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HANNA REITSCH

VOLAR FUE MI VIDA

Memorias de la Piloto de Pruebas de la Luftwaffe


INDICE
Introducción
Capítulo 1 Hogar paterno y juventud en Hirschberg
Capítulo 2 Años escolares en Hirschberg y Rendsburg
Capítulo 3 Me convierto en piloto de planeador. Mi "Padre de Vuelo"
Wolf Hirth.
Capítulo 4 Estudiante de medicina en la Escuela de Aviación Deportiva
Capítulo 5 Mi segundo semestre en la ciudad de Kiel
Capítulo 6 Mi primer vuelo en un cielo tormentoso
Capítulo 7 Instructora de planeadores en Monte Hornberg
Capítulo 8 Mi fracaso en la competencia del Rhön
Capítulo 9 Como "doble" en una película
Capítulo 10 En expedición científica, con planeadores, a Brasil y
Argentina
Capítulo 11 Piloto de pruebas en Darmstadt, en el "Instituto Alemán
de Investigaciones para Planeadores"
Capítulo 12 Con nuestros planeadores en Finlandia
Capítulo 13 Curso de perfeccionamiento en Stettin
Capítulo 14 Mi primer vuelo nocturno
Capítulo 15 Volando sobre Suiza, Francia, España y Portugal
Encuentro Internacional de Planeadores en Lisboa
Capítulo 16 Mi actuación corno piloto de pruebas de nuevos
planeadores
Capítulo 17 En planeador sobre los Alpes
Capítulo 18 Udet me destina a la estación de pruebas para vuelos en
Rechlin.
Capítulo 19 Mis vuelos con el helicóptero "Focke"
Capítulo 20 En representación de Udet en los Air Races (USA)
Capítulo 21 Expedición de investigación con planeadores en África.
Capítulo 22 Siguen los ensayos
Capítulo 23 Consecuencias de mi condecoración con la Cruz de Hierro.
Conversaciones con Goering y Hitler
Capítulo 24 Mi caída con el Me-163
Capítulo 25 Conversaciones con Himmler
Capítulo 26 Rusia
Capítulo 27 Piloteo la V-1
Capítulo 28 Mi Madre
Capítulo 29 Los últimos seis meses
Capítulo 30 Después de la capitulación
Introducción

Durante el transcurso de los últimos años, mucho fue lo que se


escribió sobre mi persona, no pocas veces como "testimonios oculares" que
aseguraban provenir de mí misma. Ni uno solo de esos "testimonios" es
realmente mío. La verdad es que con este libro recién ahora hablo por
primera vez sobre mi vida. Quien observa el desarrollo de mi juventud y sabe
leer entre líneas comprenderá, muy bien, porque durante la guerra no pudo
haber existido para mi otro camino que el que describo aquí. Mis encuentros
con altas autoridades del régimen nacionalsocialista se dieron como
consecuencias de mi profesión. Escribo sobre ellos con igual sinceridad como
sobre mi propia vida: cómo soy, cómo llegué a mi profesión, y sobre lo que
viví hasta hoy como piloto de planeadores. Si lo que escribo en este libro
pueda servirle de algo a la juventud aviadora y a quienes buscan el camino de
su destino, entonces se cumpliría con él mi deseo de poder haberlos ayudado.
Hanna Reitsch 1951
Capítulo 1 Hogar paterno y juventud en Hirschberg

Mi historia comienza con mis padres: él, un hombre de mediana


estatura y constitución física frágil, con cara asombrosamente parecida a la de
Beethoven, y que no solo por eso reflejaba semejanza con aquel, sino que
también por ser una persona artísticamente talentosa y con modales culturales
casi extremos, y mi madre, a quien sigo viendo ante mí con su estatura más
pequeña que mi padre, bien proporcionada y con su semblante de rasgos finos
e inteligentes y de un alegre carácter siempre amable, equilibrado y
mediador.
Ella era descendiente de una familia de nobleza tirolesa, pero en la
cual se había mezclado mucha sangre burguesa. Mi padre, por el contrario,
provenía de las comarcas de Silesia y mi hermano, cuando a los ocho años de
edad se le preguntaba de que raíz provenía, solía decir con orgullo y desde ya
sin equivocarse mucho: «Soy Prusiano-Tirolés». Por cierto, en el matrimonio
de mis padres se habían conjugado de la manera más feliz imaginable el norte
y el sur de nuestra patria.
Mi padre era médico oculista y conducía una clínica oftalmológica
privada en Hirschberg, adherida a la diaconía de esa pequeña y antigua
ciudad de Silesia de unos cuarenta y cinco mil habitantes, ubicada dentro de
un hermoso paisaje natural, que al sur limitaba con los Montes Silesianos,
llamados Montes Gigantes a pesar de no superar los seiscientos metros de
altura; al norte por las boscosas montañas de la cadena Bober-Katzbach; y
tanto al este como al oeste por las colinas cubiertas de frondosos bosques,
solamente interrumpidos por cultivos campesinos, antiguas fortalezas y
castillos. De a poco el paisaje se desliza en llanuras hacia los cuatro puntos
cardinales. Aquí nací yo. Aquí pase toda mi infancia y mi juventud. Jamás
podré olvidar aquella amada ciudad que hasta el día de hoy se nos sigue
quitando a nosotros, los alemanes.
El suave susurro de los árboles, que bordeaban la ancha calle donde
estaba ubicada la casa de mis padres, me hacía sentir durante mis sueños
infantiles, un tierno amor por mi patria. Y aunque todavía era pequeña para
poder comprender lo que significa tener apego al terruño natal, me sentía
feliz y protegida, al igual que cuando oía las melodías que mi padre le sabía
hacer murmurar a su querido violonchelo. Y junto a él, ahí estaba mi madre,
mi querida madre por quien siempre sentí nostalgia. Mientras mis hermanos
ya dormían en sus camitas, yo me acercaba sigilosamente a la puerta de la
habitación donde estaban sentados mis padres ya que quería estar cerca de mi
madre. Hasta que un buen día me encontró dormida en el suelo y, retándome
cariñosamente, me llevó a mi cama. Bajo este techo que me protegió tantos
años crecí con Kurt, mi hermano mayor, y con mi hermana menor Heidi,
hasta que abandoné la ciudad después de terminar con los años escolares.
Pero donde siempre estuviera o estoy, nunca dejé de ver ante mí las cimas de
nuestras montañas silesianas, ni de escuchar los apacibles susurros de sus
árboles.
Cuadro tras cuadro surgen en mi mente, con tristeza, estas visiones de
mi cuna natal y de mi propia dolorosa vida posterior. Ahí estaba aquella
clínica oftalmológica que mi padre dirigía y que estaba situada a muy pocos
minutos de casa, donde incluso mantenía un consultorio que para nosotros era
tan familiar como nuestro propio hogar. Y esto porque mis padres, desde muy
temprano, nos enseñaban a ayudar al prójimo y tornar parte de sus
sufrimientos. Nos era permitido acompañar a nuestro padre a la clínica, tanto
para brindarles a los pacientes una pequeña alegría con nuestra ingenua
presencia, como también para que les obsequiásemos los regalos que
debíamos imaginar, y luego confeccionar, nosotros mismos. Para mí estas
visitas se convirtieron, ya muy temprano, en algo así como una necesidad
espiritual y a menudo entraba en la clínica, mientras regresaba del colegio,
para ver como andaban mis «pacientes» y contarles sobre lo ocurrido esa
mañana en la escuela, como también lo que mi fantasía imaginaba.
Muy temprano tuve conciencia de que mi padre era médico por
vocación. Veía como se preocupaba constantemente por sus pacientes y eso
fue algo que en mi sana visión infantil se grabó para toda la vida. Para mi
padre poder ayudar y curar era tanto misión como contenido de su existencia.
Jamás pensó en cambiar su campo de actuación, como por ejemplo aceptar un
profesorado en alguna universidad, cosa que le fuera ofrecido en diversas
oportunidades, pero que sin embargo siempre rechazó. Por eso, seguramente,
le debe haber causado gran alegría observar mi propio temprano interés por
su trabajo como médico. No esquivaba ningún esfuerzo para despertar y
promover mi curiosidad y comprensión en tal sentido. A veces se hacía dar,
del carnicero, los ojos de un vacuno para enseñarme como estaba constituido
el ojo y cómo se efectuaban pequeños cortes u operaciones en ese órgano.
Con visible vocación los lindos y delgados dedos de mi padre sostenían el
bisturí, y esas manos reflejaban el profundo respeto por todo lo bello que
presentía su alma ávida de comprender la naturaleza. Yo fijaba la mirada una
y otra vez en esas manos y sospechaba vagamente que debía existir una
relación entre aquellos ojos, representando un inexplicable milagro de la
naturaleza y la visible belleza de las manos, que igualmente era un milagro de
la creación. Recién más tarde, cuando ya había crecido algunos años,
comprendí que precisamente el «médico» dentro de mi padre lo empujaba
hacia todo lo que era «arte», era para él la expresión más pura de sus
sentimientos. Por eso, y partiendo de su actividad profesional, se ocupó
mucho de cómo era representado el ojo en diversas obras de arte, e incluso
publicó artículos en varias revistas, concentrándose especialmente en las
pinturas de Albrecht Dürer.
Por lo demás la otra pasión de mi padre, fuera de su profesión, era la
música, y me siento casi tentada en afirmar que respiraba música, tan fuerte
brotaba de él. Todos los días tomaba entre sus manos a su querido
violonchelo y esto, a veces incluso, entre consulta y consulta otras veces
quince minutos antes de almorzar. ¡Cuántas veces nosotros escucharnos las
suaves caricias del arco sobre las tensas cuerdas del instrumento! Cuando
entraba al comedor entonces nosotros, esperándolo parados detrás de nuestras
sillas, lo recibíamos a toda voz con o garganteo tirolés (el famoso Jodler del
Tirol). El feliz reflejo de su semblante nos llenaba de alegría. Pero no
obstante su suave carácter y la seriedad de su modo de ser, no faltó en nuestra
educación la severidad. En el campo espiritual, la educación se regía por
determinados valores éticos y morales a los que me referiré más adelante, y
en cuestiones de la vida diaria, estas se distinguían por la sencillez de
nuestras apetencias, igualmente fijadas por nuestro padre.
Como médico concentraba su atención en una nutrición sana y
abundante. Las golosinas por supuesto no existían y los pacientes es que
traían para nosotros, sus hijos, caramelos o bombones, eran defraudados
porque papá no les permitía que nos lo regalaran. Muy raras veces esta regla
no se cumplía.
Nosotros, todos sus hijos, fuimos siempre muy alegres y
temperamentales. Es entonces fácil de comprender lo que significaba para
nosotros el espacioso jardín, al fondo de nuestra casa, y el largo corredor
adentro, con su barra fija amurada en la pared. Por supuesto que no nos era
permitido jugar o hacer ejercicios durante las horas de consultorio. A veces
nos olvidábamos de la prohibición, hasta que la enérgica mano del padre nos
la hacía recordar. Pero sus bofetadas eran de aguantar y mi hermano Kurt,
dos años mayor que yo, apenas si las sentía y ni las tomaba en cuenta. (Mi
hermana Heidi, cuatro años menor que yo, aun no formaba parte de nuestras
travesuras).
A pesar de todo, fui siempre muy sensible y poseía un amor propio
casi exagerado. Por eso, muchas veces cuando recibía mi merecido castigo,
corría hacia el bosque para llorar y no querer regresar hasta que al anochecer,
el creciente miedo ante la oscuridad, sumado al pesar y a la nostalgia, me
hacían volver a casa. Entonces ahí estaba mi madre, que me recibía
cariñosamente, sin pronunciar palabra alguna, sin preguntas, marcándome
solamente con el dedo una cruz en la frente. En sus ojos podía leer el temor
sufrido por mí. Y eso era peor que cualquier otro castigo. El corazón se me
estremecía de arrepentimiento.
Mi padre, basándose en fundamentos éticos y espirituales intachables,
fue la indiscutida autoridad familiar. Pero la felicidad que siempre reinó en
nuestra casa era obra de nuestra madre. Nunca la vi de otra manera que no
fuera alegre y equilibrada. Su bondad no tenía límites y su inteligencia era
notable. En su juventud había gozado de una educación ejemplar en el
"Pensionado Imperial Femenino Privado" de Viena, donde completó el
bachillerato. Allí se armó de sólidos conocimientos generales y del dominio
de varios idiomas extranjeros. Como madre fue todo corazón, como lo es
toda buena madre frente a sus hijos, con amor y paciencia, jamás cansada de
consolar y de enseñar. Pero además poseía el don de expresar estas
cualidades invisiblemente, cosa que no todas las madres logran, y enriquecer
hermosamente nuestras vidas.
He de contar cómo, durante los paseos diarios que hacía con sus
hijos, nos abría los ojos para entender el milagro de una hierba o de una flor,
de un escarabajo o de un pájaro, del cielo y de las nubes, del sol durante el
día y de la luna en la noche con sus infinitas estrellas. ¡Cómo escribía versos
para nuestros juegos! ¡Cómo nos disfrazaba en los días de los Reyes Magos,
con sábanas y coronas de papel oro para presentarnos como Melchor, Gaspar
y Baltasar ante los pacientes de nuestro padre! Todo lo hacía, aparentemente,
por casualidad pero en realidad conscientemente y observándonos
continuamente, se mantenía cerca de nosotros para vigilarnos en nuestros
juegos e intervenir cuando era necesario, al tiempo que nos estimulaba a
pensar e inventar nuevos pasatiempos.
Su amor materno parecía no conocer límites, pero sabía disimularlo
para no caer en exageraciones. También en eso, mis padres coincidían
ideológicamente. Pero mientras mi padre se inclinaba a mostrarse severo, mi
madre tendía más a ceder ante nuestro capricho, terquedad o incomprensión,
consiguiendo así, de manera sutil aunque incuestionable, que hiciéramos lo
que ella consideraba correcto. Creo que educarme a mí le ocasionó más de
una preocupación, principalmente en los primeros años de mi infancia,
porque fui siempre la más sensible de nosotros tres, y la que más vivía en un
mundo de profundos sentimientos y fantasías que me capturaban por
completo.
Cuando cierta vez, a la edad de cuatro años, estuve a punto de
lanzarme, con los brazos abiertos, desde el balcón de casa, mi madre con
horror pudo retenerme en el último momento, exclamando: «Pero hija,
estarías enseguida muerta», a lo que yo ingenuamente le pregunte: «¿Me
juntaría entonces con Dios? ¿Crees que El me preguntaría: quieres que
hagamos caer granizo?». En esa época no había nada que me haya
impresionado más que ver caer granizo del cielo.
El hecho de que más tarde no me gustara tanto hacer mis deberes
sentada ante una mesa en la habitación, sino elegir para eso la corona de un
árbol, no la intranquilizaba demasiado, por más que por supuesto no era de su
agrado; pero conocía mis cualidades deportivas y sabía que no sentía vértigo.
Algo ya un poco más complicado fue cierto día que mi hermano Kurt y yo
competíamos para ver quién era mejor en la fea y mala costumbre de eructar
durante la comida. Me costó una bofetada hasta de la suave mano de mi
madre. De ahí en más, solo en el sótano seguí, de vez en cuando,
ejercitándome secretamente en este repudiable hábito.
Gran importancia en mi educación, por parte de mi madre, fue sin
duda su hábil manera de conducir mi carácter impulsivo en dirección
correcta. Por ejemplo no solía prejuzgar muy rápidamente. Su reacción era
siempre la de escuchar mis argumentos, al contrario de lo que algunos
mayores por desgracia no saben hacer, y supuestamente aceptarlos, para
luego hacerme ver mediante algún ejemplo, con cuidado y aparentemente sin
intención de que yo estaba equivocada. Recuerdo que cierto día me llamó
mucho la atención una mochila de terciopelo con el dibujo de Caperucita
Roja y el Lobo. Fue ello en los años en que criatura comienza a desarrollar
sus propios gustos. Veía la mochila despierta y en mis sueños. Durante un
paseo con mi madre, nos encontramos por casualidad con la niña que llevaba
esa mochila encima, de modo que pude mostrarle encantada, a mi madre, esa
hermosa «joya». Pienso que habrá sonreído internamente, pero no frenó para
nada mi entusiasmo. A su vez se las arreglo disimuladamente para que
pasáramos por delante de vidrieras donde se exhibían diversos modelos de
mochilas. Paradas las dos delante de ellas, empezarnos a discutir sobre cual
nos gustaban más. Y mientras yo, por supuesto, seguía obstinada en afirmar
que la de terciopelo con el dibujo de Caperucita Roja y el Lobo era la más
linda, ella elogiaba la simple mochila de cuero. Tampoco aquí daba mi madre
señales de querer cambiar mi opinión, pero cada vez que salíamos juntas, se
las arreglaba para que volviéramos a pasar por las vidrieras pertinentes y
continuar opinando sobre nuestros gustos. De esta manera fue influyendo de
a poco en mi parecer, hasta que finalmente reconocí que la mochila de cuero
sería la mejor.
Muy en especial concentró mí madre su misión de despertar en mí un
sentido social justo y amable frente a nuestros conciudadanos. Por lo general,
fui siempre alegre y abierta hacia ellos y nunca sentí prejuicios o
desconfianzas. Pero igualmente mi instinto tendía a juzgar sobre la gente
sencillamente según la simpatía o el desagrado que sentía por ella. Cuando,
por ejemplo, regresaba a casa de una reunión infantil y elogiaba
eufóricamente a una chica por la impresión que me había causado, mientras
que a otra la criticaba porque no me había gustado mucho, mi madre me
hacía sentar sobre su falda y me decía que Dios le regaló, a todo ser humano,
buenas y lindas cualidades, a unos de manera visible, de modo que resultaban
simpáticos para sus entornos y por tal sin grandes problemas, mientras que a
otros de manera invisible y escondida en sus corazones, y que por eso yo
debía tratar de aprender en distinguir entre esas dos alternativas dictadas por
la naturaleza. Por eso siempre siguió siendo para mi madre, un deseo esencial
inculcarnos a los tres un comportamiento respetuoso y amable frente a todo el
mundo. «Amabilidad frente a quienes nos rodean» copió en su diario aquellas
palabras de Moltke, que este le había escrito a su novia, «es la primera regla
que debemos respetar en nuestras vidas, incluso hacia aquellas personas que
no son de muestro agrado. La verdadera amabilidad y el más auténtico
lenguaje son dados a los corazones benévolos desde sus cunas. Verdadera
modestia y auténtica simpleza son la mejor defensa contra las ofensas y
humillaciones que arrojen contra ti. Si no aparentáramos más de lo que
realmente somos, entonces no nos podrán asustar ni rango o descendencia,
riqueza o brillo».
Confesionalmente, mi madre fue educada como católica y aunque
vivimos de manera protestante de acuerdo al credo de nuestro padre, mucho
permaneció en la atmósfera católica de nuestra madre, si bien invisiblemente.
Es posible que muchas veces entrara en conflictos de consciencia, pero
siempre los llevó consigo misma; mi padre, a quien ella nunca lo quiso
intranquilizar, jamás supo algo de ellos, y yo por mi parte me enteré recién
mucho más tarde. Más de una vez me arrodille junto a ella, cuando por unos
instantes entraba en una iglesia, mientras íbamos de compras. Estoy
convencida de que no se dio cuenta hasta qué punto su ejemplo influyó sobre
nosotros y nos acercó a la piedad religiosa.
Durante los meses que me llevó bajo su corazón, sentía un pavoroso
miedo de morir. Pero cuando en una tormentosa noche primaveral me regaló
la vida, resultó ser que sus temores fueron totalmente infundados: gozaba de
excelente salud y pudo dar a luz unos años más tarde a mi hermana.
Quizás fue que por aquel miedo vivido conmigo, siempre se sintió
más inclinada por mí, aunque de ninguna manera su amor hacia mis
hermanos sufrió menoscabo alguno. A mí me pasaba lo mismo. También yo
amé por igual a todos, tanto a mi padre como a mis hermanos; si tendría que
haber determinado a quien más quería, no habría sabido que decir. Pero entre
mi madre y yo existió además una relación especial: cada una de nosotras dos
llevaba a la otra en sí misma, vivía instintivamente la vida de la otra, sin
necesidad de decir o de callar algo. Era tan natural como los secretos de la
naturaleza, la que vemos diariamente con nuestros ojos, pero que igualmente
sigue inexplicable.
Si trato de analizar retrospectivamente mi vida, con todos aquellos
múltiples acontecimientos y experiencias personales y de ubicarla sobre una
base suficientemente sólida como para darle una explicación lógica, llego
siempre a la conclusión que son ellos, mis padres, quienes siguen tomando de
la mano como cuando me conducían al jardín de infantes y quienes continúan
brindándome aquel amor que me permitió crecer feliz y despreocupadamente.
Recuerdos de infancia seguirán siempre iluminando la vida del mayor,
porque la naturaleza, la que para tal finalidad creó el amor entre padres e
hijos, lo quiere así. Pero para mí el hogar paterno significa algo más que
punto de partida y conducción espiritual, significa el verdadero centro de
todo mi ser. Entre las muchas personas que acompañaron mi vida, mis padres
fueron siempre la escala con la que medía a los demás. Sus muertes no
hicieron aflojar para nada el lazo que siempre me ligó a ellos.
Capítulo 2 Años escolares en Hirschberg y Rendsburg

