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Walking

© Walking Around
Publicación como resultado del Curso-Taller de Creación
Literaria impartido por Diego Ordaz.

Noviembre, 2019
Ciudad Juárez, Chihuahua.

Portada: “Corazonada”, por María Rascón.


Contraportada: “Un par de tennis”, Anónimo.
Diseño de impresión: Manuel Bonilla, “Kachi Porra”.
Edición digital: Armando Góngora.
Selección de textos: Diego Ordaz.
Walking Around
~Índice~

5. Presentación. Diego Ordaz

8. Manuel Bonilla

17. Karla Susana Salvatierra

20. María del Carmen Rascón

23. Armando Góngora

30. Ana Corrales

39. Angélica Díaz


Presentación a Walking Around

Acontece un taller con jóvenes y de inmediato se puede

imaginar una generación, un grupo de escritoras y

escritores que intentarán marcar el rumbo estético-

literario de una ciudad: ser testigo de tal empresa es un

acontecimiento regocijante que me entusiasma. Este

impulso colectivo, además de renovarse cada cierto

tiempo, genera vitalidad creativa y discursiva para la

comunidad. Aquí en Ciudad Juárez, aquí en la UACJ,

cada cierto tiempo pasan esos procesos dialécticos

necesarios y alegres que dan volumen a la ciudad. Se

fantasea, a ese ritmo frenético, propio de las vanguardias,

con acompañar a esos jóvenes que pertenecen a una

comunidad literaria de un sector de la ciudad, de una

región, de una zona multicultural, del mundo.

Sin la certeza de nada ―desde hace años ya que

aprendimos la incertidumbre que ofrece la ciudad― los

trabajos aquí presentados son un testimonio del

compromiso que se ha hecho hacia el lenguaje literario.

[5]
La

[6]
presente antología es una muestra de lo que ha sucedido

en el taller que recién concluye. El estilo variopinto

responde a la libertad creadora de sus participantes, sin

que esto haya significado falta de armonía en la

convivencia nunca sencilla que un taller de literatura

propone.

En esta antología será notable un sinfín de

contrapuntos. Se pasa de textos vivenciales, punketos,

salpicados de un lenguaje astuto donde resuena la

ciudad, presentados por José Manuel Bonilla, al regocijo

religioso, intimista y familiar de Karla Susana Salvatierra.

Por otro lado, podemos arribar a una novela

fragmentada, ambientada en el amor enrarecido

multicultural, proyecto de escritura de María del Carmen

Rascón. También con un proyecto de novela, Armando

Góngora, nos presenta un texto lúdico, donde se

reflexiona sobre el misterioso mundo del best seller

abismado en el mismo mundo fantástico. Ana Corrales,

en “Las Cajas” propone una voz infantil donde se

evidencian las debilidades y el terrible mundo de los


adultos en contraste con la inocencia. Por
último, Angélica Díaz plantea, en “Un idioma del

pasado”, la simultaneidad de situaciones en contraste

entre la reconciliación de la voz adulta con el mundo

infantil y el conflicto del mundo de los adultos.

Para aprovechar mejor el tiempo y ocuparnos a lo

verdaderamente importante, dejaré que sea Baudelaire,

quién mejor, quien los invite a pasar a estos textos que

son ventanas a descubrir, a iluminar, a imaginar:

Lo que puede verse al sol es siempre menos interesante

que lo que sucede tras un cristal. En ese agujero negro o

luminoso vive la vida, sueña la vida, alienta la vida.

Diego Ordaz.
Manuel Bonilla

[8]
Pornogore
“…y las grandes
amistades me
mandaron pistoleros pa
´ que corten la cabeza
a que me la haga de Pedro...”
El Corrido de Everardo - Los Buitres y El Komander.

La banda de corridos pornogore tocaba endiabladamente

en la plaza del pueblo. Error, eran paganos y por eso no

tocaban endiablados pero sí encabronados, encanijados,

furiosos, coléricos: mezcal y pastillas haciéndoles efecto

por los pasillos del organismo. ¡Y pa´ seguir pistiando hai

que hecharnos el Corridaazo de la Lisiada Flores Oiga! ¡Y que

retumbe ese pinche requintazo mis Machetees! Don Meño, el

vendedor de algodón de azúcar se puso a bailar, Gerardo

Reyes, vocal y acordeón, se retorcía mientras tocaba,

caído al suelo de puras rodillas, reparándose de un salto

que lo erguía; parecía masturbar el acordeón, tirado a

más no poder. Luego de un movimiento reducido a su

calidad más pequeña, como si buscara un orgasmo

sonoro. Todo al ritmo de una tuba densa, densa,

[9]
esperpéntica, monstruosa que coordinaba Valterio Calles.

