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la inteligencia de la Dirección”.
Una semana antes de la excursión presidencial al asilo, el 9 de septiembre de 1902, había
tenido lugar una entrevista en la que participaron Estrada Palma y los doctores Álvarez Cerice y
José A. Malberti (éste dueño del manicomio privado Clínica Malberti y figura clave en la reforma
de las instituciones psiquiátricas), en la que se plantea ampliar Mazorra, acordándose allí la construcción de un pabellón y
una escuela para niños, pero también de varias casas en el interior del recinto, una destinada al Director y otras tres a los
médicos Horstmann, Entralgo y Arango, “a quienes por su elevada cultura no puede alojárseles con los demás empleados del
servicio general”.
Este internamiento perfectamente diferenciado de los alienistas en la ciudad de los locos –y realmente algunos, como el
Dr. Esperón, vivieron casi toda su vida dentro del manicomio –,
que los distingue de los empleados pero les acerca a los enfermos
mentales, no pasó inadvertido a la prensa. El recurso a entender
a los de “afuera” como más locos que los de adentro, se ve
cebado a cada tanto y se explota al máximo.
Por supuesto, la reforma no podía limitarse al acomodamiento
de los médicos y sus familiares. El Informe al Departamento de
Sanidad de La Habana, escrito ese año por el Dr. Barnet, resalta
el celo, el orden y limpieza del asilo, pero señala también el
exceso de población y echa en falta “ciertos medios modernos
empleados con éxito en el tratamiento de las afecciones
mentales”. Se trata, pues, de fabricar nuevos pabellones según
otro concepto, más “celdas para furiosos” y de instalar talleres
para el ejercicio de “las artes e industrias”, como también
“grandes jardines” – de esto sí no careció Mazorra desde fundada – para general esparcimiento.
Pero el Informe... de Barnet no era puramente técnico; incluía un extenso cuestionario dirigido a Álvarez Cerice que iba
más allá de previsiones clínicas y epidemiológicas. Es preciso resaltar, ante todo, su abnegada labor de cara al loco, el modo
en que los aborda y conduce, el ambiente de íntima familiaridad que se crea entre el Coronel y los asilados, la nobleza de
sus decisiones en cada caso, lo mismo cuando recompensa que al aplicar algún correctivo.
En este mismo tono se pronuncia el periodista de La Discusión Héctor Saavedra,
quien realiza su visita al día siguiente de la Estrada Palma. Reconoce el orden, la
limpieza, el buen comer y vestir de los enfermos, pero afirma que ello puede verse en
cualquier otra dependencia del Estado y asegura que lo más importante es el trato a
los pacientes: “Debo decir que todos los locos andan sueltos y que ocupan unos
departamentos que se llaman Secciones, donde se pasean en un gran patio al que
están contiguos los dormitorios. A estos patios dan las celdas donde se encierran
temporalmente los que sufren ataques de locura furiosa”.
Y pregunta a Álvarez Cerice: “¿No hay necesidad de pegarle alguna vez a los locos?
– Al que se atreviera lo castigaría por mi propia mano, y el que insulte u ofenda a un
asilado sería inmediatamente expulsado de la casa”, responde el Director. Saavedra
cuenta que “muchos asilados le llaman Coronel al Director, que fue, como todos saben,
un valiente de la Revolución; otros le dicen “chico”; los niños le piden un centavo y los
grandes un cigarro. El Director reparte sus cajetillas de pitillos y sus monedas de
cobre, oye a todo el mundo, los alienta en sus quiméricas pretensiones y jamás los
contraría.”
Para Lucas Álvarez… “No hay nada más dócil que un loco” y añade: “Puede usted
ver que ninguno pisa los canteros de yerba y que basta hacerle una amonestación para
que el hombre haga lo que uno desea. Toda esta gente se maneja con mucha facilidad,
tan sólo con hablarle dulcemente, procurando que sea él mismo juez en el asunto”.
Este Pinel que luego se reeditaría en otro militar, el Comandante Ordaz, tiene
obviamente visos de filántropo. Frente a él, la figura técnica que tanto se aduce, retrocede, mientras un glorioso
paternalismo ocupa el primer plano. Y no está ausente, por supuesto, en ambos directores, la imagen que equipara al “loco
dócil” con crías de animales, esas que ellos mismos fomentaran en Mazorra. Cerice, patos; Ordaz, pavorreales.
