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Café París
Concebido inicialmente como un espacio que hospedará a otras figuras del modernismo
hispanoamericano, y sin abandonar esa idea, el Café París también recibirá a otros distinguidos
escritores que, de un modo u otro, marcaron nuestra poesía (o a algunos de los más significativos poetas
cubanos).
En esta ocasión presentamos al ensayista Carlos M. Luis que nos hablará de la La crisis de la imagen
nacional en la pintura cubana (década de los 50), como introducción a las obras de pintores cubanos
que El Café París se complace en inaugurar esta tarde.
Carlos M. Luis ha residido en Estados Unidos desde el 31 de diciembre de 1961. En 1979 se marchó a
Miami y allí abrió la galería Meeting Point, dando a conocer a insignes artistas como Ramón Alejandro,
Mario Bencomo, Jorge Camacho, Gina Pellón y muchos otros. El último libro publicado por Carlos fue
El oficio de la mirada (Ediciones Universal, 1998)
El tema de esta charla no es un recorrido histórico por el panorama de la pintura cubana
contempóranea. El tema, más bien, estriba en la crisis de identidad que la pintura cubana sufriera en la
década de los 50. Dicho así, sin otros preámbulos, esto nos llevaría a hacernos varias interrogantes. La
primera y, quizás, la más apremiante sería la siguiente: ¿De qué identidad se trata? Lo cual nos haría
entrar, de lleno, en el meollo de la cuestión. Para ello, hagamos entonces un poco de historia. Sabemos
que cuando la vanguardia comenzó a surgir en Cuba, una vanguardia --habría que añadir-- bastante
tímida, la república recién se despertaba de un letargo de casi dos décadas. Ese letargo, producto entre
tantas cosas, de lo que Alberto Lamar Schweyer llamó la "crisis del patriotismo", pero que era en realidad
una crisis de la nacionalidad, tuvo su primera inyección vital cuando la famosa Protesta de los 13 en
1923. Los manifiestos que se sucedieron proclamaban la necesidad de buscar en las raíces nacionales una
fuerza que aunáse todas las formas de expresión cultural en una iconografía (escrita, pintada o
musicalizada) que nos ayudase a reconocernos como nación. Ese fue, entonces, el primer esfuerzo de
la vanguardia, esfuerzo que por lo demás no fue ajeno al que otras naciones de la América (incluyendo a
los Estados Unidos) estaban realizando. Representó, por lo tanto, un acopio de materia prima, de fuentes
naturales para encontrar los signos de una identidad. Los pintores de aquella vanguardia: Victor Manuel,
Gattorno, Carlos Enríquez, Abela, Amelia Peláez etc., miraron, primero, al campo y a sus pobladores, y,
después, al negro, como signos que a la larga se convirtieran en íconos representativos de la nación.
