provecho de una
teoría de la justicia impregnada de una ética levinasiana lleva-
da a su culmen y que hace imposible un discurso jurídico sobe
el otro. Así es cuando Derrida relaciona la noción levinasiana
de justicia con el equivalente hebreo de «santidad». Por otro
lado, una tendencia más moderada de la «deconstrucción»
conduce a una «reconstrucción» del derecho en función de un
ideal de justicia más cercano, finalmente, de la equidad aristo-
télica, si bien siempre alimentada con la exigencia ética levi-
nasiana. En este caso, no se trata tanto de excluir recíproca-
mente derecho y justicia, como de intentar pensarlos juntos:

¿Cómo conciliar el acto de justicia que siempre debe


concernir a una singularidad, a individuos, a grupos, a exis-
tencias irremplazables, al otro o yo como el otro, en una si-
tuación única, con la regla, la norma, el valor o el imperati-

121
Ibíd., pág. 48.
122
Ibíd., pág. 39.
96 Johann Michel

vo de justicia que tienen necesariamente una forma gene-


ral, incluso aunque esta generalidad prescriba una aplicación
singular cada vez? Si me contentara con aplicar una regla
justa, sin espíritu de justicia y sin inventar, de alguna mane-
ra, cada vez la regla y el ejemplo, quizá estaría al abrigo de
la crítica, bajo la protección del derecho, actuaría confor-
me al derecho objetivo, pero no sería justo. Actuaría, diría
Kant, conforme al deber, pero no por deber o por respeto a
la ley123.

Por eso, según Derrida, una decisión justa, lejos de abolir


el derecho, puesto que supone su existencia y su necesidad, no
debe solamente reinventar la regla, reinterpretarla en función
de cada caso, en función de la singularidad del Otro (so pena de
ser una aplicación mecánica del juicio determinante), sino que
debe, además, superar la prueba de lo «indecidible» antes de
tomar una decisión «justa»:

Lo indecidible no es solo la oscilación o la tensión entre


dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que, ex-
traño, heterogéneo al orden de lo calculable y de la regla,
debe, sin embargo, —y es de deber, de lo que hay que ha-
blar— confiarse a la decisión imposible teniendo en cuenta
el derecho y la regla. Una decisión que no superara la prue-
ba de lo indecidible no sería una decisión libre, sería solo la
aplicación programable o el desarrollo continuo de un pro-
ceso calculable. Quizá sería legal, pero no justa124.

Esta vía más moderada de la «deconstrucción» parece con-


verger con la teoría ricoeuriana de la justicia (tal como Ricœur
la desarrolla en el marco de su «pequeña ética»), pese a las va-
riaciones léxicas. La oposición derridiana entre derecho y jus-
ticia encuentra, en efecto, una correspondencia en Ricœur en

123
Ibíd., pág. 39.
124
Ibíd., pág. 53.
Ricœur y sus contemporáneos 97

una dialéctica de la justicia entre ética, moral y sabiduría prác-


tica. Pero mientras Derrida no ve ninguna justicia como tal en
el derecho que calcula, que proporciona, Ricœur, por el con-
trario, desvela otro ideal de justicia, que se encuentra desde
Aristóteles a Rawls, el ideal ético de igualdad y de reciproci-
dad. Lejos de reducir el derecho a un dispositivo mecánico de
reglas, como querría el positivismo jurídico, Ricœur milita,
por el contrario, por subordinarlo a una ética de la «vida bue-
na». El historial del derecho y de la autoridad, a pesar de las
violencias fundadoras que destaca Ricœur, no se rige única-
mente por la «mística», las «convenciones» y las «relaciones
de poder», sino que también puede pensarse en la categoría
«bueno»:

A la idea de justicia la llamamos mejor sentido de justi-


cia en el nivel fundamental en el que nos mantenemos.
Sería mejor decir sentido de lo justo y de lo injusto, pues,
en primer lugar, a lo que somos sensibles es a la injusticia:
«¡Injusto!», «¡Qué injusticia!», exclamamos. Entramos en el
campo de lo injusto y de lo justo a través de la denuncia [...]
Ahora bien, el sentido de la injusticia no solo es más desga-
rrador, sino también más perspicaz que el sentido de la jus-
ticia; porque lo más a menudo la justicia es lo que falta y la
injusticia es lo que reina125.

Precisamente esta falta de justicia es lo que requiere repa-


ración, restablecimiento de una «distancia justa». Pero esta exi-
gencia necesita efectivamente cálculo y proporción para paliar
la disimetría inicial: el ideal de reciprocidad, de proporcionali-
dad, de igualdad, es ya en sí mismo, contrariamente a la tesis
derridiana, un esfuerzo de justicia que gobierna al derecho. Sin
embargo, está claro que el «sentido de la justicia», bajo su di-
mensión «ética» o «teleológica», es solo un «momento», por

125
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 231.
98 Johann Michel

muy esencial que sea, y necesita, pues, una «puesta a prueba»


en función de criterios de universalización:

No podemos prescindir de una evaluación crítica de


nuestro pretendido sentido de la justicia. La tarea sería dis-
cernir qué componentes o qué aspecto de nuestras convic-
ciones bien sopesadas requieren una erradicación de prejui-
cios de sesgo ideológico. Esta labor crítica tendría como
primer campo de aplicación los prejuicios que se esconden
bajo lo que los moralista han llamado «premisas especifica-
doras»; por ejemplo, la restricción del principio de justicia
que durante siglos ha permitido evitar que los esclavos no
fuesen clasificados como seres humanos126.

De ahí el recurso a las teorías procedimentales de la justicia,


extraídas en particular de Rawls, cuya función no es, según
Ricœur, sustituir el «sentido de la justicia», sino depurarlo,
«someterlo a prueba», aunque solo sea debido a la equivocidad
de la noción de igualdad:

Si la igualdad es el resorte ético de la justicia, ¿cómo


justificar el desdoblamiento de la justicia en función de dos
usos de la igualdad, la igualdad simple o aritmética, según
la cual todas las partes son iguales, y la igualdad proporcio-
nal, según la cual, la igualdad es igualdad de relaciones, que
supone cuatro términos y no una igualdad de partes? ¿Pero
relaciones entre qué y qué?¿Qué podemos decir hoy para
justificar determinadas igualdades de hecho en nombre de
un sentido complejo de la igualdad? Aquí de nuevo la nor-
ma puede decidir, pero ¿a qué precio? No será otra vez en
beneficio de un cálculo prudencial cuya víctima será el sen-
tido de la pertenencia?

126
P. Ricœur, «Une théorie purement procédurale de la justice est-elle
possible?», Le juste, París, Esprit, 1995, pág. 96.
Ricœur y sus contemporáneos 99

El cálculo, la comparación, se justifican aquí, pues, incluso


en virtud de una búsqueda de justicia; es el caso, por ejemplo,
en el que individuos como los imaginados por Rawls se colo-
can en una «posición original» para elaborar principios de jus-
ticia y variar la igualdad según que se aplique a las libertades
fundamentales o a la esfera económica y social.
El rodeo necesario por «la prueba de universalización» del
sentido de la justicia no es, sin embargo, el punto final de la
dialéctica puesta en marcha por Ricœur. Los principios de jus-
ticia, a semejanza de los principios morales kantianos, com-
portan un alto grado de generalidad. Por ello es necesario saber
aplicar —así lo exige la «sabiduría práctica»— estos principios
universales a las situaciones particulares, a los individuos sin-
gulares, a los contextos culturales y sociales. Aquí, el alegato de
Derrida para que se tengan más en cuenta las singularidades
encuentra una confirmación en el propio Ricœur. Se trata,
pues, de justificar de nuevo la noción aristotélica de equidad
cuando «el legislador ha omitido prever e caso y ha pecado por
ánimo de simplificación». Es el mismo espíritu de equidad que
pide Ricœur, en la misma línea que Rawls, cuando se trata de
aplicar los grandes principios de justicia a culturas que no han
conocido el mismo desarrollo histórico que Occidente o cuan-
do se trata de aplicar una regla de derecho a casos particulares.
Sin duda, hay que insistir en la inflexión diferente pro-
puesta por Ricœur y por Derrida en cuanto al estatus de la
regla. Para Derrida, como ya se ha visto, la regla debe poder
reinventarse en cada caso, lo que, de alguna manera, la libra de
su carácter rígido y de su pretensión de universalidad: «Cada
caso es otro, cada decisión es diferente, y requiere una inter-
pretación absolutamente única, que ninguna regla existente y
codificada puede ni debe garantizar absolutamente»127. En Ri-
cœur, la «sabiduría práctica» consiste en inventar conductas

127
J. Derrida, Force et loi, ob. cit., pág. 51.
100 Johann Michel

que satisfagan lo más posible las situaciones particulares, pero


«traicionando lo menos posible la regla». En estas dos perspec-
tivas, se destaca claramente el aspecto interpretativo, innova-
dor de la decisión de justicia, pero el estatus de la regla en Ri-
cœur sigue siendo, sin embargo, menos flexible que bajo la
óptica derridiana. La razón siempre está ligada al apego ri-
coeuriano, e inversamente, a la desconfianza derridiana, res-
pecto al ideal de reciprocidad y de igualdad que confiere a la
regla general y a los principios de justicia su estatus particular.
Es obligado reconocer, sin embargo, que el propio Ricœur
otorga un valor fundador al ideal de justicia reivindicado por
Derrida, en el espejo de Levinas. Aquí no en el sentido de la «sa-
biduría práctica», que sigue estando en la misma línea de una
lógica de reciprocidad o de equivalencia (a pesar de la atención
acordada a la singularidad del otro), sino en el sentido de lo que
Ricœur llama amor. Derrida llama justicia a lo que Ricœur entien-
de por amor, excepto que este concepto no pertenece a la lógica de
justicia en el sentido ricoeuriano. Con el amor prevalece otra ló-
gica que él llama —por oposición a la lógica de equivalencia (de
proporción, de igualdad, de reciprocidad...) a la que corresponde
la Regla de oro en moral128—, la lógica de la sobreabundancia: esta
lógica rebasa el simple intercambio dar/recibir puesto que se
compromete a dar sin esperar la reciprocidad de vuelta. Cuando
habla de amor, Paul Ricœur, si bien no considera solamente el
sentido patético de la relación amorosa, sí reconoce en él, sin
embargo, una parte del testamento judeo-cristiano.
Aunque no reducible a lo que fue, y que sigue siendo toda-
vía, la virtud religiosa de la caridad, la lógica de la sobreabun-

128
«Que la Regla de oro se inscribe en una lógica de la equivalencia,
queda señalado por la reciprocidad o la reversibilidad que esta regla instau-
ra entre lo que uno hace y lo que se le hace al otro, entre actuar y sufrir, y
por implicación entre el agente y el paciente, los cuales, aunque irrempla-
zables, son proclamados sustituibles» (P. Ricœur, Amour et Justice, Tübin-
ga, J. C. B. Mohr [Paul Siebeck], 1990, pág. 50).
Ricœur y sus contemporáneos 101

dancia no tiene, en Paul Ricœur, la intención de exiliarse fuera


de la justicia legal, aunque la regulen principios de justicia le-
gítimos, empezando por los definidos por Rawls. Está claro,
desde luego, que amor y justicia pertenecen a dos órdenes y a
dos lógicas irreductibles. Por esta razón, Ricœur califica al
amor (o lo que él llama a veces la economía del don) en térmi-
nos supra-éticos, supra-políticos y supra-jurídicos. En cambio,
a pesar de esta «desproporción inicial entre las dos lógicas»,
Ricœur no pierde la esperanza de modificar la lógica de equiva-
lencia inherente a la justicia. Y es en este punto en el que su
proyecto coincide con el de Derrida. El amor en el sentido de
Ricœur y la justicia en el sentido de Derrida se oponen a la
única lógica de equivalencia, de proporcionalidad de la justicia
(en el sentido de Ricœur) y del derecho (en el sentido de De-
rrida). La lógica de equivalencia (que gobierna también la Re-
gla de oro, los imperativos kantianos, la mutualidad aristotéli-
ca, los principios de justicia rawlsianos), abandonada a su
suerte, podría traducirse en una variante sutil del utilitarismo
(incluso el cálculo rawlsiano del maximin corre el riesgo, en
última instancia, de aparecer como una forma disimulada de
un cálculo utilitario). Y aquí volvemos a encontrar la voluntad
común de Ricœur, de Levinas y de Derrida de luchar contra
toda forma de «egología». Lo que permite entonces, según Ri-
cœur, no abolir, sino salvar la «pureza» de la Regla de oro y de
sus derivados,

[...] finalmente es el mandamiento de amor, en cuanto que


este se dirige contra el proceso de victimización que sancio-
na precisamente el utilitarismo al no proponer por ideal
más que la maximización del beneficio medio del mayor
número al precio del sacrificio de un pequeño número para
el que debe quedar oculta esta implicación siniestra del uti-
litarismo129.

129
Ibíd., pág. 62.
102 Johann Michel

Que la lógica de la sobreabundancia deba modificar a la


lógica de equivalencia se comprende con facilidad si se consi-
dera el estatus acordado por Ricœur y Derrida al perdón, el
cual no concierne al orden jurídico del juicio, de la sanción, de
la rehabilitación y de la amnistía. Si el perdón se vincula a una
lógica de la sobreabundancia es porque debe superar la prueba
de lo imperdonable, debido a la desproporción entre «la pro-
fundidad de la falta y la altura del perdón». Por eso, los dos
filósofos no vacilan en situar el topos del perdón bajo el signo
de lo «difícil» (Ricœur) o de lo «imposible» (Derrida): «El per-
dón no es, no debería ser ni normal, ni normativo, ni norma-
lizante. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a
prueba de lo imposible: como si no interrumpiera la corriente
ordinaria de la temporalidad histórica»130.
Si hay un estatus cualitativo a priori entre «lo difícil» y «lo
imposible» del perdón, Derrida, a lo largo de su debate con
Ricœur, tiende a minimizar la diferencia entre los dos califica-
tivos: «¿Qué diferencia hay, y dónde está, entre lo «im-posible»
(no negativo) y lo «difícil», lo muy difícil, lo más difícil posi-
ble, la dificultad, lo infactible incluso? ¿Qué diferencia entre lo
que es radicalmente difícil y que parece im-posible?»131.
Podemos confirmar esta interrogación en la medida en
que el perdón requiere, según Ricœur, la misma «despropor-
ción», pues solo puede ejercerse por la víctima: «No solo no
puede pedirse, sino que la petición puede ser legítimamente
rechazada. En esta medida, el perdón debe, en primer lugar,
haber encontrado lo imperdonable, es decir, la deuda infinita,
el daño irreparable»132. La finalidad del perdón, en Ricœur, no
es borrar de la memoria sino levantar la deuda moral; consiste

130
J. Derrida, «Le siècle et le pardon», Le Monde des débats, diciembre
de 1999.
131
J. Derrida, «La parole. Donner, nommer, appeler», ob. cit., pág. 20.
132
P. Ricœur, «Sanction, réhabilitation, pardon», Le Juste, ob. cit.,
pág. 207.
Ricœur y sus contemporáneos 103

en «quebrar la deuda» y no en «quebrar el olvido». Se trata de


recordar el pasado pero sin «la cólera» que lo acompaña. Con
la misma exigencia de Derrida, Ricœur manifiesta, sin embar-
go, una reserva respecto a la amplitud del perdón, para el caso
de «crímenes inmensos» que hacen imposible el levantamiento
de la imprescriptibilidad:

Perdonar sería ratificar la impunidad, que sería come-


ter una gran injusticia en detrimento de la ley y más aún de
las víctimas. La confusión ha podido ser alentada por el
hecho de que la enormidad de los crímenes rompe con el
principio de proporción que rige las relaciones entre la es-
cala de los delitos o de los crímenes y la de los castigos. No
hay castigos apropiados a un crimen desproporcionado. En
este sentido, tales crímenes constituyen un imperdonable
de hecho133.

En particular, aquí a lo que se apunta es a los «crímenes


contra la humanidad», para los que no es posible «quebrar la
deuda». Aquí se alcanza el límite del perdón, de la sobreabun-
dancia y del amor cuando «el horror de los crímenes inmensos
impide ampliar esta consideración a sus autores»134. ¿Cómo,
con las condiciones de una exigencia así, «la Odisea del per-
dón», llamada así por Ricœur, podría modificar el orden de la
justicia? No dependiendo de ninguna instancia política ni ju-
rídica (a diferencia de la rehabilitación y de la amnistía), parti-
cipando de una lógica totalmente diferente, ¿cómo podría el
perdón no pasar de ser un voto piadoso? Ricœur coincide de
nuevo con el proyecto derridiano, en los márgenes de Levinas:
aunque el topos del perdón se sitúe «a la vez más allá de la ins-
tancia política y del Estado-nación», los filósofos apelan, sin
embargo, a una acción indirecta sobre la lógica jurídica. En

133
P. Ricœur, La Mémoire, l’Historie, l’Oubli, «L’ordre philosophique»,
París, Seuil, 2000, págs. 612-613.
134
Ibíd., pág. 314.
104 Johann Michel

este nivel, la conminación de Ricœur no ha estado nunca tan


próxima a la de Derrida:

Por una parte, ¿no podemos considerar como influen-


cias del perdón sobre la justicia todas las manifestaciones de
compasión, de buena voluntad, en el interior mismo de la
administración de justicia, como si la justicia, tocada por la
gracia, buscara en su propia esfera ese extremo que desde
Aristóteles llamamos equidad? Por otra parte, ¿no le con-
cierne al perdón acompañar a la justicia en su esfuerzo por
erradicar en el plano simbólico la componente sagrada de la
venganza135.

Sin embargo, nada en Ricœur conduce al sacrificio de la


justicia en beneficio del amor. A diferencia de Levinas y de
Derrida, que se focalizan únicamente en la acción de la lógica
de la sobreabundancia, la lógica de equivalencia podría traducir-
se «en cálculo egoísta e interesado». Por otra parte, la lógica de
equivalencia, al gobernar el ideal de justicia, permite hacer más
viable el «mandamiento del amor», sobre todo cuando este se
lleva al extremo del «amor de los enemigos». Sin una dosis de
reciprocidad, la lógica de la sobreabundancia se volvería incom-
patible con los principios de la democracia y de la justicia. De
nuevo, es la herencia kantiana la que impide aquí a Paul Ri-
cœur diluir el ideal de justicia en el mandamiento del amor,
debido a los efectos perversos generados por una lógica de la
sobreabundancia cuando se erige esta última en principio uni-
versal de acción:

¿De qué ley penal y, en general, de qué regla de justicia


podría deducirse una máxima de acción que estableciera la
no-equivalencia como regla general? ¿Qué distribución de
tareas, de roles, de ventajas y de cargas podría instituirse,

135
P. Ricœur, «Sanction, réhabilitation, pardon», Le Juste, ob. cit.,
págs. 207-208.
Ricœur y sus contemporáneos 105

dentro del espíritu de la justicia distributiva, si la máxima


de prestar sin esperar nada a cambio se estableciera como
regla universal? Si la supra-moral no debe virar hacia lo
no-moral, incluso hasta lo inmoral —por ejemplo la co-
bardía—, hay que pasar por el principio de la moralidad,
resumido en la Regla de oro y formalizado por la regla de
justicia136.

Por último, lo que se dirime a través de las discrepancias


ético-políticas entre Ricœur y Derrida es la relación con la
modernidad. Esta relación es, por supuesto, crítica en los dos
autores, aunque discutan la pretensión de autofundación del
sujeto. En esta sospecha se reconoce la marca indeleble de
Heidegger, punta de lanza del pensamiento antihumanista.
Se reconoce también su resistencia común respecto a la tota-
lización hegeliana. Pero mientras que Derrida mantinene una
profunda desconfianza, inspirada tanto por Heidegger como
por Levinas, respecto a los ideales de la modernidad, bajo su
variante humanista, Ricœur prefiere emprender un camino
más dialéctico. Por la parte derridiana, la autonomía del suje-
to está deconstruida de raíz, en cuanto que ficción metafísica.
Por la ricoeuriana, el sujeto no es, ciertamente, la instancia
fundadora, pero no obstante, no está abolido, puesto que se
conquista sobre la base de un «aprendizaje de los signos». El
hegelianismo quebrado de Ricœur le lleva, entonces, a un ho-
rizonte kantiano.
Si Ricœur rehúsa dejar el sujeto humano en el abismo de
la posmodernidad, eso se debe sin duda alguna a su voluntad
de conservar una moral que todavía se inscribe en la herencia
crítica de la modernidad, alimentada con la moralidad kantia-
na. No se podría concebir, en efecto, responsabilidad moral o
jurídica sin el apoyo de un sujeto, al menos demostrado, a
falta de ser autofundado. Es la misma convicción que anima al

136
P. Ricœur, Amour et Justice, ob. cit., pág. 56.
106 Johann Michel

filósofo cuando justifica en el plano de la moral y en el plano


de la justicia una exigencia de igualdad y de reciprocidad, ex-
tendida al conjunto de la humanidad. Es cierto que la pedago-
gía ricoeuriana pretende siempre ser crítica respecto a un for-
malismo y a un contractualismo que los Modernos han vuelto
demasiado rígidos. Pero esta crítica siempre está sometida a la
dialéctica, mientras que la estrategia derridiana, más radical y
corrosiva, hace de la aporía el motor de indagación filosófica.
Esto es tanto como decir que el «discurso de la modernidad»
no escapa a la deconstrucción de la metafísica, sin ocuparse en
someterlo a la dialéctica. La «deconstrucción» elaborada por
Derrida no se traduce, sin embargo, en los términos del amo-
ralismo heideggeriano, si se tiene en cuenta la importancia que
le concede (sobre todo en sus últimos escritos) a la ética de la
justicia y al gesto levinasiano de la «responsabilidad infinita
por el Otro». En un sentido que algunos calificaron de paradó-
jico, la deconstrucción derridiana demanda una ética más exi-
gente, más radical, que la se puede encontrar en los moralistas
modernos. Por ello, «deconstruir» el derecho y la moral en
cuanto ideales de reciprocidad y de igualdad no conlleva en
modo alguno justificar cualquier «ley del más fuerte», sino
que, por el contrario, tiene como objetivo pedir siempre más
responsabilidad por los otros. El posmodernismo derridiano
lleva algunos de los aspectos del proyecto filosófico moderno
hasta su dimensión más radical, ampliando la esfera de la
emancipación y de la responsabilidad a seres que habían sido
excluidos de ellas. Aquí podemos medir mejor hasta qué pun-
to la filosofía derridiana encuentra ecos favorables entre las
minorías étnicas y las comunidades marginales.
Este alegato a favor de la responsabilidad por el otro lo
encontramos también en Ricœur. La figura de Levinas es la
que sirve de mediación entre los dos filósofos. Levinas habrá
permitido, tanto al uno como al otro, que tomen más distan-
cia respecto a los impasses de la «de-moralización» heideggerie-
na y que amplíen la «voz del Otro». La filosofía ético-política
Ricœur y sus contemporáneos 107

de Ricœur se diferencia, sin embargo, en que se debe enfrentar


la propia exigencia de responsabilidad y de amor por el otro al
ideal moderno de reciprocidad, de autonomía y de justicia.
También es esta la razón por la que el proyecto de Ricœur no
puede inscribirse plenamente en la vía de un postestructuralis-
mo cuando este es sinónimo de antimodernidad o de posmo-
dernidad. La originalidad del enfoque de Ricœur está en el
afán por repensar la modernidad tanto en función de la sub-
versión postestructuralista como en función de la sabiduría de
los Antiguos. Los ideales de la Ilustración, lejos de inaugurar
una ruptura radical, prolongan, según él, de manera innova-
dora las tradiciones griegas y judeocristianas de la justicia y de
la emancipación, y se adelantan ya a las reivindicaciones pos-
modernas. La hermenéutica de Ricœur pretende ser una me-
diación entre la tradición, la modernidad y la posmodenidad.
Por eso, esta hermenéutica puede dialogar, a falta de fusionarse
con ella, con la deconstrucción derridiana.
Capítulo III

El fuera-del-sujeto y el devenir-sujeto

Para un lector familiarizado con las obras de Paul Ricœur,


sumergirse en El Antiedipo [L’Anti-Œdipo]137 y en Mil Mesetas
[Mille Plateaux]138 provoca una desorientación filosófica segu-
ra, cuando no un estado radical de estupefacción. El lector no
encuentra en ellas ni dialéctica, ni demostraciones articuladas
bajo forma de capítulos acumulativos, ni conceptos canónicos
heredados de la tradición filosófica. Uno no puede agarrarse a
ningún «género» filosófico establecido: ni al dialógico platóni-
co, ni al método cartesiano, ni al geométrico spinozista, ni si-
quiera al aforístico nietzscheano, menos aún a la lógica analí-
tica o a la descripción fenomenológica. Encontramos, más
bien, conceptos extraños llegados directamente de la ciencia-
ficción o, incluso, tomados unas veces de experiencias límite
de la literatura (el cuerpo sin órganos, los gritos-soplos de Ar-
taud), otras de conceptos científicos alterados respecto a su

137
G. Deleuze y F. Guattari, L’Anti-Œdipo, París, Minuit, 1972.
138
G. Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux, París, Minuit, 1980.
110 Johann Michel

sentido inicial (lo molecular, los rizomas...) o inventados para


la ocasión (esquizoanálisis, máquinas deseantes, devenires in-
tensos...). Las frases se suceden sin verbos; profusión de encan-
tamientos, logorreas turbadoras, conceptos-eslogan sustituyen
a los resortes habituales de la argumentación. El filósofo esco-
lástico no vería en ella más que un dilatado delirio donde el
logos ha perdido todo derecho de ciudadanía.
Nos encontramos en las antípodas de la dialéctica y de la
pedagogía ricoeurianas que, pacientemente, piden al lector que
dé el largo rodeo por las mediaciones y se reapropie por sí mismo
de toda una tradición interpretativa, antes de añadir, con mu-
chas precauciones, algunas piedras al edificio de la filosofía. Con
Ricœur a menudo el lector tiene que esperar al final del recorri-
do, a condición de que pueda retomar retrospectivamente los
momentos reflexivos precedentes, para gozar de un amago de
disfrute intelectual. Como Derrida, pero de forma diferente, Ri-
cœur maneja la libido sciendi en el arte de diferir, aunque sea
dejando in fine al lector ante una aporía tenaz. Incluso quebrada,
la dialéctica de Ricœur sigue conservando una inspiración hege-
liana. La economía de la libido sciendi es totalmente distinta en
El Antiedipo, y más aún en Mil Mesetas, donde pueden aparecer
en cualquier momento los destellos, las fórmulas sobrecogedoras
que literalmente subyugan al lector. El arte dialéctico o aporético
de diferir está ausente en una economía filosófica que no conoce
ni el principio ni el fin en la exposición de los conceptos, a la
manera de esas «Mil Mesetas» que no son capítulos, sino zonas
de conexiones rizómicas. Mil Mesetas puede leerse en todo el
medio de la obra; no es una demostración lo que se nos propone,
sino una conminación a experimentar y a desear.
Es cierto que El Antiedipo y Mil Mesetas no representan en
modo alguno la totalidad de la obra publicada de Gilles De-
leuze y que contrastan seguramente con las numerosas obras
en las que el pensador se hace historiador de la filosofía, aun-
que sea iconoclasta cuando pretende, como él mismo dice,
«hacer bebés a costa» de sus «maestros» —Nietzsche y Spinoza
Ricœur y sus contemporáneos 111

sobre todo, pero también Bergson, Hume y el mismo Kant—.