Todavía era joven y una escolar que recibía despreocupada a todo


nuevo día. Quería mucho a mi escuela, a mis compañeras y a mi maestro. Me
gustaba aprender y lo hacía con facilidad, fui una alumna promedio y no tuve
jamás la ambición de ser algo más. Mi suerte fue que mi clase se distinguió,
desde el primero hasta el último grado, por estar compuesta por chicas
inteligentes y que prácticamente no cambió su alumnado ya que siempre
fuimos las mismas durante todos los años. Sin embargo y para gran
preocupación de mis padres, mi temperamento me costó más de una
amonestación, que quedaba registrada en el cuaderno de clase. No podía
saber que por eso algún día se iba a originar un desagradable malestar en lo
que al esfuerzo educativo de mis maestros se refiere. Resulta que cuando fui
condecorada, años más tarde, con la Cruz de Hierro de Segunda Clase, y la
ciudad de Hirschberg me nombró "Ciudadana de Honor", fui citada ante los
entonces alumnos de la escuela como ejemplo de asiduidad y
comportamiento. Para los que así me consideraban quiso la mala suerte que
durante una limpieza general y ordenamiento en la escuela, algunas chicas
encontraron los viejos cuadernos de clase, descubriendo de esta manera las
múltiples amonestaciones que me había ocasionado mi temperamento. ¡Se
podrá imaginar el lector la risueña alegría que esto causó entre ellas! La
escuela sin embargo poseía humor. El director permitió que todas aquellas
hojas que contenían las penas recibidas por mi fueran separadas y
encuadernadas y me fueran entregadas como libro durante una fiesta escolar.
Más allá de estos detalles sin importancia, mi época escolar
transcurrió pacífica y armónicamente. En toda escuela suceden travesuras
desencadenadas por el alegre temperamento juvenil, aunque no ocurrían muy
a menuda dado que queríamos y respetábamos a nuestros maestros De que de
tanto en tanto les hiciéramos una mala jugada para nada menoscababa el
respeto que les teníamos. Por ejemplo aquella vez cuando se nos ocurrió
“divertirnos” con una maestra. La clase comenzó normal y tranquilamente,
pero de pronto y de acuerdo a los convenido entre nosotras, salté horrorizada
de mi banco gritando: ¡Un ratón!» Cruzando el ambiente sobre bancos y
pasillos, corrí hacia el rincón donde supuestamente se había escondido el
inexistente animalito. ¡El éxito fue increíble! La clase entera empezó
entonces a gritar como una horda de locas, saltando como yo sobre asientos y
pupitres, cayendo muchas encima de otras y formado al final un pelotón de
desesperadas por encontrar el ratón fantasma. La pobre maestra, pálida del
horror, trató sin el menor éxito de mantener el orden. De repente, y por
nosotras ni remotamente imaginado pero anunciado a viva voz por una
compañera desesperada, estuvo parado en la puerta del aula nada menos que
el director del colegio. Nuestro griterío enmudeció de inmediato y cada una
de nosotras volvió rápidamente a su lugar. El director se mostró severo; pero
tuve la sensación de que íntimamente la travesura le causaba gracia. Cuando
me declaré responsable del espectáculo, mis compañeras no me dejaron
plantada. El chiste nos costó a todas una hora de penitencia. La aceptamos sin
asomo de protesta. Habría muchos episodios risueños para contar. Todos
demuestran que mi vida primaria no tuvo nada en especial o espectacular.
Por supuesto existieron también momentos problemáticos, cosa
comprensible si se tiene en cuenta mi manera de enfrentar
despreocupadamente la vida diaria y mi quizás exagerada sensibilidad por mi
amor propio. En esos momentos críticos siempre era mi madre la que
intervenía delicadamente, por más que muchas veces mi actitud debe haberle
exigido mucha paciencia. Me acuerdo por ejemplo, de un acontecimiento que
tuvo lugar cuando tenía alrededor de trece años. Yo era, tal como lo insinué
más arriba, la alumna de confianza entre mis compañeras de clase y nada
indicaba que podría haber algo capaz de enturbiar la buena relación entre
nosotras o nuestros maestros. Hasta que un buen día entro una «nueva»,
cuyos padres se habían mudado a Hirschberg. Era una chica inteligente pero
con carácter algo complicado. No le fue fácil integrarse en nuestra pequeña
comunidad. Yo traté de amigarme con ella y creía haberlo conseguido pero,
sin que me diera cuenta, me envidió por mi posición en la clase. Sucedió
entonces que por enfermedad estuve ausente del colegio durante algunas
semanas, tiempo que ella aprovechó para sembrar desconfianza hacia mí
entre nuestras compañeras. Argumentaba que mi amable modo de ser no era
genuino, sino que estaba fundamentado en falsedad y deshonestidad de
carácter. En realidad, aquello no tenía nada en especial para gente joven de
trece años, ya que ocurre muchas veces y en todas partes. Yo seguía en cama
cuando me enteré del asunto y el efecto que me causó amenazó en
transformarse en una tragedia. Mis exagerados sentimientos de honor se
vieron de repente profundamente lastimados por la idea de que mis
compañeras ya no creían en mi sinceridad. Para mejor comprensión de lo que
digo, es necesario recalcar que en nuestra educación el honor fue siempre un
concepto fundamental, inculcado en el colegio y por mi padre en el hogar.
Para él el concepto «honor» era el factor básico en la vida del ser humano y
no solo de este sino en el de la familia, del pueblo y de la humanidad entera.
Vivir sin honor era para padre algo impensable. Toda su educación se rigió
conforme a los ideales prusianos y nada en el mundo podría haberlo separado
de ellos. Por eso el concepto «honor» formó parte de nuestras vidas desde la
primera infancia, pero mientras mis hermanos lo consideraban como algo
natural e indiscutible en aquel momento, para mí, era puesto en dudas y sufrí
un durísimo golpe que no supe valorar en su real importancia, seguramente
exagerándolo en mis fantasías juveniles. Para mí, una persona sin honor no
tenía derecho a vivir. No obstante ese profundo pesimismo, mi ofensiva
reacción fue un furioso ataque contra la “nueva”, contra todas mis
compañeras, e incluso contra mi maestra. Pero de pronto ocurrió algo
maravilloso cuando, después de mi enfermedad, me levanté y salí de mi pieza
me encontré con mi madre parada delante de la puerta. Nunca supe el porqué
de su inesperada presencia; lo que sí recuerdo muy bien es que me tomó de la
mano y me llevó en silencio por las calles de nuestro barrio. Cuando al cabo
de varios minutos comenzó a hablar, su tema fue mi situación anímica,
aclarándome conceptos que me ayudarían a sobrellevar lo ocurrido en la
escuela. Creo que me resultó durísimo aceptar sus consejos. La tirantez que
se había originado en la clase recién empezó a aflojar cuando nuestra
enérgica e inteligente maestra exigió, de cada una de las alumnas, expresar
sus disculpas por las acusaciones contra mí. Una nueva, aunque más
reservada convivencia fue el resultado.
Aparte de este episodio, que conté solamente para expresar que mi
juventud también tuvo sus momentos críticos y que fue siempre mi madre
quien con su sabiduría educativa los supo supera; mis años escolares
transcurrieron feliz y pacíficamente.
El estudio posterior a la escuela primaria que yo cursé abarcaba seis
años hasta el bachillerato -como todo colegio secundario-. Fue mérito de
nuestro director haber sabido elegir a los mejores maestros para trasmitirnos
un sano y vasto tesoro de conocimientos básicos en los más variados temas.
El clima reinante en el colegio fue siempre abierto y libre de todo prejuicio.
Con especial afecto recuerdo a mi profesor de música, el señor Johl, un
músico de cuerpo y alma. Sus clases eran siempre un alegre cantar y sonar
que nos hacían olvidar sus severas exigencias profesionales. Todavía hoy
extraigo del cofre espiritual que nos legó aquel gran maestro, pequeños
tesoros musicales cuando vuelo silenciosamente cercana a] cielo. No sé
cuántas veces abrí ese cofrecito, pero sí sé que nunca quedó vacío, siempre se
volvió a llenar.
Así y de esta manera se complementaron hogar y escuela. A medida
que íbamos creciendo, también nos integrábamos más en los intereses y
opiniones de mis padres. Igualmente debo mencionar las semanales tardes
musicales en casa, cuando se practicaban en terceto o cuarteto, melodías de
nuestros genios del pasado. Muchos vecinos nos solían visitar para participar
de nuestros modestos conciertos. Nosotros, menores, podíamos hacernos
útiles mediante pequeños favores como ser dar vuelta a las hojas de notas o
servir el té durante las pausas. Aquellas tardes llevaban el sello espiritual de
mis padres, para quienes nunca existió vestigio alguno de brillo exterior. Sus
mundos eran internos. Mi padre era un hombre serio y tranquilo, a diferencia
de mí siempre alegre madre, pero esas tardes eran para él milagrosas, lo
transformaban por completo. Mientras normalmente parecía vivir solamente
para cumplir con sus obligaciones de trabajo y responsabilidad, aquellos
momentos de sosiego espiritual delataban su verdadero carácter gentil y
bondadoso. Pero por sobre todo ese ambiente de paz familiar y riqueza
cultural, flotaba el calor contagioso de mi madre. Aquellas tardes
representaron lo que substancialmente fue siempre mi hogar paterno; un lugar
tranquilo, sencillo, pleno de calor humano y basado en un estricto orden
moral. Desde nuestra más tierna infancia, jamás conocimos otra cosa que
estos principios, igual que el concepto del honor personal. Nuestros padres
nos enseñaron que lo que era válido para uno mismo lo debía ser igualmente
frente al prójimo, y en especial frente a nuestra querida patria. El amor por
ella era algo tan natural e indiscutible como el amor familiar, un sentimiento
arraigado en nuestros corazones por Dios, nuestro Creador. Por nuestros
padres aprendimos que esto era igual para todos los pueblos, para todo ser
humano que vivía ligado a los lazos espirituales e históricos de su país, fuere
ese alemán, inglés o de cualquier otra nacionalidad. Esto no tenía nada que
ver con un ciego y cerrado nacionalismo y menos para nuestros progenitores
con sus sanos y arraigados ideales. Quizás sirva como prueba de lo que
afirmo aquí, el hecho de que mi padre fue miembro de una logia, cuya
orientación ideológica era el amor al prójimo, sin vestigio alguno de
trasfondo político o partidario. Tal vez sus frecuentes viajes al extranjero
influyeron aún más en el carácter abierto de ambos. Mi padre por ejemplo,
estuvo antes de casarse, largo tiempo en China, mi madre en Francia e
Inglaterra. También mi hermano vivió durante un año en Inglaterra después
del bachillerato. Asimismo tuvimos albergada en casa a una estudiante
inglesa por varios meses. Todo esto contribuyó a que nuestro hogar siempre
estuvo abierto hacia el mundo, dispuesto tanto a recibir como a brindar
nuevas impresiones. Pero igualmente, para mis padres eso nunca significó
sacrificar el honor patriótico en lo más mínimo, una cosa nada tenía que ver
con la otra.
Durante mis múltiples vuelos y expediciones que más tarde me
permitieron conocer a todos los países europeos y a muchos otros lugares del
mundo, siempre pude comprobar que el nacionalismo era para todos y cada
uno de ellos un sentimiento natural, lógico e indiscutible. Tanto más
agradezco a mis padres que me enseñaron a estar siempre dispuesta a aceptar
lo ajeno con brazos y corazón abiertos, pero al mismo tiempo a comprender y
comprobar de esta manera la autenticidad de mi amor por mi propia patria y
mi ternura por el terruño natal. Indistintamente donde y en qué situación yo
me encontrara, nunca me sentí perdida, ni en las inmensidades vacías de otros