En la batería

[10]
Francisco I. Madero era el rey del doble pedal, sí, se

llamaba Francisco Indalecio Madero, como el personaje

de los cuentos de la revolución. Lucía Velázquez Mora

hacía su debut esa tarde, sus manos arpegiaban el bajo

sexto distorsionado que sonaba como requinto grueso, de

madera pura y cuerdas de nylon, fabricado a mano en

Paracho, Nuevo México.

Era uno de mis grupos favoritos donde todos los

miembros siguen vivos: Los Machet-heteros Blindados

de la Zierra Quemada, venían como teloneros de Calibre

50 e Intocable. En plenas cuatro de la tarde caguameaba

en la plaza con el Bodeler, representante del grupo, le

decían así creo que porque quiso ser poeta pero no la

armó y porque se llamaba Baudelio Pérez. Me dijo que

estaba amenazado de muerte aquí desde meses atrás, la

última vez que vino a San Adefesio. Que dos pistoleras

engabardinadas y en motocicleta del temido Colectivo

B.I.G.O.T.E. vendrían del sur a rondar el pueblo, a cobrar

por su cabeza, que por la letra misógina de una canción

que escribió para el grupo:


Te voy a amarrar para que no te encuentre ni tu mamá/

Te voy a secuestrar para que no te rapte nadie más/ Si miras a

otro te saco los ojos diun machetazo/ Yo quemo la casa con todo

y los lepes antes que me dejes/ Primero en carnitas antes que

con otro/ Y es que yo te amo, ¡te amo mi pinche campesina!…

¿Y cómo es que te animaste a volver, Baudelio?, le

pregunté. Venimos de cuete, me dijo, no más que el

grupo acabe, ya le faltan como seis rolas y pelamos gallo

de aquí. Bueno, yo, si estos músicos quieren seguirle aquí

que se queden, a fin de cuentas el amenazado soy yo.

Pero estaba raro, nervioso, con justa razón, se escamaba

apenas oía que en la plaza explotaban un globo o

tronaban un cohete. A pesar del mega sonido que su

grupo retumbaba, tenía el oído agudo para detectar

cualquier tronido o paso disonante. Le ofrecí un facho de

caguama, no quiso, una completa para ti pues, le ofrecí,

tampoco quiso, ¿un trago de otra cosa?, ¿un tabaco?,

¿un vaso de tepache? Nada.

¿Mota pues?, menos, me voy a malviajar de lo sarro.

El cielo raso, un azul tan perfectamente azul que


hasta daba miedo, el sol como una lupa ardiente, ni nube
ni gota lluviosa a la vista, no más salpicadas de saliva,

cerveza y por supuesto sudor, del tumulto raspahilante

de la plaza, una masa sofocante que hasta yo sentía a

pesar de estar tras la cabina de sonido, la cerveza como

remedio automedicado para el calor, la claustrofobia y la

timidez.

Alcancé a divisar donde la plaza terminaba y

empezaba, un hormiguerito de personas vueltas locas

andaba corriendo. Anda alguien armado, gritaban, y

desde acá arriba se oía apenas como un chisme a

susurros de oreja a oreja. Después que se acercaban a

donde el concierto y Don Bodeler arisco no más se

persignó, seguido se despidió de mi con una mirada para

perderse entre el espacio reducido de la multitud.

Llegó el momento, pese a todas las críticas y

restricciones el grupo decidió tocar el tema prohibido, ¡y

ora´ pa´ que se pongan a bailar todas las pinches campesinitas!

se dejó escuchar la primera nota y el público

boquiabierto de las entrañas. El viento catatónico, hasta

los matorrales parecían hechos de piedra, el clímax de la


canción reventaba tímpanos, globos oculares y quizás

cerebros,
porque a pesar del disfrute, una presión se vertía en la

hondura del ambiente, como borrachera de velorio. La

cabina ponía mi cabeza más arriba que la de todo

público, levantaba la vista y me encontraba con el

panorama como de ojo de pescado, el escenario, los

puestos, la gente y atrás, donde principia la plaza del

pueblo. A la orilla derecha del escenario divisaba ya de

lejos a Don Baudelio como monigote, el sol se reflejaba

como espejo en el sudor de su camisa blanca; la

desesperación se le notaba a leguas, queriendo salir

rumbo a zona segura; abriéndose paso entre los pasillos

libres de las paredes de gente. Tembloroso, jugando a

escondidas con la Santísima Muerte, yo que era devoto

de mi niñita blanca acababa de decirle horas antes que no

temiera por esa bronca, que se calmara. No vendrá nadie,

no va a pasar nada, mira, cuando te quieren matar de

adeveras no te van a andar platicándolo ni

amenazándote.