El contraste es también sorprendente con obras de Deleuze
que pertenecen a un «género» demostrativo más canónico,
aunque el proyecto filosófico sea pensado, en ellas, como radi-
calmente nuevo, como en Diferencia y Repetición [Difference et
Répetition]139. Es cierto, que El Antiedipo y Mil Mesetas no no
fueron pensados ni escritos solo por Deleuze, si no con la pro-
ducción conceptual de Felix Guattari, inicialmente psicoana-
lista, antes de autoinventarse como esquizoanalista, de forma-
ción lacaniana y profesional practicante hasta el final de su
vida en la clínica experimental de La Borde.
Sin renunciar a algunas incursiones en otras obras de Deleu-
ze, nos concentraremos esencialmente en los dos tomos de Capi-
talismo y Esquizofrenia y, sobre todo, en Mil Mesetas. Es el arries-
gado desafío de este capítulo. No porque tengamos la ambición
de dar cuenta del pensamiento de Deleuze, que es también el de
Guattari, a través de esta única obra —pues el límite de nuestra
investigación ya está claramente expuesto—, sino porque preten-
demos reflexionar sobre algunos conceptos ricoeurianos en la
obra que parece la más alejada de la inspiración y de la trayectoria
filosófica de nuestro autor. Entre Ricœur y Deleuze hay un gran
abismo, y no pretenderemos superarlo artificialmente. A este
riesgo se añade el vicio inherente a toda empresa de confrontacio-
nes entre dos filósofos, vicio que consiste en hacer dialogar a au-
tores que no tendrían gran cosa que decirse. Lo que es tanto más
cierto cuanto que Ricœur y Deleuze, a diferencia de Ricœur y
Derrida, nunca entablaron diálogo directo o indirecto, aunque
fuera conflictivo, por obras interpuestas.
Sin embargo, sería falso afirmar que los dos filósofos se
ignoraran en el transcurso de su itinerario intelectual. El Ri-
cœur fenomenólogo, especialista en Husserl, y más aún el
Ricœur lector de Freud se cita a veces en los textos de Deleuze

139
G. Deleuze, Différence et Répetition, París, PUF, 1969.
112 Johann Michel

y Guattari140. El concepto ricoeuriano de «cogito abortado» es


particularmente retomado en Diferencia y Repetición141. Pero
estos pocos préstamos no pueden hacer de Ricœur, ni de lejos,
un interlocutor de primer plano de Deleuze o de Deleuze y
Guattari. Y a la inversa, solo tres obras del Deleuze historiador
de la filosofía y del Deleuze filósofo de la literatura atrajeron la
atención de Ricœur: Proust y los signos [Proust et les signes]142,
cuando Ricœur trata de pensar la reconfiguración del tiempo a
través del relato de ficción143; El Bergsonismo [Le Bergsonisme]144,
cuando Ricœur reinterpreta el problema de la persistencia de
la huella145 en Materia y Memoria [Matière et Mémoire] de
Bergson; Nietzsche y la filosofía [Nietzsche et la philosophie]146,
al que Ricœur insiste en rendir homenaje para pensar con el
«filósofo reiterativamente» el olvido activo como remedio al
deseo de venganza147. Teniendo en cuenta la recurrencia de los
préstamos y de las confrontaciones directas, es obligado reco-
nocer que la filosofía de Deleuze es algo muy marginal en la
obra de Ricœur. Y un hecho destacable: nuestro autor no
menciona nunca las obras coescritas con Guattari después de
mayo del 68. No hay por tanto, ni una sola alusión a los dos
tomos de Capitalismo y Esquizofrenia148.

140
Deleuze y Guattari hacen «justicia» a la interpretación de Ricœur,
aunque «completamente marcada de idealismo», de la «teoría de la cultura
en Freud y de su evolución catastrófica en relación con el sentimiento de
culpabilidad: sobre la muerte, y la “muerte de la muerte”» (G. Deleuze y F.
Guatarri, L’Anti-Œdipe, ob. cit., pág. 397).
141
G. Deleuze, Difference et Répetition, ob. cit., pág. 146.
142
G. Deleuze, Proust et les signes, París, PUF, 1970.
143
P. Ricœur, Temps et Récit, t. 2, ob. cit., pág. 247.
144
G. Deleuze, Le Bergsonisme, París, PUF, 1966.
145
P. Ricœur, La Mémoire, l’Histoire, l’Oubli, ob. cit., págs. 560-563.
146
G.Deleuze, Nietzsche et la philosophie, París, PUF, 1962.
147
P. Ricœur La Mémoire, l’Histoire, l’Oubli, ob. cit., pág. 634,
148
Resulta sorprendente constatar que un pensador como Jaspers, fi-
gura central de los primeros trabajos de Ricœur y figura recurrente de los
dos tomos de Capitalismo y Esquizofrenia, fuera incorporado por los tres
Ricœur y sus contemporáneos 113

Sorprendente nos resulta, por tanto, un extracto de una


conversación de 2003149 en la que Ricœur habla de Deleuze
y de Foucault, «para nombrar a los dos pensadores» que él
«más admira»150. Más allá de la fórmula retórica en el contex-
to de una entrevista, extraña ver a Deleuze y a Foucault colo-
cados en ese pedestal si volvemos a insistir en la relativa mar-
ginalidad de estos dos filósofos en el corpus textual de Ricœur.
Es cierto que hay pensadores que trabajan soterradamente
una obra sin hacerla objeto de tratamientos sistemáticos. Es
el caso de Nietzsche o de Heidegger con el pensamiento de
Foucault. Es cierto, también, que se pueden admirar obras
tan disímiles y tan heterogéneas a las que uno mismo puede
producir. Pero es la primera vez, por lo que sabemos, que
Ricœur rinde un homenaje así a Deleuze y a Foucault mien-
tras que los nombres de Husserl, Jaspers, Marce, Levinas, Na-
bert, por citar solo algunos, están más en primera fila de las
deudas intelectuales de Ricœur. No es casualidad que los po-
cos estudios comparativos sobre Ricœur y Deleuze, se trate
del artículo pionero de Olivier Mongin151 o de la obra del
filósofo irlandés Declan Sherin152, también se extrañen de
este homenaje tardío.

filósofos según voces muy diferentes: Por un lado, como pionero del exis-
tencialismo cristiano y pensador de la culpabilidad, por otro, como psi-
quiatra de vanguardia que contribuyó a pensar en la «esquizofrenia como
un proceso».
149
«La conviction et la critique», entrevista realizada por Nathalie
Crom, Bruno Frappat y Robert Migliorini, publicada en el diario La Croix
el 26 de febrero de 2003 (publicada nuevamente en Les Cahiers de l’Hene
(especial Ricœur, ob. cit., págs. 15-18).
150
Ibíd., pág. 17.
151
Olvier Mongin, «L’exces et la dette. Gilles Deleuze et Paul Ricœur
ou l’impossible conversation?», Cahiers de l’Herne, ob. cit., 271-285.
152
Declan Sheerin, Deleuze and Ricœur: Disavowed Affinities and the
Narrative Self, Continuum Publishing Corporation, 2009. Esta obra es,
actualmente, la más completa y rigurosa sobre Ricœur y Deleuze.
114 Johann Michel

Ricœur y Deleuze, según posiciones institucionales e inte-


lectuales muy diferenciadas, están en el núcleo del «momento
filosófico de los años 60»153, durante los cuales se debate, par-
ticularmente, sobre estructuralismo y sobre psicoanálisis. Y el
menor denominador común que permitiría no, desde luego,
explicar por sí mismo el homenaje tardío de Ricœur, sino jus-
tificar la pertinencia de una confrontación entre los dos filóso-
fos, se debe, precisamente, a que adoptan una postura post-
estructuralista —aunque ninguno de los dos filósofos reivindi-
có nunca tal pertenencia—, en el sentido riguroso que hemos
definido al principio de nuestro estudio: la travesía (y no el
rechazo) del estructuralismo acompañada de una intención de
sobrepasarlo. Todo depende de la vía elegida para superar el
estructuralismo: la hermenéutica postestructuralista de Ri-
cœur no es la vía abierta por Deleuze con (o sin) Guattari.
Falta por determinar las líneas de separación y, llegado el caso,
las zonas de intersección entre estas dos figuras del postestruc-
turalismo a la francesa. Reservaremos para este estudio tres
zonas de intersección: el estatus del acontecimiento a través de
sus análisis críticos de la lingüística estructural, la dialéctica de
la fuerza y del sentido a través de sus lecturas del psicoanálisis
freudiano, el lugar del deseo y de la ley a través de sus reapro-
piaciones de las éticas spinozista y nietzscheana.

La estructura, la intriga y el acontecimiento

Si tuviéramos que deslindar una primera zona de intersec-


ción en el debate que mantuvieron Ricœur, Deleuze y Guatta-
ri con el estructuralismo y contra él, esta se resumiría en la
común voluntad de salir de la clausura de los sistemas de sig-

153
P. Manglier (dir.), Le Moment philosophique des années 1960 en
France, París, PUF, 2011.
Ricœur y sus contemporáneos 115

nos. No se trata de negar la existencia de «estructuras» (lingüís-


ticas, simbólicas, sociales, económicas...), no se trata de negar
la pertinencia en sí de la herramienta del estructuralista, sino
de acordar una importancia decisiva a lo que excede el encierro
de las estructuras sobre sí mismas. A lo largo de los capítulos
precedentes, ya hemos insistido en la vía abierta por Ricœur,
que consiste en mostrarse atento al destino final del lenguaje:
decir algo sobre algo. De ahí la importancia que el hermeneu-
ta otorga a la palabra: la palabra concierne simultáneamente al
sistema de signos, competencia de la semiótica, y al aconteci-
miento del habla, cuando un locutor la ubica en una frase para
decir algo en una situación:

Así, la palabra es un intercambiador entre el sistema y


el acto, entre la estructura y el acontecimiento: por un lado,
atañe a la estructura, como un valor diferencial, pero, en-
tonces, no es más que una virtualidad semántica; por otro,
atañe al acto y al acontecimiento, pues su actualidad se-
mántica es contemporánea de la actualidad evanescente del
enunciado154.

Ubicada en una frase durante el acontecimiento del habla,


la palabra adquiere nuevas significaciones que contribuyen a
dar una historia a la lengua. Es el mismo proceso que Ricœur
analiza para las secuencias más largas que las frases, como los
textos, cuyo sentido se libera de la clausura interna por el acto
de la lectura, y es así a fin de refigurar mejor lo real y el mundo
del lector. Deleuze y Guattari se rebelan también contra una
lingüística que «encierra la lengua en sí misma»155 en nombre
de un presupuesto menos hermenéutico que pragmático:
«Como dice Bakhtine, mientras la lingüística extraiga cons-

154
P. Ricœur, «La structure, le mot, l’évenement», Le Conflit des Inter-
prétations, ob. cit., pág. 93.
155
G. Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux, ob. cit., pág. 104.
116 Johann Michel

tantes, seguirá siendo incapaz de hacernos comprender cómo


una palabra forma una enunciación completa»156.
Deleuze y Guattari prefieren ver en el lenguaje una cara de
un agenciamiento siempre en conexión con otras funciones no
lingüísticas. El sistema de signos nunca es un agenciamiento
por sí solo; un agenciamiento siempre es doble (agenciamiento
de cuerpo y agenciamiento de enunciación):

[...] un eslabón semiótico es como un tubérculo, congrega


muy diversos actos, lingüísticos, pero también perceptivos,
miméticos, gestuales, cogitativos: no hay lengua en sí, uni-
versalidad del lenguaje, sino un concurso de dialectos, de
jergas, de argots, de lenguas especiales157.

El modelo semiótico de tipo estructuralista está demasiado


próximo al modelo del «árbol», con sus raíces, sus fundamen-
tos, sus leyes, su sistema unificado, mientras que la pragmática
de los agenciamentos se asemeja al modelo del «rizoma», en el
que cualquier punto puede conectase a otro punto sin unidad,
sin fundamento, sin cerramiento. No se niega la existencia de
«estructuras» («siempre se pueden realizar descomposiciones
estructurales sobre la lengua»)158, de lenguas dominantes, de
reificaciones de poder, pero la intención es señalar la manera
como los agenciamentos de tipo rizómico invisten a las men-
cionadas estructuras.
Se entiende bien que una misma ambición postestructura-
lista de salir de la clausura del sistema en dirección del ser
anima tanto a Ricœur como a Deleuze y a Guattari. Pero rápi-
damente se aprecia que no estamos en el mismo mundo filo-
sófico. Mientras que «la vehemencia ontológica» del lenguaje
lleva a Ricœur a repensar las posibilidades ofrecidas por la metá-

156
Ídem.
157
Ibíd., pág. 14.
158
Ídem.
Ricœur y sus contemporáneos 117

fora para decir de otro modo el ser, Deleuze, con Guattari, pre-
tende, como lo analiza Declan Sheerin, «matar la metáfora»159.
Sin duda, sería erróneo, por las razones ya mencionadas, asi-
milar la hermenéutica postestructuralista de Ricœur con el
modelo deleuziano del «árbol», pero no puede asemejarse,
tampoco, al modelo del «rizoma». En Ricœur, se quiebra la
Unidad, el Fundamento, el Sistema, la Clausura, así como el
cogito, que pretende revisitar; pero sin que la quiebra funda-
mental deje lugar para los agenciamientos de multiplicidades,
sin objeto ni sujeto, sin principio ni fin, sin dentro ni fuera.
Los mismos comentarios son válidos cuando se trata de sus
respectivas filosofías del acontecimiento. Mientras que para el
estructuralismo prima la sincronía sobre la diacronía y consi-
dera el acontecimiento como un simple cambio de estado de
un sistema, tanto Deleuze como Ricœur han querido devol-
verle la carta de nobleza al acontecimiento. Sin embargo, entre
estas dos concepciones del acontecimiento se abre un abismo
cuando Ricœur insiste en darle una salida narrativa: el aconte-
cimiento no adquiere sentido si no está ubicado en un relato.
Si el acontecimiento se basa en lo heterogéneo, puede desple-
garse en la configuración de una intriga, en el sentido del
mythos aristotélico. Recíprocamente, el acontecimiento, con
más razón cuando se traduce como «giro de la fortuna», es el
que le da el movimiento a la intriga. Es la misma intención
que guía a Ricœur cuando opone el modelo hermenéutico del
«kerigma judeo-cristiano» al modelo estructural-totémico le-
vistraussiano, en el que la sincronía impera sobre la diacronía.
En el modelo kerigmático, se encadenan tres historicidades en
las que el acontecimiento se entrelaza con interpretaciones
bajo forma de relatos: el «de los acontecimientos fundadores o

159
Declan Sheerin, Deleuze and Ricœur: Disavowed Affinities and the
Narrative Self, ob. cit., pág. 5. Para un desarrollo completo de la relación de
Deleuze y de Ricœur con el estatus de la metáfora, véase la obra citada
de D. Sheerin.
118 Johann Michel

tiempo oculto», el «de la interpretación viva por los escritores


sagrados, que constituye la tradición», el de «la historicidad de
la comprensión, la historicidad de la hermenéutica».
Si bien pretende también salir del sincronismo estructura-
lista, la filosofía del acontecimiento toma en Deleuze (antes de
encontrarse con Guattari) un cariz radicalmente diferente al
propuesto por Ricœur. En la filosofía narrativa del aconteci-
miento hay un principio de orden, una síntesis, aunque sea
heterogénea, que pretende reducir el acontecimiento a un
todo inteligible, es decir, al modelo del «árbol». Razonar así es,
para Deleuze, dejar escapar el acontecimiento, que fundamen-
talmente depende de lo no narrativo, de lo no figurable, aun-
que no escape al lenguaje (pero un lenguaje no narrativo). Oli-
vier Mongin vio claramente aquí la línea de demarcación entre
los dos filósofos:

A la pregunta relativa al tiempo, Ricœur responde,


pues, subrayando el rol de la narración y de la figuración,
mientras que Deleuze piensa el tiempo contra la narración,
el tiempo puro de lo figurable y de la desfiguración (figura
y rostro pueden ir a la par) contra la «configuración» enten-
dida en el sentido de Ricœur [...]160.

En Lógica del sentido [Logique du sens] es donde Deleuze


prepara el terreno de un pensamiento del acontecimiento que
debe mucho a la teoría estoica de los «incorporales», al consi-
derar al acontecimiento como un «extra-ser» produce «mezcla
de cuerpos». Los acontecimientos no son cosas o seres, sino lo
que resulta de su choque o encuentro, puro surgimiento que

160
O. Mongin, «L’excès et la dette», ob. cit., pág. 274. Como muestra
O. Mongin, la oposición de la concepción del tiempo y del acontecimien-
to en Ricœur y en Deleuze tiene efectos directos sobre la manera en que
estos analizan las obras literarias. Habría que poder consagrar un estudio
entero, por ejemplo, a sus respectivas lecturas de En busca del tiempo per-
dido.
Ricœur y sus contemporáneos 119

no puede reducirse al archè, encuentro que no puede reducirse


al Chronos. A diferencia de los seres que existen en el presente
viviente, el acontecimiento es «Aión ilimitado, devenir que se
divide hasta el infinito en pasado y en futuro, esquivando el
presente»161. De ahí la dificultad de captar el acontecimiento,
de ser digno del acontecimiento», de nuevo como escribe De-
leuze. La rehabilitación del acontecimiento pasa, pues, por ca-
minos considerablemente opuestos en Ricœury en Deleuze:
puro devenir incorporal en el autor de Lógica del sentido, pues-
ta en trama en el autor de Tiempo y narración. La marca de
Chronos sigue grabada en el acontecimiento narrativizado cuyo
sentido se despliega gracias al mythos, mientras que el Aión nos
lleva desde el principio a una filosofía del no sentido:

El ruido de la profundidad era un infra-sentido, un


sub-sentido, Untersinn; la voz de la altura era un pre-senti-
do. Y ahora se podría creer, con la organización de la super-
ficie, que el no-sentido ha alcanzado ese punto en el que se
vuelve sentido, o toma un sentido [...]. Pero resuena en
nosotros el consejo, la regla del método: no apresurarse en
reducir el no-sentido, en darle un sentido. Guardaría su
secreto y cómo realmente produce el sentido. La organiza-
ción de la superficie física no es todavía sentido; es o, más
bien, será co-sentido162.

Fuerza, sentido y deseo

Del acontecimiento al sentido o al infra-sentido, pasamos


a una zona de intersección entre las vías abiertas por el post-
estructuralismo de Ricœur y de Deleuze. Esta segunda zona
necesita que introduzcamos también el psicoanálisis de origen

161
G. Deleuze, Logique du sens, París, Minuit, 1969, pág. 14.
162
Ibíd., pág. 262.
120 Johann Michel

freudiano con el que los dos filósofos tuvieron sus dimes y di-
retes. No es este lugar para ahondar en la violenta recepción
que le dispensaron los lacanianos franceses a De la interpreta-
ción [De l’Interprétation] o la carga que dirigen Deleuze y Gua-
tari contra los fundadores del psicoanálisis en El Antiedipo y en
Mil Mesetas, siendo Lacan, quizá, el de los fundadores que
queda más a salvo163. Nos gustaría detenernos en primer lugar
en cómo se aplica la dialéctica, si es que hay dialéctica, de la
fuerza, del sentido y del deseo a través de la lectura que Ri-
cœur, Deleuze y Guattari proponen de Freud.
El problema epistemológico tal como lo plantea Ricœur
en su Ensayo sobre Freud consiste en preguntarse si el discurso
del psicoanálisis enuncia conflictos de fuerzas que incumben a
una «energética» o a una «economía» (investidura, contrain-
vestidura pulsional...) o bien enuncia relaciones de sentido
que competen a una hermenéutica. Este problema puede to-
mar la forma «[...] de una antinomia entre una explicación
regulada por los principios de la metapsicología y una inter-
pretación que se mueve necesariamente entre las significacio-
nes y no entre las fuerzas, entre las representaciones y no entre
las pulsiones»164.
El interés de la lectura ricoeuriana de Freud consiste en
que periodiza la obra del padre del psicoanálisis mostrando que,
hasta la publicación de La Interpretación de los sueños [Die
Traumdeutung], el discurso freudiano se atenía a una energéti-
ca de tipo neurológico deslastrada de todo «anclaje hermenéu-
tico». Si La Interpretación de los sueños es un momento bisagra,
es sobre todo en los ensayos agrupados en Trabajos sobre meta-

163
Sobre la relación de Deleuze con el psicoanálisis, véase particular-
mente la obra de Monique David-Ménard, Deleuze et la psychanalyse, París,
PUF, 2005; sobre la relación de Ricœur con el psicoanálisis, véase la obra
de Vinicio Busacchi, Ricœur vs Freud. Une nouvelle compréhension de
l’homme, París, L’hartmattan, 2011.
164
P. Ricœur, De l’interpretation, ob. cit., pág. 78.
Ricœur y sus contemporáneos 121

psicología [Zur Vorbereitung einer Metapsychologie] donde Ri-


cœur encuentra en el psicoanálisis freudiano un discurso mix-
to que mejor permite articular energética y hermenéutica.
Poco importa aquí la exactitud de la lectura ricoeuriana de la
obra freudiana, pues lo esencial es la manera como se urde el
destino propio de la hermenéutica de Ricœur que tanto debe
a Freud, si no más, como a la tradición alemana de Schleier-
macher, hasta Gadamer, pasando por Dilthey y Heidegger165.
Al contrario que el anclaje positivista del psicoanálisis compa-
rado con una psicología experimental, Ricœur hace del in-
consciente un problema que tiene que ver con una teoría de la
interpretación, como si se tratara de descifrar los símbolos pro-
ducidos por el inconsciente tal como un texto, con su oscuri-
dad, sus equivocidades, sus plurivocidades. Más concretamen-
te, el psicoanálisis se convierte en Ricœur en una «región» de
la hermenéutica, entendida como ciencia de la interpretación
de los símbolos con doble sentido, donde un sentido directo,
literal, primario representa por añadidura otro sentido indirec-
to, secundario, figurado, que solo puede ser aprehendido a
través del primero.
Mientras Ricœur lleva el discurso psicoanalítico al seno de
la hermenéutica, Deleuze y Guattari quieren a todo precio sa-
carlo. Si los autores de Mil Mesetas alaban a Freud por haber
descubierto las máquinas inconscientes, «la producción
deseante»166, lo denuncian seguidamente por haber reducido
estas producciones a una interpretación simplista y mortífera.
Desde luego, antes de conocer a Guattari, la relación de De-
leuze con Freud no siempre fue tan impetuosa, particularmen-
te si nos remitimos a Lógica del sentido, que deja sitio, en cierta

165
Señalemos igualmente la importancia de la self-psychology de H. Ko-
hut en la gestación de la hermenéutica del sí ricoeuriano. Véase el análisis
de Michel Dupuis, «Notes sur Paul Ricœur et Heinz Kohut», Études Ri-
cœuriennes/Ricœur Studies, vol. 1, núm. 1 (2010), págs. 9-20.
166
G. Deleuze y F. Guattari, L’Anti-Œdipe, ob. cit., pág. 31.
122 Johann Michel

medida, a una teoría de la interpretación del inconsciente, sin que


esta se enmarque en el rigor del método hermenéutico. En cierto
modo, Lógica del sentido todavía pretende complicar la topoligía
freudiana: el tríptico deleuziano profundidad-superficie-altura es
todavía una forma de topología que recuerda, sin confundirse
con ella, la segunda tópica freudiana Ello-Yo-Superyó167.
Con la aparición de los dos tomos de Capitalismo y esqui-
zofrenia, ya no se trata de complicar el psicoanálisis freudiano
(o kleiniano), sino de apartarse radicalmente de él. En un pri-
mer nivel de lectura, podríamos estar tentados de decir que
Deleuze y Guattari se libran a una apología de una energética
pura, irreductible a cualquier hermenéutica. Estaríamos en un
punto diametralmente opuesto al proyecto de Ricœur. El
campo léxico que recorre El Antiedipo o Mil Mesetas rebosa de
conceptos (que no pretenden ser metáforas) en los que prima
el lenguaje de la «fuerza»: máquinas deseantes, devenires in-
tensos, cuerpos sin órgano, campos de fuerza, vibraciones in-
tensas, devenires moleculares. No obstante, sería inexacto re-
ducir el lenguaje de la fuerza a una somera biologización de las
producciones del inconsciente, incluso aunque sea innegable
una sexualización del inconsciente que descansa en un mate-
rialismo radical. El recurso a estos nuevos conceptos tiene en
realidad por objetivo hacer explotar el sistema de interpreta-
ción freudiana de las producciones del inconsciente. Sistema
que considera al inconsciente como una representación teatral
donde se representa un drama familiar en el que el yo juega,
más mal que bien, un papel que no ha elegido. El drama edí-
pico y la hermenéutica familiarista freudiana que le subyace
malogran el inconsciente como «máquina» y como «fábrica»:

Se ha sustituido el inconsciente como fábrica por un


teatro antiguo; las unidades de producción del inconsciente

167
Esta hipótesis me la sugirió Fabrice Joubard a partir de una obra por
publicarse sobre la teoría del fantasma y del delirio en Deleuze.
Ricœur y sus contemporáneos 123

se han sustituido por la representación; el inconsciente pro-


ductivo, se ha sustituido por un inconsciente que solo po-
día expresarse (el mito, la tragedia, el sueño...)168.