lugares, como tampoco cuando regresaba a la estrechez de mi propio país; el
íntimo apego a mi patria jamás dejo de existir dentro de mí, ni por un solo
instante. Ambos sentimientos se complementan maravillosamente, solo
depende individuo comprenderlos correctamente.
Por cierto que en aquel entonces aun no tenía la madurez como para
poder entender en toda su magnitud el valor de aquella educación, apenas si
me encontraba en el límite de los años juveniles de una nueva generación.
Seguían las cosas sencillas de la vida, las que dictaban mi quehacer diario. Lo
que sí comenzaba a convertirse en un tema importante era mi futuro
profesional. El hecho de que el destino natural de toda mujer era el de ser una
buena esposa y madre, nunca fue tema de conversación, era tan lógico que a
nadie se le ocurrió mencionarlo. Pero respecto de mi eventual futura actividad
profesional, por supuesto sí que hablamos a menudo y la elección era
naturalmente la de la medicina. Yo quería ser médica como mi padre y dentro
de ese marco, estimulado por la profunda religiosidad de mi madre y las
horas de catecismo, mi sueño se fue concentrando en el de ser doctora
misionera. Más aun, quería ser doctora misionera aviadora.
Con este deseo fue formándose por primera vez la idea de aprender a
volar. Yo tendría entonces unos trece o catorce años. Hasta ese momento, mis
ambiciones de saber manejar un avión no fueron mayores que las de muchas
otras criaturas, será por eso que mis padres no le dieron singular importancia,
y tampoco les preocupaba. ¿Qué jovencito con amplias fantasías y una vida
en medio de la naturaleza no expresa su deseo de hacer algo fuera de lo
común? Y sin duda, volar lo era.
Poder volar fue siempre un sueño de la humanidad y en un menor que
tanto se aparta de lo común para alcanzar la inmensidad del mundo, tanto
más. ¿No fueron acaso mis propios padres quienes me mostraban a las
cigüeñas en sus tranquilos vuelos, o el águila que subía y subía en círculo tras
círculo? Pero mis infantiles deseos eran para ellos, lógicamente, nada más
que fantasías que con el correr del tiempo se desvanecerían solas. Pero esos
deseos no se fueron desvaneciendo, al contrario, fueron creciendo con todo
pájaro que veía volando, con el cielo azul que veían mis ojos, y con toda
nubecilla que se movía silenciosamente. Crecía en mi algo así como una
nostalgia hacia aquella infinidad, una melancolía que no me abandonó más.
Es posible que mis padres se fueran dando cuenta, poco a poco, de lo
que me iba pasando y consecuentemente deben haberse aumentado sus
preocupaciones porque en principio siempre prestaron mucha atención de que
entre nosotros, los hermanos, no se arraigaran costumbres que podrían
conducir a vanidades o engreimientos. De ahí que un buen día mi padre,
quien veía con claridad mi persistencia respecto de mis deseos profesionales
ligados al afán de volar, me tomó de la mano sugiriéndome contraer entre los
dos un pacto: si yo lograba no hablar más sobre mis deseos hasta terminar el
bachillerato, él me daría el permiso de participar en un curso de vuelo de
planeador, en Grünau, localidad cercana a nuestra ciudad de Hirschberg, que
poseía una conocida escuela de vuelo sin motor. Su secreta esperanza era
naturalmente de que yo, al no hablar más de mis ilusiones por cierto tiempo,
calmaría mis fantasías hasta olvidarlas por completo. Pero en eso mi querido
papá se había equivocado totalmente. No podía sospechar cuantas veces me
acercaba en bicicleta al campo de los planeadores para observar, desde la
calle, los deslizamientos, los saltos y los vuelos de los alumnos en el
Galgenberg (nombre del campo donde se encontraba esa escuela de vuelo sin
motor). No sabía cuánto me significaba poder volar. Tanto mis padres como
mis hermanos conocían mi inclinación por la aviación sin motor, pero yo me
cuidaba muy bien de hablar sobre el tema, por un lado para no romper el
pacto cerrado con mi padre, y por otro lado para no pasar como engreída. Fue
así que desde aquel momento no pronuncié una palabra más del asunto. Una
curiosa casualidad me prestó ayuda.
En la hora de historia -yo estaba en el segundo año de la secundaria-
fue tratada la personalidad y sabiduría de Ignacio de Loyola. De acuerdo a lo
que nos relataban sobre su vida, el principio esencial de moral era: «El fin
justifica los medios». Para mí esa tesis era fea y en alto grado reprochable,
pero la personalidad misma del fundador de la orden me interesaba. Fui por
eso a la biblioteca pública para ver si encontraba literatura sobre él. Encontré
el pequeño libro «Meditaciones», creo que ese era su título, escrito por
Loyola mismo. Esas «Meditaciones» resultaron convertirse en ejercicios
mentales para una auto-educación. El pequeño libro me impresionó, por más
joven que aún era. Su propósito era llamarle la atención al ser humano sobre
defectos, recordárselos sin cesar, tratar de abandonarlos e imponer así su
voluntad.
Con toda energía comencé a practicar los ejercicios recomendados;
en primer lugar traté de apartarme de mi inclinación por los superlativos. Me
costó mucha fuerza de voluntad, pero después de varios fracasos surgieron
los primeros síntomas exitosos. Hasta mi madre, que no tenía la menor idea
de lo que yo había leído y estaba practicando, fue dándose cuenta del cambio
en mis actitudes. De esta manera, aquella breve escritura me ayudó a callar
toda vez que estaba tentada a hablar y realmente lo conseguí durante todos
los años que aún me faltaban para terminar con la secundaria. Cuando
después de absolver con éxito el bachillerato, mi padre quiso premiarme con
un hermoso reloj pulsera yo tímidamente no lo acepté, recordándole en vez su
promesa de permitirme participar en un curso de planeadores. Creo que al
decírselo debo haber palidecido; mi madre, sin pronunciar una sola palabra,
me tomó en sus brazos.
Mis padres quisieron que yo visitara una escuela de quehaceres
domésticos. Ingresé en el Colegio Colonial para Mujeres, de Rendsburg, un
instituto de excelente renombre que incluso podía servir como introducción
para el oficio de médica misionera. El colegio, un hermoso edificio de
ladrillos a la vista, estaba situado a orillas del canal Káiser Wilhelm. Detrás
se extendía el Gerhard-Hain, un bosquecillo compuesto por una mezcla de
abedules, hayas y pinos. Aparte de aprender a cocinar, lavar, planchar y
muchas otras actividades caseras, nos enseñaron el trato con gallinas, patos,
gansos, cerdos y carneros; tampoco faltaron oficios prácticos como ser
reparar calzados, cerraduras, vidrios ralos, etc. Por otra parte nos permitían
cabalgar y practicar tiro al blanco, y como ese colegio era considerado como
una institución preparadora de actividades misioneras, tuvimos clases de
idiomas, en primer lugar inglés y castellano, y a elección los idiomas
africanos Kisualieli y Herero.
Con expectativa y jocosa alegría esperábamos muchas veces la
pasada de las naves de la Marina de Guerra por el canal Káiser Wilhelm.
Cuando desde lejos sonaban las sirenas de esos barcos, nosotras salíamos
corriendo de la cocina, del establo o del jardín para saludar alegremente con
pañuelos y gorras a los jóvenes marinos, quienes por supuesto hacían lo
mismo y a toda voz desde las bordas. Los barcos entonces reducían al
mínimo sus marchas y los jubilosos saludos de ida y vuelta parecían no
terminar nunca.
Después de un año alcanzamos la meta del colegio. Un éxito muy
singular lo logré con los cerdos. Fue un episodio tan gracioso que lo tengo
que contar aquí. Era parte de nuestras obligaciones cuidar cada semestre, por
lo menos durante una semana, a estos a veces muy simpáticos animales. La
tarea era bien estimada pero esto mientras realmente eran todavía pequeños
«animalitos». A medida que iban creciendo, la estima se iba convirtiendo en
lo contrario: antipatía y hasta odio. Las amorosas cualidades de bebés poco a
poco desaparecían, dando lugar de manera creciente a rasgos agresivos y
maliciosos. A lo mejor era una consecuencia de los continuos cambios que
debían soportar por los alternados de sus cuidadores, es decir, por nosotras
mismas. Fuese como fuera, toda alumna que debía hacerse cargo de aquella
misión, contaba historias espeluznantes de ataques y mordeduras, al punto
que finalmente la dirección del instituto decidió sacrificar los cerdos. Pero
hasta que esto ocurriera, pasaría todavía una semana y justamente a mí me
tocó el turno. Un sentimiento bastante desagradable me invadió y a decir
verdad lo que sentía era miedo. Pero mi orgullo me prohibía mostrarlo.
Durante la noche previa a nuestro «encuentro» dormí mal y poco. Ya antes de
la hora rutinaria entré al corralón: eran las cuatro de la madrugada. Me había
adelantado para, en caso de fracasar, no verme confrontada con la burla del
encargado oficial que iniciaba su labor diaria a las cinco. Armada de
chancletas de madera, delantal de goma y una horquilla, entré sigilosamente
en el establo. Por desgracia, ese día los animales parecieron sentirse
especialmente molestos de que alguien les interrumpiera el sueño. Se
lanzaron furiosos sobre mí, haciendo trizas mi delantal, se aferraron al mango
de mi horquilla, con la que tímidamente trataba de defenderme, hasta
romperla en dos y me infundieron tanto pánico con sus mordeduras y
gruñidos que no atiné hacer otra cosa que salir corriendo del establo con el
resto del mango de la horquilla en la mano.
Mi vida la había salvado pero, y ahora ¿qué? El establo tenía que
limpiarlo, por más que de mi frente caigan gotas de sudor por el miedo que
tenía. Mientras ahí estaba yo temblando y pensando en lo que podía hacer,
repentinamente se me presentó una solución, quizás salvadora. Descubrí que
al lado del establo, con los furiosos chanchos, había un segundo ambiente y
que éste estaba desocupado. Enseguida me puse a sacar las herramientas y
elementos de trabajo guardados en ese segundo ambiente, abrí el portillo y
con una escoba conseguí ahuyentar ahí adentro a los furiosos animales. Con
alivio y tranquilidad pude entonces limpiar el establo.
La solución que había encontrado fue ideal, pero menos feliz me sentí
con el doble trabajo que me había impuesto con ella. Traté entonces de
educar a estos tercos animales cubriendo la porqueriza con paja para que la
utilizaran como lugar de comedero. El otro ambiente debía servirles para
dejar ahí sus chancherías. Inútil, no me comprendían. Sin embargo, seguí con
mis esfuerzos educativos. Cada hora controlaba el lugar y cada montoncito
que encontraba lo levantaba con la horquilla, se los hacía oler con la ayuda de
suaves golpes y lo tiraba en el segundo establo. Mis compañeras observaban
con sonrisas mis métodos pedagógicos, y como durante los primeros tres días
no tuve el menor éxito, apenas podía defenderme contra sus bromas. Pero
¡milagro!, al cuarto día no hubo más vestigio alguno de suciedad en
porqueriza original. Y así quedó hasta el final de sus contados tristes días.
Fue el único éxito que me hizo ganar elogios y asombro; porque
cuando durante las vacaciones de Pascuas estuve en casa y quise demostrar
cuantas lindas cosas había aprendido, me puse a cocinar para mi familia. Y
fue ahí donde me equivoqué a más no poder: acostumbrada a cocinar para
cincuenta personas, llené tanto la olla para hervir el arroz, que a mi pobre
familia no le quedó otro remedio que comer durante varios días esa, en sí,
deliciosa semilla. De ahí en más, nuestra cocinera volvió a hacerse cargo,
enérgicamente, de la cocina.
Capítulo 3 Me convierto en piloto de planeador. Mi
"Padre de Vuelo" Wolf Hirth.