Pero en las crónicas de Mazorra ante el advenimiento de la República, que es de lo que tratamos aquí, se introduce
siempre la sospecha; soez o refinada, por lo general los discursos tecnocrático y paternalista tienen que vérselas con la
burla del chroniqueur de turno y no menos con la autoparodia de los propios ceremoniales, que incluirían, al paso del
tiempo, visitas de otros presidentes: Machado, Grau, Castro; estatuas erigidas en vida y todo un panteón de nombres-
pabellones que cambia de época en época, de acuerdo con exigencias políticas. Como dice un cronista del Diario de la
Marina: “allí deberían estar todos”. De hecho, lo están; en algunas fotos y en estas reseñas que dan cuenta no de los
enfermos pero sí de quienes le representan, sin poder evadirse plenamente.
Pirómanos e inspectores.
Dentro del género visitas al manicomio destaca en particular la visita de inspección. Por lo común, éstas suceden a los
nuevos mandatos políticos, que generan a la vez cambios en la Secretaria de Sanidad y a menudo en la propia dirección del
asilo. Se repiten así los informes al gobierno; y, con ellos, una retórica que, más o
menos anclada en la realidad, pasa siempre, previsiblemente, por una crítica de las
gestiones realizadas durante la anterior administración, incluyendo la queja por la
dilapidación del presupuesto y el reclamo de una nueva contabilidad.
Pero más que en ningún otro rasgo, lo invariable del género radica en ese recurso
“a lo dantesco” al que apelan los inspectores en sus escritos, para describir el
abandono de las instalaciones y del cuidado de los enfermos, y que acarrea la
intensión expresa de hacer tabula de rasa y comenzar de cero, pues la imagen
dantesca conlleva la idea purificadora de “destruir el asilo y construirlo nuevamente”, o
por lo menos de acabar de modernizarlo a fin de que alcance de una vez su altura
civil.
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Mazorra era el potrero Ferro: una dehesa donde el ganado pastaba esperando inconsciente la hora del sacrificio; la
necesidad, madre de las iniciativas, lo transformó en asilo de locos, y éstos también pastaban allí inconscientes esperando el
momento redentor de la muerte”.
Con la intervención norteamericana, se reparan sus ruinosos edificios y hasta se construye un departamento de
hidroterapia y un salón de espectáculos (el potrero se redime como jardín). Pero ni la higiene modernizadora, ni el teatro
que la ameniza, se sostienen en el tiempo, como tampoco los efectos de aquella campaña contra la mendicidad (que lo fue
sobre todo contra la desviación social) llevada a cabo a mediados de 1900, y a la que Tamaño se refiere en otros términos.
De ahí que al evocar en 1915 el pasado, Tamayo coloque a destiempo, más
bien como su retorno en negativo, ciertas labores humanitarias y hasta algunas
anécdotas presuntamente fundacionales de la psiquiatría cubana: “Se
recogieron los locos que vivían recluidos en las cárceles del interior, sujetos a un
tratamiento inhumano y depresivo para la cultura del país”, algunos de los
cuales llevaban años encadenados (…). Por otra parte, relata: “En la cárcel de
Pinar de Río, había una negra, loca infeliz, en tan despiadado estado de
abandono, que las uñas habían adquirido un tamaño increíble y los cabellos
ensortijados se levantaban por todas partes, semejante a una cabeza de
medusa. Cubierta de la cintura a la rodilla por una tela mugrienta, bailaba al
son de gritos estridentes. Su fotografía fue publicada por una revista
norteamericana”.
Sin duda, en 1898 el infierno se materializa en forma de una cabeza de medusa, por demás una mujer negra y cuasi
esclava que venía a representar todo el horror del sistema colonial. Pero traída ahora a colación, en un contexto que
equipara una y otra vez el presente al pasado, dicha imagen cobra toda su fuerza, es decir su actualidad.
El texto de Tamayo no constituye, por supuesto, un informe, pero su carácter autorizador hace de él uno de los escritos
de mayor alcance sobre el estado de la asistencia psiquiátrica en isla, equivalente a La Decadencia Cubana, de Fernando
Ortiz, en el terreno de la moral pública y la desestructuración republicana. Como la conferencia de Ortiz, supone una alarma
y del mismo modo un llamado a la participación civil, aunque no desarrolle, explícitamente, ningún programa concreto de
regeneración.