Desde un punto de vista deleuziano, Ricœur, aunque bus-


ca enriquecer la arqueología del sentido constitutivo del psico-
análisis freudiano con una teleología del sentido inspirada en
la fenomenología hegeliana, sigue atrapado en la trampa del
drama antiguo y de la tragedia edípica. Aunque sea con los
recursos de la hermenéutica, Ricœur se queda efectivamente
en el campo del psicoanálisis, mientras que Deleuze y Guatta-
ri buscan salir de él pura y simplemente. Desde un punto de
vista ricoeuriano, Deleuze y Guattari se quedan solo en el re-
gistro de la fuerza que rebaja la ciencia de las producciones del
inconsciente a una ciencia de la naturaleza, y pierden de vista
de este modo la especificidad de la dimensión simbólica del
inconsciente.
Un segundo nivel de lectura puede, no obstante, autorizar-
nos a pensar que, en este nuevo modelo de investigación que
Deleuze y Guattari llaman el esquizoanálisis, no está ausente la
interpretación. Contra lo que luchan no es más que contra
la reducción del sentido de las producciones del inconsciente
a enunciados edípicos. De hecho, no es que repliquen la exis-
tencia en sí de tales enunciados, particularmente en el caso de
las neurosis, sino que rechazan violentamente la reducción del
conjunto de las producciones inconscientes, especialmente de
tipo psicótico, a esos enunciados. Así, respecto al famoso caso
analizado por Freud, conocido como del Hombre de los lobos:

Todo está tergiversado desde el principio, se sublevan


Deleuze y Guattari: el Hombre de los lobos nunca podrá
hablar. Por más que hable de lobos, grite como un lobo,
Freud ni siquiera escucha, mira a su perro y responde «es

168
G. Deleuze y F. Guattari, L’Anti-Œdipe, ob. cit., pág. 31.
124 Johann Michel

papá». Mientras dura esta situación, Freud dice que es neu-


rosis y cuando revienta, entonces es psicosis169.

Este ejemplo es el arquetipo de lo que ellos denuncian en


la interpretación tal como se establece en el campo del psico-
análisis, hasta el punto de convertirse en una verdadera doxa:
la supremacía de un significante dogmático llamado edipo o
castración.
¿Pero no podríamos decir, por el contrario, que Deleuze y
Guattari aspiran a proponer nuevas interpretaciones que
abran, precisamente, el campo al esquizoanálisis? Pues el len-
guaje de la fuerza que movilizan es precisamente un lenguaje
que pretende decir algo de las producciones del inconsciente.
Desde luego, si hay interpretación, no es la inaugurada por
Ricœur con los símbolos de doble sentido. En este sentido, el
esquizoanálisis no es una hermenéutica, aunque no escape a la
cuestión de la interpretación, es decir, de los sentidos múlti-
ples. Más que descifrar un sentido latente a partir de un senti-
do manifiesto, el esquizoanálisis se queda precisamente en la
superficie del sentido, es decir, toma en serio la literalidad de
las expresiones inconscientes. Tomar en serio, por retomar el
ejemplo anterior, que el Hombre de los lobos está realmente
fascinado por los lobos, que esta fascinación no oculta al Padre
o a la Castración, sino que hay una forma de deseo y de vol-
verse esquizo que puede pasar por las jaurías de lobos, como
puede pasar por otros devenires (intensos, imperceptible...).
Y aquí es donde Deleuze y Guattari se lanzan a una interpre-
tación, aunque radicalmente opuesta a la interpretación freu-
diana: «No se trata de representación: representarse como un
lobo no es en absoluto creerse un lobo. El lobo, los lobos, son
intensidades, velocidades, temperaturas, distancias variables
indescomponibles. Es un hormigueo, una ampollosidad»170.

169
F. Deleuze y F. Guatari, MIlle Plateaux, ob. cit., pág. 51.
170
Ibíd., pág. 45.
Ricœur y sus contemporáneos 125

La virulenta y frontal oposición de Deleuze y Guattari a


la doxa freudiana no es solo un asunto de interpretación de
las producciones del inconsciente o de la propia naturaleza
del inconsciente, por ser allí donde tiene lugar la cuestión del
sujeto. Donde Freud quiere construir, gracias a la cura, un suje-
to más lúcido y más transparente para sí mismo, un sujeto
que esté en mejores condiciones de domesticar sus conflictos
psíquicos y pulsionales, donde Freud quiere que advenga el
«yo» allí donde estaba el «ello», Deleuze y Guattari quieren
acabar con el Sujeto. Con frecuencia nos hemos confundido
al considerar Mil Mesetas una apología de la locura, de la
droga o de la destrucción de uno mismo. Deleuze y Guattari
no dejan de prevenir contra los peligros de «cuerpos sin órga-
nos» cancerosos, fascistas, drogados, locos. El llamamiento a
la prudencia recorre todo el libro y la experimentación deleuzo-
guattariana a veces tiende a la austeridad estoica: «embriagar-
se con agua pura». Pero innegablemente hay una invitación,
a veces una conminación, a salir tanto del sujeto metafísico o
idealista de la filosofía heredada del cartesianismo como a
devenir sujeto freudiano. Reaparece aquí la concepción total-
mente a-centrada de lo que ya no puede llamarse un sujeto
(incluso bajo la forma de una subjetivización), sino el rizoma
en el que debemos devenir. De ahí la fascinación que ejercen
sobre Deleuze y Guattari las experiencias-límite, especial-
mente en literatura, por ejemplo las de los gritos-soplos de
Antonin Artaud:
Consideremos los tres grandes estratos en relación con
nosotros, es decir, los que nos amarran más directamente:
el organismo, el significante y la subjetivización. La super-
ficie de organismo, el ángulo de significante y de interpre-
tación, el punto de subjetivación o de sujeción. Serás orga-
nizado, serás un organismo, articularás tu cuerpo —si no,
no serás más que un depravado—. Serás significante y sig-
nificado, intérprete e interpretado —si no, no serás más
que un desviado—. Serás sujeto, y fijado como tal, sujeto
126 Johann Michel

de enunciación abatido sobre un sujeto de enunciado —si


no, no serás más que un vagabundo171.

Más que liberarnos de estas cadenas, el psicoanálisis con-


tribuye a apretar aún más sus eslabones. Se entiende por qué el
esquizoanálisis no es solo una interpretación (aunque los auto-
res rechacen entregarse a cualquier forma de interpretación) de
las máquinas deseantes, sino que se presenta correlativamente
como una terapéutica resueltamente alternativa y liberadora
que apela a la experimentación de cuerpos sin órganos (en el
sentido de cuerpos desorganizados y desubjetivados) en los
que circulan intensidades, deseos, devenires que no sean el
Sujeto.
Al medir el abismo que separa el psicoanálisis del esquizoa-
nálisis, medimos al mismo tiempo la brecha que separa aquí a
Ricœur de Deleuze y Guattari. Porque Ricœur, a pesar de la
originalidad de su teoría del sujeto, sigue siendo, en algún sen-
tido, muy freudiano. Así como el devenir-sujeto ricoeuriano
puede, en cierta medida, vincularse a otras variantes post-
estructuralistas a la francesa —la amnesia bourdieusiana, el
cuidado de sí foucaultiano, la autonomía castoriadisiana—,
sin embargo, Ricœur se mantiene, en este aspecto, muy aleja-
do de Deleuze y de Guattari. Sin duda, como señala Declan
Sheerin, Ricœur y Deleuze «argumentan en favor de una no-
identidad, de una fisura del alma»172, pero la recuperación por
Deleuze del «cogito fisurado» o del «abortado» por Ricœur
puede ser engañosa. Porque, fundamentalmente, no apuntan
a lo mismo. Para decirlo brevemente, el sujeto descentrado es
un punto de partida para Ricœur y es un punto de llegada para
Deleuze y Guattari. Desde la perspectiva guattaro-deleuziana,
siempre hay demasiado sujeto, en el sentido de las «ataduras»

171
Ibíd., pág. 197.
172
Declan Sheerin, Deleuze and Ricoœur: Disavowed Affinities and the
Narrative Self, ob. cit., pág. 5 (la traducción al francés es del autor).
Ricœur y sus contemporáneos 127

mencionadas anteriormente, ya que el objetivo es hacerlo esta-


llar en mil intensidades. Desde el punto de visto ricoeuriano,
desde luego, hay que liberarse de la conciencia falsa, del falso-
sujeto que se cree dueño del sentido, pero con el objetivo de
recuperar un sujeto más libre y más transparente para sí mis-
mo. Por esta razón, Ricœur puede hacer completamente suyo
el aforismo de Freud: «allí donde estaba el ‘Ello’ debe advenir
el ‘Yo’». Por esta razón, como ha hecho con la hermenéutica,
Ricœur puede esperar llevar el psicoanálisis al seno de la filo-
sofía reflexiva, menos, es cierto, en una variante cartesiana que
spinozista y nabertiana. Aquí se establece una estrecha relación
entre hermenéutica y filosofía reflexiva: la interpretación de los
símbolos con doble sentido se concibe como una conquista
reflexiva del sujeto sobre sí mismo a partir de una posición de
extravío y de descentralización:

La reflexión debe convertirse en interpretación, porque


no puedo captar este acto de existir en otra parte más que
en los signos esparcidos por el mundo. Por eso, una filoso-
fía reflexiva debe incluir los resultados, los métodos y las
presuposiciones de todas las ciencias que intentan descifrar
e interpretar los signos del hombre173.

Sin embargo, no diremos que, al término de este acto de


reflexión, el sujeto ricoeuriano pueda encontrar la enteridad
de sí mismo. Quedará grabada para siempre una fisura en el
cogito ricoeuriano, porque la interpretación de los signos es
una tarea sin fin, ella misma sujeta al conflicto de las interpre-
taciones, porque el sujeto siempre es presa de las regresiones
infantiles y del imperio de lo pulsional, porque «el lenguaje de
la fuerza siempre será invencible al lenguaje del sentido»174. La
hermenéutica reflexiva que anhela Ricœur es tanto una tarea

173
P. Ricœur, De l’interprétation, ob. cit., pág. 57.
174
Ibíd., pág. 160.
128 Johann Michel

como una apuesta. Como Freud, Ricœur sabe perfectamente


que el destino de algunas pulsiones, «los afectos puros», como
la angustia sin objeto, consiste en negarse a toda representa-
ción, a toda interpretación. Pero Ricœur quiere mantener su
apuesta del sentido, de una recuperación posible de la fuerza
en el sentido, lo que queda bien expresado, en el extracto si-
guiente, a través de la elección de un futuro simple como tiem-
po verbal:

[...] pero, incluso entonces, no debemos perder de vista que


un afecto puro, un afecto directamente emanado del in-
consciente —como la angustia sin objeto— es un afecto en
espera de una representación sustitutiva a la que podrá ligar
su suerte. Por último, un afecto que se nos manifiesta des-
criptivamente disociado, es un afecto que está en busca de
un nuevo soporte representativo que le abrirá la vía del
consciente175.

A pesar de esta apuesta, el sujeto ricoeuriano no podrá pre-


tender nunca ser plenamente sujeto; lo que queda es un deve-
nir-sujeto, un sujeto asintótico que continuamente proyecta,
no una reflexión abstracta sobre el mundo de percepción car-
tesiana, sino una reflexión concreta sobre los signos en los que
su existencia se objetiva. Es decir, que con Ricœur el sujeto es
una «tierra prometida», mientras que con Deleuze y Guattari
es una «tierra del destierro». El devenir-sujeto ricoeuriano
quiere conquistar, sin esperar nunca alcanzarlo plenamente, lo
que el rizoma deleuziano aspira a perder. «Vayamos más lejos,
todavía no hemos encontrado nuestro CsO, nuestro yo toda-
vía no suficientemente deshecho. Reemplazad la amnesia por
el olvido, la interpretación por la experimentación»176.

175
Ídem.
176
G. Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux, ob. cit., pág. 187.
Ricœur y sus contemporáneos 129

El deseo, la culpabilidad, la ley

Si hubiera que conformarse con una oposición esquemática


término a término, proyecto a proyecto entre Ricœur y Deleuze,
el interés de una confrontación sería limitado. Hemos señalado,
sin duda, una misma vehemencia postestructuralista (salir del
encierro del sistema) en los dos filósofos. Pero la radicalidad del
esquizoanálisis, deliberadamente fuera de contexto, viene a desa-
fiar y a socavar las bases de toda hermenéutica reflexiva (y recí-
procamente). Falta por explorar, en la prolongación de los ante-
riores desarrollos, un tercer terreno de confrontación que nos
encamina más explícitamente a cuestionamientos ético-morales.
Para el lector actual de Sí-mismo como otro, sumergirse en
los textos de inspiración ética de Paul Ricœur escritos en los
años 60 le deparará sorpresas. Sin duda alguna, la distinción
formalmente tardía entre ética y moral permite liberar a la pri-
mera de una relación con la ley, con el mandamiento, con la
sanción, que por el contrario define a la segunda. Si bien esta
distinción no se encuentra explícitamente en los textos agrupa-
dos especialmente en Conflicto de las interpretaciones, sin em-
bargo, es sorprendente constatar la profunda suspicacia, incluso
el rechazo, que se manifiesta en Ricœur respecto a una relación
con los valores que se traduciría con los términos de la ley, la
obediencia y la sanción. Estos son los textos que pueden entrar
en fuerte resonancia con la filosofía de Deleuze (con o sin
Guattari). Encontramos realmente uno o varios mundos co-
munes que pueden proceder de un aforismo spinozista que tan-
to Ricœur como Deleuze y Guattari hacen suyo: «La filosofía es
una meditación, no sobre la muerte, sino sobre la vida».
Mientras que el spinozismo de Deleuze es conocido desde
hace tiempo, pues consagró dos obras de referencia a Spinoza177,

177
F. Deleuze, Spinoza et le problème de l’expression, París, Minuit,
1968; Spinoza, Philosophie pratique, París, Minuit, 1981.
130 Johann Michel

cursos en la Universidad de Vincennes y porque Spinoza lo ha


acompañado a lo largo de todo su itinerario filosófico, el spino-
zismo de Ricœur es todavía muy desconocido. Ricœur no ha
consagrado, desde luego, ningún estudio sistemático al autor de
Ética [Ethik], pero Spinoza es uno de los pocos filósofos que ja-
lona todas las etapas intelectuales de su obra. Se puede llegar a
decir, incluso, que la ontología ricoeuriana es fundamentalmente
spinozista en cuanto que hace del conatus el fundamento de todo
ser, incluyendo en ello al ser humano. A diferencia de Deleuze,
particularmente en Diferencia y Repetición, Ricœur se arriesgó
poco en el terreno de la ontología fundamental en el sentido del
ser en tanto que ser, pues su interés se centró más en el actuar (y
el padecer) humano. El último estudio de Sí mismo como otro
solamente esboza, con Aristóteles, Heidegger y Spinoza, una on-
tología fundamental en la que el ser es pensado como «fondo a la
vez efectivo y poderoso»: corresponde precisamente a la Ética
resolver las aporías de La Metafísica y de Ser y Tiempo. Pero esta
idea de que la existencia es fundamentalmente deseo de ser y es-
fuerzo por existir la encontramos desde los primeros trabajos de
Ricœur sobre la hermenéutica, especialmente con ocasión de sus
reflexiones sobre Freud. Aquí se despliega toda la originalidad
tanto de la hermenéutica como de la filosofía reflexiva de Ri-
cœur, que nos aleja completamente del cartesianismo:
[...] por la comprensión de nosotros mismos, nos apropia-
mos del sentido de nuestro deseo de ser o de nuestro esfuer-
zo por existir. La existencia, ahora podemos decirlo, es de-
seo y esfuerzo. La llamamos esfuerzo para subrayar su ener-
gía positiva y su dinamismo, la llamamos deseo, para
señalar su falta y su indigencia: Eros es hijo de Poros y de
Penia. Así, el Cogito ya no es ese acto pretencioso que era
inicialmente, me refiero a esa pretensión de autoimponer-
se; se presenta como ya impuesto en el ser178.

178
P. Ricœur, «Existence et herméneutique», Le Conflit des interpréta-
tions, ob. cit., pág. 25.
Ricœur y sus contemporáneos 131

Ese ser que ya está en el ser (componente de la existencia)


es el que exige un esfuerzo de apropiación (componente del
acto reflexivo) por medio de la interpretación de los signos de
la existencia objetivada (componente de la hermenéutica). In-
dudablemente hay un mundo spinozista común a Ricœur y a
Deleuze: un vitalismo de proximidad en el sentido de una pri-
macía ontológica otorgada al deseo y a la vida.
Pero en el propio seno de ese mundo común y de esa on-
tología de proximidad, permanece algo extraño. Recordemos,
por una parte, que esta ontología del deseo no es objeto de una
recuperación reflexiva y hermenéutica en Deleuze, que el acto
reflexivo, tal como lo enfoca Ricœur (con o sin Freud) puede
ser el mejor medio de volverlo mortífero —de amarrarlo por
el significante dogmático—. Insistamos, por otra parte, en el
carácter muy iconoclasta de la teoría del deseo en Deleuze
(con Guattari). Mientras que Ricœur concibe el deseo como
«carencia e indigencia», Deleuze y Guattari lo abordan como
«producción de intensidades». En un sentido, Deleuze y
Guattari hablan del deseo como Ricœur puede hablar del es-
fuerzo («energía positiva y dinamismo») en su recuperación
del conatus:

Finalmente lo que cuenta es que el placer sea el flujo


del propio deseo, inmanencia, en lugar de una medida que
vendría a interrumpirlo, o que lo haría depender de tres
fantasmas: la carencia interior, el trascendente superior, el
exterior aparente. Si el deseo no tiene por norma el placer,
no es debido a una carencia que sería imposible colmar,
sino, al contrario, en razón de su positividad, es decir, al
plan de cosistencia que traza en el curso de su proceso179.

El problema práctico, ético, que plantean Deleuze y


Guattari no es solo lo que puede limitar el deseo (lo interior,

179
G. Deleuze, Mille Plateaux, ob. cit., pág. 194.
132 Johann Michel

lo superior, lo exterior), sino también el tipo de plan de con-


sistencia sobre el que se construye el deseo. Pues el deseo pue-
de desear su propio aniquilamiento o «desear lo que tiene el
poder de aniquilar. Deseo de dinero, deseo de ejército, deseo
de Estado, deseo fascista, incluso el fascismo es deseo»180.
El fondo spinozista que acerca y aleja al mismo tiempo las
ontologías de Ricœur y de Deleuze encuentra ecos éticos en
sus respectivas relaciones con Nietzsche. Así como parece
apropiado hablar de un spinozismo de Ricœur, parece, sin em-
bargo, difícil hablar de un Ricœur nietzscheano, mientras que
este calificativo podría convenir perfectamente a Deleuze181.
Pero es innegable que hay un «talante» nietzscheano que, aun-
que salpicado de reservas, recorre algunos textos de Ricœur
de los años 60. La disputa entre los nietzscheanos y los anti-
nietzscheanos182 que recorre la de los «humanistas» y de los
«antihumanistas»183 se plantea difícilmente, pues, en el caso de
Ricœur. Si no siente a priori ni rechazo (ni fascinación), es
porque el maestro de la sospecha representa un momento in-
dispensable por el que hay que pasar para elaborar tanto una
hermenéutica como una ética. Con Nietzsche (Freud y Marx),
la hermenéutica de la sospecha hace las veces de un método de
interpretación que permite desenmascarar la conciencia falsa y
las ilusiones de la soberanía del sentido: «este uso exige una
filosofía muy particular que subordina a la expresión de la Vo-
luntad de poder el problema de la verdad y del error»184. Ri-

180
Ibíd., pág. 204.
181
Alan D. Schrift (Nietzsche’s French Legacy: A Genealogy of Poststruc-
turalism, Londres, Routledge, 1995) explica claramente que el recurso
nietzscheano constituye una de las marcas de fábrica del postestructuralis-
mo a la francesa. La propia filosofía de Nietzsche prefigura los temas fun-
damentales que encontraremos particularmente en Derrida, Foucault y
Deleuze.
182
Porquoi nous ne sommes pas nietzschéens?, ob. cit.
183
A. Renaut y L. Ferry, La Pensée 68, ob. cit.
184
P. Ricœur, De l’interprétation, ob. cit., pág. 36
Ricœur y sus contemporáneos 133

cœur concibe conjuntamente la irreductibilidad y la comple-


mentariedad de los dos estilos hermenéuticos, el concebido
como sospecha, desmitificación, reducción de ilusión, decons-
trucción del sentido, y el concebido como manifestación, res-
tauración, recogida de un sentido que se me dirige en forma de
mensaje o de declaración.
Pero no es el Nietzsche reconducido a la escuela de la sos-
pecha el que permite comprender la proximidad que puede
establecerse en este estadio entre Ricœur y Deleuze, pues la
hermenéutica sigue siendo lo que separa los dos estilos post-
estructuralistas. El Nietzsche que acerca a Ricœur y a Deleuze
es el de la culpabilidad, del resentimiento, del espíritu de ven-
ganza, del deseo de consuelo. Para Deleuze, la gran lección
nietzscheana se cristaliza en la constitución de una filosofía
radical de la inmanencia, la deconstrucción de los ídolos (se
llamen Dios o el hombre) y de las formas de la transcendencia
(lo exterior o lo superior) que inhiben el deseo y la voluntad de
poder; voluntad de poder que no significa, para Deleuze185,
«deseo de dominar», sino afirmación de existencia, goce, so-
breabundancia, creación186. La lección nietzscheana, aunque
también kafkiana, es el infierno de una vida bajo la ley moral,
una ley que con Kant se vuelve vacía: «la ley ya no dice lo que
está bien; sino que está bien lo que dice la ley»187.