Llegó el día en que volar se convertiría en realidad. Durante las


vacaciones de otoño, que fue en la época que todavía seguía cursando en
Rendsburg, obtuve el permiso de participar en un curso de la escuela de vuelo
sin motor de Grünau. El ansiado día empezó con una hermosa madrugada
otoñal. Yo subí en mi bicicleta, recorrí las calles de Hirchberg con sus casas y
caras tan familiares para mí, hasta alcanzar la ruta que me llevaría al lugar de
mis sueños. Las crestas de los montes silesianos se levantaban lejos ante mis
ojos y las praderas y los cultivos mohos lados de la carretera iban quedando
atrás. Parecían proteger Galgenberg (nombre del monte), mi meta final.
Era aún temprano por lo tanto bastante fresco, pero apenas sentía la
brisa. Mis piernas movían con bravura los pedales, el cielo sobre mí brillaba
con suave y poto color azul y los pájaros cantaban sus caprichosas melodías.
Mi corazón estaba lleno de júbilo. Sobre la cresta del Galgenberg, para el
profano no había nada que le pudiera llamar la atención. Un galpón como
muchos otros, pero quizás más grande que los demás. ¡Ahí estaban "ellos",
mis queridos planeadores, guardados y protegidos! Al lado había una
pequeña casa de madera que servía de cantina y refugio en días de mal
tiempo. Ver todo aquello me hacía latir el corazón con fuerza. ¡Aquí
comenzaba mi nuevo y ansiado mundo! Llena de confianza y esperanzas,
pero igualmente muy nerviosa, me encontré en medio de un pelotón de
hombres jóvenes parados al lado de un planeador. Con atención escuchaba
las primeras instrucciones que acertadamente a viva voz daba el conductor
del curso, Pit van Husen. Los vuelos con planeadores no se inician con
teorías; solo práctica y experiencia significan todo. El primer paso es el
balanceo. Después de que varios hombres lo hicieran, me tocó el turno a mí.
Con fuertes latidos de corazón me senté en el asiento abierto del "Grunau 9".
Yo medía ciento cuarenta y cinco centímetros de altura y pesaba
apenas cuarenta y cinco kilos. Y a todo esto, ¡nada menos que ser mujer! No
era de extrañar entonces que los muchachos hicieran sus lindas bromas. El
lugar que le correspondía a una chica era la cocina, no el avión. Pit van
Husen sostenía el planeador en posición horizontal desde el extremo de una
de sus alas. Igualmente la máquina temblaba como pájaro espantado ante el
menor movimiento, siempre dispuesta a inclinarse hacia uno u otro lado en
cuanto Pit la soltaba. El alumno entonces tenía que tratar de mantener el
equilibrio con los alerones, y evitar que alguna de las alas tocara el suelo.
Después de mí les tocó el turno a otros más. Uno lo hacía bien, otro no.
Elogios se escucharon pocos, pero sí retos para quienes se mostraban torpes.
Más de uno bajaba del asiento con cara hecha un tomate, pero finalmente
todos aprobaron.
A continuación tuvimos que aprender a deslizamos sobre el suelo. Pit
van Husen designó a dos equipos de cuatro hombres cada uno para enganchar
dos sogas elásticas en la trompa del avión y otros hombres que lo sostenían
en la cola. Su primera orden era "estirar", lo que significaba que los de
adelante debían avanzar hasta dejar tensas las dos sogas. Luego "correr". Los
dos grupos delanteros entonces corrían hasta alcanzar la mayor tensión
posible de las sogas, y finalmente la última orden: "soltar". El equipo que
sostenía atrás soltó las sogas, y la "cunita voladora"' fue catapultada hacia
adelante al ras del suelo. Las dos sogas delanteras consecuentemente caían al
piso al perder su tensión. El piloto tenía que tratar de mantener el equilibrio, y
además deslizarse en línea recta, con la ayuda de los pedales, con los que se
manejaba el timón de dirección. Pit van Husen nos explicó después que más
adelante haría hacer estirar un poco más las sogas, de modo que de los
deslices resultarían pequeños saltos, al principio de unos pocos metros y
apenas sobre la tierra.
De a poco aumentarían estos primeros ensayos hasta llegar a
diminutos vuelos, casi sin darse cuenta el piloto. El Examen-A prescribía un
tiempo de vuelo de treinta segundos. Volar realmente no perecía ser difícil.
Así al menos lo creí yo cuando me tocó el turno. Tomé asiento, ajusté el
cinturón, y... ¿Qué pasaría si movía tan solo muy poco, para atrás, la palanca
de comando sin que nadie lo notara? ¿Se alzaría la "cunita voladora" y con
ella yo, un metro del suelo? Después de todo, lo que quería era volar por
encima de la tierra y no deslizarme sobre ella.
Pero los pícaros muchachos ahí adelante pensaron: a esta chica ya la
vamos a mover del sitio y corrieron con gritos a todo pulmón cuando van
Husen dio la orden de correr. Yo, por mi parte, pensé: "Corran, chicos
nomás". Movería apenas la palanca de comando, solo tanto como para
levantarme del suelo unos quince a veinte centímetros. De que estaba
prohibido hacerlo, no me preocupaba. ¡Yo la moví!
Lo primero que noté fue que la "caja" dio un tremendo tirón para
adelante, y que a mi cuerpo, atado al asiento, lo pegó contra el respaldo,
sobre todo mi cabeza. Por un instante quedé aturdida sin saber lo que pasaba.
Pero en cuanto me repuse, me di cuenta que no me deslizaba sobre el pasto,
como era la orden, sino que volaba. Veía el cielo, nada más el cielo. La "caja"
con mi peso pluma, más el tirón exagerado de los muchachos y la palanca de
comando que yo había movido para atrás, sin duda demasiado, subió en
forma casi vertical.
“Empujar" oí gritar de abajo, "empujar". Yo lo hice, empujé la
palanca para adelante hasta su tope. La caja, que tenía todavía suficiente
velocidad, reaccionó correctamente. No era más el cielo lo que yo veía, sino
la tierra. ¡Mi pájaro se precipitaba a tierra! ¡Era impresionante!
Instintivamente moví entonces la palanca para atrás y nuevamente vi cielo,
nada más que cielo. Después otra vez tierra y nuevamente cielo y otra vez
más tierra. Entonces, de repente, yo me daba cuenta que la máquina perdía
velocidad, un fuerte golpe que incluso hizo romper los cinturones y mi
aventura terminó. No fue muy lindo el final, porque a mí me tiró del asiento,
pero al menos el planeador quedó ileso. A decir verdad, yo me había
imaginado que volar era más suave. Estas subidas bajadas me resultaron
bastante aventureras.
Con grandes griteríos vinieron corriendo los demás alumnos al lugar
del Hecho. Para ellos era lógico que una chica no fuera para estar sentada en
un pájaro volador, su lugar correcto era estar parada delante de una olla.
Yo, por mi parte, me reía como si nada hubiese ocurrido. Me levanté
del suelo y me paré entre ellos sin importarme sus burlas. Pero me había
olvidado de Pit, el instructor. Casi sin aliento por la corrida se paró delante de
mí y empezó a gritarme, a gritarme como solo puede hacerlo alguien que no
llega a comprender como una persona puede cometer tan increíbles
estupideces, haciéndole temblar de miedo al otro. Jamás en mi joven vida
había escuchado reto tan tremendo. No entendí todo lo que me dijo, pero sí
recuerdo que lo que había hecho fue desobediencia, indisciplina, y, lo peor,
que yo sería inepta para volar.
Después vino lo peor: "En castigo", me gritó, "le prohíbo volar
durante tres días". Dio media vuelta y se fue. Con él se retiró también parte
del alumnado, mientras el resto me ayudó a montar la "caja" sobre el tren de
despegue y llevarla de vuelta al principio de la pista. Desde aquel momento
fui llamada la Estratosfera. Cuando a la tarde volví, en bicicleta, totalmente
deprimida a casa, sabía con seguridad que me había comportado mal,
indisciplinada y desobedientemente, pero inepta para volar no era. Estaba
convencida de que en esto Pit se equivocaba. Ya se lo demostraría, tanto a él
como a los otros. Por suerte para mí, fue que no supe aquella noche, ni
durante los próximos días, que ese mismo día se había decidido excluirme del
curso a la primera oportunidad. Pit van Husen se reunió, como de costumbre
con el director del colegio de planeadores de Grünau, Wolf Hirth, para
informarle sobre los acontecimientos del día. Lógicamente mi aventura fue el
tema central. "A esta chica la despedimos", dijo Wolf Hirth tranquilamente al
terminar van Husen con su informe. "No queremos cadáveres". De esta
decisión por supuesto yo me enteré recién mucho tiempo después.
Cuando llegué a casa, alegué estar muy cansada como para contar
como me había ido ese primer día en la escuela de planeadores por lo que
pedí disculpas y me retiré a mi cuarto. Dormirme fue imposible, en mi cabeza
daban vueltas y vueltas los acontecimientos de ese día. Pit van Husen tenía
toda la razón del mundo al enojarse conmigo. Desobedecer una orden era en
la aviación un pecado mortal. La más pequeña negligencia respecto de los
peligros inherentes a la aviación, podía tener trágicas consecuencias. La
propia muerte sería todavía la menor, pero ¿las demás? Grabé en mi cerebro a
fuego, que el más estricto cumplimiento de las reglas que rigen en la aviación
son preceptos sagrados. Creo que aquella lección que yo misma me había
dado en aquel momento, me permitió seguir viviendo hasta hoy.
Pero la noche parecía no terminar y cuanto más se extendía, tanto
más crecían mis dudas. ¿No podría ser que Pit van Husen tenía razón? ¿Sería
acaso cierto que yo era inepta para volar? Las dudas se habían despertado y
no me dejaron tranquila. Algo tenía que hacer. Repentinamente tuve una idea.
Me levanté y busqué en la pieza un palo, un bastón o algo parecido. Me senté
en la cama con las piernas encogidas, y tomé el palo entre mis rodillas,
exactamente igual como en el asiento del planeador. Cerré los Ojos y me
imaginé estar sentada en él. Empecé entonces a balancearme y a mover
levemente el palo en dirección opuesta, tal como debe hacerse con el timón
para evitar que las alas toquen el suelo. En cuanto creí haberlo aprendido, me
imaginé el despegue. Di entonces las correspondientes órdenes, sin darme
cuenta que las estaba dando a toda voz, tan concentrada estaba en mi
ejercicio. “Extender", "correr", "soltar".
Sentí verdaderamente el apretón contra el respaldo, igual como lo
había sentido a la mañana. Pero ahora no moví el palo, lo dejé quieto entre
mis rodillas. En mi imaginación me deslizaba sobre césped, mantenía firme la
dirección y balanceaba de modo tal, que ninguna de las dos alas se inclinara
hacia uno u otro lado. Finalmente la "caja" quedó parada. Estaba segura que
mi "deslizamiento" había sido perfecto. Repetí una vez más el ejercicio,
luego otra vez, y otra vez. Creo que me pasé arriba de una hora haciendo lo
mismo, hasta que finalmente me dormí, contenta y satisfecha conmigo
misma.
Cuando a la mañana siguiente el despertador me arrancó de mi
apacible sueño, antes de levantarme volví a repetir el ejercicio. Después del
desayuno, monté mi bicicleta y me dirigí nuevamente a Grünau. Mis niñeros
no ahorraron en bromas y burlas y el clima espiritual no era precisamente
muy suave, al contrario, sus expresiones eran masculinamente rudas. Para mí
fue una experiencia bastante desagradable, pero igualmente provechosa. Por
otra parte, yo estaba absolutamente convencida que pronto toda cambiaría.
Por ahora, lo único que me "permitían" hacer, (por no emplear la palabra
"castigo") era ayudar a subir la caja después de cada deslizamiento a su lugar
de despegue.
Durante todo el día había mucho que aprender. Yo observaba
concentrada todo deslizamiento y registraba mentalmente las observaciones y
críticas de nuestro instructor. Rápidamente aprendí a reconocer errores y
aciertos.
Cuando después de la cena en casa y de la tradicional sobremesa me
encerré nuevamente en mi cuarto, repetí los ejercicios del día anterior. Me di
cuenta cuanto me había ayudado escuchar atentamente las observaciones del
maestro hechas durante la jornada. Los deslices imaginarios me salían muy
bien, hasta llegué a probar pequeños saltos. Cuando finalmente me acosté
para dormir, lo hice con la plena convicción y satisfacción de que ese día
había aprendido mucho, a pesar de que no pude practicar yo misma por el
"castigo".
El segundo día de castigo lo empecé de nuevo con mis ejercicios en
la cama. Ya el día anterior había empezado con mis saltos imaginarios
después de los deslices. Hoy comencé a mover mi palanca para al ras con la
mayor suavidad posible, de modo que en mi imaginación la caja se elevaba
del suelo quedando a unos quince metros en el aire. Me sentía ya muy segura
y olvidándome de todo a mi alrededor, empecé a dar en mi pieza las órdenes
de largada a toda voz. No era de extrañar entonces que mi familia comenzara
a preocuparse por mi salud mental. Durante el desayuno y la cena me miraron
de reojo, y quien sabe lo que pensaría.
El segundo día de castigo en Grünau transcurrió como el primero:
ninguna otra actividad para mí que ayudar a los demás muchachos a levantar
la caja sobre el tren de despegue después de cada deslizamiento y llevarla al
punto de largada. Con atención escuchaba las críticas y observaciones que Pit
van Husen le hacía a cada alumno.
En esos días una feliz casualidad me ayudó a alimentar mi sed por
conocimientos y ansias por aprender. Junto con nuestro curso de
principiantes, tenía lugar otro para más avanzados. Sus participantes podían
sentarse ya en máquinas cerradas y sentirse como aviadores mayores de edad.
Las largadas se producían desde la ladera sur del monte y permitían hacer
deslizamientos, vuelos rectos y hasta con giros prescriptos. Para alegría mía,
este curso tenía su pausa de mediodía en horario distinto al nuestro. Y
mientras mis condiscípulos se sentaron a la mesa para almorzar yo me
escabullí secretamente al monte para observar con sentida nostalgia como
aquí se volaba en serio. Como sucedía en nuestro curso de principiantes,
también aquí cada alumno recibía concretas instrucciones antes de largar.
Todo lo que oía era para mí totalmente nuevo. Si, por ejemplo, se quería
hacer una curva para la izquierda -yo lo escuchaba decir y lo repetía
mentalmente-, había que mover los alerones y el timón de dirección hacia la
izquierda. Más tarde, cuando en casa habíamos terminado de cenar y me
encontraba sola en mi pieza, empecé a practicar las curvas con mi bastón.
Una curva suave, la otra cerrada, y siempre prestando atención que ambas
fueran ejecutadas fluidamente. Al tercer día volaba en mi fantasía con tanta
seguridad, como si ya hubiese tenido bastante práctica y experiencia. Me
sentía de sobremanera feliz y las burlas de mis camaradas -que nunca faltaban
en Grünau - no me molestaban más ni podían quitar mi optimismo.
Después de los tres días de castigo pude volver a practicar mis
deslizamientos. El castigo había sido suficiente aprendizaje como para que
volviese a cometer una nueva desobediencia, había aprendido la lección.
Cumplí con el mayor cuidado y al pie de la letra lo que Pit van Husen me
indicaba. Y así logré a la perfección realizar mi primer deslizamiento. Pit van
Husen se mostró satisfecho. No hubo más motivo para expulsarme de la
escuela. Durante los próximos días pude recuperar los despegues perdidos.
Los deslices me salían todos bien, y hasta diría que uno mejor que el
otro. Luego siguieron los saltos, pequeños y grandes. Pronto estuve a la altura
de los demás practicantes. Y luego llegó el día que me trajo una inesperada
alegría. El primer alumno de nuestro curso fue aceptado para rendir el
Examen-A. Era un hombre corpulento, casado, quizás de unos cuarenta años
de edad, que ya durante la Primera Guerra Mundial había participado en
vuelos militares como observador y que por lo tanto nos aventajaba en
experiencias, pero ese día tuvo mala suerte. Había poco viento y su peso era
demasiado elevado para el examen. Por más que el equipo de largada estirase
las sogas, la máquina no alcanzaba la velocidad necesaria como para elevarse
del suelo. No fue de extrañar entonces que el pobre se puso nervioso y
empezó a deslizarse por el barranco en zigzag. Nosotros corriendo detrás a
gritos para llevar la caja de vuelta a su lugar. Cuando llegamos arriba, Pit van
Husen nos explicó los errores de esta fallida largada. Mientras comentaba el
asunto, me indicó a mí que me sentara en el cajón, porque un planeador
nunca debía quedar sin peso al aire libre ya que el viento lo podría tumbar.
Por primera vez estaba sentada en un planeador ubicado a mayor altura.
¿Acaso no era que debía arrancar? Si fijaba mis ojos en un determinado punto
del horizonte, con toda seguridad mantendría la recta, tal como tenía que ser.
Si entonces... No me había dado cuenta que los demás me estaban
observando, riéndose, incluso Pit van Husen, que me ordenó «Bueno Hanna,
ajústese los cinturones» pensando quizás que desde esta modesta altura
podría efectuar un desliz sin peligro alguno. Los muchachos parados
alrededor aprobaron con júbilo la orden. Seguramente ya se imaginaban
como se repetiría el espectáculo de mi primera prueba. Con mi escaso peso
no podría mantener la caja sobre el suelo. Los equipos de largada se ubicaron
rápidamente en sus lugares, las órdenes fueron dadas como de costumbre y la
caja comenzó a alzarse despacio del césped. Enseguida me di cuenta que
tenía velocidad y que no tendría sentido tratar de empujar la máquina para
abajo. Dejé por eso el timón flojo en mi mano y busqué aquel punto en el
horizonte que debía servirme para mantener la dirección correcta. Después
miré a la izquierda y a la derecha y por suerte ninguna de las alas se había
inclinado.
En ningún momento sentí inseguridad. Mis intensivos ejercicios
imaginarios en casa mostraron sus primeros frutos. Pero toda suerte suele
llegar a su fin. Empecé a perder altura y la pradera se me acercaba más y más.
Tal como lo prescribían las instrucciones, posé la caja sobre el suelo, dejé que
se deslizara hasta parar y observé como, el ala izquierda se inclinaba
lentamente hacia abajo. No me moví, no me levanté, no miré a mi alrededor,
simplemente me quedé sentada en mi querida caja. Me sentía inmensamente
feliz, creo que creí soñar. Mis compañeros llegaron corriendo y con gran
ruido desde el lugar de despegue. Treinta y nueve segundos había volado.
Treinta segundos era el tiempo obligatorio para rendir el Examen-A.
¡Qué suerte tuvo la chica! ¡Increíble suerte! ¡Era de envidiarla! Pero,
en fin, hasta la gallina ciega encuentra un grano. No me importaba lo que