Una cosa aguda me enchinó todo el cuero de la

espalda, hasta sentí que la columna me temblaba; tuve


que voltear para atrás: delante de la plaza se juntaba una

rueda
de gente prestando atención a un punto raro de la calle,

hasta dejaron medio vacío el espectáculo para ir a ver

ese. Bajé para no quedarme con la duda, me encontré con

cientos de rostros anonadados ante la escena:

Un perro recién atropellado, con las venas abiertas

como canales, enseguida, un carrito de tortas tirado, sin

vendedor, dejado de lado, acostado, los bolillos regados

como si quisieran formar una palabra; parecía que un

automóvil hubiera golpeado a los dos en el mismo

impacto, oí decir que habían huido los responsables, pero

todo muy reborujado, tantas opiniones de volumen alto

impedían entenderse, de pronto se sentía como si

hablaran en otro idioma. No más alcance a escuchar que

el conductor no quiso frenar y que sabe cómo se metió

así a las peladas estando lleno de tanta gente. ¿Y la

seguridad?, este lugar va de mal en pior, y yo pensaba en

que hace mucho no veía a la gente tan preocupada, como

si nunca hubieran visto violencia en este pinche pueblo

rascuache.
El inge, el inge a la cabina. Alguien me voceaba y

volví a la cabina de sonido. Me hablaban para que

buscara a Don Baudelio, que no lo encontraban en

ningún lado y yo con tantas ideas marcianas apenas

podía concentrarme. La banda había perdido la atención

del público, estaba por tocar su último tema, se

despedían con algo que parecía una suerte de lúgubre

vals de quinceañera, a los lados, puestos de cerveza y

botanas desaclientelados, los encargados empezaban a

dormirse de aburrimiento en sus asientos. Como si el

encanto primario del evento se hubiera perdido y la cosa

se pareciera más a un domingo cualquiera donde la gente

bosteza viendo programas repetidos en la tele. Los

músicos me hacían gestos pegándole a los instrumentos,

ya ni les importaba la concordancia de las notas. Qué

voceen a Bodeler. les leía los labios. Háganlo ustedes, yo

tragando saliva porque la superstición me consumía,

vocear a Baudelio significaba matarlo, ¿qué no ven que

está amenazado el pobre? Pronuncié al aire un mugido y

los ojos se me pusieron vidriosos como cuando de noche


te cuentan una leyenda
de terror, me ignoraban, me sentía más solo que el

llanero, todo San Adefesio distraído con el perro y las

tortas, los músicos con un pie afuera. ¡Qué le hables! No

puedo hacerlo y mordí los labios y apreté el micrófono,

mis ojos revoloteaban sin pararse en ningún punto,

reflejando mi indecisión; hasta que volví a fijar la vista en

el perturbador azul del cielo, luego al fondo, mucho más

allá del extremo derecho del escenario, donde a los pies

de un montículo dos siluetas femeninas emparejaban sus

motos al rumbo de Don Baudelio.


Karla Susana Salvatierra
Los pecados de una joven universitaria

Cuando estoy en el mundo exterior, soy como una oveja


sumisa que busca nuevos rumbos, pero, al llegar a casa,
me convierto en un león salvaje cuando alguien se acerca
a mí sin previo aviso.
¡No merezco esta vida! Hostigar a mis padres y
hermanos es como el azote que castiga mi fe a la vida;
renunciar a mis sueños es como la tormenta que destruye
todo a su paso; y dar la espalda al mundo es la burbuja
que encierra mi existencia.
¡Silencio, agonía y llanto! Este es el castigo que
recibo por haber cometido estas atrocidades en contra de
todo lo que me rodea; en mis sueños, tuve encuentros
con personas entregadas al vicio y siento que el mal
atrapó mis ilusiones y deseos de ser alguien importante.
Mi vida en la escuela se convirtió en una obsesión
enfermiza y un punto de ruptura para mi vida familiar al
llegar el límite en que mis padres y hermanos
renunciaron su confianza en mí y me dejaron en el olvido
absoluto.
¡Ay, Dios mío! ¿Qué debo hacer? Mi vida se
convirtió en un infierno cuando me desvié del camino a
la verdad, mis pecados siguen multiplicándose por culpa
de mi implacable orgullo y las personas que he convivido
se alejan poco a poco de mi lado.
Cuando estoy frente a Ti, mi corazón comienza a
llorar y no me atrevo siquiera mirarte a los ojos

[18]
celestiales porque siento que perdí mi cordura.