185
G. Deleuze, Nietzsche, París, PUF, 1999, pág. 41.
186
La voluntad de poder culmina tanto en el personaje de Dionisos
como en el de Zaratustra: «Liberar a los hombres pasados y transformarlos
todos los “Eso fue” en un “Eso es lo que hubiera querido” —¡eso es lo que
yo llamaría redención!—. Voluntad —así se llama al liberador y mensajero
de alegría» (F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, París, 10/18, 1958,
pág. 131). Señalemos, no obstante, que otros textos de Nietzsche (en par-
ticular Más allá del bien y del mal y La Genealogía de la moral) son más
equívocos, más «biologizantes» en este punto de vista, cuando la filosofía
hace apología de la aristocracia guerrera y de la dominación de los «bárba-
ros rubios» de «sangre pura».
187
G. Deleuze, Proust et les signes, París, PUF, pág. 142.
134 Johann Michel

Esta lección nietzscheana y kafkiana también la hace suya


Ricœur en textos que marcan un rechazo muy claro, no al Kant
del «mal radical» y de la esperanza, sino al Kant moralista y for-
malista, el Kant de la ley, del imperativo y de la culpabilidad.
La culpabilidad revela así la maldición de una vida bajo
la ley [...]. La culpabilidad proclama una acusación sin acu-
sador, un tribunal sin juez, un veredicto sin autor. La culpa-
bilidad se ha convertido en esa desgracia sin retorno escrita
por Kafka: la sentencia se ha convertido en condena188.

La genealogía de la moral nietzscheana es para Ricœur


como una formidable empresa de liberación de ídolos metafí-
sicos y religiosos, de una vida bajo el gobierno de la ley, de una
vida mortífera, de una condena aquí abajo. La deconstrucción
de una moral de la obligación es la condición de posibilidad de
la ética. Mientras que en Deleuze el sustrato de esta ética pue-
de encontrarse tanto en Nietzsche como en Spinoza, en Ri-
cœur la deconstrucción nietzscheana es un punto tan necesa-
rio como insuficiente. No es que Ricœur sea insensible a la
transvaloración de los valores, al advenimiento del superhom-
bre, a la promesa del amor fati y de la inocencia del devenir,
pero Nietzsche sigue prisionero del resentimiento y está por
debajo de su personaje de Zaratustra:
Quizá nadie sea capaz de vivir al nivel de Zaratustra; el
propio Nietzsche, el hombre del martillo, no es el super-
hombre que anuncia; su agresión contra el cristianismo si-
gue atrapada en el resentimiento; el rebelde no está y no
puede estar al nivel del profeta; su obra principal es solo
una acusación de la acusación y se queda por debajo de una
pura afirmación de la vida189.

188
P. Ricœur, «Culpabilité, éthique et religion», Le Conflit des intérpre-
tations, ob. cit., pág. 421.
189
P. Ricœur, «Religion, athéisme et foi», Le Conflit des interprétations,
ob. cit., pág. 437.
Ricœur y sus contemporáneos 135

Por esta razón, después de Nietzsche todo sigue estando


abierto: la deconstrucción nietzscheana no es más que un pun-
to que cierra la vía a una moral de la obligación y de la prohi-
bición y que conjura la restauración de una forma de vida:

[...] que se presentaría como una simple sumisión a unos


mandamientos, a una voluntad extraña o suprema [...].
Debemos tener como buena la crítica de la ética y de la re-
ligión que formula la escuela de la sospecha: gracias a ella
hemos aprendido a discernir un producto y una proyección
de nuestra debilidad en el mandamiento que da la muerte
y no la vida190.

¿Qué ética queda así liberada, una vez recorrida la escuela


nietzscheana? Lo que predica Zaratustra, como pura afirma-
ción de la vida, sin duda ninguna, ejerce fascinación en Ri-
cœur y le acerca más a Deleuze: esta predicación, nos dice
Ricœur, sería «al mismo tiempo originaria y post-religiosa»191.
Pero esta predicación, porque hay predicación, estaría todavía
en las fronteras de la filosofía. También por eso es por lo que
Ricœur prefiere volverse de nuevo hacia Spinoza, hacia la ética
concebida como deseo de ser y esfuerzo por existir. Pero, extra-
ñamente, el hermeneuta busca conectar esta ética de la vida,
más allá de la prohibición y de la condena, con un lugar pre-
ético, un origen poético de la palabra y de la escucha en línea
con el «segundo Heidegger»:

Cuando la palabra dice algo, cuando descubre no solo


algo del sentido de los seres, sino algo del ser como tal,
como es el caso en el poeta, entonces nos enfrentamos a lo
que se podría llamar el acontecimiento de la palabra: se dice
algo cuyo origen, cuyo poseedor, no soy yo192.

190
Ídem.
191
Ibíd., pág. 438.
192
Ibíd., pág. 440.
136 Johann Michel

Este rodeo tan heideggeriano hacia «la ecología de la cosa»


permite al mismo tiempo a Ricœur volver a pensar en algo
como una fe auténtica, después de haber recorrido la prueba
nietzscheana del ateísmo y de la destrucción de ídolos; una fe
que, precisamente, esté deslastrada del peso de la falta, del in-
fierno de la acusación y de la pasión triste del consuelo. Porque
este lugar pre-ético de la escucha no solo es, para Ricœur, esa
habitación «donde están los poetas», sino también un lugar de
escucha del kerigma. De este modo asistimos con Ricœur a
una especie de «cristianización» de la poética heideggeriana en
la que se desarrolla «una relación con Dios en tanto palabra
anterior a toda prohibición y a toda acusación»193.
Con este llamamiento a una nueva fe, con este recurso
muy heideggeriano a la poética de la cosa, nos alejamos en este
aspecto de Deleuze: la «fe post religiosa» de Ricœur contrasta
con el «ateísmo tranquilo» de Deleuze. Este contraste no am-
puta en absoluta, sin embargo, el enraizamiento de Ricœur en
el movimiento postestructuralista, aquí a través de la figura de
Heidegger. El momento filosófico del Ricœur de los años 60
no puede plantearse en los términos de oposición entre un
Deleuze «pensador del exceso en tanto que adversario de la
deuda y del tribunal del juicio» y un Ricœur «pensador de la deu-
da por afán de no renunciar a la institución y a la duración»194.
Olivier Mongin tempera, no obstante, esta oposición reflejan-
do «que ya no puede presentarse en los términos habituales de
la disputa del humanismo, tanto si se trata de su versión es-
tructuralista como de la versión kantiana»195. Esta interpreta-
ción no nos parece ni justa ni justificada si nos atenemos a los
textos de ética que Ricœur escribió en los años 60, puesto que
nuestro autor aspira, como Deleuze, a salir del «tribunal de
juicio», de una teoría kantiana de la moral de la obligación, de

193
Ibíd., pág. 141.
194
O. Mongin, L’Excès et la Dette, ob. cit., pág. 282.
195
Ídem.
Ricœur y sus contemporáneos 137

la dialéctica infernal de la acusación y del resentimiento. Aun-


que esté salpicada de reservas, hay, en efecto, un «talante
nietzscheano» en el Ricœur de los años 60 que le vincula más
a otros pensadores postestructualistas, como Deleuze, Foucault
o Derrida, que a las corrientes postkantianas. Este «talante
nietzscheano» sigue siendo, no obstante, muy paradójico,
puesto que a través de él pero también contra él, Ricœur no
renuncia a pensar el mal, a reformular una filosofía de la espe-
ranza (en una línea kantiana), a promover una nueva relación
con la fe. Son otros tantos programas filosóficos que nos alejan
en este aspecto muy seriamente de los otros postestructuralis-
tas a la francesa, sin acercarnos, sin embargo, a los cantos del
humanismo.
La oposición que establece Olivier Mongin, aunque se hu-
biera podido formular de otra forma, conserva su pertinencia
si nos referimos a un momento más tardío (a partir de los
años 90) de la filosofía ético-moral de Ricœur tal como podría
culminar en Sí mismo como otro. De ahí, la importancia deter-
minante de historizar la obra de Paul Ricœur que conoce, a
partir de esta época, una ruptura decisiva. A primera vista, se
podría defender una forma de continuidad cuando Ricœur
insiste en distinguir ética y moral, preservando la primera de
una relación con la ley, con la obligación, con la sanción. Pero
el tono ya no es el mismo que en El Conflicto de las interpreta-
ciones: cuatro puntos de inflexión permiten afirmar que hemos
pasado a un abandono relativo de la influencia postestructura-
lista. En primer lugar, «el talante nietzscheano» se muestra
cada vez más tenuemente en la filosofía ético-moral de Ri-
cœur196 y, con ella, se eclipsa la poética de inspiración heideg-

196
No sería exacto afirmar que este «talante nietzscheano» ha desapa-
recido totalmente. Reaparece, particularmente, como se ha señalado al
principio de este capítulo, en La Mémoire, l’Historie, l’Oubli, ob. cit.,
págs. 633-638), cuando Ricœur busca, con Nietzsche, en el olvido activo
un remedio para el espíritu de venganza y para el peso del pasado. También
138 Johann Michel

geriana197. En segundo lugar, la ética, concebida como «obje-


tivo de la vida buena», toma a partir de entonces una colora-
ción muy aristotélica en lugar de la impulsión casi vitalista de
los años 60. En tercer lugar, aunque se afirme la primacía de la
ética sobre la moral, esta última no sufre ya el oprobio de la
época del artículo «Religión, ateísmo y fe» [Religion, athéisme,
foi]. La inflexión decisiva consiste en justificar a partir de aho-
ra un momento deontológico, un recurso a la ley moral, que
ya no tilda de «punto corrompido de la filosofía», para poner
a prueba «los objetivos de la vida buena». Desde este punto de
vista, hay realmente una vuelta a Kant, al menos al Kant de la
Segunda crítica, que se transluce en Sí mismo como otro.
El homenaje tardío de Ricœur para con Deleuze con el
que hemos introducido este capítulo es muy engañoso. No es
que haya que poner en duda la palabra de Ricœur, sino que
este homenaje no da fe de una proximidad inmediata entre los
dos pensadores, todo lo más podríamos hablar, con un oxímo-
ron, de una lejana proximidad. Hay, sin duda, un campo ad-
versario común, en el contexto predominante del estructura-
lismo, y una misma vehemencia ontológica en la práctica: la
ambición de salir de la clausura del sistema de signos. Pero el
recurso de Ricœur para salir de este sistema no tiene equiva-
lente en la especie de pragmática del lenguaje propuesta por
Deleuze. Donde más se separan sus caminos, procede de sus

en esta ocasión es cuando rinde ampliamente justicia a la interpretación


deleuziana de Nietzsche.
197
El alejamiento de la poética heideggeriana no significa en absoluto
la desaparición de la poética en general, a fortiori en su acepción aristotéli-
ca, como potencial de la ética ricoeuriana, si se considera, concretamente,
el importante lugar que ocupa en Sí mismo como otro el relato en el sentido
del mythos como laboratorio de experimentaciones éticas sobre el sí. Los
recursos de la triple mímesis de inspiración aristotélica poco a poco fueron
desbancando la vía abierta por la habitación poética heideggeriana. Agra-
dezco a Marie-France Begué que haya sabido atraer mi atención sobre este
tema.
Ricœur y sus contemporáneos 139

lecturas respectivas de Freud y de sus relaciones con el psico-


análisis: mientras que Ricœur pretende integrar el psicoanáli-
sis en la órbita de la hermenéutica y de la filosofía, Deleuze y
Guattari aspiran a desmontarlo en provecho de un modo de
investigación del inconsciente radicalmente nuevo cuyo por
nombre es esquizoanálisis.
Ricœur y Deleuze encuentran, no obstante, una zona de
proximidad intelectual en su apropiación ética de Nietzsche y,
sobre todo, de Spinoza. Si nos hemos resistido a hacer de Ri-
cœur un pensador nietzscheano (y también contrario a él), sin
embargo, nos ha parecido justo hablar de un «talante nietzs-
cheano» para calificar algunos de sus textos de los años 60.
Donde Ricœur y Deleuze se encuentran es en su común con-
dena del mandamiento de una vida bajo el gobierno de la ley
moral. Este «talante nietzscheano» es una razón más para rela-
cionar a Ricœur con el movimiento postestructuralista. Este
talante que se apaga en gran parte a partir de los años 90,
cuando sorprendentemente Ricœur rehabilita la deontología
kantiana, aunque solo sea como momento, en el proceso de su
«pequeña ética». Rehabilitación que equivale a un nuevo aleja-
miento del postestructuralismo de Deleuze y Guattari.
Capítulo IV

El cuidado de sí
y el cuidado de los otros

Concretamente, excepto una participación conjunta en


una mesa redonda sobre «filosofía y verdad»198, nunca ha exis-
tido un diálogo frontal entre Ricœur y Foucault199, ya que los
dos filósofos se mueven, de hecho, en círculos intelectuales
muy diferentes200. Su formación filosófica inicial explica en

198
«Philosophie et vérité» (conversación con A. Badou, M. Foucault,
G. Canguilhem, D. Dreyfus, J. Hyppolite, P. Ricœur), Dossier pédagogique
de la radio-télévision scolaire, 27 de marzo de 1965, págs. 1-11 (entrevista
publicada nuevamente en Dits et Écrits, t. 1, París, Gallimard, Quatro,
2001, págs. 476-492).
199
Sobre este diálogo fallido, podrá remitirse al artículo de Rose Goetz,
«Paul Ricœur y Michel Foucault», Le Portique [en línea], 13-14, subido a
la red el 15 dwe junio de 2007, consultado el 19 de diciembre de 2011.
Disponible en: http://leportique.revues.org/index639.html. El artículo de
Rose Geotz es una de las primeras presentaciones (en lengua francesa) del
diálogo entre Ricœur y Foucault.
200
A esta circunstancia hay que añadir la competencia que opuso a los
dos filósofos con motivo de sus respectivas candidaturas al Collège de
142 Johann Michel

parte este no-encuentro: como Bourdieu, Foucault estuvo


muy marcado por la enseñanza de la historia y de la filosofía
de las ciencias de Canguilhem, mientras Ricœur dio sus pri-
meros pasos con la fenomenología y el existencialismo. Mien-
tras que Ricœur ha tratado de conservar y superar la fenome-
nología gracias a los recursos de la hermenéutica, la epistemo-
logía foucaltiana (que en gran parte se construyó contra la
tradición fenomenológica) ha querido «injertar» el método ge-
nealogista nietzscheano en la historia de los saberes.
Según diferentes voces, Ricœur y Foucault, sin embargo,
han trabajado para hacer de la filosofía algo más que una his-
toria de su propia disciplina, abriéndola sinceramente a las
ciencias humanas y sociales. Aunque competidores y proce-
dentes de tradiciones diferentes (la hermenéutica alemana,
para uno, el positivismo a la francesa, para el otro), sus obras
respectivas se presentan en ambos casos como epistemologías
de las ciencias humanas y sociales. Si bien no está zanjado el
debate de saber si hay un momento «estructuralista» durante
el primer itinerario filosófico de Foucault201, podemos decir,
en cambio, que comparte con Ricœur la ambición de desple-
gar un horizonte filosófico postestruturalista. Pero se trata de
dos empresas rivales y opuestas que no pueden trazar un cami-
no juntas. Si Foucault rara vez convoca a Ricœur en apoyo de
sus análisis202, el segundo, menos avaro en las citas, marcó cla-

France en 1969, uno a título de una filosofía de la acción y el otro a título


de una historia de los sistemas de pensamiento. Tras la elección de Foucault,
Ricœur, afectado, tomará el camino de los Estados Unidos para continuar
su enseñanza, especialmente en Chicago (véase F. Dosse, Paul Ricœur. Les
Sens d’une vie, ob. cit., págs. 517-519).
201
Durante una entrevista publicada inicialmente en 1983 y publicada
de nuevo en Dits et Écrits (París, Gallimard, «Quatro», t. 2, pág. 1254),
Foucault afirma que él nunca ha sido ni freudiano ni estructuralista ni
marxista.
202
Foucault hace referencia a Ricœur, por ejemplo, para hablar del
contexto filosófico de después de la guerra en Francia (fenomenología,
Ricœur y sus contemporáneos 143

ramente sus distancias con el proyecto de Foucault de La Ar-


queología de los saberes [L’Archéologie des savoirs]. Ricœur coin-
cide con Foucault en pensar la historia de los saberes en térmi-
nos de «discontinuidad», según la lógica propia de las episteme,
pero con la condición de recordar que «la arqueología del sa-
ber no puede eludir por completo del contexto general en el
que la continuidad temporal encuentra su derecho y, por tan-
to, no puede dejar de articularse sobre una historia de las ideas
en el sentido de las historias especiales de Mandelbaum»203.
Como es su costumbre, Ricœur se aplica en señalar estructuras
de mediación epistemológicas entre continuidad y disconti-
nuidad en historia (sin, por tanto, rechazar pura y simplemen-
te el enfoque genealogista de Foucault):

El paso de una episteme a la otra permite acercar la


dialéctica de innovación y de sedimentación por la que en
repetidas ocasiones hemos caracterizado la tradicionalidad,
de manera que la discontinuidad correspondería al mo-
mento de innovación y la continuidad al momento de la
sedimentación204.

Que Ricœur nunca se adhiriera a una hipotética «muerte


del hombre», no le ha impedido suscribir la deconstrucción
del sujeto operada desde los primeros trabajos de Foucault. La
hermenéutica de la tradición y la arqueología de los saberes
comparten un mismo sustrato onto-antropológico, por más
que «la noción de una memoria histórica presa del trabajo de
la historia» requiere «la misma descentralización que la que
alega Michel Foucault»205. Precisamente en torno a ese mismo

marxismo, estructuralismo, véase Dits et Écrits, t. 2, ibíd., pág. 1.253) o


para discutir sobre el origen filosófico de la conciencia de la culpabilidad
(ibíd., pág. 1463).
203
P. Ricœur, Temps et Récit, t. 3, ob. cit., págs. 394-395.
204
Ibíd., pág. 395.
205
Ibíd., pág. 396.
144 Johann Michel

fondo común es donde tiene sentido confrontar la hermenéu-


tica postestructuralista de Ricœur y la arqueología postestruc-
turalista de Foucault (como sucedía con la sociología bour-
dieusiana y la deconstrucción derridiana): el sujeto no es el due-
ño del sentido. Por tanto, no es totalmente exacto decir que
Ricœur solo habría manifestado resistencia y oposición a los
primeros trabajos de Foucault. No obstante, es cierto que solo
el último Foucault (en particular a partir de la publicación de
Historia de la sexualidad [Histoire de la sexualité], el Foucault del
«cuidado de sí», ejerció una verdadera atracción sobre nuestro
filósofo; lo que explicaría el homenaje tardío de Ricœur (mejor,
sin duda, que el que rindió a Deleuze). En la medida en que
«Foucault se ha alejado de sí mismo, con sus dos últimos libros»,
Ricœur se ha «sentido más próximo a él»206. Sin duda alguna, a
través de esta confesión de proximidad de Ricœur es donde hay
un diálogo más fecundo entre los dos filósofos. No es casuali-
dad que empiece a desarrollarse una literatura secundaria, sea
para detenerse en las distancias y proximidades entre el pro-
yecto ético de una hermenéutica del sí, a la manera de Ricœur,
y el de la historia de una hermenéutica del sujeto, a la manera
de Foucault207, sea para mostrar cómo «la ontología de la com-
prensión» de Ricœur permite subsanar una laguna en la teoría
foucaultiana de las subjetivaciones208.
A diferencia de los capítulos anteriores, nuestra contribu-
ción no pretende hacer un análisis término a término entre los
proyectos de los dos filósofos. Más bien nos proponemos ha-
cer una lectura de inspiración foucaultiana de la antropolo-
gía filosófica de Paul Ricœur. Los análisis de Michel Foucault

206
P. R., Critique et Conviction, ob. cit., pág. 123.
207
Annie Barthélémy, «Herméneutiques croisées: Conversation imagi-
naire entre Ricœur et Foucault», Études Ricœuriennes/Ricœur Studies, 1(1),
2010, págs. 55-67.
208
Simon Castonguay, «Ricœur et Foucault. Vers un dialogue possi-
ble, Études Ricœuriennes/Ricœur Studies, 1(1), 2010, págs. 68-86.
Ricœur y sus contemporáneos 145

—tal como se deducen de sus cursos en el Collège de France,


publicados bajo el título Hermenéutica del sujeto [Herméneuti-
que du sujet] 209—, aunque nunca tratan del caso Ricœur, pue-
den ayudarnos a decir y a pensar de otro modo la genealogía
de la antropología ricoeuriana.
A lo largo de su historia de las hermenéuticas del sujeto en
la cultura filosófica occidental, Michel Foucault defiende, en
efecto, la tesis según la cual hasta el siglo xvii el problema del
conocimiento, de las condiciones de acceso a la verdad (inclu-
so y sobre todo de la verdad del sí) es indisociable —con la
excepción notoria de la filosofía aristotélica y del movimiento
gnóstico— de una exigencia de cuidado de sí, de transforma-
ción de sí, de una forma de ética que la filosofía llama espiri-
tualidad. Esta búsqueda de la verdad transfigura «de vuelta» al
sujeto. Es el gesto socrático por el que el gnôthi seauton (el co-
nocimiento de sí) es encuadrado por la epimeleia heautou (el
cuidado de sí), que persigue su destino a través de la cultura
helenística y romana, después, a través de la era cristiana: cada
uno tiene que convertirse en otro distinto a sí mismo para te-
ner acceso a la verdad del mundo y de sí mismo, accediendo
recíprocamente a más luz sobre sí mismo, cada uno está llama-
do a metamorfosearse.
Una ruptura decisiva, según Foucault, acaece con la filoso-
fía cartesiana y post-cartesiana —incluso aunque ya estuviera
preparada durante largo tiempo por la escolástica y la teología
medievales— cuando las condiciones de acceso a la verdad se
emancipan de la preocupación del cuidado del si: «podemos
decir que hemos entrado en la edad moderna [...] el día que se
admitió que lo que da acceso a la verdad es el conocimiento, y
solo el conocimiento»210. ¿Es definitivo el divorcio entre cono-
cimiento y cuidado de sí a lo largo de la historia posterior de la

209
Michel Foucault, L’Herméneutique du sujet, París, Hautes Études-
Gallimard, 2001.
210
Ibíd., pág. 19.
146 Johann Michel

filosofía? Si seguimos los análisis de Foucault, el cuidado de sí,


efectivamente, ocupa el lugar de lo olvidado y de lo rechazado
masivamente en la historia moderna y contemporánea de la
verdad. La espiritualidad se ha desterrado de las condiciones de
acceso a la verdad, tanto por el positivismo, el kantismo, sin
hablar del triunfo de la fenomenología y de la filosofía analíti-
ca en la segunda mitad del siglo pasado. Este rechazo no signi-
fica el abandono de toda filosofía moral, sino la disyunción
entre formación práctica del sujeto y acceso a la verdad. A pe-
sar de esta ruptura decisiva, los lazos entre verdad y cuidado de
sí nunca se han roto del todo. Michel Foucault reconoce sig-
nos de una vuelta al gesto socrático fundador, a la epimeleia
heautou, aunque rara vez se asuma y se haga explícito, en algu-
nas figuras mayores de la filosofía contemporánea, las de He-
gel, de Nietzsche, de Heidegger y de Freud.
En el marco de esta problematización inédita de la historia
de las filosofías del sujeto es donde queremos inscribir la an-
tropología hermenéutica de Paul Ricœur. Aunque la noción
de cuidado de sí es poco utilizada por la pluma de Ricœur211, a
parte de algunas alusiones para rendir homenaje al trabajo de
Foucault212 o de los desarrollos para discutir más frontalmente
la Sorge de Heidegger, nos ha parecido pertinente repensar la
antopología ricoeuriana desde la óptica de este concepto,
puesto que participa de una renovación del cuidado del cuida-
do de sí213.

211
Por el contrario, el concepto de sí es central, especialmente a través
de la problemática de la hermenéutica de sí, en la filosofía del sujeto de
Ricœur. Como veremos, la hermenéutica de sí es afín de la noción misma
de cuidado de sí.
212
Paul Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 12.
213
M. Foucault habla de souci du souci de soi [cuidado del cuidado de si]
en el sentido de una atención, de una exigencia, de una preocupación res-
pecto al problema del cuidado de sí.
Ricœur y sus contemporáneos 147

Devenir humano y adulto

Hablar de vuelta pura y simple a las formas antiguas o


cristianas de espiritualidad no tiene sentido, puesto que estas se
inscriben en un contexto y en unas «tecnologías de sí» extrañas
para una gran parte del corpus textual ricoeuriano. En la filo-
sofía de Ricœur no hay rastro de exigencias de purificación o
de ascesis para lograr más luz sobre uno mismo, sobre los otros
y sobre el mundo. En cambio, sí hay una resonancia de la espi-
ritualidad socrática en Ricœur, que tiene ella misma por coro-
lario una franca oposición frente a la ruptura cartesiana de la
que habla Foucault:

La primera verdad —existo, pienso— es tan abstracta y


vacía como irrebatible; tiene que ser «mediatizada» por las
representaciones, las obras, las instituciones, los monumen-
tos que la objetivan; dentro de esos objetos, en el sentido
más amplio de la palabra es donde el Ego debe perderse y
encontrarse. Podemos decir, en un sentido un poco paradó-
jico, que una filosofía de la reflexión no es una filosofía de
la conciencia, si por conciencia entendemos la conciencia
inmediata a sí mismo. La conciencia, diremos, es una tarea,
pero es una tarea porque no es algo dado214.