decían ni como interpretaban los treinta y nueve segundos.
Yo no dije nada, sencillamente estaba emocionada por lo vivido.
Juntos levantamos la caja sobre el tren de despegue y la llevamos cuesta
arriba. Allá nos esperaba Pit van Husen. «Esto seguramente fue mera
casualidad. Para la aprobación del Examen-A no se lo puedo reconocer». Y
tras una breve pausa agregó: «Lo mejor será que lo pruebe otra vez». Lo miré
como si no lo hubiera entendido bien. Pero debía haber sido así nomás, su
rostro no mostraba ninguna huella de broma. También los demás alumnos
alrededor nuestro lo interpretaron así y se les notaba en sus caras la alegría y
el asombro.
Naturalmente sentí alegría, una gran alegría, pero al mismo tiempo
tuve una sensación de inseguridad. ¿Acaso no pretendería demasiado? ¿No
sería que me sobreestimaría si volviese a subirme a la caja? Lo ocurrido
recién en realidad debía ser solamente un deslizamiento; de que después
resultó ser un vuelo, podría haber sido realmente una casualidad. Pero
ahora... De pronto tuve que pensar en mi madre. Aquí, rodeada de ruidosos
jóvenes, la sentí dentro mío como si estuviese parada al lado,
transmitiéndome confianza en mí misma, recordándome igualmente mantener
modestia y pre-viniéndome de toda arrogancia. "No madre", le dije para mis
adentras, "te prometo no pretender nada fuera de mi alcance y si no ha de ser
de otra manera y la largada no llegara a tener la suficiente fuerza, pues
entonces no será un vuelo, sino solo un desliz."
En eso sonaron los comandos y nuevamente se elevó la caja y por
segunda vez pude volar. No lo podía creer. Y otra vez asenté la caja
correctamente sobre el suelo. "Hui, Hui", escuchaba yo los lejanos gritos de
dieciocho gargantas masculinas. ¡Esto en el idioma de Grünau significaba
que había aprobado el Examen-A! No podía ser, seguramente los gritos eran
para otro, para algún adelantado. Pero no ¡realmente eran para mí!
AI día siguiente vino Wolf Hirth a Galgenberg. Quería conocer
personalmente a esa chica que por poco había destruido la máquina en su
primer deslizamiento y ahora, inesperadamente, había aprobado el examen-A.
Era un hombre de estatura alta, tenía cabello espeso y oscuro, frente
ancha y una mirada que denotaban tanto bondad como picardía, al menos
cuando me observaba. Para nosotros, sus alumnos, era un semidiós. ¿Era
entonces de extrañar que me latiera el corazón hasta la garganta cuando me
ordenó volver a despegar?
Las condiciones eran exactamente las mismas como las del día
anterior: la misma pradera, el mismo lugar de despegue...
A Wolf Hirth le debe haber causado alegría verme volar con tanta
seguridad. Lo que por supuesto no podía imaginar, era cómo lo había
logrado. Como recompensa me permitió largar al día siguiente y bajo
indicaciones personales, desde un punto más elevado, de modo que el vuelo
sería bastante más largo. Después seguí volando, bajo su dirección, casi todos
los días. Me mostró como se volaban curvas, curvas-S que son necesarias
para los exámenes del grupo B, giros suaves y curvas cerradas, y cada vez su
asombro aumentaba al ver que las lograba siempre y sin problemas. Sobre
mis ejercicios en la cama, todavía no me animaba a contarle. Yo misma
recién me di cabal cuenta de la importancia que tuvieron aquellos ensayos
mucho más tarde, cuando me tocó el turno de enseñar el arte de volar a
jóvenes principiantes, tanto en Alemania como en otros países. Y algo que
siempre volví a constatar fue que el que mejor se podía concentrar era quien
aprendía más rápido. Sin duda esa capacidad yo ya la tuve cuando empecé
con mis ejercicios en la cama. No se la debo solamente al libro de Ignacio de
Loyola sino, otra vez, también a mi madre.
En mi infancia -yo habría tenido quizás unos seis años- mi madre nos
hacía acostar después del almuerzo, a mi hermano y a mí, sobre la alfombra y
con las manos juntas bajo la cabeza. Teníamos que cerrar los ojos y tratar de
no pensar en nada durante cinco minutos. Ella, por su parte, se sentaba en una
silla y nos observaba. Para mí era un misterio como lo podría lograr. Apenas
cerraba los ojos, una interminable cadena de visiones se mezclaba en mi
cabeza: mi muñeca que no había lavado, el tren mi hermano Kurt, el árbol en
el jardín que quería trepar, todo se me cruzaba desordenadamente por el
cerebro. De vez en cuando miraba de reojo a mi hermano, que estaba
acostado cerca, con los ojos bien cerrados. Enseguida volvía a cerrar los míos
tratando de no pensar. Era inútil, ningún buen propósito ni buena voluntad
fructificaban. Entonces le pedía a Dios que me ayudara a no pensar. Y cada
vez que teníamos que acostarnos sobre la alfombra, volvía a pedirle a Dios
que me ayudara.
Un buen día le confesé a mi madre que no lograba aquello de no
pensar en nada y que por eso no llegaba más allá que a ese ruego a Dios. Para
asombro mío, se rió de todo corazón y me aconsejó seguir con mis pedidos.
Si bien no había logrado que yo me librara de mis confusos pensamientos y
consiguiera el deseado relajamiento, fue que aprendiera a concentrarme en un
determinado propósito. Ni ella ni yo nos imaginamos cuánto me ayudaría eso
en mi futura vida.
Después de ese curso en la escuela de planeadores de Grünau, regresé
a Rendsburg. Medio año más tarde terminó para mí el periodo escolar.
Nuevamente tenía ante mí los ansiados días de las vacaciones. Los había
estado esperando ansiosamente porque el permiso de mi padre para volar
incluía la participación del Curso C en Grünau. Nuevamente subí en mi
bicicleta para ir al Galgenberg. Los ensayos se hacían ahora del lado sur del
monte. Aparte de nuestro profesor Steinig, se encontraba generalmente
también el Director de la escuela, Wolf Hirth.
Los primeros cuatro días prácticamente no soplaba viento, tiempo
suficiente para practicar, desde la cima de la ladera, vuelos deslizantes con
una determinada curva S. Las máquinas no eran ahora los aparatos abiertos
como al principio, sino verdaderos planeadores con casco cerrado y asiento
revestido. Todo eso nos llenaba de orgullo.
La condición mínima para aprobar el Examen-C era estar en el aire
por lo menos cinco minutos, pero ¿cómo puede uno mantener en el aire
durante cinco minutos a un avión sin motor y más aún ganar altura? Todo el
mundo vio, sin duda, aterrizar un avión motorizado: con sus motores
apagados se desliza lentamente hacia la pista de aterrizaje, perdiendo al
mismo tiempo, paulatinamente, altura. Nada más lógico y entendible.
Igualmente comprensible es que un avión sin motor catapultado desde la
cima de un monte se deslice hacia abajo. Pero, ¿cómo hace entonces para
ganar altura en vez de perderla? Para explicar eso anoto aquí un ejemplo que
nos mencionó una vez Wolf Hirth. Imaginemos un ascensor con una escalera
adentro. Yo me ubico en el peldaño superior y empiezo a bajar, lo cual
significa que voy perdiendo altura. Pero si al mismo tiempo el ascensor
comienza a subir, yo llego al último piso a pesar de haber perdido,
personalmente, altura. En este ejemplo, yo represento el avión que, si bien
pierde altura por el deslizamiento, la gana por el viento ascendente, en el
ejemplo el ascensor, cuya fuerza es mayor que la mía al bajar la escalera.
Todo vuelo planeador, significa irremediablemente pérdida de altura. Pero si
la velocidad ascendente de la corriente de aire, en la cual se encuentra, es
mayor que la propia descendente, entonces el planeador sube, en vez de bajar.
La corriente de aire que sube, la llamamos "viento ascendente".
¿Cómo se originan estos "vientos ascendentes" que logran mantener en el aire
a toda una máquina?
Hay muchas clases de vientos ascendentes. El más simple es el viento
de ladera. Lo encontramos, por supuesto, solamente en regiones onduladas o
montañosas y en barrancos costeros. Las barreras formadas por estos
obstáculos, hacen que el viento horizontal se desvíe hacia arriba. Pero una
vez alcanzada la cima del obstáculo, baja nuevamente del otro lado. A éste lo
llamamos entonces "viento descendente". Si despegamos entonces desde la
cima de una colina y nos mantenemos del lado con barlovento, es decir con
viento ascendente, podemos volar de un lado para otro llevados por el viento
y siempre que tengamos la suficiente energía como para quedarnos sentados
en un taburete que causa dolores y de no quedarnos dormidos cuando el vuelo
se hace largo.
Para un Examen-C se necesita además suerte con las condiciones
climáticas. Regularmente un curso "C" no dura más de catorce días. Si en ese
lapso no sopla viento, al alumno no le queda otro remedio que regresar triste
a su casa sin el ansiado diploma "C". Porqué hasta al más destacado aspirante
de nada le serviría su talento para volar si el tiempo no lo apoya. Nuestro
curso tuvo suerte. Si bien durante los primeros días casi no soplaba viento
alguno, durante la quinta jornada, por fin, sí se levantó una agradable brisa de
oeste. Juntos con Wolf Hirth y nuestro profesor Steinig subimos, con grandes
esperanzas, la extensa ladera occidental de la Tomada. El lugar de despegue
quedaba a unos treinta metros debajo de su cima. Aquí pues, estábamos
nosotros parados al lado de nuestra máquina, un grupo de fuertes y altos
jóvenes muchachos tostados por el sol y entre ellos yo, chiquita, delgadita y
con los nervios encrespados al máximo.
¿Lo lograría? ¿Podría mantener la velocidad correcta, sin volar ni
demasiado rápido ni demasiado despacio? ¿Alcanzaría el viento como para
no encontrarme, de repente, abajo sobre la pradera de aterrizaje? ¿Sería capaz
de cuidar bien la altura sin tocar los árboles, hasta llegar a sobrevolar la cima
de la loma? Y luego, ¿lograría aterrizar sin hacer añicos la máquina?
En mi cabeza las preguntas y las dudas daban vuelta corno en un
torbellino. De repente oí mi nombre y eso indicaba que tenía que prepararme
para el despegue. Busqué las almohadas (una respetable cantidad) que había
traído para poder mirar afuera una vez sentada en el avión, y me ajusté el
cinturón. Wolf Hirth se me acercó para indicarme que enseguida, después del
despegue, me mantuviese a la derecha de la colina y bien cerca de ella, sin
llegar a tocarla, por supuesto. Por lo demás, yo misma me tendría que dar
cuenta lo que el viento dispondría. Su voz me tranquilizó. Me inspiró
confianza en mí misma y seguridad. Nada iría mal.
No fue lo único que Wolf Hirth me dijo, le siguieron diversas
instrucciones. En primer lugar, tendría que tratar de mantener siempre la
misma velocidad. En cuanto alcanzara el final de la colina, tendría que dar
vuelta ciento ochenta grados contra el viento, para no pasar la cima, porque
del otro lado tendría el viento descendente que me llevaría rápidamente para
abajo. Podría volar entre cinco y diez minutos y para señalizar el momento de
aterrizar, los hombres formarían una cadena humana. Tendría que aterrizar
entonces sobre la amplia pradera que ya conocía de las prácticas durante el
curso.
Los equipos de largada se ubicaron en sus lugares. "Estirar", "correr",
suelten". Un pequeño tirón me apretó contra el respaldo y la aeronave quedó
flotando en el aire. En suave curva comenzó a deslizarse a lo largo del monte.
Arbustos, pinos y abetos seguían estando todavía más altos que mi avión. Mi
gran deseo era que el viento ascendente me elevara a la altura de ellos. Y así
ocurrió: pronto volaba a la par de sus coronas. De repente, una fuerza
invisible empujó la máquina hacia arriba y a mí contra el asiento. El
barlovento comenzó a llevarme más y más hacia lo alto, de modo que antes
de llegar al final del monte, su cima quedó abajo. ¡Por primera vez volaba
como un pájaro! Mi primera curva, al final del monte, la hice todavía
tímidamente. ¿Perdería ahora altura? ¿Alcanzaría el viento ascendente como
para poder mantenerla? Pero por suerte las cosas me salieron bien. Al dar la
segunda curva sobre el sitio de despegue ya me sentía mucho más segura.
¡Qué distinto se veía el mundo desde las alturas! Si bien me encontraba a solo
cien metros del suelo, los hombres, ahí abajo sobre el lugar de despegue, me
parecían increíblemente pequeños, sus caras ya no las reconocía.
Ahí estaba la pendiente sur del monte con el galpón de los aviones y
ahí, como piezas de un rompecabezas, la escuela, el pueblo y en la lejanía, la
linda y querida ciudad con sus familiares torres. ¡El mundo era
indescriptiblemente hermoso!
De pronto vi adelante a dos águilas volando a igual altura y sin mover
sus alas. Supe entonces enseguida que donde estos pájaros vuelan sin aletear
ahí encontraría el necesario aire ascendente. Decidí por eso seguirlas. Con mi
aeroplano tenía algo más de velocidad que ellas, ¿huirían en cuanto las
alcanzara? Ya reconocía sus plumas y sus colores, pero ellas solo tenían sus
cabezas y ojos fijados en ese pájaro grande que me llevaba a mí. ¿Por qué,
después de todo, iban a huir de un hermano más grande?
Llevadas por el viento y sin mover sus alas, seguían sus caminos, y
yo trataba de imitarlas de igual manera. Pero ellas lo hacían mucho mejor que
yo. De repente las volví a ver arriba de mí y de nuevo comenzó el juego.
Nuevamente las seguí, encontrando siempre el viento ascendente donde ellas
estaban. No veía ni pensaba en otra cosa, hasta que por casualidad cayó mi
vista sobre mi reloj. Imposible, no podía ser que los diez minutos que me
había concedido Wolf Hirth ya habrían pasado. ¡Más de veinte habían
transcurrido! ¿Andaría mal mi cronómetro? Tendría que verlo en la cadena
humana que querían formar para avisarme. ¡Mi Dios! Sí, ahí estaba
blandiendo a más no poder sus gorras y pañuelos. ¿Cuánto tiempo habrían
estado haciéndolo? De nada valió que el susto me llenara de espanto, tenía
que regresar de inmediato. Sentí angustiada mi negligencia, mi
irresponsabilidad. ¿Acaso no sería penada por segunda vez por mi
desobediencia? Y lo peor: quizás por culpa mía perdería otro candidato la
oportunidad de realizar su vuelo y aprobar el examen. ¿Quién podría saber si
al día siguiente volvería a reinar el buen tiempo de hoy?
Desde la pista de aterrizaje hasta el lugar de despegue se necesitaban,
por lo menos, treinta minutos, aun con la ayuda de caballos para acarrear la
máquina. Pero, ¿qué pasaría si en vez de aterrizar en el lugar destinado para
eso, aterrizase en el propio lugar de despegue? Lugar suficiente había. El
asunto debía ser bien pensado para no patinar más allá del límite del espacio
destinado a los despegues. Caso contrario, fácilmente podrían producirse
roturas. Con cuidado me dejé llevar hacia el viento descendente, pero
solamente hasta el punto que me permitiría alcanzar de nuevo el lado del
viento ascendente. De esta manera fui perdiendo rápidamente altura,
dejándome llevar por el viento para atrás, no muy alto, por encima del terreno
y en el momento que me pareció más adecuado bajé la máquina a gran
velocidad hasta casi tocar tierra. En la medida que ésta se me acercaba moví
la palanca con cuidado para atrás para finalmente deslizarme sobre ella,
todavía con bastante velocidad, hasta el lugar de despegue. Estuve con mi
caja justo en el lugar adonde quería llegar. Y a la caja no le pasó nada, estaba
sana. De alegría creí que me estallaría el corazón.
Lo que allá arriba yo no podía oír, era lo que Wolf Hirth decía ahí
abajo. Eran maldiciones y arranques de enojo por mi indisciplina, mi mala
conducta, mi terquedad, cualquier cosa. Veía ya la máquina destrozada y todo
por esa caprichosa chica que no sabía cumplir sus órdenes. Se calmó recién
cuando vio a la aeronave en el suelo. Su enojo y sus nervios se calmaron al
presentarme yo ante él. Me tiró un poco de la oreja y dijo: «A decir verdad,
tendría que estar muy enojado con usted por no obedecer mis indicaciones.
Como advertencia para los demás alumnos repito aquí con énfasis que quien
en el futuro haga algo parecido, recibirá prohibición de despegue. Disciplina
ante todo». Y dirigiéndose a mí: «El vuelo como tal, fue correcto». Era
censura y elogio al mismo tiempo. ¿Era de extrañar entonces que el día me
pareciera paradisíaco? Días después me enteré que mi vuelo le había causado
alegría.
El orgullo de la escuela fue un nuevo avión, reservado en principio
para Wolf Hirth y los instructores. Pero no obstante se me permitió también a
mí volarlo, y encima; hacerlo todo el tiempo que quisiera si el viento lo
permitía. Por primera vez pude entonces volar sin estar sujeta a limitación
alguna. Por primera vez era libre como un pájaro. Despegué con .mi corazón
lleno de júbilo, planeé silenciosamente en el aire todo el tiempo que los
vientos me lo permitían y extraje de mi cofrecito musical, escondido en algún
lugar de mi cabeza, las más lindas canciones aprendidas en casa y en la
escuela primaria. Las fui cantando hacia el cielo que me rodeaba, sin darme
cuenta que había refrescado mucho, que incluso caía lluvia alternando con
nieve y que en realidad allá arriba el asunto se había tornado bastante
incómodo.
Después de cinco horas y pico, el viento comenzó a disminuir y me
obligó a aterrizar. Muy contenta como siempre cuando las cosas me fueron
bien, asenté la máquina sobre el suelo. Agitados vinieron todos a mi
encuentro para felicitarme por este récord mundial. Todas las emisoras
radiales lo anunciaron en sus noticieros de la tarde. A mis padres les llegaron
a casa felicitaciones y flores.
Yo, por mi parte, sentía júbilo y eufórica alegría, era tan joven... Pero
cuando más tarde fui a acostarme, encontré sobre la cama unas líneas de mi
madre: «¿Eres consciente de que fue la gracia de la suerte la que te regaló el
éxito?»
¿La gracia de la suerte? Me preguntaba yo con cierta indignación.
Había tenido que soportar frío, lluvia y hasta nieve, y todavía seguía
sintiendo el dolor que me había causado el despiadado asiento duro. ¿Qué
podría saber mi madre de volar? Pero cuanto más empecé a pensar sobre el
asunto, tanto más le tuve que dar la razón a ella. ¿No fue acaso el viento que
sopló durante casi todo el día, una gracia de la suerte? Comprendí, al final,
que toda acción exitosa de uno es básicamente una gracia de la suerte. En tal
sentido interpreté entonces los múltiples regalos y lindas flores que al día
siguiente me fueron enviadas, de todas partes, a casa.
Capítulo 4 Estudiante de medicina en la Escuela de
Aviación Deportiva