[19]
¿Ahora, quién soy yo? Mi vocación se convirtió en
palabras vacías para el discurso de mi vida, mi carrera
profesional se inclina a la barbarie y mi futuro está
cubierto por las tinieblas.
La maldad del hombre asfixia mi alma, el aire ya no
es mi salvación y el amor desapareció de mi vida, pero
no renuncio a mi fe por recuperar la esperanza de volver
a nacer en un mundo lleno de paz y armonía.
María del Carmen Rascón
El demonio en mi cuerpo

Mi mirada apuntaba hacia la estrella de la mañana,


el silbido del ángel penetró hasta los huesos de mis oídos.
Los pájaros silbaban como él,
y me atrajeron al bosque, cada vez más espeso.
Al pasar entre los árboles toqué sus ramas,
podía escuchar mis pisadas.
De pronto estaba bailando alucinada alrededor de un fuego anaranjado
y azul,
¡no se me veían las pupilas!
Las estrellas tiraban de mis ojos hacia arriba,
en el cielo estaban girando todos los espejos.
El espacio se quebró,
yo veía como entre nubes y escuchaba,
en medio del silencio, el chasquido de su lengua.
El ángel enroscó sus brazos alrededor de mí…
Nos apretamos,
no tenía alas.
De su lengua pendía el brillo de mis sueños.
Mi voz está blanca y yo me dije ¡Cállate, sálvate, cállate!,
pero ya había pronunciado las palabras,
no podía negarme ¡y él me oía, como me oía!
Me derribó.

[22]
Puso toda mi carne sobre un número.
Las puntas de mis pechos apuntaban hacia las centellas
y las órbitas en expansión de

l a s e s f e r a s

Mi sueño se le cayó de la boca,


me quebré en prismas.
Todos mis vellos estaban en punta, ¡era resplandeciente, era
espléndido!
Un golpe de calor detuvo mi corazón.
¿Cuándo volveré a respirar?, le pregunté,
¡Este es el secreto de la inmortalidad!, me dijo y dijo también
Mírame mientras me esté moviendo,
repitiéndose sin fin.

¡Mañana cuando despierte ya no tendré ombligo!


Los ojos volteados,
permanentemente desorbitados..

[23]
Armando Góngora
I
La novela (fragmento)

Atardecía cuando Charlie tecleó el último punto de su

novela. Después de tanto trabajo, al fin estaba lista. Se

dejó caer en su silla y descansó la cabeza en el respaldo.

Sus manos, entumidas por tanto escribir, fueron

instintivamente a sus ojos para brindar un poco de alivio.

En ese momento, con su obra maestra terminada, su

enorme y vacía casa, su visión nublada, y su espíritu

acabado, por fin pudo descansar.

Durmió casi 15 horas seguidas. Un golpeteo ansioso

en la puerta lo despertó. Se trataba de Estela, su editora.

Charlie se levantó con dificultad, su cuerpo parecía pesar

una tonelada. Se detuvo un momento frente al espejo de

su habitación. No reconocía al hombre en que se había

convertido. Su cabello se esfumó casi por completo, las

arrugas de su rostro se acentuaron y aparecieron nuevas.

Contemplaba su actual estado, cuando de nuevo los

golpes, esta vez más furiosos, lo regresaron a la realidad.

[24]
Estela, con sus 35 años, y la elegancia propia de la

representante de un escritor famoso, desentonaba en ese

lugar. La casa lucía desgastada, le faltaba, cuando menos,

una mano de pintura. La mujer dio un rápido vistazo a la

fachada. Las ventanas resquebrajadas, las paredes

ennegrecidas por el moho, la alfombrilla, que en tiempos

mejores rezaba el inglés Welcome, ahora, desgastada, solo

decía We come.

Charlie abrió la puerta después de unos minutos.

Los dos se observaron sin decir una palabra, ambos

esperando que el otro iniciara la conversación.

—¿Y bien? —preguntó por fin Estela— ¿Me vas a

invitar a pasar?

—Sí, lo siento, pasa —balbuceó y se hizo a un lado.

Estela avanzó sin ocultar mucho su desagrado por

el estado de la casa, aunque a ese sentimiento pronto lo

cubrió otro, una especie de tristeza y lástima por ver en

lo que se había convertido Charlie Márquez, quien en

otro tiempo fuera un prolífico escritor con, al menos, una


docena de contratos de publicación en las más

renombradas editoriales.