Mientras tanto, la vanguardia europea iba quemando etapas, buscando (en lo onírico con el
surrealismo, en las formas puras con el arte abstracto o en la distorsión de la figura con el expresionismo)
un asidero donde también poder establecer una estructura. Pero si los europeos no estaban interesados en
brindarle a su arte un matiz nacional, los americanos, en cambio, necesitaban reafirmar los valores de una
cultura que en parte les pertenecía autoctónamente, pero que, en parte también, era el producto de la
imposición colonial. En Cuba, donde no existían las tradiciones de Méjico o del Perú, las cosas se
resumieron en interpretar de la mejor manera posible los productos de una presencia que aun mantenía
fuertes vínculos con la España tradicional, presencia que también iba aclimatándose, bajo el peso de la
negritud, hacia un cultura "criolla" o mejor dicho, mulata. En ese sentido la Gitana Tropical de Victor
Manuel fue un extraño ícono que intentó imponer un modelo de belleza algo equívoco. Todavía esa
imagen no nos pertenecía, había algo en la misma que aludía a otra escala de valores, valores que querían
idealizar más que representar las manifestaciones de una realidad que parecía escurrirse tras su aparente
belleza e inocencia. A partir de entonces muchos de los pintores cubanos significativos (con las
excepciones de rigor: Carlos Enríquez, Ponce, Roberto Blanco Arístides
Fernández o Marcelo Pogolotti, ) emprendieron la tarea de reproducirnos una faceta de la realidad cubana
desprovista de poco sentido crítico. Con esto quiero decir que, ni las figuras de Portocarrero, de Cundo
Bermúdez, de Mario Carreño, (en ciertas épocas de su carrera) de Víctor Manuel o de Felipe Orlando, ni
los enrejados barrocos de Amelia, ni los campesinos de Mariano, entre otros, estaban destinados a
provocar un cuestionamiento de lo cubano. Más bien, intentaban mantener como vivas unas imágenes
que acomodaran la mirada del cubano hacia un bien-estar que, en el fondo, siempre estuvo presente desde
las primeras interpretaciones que hicieran los grabadores franceses durante sus visitas a la isla en los
siglos XVIII y XIX. Los códigos de ese bien-estar pasaron a ser parte integrante de una poesía que, a la
larga, estimuló la concepción de la realidad que Orígenes trató de imponer. Pero mientras tanto, el
reverso de esa mirada también iba imponiendo la suya aunque no con el mismo éxito. Ni Carlos
Enríquez, ni Ponce o Roberto Blanco formaron parte del panteón origenista. Arístides Fernández logró
entrar en el mismo gracias a la mirada sagaz de Lezama, aunque su corta vida truncó una carrera llena de
promesas, como también sucediera con Diago. Cuando al fin se deslindaron entonces ambas tendencias,
la penetración en lo cubano que un Carlos Enríquez había hecho a través de la violencia y de la
sensualidad, que un Roberto Blanco había logrado en sus caústicas y tristes aguadas, o un Ponce en su
ensimismadas visiones, no habían logrado conseguir un medio de expresión como el que Orígenes le
ofreció a los intérpretes de ese bien-estar. Orígenes (y sus antecesores Espuela de Plata, Nadie Parecía )
fijaron, pues, la identidad de lo cubano en una interpretación bastante idílica, y con ello se articuló un
discurso que nos sedujo a través de sus recursos barrocos, y que condujo a la realización de una
hermeneútica encaminada a borrar todos esos elementos que podrían alterar la utopía poética origenista.
La temática ornamental de Amelia, o de Portocarrero, se traducía en una reafirmación de valores
nacionales que iban siendo aceptados a medida que Lezama Lima o Cintio Vitier teorizaban, el uno sobre
un mito insular, y el otro sobre un Martí rayano en la hagiografía.
Pero si Cintio Vitier trazaba a ratos con agudeza, en sus lecciones sobre lo Cubano en la poesía, los
rasgos que iban dejando una expresión poética en el mapa espiritual de la isla, otros personajes
comezaban a dudar de todo aquello. Ya desde temprana fecha Virgilio Piñera había señalado a la isla
como un encierro, pintándola con los mismos colores frenéticos que Carlos Enríquez utilizara en sus
telas. La Isla en Peso de este poeta cayó como una bomba en medio de un ambiente que, o bien se
intrincaba en un lenguaje remoto e innaccesible, o se refocilizaba en una república cantada con
admiración. No en balde Cintio Vitier reaccionó en forma violenta contra la audacia de Virgilio a quien
llegó a calificar de "lepra del ser". Cintio, me parece a mí, escogió bien sus palabras: pues se trataba de
eso mismo, de corroer a un ser que estaba siendo visto con una mirada que no acababa de comprometerse
con su realidad. Los pintores de Orígenes ( y otros como Cundo Bermudez o Mario Carreño) se habían
constituido entonces en los representantes de una poesía visual que identificaba a la Isla con un bien-estar
revelador, según Cintio Vitier de las más "puras trasmutaciones de lo cubano". Esto comenzó a urdirse en
la década de los cuarenta, cuando parecía que la república iba adquiriendo cierta cohesión ejemplificada
en torno a la constitución que se aprobara en ese mismo año. Sabemos, sin embargo, que no ocurrió así y
que los gobiernos auténticos de Ramón Grau San Martín y de Carlos Prío Socarrás dieron al traste con las
esperanzas de renovación nacional gracias a la desintegración general que los caracterizó.