Desde aquella aventura, el amor por la aeronavegación me atrapó tan


fuerte que ya no podía separarlo de mi vida. Es cierto que viajé a Berlín para
matricularme, en el primer semestre, de medicina; también es cierto que
participé de las primeras clases; pero más cierto es que mis pensamientos
estaban continuamente en la aviación. A través de las cartas que escribía a
mis padres pude convencerlos que, como médica aviadora en África, no me
quedaba otra alternativa que dominar el manejo de un avión a motor. El
argumento les pareció lógico y aunque mi gran amor por la aviación no les
gustaba para nada, me dieron en principio su conformidad, quizás por
influencia de mis fundadas explicaciones. Su amor por mí y su comprensión
por mis ideales fueron sin duda decisivos para no oponerse a que yo
construyera mi vida de acuerdo a mis propios deseos. Lo que sí querían
evitar, era que ésta pudiera entrar en una ambiciosa pero equivocada vía.
Creyeron por eso, que la mejor manera de evitarlo era consentir con mis
planes bajo la condición de que yo misma me hiciera cargo de los gastos que
ocasionarían los cursos, lo que significaba que tendría que ahorrármelos del
subsidio que recibía para la carrera de medicina.
La Federación Alemana de Aeronavegación poseía, en aquel
entonces, tres escuelas de aviación deportiva: en Berlín-Staaken, en
Würzburg y en Stuttgart-Böblingen. Me puse en contacto con Staaken y me
inscribí en el curso de aviación deportiva.
Todas las mañanas, a las cinco, viajé entonces a Staaken. Era la única
mujer entre los hombres jóvenes y los no tan jóvenes. Todos tenían una
profesión: ingenieros; directores de empresas, comerciantes, químicos,
periodistas, y también el actor Mathias Wiemann, con quien más tarde me
ligaría una sincera y verdadera amistad. Muchos llegaban temprano en sus
automóviles y practicaban la aviación como compensación de sus tareas
profesionales o simplemente también para estar entre amigos con pasiones
idénticas. Cuando volvían de los despegues se reunían en el casino para
charlar. Yo era el pollito en ese círculo. Pero generalmente me entretenía en
el taller, donde tenía mucho que aprender.
Ahí había motores y más motores y descubrí todo un mundo nuevo y
ajeno para mí. Muy pronto me di cuenta que no significaba mucho el hecho
de saber volar, eso lo había aprendido rápido. Pero si uno no conocía el
motor, entonces no conocía el corazón del avión. Me decidí por eso, estudiar
el motor para conocer hasta sus últimos detalles. En principio de técnica no
sabía nada de modo que todo minuto libre, es decir cuando no se volaba, lo
pasaba en el taller. Allí estaba rodeada de viejos y versados mecánicos. Muy
bien vista por cierto no estaba, porque como alumno uno generalmente está
en el camino y hace muchas tontas preguntas. Y yo ni sabía por dónde
empezar, ni qué preguntar. De ahí que lo que en primer lugar debía hacer era
tratar de superar mis complejos. De ninguna manera quería apartarme de mi
objetivo, de modo que empecé a preguntar todo y de todo hasta que, al
menos, llegué a comprender los principios del funcionamiento de los
motores.
En agradecimiento de las clases prácticas que los mecánicos de esta
manera me daban, ayudé a limpiar los aviones. Un buen día me fue
encomendada la primera tarea técnica. El capataz del taller, un hombre
modesto y callado pero gran conocedor de su oficio, quería ver si algo de las
continuas preguntas que esa chiquilina le había formulado durante todo ese
tiempo había servido de algo. Al mismo tiempo quería ver hasta qué punto yo
me podría proponer a aceptar cualquier trabajo y ensuciar mis manos. Tenía
que desarmar un viejo motor ya inservible, al comienzo bajo su observancia.
El domingo, cuando nadie estaba en el taller ni tampoco en el aeródromo, me
puse a armarlo nuevamente. Esto realmente suena mucho más sencillo de lo
que realmente fue, para mí, después. Me vi ante mi problema que creía
imposible de solucionar. Lo único que sabía era que tenía que empezar,
sistemáticamente, pieza por pieza. Ya durante el desarme, me había hecho un
sinnúmero de anotaciones y dibujos para conocer todos los detalles, similar
quizás como un estudiante de medicina al disecar un cadáver. Trabajé, sin
interrupción, durante todo el día e incluso durante la noche, hasta que
finalmente el lunes por la mañana pude mostrar con orgullo el motor
nuevamente armado, si bien con manos lastimadas y sucia de pies a cabeza.
Con este éxito fui aceptada por todos los mecánicos del taller. Los
hombres que estaban alrededor mío y los que iban entrando uno a uno, no
decían mucho, miraron con asombro lo que había logrado. El capataz por su
parte solo asentó afirmativamente con la cabeza, pero tuve la impresión que
desde momento yo no era más "persona ajena", una "mosca blanca", sino un
"camarada".
Por primera vez tuve conciencia que ser piloto de un avión a motor y
al mismo tiempo mecánico del mismo son dos cosas que necesariamente se
complementan. Quien simplemente se sienta en una cabina y vuela contento
y despreocupado, jamás podrá conjugarse con su máquina, porque el corazón
del avión seguirá siendo siempre el motor.
Desde ese momento aproveché toda oportunidad que se me
presentara para conocer la mayor cantidad posible de información sobre
motores, por lo que comencé a leer toda la literatura que caía en mis manos
ya que quería aprender sin cesar. De paso me di cuenta que no sería malo
conocer también algo sobre motores de automóviles y de saberlos manejar.
Naturalmente, nadie le confía su automóvil a alguien que no sepa manejar y,
sin cursar una escuela de conductores, era ilusorio pretender hacerlo. Pero
dinero para un curso yo no tenía. ¿Qué hacer? De pronto se me ocurrió una
idea. Mientras hacía mis vuelos de práctica, veía desde arriba a un grupo de
trabajadores sobre el campo del aeródromo que saludaban a la aeronave con
sus brazos. A poca altura pude reconocer que llevaban piedras en un tractor a
lo largo del aeródromo. Decidí entonces que después de las prácticas de
vuelo, y mientras los demás alumnos se reunían en el casino, yo me las
arreglaría para tomar contacto con esta gente. Por supuesto no les confesé mi
propósito, más bien me hice la tonta que paseaba ahí, por casualidad. Pero
una palabra dio la otra y pronto se entabló una conversación. Como uno de
ellos tenía un ojo enfermo me hice mandar, por mi padre, una pomada. Otro
descendía de Silesia, un tercero quería saber quién era esa chica que aprendía
a volar. Yo tuve que sonreír para mis adentros, pero no dije nada, y pregunté
qué opinaban ellos sobre ese tema. Por lo visto, les parecía extraordinario que
una mujer trataba de aprender a volar, un asunto tan difícil y peligroso.
Cuando finalmente la charla no parecía querer terminar, les admití que era yo
misma la que estaba aprendiendo a volar. Mi confesión sin duda les asombró
mucho y tuve que contarles un sinfín de detalles. Mientras conversábamos,
les ayudaba a cargar el tractor con las piedras. Y así, ya antes de haberlo
llenado totalmente, nos convertimos en buenos camaradas. Para mí había
llegado el momento de expresar mi secreto deseo: el de que me permitieran
manejar el tractor. Yo no tenía la menor idea cómo funcionaban los cambios
y el embrague pero ellos, riéndose, me dejaron subir a la máquina. Como era
de esperarse, mis primeros intentos de ponerla en marcha fracasaron. Una y
otra vez ahogaba el motor, pero al final comprendí cómo lo debía hacer y,
toda orgullosa, llevé el tractor al final del aeródromo, descargué las piedras y
volví cuan heroína al lugar de partida, donde me esperaban los obreros.
Ahora podía manejar el tractor todos los días, íntimamente para mí
era un placer hacerlo, pero al mismo tiempo era un consciente entrenamiento
durante los días que no se volaba. De esta manera aprendí a manejar un
automóvil sin que me costara un centavo. Con los obreros, mientras tanto,
había hecho una sincera amistad. Eran verdaderos camaradas, hombres que
tenían que ganarse el pan de todos días trabajando duramente. Casi todos
tenían un penoso pasado: años de desocupación, pobreza y desengaños.
Recién ahora me di cuenta cabal del paraíso en el que tuve yo la suerte de
haber vivido mis años juveniles, dentro de un hogar sin problemas
económicos. La mayoría de los adultos, en aquel grupo, ya había participado
en la Primera Guerra Mundial, se les veía en sus rostros y cicatrices. Después
de haberle servido a la patria durante largos años, expuesto sus vidas en
múltiples batallas y pasando penurias en las trincheras, al regresar por fin a
sus terruños, la chusma antinacionalista les escupía en sus caras, les
insultaban vilmente y les arrancaban sus hombreras. Todo eso los había
amargado profundamente. «Como si nosotros hubiéramos sido los culpables
del quebranto de la paz», me decían como en defensa propia. «Como si
habría sido un placer perder la vida por una bala». Y así fui comprendiendo
más y más las desilusiones de estos hombres. Compartimos los paquetes de
alimentos que mis padres me enviaban, uno que otro vestido mío podía
regalárselo a la esposa de alguno de ellos y lo que estaba a mi alcance para
ayudar, lo hacía con gusto y yo me sentía bien en el grupo.
Nuestra camaradería solamente pareció correr peligro cuando se
comenzaba a hablar de política. Entre estos obreros, apenas si había dos del
mismo partido, una desorientación total. Con susto tuve que constatar que
gente que normalmente se llevaba muy bien, cambiaba totalmente en cuanto
se tocaba el tema "político". Para mí todo eso era nuevo, porque en mi familia
nunca se habló de partidos políticos, sencillamente éramos ciudadanos
alemanes y nuestra educación no fue otra que la alemana, sin tintes
ideológicos partidarios. Cada uno de ellos trataba de convencerme para su
propia orientación política, incluso cierto día se tensó tan fuertemente la
conversación que casi hubo un enfrentamiento físico. Pensativa y deprimida
me despedí ese día de ellos -a la tarde tenía que rendir un examen de vuelo de
altura- con la triste impresión de que ya no existía más la unidad y
camaradería de antes.
Mientras tanto yo aprendía fácilmente y sin esfuerzos y progresaba en
el oficio de piloto y, al principio, me acompañaba en el segundo asiento de
comando nuestro instructor, Otto Thomsen. Era un maestro severo, que me
hizo pasar por una dura escuela y lo que me decía durante los vuelos no eran
precisamente palabras muy suaves. Pero pronto me di cuenta que no era una
escuela mala, porque Thomsen fue sin duda un excelente instructor y sabía
que en la aviación solamente una rígida enseñanza garantizaba seguridad y
rendimiento. Igualmente supe pronto que la apariencia podía engañar. Solo
apenas después de algunos vuelos juntos, me dio permiso para despegar sola,
algo que rara vez se daba.
¡Nuevamente llegué a vivir un mundo maravilloso! No era más el
silencioso vuelo en círculos, como ave con alas expandidas, sino que ahora
escuchaba la música del motor, y aunque me costó unos minutos
acostumbrarme a esta nueva experiencia, pronto cantaba también mi corazón.
El ruido de la máquina me parecía como la armonía de un potente órgano de
iglesia. Sus ondas sonoras parecían llenar el pequeño espacio que me
separaba del cielo y la tierra. Porque todavía volaba, a escasa altura, con este
Mercedes-Klemm abierto y todavía parecía estar el verde césped al alcance
de mis manos, todavía seguía siendo yo su insignificante criatura. ¡Cómo me
sonreía cuando volaba sobre él! La tierra estiraba sus brazos hacia mí. Cada
árbol era uno de ellos, cada corona una mano que me saludaba. Pero entonces
llegó el día en el que me distancié de la tierra, del verde césped y de las
coronas de los árboles, precisamente aquel día, en el que mis compañeros
trabajadores casi riñeron a golpes de puños, por culpa mía si se quiere.
Condición mínima eran dos mil metros de altura y admitidas dos
horas de vuelo, pero nuestra querida "Klemm", ya un poco perezosa por su
edad y de por sí floja con sus 20 HP, sólo para alcanzar la altura prescripta
necesitaba una hora. Subí a la máquina envuelta en un grueso abrigo de piel y
el rostro embetunado con cremas contra el frío y el sol. Antes de partir, me
fueron dadas una serie de instrucciones y advertencias, tanto más porque el
cielo, hasta poco antes azul, comenzaba a nublarse. Por eso, entre los
diversos consejos, también me dijeron que interrumpiera el vuelo en caso de
que por mal tiempo se hiciera necesario. Escuchaba atentamente lo que me
decían y todo lo entendía bien, pero no estaba cabalmente con los cinco
sentidos en el tema. Sentía la nerviosidad del despegue hasta la punta de los
dedos, era como una ebriedad con cabeza fresca y lúcida.
Por fin pude dar gas y deslizar la máquina sobre la pista. Pronto la
hice subir y sobrevolar el grupo de trabajadores que nuevamente me hacían
señas de saludo. Por un instante me pregunté: ¿Seguirán peleándose por mí y
la política? No tuve tiempo para seguir pensando en eso. Mi oído estaba
concentrado en el motor, preocupada por si andaba tranquilo y parejo, y mis
ojos vigilaban el tablero para controlar la temperatura y las revoluciones.
Primero volé en amplio círculo alrededor del aeropuerto, después
empecé a ganar altura. Trescientos metros, cuatrocientos, quinientos. Con
cada cien metros más arriba aparecían nuevos pueblos y ciudades, y en el
horizonte surgían nuevos bosques y nuevas praderas. Vi Berlín, enorme en
superficie y expansión, los autos que parecían perseguirse como mosquitos
asustados. Los primeros objetos que desaparecieron de mi vista fueron las
personas. ¡Qué curioso! El ojo todavía estaba ligado a la tierra tratando de
reconocer las cosas. Luego no son más los detalles, sino rectángulos,
sembrados y praderas, simples manchas coloridas. Busca y busca y se aferra
a la tierra como si tuviese temor a separase de ella. Pero a medida que el
avión subía más y más y el mundo abajo se iba achicando continuamente
hasta parecer insignificante, la vista fue desviando su mirada de la tierra a la
inmensidad silenciosa del cielo. ¡Sola, por primera vez absolutamente sola!
Cuando había alcanzado aproximadamente los mil metros, también
este mundo nuevo fue transformándose. Incontables pequeñas nubes pasaban
a mis costados. Parecían pequeños cuerpos físicos y casi tenía miedo de
tocarlos y lastimarme. Estaban en continuo movimiento, crecían, se
hinchaban y volvían a desaparecer. El cielo entero estaba poblado por ellas.
Pero igualmente los espacios entre las nubes y las cadenas que ellas a
menudo iban formando era tan grandes que podía volar fácilmente como por
valles entre montañas. Seguía ganando altura y al poco tiempo tenía algunas
de las nubes debajo de mí. No había llegado aún a los mil quinientos metros,
cuando había comenzado a volar ya sobre todas ellas. Una vez más sumergí