En la empresa cartesiana, se juzga ilusoria o vana la idea


según la cual la evidencia puede fundar por sí sola la verdad
sobre sí mismo. En términos foucaultianos, podemos decir
que Ricœur, en su empresa de fundación de las verdades
primeras215 se acerca a Descartes al dejar fuera el cuidado de

214
Paul Ricœur, De l’interprétation. Essai sur Freud, París, Seuil, 1965,
págs. 53 y 54.
215
¿Podemos considerar, como sugiere Foucault, la empresa cartesiana
bajo la única perspectiva del retraimiento del cuidado de sí? ¿Realmente
148 Johann Michel

sí. Esta puesta fuera de juego, Ricœur la relaciona con las


filosofías inmediatas de la conciencia. Por el contrario, la filo-
sofía mediata a la que aspira, se reconcilia expresamente con
la conminación a la epsiritualidad en el sentido definido por
Foucault:

La espiritualidad postula que la verdad nunca le es


dada al sujeto de pleno derecho. [...] Postula que el sujeto
tiene que modificarse, transformarse, desplazarse, devenir,
en cierta medida y hasta cierto punto, otro que él mismo
para tener derecho al acceso a la verdad. La verdad solo se
le da al sujeto al precio de compromenter el ser mismo del
sujeto216.

El sentido de la filosofía mediata presupone igualmente


que la condición originaria del ser humano es la ilusión, el
extravío, la oscuridad; que la claridad de una evidencia es im-
potente para saber quién es.
¿De qué espiritualidad habla Ricœur cuando apela a una
conquista de sí sobre la base de una desposesión originaria? Se
trata de una espiritualidad que se remonta sin duda a las fuen-
tes cristianas y que encuentra reformulada en la época contem-
poránea en el existencialismo, tanto ateo como cristiano (Karl
Jaspers y Gabriel Marcel). Esta herencia filosófica permite a

rompió Descartes los lazos con toda forma de espiritualidad? ¿El sujeto
cartesiano sigue siendo el mismo de un extremo a otro de su búsqueda
de la verdad? ¿No se puede considerar la duda metódica y el propio
ejercicio de la meditación metafísica como tecnologías de sí? En otros
términos, el ser cartesiano ¿no debe devenir otro que él mismo para
devenir sujeto y alcanzar las verdades primeras? ¿No está involucrado, en
otro plano, el cuidado de sí cuando Descartes, en el Discurso del Método
[Discours de la Méthode] pide que se construya un saber técnico-científi-
co con objeto de dominar la naturaleza y mejorar el bienestar de la hu-
manidad?
216
Michel Foucault, L’Herméneutique du sujet, ob. cit., pág. 17.
Ricœur y sus contemporáneos 149

Ricœur restablecer vínculos con la conminación al cuidado de


sí, pues el existencialismo considera, en efecto, que cada uno
tiene que ser lo que todavía no es. En ese sentido, cada uno
tiene que ocuparse de sí mismo. En primer lugar, desposeído
del centro de su existencia, el sujeto ricoeuriano no es algo
dado, sino una conquista. Esta espiritualidad, aunque expresa-
da en otro contexto histórico y teórico, Ricœur la encontrará
en la empresa freudiana cuando esta quiere conquistar el yo
«allí donde estaba el ello». Si el yo está perdido como origen, es
susceptible de ser retomado como «esfuerzo»: el esfuerzo de un
devenir adulto presa de las regresiones infantiles. El precio que
tiene que pagar el sujeto para acceder a una mayor verdad so-
bre sí mismo no es más que el trabajo de la propia cura. En
esto reside la espiritualidad freudiana, que dejó una marca in-
deleble en la antropología ricoeuriana en la época de su madu-
ración durante los años 60217.
La invención del psicoanálisis y la renovación de la filoso-
fía cristiana, via el existencialismo, están entre las fuentes más
decisivas para comprender cómo se construyó la primera for-
mulación del cuidado de sí al modo ricoeuriano, a contra-
corriente de la ruptura cartesiana. Sin duda, la fenomenología,
en su variante husserliana, persigue en un sentido esta escisión
fundadora entre gnôthi seauton y epimeleia heautou. Pero es de
destacar que la reapropiación ricoeuriana de la herencia feno-
menológica va en sentido inverso a esta ruptura: consiste en
«hacer trabajar» el cuidado de sí en una empresa que se presen-
ta inicialmente como una pura descripción de datos de la con-
ciencia218. Y también es sintomático que el proyecto fenome-

217
Véase igualmente la influencia de la «Self Psychology» de H. Kohut
sobre la hermenéutica ricoeuriana del sí en Ricœur (M. Dupuy, «L’empathie
comme outil herméneutique du soi», Études Ricœriennes/Ricœr Studies, 1(1),
2010, págs. 9-20).
218
¿Es totalmente ajena al cuidado de sí la primera expresión de la fe-
nomenología husserlinana? ¿No se requiere una cierta transformación del
150 Johann Michel

nológico de la obra final de Husserl (el Husserl de la Krisis),


con el que Ricœur se siente más próximo, aspira a construir
nuevas pasarelas entre conocimiento de sí y transformación de
sí. Aquí hay de nuevo una forma de espiritualidad legada por
el padre de la fenomenología.
La filosofía de la mediación que Ricœur ambiciona impli-
ca, pues, para el sujeto —que, en realidad, no es un sujeto en
el sentido sustancialista del término— una exigencia de trans-
formación para poder adquirir más transparencia sobre sí mis-
mo. A esta transformación, porque la coincidencia de sí con sí
no es algo dado, Ricœur lo denomina «la tarea». Al reivindicar
una filosofía mediata del sujeto, exhorta a cada uno a que cui-
de de sí en el sentido de realizar un trabajo sobre sí, de una
transformación progresiva de sí inherente a la espiritualidad.
Este trabajo sobre sí tiene un precio paradójico, pues supone
un alejamiento de sí. Hay que pasar, nos dice Ricœur, por la
mediación de las «representaciones, de las obras, de las institu-
ciones, de los monumentos», es decir, del sí mismo objetivado;
hay que pasar por del «fuera de sí» para encontrarse. Alejándo-
se de una reflexividad inmediata sobre sí, haciendo el rodeo
por estas mediaciones, es cuando se puede esperar un mejor
conocimiento de sí mismo. Esta «tarea» requiere la moviliza-
ción de una tecnología de sí particular, que se presenta como un
método de desciframiento. Se trata de interpretar el conjunto
de las mediaciones por las que en el mundo se encuentra algo
del sí mismo:

La tarea de la hermenéutica es mostrar que la existencia


solo llega a la palabra, al sentido y a la reflexión haciendo
una exégesis continua de todas las significaciones que lle-

sujeto en la empresa de fundación última de la fenomenología? ¿No pode-


mos considerar la ruptura con la actitud natural, el cambio de mirada que
ella implica, la operación de reducción o de dejar fuera, como tecnologías
de sí, juzgadas como necesarias en la actitud fenomenológica?
Ricœur y sus contemporáneos 151

gan al mundo de la cultura: la existencia solo deviene un sí


—humano y adulto— cuando se apropia del sentido que
reside, en primer lugar, «fuera», en las obras, los monumen-
tos de cultura, donde se objetiva la vida del espíritu219.

Gracias a la hermenéutica, la espiritualidad ricoeuriana


puede cumplirse plenamente: el sujeto gana en dominio y en
lucidez con esta exégesis continuada de sí, de este aprendizaje
de los signos de la existencia humana, que no tiene fin. En este
sentido, podemos decir que no hay «sujeto» en Ricœur, si se
entiende por «sujeto» una concepción fija, inmutable, sustan-
cial del ser; no es más que un devenir-sujeto, es decir, unos
procesos de subjetivación coextensivos del proceso interpreta-
tivo de las mediaciones. No hay sujeto ni como punto de lle-
gada ni como punto de partida; el «sujeto» es una tierra que
eternamente prometida, jamás efectiva.
De lo que debemos ocuparnos, nos dice Ricœur, es de «de-
venir humano y adulto». Esta conminación no se acaba en un
momento determinado de nuestra existencia. Tenemos que
ocuparnos de nosotros mismo, de humanizarnos y de salir de
la infancia, a lo largo de toda nuestra existencia, tanto tiempo
como podamos mantener una actividad interpretativa. Con
Ricœur, el sujeto no podrá nunca pertenecerse por completo,
no podrá nunca devenir completamente sujeto, no podrá co-
nocerse perfectamente a sí mismo, y por ello no se podrá nun-
ca decir: hasta ahora, he cuidado de mí mismo, a partir de
ahora paso a otra cosa; mi «tarea» está terminada. Porque «la
exégesis continua de todas las significaciones» es el corolario
de una transformación infinita de sí. Dicho de otro modo, el
devenir constantemente otro de lo que se es requiere una in-
terpretación constantemente renovada de las objetivaciones de
la existencia humana.

219
P. Ricœur, «Existence et hermenéutique», Le Conflit des interpéta-
tions, ob. cit., pág. 26.
152 Johann Michel

La antropología del sí y la epistemología


de las ciencias humanas

Sin embargo, la interpretación, ¿es solo una técnica, un mé-


todo, una kunstlehre? La interpretación, como técnica, deriva
de una estructura onto-antropológica que hace del ser y del
actuar que somos nosotros «animales hermenéuticos». Con
Heidegger, Ricœur ha aprendido a situar las estructuras del
comprender y del interpretar en el corazón mismo del ser hu-
mano. Si seguimos a Heidegger, no solo hay que cuidar de sí,
sino del ser, o más bien, del sentido del ser. Pero lo esencial es
el considerable lugar que otorga en Ser y tiempo a la Sorge, que
trata como un verdadero existencial: tenemos que ocuparnos
de conquistar «nuestros poderes más propios». Esta conquista
sumamente estoica, esta lucha contra la facticidad, de un ser
atrapado en el anonimato de uno mismo, necesita asumir eso
de lo que no dejamos de huir, lo que descuidamos todos los
días: nuestra propia muerte.
A través de la ontología heideggeriana, Ricœur descubre
—a pesar de sus grandes reservas respecto al tema del ser-para-
la-muerte— un verdadero renacimiento de la espiritualidad,
que es al mismo tiempo una revancha de la epimeleia heautou
sobre el gnôthi seauton, una revancha del cuidado de sí sobre el
«momento cartesiano». Lo que revive a través de la empresa
heideggeriana no solo es la vuelta de lo olvidado del ser, es, al
mismo tiempo, la vuelta de lo olvidado del cuidado de sí. Lo
que se produce con Heidegger y Gadamer es una revancha y,
también, un giro radical, pues el problema del cuidado de sí y
del ser se hace omnipresente hasta el punto de hipotecar el
conocimiento, el método, las ciencias220. Ahí donde el «mo-

220
Heidegger no renunció en absoluto a la articulación fundadora en-
tre cuidado de sí y verdad (del ser). Pero el acceso a la verdad está delibera-
damente separado de todo conocimiento «positivo», que reduce el ser al
Ricœur y sus contemporáneos 153

mento cartesiano» ha actuado de dos formas, «recalificando


filosóficamente el gnôti seauton (conócete a ti mismo) y desca-
lificando, en cambio, la epimeleia heautou (cuidado de sí)221, el
«momento heideggeriano», preparado ya por Nietzsche, contri-
buyó de forma decisiva a descalificar el conocimiento y a recali-
ficar el cuidado de sí y del ser. Este momento heideggeriano del
cuidado de sí tiene exactamente como corolario la revolución
onto-hermenéutica que se opera con él: el comprender, el inter-
pretar, situados en el corazón mismo del existente humano, na-
vegan a contracorriente de una hermenéutica que se sume en la
epistemología de las ciencias del hombre222.
Es capital tener en cuenta este «momento heideggeriano»
para apreciar en su justa medida el momento propiamente ri-
coeuriano del cuidado de sí. No hay ninguna duda, ya lo he-
mos dicho, de que Ricœur se reconoce enteramente en esta
renovación del cuidado de sí, pero con la condición, al mismo
tiempo, de no excluir la lógica del conocimiento y del método.
Más próximo a la gestación original de la espiritualidad socrá-
tica, más allá de la ruptura cartesiana y de la revancha heideg-
geriana del cuidado de sí, Ricœur busca la vía de una nueva
articulación entre la epimeleia heautou y el gnôthi seauton, entre
verdad y método, entre hermenéutica ontológica y hermenéu-
tica epistemológica. Ricœur rechaza sacrificar en el altar de la
hermenéutica ontológica el conocimiento, las ciencias, los mé-
todos de interpretación porque esto nos haría impotentes para
descifrar el conjunto de mediaciones, de objetivaciones de la
existencia humana. La espiritualidad heideggeriana propone

ente y participa así en su ocultación. Se trata de encontrar otra resonancia


griega de la búsqueda de la verdad pensada como alètheia, como desvela-
miento y des-ocultación.
221
M. Foucault, ob. cit., pág. 15.
222
Sobre este punto, véanse los excelentes análisis de Jean Grondin,
por ejemplo, Le Tournant herméneutique de la phénoménologie, ob. cit.,
págs. 93-101.
154 Johann Michel

una vía demasiado corta para la hermenéutica y para la Sorge


—al contrario que la vía larga abierta por Ricœur, que traduce
a la vez una exigencia de transformación infinita de sí:

Sustituir la vía corta de la Analítica del Dasein por la vía


larga iniciada por los análisis del lenguaje; así conservare-
mos permanentemente el contacto con las disciplinas que
tratan de practicar la interpretación de forma metódica y
resistiremos a la tentación de separar la verdad, propia de la
comprensión, del método practicado por las disciplinas
surgidas de la exégesis223.

Si estas ciencias de la interpretación son tan esenciales a los


ojos de Ricœur, se debe a que la rememoración en sentido hei-
deggeriano no es suficiente para acceder al sentido del ser y del
sí, al contrario que los métodos rigurosos propuestos por las
ciencias humanas y sociales, que disponen de útiles apropiados
para descifrar las objetivaciones del existente humano. De ahí
el interés cada vez mayor a lo largo de la obra de Paul Ricœur
por las cuestiones de metodología y de epistemología de las
ciencias del hombre, consideradas como no esenciales —pues
no son fundamentales, no son ontológicas— por los heidegge-
rianos como Gadamer o Derrida. Sin ninguna duda, la contri-
bución de Ricœur a la epistemología de las ciencias del hom-
bre, puede considerarse por sí misma como gigantesca; es de-
cir, apreciarla bajo el prisma de un conocimiento por el
conocimiento.
Pero si tuviéramos que situarnos en la arquitectura del
conjunto de la filosofía ricoeuriana, esta lectura pasaría por
alto algo decisivo. Pasaría por alto el cuidado de sí, que, en
última instancia, funda esta empresa metodológica y episte-
mológica. Ver en Ricœur solo un epistemólogo equivaldría,

223
P. Ricœur, «Existence et herméneutique», Le Conflit des interpréta-
tions, ob. cit., pág. 14.
Ricœur y sus contemporáneos 155

precisamente, a reducirlo al famoso «momento cartesiano».


Cuando las ciencias —y las ciencias del hombre en particu-
lar— se fijan como objetivo únicamente un mejor conoci-
miento del hombre, entonces, en efecto, contribuyen a ocultar
el cuidado de sí, que implica directamente la cuestión de la
transformación del hombre y de la sociedad. Bajo esta luz, se
entiende mejor por qué a lo largo del siglo xx la cuestión mar-
xista ha obsesionado a todas las ciencias del hombre. Porque
Marx, efectivamente, trató de hacer del conocimiento de la
historia, de las leyes de evolución de las sociedades humanas,
un medio al servicio de una transformación radical de estas.
En Marx, la espiritualidad socrática, sin duda planteada en tér-
minos radicalmente nuevos, en términos de praxis, prosigue su
trabajo: la epimeleia heautou funda en primera instancia el
gnôthi seauton. Y si el propio Ricœur se detiene tanto en la
obra de Marx, y muy particularmente en su antropología, es
precisamente porque sigue habiendo espiritualidad en el mar-
xismo. Si la cuestión marxista es todavía espectral en las cien-
cias humanas es, precisamente, debido a la apuesta por la
transformación (y con más frecuencia por la revolución) de la
sociedad. Es el duelo que no consigue cumplirse en los practi-
cantes de las ciencias humanas, que intentan emanciparse de la
filiación marxista224: olvidar este cuidado de la sociedad equi-
valdría a hacer de las ciencias del hombre ciencias puramente
descriptivas y explicativas —precisamente ciencias puramente
«positivas»—.
Si un número creciente de representantes de las ciencias
del hombre se reconoce en la epistemología ricoeriana, no solo
es por su valor reflexivo, sino también por tratarse de un cono-
cimiento que se funda en última instancia sobre una forma de
espiritualidad considerada, a veces, como una alternativa al

224
En los términos de este «cuidado de la sociedad» es como puede
leerse por ejemplo la obra de L. Boltanski ya mendionada, con el explícito
título: De la critique. Précis de sociologie de l’émancipation.
156 Johann Michel

marxismo, una espiritualidad que no ha renunciado en absolu-


to, por tanto, al cuidado de los individuos y de la sociedad, es
decir, a su transformación. Entendamos bien la posición cardi-
nal de la epistemología hermenéutica de Paul Ricœur. Si los
esfuerzos del filósofo se vuelven hacia los métodos y las técni-
cas de interpretación de las ciencias humanas, es porque de su
validez y de su eficacia depende la capacidad para el sí de co-
nocerse mejor, gracias al desciframiento de las objetivaciones
de la existencia humana. Estamos así en la médula del gnôti
seauton. Este acceso a una mayor verdad sobre sí-mismo supo-
ne una transformación de sí que requiere una pérdida de sí
como origen y una reconquista de sí como aprendizaje de los
signos. El conocimiento de sí supone, de este modo, un traba-
jo previo sobre sí. Pero este saber sobre sí no es solo válido para
él-mismo. Lo mismo se aplica a la capacidad de cada uno de
devenir «humano y adulto». Una técnica incompleta o falsea-
da de interpretación de las mediaciones conlleva un menor gra-
do de conocimiento de sí, que a su vez acarrea una negligancia
respecto a sí-mismo, un desvío en la conquista de sí, en la hu-
manización de sí. La transformación de sí se plantea a la vez
como condición de acceso al conocimiento de sí y como pro-
ducto de este último. Ricœur piensa en términos dialécticos la
relación entre cuidado de sí y conocimiento de sí. El largo re-
corrido que Ricœur hace por las ciencias humanas no tiene,
finalmente, más que una sola preocupación: la epimeleia heau-
tou. Se puede afirmar en este sentido que nuestro pensador ha
contribuido, sin duda más que ningún otro filósofo de su
tiempo, a reespilitualizar las ciencias humanas y sociales.

El cuidado de las instituciones justas

Hablar del olvido o del rechazo del cuidado de sí desde el


«momento cartesiano» podría parecer ajeno a una época como
la nuestra, caracterizada a veces por el exceso de narcisismo,
Ricœur y sus contemporáneos 157

por el culto al yo, el amor al propio cuerpo, el repliegue sobre


la esfera privada, la indiferencia respecto a lo colectivo. Pero
eso es equivocarse sobre lo que hay que entender por espiritua-
lidad, sobre las condiciones de emergencia del cuidado de sí en
la cultura griega. Michel Foucault recuerda continuamente las
reglas, muy austeras, concernientes tanto al cuerpo como al
espíritu, que debían aplicarse aquellos que se dedicaban a ocu-
parse de ellos mismos. En gran parte, se trataba de renunciar a
lo que hoy en día está más valorado (la acumulación de rique-
zas, la prosecución de la gloria, el culto al cuerpo...) como
seudo-cuidado de sí. Nos equivocaríamos también si vieramos
en el cuidado de sí, tal como se desarrolla en la espiritualidad
de impregnación socrática, una especie de repliegue sobre el yo
empírico (de ahí la importancia capital de hablar de «sí» y no
de «yo»). Más bien se trata, aparentemente de forma paradóji-
ca, de un alejamiento de sí —que requiere un conocimiento
del universo, del funcionamiento de la ciudad, del juego de las
pasiones, de las reglas de razonamiento—, para después retor-
nar a sí. La formación del cuidado de sí tampoco traduce, al
menos en la epimeleia heautou socrática, un desprecio o una
indiferencia respecto a las cosas de la Ciudad. Si se siguen los
minuciosos análisis que Foucault consagra a Alcibiades de Pla-
tón, el hecho de ocuparse de sí se pone al servicio del cuidado
de la Ciudad. Cuando Sócrates pide a Alcibiades, que tiene
que asumir responsabilidades políticas, que cuide de sí mismo,
es, claro está, en la idea de que cuide de sus administrados.
Encontramos estos rastros aparentemente paradójicos del
cuidado de sí socrático en la espiritualidad ricoeuriana. Sería
un contrasentido mayor ver en la primera formulación de su
hermenéutica de sí una exaltación del sí-mismo, un egocen-
trismo salvaje o un repliegue sobre sí. Recordemos dos carac-
terísticas fundamentales de la epimeleia heautou ricoeuriena.
Por una parte, se trata de cuidar del devenir «humano y adul-
to», con todo lo que eso comporta de transformación, de re-
nuncia (especialmente del narcisismo infantil), de tener in-
158 Johann Michel

fluencia sobre sí, de trabajar sobre sí, de adquirir métodos de


desciframiento. Por otra parte, el cuidado de sí ricoeuriano
supone el alejamiento de sí, el descentramiento de sí, el olvido
de un sí originario perdido en la ilusión de una coincidencia
con sí-mismo, para aprender a conocer los signos en los que la
vida humana se objetiva.
A pesar de esta apertura ontológica al mundo, la estructu-
ra de la primera formulación de la espiritualidad ricoeuriana
—correlativa de su primera teoría hermenéutica centrada en
los símbolos— no desemboca claramente en el cuidado del
otro. Es innegable que en los años 50 y 60, Ricœur escribió
textos, particularmente los publicados en el volumen Historia
y Verdad [Histoire et Verité], que dan testimonio de un cuidado
del socius, del prójimo, de la Ciudad225. Pero es obligado reco-
nocer que ese cuidado del otro no está claramente enlazado
con la primera construcción de su hermenéutica de sí. Si bien
Ricœur habla de ética en la época del «conflicto de las inter-
pretaciones», sin embargo, sigue siendo todavía en los térmi-
nos de una espiritualidad teñida a la vez de spinozismo y de
nietzscheanismo, pues la «tarea» es recuperar nuestro esfuerzo
por existir, nuestros poderes más propios, nuestra potencia
perdida. El rostro de los demás es poco visible en esta búsque-
da de sí.
La obra de Ricœur experimenta una inflexión mayor, so-
bre todo a partir de los años 80 y 90, al integrar explícita y
fundamentalmente el cuidado del otro, de la sociedad, de las
instituciones, en el núcleo del cuidado de sí. La obra maestra
de antropología filosófica que marca esta ruptura decisiva en el
itinerario del filósofo está toda ella en Sí mismo como otro.
Mientras que el objeto por excelencia del cuidado de sí en la
primera versión de la hermenéutica de Ricoeur se refiere a «de-
venir humano y adulto», la finalidad por excelencia de la se-

225
Véase epecialmente, «Le Socius et le prochain», Histoire et Verité,
París, Seuil, 1964.
Ricœur y sus contemporáneos 159

gunda versión de su hermenéutica de sí se expresa ya en térmi-


no de un «objetivo a la vida buena con y por los otros en unas
instituciones justas».
Puede resultarnos sorprendente, sin embargo, cuando nos
referimos a los cuatro primeros estudios de Sí mismo como otro.
Pues Ricœur propone una larga discusión con algunos re-
presentantes de la filosofía analítica226 (Strawson, Searle, Aus-
tin...). Nos sorprende porque esta corriente de la filosofía con-
temporánea, surgida principalmente de la pragmática de Witt-
genstein y de la semántica de Frege, contribuyó a la neutrali-
zación del cuidado de sí, al repetir finalmente el «momento
cartesiano» del divorcio entre acceso a la verdad y transforma-
ción del sujeto. En esta variante del positivismo, nada invita a
repensar una espiritualidad para nuestro tiempo. Lo que es más
bien destacable es que los representantes de la filosofía llamada
analítica den muestras, en el mejor de los casos, de indiferen-
cia, en el peor, de desprecio por un cuestionamiento filosófico,
planteado en términos de cuidado de sí, juzgado hueco y vacío
como los extravíos de la metafísica. No se requiere ninguna
transformación del sujeto para formar enunciados verdaderos:
el conocimiento se ha vuelto totalmente autónomo de las con-
diciones subjetivas de transformación del sí.
¿Cómo explicar, en estas condiciones, que Sí mismo como
otro, que marca el punto culminante del cuidado de sí en la
antropología de Paul Ricœur, le ceda tanto espacio (más de
una tercera parte de la obra) a una tradición filosófica que
simboliza, en muchos aspectos, el abandono de toda espiritua-
lidad? Del mismo modo que hemos dicho que Ricœur contri-
buyó a espiritualizar la fenomenología, a re-espiritualizar las
ciencias humanas y sociales, podemos también decir que trató
de espiritualizar la filosofía analítica. No que Ricœur tratara de
pervertir el proyecto filosófico de disciplinas «positivas», go-