El grupo Orígenes dio la alarma ocasionalmente, pero, en general, se mantuvo al margen de cualquier
gestión política viendo siempre en la misma un compromiso que los llevaría a apartarse de su utopía
poética. Las Eras Imaginarias de Lezama Lima señalaban precisamente hacia otras regiones intocadas
por lo inmediato, cuestión que, por otra parte, el Existencialismo sartreano ya iba poniendo de moda.
Aquellas Eras convocaban en torno a las mismas a otras fuerzas capaces de darle una respuesta al
causalismo de una república que se negaba a marchar por "caminos de mayor realeza" como Lezama
había profetizado. Los pintores, entonces, reflejaron esa condición que Lezama, y con el los demás
origenistas, habían impuesto. A través de los cuadros de Amelia, de Portocarrero o de Mariano (para
mencionar solo los tres pintores predilectos de Orígenes) nos podemos hacer una idea de como la imagen
de lo cubano fue tejiéndose en torno a la aceptación de una estructura que sostuviese el edificio poético de
Orígenes. Cualquier transgresión de esos valores estéticos dominantes (valores que a su vez se
convirtieron en éticos) habría resultado en una crisis de identidad y en el derrumbamiento de una utopía.
Metidos, pues, dentro de ese círculo, los grandes maestros de la década de los cuarenta entraron en la
próxima utilizando el mismo lenguaje sin percatarse que, poco a poco, la imagen que habían creado iba
erosionándose.
Los cincuenta fueron años de cambios profundos en el país que había jugado, desde los comienzos de
la república, un rol esencial en su destino: Los Estados Unidos. El modo de vida estadounidense
comenzó a experimentar cambios radicales en todos los órdenes y con ello exportó a Cuba un way of life
que fue haciéndose cada vez más conspicuo, sobre todo en La Habana. En lo que se refiere a las artes
plásticas, ya desde finales de los 40, la pintura estadounidense comenzó a reaccionar en contra de la
influencia europea (sobre todo surrealista), logrando elaborar un lenguaje propio bajo la égida de sus dos
grandes teóricos: Clement Greenberg y Harold Rosenberg. La consecuencia de esa reacción fue el
abstraccionismo de un Pollock, Rotchko, Kline, De Kooning y Gottlieb, entre otros. Francia, por su
parte, no se quedó atrás: el abstraccionismo gestual y el tachismo de Mathieu, Degottez o Hartung, los
experimentos ópticos de Vasarely, o el arte informal de Burri, por ejemplo, también lograron alcanzar un
nivel de influencia, conjuntamente con la pintura del llamado grupo Cobra, proclive a la realización de un
arte de corte naive. ¿Qué ocurrió en Cuba? A medida que el desengaño ante los gobiernos auténticos iba
subiendo de nivel, (nivel que articuló además un lenguaje de corte demagógico), una nueva sensibilidad
comenzó a abrirse camino. La república que había legitimizado la mirada de los pintores que hemos ido
mencionando fue cesando de existir. Su primer golpe mortal lo recibió el 10 de marzo de 1952, mientras
que el l0 de enero de 1959 marcó la fecha de su fin definitivo. La verdad del mundo (y por lo tanto de lo
cubano) a través de un conocimiento trascendental se convirtió en una mera ilusión poética que los
origenistas continuaban alimentando y que clamaba por una nueva hermeneútica. Internamente, la nación
pedía cambios que ya no podían ser ofrecidos por las líricas interpretaciones de Amelia o Portocarrero. Si
la influencia estadounidense, se iba haciendo sentir, era porque había una disponibilidad para recibirla y
un rechazo por parte de los jóvenes pintores y poetas, conscientes o no de ello, de la temática que aquellos