la nariz del avión en una de las últimas, algo así como señal de despedida.
Igualmente observaba continuamente y con cierta preocupación, si los vacíos
entre las nubes seguían siendo lo suficientemente grandes como para que
pudiera seguir viendo el suelo y ubicarme donde estaba.
Y así llegué finalmente a la altura prescripta. El reloj me indicó que
tenía todavía una hora para cumplir la otra condición, la de permanecer en el
aire dos horas.
A esta altura, que hasta ese momento nunca había conocido, la tierra
me parecía como de otro planeta. Y la carpeta die nubes entre ella y yo, como
olas que se quiebran en sus costas. ¿Qué es el ser humano cuando una brisa
de la eternidad lo acaricia? ¿Y qué significa el corto lapso de la propia vida
en comparación con la eternidad de este infinito espacio alrededor de mí?
Creía sentir que todo aquello, que sobre la tierra me parecía tan importante,
ahora había desaparecido. A gran altura, el piloto se siente más cercano a
Dios, quizás comparable con quien siente llegado el fin de sus días. Ya no
importan más los nombres, las posiciones sociales, los oficios. El orgullo se
convierte en humildad, la alegría y la suerte en agradecimiento. Aquí, no
existen límites territoriales, pueblos diferentes, lenguas distintas, aquí todo es
una unidad. Aquí solo se siente que es producto de algo que llamamos Dios,
aquí nos convertimos en piadosos sin darnos cuenta de ello.
Al finalizar mi tiempo, aterricé en el aeródromo Staaken. No atiné
moverme de mi asiento, seguía estando conmovida por lo que me pareció
haber sido una rara aventura. Pero cuando varios de los que fueron a mi
encuentro y me felicitaban por lo logrado, no hice notar lo que sentía.
Todavía días después, mi alma se oponía al orden reinante entre los seres
humanos, como si fuese una obligación innecesaria. Aquí abajo, sobre la
tierra, todo me parecía totalmente insignificante, sin sentido alguno. Pero
pronto reconocí el peligro interno en el que me encontraba. En la vida de todo
piloto existe un momento de cambio espiritual que a uno lo llena de profundo
respeto por lo vivido allá arriba y a otro lo convierte en altivo y vanidoso.
«Yo quiero», le escribí en aquel entonces a mi madre, «y debo obligarme a
caminar por las calles de Berlín sin pensar ni un segundo en la aviación. Si
no, nunca volveré aprender a estar con los pies sobre la tierra».
En el aeródromo, la escuela de aviación seguía con su ritmo habitual.
Mi relación con los demás compañeros se había desarrollado mientras tanto
excelentemente. Incluso había algunos chinos entre ellos, simpáticos y
voluntariosos individuos que todos nosotros estimamos desde un principio.
Lo único que a mí personalmente me molestaba, era que entre sí hablaban
únicamente en chino, de lo cual nosotros, los demás, no entendíamos por
supuesto nada.
Un buen día y tanto como para abochornarlos, les manifesté que yo
entendía el idioma chino. Como prueba, les canté una canción china que
nuestro padre nos había enseñado. Canté y canté despreocupadamente sin
darme cuenta qué cosa, de mi canción, les molestaba y algunos de mis
compañeros alemanes se dieron cuenta de que allí ocurría algo y estaban
seguros de que la canción en sí era la culpable de la actitud bochornosa de los
chinos ya que estos estallaron en risas al oírme, y era porque el texto de esa
canción -de lo cual me enteré mucho después- no era otro que una gama de
malas palabras que mi padre escuchaba en las calles de Pekín sin conocer sus
significados y que las había recopilado más tarde y nos las enseñó para
hacernos una alegría con las voces tan ajenas a las nuestras. Para que las
aprendiésemos con mayor facilidad escogió la melodía de una canción
popular china. Cuando más tarde se enteró de mi actuación, por cierto que no
se alegró mucho; estoy segura que nunca volvió a hacer tales experimentos
idiomáticos con sus nietos.
Durante ese semestre no me ocupé para nada de mis estudios. Apenas
si había participado de una que otra clase. Si bien a la mañana, cuando iba
con mi bicicleta a Staaken, cargaba el paquete de libros sobre ella, por lo
general eso era todo. La actividad aviadora apenas me dejaba tiempo para
estudiar. Para las vacaciones semestrales volví a casa y ese verano lo quería
aprovechar lo más posible para volar. No tenía necesidad de participar en
cursos teóricos pero aún quedaba una cantidad infinita de temas por descubrir
y aprender, y tuve la suerte y la alegría de que sea nuevamente Wolf Hirth
quien me brinde su paternal atención. Mientras tanto él y su esposa habían
conocido a mis padres y ambas partes coincidían en que yo, si bien tendría
que seguir perfeccionando mi habilidad como aviadora, tenía que continuar
con los estudios de medicina para llegar a ser doctora. Volar no era profesión.
Fue Wolf Hirth quien me introdujo en la "Alta Escuela de la
Aeronavegación en Planeadores" y reconozco con gran agradecimiento que
fue él quien durante estos meses me cementó las bases para la aviación.
Nadie podría haber sido más indicado para transmitir sus vastas experiencias
a alguien que se había entregado con alma y vida a la aviación. Con mucha
razón Wolf Hirth es considerado hoy como el Padre del vuelo en planeadores,
y sigue siendo un instructor inigualable por sus vastas experiencias. Para los
jóvenes principiantes incluso escribió un detallado tratado, donde el alumno
encuentra todos los secretos sobre el vuelo en planeador. También se ha
destacado como planeador mismo, siendo un gran experto y quien ha logrado,
a pesar de llevar una prótesis y ser corto de vista, grandes éxitos en el vuelo
en planeador gracias a su destacada fuerza de voluntad. Fue el primero
durante el año 1931 en sobrevolar, con un planeador, la ciudad de Nueva
York, causando en la prensa y en el público gran alboroto.
Wolf Hirth me enseñó la parte teórica sobre la aeronavegación en
planeador de una manera muy práctica. En esas semanas le habían llegado de
la editorial, que publicaría su libro sobre el tema, las primeras pruebas y éstas
tenían que ser revisadas por él. Yo le podría ayudar en ese trabajo y de paso
preguntarle lo que no comprendía. Por un lado aprendía y él constataba si sus
anotaciones eran suficientemente claras para el alumnado. Igualmente no se
limitó solamente a la enseñanza de los secretos de la aeronavegación sino
que, no olvidándose de cuánto valor le habían asignado mis padres al estudio
de la medicina, se dio cuenta que si bien la teoría me interesaba, mucho más
deseaba estar en Grünau sentada en una de aquellas cajas, y por esto me dio
un encargue. Con motivo de la pérdida de una pierna que había sufrido, mi
maestro se había ocupado mucho en estudiar las funciones que cumplen el
muslo y la rodilla y por esto, había asimilado bastantes conocimientos
medicinales. Sobre ese tema tenía yo que preparar ahora un trabajo y
exponérselo. Antes no podría volar.
¡Cómo latió mi corazón de fuerte cuando escuché al servicio
meteorológico pronosticar, para el día siguiente, fuertes vientos del oeste!
Creí no poder dominar más mis ansías por volar. Pero también sabía que
debía tomar muy en serio las palabras de Wolf Hirth. Por eso, si quería
satisfacer mí fervoroso deseo de volar al día siguiente, no me quedaba otra
alternativa que estudiar durante la noche. Antes de lo acostumbrado me
encerré en mi pieza. Tomé mis libros y empecé a leer, volví a leer, y lo hice
tantas veces hasta creer que dominaba el tema.
Me levanté temprano, miré afuera y observé como el viento sacudía
las ramas de los árboles y como se habían formado pequeñas nubes, tan
bellas y desgarradas... un tiempo ideal para deslizarse a lo largo del barranco
de Grünau. Tenía que alcanzar sin falta a Wolf Hirth para dar mi examen
sobre el muslo y la rodilla antes de que partiera de viaje en su auto. Poco
antes de las siete golpeé en la puerta de su casa. Apareció muy asombrada la
esposa de Hirth y yo, agitada como estaba, traté de explicarle que era lo que
me traía a tan temprana hora. No había terminado cuando apareció también el
señor Hirth en salto de cama y escuchó lo que yo decía. Riéndose me llevó a
su escritorio y me indicó que esperara hasta que él volviera. ¡Qué pieza! ¡Me
quedé perpleja! Había en ella todo lo que un aviador de alma y vida pudiera
soñar. Una completa colección de modelos de planeadores, desde el primero
hasta el último, ideal para estudiar su evolución; fotos y más fotos de vuelos
de planeadores, al punto que en mi imaginación yo misma me veía circular
alrededor de las nubes. ¡Y luego las copas que Wolf Hirth había ganado
como piloto de planeador, y antes como motociclista! También la gran
cantidad de recuerdos de lejanas tierras, y los armarios repletos de literatura
sobre la aviación. Realmente una mina de tesoros para mí y para todo alumno
de aviación. No sabía por dónde empezar a leer, me interesaba todo.
Mucho tiempo no tuve, porque pronto apareció mi maestro y juntos
viajamos a Grünau. Durante el viaje Wolf Hirth quiso tomarme el examen
programado, pero sin querer empecé yo a formularle preguntas sobre algunas
cosas que había acabado de leer sin entenderlas. Y fue así entonces que
ambos nos sumergimos tanto en los problemas aeronáuticos, que Hirth se
olvidó de la medicina. ¡En Grünau pude volar durante toda la mañana! Debo
admitir que volar en aviones a motor es algo hermoso; ¡pero volar en
planeadores es inigualable! La aviación a motor es sin duda un triunfo sobre
la naturaleza, una embriaguez de velocidad en un espacio sin límites. Pero los
planeadores son un triunfo del espíritu, una lenta unificación con la
naturaleza que debía conquistar con mi planeador, metro por metro.
Aparentemente, aquella noche había estudiado inútilmente.
Muslo y rodilla quedaron en el olvido de Wolf Hirth. En su lugar, me
dio un empleo en su taller. Tuve que ayudar en construcciones y reparar
roturas provocadas por alumnos al aterrizar. Como recompensa, y si el
tiempo lo permitía, me dejaba hacer un vuelo. De noche, pasaba las últimas
horas del día en casa de los Hirth. Los tres nos reuníamos entonces en su
escritorio. La señora ocupada con alguna costura, él escribiendo o pintando y
yo, sentada como siempre sobre la alfombra, leyendo libros y revistas sobre
la aviación, que igualmente no podrían haber tenido más lugar sobre la mesa.
Sin cansarse, Wolf Hirth me contestaba toda pregunta que le formulaba, me
explicaba con paciencia lo que no entendía. Para mí fue realmente una gran
suerte poder aprender de esta manera una infinidad de cosas, que más tarde
me serían tan útiles, pero de cuya magnitud en aquellos momentos no podía
imaginarme ni soñando. Fue una suerte que me ahorró muchos años de
experiencias propias. Hasta ese momento lo único que sabía por mi propia
experiencia era saber aprovechar los vientos ascendentes que se forman
cuando chocan contra las laderas de los montes. Por más que me causaba una
gran alegría ganar de esta manera altura, uno sigue siempre ligado a un lugar
determinado, aun cuando la topografía permite deslizarse de un viento
ascendente al otro. Los vuelos de performance recién comienzan cuando se
logra alcanzar grandes distancias y alturas. Con los vuelos de vientos
ascendentes, esto no se puede conseguir.
Hasta el año 1926 se conocían en el mundo entero solamente estos
últimos. Pero desde entonces se fueron descubriendo muchos otros tipos de
movimientos atmosféricos y con ellos se fueron alcanzando logros en el
vuelo con planeadores que nadie podría habérselo imaginado. El libro de
Wolf Hirth era una recopilación de experiencias hechas respecto del
denominado vuelo térmico, vale decir, del vuelo con ayuda del viento
ascendente térmico. Para el profano sea explicado aquí, que el viento
ascendente térmico se origina por calentamiento solar desigual de la
superficie terrestre. Todos sabemos que la tierra se recalienta durante el día
con los rayos solares y esto más en lugares secos, arenosos, campos
cerealeros y ciudades, que en lagos, bosques o pantanos. Las superficies
secas recalentadas fuertemente, transmiten ese calor al aire sobre ellas y éste
a su vez -por su mayor temperatura más liviano que las capas de aire
circundantes- sube. Se forma entonces -como decimos en el idioma de los
aeronavegantes- una columna de viento ascendente, generalmente con
diámetros de entre cien y doscientos metros. Muchas veces se distinguen
tales columnas por manchas nubosas superiores, visiblemente limitadas, las
llamadas nubes compactas o también los "cumulus nimbus".
Se forman por la humedad existente en el aire, el vapor invisible que
va aguándose a medida que sube y se enfría, formándose millones de
pequeñas gotas de agua que flotan en el aire por su ínfimo tamaño y que por
la refracción de la luz solar nos aparecen de color blanco y brillante. Para el
piloto son el indicador de lugares con viento ascendente. Pero como son
espacios limitados, tal como decía más arriba, el aviador solo se puede mover
dentro de ese espacio volando en círculos, algo así como si volara dentro de
una gigantesca chimenea. Nuevamente son las águilas y los halcones nuestros
grandes maestros, los que sin agitar sus alas se dejan llevar en continuos
círculos a grandes alturas por el aire cálido que se desprende del suelo y sube.
En cuanto el piloto los descubre, les sigue y se mantiene cerca de ellos. Estos
pájaros son mucho más sensibles a las diferencias de la presión atmosférica
que nosotros, los humanos. Nosotros sentimos en nuestros tímpanos las
diferencias de presión recién cuando éstas son muy grandes. Pero como no
siempre tenemos un águila o halcón como ayuda, necesitamos un instrumento
que nos indique la más pequeña diferencia de presión atmosférica, este
instrumento se llama Barómetro y para el piloto es un aparato indispensable.
Todo ese campo de la aviación térmica la aprendí mientras revisaba
las pruebas del libro de Hirth, y además las charlas diarias de sobremesa,
naturalmente contribuían a que la entendiera fácilmente. Esperaba
ansiosamente el día en que yo misma pudiera ganar, al respecto, mis propias
experiencias.
Desde aquellas semanas me une una fuerte amistad con el
matrimonio Hirth. Me convertí en su "hija voladora". A cierta hora venían
mis padres a buscarme. Al principio les debe haber sido incomprensible
cómo la aviación me había atrapado totalmente, pero fueron lo
suficientemente inteligentes y liberales como para no tratar de apartarme de
mi camino. En largas charlas, que a veces se extendían en casa hasta pasada
la medianoche, fueron conociendo mi nuevo mundo. Todo lo que yo sentía
internamente lo compartí desde entonces con ellos. Y también, nuevamente,
fue mi madre la que más me ayudó moralmente con su interés y comprensión
por mi pasión.
Capítulo 5 Mi segundo semestre en la ciudad de Kiel