—Sé que la casa no está muy limpia —se disculpó al

notar el silencio de su editora.

En definitiva Charlie no era el mismo hombre que

conoció cinco años atrás cuando la contrató. Entonces

estaba casado, vivía en la Ciudad de México con su

esposa y dos hijos. Su carrera iba en ascenso. Pero unos

años después se obsesionó con esa estúpida novela.

—Te lo digo, Estela —aún recordaba sus palabras

exactas—, esta novela será mi obra maestra… pero me

tomará al menos un año terminarla.

—¿Qué hay de las otras ideas que tenías en mente?

—Las descarté. Me voy a dedicar de lleno a esta

historia. Es buena, te lo prometo.

—Confiaré en ti —le dijo—. Un año, Charlie. Un

año. Ese año pronto se convirtió en uno y medio, en

dos,

en tres, en problemas maritales, en divorcio, en perder la

custodia de sus hijos. Estela le creía cada vez que le pedía


una extensión en su contrato, incluso llegó a arriesgar su
propia credibilidad en la agencia por darle más

oportunidades de las que le había dado a nadie. De

verdad esperaba que la espera valiera la pena.

—La terminé, Estela. Al fin pude terminarla.

—Más te vale que sea buena. Si no, ninguna

editorial querrá publicarte otra vez.

—Espera a que la leas, entonces me darás la razón.

—Bien. Eso espero. ¿Cuántas páginas son?

Charlie se quedó unos segundos callado, como si le

diera vergüenza responder. Que no sean menos de 500,

pensó Estela.

—1500, más o menos—respondió al fin.

Estela se quedó con la boca abierta. No sabía qué

esperaba cuando hizo esa pregunta, pero desde luego no

era eso.

—¿Enloqueciste? ¿Crees que la editorial te querrá

publicar una novela de 1500 páginas? ¿Quién te crees?

¿King? ¿Sanderson?

—Por favor, Estela, solo léela —dijo mientras se

dirigía a su escritorio desordenado, luego volvió con tres


sobres amarillos que contenían el original de su obra—.

Si después de leerla no quedas convencida, yo mismo

eliminaré todas las copias y conseguiré un trabajo de

oficina.

No sabía por qué, pero aún confiaba en él. Después

de todo, las tres novelas que le había editado hasta la

fecha habían resultado muy buenas. Charlie era uno de

los escritores de novela negra más reconocidos en el país.

—Está bien. Te daré el beneficio de la duda.

—Gracias —dijo Charlie con una sonrisa y, por un

instante, Estela volvió a ver al hombre que conoció años

atrás.

—Sigo pensando que podías haberla enviado por

correo. Ya no vivimos en el siglo XX, Charlie.

No esperó la respuesta. Se dio la vuelta y se

encaminó hacia su coche.

—¿Me llamarás en cuanto termines de leerla? —

preguntó Charlie, observando a Estela alejarse.

—No me presiones. Son 1500 páginas, cabrón.


Estela subió a su Sentra, dejó los sobres en el asiento

del copiloto y echó un último vistazo en dirección a la

casa de Charlie. Un sentimiento que no pudo describir la

inundó. Luego encendió el motor y se alejó. De verdad

esperaba que la novela fuera buena. La preocupación no

era por sí misma, sino por Charlie.


Ana Corrales
Las cajas

Estamos en la caja de música. No hay cama, pero sí un

librero y un escritorio que tiene una gran caja, en ella

colocan unos discos negros. Estamos bailando,

divirtiéndonos como hace años no lo hacíamos. Se

escucha la puerta principal, nos volteamos a ver, su

mirada trasmite un lamento “no, por favor, no otra vez”.

Él apaga la música y nos mira seriamente. Rápido nos

dirigimos a la puerta, al salir, cerramos la caja con llave.

Corremos hacia las escaleras y vemos a una familia. Un

señor serio, de traje, sostiene la cintura de una mujer de

sonrisa brillante, los acompañan dos personas más, un

adolescente de 15 o 16 años que tiene una mirada de

fastidio y una niña pequeña con un vestido rosa, de tal

vez 8 años.

–Espero que se queden, parecen buenas personas–

dice mi compañera con ilusión. Solo la puedo ver, no

puedo decirle que: no los quiero aquí, que ya no quiero que

nadie se quede. Solo el silencio. Al ver que no contesto se va.