226
Discusión que ya había empezado en los años 70, en P. Ricœur, La
Sémantique de l’action, París, Éditions du CNRS, 1977.
160 Johann Michel

bernadas por el principio de un conocimiento independiente


del cuidado de sí. Es obligado constatar que en Ricœur no hay
de entrada ningún rechazo a esa opción filosófica, por la sim-
ple razón de que Ricœur, contrariamente a la «revancha» hei-
deggeriana del cuidado de sí, advierte en la semántica de la
acción un formidable instrumento de conocimiento de sí. La
filosofía analítica ofrece nuevas técnicas de conocimiento de sí
que pueden beneficiar indirectamente al cuidado que uno se
da a sí-mismo. Encontramos el mismo principio fundador de
la antropología hermenéutica desplegada en la época del con-
flicto de las interpretaciones: ocuparse de sí para conocerse me-
jor; conocerse para ocuparse mejor de sí. Así es como hay que
entender la trayectoria de Ricœur: en primer lugar, discutir
por ellos mismos los problemas «técnicos» planteados por este
nuevo conocimiento de sí, después, hacer funcionar los cues-
tionamientos en términos de cuidado de sí bajo este programa
filosófico. En realidad Ricœur intenta menos espiritualizar la fi-
losofía analítica propiamente dicha que atraer a su proyecto de
construcción hermenéutica de sí los métodos de conocimiento
de sí que aquella propone. En otras palabras, un filósofo ana-
lítico puede discutir las reflexiones de Ricœur sobre la semán-
tica de la acción quedándose en el primer nivel de lectura, es
decir, discutiendo el propio método de conocimiento. Pero
para apreciar en su globalidad y en su finalidad última el pro-
yecto filosófico de Ricœur, hay que pasar al segundo nivel de
lectura y probar de qué manera esta nueva gnôthi seauton sigue
acompañada por la misma epimeleia heautou.
Tres ejemplos permiten comprender esta estrategia de lec-
tura. Primer ejemplo: cuando Ricœur discute sobre la teoría
de la referencia identificante de Strawson227, en el primer estu-
dio de Sí mismo como otro, en primer lugar se interesa por ella
como conocimiento, por saber los procedimientos por los que

227
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 39 y sigs. Peter
Strawson, Individuals, Londres, Methuen and Co., 1957.
Ricœur y sus contemporáneos 161

individualizamos un algo en general. Estos procedimientos


permiten identificar y reidentificar tanto algo como a alguien.
Un dispositivo así permite, pues, un mejor conocimiento de
los individuos y, por tanto, de sí-mismo. Aunque la cuestión
del cuidado de sí no es la preocupación de Strawson, Ricœur
intenta movilizar esta nueva teoría del conocimiento para res-
ponder a una preocupación fundamental que sirve de hilo
conductor de la epimeleia heautou a lo largo de su debate con
los filósofos analíticos: ¿qué dispositivos permiten asegurar al
sujeto una permanencia en el tiempo? Si bien la alteración de
sí-mismo amenaza directamente la integridad de la identidad
personal, este cuidado de sí-mismo desemboca igualmente en
el cuidado del otro y de las instituciones. Si, en efecto, nada en
mí-mismo perdura en el tiempo, ¿cómo podrían contar con-
migo los otros?
Segundo ejemplo: cuando Ricœur se interesa por los pro-
cedimientos de adscripción228 —es decir, por los procedimien-
tos que permiten relacionar una acción con un agente—, no
solo le interesa el problema de causalidad entre un agente y sus
actos. Planteada en los términos éticos del cuidado de sí, la
adscripción se convierte en el problema de la responsabilidad
moral y jurídica. Un mejor conocimiento de los procedimien-
tos de adscripción permite, en otras palabras, aumentar la in-
tensidad del cuidado de sí. Se trata tanto de una preocupación
que atañe directamente al sí-mismo (la continuidad entre el
que actúa y el que se imputa esta acción), al prójimo cuando
la acción le atañe directamente, y a las instituciones cuando el
acto en cuestión ha violado una ley.
Tercer ejemplo: cuando Ricœur se enfrenta, en el segundo
estudio de Sí mismo como otro229, a la enunciación del sujeto
hablante, busca, efectivamente, conocer mejor los contextos
concretos de interlocución en los que cada uno actúa al hablar

228
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 121 y sigs.
229
Ibíd., pág. 55 y sigs.
162 Johann Michel

con el prójimo, aprendiendo especialmente a distinguir los


enunciados performativos de los enunciados constativos. Esta
diferencia, según la clasificación de Austin230, no implica nada
en términos de espiritualidad. Pero Ricœur incorpora esta
aportación de conocimiento al marco de una hermenéutica de
sí, cuando el filósofo separa, de entre los performativos, la pro-
mesa. Analizar la promesa como performativo, es, efectiva-
mente, manifestar que «cuando decir, es hacer»: decir «yo pro-
meto» supone comprometerse a hacer más tarde lo que digo
ahora que haré. Entonces es cuando Ricœur hace funcionar el
cuidado de sí y el cuidado del prójimo bajo esta teoría del len-
guaje. Pues el cumplimiento efectivo de la promesa compro-
mete directamente al sí en el tiempo; la palabra mantenida es
una manera de tomar en serio la inquietud que evocábamos
anteriormente: ¿qué permite asegurarme la permanencia en el
tiempo? La promesa, al menos cuando se mantiene la palabra,
sirve así de modalidad singular del mantenimiento de sí; no es
un performativo como los otros, al menos si nos esforzamos en
espiritualizarla, como propone Ricœur. El trabajo sobre el sí
que se pide, con lo que esto puede suponer de renuncia y de
abnegación, es el esfuerzo —a pesar de los acontecimientos, de
la modificación de mi carácter, de mis cambios de humor—
por mantener la palabra que he dado. El objeto del cuidado de
la promesa no concierne solo al mantenimiento de sí: es a otro
al que doy la palabra, es ante él que me comprometo, y es el
prójimo quien, en última instancia, puede atestiguar el man-
tenimiento o no de mi promesa. Así, el cuidado del prójimo
está directamente unido al cuidado de sí-mismo. Esta forma
de espiritualidad se llama fidelidad:

La palabra mantenida habla de un mantenimiento de


sí que no se puede inscribir, como el carácter, en la dimen-
sión de algo en general, sino únicamente en la del ¿quién?

230
J. L. Austin, Quand dire, c’est faire, París, Seuil, 1970.
Ricœur y sus contemporáneos 163

Aquí el empleo de las palabras es una buena guía. Una cosa


es la preservación del carácter y otra la perseverancia de la
fidelidad a la palabra dada. Una cosa es la continuación del
carácter, otra la constancia en la amistad [...]. El manteni-
miento de la promesa [...] parece constituir un desafío al
tiempo, una negación de cambio: aunque cambiara mi de-
seo, aunque yo cambiara de opinión, de inclinación, «me
mantendré»231.

Mientras los cuatro primeros estudios de Sí mismo como


otro intentan obtener un nuevo conocimiento de sí y construir
al mismo tiempo el cuidado de sí en la empresa analítica, los
estudios siguientes dan paso a un cuestionamiento autónomo
sobre una nueva ética de sí. A partir del séptimo estudio, la
epilmeleia heautou se hace, en cierta forma, autónoma en el
discurso riocoeuriano, incluso aunque la experiencia adquiri-
da en los estudios anteriores se siga manteniendo en un segun-
do plano. ¿De qué cuidado de sí se trata ahora? Ya no solo de
perseverar en su ser, de mantenerse en el tiempo, de conquistar
sus poderes más propios, de devenir humano y adulto, sino de
tener por objetivo la «vida buena» con y para los otros en «ins-
tituciones justas». Lo que relaciona estrechamente la recupera-
ción de esta ética de factura aristotélica y el problema del cui-
dado de sí tiene que ver con el concepto de «objetivo». Quien
dice «objetivo», dice proyección de un ser que todavía no exis-
te, dice transformación de un ser que debe tender hacia la es-
tima de sí, la solicitud y las instituciones justas. El desarrollo
conceptual del cuidado de sí-mismo, del cuidado del otro, de
la sociedad y del Estado, que estaba formulado todavía solo de
manera fragmentaria en los primeros estudios, se lleva total-
mente a cabo en el marco filosófico consagrado exclusivamen-
te a una dialéctica de la ética (de obediencia aristotélica) y de
la moral (de la tonalidad kantiana). A partir de la recuperación

231
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 149.
164 Johann Michel

de la ética aristotélica y de la moral kantiana (habría que aña-


dir la ética levinasiana) la antropología hermenéutica de Ri-
cœur incorpora al cuidado de sí-mismo el cuidado del otro y
de las instituciones.
A través de su recuperación de la Ética a Nicómaco, Ricœur
se reconcilia con la espiritualidad socrática que encontramos
en el Alcibiades: el cuidado de sí-mismo (la estima de sí) en-
cuentra su realización completa en el cuidado de los otros (la
solicitud) y de las instituciones justas. El cuidado de sí ricoeu-
riano, no reductible a la figura singular del otro, se extiende al
horizonte de toda injusticia:
Y si la estima de sí obtiene su primera significación del
movimiento reflexivo por el que la evaluación de algunas
acciones estimadas buenas se vuelve sobre el autor de estas
acciones, esta significación sigue siendo abstracta todo el
tiempo que le falte la estructura dialógica que introduce la
referencia al otro. Por su parte, esta estructura dialógica es-
tará incompleta fuera de la referencia a las instituciones jus-
tas. En este sentido, la estima de sí no tiene su sentido com-
pleto hasta que termina el recorrido de sentidos que jalo-
nan los tres componentes del objetivo ético232.

Esta precisión permite conjurar el riesgo levinasiano de la


absolutización del otro, donde el cuidado de las instituciones
pasa a un segundo plano. De ahí la dificultad para el cuidado
del otro levinasiano de desembocar claramente en una políti-
ca, a pesar del cuidado in extremis por el tercero encarnado en
la figura anónima de las instituciones. De ahí el alegato muy
arendtiano de Ricœur en favor de una extensión del cuidado
de sí al conjunto de las instituciones: el tercero es, desde el
principio, tercero incluido.
El segundo sesgo de la ética levinasiana viene de una forma
de abandono del cuidado de sí mismo en beneficio del cuida-

232
Ibíd., pág. 202.
Ricœur y sus contemporáneos 165

do del otro. Paul Ricœur no está dispuesto a seguir la vía levi-


nasiana del sacrificio del cuidado de sí mismo en beneficio de
una preocupación infinita respecto a la vulnerabilidad del
otro. Quien dice incorporación del cuidado del otro en el re-
corrido del cuidado de sí-mismo no dice precisamente renun-
cia al cuidado de sí-mismo. Por una parte, la hermenéutica de
Ricœur mantiene lazos ininterrumpidos con el gnôti seauton,
el conocimiento, la objetivación; de esto da testimonio su diá-
logo inicial con la filosofía analítica. Por otra parte, la opera-
ción de sacrificio puro y simple del cuidado de sí mismo es lo
que molesta profundamente a Ricœur de la empresa levinasia-
na. Además de que esta operación no permite a cada uno dis-
criminar, entre los otros distintos a sí, la figura del vulnerable
de la del verdugo, hace inoperante la posibilidad de garantizar
la exigencia de una responsabilidad hacia los otros. ¿No hay,
en efecto, que preservar una capacidad de acogida en cada
uno, preservar un ser capaz de recibir una conminación moral,
un ser capaz de perseverar en su ser para mantener sus prome-
sas, un ser capaz de estimarse a él mismo para estimar a los
otros, un ser capaz de tener cuidado de él mismo para cuidar
de los otros, para que haya cuidado del otro? Así como Ricœur
reprocha a Heidegger que le falte la etapa del cuidado de los
otros en la trayectoria completa del cuidado de sí, también le
reprocha a Levinas que renuncie al momento del cuidado de
sí-mismo. En los dos casos, a la epimeleia heautou se le ha am-
putado algo esencial.
Al terminar esta lectura de inspiración foucaultiana de la
antropología hermenéutica de Paur Ricœur, se perfilan dos
conclusiones que corresponden a los dos momentos ricoeuria-
nos del cuidado de sí. La construcción del primer momento
(1960-1970) se inscribe en el marco de una «revancha» heide-
ggeriana (también nietzscheana, freudiana y marxista) del cui-
dado de sí sobre la ruptura cartesiana. La máxima por excelen-
cia del cuidado de sí es el objetivo de «devenir humano y adul-
to». No obstante, la originalidad de este momento ricoeuriano,
166 Johann Michel

teniendo en cuenta la «revancha» heideggeriana, atañe a la in-


clusión del conocimiento de sí en el proceso completo del cui-
dado de sí-mismo. Buscando superar la ruptura cartesiana y la
revancha heideggeriana, trabajando en elaborar nuevas articu-
laciones entre epimeleia heautou y gnôthi seauton, el momento
ricoeuriano teje lazos singulares con la espiritualidad socrática.
De ahí el diálogo constante con disciplinas que se presentan
como un conocimiento de sí, incluso cuando estas aspiran a
emanciparse del cuidado de sí.
El segundo momento ricoeuriano (1980-2000) se resume
en el punto culminante de su antropología filosófica: Sí mismo
como otro. Este segundo momento no reniega en absoluto de
la voluntad de construir puentes entre conocimiento de sí y
cuidado de sí; el debate con la filosofía analítica es el mejor
ejemplo. La inflexión decisiva, en nuestra opinión, se sitúa
más del lado de la extensión del horizonte del cuidado de sí. La
transformación de sí ya no concierne solamente al «devenir
humano y adulto», sino al objetivo de la «vida buena» con y
para los otros en instituciones justas.
Capítulo V

Imaginarios e instituciones

Así como Foucault es un interlocutor de circunstancia en


algunos momentos cruciales de la obra de Ricœur, la figura de
Cornelius Castoriadis está casi completamente ausente de las
referencias explícitas de los textos publicados por nuestro filóso-
fo. Esta ausencia no significa indiferencia o rechazo a priori. Lo
mismo puede decirse en gran medida respecto a Castoriadis,
aunque haya manifestado entusiasmo por la obra de Ricœur, en
particular tras la publicación de Tiempo y narración233. Esta au-

233
C. Castoriadis escribe: «Mis diferencias evidentes y centrales con
Paul Ricœur me estimulan tanto más a expresar mi admiración ante la ri-
queza y la solidez de su análisis crítico de las principales concepciones filo-
sóficas heredadas en relación al tiempo» (Le Monde morcelé. Carrefour du
labyrinthe III, París, Seuil, 1990, pág. 278). Los dos filósofos se conocen
desde hace tiempo: en 1968, Castoriais acaba de inscribir la tesis bajo la
dirección de Ricœur en el momento en que este último trabaja sobre el
imaginario social y político. Ricœur escribirá más tarde una carta de reco-
mendación en favor de Castoriadis durante la candidatura de este a la
EHESS como director de estudio (1980).
168 Johann Michel

sencia de diálogo entre los dos pensadores puede resultar sor-


prendente en muchos aspectos234, no porque sus obras sean
superponibles, sino porque están impregnadas de preocupa-
ciones filosóficas comunes, tradiciones intelectuales de igual
procedencia (el psicoanálisis, el marxismo, la fenomenología y
el estructuralismo...). Ricœur y Castoriadis, por razones dife-
rentes, ocupan, además, en el mundo intelectual francés a lo
largo de todos los años 50 y 70 una posición de relativa mar-
ginalidad y comparten una común pertenencia al movimiento
de la «izquierda antitotalitaria», por heterogénea que pueda
considerarse esta.
Comparar a dos filósofos que por sí mismos no tomaron la
iniciativa de este diálogo filosófico puede parecer una provoca-
ción235. Cada obra tiene su propio mundo, con sus conceptos,
sus problemas, sus articulaciones, sus horizontes de sentido.
Querer destacar similitudes o, por el contrario, oposiciones
entre conceptos o problemáticas que pertenecen a mundos
textuales heterogéneos puede revelarse una empresa tan vana
como artificial. A esto hay que añadir el hecho de que Casto-
riadis, a diferencia de Foucault, Deleuze, Derrida o Bourdieu,
rara vez es calificado por los especialistas como postestructura-
lista. No cabe duda de que es también el más inclasificable de
todos estos pensadores, por haber sido no solo filósofo, sino
también psicoanalista, economista o sociólogo; por haber rei-
vindicado hasta el final de su vida una postura revolucionaria
pero rechazando al mismo tiempo el marxismo, por haber de-

234
De igual manera que puede extrañar la escasez de obras publicadas
cuya intención sea hacer dialogar sistemáticamente sus respectivas filosofías.
Citemos, no obstante, la contribución de William Wahl,»Pathologies of
desire and duty: Freud, Ricœur, and Castoriadis on transforming religious
culture», Journal of Religion and Health, vol. 47/3, 2008, págs. 398-414.
235
Señalemos, no obstante, la existencia de un breve diálogo con oca-
sión de la emisión de France Culture, el «Bon plaisir», dedicado a Paul
Ricœur (el 9 de marzo de 1985) donde también estaban presentes, parti-
cularmente, Olivier Mongin y Jean Marc Ferry.
Ricœur y sus contemporáneos 169

fendido una teoría del sujeto, aunque muy diferente de la tradi-


ción cartesiana o kantiana, sin hablar de la concepción sartriana
de la subjetividad. Si puede vacilarse en tildarlo de postestructu-
ralista236, es porque Castoriadis, aunque indudablemente reco-
rrió los movimientos estructuralistas, en particular el psicoanáli-
sis lacaniano, no pretendió realmente superarlos para conser-
var de ellos ningún elemento destacado. El estructuralismo no
forma parte, en su pensamiento, de una especie de Aufherung.
Entre postestructuralismo y antestructuralismo, la posición de
Castoriadis consiste en una estrategia de «superación sin con-
servación» del estructuralismo, debido especialmente a la fun-
ción decisiva que da a la noción de creación social-histórica. En
torno a este nudo problemático y conflictivo es donde nos
gustaría confrontar a Ricœur con Castoriadis, en torno, pues,
al conjunto desordenado de lo histórico, de lo imaginario y de
lo político, donde convergen las relaciones de cada uno de
ellos tanto con el estructuralismo como con el marxismo.

La rehabilitación de lo imaginario social

Ricœur y Castoriadis comparten una voluntad común de


volver a dar cartas de nobleza a lo imaginario y a la imagina-
ción, que sufren de un gran descrédito, al menos desde Platón,
en la tradición filosófica occidental: la imaginación, «la loca de
la casa», lo más a menudo está asimilada a un conocimiento
inferior, inadecuado, y no es apropiada para captar la esencia
de lo real. Hay, sin embargo, notables excepciones —que son
objeto de tratamientos apropiados en Ricœur237 y en Castoria-

236
Por esta razón hemos situado al final de esta obra la confrontación
entre Ricœur y Castoriadis.
237
La mejor introducción en lengua francesa a la función decisiva de
lo imaginario en la antropología de Paul Ricœur es la presentada por M.
Foessel («Paul Ricœur ou les pussances de l’imaginarie», Paul Ricœur. An-
170 Johann Michel

dis —, como son la teoría del fantasma en Aristóteles o la fun-


ción atribuible a la imaginación transcendental en Kant.
Entre estos casos notables, el reconocimiento positivo de la
imaginación interviene esencialmente, por una parte, en el
marco de una filosofía del conocimiento y de la percepción,
por otra, en el marco de una filosofía de la creación artística y
de una estética. Sartre inaugura una auténtica ruptura al sacar
a la imaginación de sus límites para inscribirla en el marco de
una filosofía de la libertad: por su poder de negación de lo que
es, la imaginación abre al sujeto nuevas auto-determinaciones.
Sin embargo, lo que atrae la atención de Ricœur era menos la
concepción sartriana de la imaginación como poder para
arrancar de lo real a una conciencia libre, que los recursos fe-
nomenológicos, conforme a Husserl, de «variaciones imagina-
tivas». Estas contribuyen a suspender nuestra relación inme-
diata con lo real para pensarla, describirla, reconfigurarla de
otro modo: cuando miramos un objeto, lo constituimos como
un todo, captamos su eidos, proyectamos horizontes de senti-
do que van más allá de nuestra simple percepción sensible.
Precisamente gracias a las «variaciones imaginativas» podemos
constituir el eidos del objeto más allá de lo que se nos presenta
simplemente como dato sensible. La valiosa aportación de Ri-
cœur, como veremos, consiste en transferir la función de estas
variaciones imaginativas de una fenomenología de la percep-
ción a una filosofía del actuar social y político. Esta rehabilita-
ción de lo imaginario supone tanto en Ricœur como en Cas-
toriadis una ruptura con una concepción de la imaginación
considerada como «imagen de algo» o como «imagen mental».
Tal como señala acertadamente Michaël Foessel, donde hay

tropologie. Textes choisis et présentés par M. Foessel et F. Lamouche, París,


Seuil, 2007, págs. 7-22).» El compromiso plenamente asumido por el au-
tor consiste en destacar la unidad de la obra de Ricœur reconstruyendo la
manera como se plantea una y otra vez el imaginario y la imaginación a
través de las grandes etapas de su filosofía.
Ricœur y sus contemporáneos 171

que redefinir, con Ricœur (y podríamos añadir, con Castoria-


dis), la función positiva de la imaginación y de lo imaginario
es en el marco de una filosofía del sentido y del lenguaje: «La
imaginación es aquello por lo que el sentido se hace compren-
sible, el mundo decible y la acción practicable. Estos son los
tres poderes de lo imaginario, de los cuales la filosofía de Ri-
cœur es el exponente magistral»238.
Este desplazamiento de la función de lo imaginario tropie-
za con el verdadero anatema lanzado por Marx y los marxistas
sobre lo imaginario social y político enviado al plano deforma-
dor de las superestructuras o de las ideologías. En los primeros
escritos de Marx, las expresiones ideológicas se oponen, no a la
ciencia, sino a la realidad como praxis: hay, en primer lugar, la
realidad efectiva, el trabajo, la transformación de la naturaleza,
la satisfacción de las necesidades, después hay eso que los indi-
viduos imaginan, lo que hacen en una especie de nebulosa. En
el transcurso de la larga discusión que entabla con los escritos de
Marx en Ideología y utopía [Lectures on Ideology and Utopia] 239,
Ricœur pretende demostrar que el primer error fundamental
de la antropología marxiana consiste en pensar que se puede
acceder a una especie de «realidad al desnudo» despojada de
toda mediación simbólica o imaginaria. Eso es olvidar que lo
imaginario es un constituyente de toda realidad social. Se debe
particularmente a la antropología cultural de Clifford Geertz
el presupuesto ontológico fundamental (que podemos encon-
trar de nuevo, aunque de otra manera, en Cassirer o en Bour-
dieu) según el cual no podemos percibir nada sin proyectar al
mismo tiempo un conjunto de formas imaginarias a través de
las cuales percibimos y actuamos: «La acción, escribe Ricœur,
está inmediatamente regulada par formas culturales que pro-
porcionan matrices y marcos para la organización de procesos

238
Ibíd., pág. 10.
239
P. Ricœur, L’Idéologie et l’Utopie, París, Seuil, 1997.
172 Johann Michel

sociales»240. Es en este sentido en el que no se podría conside-


rar a la ideología como una «superestructura». El segundo
error de Marx, para Ricœur, es considerar sistemáticamente las
expresiones sociales imaginarias como distorsiones, deforma-
ciones o disimulos: hay que reconocerle, en cambio, una di-
mensión positiva a la ideología en tanto que conjunto de fun-
ciones imaginarias que permiten asegurar a los miembros de
los grupos sociales una coherencia, una base de identificacio-
nes comunmente compartidas. Es lo que Ricœur llama la fun-
ción de integración de la ideología pensada a la vez en su di-
mensión diacrónica y sincrónica; es el caso, por ejemplo, del
recuerdo de acontecimientos fundadores, de su narración, de
su ritualización a través de las conmemoraciones y las celebra-
ciones.
Esta credibilidad que le otorga a la función de lo imagina-
rio no puede más que abrazar la evolución filosófica de Casto-
riadis, tras su doble ruptura con el trotskismo y el marxismo.
Una de las numerosas razones que le empujaron a romper con
Marx se debe a que esta teoría asimila la ideología y lo imagi-
nario con las superestructuras. El propio sentido de la oposi-
ción entre infraestructuras y superestructuras no tiene para
Castoriadis ninguna validez empírico-histórica. La importan-
cia considerable que Marx le otorga a las fuerzas productivas,
a las innovaciones tecnológicas, es la proyección sobre toda
forma de sociedad de un fenómeno que podía tener una cierta
pertinencia en la época del capitalismo industrial del siglo xix.
Pero las sociedades han vivido conmociones políticas y cultu-
rales, incluso aunque sus fuerzas productivas no hayan vivido
ninguna mutación tecnológica significativa. En su artículo «El
marxismo: balance provisional» [«Le marxisme: bilan provis-
oire»], Castoriadis señala:

240
Ibíd., pág. 31.
Ricœur y sus contemporáneos 173

[...] ningún hecho técnico tiene un sentido imputable si


está aislado de la sociedad donde se produce, y ninguno
impone un sentido unívoco e ineluctable a las actividades
humanas que se basan en él, ni siquiera a las más cercanas.
A pocos kilómetros la una de la otra, en la misma jungla,
con las ismas armas e instrumentos, dos tribus primitivas
desarrollan estructuras sociales y culturas tan diferentes
como se pueda imaginar241.