Tampoco constituye un informe, pero sí una crítica firme (probablemente sin precedentes dentro del periodismo cubano)
la serie de artículos que bajo el título “¡Piedad para los locos!”, publica el columnista Pelayo Pérez a lo largo de febrero y
marzo de 1918 en el diario La Prensa, y que se recogen en breve en un folleto subtitulado Contribución para aliviar las
torturas de los infelices dementes recluidos en el Hospital de Mazorra.
Fruto de varias visitas al asilo en una de las etapas de mayor hacinamiento (más de 4300 pacientes, de acuerdo con las
cifras que aporta Córdova, si bien dos años antes se había llegado al
récord de 4800 internos), y también de mayor mortalidad, el texto de
Pérez no está exento de metáforas escatológicas, que sin embargo
cobran una especial intensidad. El autor califica las habitaciones de los
enfermos de “barracones ruinosos” semejantes a los de los “ingenios de
esclavos”, y relata la imposibilidad de atenderlos mínimamente, dado lo
exiguo del personal, tanto médico como de enfermería. Según Pelayo,
tanto los viejos barracones construidos en el siglo XIX como las
edificaciones hechas a comienzos de la República se estaban
derrumbando; y acusa de ello, no a una administración en particular,
sino a las sucesivas “administraciones criminales”, lo mismo española,
norteamericana, cubana liberal o conservadora, pues todas habían
contribuido – a su juicio, por igual – a hacer de Mazorra un lugar infame,
donde más allá de las buenas intenciones de los médicos, afirma, había
prevalecido el horror, particularizado en este texto -sobre todo- en las malas condiciones alimentarias. Una población que
llegaba al asilo ya depauperada, y la que espera una alimentación precaria (el presupuesto destinado para dietas era de
menos de 15 centavos diarios), lo que en su opinión conducía a muchos a la enfermedad y la muerte.
Se trata, su juicio, de una situación que podía evitarse, pero ni la Secretaría de
Sanidad y Beneficencia, ni la de Obras Públicas, pese a conocer dicha realidad por
medio de repetidos informes, habían “tomado medidas para evitar la catástrofe”.
Pelayo combina datos concretos y anécdotas, que incluyen además
consideraciones sobre el sistema de vigilancia; pero en su discurso también
prevalecen las palabras y el énfasis, es decir,
las figuras retóricas. “Hay que destruir a
Mazorra”, afirma. “La piqueta debe echar
abajo esa amenaza contra la seguridad de
millares de asilados y empleados. El fuego
debe extinguir este peligro de infección
perennemente alzado contra la capital de la
República. Hay mucho que demoler y que
purificar. Toda la estructura material de
Mazorra debe ser destruida y purificada”.
En éste, como en otros casos, la narrativa
dantesca va asociada a un plan regenerativo:
erigir un nuevo manicomio; y, en efecto, el autor presenta un proyecto diseñado por el
arquitecto José Camacho Beltrán, con el correspondiente presupuesto y ajustado
–según nos dice – a las “condiciones que la ciencia exige para esta clase de
establecimientos”.
Y termina: “Para los locos apenas ha existido en Cuba cambio alguno desde
comienzos del siglo XIX hasta este año 1918, en que Mazorra se está desmoronando”.
Cualquiera que haya sido el efecto de estos artículos, tienen a la vez un aire de
denuncia y mera propaganda, de “buenas intenciones” y sentido de la oportunidad que
los inscribe como parte del género.
El plan del arquitecto Camacho Beltrán, como otros que surgirían en la década
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siguiente, se engavetó.
“Lo único que les deseo es que un incendio haga desaparecer esa negación de Hospital Mental que es Mazorra”, lo dirá en
1939 el conocido psiquiatra catalán Emilio Mira López, a su paso por La Habana invitado por la Academia de Ciencias. Y
serán sus palabras – como si no se hubiera dicho antes – las que trascenderán en la historiografía psiquiátrica cubana.
Quemar, pues, Mazorra, realizar ese deseo, pero a todas éstas ¡qué hacemos con los locos!
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