[31]
Los visitantes que vienen solos se quedan una

noche, ellos se encierran en las cajas; durante la noche se

escuchan sus susurros, son molestos, no nos dejan

descansar. Hay unos que se quedan con nosotros, esos

son los que más me molestan, por que vuelven a las

cambiantes a cajas por sus estúpidos secretos. La casa

siempre tiene de cinco a diez visitantes, estos se quedan

más tiempo. Ellos se quedan en las cambiantes. Algunos

tratan de dormir por una noche en las cajas pero, al igual

que a nosotros, tratan de no entrar, porque cuando lo

hacen salen huyendo.

Bajo las escaleras. Tratando de hacer el menor ruido

para no asustarlos, como lo sospechaba, ellos han

empezado a mover todo, mis libros, mi música, guardan

las fotos de los anteriores visitantes en cajas, veo que, al

igual que yo, no todos estamos cómodos con nuestros

nuevos visitantes, algunos por celos o envidia y otros,

que ya estamos hartos de lo mismo.

Rápidamente se reparten las cambiantes, la pareja

escogen la más grande, cerca de la caja de música. El hijo


mayor busca la más alejada, enfrente de la caja azul.

Pobre… si busca paz o silencio, cerca de esa caja no los va

a encontrar, la señora que vive ahí siempre llora y a veces

tira cosas, espero que tenga el sueño pesado, si no…

La niña parece ser la más tímida. Busca una

cambiante cerca de sus padres, pero parece estar perdida.

Decido ayudarla, golpeo una de las tantas puertas, ella

voltea asustada, golpeo más fuerte, por un momento

dudo de que vaya a acercarse. Me acuerdo de lo que me

dijo la anciana de la caja de los libros: ten cuidado, los

niños son curiosos. La niña se acerca insegura hacia

donde estoy, finalmente abre la puerta, asombrándose de

lo que ve: una cambiante con muchos juguetes y

peluches. Me río de su expresión y voltea hacia donde

estoy, esa es mi señal para irme.

Sorpresivamente, pasan los meses y ellos no se van.

Nos ignoramos mutuamente, ellos hacen que no estamos

aquí, y viceversa, pero ahora somos más silenciosos, no

por los adultos y el amargado de su hijo sino por la niña,

es demasiado curiosa. Apenas nos escucha trata de


seguirnos, lo bueno es que tenemos años de práctica,

además de que somos excelentes escondiéndonos.

Los adultos me preocupan; cuando me meto a su

habitación para ver los vestidos y los perfumes de la

señora los veo discutir. La primera vez no me sorprendo,

pero ya por la décima vez en una semana. Espero a que

vuelvan a pelear, me siento en su cama y observé qué

pasa. Hablan en voz muy baja, casi a susurros, pero por

las expresiones supe que no se estaban diciendo “te

amo”. No entiendo de que hablan, solo palabras sueltas:

casino, alcohol, Alicia, ¿quién es ella? ¿por qué es

importante?

¿hermana, prima? Será alguien importante, debe ser

importante sino no estarían discutiendo. Un golpe. Dirijo

mi vista hacia ellos, él respira rápidamente, parece un

toro enojado, su mirada está en una fotografía, ella se

está sosteniendo la mejilla, mirándolo fijamente con los

ojos llenos de lágrimas:

–¿Otra vez?, ¿vas a volver a empezar? –él

simplemente se va, ella se sienta en el suelo, rompe en


llanto. Me quiero acercar, pero, ¿qué le puedo decir? Lo
lamento, tu esposo es un imbécil, tienes que irte, ella ya sabe

todo eso, además, no es mi problema, no me volveré a

meterme en esos asuntos, uno siempre termina peor: Soy

la prueba de ello.

Pasan los años, los meses, las horas, los segundos,

hace mucho tiempo que dejé de contar. El amargado ya

no es tan amargado, sonríe más, algo que creí imposible;

pero con su padre no sonríe, al contario se tensa, lo mira

seriamente como si calculara sus movimientos. Él señor

sigue usando traje, pero ahora despide un olor

insoportable, siempre que está cerca salimos corriendo.

La señora sigue sonriendo, pero ya no usa vestidos, solo

pantalones y blusas de manga larga. Por último, la niña,

ella siempre está encerrada, no se acerca a su padre y ya

no es curiosa. Quién diría que extrañaría escuchar sus

pequeñas pisadas detrás de mí.