La oposición entre superestructuras e infraestructuras no


se sostiene en un plano socio-antropológico porque nos hace
incapaces de pensar las instituciones y, concretamente, lo que
Castoriadis llama las significaciones imaginarias sociales. La teo-
ría marxista presupone la existencia de algo constituido antes
de las instituciones, que podría expresarse independientemen-
te de ellas. Castoriadis comparte así la crítica rioceuriana a la
pretensión de deslindar una «realidad al desnudo», desprovista
del barniz de las significaciones imaginarias sociales. La insti-
tución simbólica se desarrolla desde el nivel de las relaciones
de producción, que no pueden pensarse sin su mediación. Las
relaciones amos-esclavos o burgueses-proletarios se establecen
de entrada a partir de significaciones imaginarias sociales: no
son expresiones secundarias. El error de Marx, finalmente, es
determinar una especie de primacía ontológica del trabajo so-
bre el lenguaje.
Lo que Ricœur llama la ideología-integración está muy
próximo al concepto de significaciones imaginarias sociales.
Efectivamente, gracias a este conjunto de significaciones, las
sociedades forman un todo dotado de una cierta coherencia,
hay una unidad social a pesar de las crisis, de las tensiones, de
las divisiones que atraviesan a las sociedades. Verdaderamente,
es muy difícil concebir científicamente esta unidad social

241
C. Castoriadis, L’Institution imaginaire de la societé, París, Seuil, 1999,
pág. 34.
174 Johann Michel

como un todo sin caer en la trampa de las metáforas organicis-


tas que hacen de la sociedad una especie de super-espíritu. La
función integrativa de las expresiones imaginarias sociales con-
siste precisamente en que más allá de las idiosincrasias de los
miembros de una sociedad, cada uno se reconoce como miem-
bro de. Aunque estas significaciones no caigan del cielo, tam-
poco son el producto de imaginaciones individuales tomadas
aisladamente. Más bien hay que decir con Castoriadis que
cada individuo es como una parte total de la sociedad. Por esta
misma razón, Ricœur prefiere la noción más holística de
«miembro» a la atomística de «individuo»242. De igual modo
que la biología, después de Cuvier, es capaz de reconstruir el
conjunto de un cuerpo, de fechar su estado de evolución en la
hominización a partir del descubrimiento de un trozo del mis-
mo (un diente, una mandíbula...), de igual modo se debería
ser capaz, analizando las maneras de hacer, de decir, de pensar
de un individuo, reconstruir las significaciones sociales imagi-
narias de la sociedad a la que pertenece.

La lección de los «maestros de la sospecha» a debate.


Marx VS Freud

Las críticas que nuestros dos pensadores dirigen conjunta-


mente a la teoría marxista de las funciones sociales imaginarias
no implican, sin embargo, por parte de Ricœur el rechazo
puro y simple al conjunto de la teoría de Marx. Si Marx deja
de lado la función positiva de la ideología como integración, si
la rigidificación ulterior del aparato conceptual marxista des-
pierta todos sus recelos debido a la oposición demasiado vio-
lenta entre ciencia e ideología, en cambio, le parece pertinente
conservar la función de la ideología como distorsión y como

242
Véase especialmente Temps et Récit, t. 1, ob. cit., págs. 347-349.
Ricœur y sus contemporáneos 175

disimulo. De hecho, si Ricœur, a diferencia de Castoriadis,


puede todavía considerarse en un sentido marxista, es porque
necesitamos esta función negativa de la ideología para enten-
der mejor cómo determinadas significaciones imaginarias es-
conden o disimulan relaciones de clase o de poder. Por no
haber renegado nunca de las lecciones de los «maestros de la
sospecha», como las de Marx, sin abrazar hasta sus últimas
consecuencias sus deconstrucciones del sujeto, Ricœur puede
ser calificado, con toda la razón, de postestructuralista243. Sin
embargo, es difícil, incluso imposible, para Castoriadis poder
conservar de Marx la ideología concebida como disimulo re-
chazando al mismo tiempo la oposición entre infraestructuras
y superestructuras. El conjunto de la filosofía de Marx descan-
sa sobre esta base a la vez epistemológica y ontológica errónea.
Castoriadis no ignora, sin embargo, la existencia de significa-
ciones imaginarias sociales deformadas o mistificadoras, pero
pueden concebirse en un marco conceptual depurado de resi-
duos marxistas244.
Ricœur busca salvar una parte de la teoría de Marx po-
niéndola en dialéctica con un marco sociológico inspirado en
Max Weber. Es la empresa que intenta llevar a cabo en Ideolo-
gía y utopía. Weber demuestra que, desde el momento en que
una sociedad diferencia entre gobernantes y gobernados, los
primeros disponen del poder de imponer a los segundos un
orden por medio de la fuerza. Cuando de lo que se trata es de
una lógica de dominación, no de simple poder, la imposición

243
Coincidimos de nuevo con la tesis de Andy Lock y de Tom Strong,
que equiparan la filosofía de Ricœur al postestructuralismo debido a la
imposición del paradigma de los»maestros de la sospecha» en su obra (So-
cial Construtionism: Sources and Stirings in Theory and Practice, ob. cit.,
págs. 74-77).
244
La ruptura de Castoriadis con el marxismo no significa para él el
rechazo del conjunto del corpus marxiano (especialmente la teorización de
la Comuna, o algunos análisis económicos del desarrollo del capitalismo
occidental).
176 Johann Michel

de este orden exige un consentimiento, incluso una coopera-


ción de los gobernados. De ahí la implantación de un sistema
de legitimación que garantice este consentimiento, sistema
que puede basarse bien en el carisma, en la tradición o, inclu-
so, en la racionalidad de la ley. Ya no se trata simplemente de
significaciones imaginarias sociales, sino de significaciones
imaginarias políticas, pues nos enfrentamos directamente a la
cuestión del poder o de la autoridad.
Aunque Ricœur se adhiera a este esquema general hoy tan
conocido, sin embargo, lamenta que el propio Weber no haya
llegado hasta el final de su descubrimiento. El marco weberiano
ofrece una oportunidad inesperada para comprender el origen
de la ideología concebida como distorsión y disimulo de las re-
laciones de poder. Ocurre que nunca existe equivalencia entre
las pretensiones de gobernar de una autoridad y la creencia de
los gobernados en la legitimidad de esta pretensión. En otras
palabras, siempre hay más en la pretensión del poder a la legiti-
midad que en las creencias efectivas de los miembros del grupo.
Este más, este suplemento de demanda de creencia es lo que no
concibe Weber, y que puede ser pensado en un marco abierta-
mente marxista, particularmente a partir de una transposición
de la teoría de la plusvalía. Es lo que nos invita a pensar Ricœur:

La plusvalía no es intrínseca a la estructura de producción,


sino que lo es a la estructura de poder. En los sistemas socialis-
tas, por ejemplo, aunque no haya apropiación privada de los
medios de producción, la plusvalía existe siempre debido a la
estructura de poder. Esta estructura plantea la misma cuestión
que todas las demás, es decir, la cuestión de la creencia. La di-
ferencia entre esta pretensión y la creencia ofrecida significa la
plusvalía común a todas las estructuras de poder. En su preten-
sión a la legitimidad, toda autoridad (poder) pide más de lo
que ofrecen los miembros en términos de creencia245.

245
Paul Ricœur, L’Ideologie et l’Utopie, ob. cit., pág. 33.
Ricœur y sus contemporáneos 177

Esta teoría ideológica de la plusvalía, por original que sea,


choca, no obstante, con la voluntad de Castoriadis de romper
definitivamente con el marxismo. Con un esquema de análisis
inspirado en el psicoanálisis, Castoriadis aspira a deslindar los
orígenes mistificadores de las significaciones sociales y políti-
cas. Si razonamos, en primer lugar, en el plano del individuo,
la mistificación y la distorsión de lo imaginario echan sus raí-
ces en el inconsciente, que actúa «como otro que yo». Esta
mistificación del sí-mismo puede llamarse heteronomía o alie-
nación. Adoptando algunos análisis de Freud y de Lacan, Cas-
toriadis subraya así:

[...] la característica esencial del discursos del Otro [...] es su


relación con lo imaginario. Lo que sucede es que, domina-
do por este discurso, el sujeto se toma a sí mismo por algo
que no es (o, en todo caso, no necesariamente), que para él,
los otros y el mundo entero experimentan una distorsión
correspondiente. Lo esencial de la heteronomía —o de la
alienación, en el sentido general del término— en el nivel
individual es la dominación por un imaginario autonomi-
zado, que se arroga la función de definir para el sujeto tan-
to la realidad como su deseo246.

Sin caer en la trampa ontológica de las entidades organicis-


tas, Castoriadis procura pensar de manera analógica la mistifi-
cación en la escala individual y en la escala colectiva. Del mis-
mo modo que se puede decir, en la escala del individuo, que lo
imaginario está mistificado cuando el discurso del Otro, del
inconsciente, ocupa el lugar del sujeto; de igual modo se pue-
de decir que lo imaginario social se mistifica cuando los miem-
bros de una sociedad creen que sus leyes, sus instituciones, las
ha fijado de una vez para siempre un Otro, se trate de Dios, de
la Naturaleza, de los Antepasados o de las fuerzas de la Histo-

246
C. Castoriadis, L’Institution imaginaire de la société, ob. cit., pág. 152.
178 Johann Michel

ria. La mistificación de las significaciones imaginarias sociales


se debe al hecho de que los individuos no reconocen como
obra suya propia las instituciones tal como han resultado, no
reconocen la auto-institucionalización de la sociedad. Casto-
riadis no necesita la metáfora de la camera obscura o de la po-
laridad epistemológica entre infraestructuras y superestructu-
ras para analizar la patología de las significaciones imaginarias
sociales.

La fuerza de las herencias


y la creación social-histórica

Como discípulo de los «maestros de la sospecha», Ricœur


podría dudar de la posibilidad para el individuo y para la so-
ciedad de ser plenamente autónomos y transparentes a sí mis-
mos una vez que se han eliminado la heteronomía del discurso
del inconsciente, por un lado, y los orígenes transcendentes de
la sociedad, por toro. De su largo recorrido por el psicoanálisis
freudiano en los años 60, ha aprendido de Freud que, si el «yo
debe advenir, allí donde estaba el ello», este proceso no tiene
fin, debido a la imposibilidad misma de suprimir la existencia
del inconsciente, del devenir infantil y pulsional en nosotros.
Es decir, que la lucidez sobre el sí-mismo y la autonomía del
sujeto son «tierras prometidas» que hay que proyectar una y
otra vez como revisiones reflexivas. De este modo se debe en-
tender su proyecto de refundar una filosofía reflexiva a través
de la lectura de Freud.
Sin embargo, Castoriadis nunca entendió la autonomía
individual y colectiva como un estado acabado (esta es la razón
por la que prefiere traducir la famosa máxima de Freud: «Who
es war, muss ich werden», no por «allí donde estaba el ello,
debo advenir yo» sino, «allí donde estaba ello, yo debo llegar»).
La lucha contra la heteronomía es una lucha permanente.
Obligado es reconocer aquí la fuerte convergencia de las lectu-
Ricœur y sus contemporáneos 179

ras ricoeurianas y castroriadianas de Freud. Hacerse autóno-


mo, para Castoriadis, no significa, en el plano del individuo la
supresión (totalmente ilusoria) del inconsciente, sino otra re-
lación entre conciencia e inconsciencia que pasa por un verda-
dero reconocimiento de que hay un discurso del Otro en todo
sujeto, que pasa por un verdadero reconocimiento para el su-
jeto de sus pulsiones, de sus angustias, de sus fantasmas (de
reconocerlos reflexivamente y no de repetirlos).
El desacuerdo principal entre los dos filósofos está en el
nivel de la escala privilegiada. Así como en el nivel de la psique
individual, Castoriadis juzga imposible la erradicación del dis-
curso del Otro (lo que Ricœur no puede que corroborar), en
el nivel de lo social-histórico, juzga posible la erradicación, a lo
largo de determinadas experiencias históricas privilegiadas, de
la heteronomía, cuando las sociedades se reconocen como pro-
ducto de su propia obra. Ricœur no puede compartir este mis-
mo optimismo en el plano social-histórico. Por una parte,
puede dudar de la existencia pasada de sociedades plenamente
autónomas: siempre perduran orígenes extra-sociales y lo que
él llama una «violencia residual» de las instituciones políti-
cas247, incluso en las sociedades con vocación democrática. Por
otra parte, las significaciones imaginarias sociales y políticas
nuevas heredan siempre formas imaginarias anteriores. Esta
objeción arendtiana por parte de Ricœur, da la primacía a la
tradición de la autoridad (y no a la «autoridad de la tradi-
ción»), en la que cada nueva fundación se inscribe en una larga
cadena narrativa. Esta objeción que Ricœur dirige a veces a la
teoría lefortiana de la democracia puede ser igualmente válida
contra la defendida por Castoriadis (a pesar de los profundos
desacuerdos existentes entre los dos fundadores del Socialismo
o Barbarie):

247
P. Ricœur, La Critique et la Conviction (conversación con François
Azouvi y Marc de Launay), París, Calmann-Lévy, 1995, págs. 150-152.
180 Johann Michel

En este punto de la doctrina es en el que me separo de


Claude Lefort, que, ante este mismo enigma del origen del
poder, insiste en la ausencia de fundamento propio de la
democracia; para él, la democracia es el primer régimen
que no se funda sobre algo, sino sobre sí mismo, es decir,
sobre el vacío. De ahí su extrema fragilidad. Yo intento de-
cir, por mi parte, que siempre está fundado sobre la ante-
rioridad de él mismo respecto a él mismo. ¿Se puede llamar
a esto fundación? Si es así, sería en el sentido en el que ha-
blamos de acontecimientos fundadores248.

Esta objeción también puede interpretarse, no, desde lue-


go, en el sentido rigurosamente estructuralista (donde solo hay
desviación respecto a un sistema dado), sino al menos en el
sentido postestructuralista y hermenéutico: el peso de las «es-
tructuras estructuradas» (Bourdieu), la fuerza del «tiempo lar-
go», la imposibilidad de una salida radical de las tradiciones
(Gadamer), la aporía de un dominio total y completo del sen-
tido dificultan la posibilidad de una creación institucional.
Recíprocamente, precisamente contra estos presupuestos
estructuralistas y hermenéuticos se levanta Castroiadis para
concebir la creación social-histórica o lo que él llama lo imagi-
nario (radical) social instituyente por oposición a lo imaginario
social instituido. El imaginario social radical permite demostrar
que, a lo largo de la historia, surgen formas, significaciones
completamente nuevas que no se pueden deducir de sus con-
diciones antecedentes. Por ejemplo, sería el caso del adveni-
miento de la Polis griega o del acontecimiento de la Comuna
de París, que podrían semejarse a auténticas creaciones históri-
cas que no se pueden pensar según el principio determinista de

248
Ibíd., pág. 157. Este debate es en un sentido un falso debate, pues-
to que Claude Lefort y Ricœur no hablan realmente de lo mismo. Cuando
habla de «lugar vacío», Lefort está pensando en el fundamento de la demo-
cracia liberal; cuando habla de»fundación anterior», Ricœur está pensando
en el origen de las democracias modernas.
Ricœur y sus contemporáneos 181

la causalidad. La imaginación implicada aquí no es reproduc-


tora, en el sentido de la representación en su ausencia de algo
que ya existe, sino productora, creadora: invención de signifi-
caciones que nunca han existido y que no están preformadas o
predeterminadas por algo que ya existe.

[...] aparece aquí como comportamiento no simplemente


«imprevisible», sino creador (de los individuos, de los gru-
pos, de las clases o de las sociedades enteras); no como sim-
ple desviación en relación con un tipo existente, sino como
posición de un nuevo tipo de comportamiento, como insti-
tución de una nueva regla social, como invención de un
nuevo objeto o de una nueva forma —en resumen, como
surgimiento o producción que no se puede deducir a partir
de la situación precedente, como conclusión que va más
allá de las premisas o posiciones de nuevas premisas249.

El concepto de creación social-histórica es el que ofrece


menos confianza desde un punto de vista ricoeuriano. Es cier-
to que Ricœur podría reconocerse perfectamente en un alega-
to por la innovación, por el acontecimiento, por la iniciativa
(en el sentido aredntiano de «empezar algo nuevo en el mun-
do»). Es el sentido mismo de su discusión con los estructura-
listas: insuflar en el corazón de las «estructuras» lo histórico, la
incertidumbre, el cambio pensados no solo como desviaciones
diferenciales. En cambio, la radicalidad de la posición de Cas-
toriadis es incompatible con los principios de su filosofía polí-
tica y de su epistemología histórica: la idea de creación históri-
ca, en tanto que va más allá de una interrogación sobre las
condiciones antecedentes, hace imposible la idea misma de
una ciencia histórica. Si las significaciones social-históricas no
proceden de causas, ¿de qué podrían proceder? Es como si,
para hablar como Kant, la realidad histórica escapara al reino

249
C. Castoriadis, L’Institution imaginaire de la société, ob. cit., pág. 65.
182 Johann Michel

de la causalidad y al orden fenomenal y se asemejara a una es-


pecie de realidad numenal. En el primer tomo de Tiempo y
narración, Ricœur se entretuvo mucho al hablar sobre el esta-
tus de la causalidad en historia, tomándose el cuidado de dis-
tinguir explicación por causas y explicación por leyes. Tan sos-
pechoso le parece, como a Castoriadis, explicar el proceso his-
tórico basándose en un saber nomológico en el sentido de que
las mismas causas, en similares circunstancias, producirían los
mismos efectos, como imposible prescindir de la idea de cau-
sas, excepto si se mistifica el proceso histórico. La operación de
imputación social singular, tomada de Max Weber, consiste
precisamente en construir irreales pasados para determinar,
entre un conjunto de causas, las que parecen más adecuadas
para explicar la aparición de un fenómeno nuevo250.
A pesar de la ambigüedad del concepto de creación, Cas-
toriadis nunca ha afirmado que el proceso social-histórico se
hiciera como por milagro a partir de nada. Hay experiencias
históricas que son menos posibles que otras en determinadas
épocas. Pero es imposible dar cuenta de la creación social-his-
tórica, de la invención de un nuevo objeto y de una nueva
forma, si sistemáticamente se las reduce a condiciones prece-
dentes o si se las considera como una simple desviación de un
tipo ya existente. La heteronomía social-histórica se debe, pre-
cisamente, a que los individuos no reconocen la auto-institu-
ción permanente de la sociedad, sino que se remiten a causas,
fuerzas, leyes que transcienden esta autocreación continua. En
este sentido, habría que hablar, retomando el comentario de
Nicolas Poirier, de «creación inmotivada», «posición primera
de significaciones solo a partir de las cuales las sociedades pue-
den procurarse su mundo y organizarlo en tanto que realidad
social-histórica singular»251.

250
P. Ricœur, Temps et Récit, t. 1, ob. cit., págs. 322-329.
251
Nicolas Poirier, Castoriadis. L’imaginaire radical, París, PUF, 2004,
págs. 85-86.
Ricœur y sus contemporáneos 183

La utopía, ¿concepto mistificador


o concepto emancipador?

Un último punto de desacuerdo entre los dos pensadores se


refiere al estatus de la utopía como imaginario social y político
opuesto a la ideología. Mientras que las tres funciones ideológi-
cas catalogadas por Ricœur (la ideología-integración, la ideolo-
gía-legitimación, la ideología-disimulo) tienen como objetivo
conservar el orden existente y las clases dominantes, la función
utópica de lo imaginario aspira fundamentalmente a subvertir
lo imaginario instituido. Ricœur conserva de la utopía la idea de
«no lugar», no la de «lugar vacío», sino de «laboratorio» donde
se plantean «variaciones imaginativas» sobre lo que no es, con la
intención de poner a distancia reflexivamente lo que es y, a la
vez, de proponer nuevos horizontes de espera. Ricœur hace que
la utopía represente en el plano de la experiencia política, lo que
Husserl asigna a las variaciones imaginativas en el plano de la
experiencia fenomenológica: dejar en suspenso lo real y el desple-
gar el espacio de posibles. La imaginación de una sociedad si-
tuada en ningún sitio, permite rebatir radicalmente lo que es,
desde las relaciones familiares a las de poder político. Y gracias a
la fuerza subversiva de la utopía, es por lo que podemos afirmar
que esta ideología es mistificadora:

El orden que se daba por sentado, de pronto parece


extraño y contingente. La experiencia es la de la contingen-
cia del orden. En un momento en el que todo está bloquea-
do por sistemas que han fracasado pero que no pueden ser
vencidos —esta es la apreciación pesimista que asigno a
nuestra época—, la utopía es nuestro recurso. Ella puede
ser una evasión, pero también es el arma de la crítica252.

252
P. Ricœur, L’idéologie et l’Utopie, trad. al francés de M. Revault
d’Allones, París, Seuil, 1997.
184 Johann Michel

Le corresponde menos a la ciencia, en el sentido marxista


del término, decir lo que es un imaginario mistificador, que a
las utopías; desde el punto de vista de una determinada utopía
es como se puede proyectar la mirada crítica sobre las ideolo-
gías. Estas utopías no tienen necesariamente como objetivo ser
realizadas, sino servir de horizonte regulador y crítico para las
prácticas existentes. Este proyecto es el que Ricœur encuentra
en el ideal habermasiano de una comunidad ideal de comuni-
cación sin límites ni coacciones. Si hay una función positiva de
la utopía, existe también una función patológica de la utopía,
que consiste en la huida fuera de toda realidad. Aquí es donde
las funciones no patológicas de la ideología pueden contribuir
a proporcionar un espacio de experiencia y de arraigo a lo ima-
ginario utópico, al recuperar Ricœur en este punto la dialécti-
ca tan del gusto de Reinhart Koselleck entre «espacio de expe-
riencia» y «horizonte de espera». Por un lado, apelar a las uto-
pías permite volver a darle lo posible, la distanciación, a la
mirada de un orden existente en vías de petrificación. Por otro
lado, el espacio de experiencia permite seleccionar los nuevos
posibles, algunos de los cuales pueden revelarse como imperti-
nentes en el transcurso de determinadas configuraciones his-
tóricas dadas. Tenemos los dos polos donde se entrelaza la ar-
quitectura de la antropología de Ricœur: «La conciencia está
«situada» en un universo simbólico que la precede, pero al
mismo tiempo es una conciencia de «ningún» sitio, capaz de
experimentar su libertad en lo imaginario»253.

253
M. Foessel, «Ricoeur et les puissances de l’imaginaire», ob. cit.,
pág. 22. Véase también sobre este tema (pero orientadas a la cuestión del
reconocimiento) las contribuciones de Marianne Moyaert, «Between ideo-
logy and utopia: Honneth and Ricœur on symbolic violence, margi-
nalization and recognition», Études ricœriennes /Ricœur Studies, vol. 2,
núm. 1, págs. 70-83, y Gonçalo Marcelo, «Paul Ricœur and the utopia of
mutual recognition», Études ricœriennes /Ricœur Studies, vol. 2, núm. 1,
págs. 110-133.
Ricœur y sus contemporáneos 185

A diferencia de Ricœur, Castoriadis alimenta una fuerte


desconfianza respecto al concepto de utopía como proyecto
que no puede tener lugar. Desconfía otro tanto de la orienta-
ción de este concepto respecto a la «idea reguladora» en su
acepción kantiana que actualmente encontramos en Haber-
mas. Estas ideas reguladoras son como «estrellas polares» que
nos sirven, es cierto, para orientarnos en lo real, para pensarlo
de otra manera, pero sin poder nunca alcanzarlo:

El término utopía se ha puesto de moda en estos últi-


mos tiempos, un poco bajo la influencia de Ernst Bloch,
marxista que se acomodó mal que bien al régimen de la
RDA y que nunca ha criticado el estalinismo y regímenes
burocráticos totalitarios [...] El término lo ha retomado re-
cientemente Habermas porque, tras el fracaso total del
marxismo y del marxismo-leninismo, parece que legitima
una vaga crítica del régimen actual por la evocación de una
transformación socialista utópica, con un gusto «pre-mar-
xista». De hecho es todo lo contrario, nadie puede entender
(excepto si es un filósofo neo-kantiano) cómo se puede cri-
ticar lo que es a partir de lo que no puede ser. El término
utopía es mistificador254.