pintores, y otros, habían desarrollado durante los últimos veinte años. La pintura cubana de esas décadas
se alimentó de una narrativa que admitía solamente una interpretación parcial de la realidad nacional sin
tomar nota de los cambios que estaban ocurriendo, a pasos agigantados, en otras latitudes del mundo. Eso
fue lo que, de entrada, se rectificó con la presencia de otros estilos que incorporaban a los nuevos pintores
a esos cambios. Si nos fijamos por ejemplo, en la arquitectura que surgió en Cuba, en La Habana sobre
todo, durante los fines de los 40 y los 50, podremos constatar cómo muchas de las antiguas mansiones de
la más rancia burguesía criolla fueron echadas abajo, siendo reemplazadas por edificios de apartamentos
de estilo internacional. Planes para transformar el casco de La Habana vieja fueron seriamente
considerados, mientras que también se intentó cambiar los nombres tradicionales de las calles habaneras.
Por doquier, sobre todo en el Vedado, aparecieron nuevas contrucciones: el edificio Focsa, Radiocentro,
el Retiro Odontológico, el Habana Hilton, etc., que fueron brindándole a la Habana un aspecto más
cosmopolita, lo cual se traducía en un lenguaje que se apartaba manifiestamente de una identidad, hasta
entonces conservada celosamente por casi todos los maestros de la pintura y arquitectura cubana, aunque
estos últimos, desde principios de siglo y hasta los años treinta, incorporaron a sus obras un cierto estilo
ecléctico que le brindó a la ciudad su encanto peculiar. Es cierto que, tanto en el Habana Hilton como en
el Retiro Odontológico aparecieron murales de Amelia Peláez, Cundo Bermudez y Mariano (los dos
primeros exteriores) y que estos le brindaron, sobre todo al Hilton, un cierto sentido de continuidad con el
pasado; pero, aun así, lo que se imponía era la conquista de un espacio por elementos visuales que ya no
significaban lo mismo, y que apuntaban hacia otras formas de expresión. Esas otras formas aparecieron
cuando irrumpió en el escenario artístico de la isla un grupo de pintores, escultores y poetas conocidos
por el "grupo de los 11". Lo que caracterizó a los miembros de ese grupo fue la conciencia de que estaban
implantando en Cuba, por primera vez, las coordenadas de una vanguardia que hasta entonces, según
ellos, había eludido a la isla. E sa vanguardia se manifestó, pues, en una pintura y escultura de corte
abstracto practicada por algunos de sus miembros: Hugo Consuegra, Tomas Oliva, Antonio Vidal, Raúl
Martínez, añadiéndose ocasionalmente a ese abstraccionismo elementos del arte "bruto" y 'gestual". De
esa manera, irrumpieron en el panorama de la pintura cubana cuando esta aun estaba enfrascada en
representar una experiencia plástica íntimamente comprometida con la búsqueda de una identidad
nacional. Por otra parte, el abstraccionismo de tendencia contructivista también tentó a ciertos pintores
reunidos en torno a la presencia de un pintor de origen rumano: Sandu Darie. José María Mijares, Raúl
Soriano y hasta el mismo Diago intentaron, aunque no con mucho éxito, seguir los caminos trazados ya
desde la época del Stjil, en dirección a una pintura desprovista de toda alusión representativa. El
experimento tuvo poca duración y, salvo Darie, ninguno de los pintores mencionados prosiguieron por
ese camino. Por su parte, Mario Carreño adaptó a principios de los 50 las estructuras del constructivismo,
pero siempre dándole a su obra un cariz personal con elementos que aludían a símbolos arcaicos.