Una hermosa noche veo al ex-amargado bajar las

escaleras con prisa, como si estuviera escapando de

alguien. Por un momento pienso que la vio, vio a la señora

de la caja azul. Rápidamente me levanto para tratar de


explicarle y detenerlo; cuando me estoy por acercar una

mano sujeta mi hombro, es la anciana. Me hace una señal

de negación con la cabeza, regreso mi vista hacia el ex-

amargado y lo veo en la puerta con dos maletas y una

mochila, se queda ahí, dudando. La anciana, al ver su

duda, se acerca a él y le da un pequeño empujón, cierra la

puerta haciendo el menor ruido.

Una semana después, la casa nunca tiene un solo

momento de silencio, lo que no quería que sucediera,

paso. Llora la niña o la señora o son los gritos del señor, o

todo al mismo tiempo.

Una noche, veo a la señora salir corriendo de su

cambiante con sangre en la pijama hacia la de la niña,

todos salimos de nuestros lugares, ya sabíamos qué se

avecinaba. Ella entra a la cambiante de la niña y entro yo

con ella. Me siento en la cama para poder ver lo que va a

pasar, cierra la puerta desde adentro, agarra a la niña y

se ponen en un rincón, ella llorando y la niña pidiendo

respuestas que jamás obtendrá. No paso tanto tiempo

para que el señor empiece a golpear la puerta


haciendo un
escándalo. Logra abrirla, me enoja –genial, espero que no la

haya roto–. Se acerca a su esposa e hija, con una

delicadeza inimaginable, agarra a la niña y la saca de la

cambiante cerrando la puerta a su paso. La mujer grita

desesperada, llanto, gritos, de un momento a otro la niña

entra y con una valentía imposible para su pequeño

cuerpo se acerca a su padre para separarlo de su madre.

Él la empuja sin medir su fuerza, provocando que se

pegue contra la esquina de un buró. Salgo de la

habitación y pongo música.

Si algo tiene esta casa son secretos, tantos, que

puedes pasar una eternidad tratando de descubrir los

que guarda una sola habitación.

Pasan los horas llegan unas personas con uniforme,

se llevan al señor, sacan dos bolsas negras en unas camas,

la casa queda en silencio otra vez, me siento frente a la

cambiante, veo salir a la niña, la saludo, ella se va

corriendo hacia la caja de música. La señora nunca sale,

suspiro –otra caja más– me acerco y cierro con llave la

caja de los juguetes.


Esta es mi casa, llena de muebles de todas las

épocas. Hay unas habitaciones que, están en constante

cambio: la pintura o la cama, los muebles o las fotos. Esas

son las más cálidas, las que te trasmiten paz. A estas las

llamo cambiantes. Pero tiene habitaciones que parecen

estar congeladas en el siglo XIX. Son tan frías que

quienes vivimos aquí tratamos de no entrar, pero hay

ocasiones en las que la casa está en un silencio tan

abrumador que el bicho de la curiosidad o nuestra

desesperación nos lleva a entrar y no salimos en un largo,

largo tiempo.
Angélica Díaz
Un idioma del pasado

“Lo lanza, vuela al…, ¡al tope de la torre! Es imparable.”

El pequeño de la casa lanza su juguete favorito al aire en

línea recta. La capa del superhéroe se alza en la bajada

hasta que llega a las manos de Sammy. Mi sobrino corre

por la sala, muñeco en mano, mientras simula el vuelo

del superhéroe e incluye los sonidos del vuelo. La figura

de acción, aunque inmóvil nunca se ve tan vivo como lo

está mientras es una sesión de juegos de Sammy.

“¿Qué muñeco es ese, Sammy?” mi sobrino no se

detiene un instante, así que su respuesta sale entre

respiros. “Hombre… de acero…”, no parece importarle si

tengo otra pregunta, él continúa con su aventura.

“Es increíble. Ve el gasto de la luz, el gas, el agua.

Es increíble, todavía con todo eso me pidas que gastemos

más.” Dos discuten en el segundo piso, mi hermano y su

esposa. Alzo la mirada a las escaleras y sólo puedo ver

las siluetas de ambos en la pared. Hasta por el lenguaje

corporal, es claro ver la discusión. “¡No es tanto! ¿Y

[40]
quieres bajar la voz? Mi hermano te escuchará, incluso

Sammy.” Con la mención de su nombre, regreso la

mirada a mi sobrino y lo observo. ¿Acaso le importará

algo de lo que sus padres discuten? Al menos, yo no lo

percibo. Su mirada está fija en su juguete favorito y en la

acción de aquella escena imaginaria, donde su héroe

lucha contra el más malo de los malos.