Esta crítica a Habermas podría aplicarse perfectamente al


propio Ricœur, dada su común acepción de la utopía, excepto
con la reserva de que en Ricœur, la acepción no es solo neo-
kantiana, sino también husserlieana bajo el aspecto de «politi-
zación» de las «variaciones imaginativas». Donde Ricœur con-
sidera con Habermas la utopía como una formidable herra-
mienta de crítica, de distanciación y de emancipación,
Castoriadis solo ve una empresa de mistificación (según otra
modalidad, Castoriadis rehace paradójicamente el proceso
marxista de la utopía para oponerlo no tanto a un «socialismo

254
C. Castoriadis, «Le projet d’autonomie n’est pas une utopie», Une
société à la dérive, París, Seuil, 2005, págs. 17.
186 Johann Michel

científico», como a un «socialismo real»). El nervio de la obje-


ción de Castoriadis reside en el hecho de que el proyecto de
autonomía, tal como el lo enfoca, no es una «estrella polar»,
sino un proyecto social-histórico que ya ha sido realizado a lo
largo de experiencias históricas privilegiadas y que hay que re-
novar hic et nunc. Castoriadis es muy lúcido respecto a que hay
épocas menos propicias que otras para el advenimiento de un
proyecto así; por ejemplo, la nuestra, marcada por lo que Cas-
toriadis llama «el eclipse del proyecto de autonomía», cuando
reina «el peso creciente de la privatización, de la despolitiza-
ción y del individualismo»255.
En este sentido es en el que se presenta como revoluciona-
rio y no como utópico. Estas experiencias históricas de auto-
nomía han existido, según él, al menos en dos ocasiones en la
civilización occidental, en la Grecia antigua y en Europa al
salir de la Edad Media. Estas experiencias efectivas son las de
una sociedad que se piensa como auto-instituida, que cuestio-
na continuamente sus leyes, sus instituciones, que rompe con
el «encierro del sentido» de las sociedades heterónomas. Ha-
blar hoy de autonomía no quiere decir solamente autorreflexi-
vidad y mayor lucidez de una sociedad sobre sí misma, cues-
tionamiento sin fin del sentido de la justicia, de sus normas y
de su fundamento. Hablar de autonomía significa también
que los individuos son efectivamente soberanos, que ellos mis-
mos establecen las leyes por las que desean vivir juntos, que
participan efectiva y directamente en el proceso de decisión,
tanto a escala política como a escala económica y social. En
este sentido, la autonomía se traduce en Castoriadis bajo la
forma de un autogobierno de los ciudadanos y de la autoges-
tión de los trabajadores256. En este caso no se trata de utopía

255
C. Castoriadis, Le Monde morcelé. Les carrefours du labyrinthe, t. 3,
París, Seuil, 1990, pág. 20.
256
En principio restringido al sentido de la «gestión colectiva» o de la
autogestión, el concepto de autonomía ha recibido una acepción más»radical»
Ricœur y sus contemporáneos 187

en el sentido de Ricœur, sino de proyectos que se han realiza-


do en la Grecia antigua, bajo la Comuna de París, con los So-
viets en Rusia, con los Consejos obreros en Hungría. Otras
tantas experiencias de nuevos imaginarios radicales orientados
a la autonomía radical, que supone la supresión del capitalis-
mo burocrático, es decir, la supresión a la vez del capitalismo y
del Estado.
Irónicamente, este proyecto de autonomía radical podría
asemejarse a la función «patológica» que Ricœur atribuye a la
utopía, es decir, un proyecto radical de transformación social y
política que no encuentra ningún apoyo en el espacio de expe-
riencia. Enriquecido por las enseñanzas de Hegel sobre el Terror
bajo la Revolución francesa y las lecciones de Arendt sobre el
sistema totalitario, Ricœur desconfía de una política de la ta-
bla rasa, de una ruptura en la cadena de la tradición de la
autoridad, del sueño de una libertad abstracta y vacía, pensada
sin la mediación de instituciones existentes. Por el contrario,
las transformaciones sociales y políticas tienen más posibilida-
des de éxito y de legitimidad si pueden «justificarse» con fun-
daciones anteriores de poder (en el sentido de Arendt).
Esta objeción podría, sin embargo, destruirse ella misma
puesto que el proyecto de autonomía radical (que estrecha la-

en el sentido de la «autoinstitución permanente y explícita de la sociedad;


es decir, un Estado en el que la colectividad sabe que sus instituciones son
creación propia y es capaz de considerarlas como tales, de recuperarlas y
transformarlas. Si se acepta esta idea, ella define una unidad del proyecto
revolucionario» (C. Castoriadis, Une société à la dérive, ob. cit., pág. 60). Si
seguimos los análisis de Philippe Caumières, el concepto de autonomía
recibe calificaciones diferentes a lo largo del itinerario intelectual de Casto-
riadis, cercano al concepto de gestión obrera en los años 50, asimilado a la
autogestión durante los años 70 e identificado con la democracia a lo largo
de los años 80. Pero siempre se trata de un mismo proyecto: «¿cómo poner
en marcha una sociedad propiamente autónoma, es decir, que se sepa plena-
mente responsable de sí misma y de las orientaciones que tome?» (Ph. Cau-
mières, Castoriadis. Le projet d’autonomie, París, Michalon, 2007, pág. 8).
188 Johann Michel

zos con la acepción arendtiana del poder) podría apoyarse per-


fectamente en las experiencias de democracia o de autogobier-
no anteriormente evocadas. Pero, para Castoriadis, a diferen-
cia de Arendt, no es necesario que estas nuevas creaciones
históricas obtengan un suplemento de alma o de legitimidad
de una «tradición de la autoridad», tanto más si tenemos que
remontarnos a la República romana para encontrar su funda-
mento originario. Si hubiera que encontrar una matriz, o más
bien una experiencia fundadora de la autonomía, sería la de
los griegos. Cuando los griegos inventan un autogobierno, re-
chazan remitirse a una fuente transcendente para fundar su
decisión, no necesitan justificarse con una fundación anterior.
Muy al contrario, ellos erigen un modelo de gobierno, una
creación social-histórica que cuestiona radicalmente toda fun-
dación política anterior. Los comuneros de París, los marine-
ros y los obreros de Kronstadt, no necesitaron el auxilio de la
«fundación romana» para fundar un imaginario radical que
instituyera una autogestión obrera.
Por otra parte, si las revoluciones acaban mal, no es, para
Castoriadis, culpa del proceso revolucionario en sí, menos aún
culpa de las experiencias de autogobierno, aunque hayan sido
efímeras. La culpa es del acaparamiento de poder por una cas-
ta, una clase, una burocracia que pervierte su impulso funda-
dor. No es la ruptura brutal provocada por la experiencia de
los Soviets y de los Comités de fábrica en el régimen social-
histórico de Rusia lo que explica la degeneración de la revolu-
ción y el establecimiento de un capitalismo burocrático totali-
tario. Por el contrario, son el dominio por parte de un partido
burocrático y autoritario (el partido bolchevique) sobre estas
experiencias singulares de autogobierno, la dominación de cla-
se de una burocracia de Estado sobre el resto de la sociedad, lo
que explica por qué esta revolución desembocó en una de las
peores catástrofes del siglo.
Quizá sea un fondo hegeliano lo que separa bajo esta pers-
pectiva a Ricœur de Castoriadis. Si los dos filósofos están liga-
Ricœur y sus contemporáneos 189

dos a la primacía ontológica de las instituciones sobre los indi-


viduos en la medida en que corresponde a la «ciudad» huma-
nizar a los hombres, el segundo tiende a pensar las instituciones
democráticas sin Estado, mientras que el primero se mantiene
ligado a la existencia del Estado en el proceso de realización de
las potencialidades humanas. El fondo hegeliano en Ricœur (a
menudo habla de su «respeto casi hegeliano a las institucio-
nes», compensado por sus «simpatías» por las utopías subver-
sivas, que llega a hacerle lamentar, al final de su vida, un acon-
tecimiento como Mayo del 68) no culmina, sin embargo en
una especie de deificación del Estado:

Una cosa es admitir que las instituciones no derivan de


los individuos, sino siempre de otras instituciones previas,
y otra es conferirles una espiritualidad distinta a los indivi-
duos. Lo que finalmente es inadmisible, con Hegel, es la
tesis del espíritu objetivo y su corolario, la tesis del Estado
erigido en instancia superior dotada del saber de sí257.

La legítima empresa de desustancialización del Estado que,


con Husserl y Weben, dirige Ricœur no debe en modo alguno
equivaler a querer abandonar la idea de Estado, sino a fundar-
lo de otro modo, es decir, como un «co-actuar»258. Pero sigue
siendo con el «joven Hegel», el filósofo de Jena, con quien
Ricœur busca pensar la autonomía, no como «radical», sino
como «reconocimiento recíproco»:

El reconocimiento es, así, un fenómeno de doble entra-


da: que la autonomía individual no pueda prosperar más
que en una forma de sociedad donde su valor sea reconoci-
do tiene como contrapartida el reconocimiento por parte
del individuo de una deuda respecto a las instituciones po-

257
P. Ricœur, Soi-même comme un autre, ob. cit., pág. 298.
258
P. Ricœur, «Hegel et Husserl sur l’intersubjectivité», Du texte à
l’action, ob. cit., págs. 295-297.
190 Johann Michel

líticas sin las cuales la individualidad moderna no habría


podido ver la luz259.

Tenemos así todos los ingredientes que oponen la concep-


ción de autonomía en Ricœur y en Castoriadis. Por una parte,
la autonomía en Castoriadis, incluso aunque tenga, particular-
mente desde el punto de vista psicoanalítico, el sentido de un
«devenir sujeto», se entiende, en primer lugar, como autono-
mía colectiva, como conjunto institucional. Por otra parte,
este proyecto de autonomía colectiva es decididamente in-
compatible con la existencia del Estado, por muy democrático
que se considere. En efecto, desde el artículo fundador de su
filosofía política —«La paradoja política» [«La paradoxe poli-
tique»]—, Ricœur nunca ha dejado de poner en guardia con-
tra el «mal» propio del Estado, su violencia fundadora y es-
tructural (de ahí la necesidad de limitalo y de prever, pues,
mecanismos de control). En cambio, sigue profundamente li-
gado a la racionalidad del Estado como mediación de realiza-
ción y de perfeccionamiento de lo humano. El error de Casto-
riadis es, finalmente, desde este punto de vista, no distinguir el
Estado como empresa de dominación y el Estado como res
publica, es decir, como espacio de puesta en común de pala-
bras y de cosas de las que no se puede apropiar un individuo o
un grupo en particular. ¿Cómo entender, si no, las oposiciones
actuales de muchos de nuestros conciudadanos respecto al
desmantelamiento de los servicios públicos, su rechazo a la
privatización y la mercantilización de la esfera pública? Porque
su concepto de autonomía es «radical» (radicalmente sin «Es-
tado»), Castoriadis no puede en verdad pensar la existencia de
una esfera autónoma como cosa pública en el interior de los
Estados «democráticos» contemporáneos. A Castoriadis, des-
de luego, también le ha preocupado siempre la empresa neoli-

259
P. Ricœur, «Langage politique et rhetorique», Lecture 1. Autour de
politique, París, Seuil, 1991, pág. 165.
Ricœur y sus contemporáneos 191

beral de privatización de la esfera pública. Pero, puesto que en


el Estado hay un aparato de dominación, que hay una separa-
ción entre gobernantes y gobernados, puesto que el Estado
está al servicio del capital, eso es suficiente para decir que la
forma «Estado» es incompatible con el proyecto radical de au-
tonomía. Los Estados que actualmente llamamos democráti-
cos (de los «gobiernos representativos» en el sentido de Ber-
nard Manin) se limitan a ser, para Castoriadis, oligarquías li-
berales. Incluso si, jurídicamente, el Estado se define como
una cosa pública, que:

[...] el Estado no es propiedad del jefe de Estado, como si


fuera su feudo o su casa; en realidad, los asuntos públicos
son siempre asuntos privados de diversos grupos y clanes
que se reparten el poder efectivo, las decisiones se toman
detrás de telón, lo poco que se lleva a la escena pública está
maquillado, previamente limitado y es tardío hasta perder
toda su pertinencia260.

Hay sin duda un mundo común y una convicción común


que hacen posible un diálogo heurístico entre Ricœur y Cas-
toriadis: la importancia decisiva que otrogan a las mediaciones
simbólicas o imaginarias. Esta antropología filosófica, que
puede tener aires de familia con el pensamiento de Clifford
Geertz, de Pierre Bourdieu o de Ernst Cassirer, por citar solo
algunos, hace del hombre un «animal simbólico». No hay
nada, contrariamente a una psicología de las imágenes o a una
vulgata marxista de las infraestructuras, más allá o más acá del
sentido y del lenguaje. El reconocimiento de este hecho antro-
pológico permite a nuestros dos filósofos sobrepasar una se-
miología estructuralista de estricta obediencia que se queda en
una teoría del signo (sin alcanzar el símbolo) y rehabilitar con-

260
C. Castoriadis, Fait et à faire. Les carrefours du labyrinthe, t. 5, París,
Seuil, 1997, pág. 76.
192 Johann Michel

juntamente lo imaginario orientado hacía una teoría del ac-


tuar social y político. El fondo intelectual común que relacio-
na profundamente a Ricœur con Castoriadis no es más que la
herencia freudiana. Poco importa que Ricœur plantee esta he-
rencia a partir de la tradición hermenéutica, lo esencial es, a
través de sus lecturas a veces cercanas al padre del psicoanálisis,
que se encuentran en el camino de la condición simbólica del
devenir-sujeto.
Los caminos de Ricœur y de Castoriadis se separan en par-
te cuando se pasa de una teoría del sujeto a una teoría de las
instituciones. En Ricœur hay residuos marxistas y postestruc-
turalistas que se acomodan mal con la voluntad del co-funda-
dor del Socialismo o Barbarie de romper definitivamente con
Marx y salir resueltamente del surco marcado por el estructu-
ralismo. Hay principalmente cuatro escollos entre los dos filó-
sofos. El primero concierne al residuo marxista en la teoría de
la ideología de Ricœur. El segundo atañe a la noción de crea-
ción social-histórica incompatible con la hermenéutica postes-
tructuralista de las tradiciones. El tercero se refiere a la tentati-
va ricoeuriana de rehabilitar la utopía como arma crítica de
subversión de lo real, mientras que Castoriadis ve en ella solo
una empresa mistificadora, Por último, el cuarto tiene que ver
con el estatus de la autonomía: mientras Ricœur la enmarca en
una filosofía hegeliana del reconocimiento en el interior de un
Estado, en el proyecto radical que sostiene Castoriadis, la au-
tonomía es decididamente incompatible con la existencia de
cualquier institución estatal.
Conclusiones

Nuestra duda preliminar consistía en plantearnos si había


que oponer diametralmente la filosofía de Ricœur al estructu-
ralismo o si, por el contrario, había que demostrar que era una
variante singular del mismo. Al terminar nuestro estudio, nos
confirmamos en la segunda hipótesis. En efecto, desde el prin-
cipio de nuestro estudio hemos prevenido al lector contra todo
intento de reificación del postestructuralismo, pues no se trata
de una escuela de pensamiento en la que se podría reconocer a
una galaxia de pensadores, sino de una reconstrucción retros-
pectiva que se enmarca en la historia de las ideas o en la histo-
ria de la filosofía. El mínimo común denominador filosófico
que permite dar un sentido holístico a esta reconstrucción
consiste en el proyecto de integrar requisitos previos del es-
tructuralismo combinado con una ambición de superación del
mismo. En la medida en que la negociación de esta travesía,
del mismo modo que los horizontes para esta superación, los
construyó cada pensador de manera diferente en cada caso
particular, hemos abogado por hablar de postestructuralismos
en plural y por proponer confrontaciones diádicas entre Ri-
cœur y filósofos que habitualmente se agrupan en este movi-
194 Johann Michel

miento —Castoriadis, como hemos expuesto, sería un caso


aparte.
Si en la literatura francófona resulta raro ver a Ricœur aso-
ciado a los postestructuralistas —la misma expresión no siem-
pre es de uso corriente en Francia—, no sucede lo mismo con
la literatura anglo-americana. Numerosos estudios nos han re-
afirmado en la pertinencia de considerar que facetas enteras de
la filosofía de Paul Ricœur corresponden a una variante de los
postestructuralismos, aunque irreductible a las que podemos
encontrar en otros pensadores etiquetados como tales. Varias
razones nos permiten defender esta asimilación.
Por una parte, lejos de rechazar los hallazgos de los análisis
estructurales sobre el lenguaje, los textos y la acción, Ricœur
conserva sus elementos destacados con la intención de romper
con toda psicología de la comprensión, de garantizar la auto-
nomía del texto y de la acción, y de hacer del esquema estruc-
tural el paradigma epistemológico por excelencia de las cien-
cias humanas y sociales. Aunque asuma plenamente esta he-
rencia, Ricœur, a poco que busque refundar el proceso del
comprender gracias a una salida del sistema del texto o de la
acción y de un análisis de los dispositivos de refiguración y de
recontextualización, desarrolla de otra forma su proyecto. De
este modo, Paul Ricœur abre la vía de una rama específica del
postestructualismo que se ha equiparado, con Lubomir Dole-
zel y Kim Atkins, a una hermenéutica postestructuralista.
Aunque no se puedan identificar pura y llanamente las trayec-
torias del sociólogo y del filósofo, nos ha parecido pertinente
cotejar el postestructuralismo genético o constructivista de
Bourdieu y la hermenéutica postestructuralista de Ricœur. En
ambos casos se trata, en efecto, de destacar las estructuras es-
tructuradas de los sistemas de acción y de los sistemas de iden-
tificación, sin, sin embargo, reificarlas nunca. Otras tantas ra-
zones para alejar a Ricœur de la radicalidad del concepto de
creación social-histórica tal como la reivindica Castoriadis con
una postura a veces más cercana al antiestructuralismo que al
Ricœur y sus contemporáneos 195

postestructuralismo. La hermenéutica de Ricœur podría tam-


bién relacionarse con la especie de pragmatismo postestructu-
ralista de Deleuze en su voluntad de rehabilitar el aconteci-
miento frente a su reducción estructuralista a la separación
diferencial en un sistema con dominante sincrónica. Pero la
conceptualización neoestoicista del acontecimiento concebi-
do, bajo la batuta de Deleuze, como Aion del puro devenir de
un no existente nos aleja en este caso de la solución neoaristo-
télica de Ricœur, en la que el acontecimiento se temporaliza y
adquiere sentido en la matriz de una construcción de la trama.
Por otra parte, la hermenéutica de Ricœur se puede califi-
car de postestructuralista bajo un segundo aspecto, como con-
secuencia de su confrontación con los «maestros de la sospe-
cha». Andy Lock y Tom Strong son los que nos han animado
a profundizar por esta pista de investigación. En efecto, nunca
se ha dicho que la relación de Ricœur con Nietzsche, Marx o
Freud haya sido a-crítica. Por el contrario, la hermenéutica de
la sospecha, lejos de ser rechazada a priori, se incorpora como
momento dialéctico en el proceso del comprender, en el dis-
positivo de constitución del sí, y en la elaboración de una ética
y de una política. Ricœur comparte más generalmente con los
otros pensadores postestructuralistas la convicción fundadora,
heredada de los filósofos de la sospecha, según la cual, el «suje-
to no es el dueño del sentido». Así, hemos hablado de un «ta-
lante nietzscheano» que tiene cierta semejanza con la insurrec-
ción deleuziana frente a la empresa de la ley moral o con la
resistencia derridiana ante la empresa del logos occidental.
Con el mismo espíritu hemos insistido en las condiciones pre-
vias y las predeterminaciones sociales y psicológicas del senti-
do que impiden al sujeto ricoeuriano coincidir consigo mis-
mo. No hay, pues, ninguna contradicción entre la arqueología
ricoeuriana del sujeto y la hermenéutica freudiana de las pro-
fundidades o la sociología bourdieusiana de los habitus. La es-
trategia de la sospecha, recíprocamente relacionada con una
arqueología del sujeto, exige en Ricœur, sin embargo, una em-
196 Johann Michel

presa de reconquista de sí y de atestación que nos aleja de la


radicalidad de un esquizoanálisis guattaro-deleuziano por el
que la llamada a la producción de «cuerpos sin órganos» inva-
lida todo devenir-sujeto. En cambio, la hermenéutica reflexiva
de sí que Ricœur anhela puede tener fuertes resonancias con la
amnesia sociológica profesada por Bourdieu, con el cuidado
de sí foucaultiano y, bajo determinadas condiciones, con el
proyecto castoriadiano de autonomía concebida bajo la égida
de la hermenéutica freudiana de la reconstrucción.
De la ética, pasamos a la prueba política del postestructu-
ralismo, sin por tanto abandonar la escuela de la sospecha.
Aunque a veces esté asociada a la «izquierda antitotalitaria»
refrendada por la revista Esprit, Ricœur no conoció, excepto
en su juventud, durante los años 30, la trayectoria «izquierdis-
ta» pre o post mayo de 1968 de la mayoría de los pensadores
asimilados a las variantes del postestructuralismo. Sin escon-
der, no obstante, «sus simpatías», como escribirá después, por
las reivindicaciones estudiantiles de Mayo de 1968, conserva-
rá, sin embargo, un recuerdo doloroso de su experiencia como
decano de la facultad de Nanterre a partir de 1969. Pertene-
ciente a una generación más antigua que los Derrida, Foucault,
Bourdieu o Deleuze, Ricœur rara vez es convocado a los cam-
pus americanos como figura subversiva de la French Theory.
Más allá de estas cuestiones de recibimientos, se olvida dema-
siado a menudo lo profundamente impregnado que estaba el
pensamiento de Ricœur del pensamiento del joven Marx, al
menos antes de los años 60. En efecto, estamos lejos del mar-
xismo althusseriano que durante mucho tiempo dominó en
Francia, pero sí que nos enfrentamos, particularmente en Ideo-
logía y utopía, a la voluntad de refundar el marxismo sobre una
base antropológica, sin negar, al mismo tiempo, la aportación
de la sospecha como resorte de análisis y de crítica de las dis-
torsiones ideológicas que emanan del poder político. De ahí la
importancia, para Ricœur, de conservar de Marx una de las
funciones de la ideología: la ideología-disimulo. En efecto, el
Ricœur y sus contemporáneos 197

Marx de Ricœur está tan complejizado que no es posible ha-


blar de un Ricœur marxista, como mucho, de un «fondo mar-
xiano» (como se ha podido hablar de un «talante nietzschea-
no» en su primera ética). Aunque este «fondo marxiano» tien-
de a perder su vigor, sin, por ello, desaparecer, a partir de los
años 90, cuando Ricœur da un «giro rawlsiano», se aleja del
«socialismo de rostro humano» para ratificar la nueva situa-
ción social-demócrata. Pero las reflexiones de Ricœur sobre las
variaciones de lo imaginario social y político no autorizan a
reducir su pensamiento al «declive del marxismo» y del pensa-
miento crítico. Muy al contrario, el llamamiento de Ricœur a
revivificar las utopías como horizontes subversivos del orden
existente, así como los largos desarrollos que dedica a Haber-
mas y a los socialistas utópicos franceses, convergen a favor de
una renovación del potencial crítico del postestructuralismo
—en su variante hermenéutica.
Origen de los textos

1.º El capítulo I, «El habitus, el relato y la promesa» ex-


traídos de una versión totalmente reelaborada de un
artículo, «L’anthropologie fondamentale de Paul Ri-
cœur dans le miroir des sciences sociales», publicada
en Social sciences information, Londres, Stage, 47 (1),
2008, págs. 21-54 (con la amable autorización del
editor para volver a publicar este texto reelaborado).
2.º El capítulo II, «El sentido de la desmesura. Un hege-
lianismo con reservas», es una versión reelaborada de
un artículo, «Herméneutique et déconstruction. Le
différend éthico-politique entre Paul Ricœur et
Jacques Derrida», publicado en Études phénoménologi-
ques, núms. 41-42, 2005, págs. 325-342 (con la ama-
ble autorización del editor para volver a publicar este
texto reelaborado).
3.º El capítulo IV, «El cuidado de sí y el cuidado de los
otros» es una versión reelaborada de una contribución
—«L’animal herméneutique»— a la obra colectiva di-
rigida por G. Fiasse, Paul Ricœur. De l’homme faillible
à l’homme capable, París, 2008, págs. 63-92.
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