Mariano, quien se había mantenido como integrante del grupo Orígenes (alejándose más tarde del mismo
para integrarse a la revista Ciclón, fundada por Rodríguez Feo en 1955 después de su ruptura con Lezama
Lima), también experimentó con el abstraccionismo, pero más bien de corte expresionista. Esa etapa
también tuvo corta duración, sobre todo después de 1959 y del triunfo de la revolución, cuando se dio
(como lo hiciera también también Raúl Martínez) a representar en sus obras los íconos de la misma. En
la música, por ejemplo, un compositor como Aurelio de la Vega, también reaccionó contra la
introducción de temas folklóricos (en su mayoría de corte negroide) inclinándose hacia el serialismo, lo
cual lo acercaba a las corrientes abstractas. En otras palabras, la batalla de los íconos volvió a darse en
Cuba, aunque desde distintos puntos de vista.
No se trataba de negar o de afirmar la necesidad de representar a través de éstos una imagen sagrada,
asunto que mantuvo en jaque a buena parte de los teólogos del siglo VIII. Lo que se trataba era de
revalorizar la presencia de unos íconos que en Cuba habían asumido el papel de representar la esencia de
la nación. Pero ¿hacia donde conducía ese nuevo camino? No creo que esa pregunta llegó a ser
respondida a cabalidad en una década que se vio envuelta en una lucha política que tomó las
características de una revolución, revolución que, dicho sea de paso, incorporó a Cuba a un proceso
mundial de rebeldía que, a la larga, explotó en las dos décadas posteriores. Fue de esa manera que una
organización como Nuestro Tiempo, creada en 1951 por Harold Gramatges entre otros, intentó tomar las
riendas de un proceso que conciliase a una política de izquierda de corte marxista con lo artístico, dándole
entrada a los pintores del Grupo de los Once. Por otra parte, Noticias de Arte aparece en 1952 fundada
por Mario Carreño, Nicolás Quintana ect., con la idea de integrar en sus páginas lo último que se venía
haciendo en la pintura contemporánea cubana así como en la arquitectura. Ciclón, creada por José
Rodríguez Feo y Virgilio Piñera, apareció en 1955, y con ello se cerró el ciclo de unas publicaciones que
durante la década de los 50 cuestionaron en alguna medida la estética origenista, tanto en lo poético como
en lo pictórico. La revista Orígenes deja por su parte de publicarse en 1956 y, con ello, el grupo pierde su
gran vehículo de expresión.
El balance final que queda de todo nos llevaría a afirmar que el discurso de la república fue
definitivamente deconstruido mediante el acceso a unas formas pictóricas que desde los comienzos del
siglo habían también puesto en duda las imágenes tradicionales que la cultura europea había tenido
siempre como sagradas. Eso sembró las bases para una posible nueva expresión que, con el advenimiento
de la revolución, comenzó a ser coartada dado el carácter stalinista que imperó en la misma (con sus altas
y sus bajas) sobre todo hasta los setenta. Una de las impresiones fundamentales que podemos conservar
de esa crisis fue que el proyecto origenista que tenía a la poesía como fuente de reflexión, sufrió un fuerte
embate debido a que las formas que escogieron estaban en gran medida divorciadas de las grandes
corrientes del pensamiento de su época. Recientemente, en un pequeño libro dedicado a Orígenes su
autora, Fina García Marruz expresó sin ambages que Freud les "aburría". Me parece que tal afirmación es
reveladora. Si Orígenes bostezaba con Freud, se animaba con Paul Claudel o con Juan Ramón Jiménez,
mientras que a Ciclón le ocurría precisamente lo contrario. Eso los condujo a ambos a escoger vías de
expresión que, a unos los alejaba del mundo contemporáneo, mientras que a los otros los acercaba a sus
problemas más inmediatos. Todo eso creó un tejido de disonancias que hubiese podido haber resultado
en una polémica de profundas consecuencias si no hubiese sido porque el proceso político terminó, como
tradicionalmente ha ocurrido en nuestro pais, frustrándolo todo. Aparentemente ese ha sido nuestro
destino: soñar con una apertura para despertarnos en medio de una cerrazón.