Sammy ha dejado algunos juguetes abandonados

en el centro de la mesa de la sala y otros, en el suelo. Con

cuidado, tomo uno de los juguetes, es un soldado verde,

apuntando su rifle. Es similar a los que usaba en mi

infancia, recuerdo tener una cubeta llena de soldados y

jugar a la tercera guerra mundial en el patio frontal,

mientras mi hermano jugaba futbol con sus amigos en la

calle. “¡Ya te dije! El dinero regresará, es solo una

inversión temporal. Mi hermano alza su voz. “¡Y yo dije

que no me importa! ¡No gastaremos en eso!” Ambos

olvidan el intento de bajar la voz, sin embargo, cuando

volteo a ver a Sammy, el pequeño sigue en su juego. Con

eso, decido tomar otro soldado verde y apunto el rifle de


este hacia la espalda del soldado que ya sostenía en mi

mano. “Nos vemos de nuevo, Capitán…” Quiero

recordar el nombre que utilizaba con mis juguetes, pero

ha pasado tanto, no recuerdo más que el momento de

estar presente en mi patio. “¡Oh si… y tu hermano te

ayudará, ya con eso es una opción válida!” Sin mover los

juguetes de su posición doy una mirada rápida a las

escaleras. “Es un buen contador.” Mi hermano me

defiende. “Oh, y por eso ha cambiado de trabajo cuatro

veces.” Pero no es suficiente.

Mejor decido cerrar mis ojos y comienzo a

recordar ese momento, esos tiempos. Yo acostado de

panza sobre el cemento del patio con mis juguetes

rodeándome. Tomo un soldado de la cubeta y lo alineo

sobre la fría superficie del cemento, así lo hago con cada

soldado de la cubeta hasta que no queda ninguno.

Entonces tomo otro soldado que tenía guardado a un

lado mío y lo coloco frente a todos los soldados

alineados. “Nos vemos de nuevo, Capitán… Capitán

Chispas.” El nombre viene a mí, no es una memoria


olvidada. “Esta situación no se ve
prometedora, Capitán. Está usted rodeado.” Digo esto

con un cambio en mi tono de voz, más fría, seca, casi

anciana. Alineo nuevamente a los soldados, más cerca

del solitario Capitán Chispas. “Eso cree usted, General

Malavida.” Esto lo digo con otra voz, más fresca, viva,

joven.

Después de un intercambio de diálogos, los

soldados empiezan a disparar al Capitán, pero el héroe

tenia muchos recursos bajo su cinturón, con un

movimiento rápido saca un escudo de su cinto y refleja

las balas. Después, toma un salto y se coloca entre los

soldados del General y uno tras otro los derriba.

Sin embargo, en el momento de concentración,

Capitán Chispa no pone atención de la posición de su

enemigo primordial, así el General toma ventaja de esto y

se coloca a una distancia donde el Capitán no tendrá la

oportunidad de correr o desviar el tiro. Lentamente, el

General se acerca al héroe, quien no parece percibir este

movimiento, pues usa a sus soldados como camuflaje, se

convierte en la sombra de sus hombres. Cuando está a


menos de 3 metros, saca su pistola y la apunta al Capitán.
“¡Que no! Ya lo dije, y no lo vuelvo a repetir.” Se

escucha el golpe de una puerta. Dejo mi atención en

aquel momento del juego, y alzo la mirada a las

escaleras, mi hermano no baja. Lentamente, bajo la

mirada y me doy cuenta de la audiencia que tengo. Mi

sobrino está sentado frente a mí con su completa

atención a los juguetes.

“¿Qué pasa después?”.

Estuve tan concentrado en mi momento de juego

que nunca noté a mi sobrino. Aun sostiene en su mano al

superhéroe. “¿Qué pasó con el Capitán?” el pequeño

pregunta, y observo los juguetes bajo mis pies. Cada uno

está en la posición de mi sesión de juego. “Pues.” Veo al

héroe de mi sobrino. “Creo que el Capitán necesitará

refuerzos.” Mi sobrino sonríe con entendimiento.

“Capitán está en problemas, pero Hombre de

Acero llega y cubre a su compañero del disparo. El

General no lo puede creer.” Mi sobrino toma las riendas

del juego. Ya no recuerdo si mi hermano y mi cuñada

continuaron con su discusión, tampoco tuve atención si


alguno volvió a la planta baja. Mi sobrino y yo nos

sumergimos en un
mundo con un lenguaje distinto al de mi edad. Un

lenguaje que creí perdido, un lenguaje que me mantiene

conectado a Sammy. Uno dulce y duradero.

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