Antes de concluir haciendo un resumen de lo que acabo de exponer, debo hacer la siguiente
aclaración. Los oyentes habrán notado la ausencia de Wifredo Lam en esta charla. La razón principal
tiene que ver con lo siguiente: Lam nunca tuvo interés en integrarse de lleno a las preocupaciones de los
pintores cubanos de su generación. Sus largas estancias en Europa y sus estrechos contactos con el grupo
surrealista "internacionalizaron", por así decir, su pintura desde sus primeros comienzos. Aunque su obra
mantuvo raíces con el ethos cubano a través de sus componentes étnicos, habría que ver hasta qué punto
aquélla contribuyó a realizar una imagen de la identidad cubana, o hasta que punto formó parte de la gran
corriente poética que significó el surrealismo. En cuanto a otros pintores, y no de los menores, como
Raúl Milián y Diago, estos caen en otra categoría dado el carácter secreto de la obra del primero, y la
brevedad de la vida del segundo, lo que limitó sus posibilidades de realizar una obra que completase su
visión de las cosas. Ambos pintores, sin embargo, fueron objeto de la admiración de los origenistas y
llegaron a ilustrar libros de los mismos y portadas de sus revistas. Martínez Pedro, por su parte, realizó lo
mejor de su obra durante los 40 con una serie de dibujos que se acercaron al espíritu surrealista. Queda
aun por hacer un estudio detallado del aporte de este pintor a las décadas que me estado refiriendo.
Para resumir entonces habría que señalar ante todo que la función de la imagen tal y como los
origenistas, con Lezama a la cabeza, la habían elaborado, comenzó a hacer crisis en los momentos en que
el proceso republicano sufriera su último embate en 1952. La cancelación de ese proceso en 1959 (como
en parte lo viera Heberto Padilla en sus críticas a Lezama y Orígenes en las páginas de Lunes) abríó las
puertas para otras vías de expresión que también sufrieran una abrupta cerrazón tras la crisis del
documental PM en 1961. De manera que, Cuba se quedó momentáneamente sin imágenes. Como
substituto de ese hecho, surgió durante la década de los 50, lo que podríamos llamar "la imagen de la
ausencia de las imágenes", o sea, el abstraccionismo que sumaría al arte cubano a un lenguaje
internacional, hablado lo mismo en París que en New York. Políticamente la izquierda tradicional,
representada por los jerarcas del Partido Socialista Popular (de fuerte tendencia stalinista) vieron ese
hecho con alarma, prefiriendo la mirada burguesa de Portocarrero al divorcio que proponían los pintores
abstractos. Desde ese punto de vista, Lezama Lima y Juan Marinello defendieron el mismo principio
aunque con agendas distintas: la continuidad de una tradición que ya iba careciendo de sentido para los
más jóvenes. En un breve espacio de tiempo Cuba había llegado entonces hasta unos límites y esos
límites proponían otras exploraciones. La República cesó de ser la misma que el padre de Eliseo Diego
pronunciara con admiración desde su residencia en la Calzada de Jesús del Monte. Su deteriorada imagen
o la ausencia de ella dio paso, con el correr del tiempo, a una nostalgia que el exilio ha exarcerbado
convirtiéndola en otra naturaleza. Pero la realidad que se impuso fue otra, dejando atrás a unas imágenes
realizadas por una serie de pintores y poetas cuya grandeza no podemos dejar de admirar, como tampoco
podemos negar la necesidad que existió de hacer una tábula rasa, lo cual continúa siendo hoy más
apremiante que nunca.
Carlos M. Luis