Siguiendo los deseos de mi padre me inscribí en la ciudad de Kiel


para el segundo semestre, y como él también había cursado sus estudios,
temporalmente, en dicha ciudad, saberme allí le resultaba simpático y además
mi hermano estaba destinado a esa ciudad como alférez de marina. La
elección pareció ser eficaz en todo sentido ya que la Facultad de Medicina
tenía un excelente renombre y además en invierno prácticamente no existía
actividad deportiva alguna que pudiera distraerme. Vale decir que yo podría
dedicarme totalmente al estudio de la medicina.
Cuando mi padre me inscribió en la Facultad yo no sabía que dicha
casa de estudios estaba tan sobrecargada de aspirantes y que para el segundo
semestre solamente eran aceptados quienes podían atestiguar que poseían
suficientes conocimientos anatómicos. Esta noticia la recibí recién al final de
mis vacaciones cuando ya todo estaba preparado para mi partida y me cayó
como un rayo, ya que no me quedaba tiempo para recuperar lo perdido. La
única alternativa que me quedaba era cambiarme a una universidad que no
estuviera tan repleta. Se lo transmití a mis padres y por supuesto les dije el
porqué: no sabía nada de medicina. Pero ellos no me creían, tanta ignorancia
yo no podría tener. Suponían que solo era temor ante los exámenes. Toda
insistencia por parte mía al respecto de nada sirvió. Hablé con cada uno de
ellos individualmente pero el resultado fue siempre el mismo: "lo lograrás,
hija, solo tienes que tener confianza en tus conocimientos".
La situación parecía insoluble. Mi negligencia de no haber estudiado
nada durante el primer semestre, realmente nada, ahora se vengaba. Si bien lo
perdido podría ser recuperable y todo saldría bien si mis padres aceptan mi
pasión por la aviación con mayor comprensión, también es verdad que la
realidad es todo lo contrario, y me demostró que yo había defraudado su
paternal confianza, como también su bondad que en si me posibilitó practicar
la aviación. Estaba convencida de que el regreso a Kiel sería absolutamente
inútil para mí, no para mis padres, que seguían insistiendo en que debía
presentarme para los exámenes.
Triste y deprimida tomé el tren que me llevaría a KieI. El mundo se
me venía encima, y además llovía y del cielo azul no se veían ni rasgos. Todo
alrededor era gris y desde ningún rincón me sonreía un solo rayo de
esperanza. El largo viaje fue suficiente tiempo para pensar y siempre volvía a
lo mismo: el aula repleta de estudiantes, la voz que repetía mi nombre, la
severa mirada del docente que no recibía respuesta alguna a sus preguntas, y
cosas por el estilo. Y aunque se hubiese tratado de un hombre bueno,
tranquilo, comprensible, una persona dispuesta a ayudarme, no tendría otra
opción que declararme mentalmente discapacitada o echarme enojado del
aula bajo las risas del alumnado. La sola imaginación de esta situación me
hacía estremecer y sentir correr el frío por mi espalda. Decidí entonces no ir.
¡Basta! Pero segundos más tarde volví a rechazar ese pensamiento. Mis
padres no solo perderían toda confianza en mí sino que además me tildarían
de cobarde. Tenía pues que presentarme, tenía que soportar la carga de mi
propia culpa. El castigo me lo había merecido y ahora lo tenía cine aguantar.
Quizás mi situación me la había impuesto el cielo como advertencia, porque
hasta esta altura de mi vida todo me había salido más que bien.
Traté de descubrir, entre lo inevitable, aspectos positivos y me
propuse firmemente educarme en tal sentido. Cargar la vergüenza con la
cabeza en alto me pareció ahora más importante que pasar con éxito el
examen. De que todo crecimiento está ligado a dolores, eso ya lo sabía yo
hace tiempo.
Cuando bajé del tren en Kiel mis pensamientos se habían
tranquilizado, hasta tal punto que tampoco me asusté cuando una amiga, que
fue a buscarme a la estación, me dijo que ya al día siguiente me tocaría a mí
el turno de dar examen. Lógicamente, también a ella yo le conté sobre mi
situación espiritual. Pero al igual que en el caso de mis padres, tampoco en
ella encontré comprensión. Se rió en mi cara, no veía en mi vestigio alguno
de intranquilidad.
Como yo internamente me había resignado con lo irremediable, esa
noche dormí tranquilamente, sin carga alguna por no saber nada de medicina,
probablemente mucho más tranquila que la mayoría de los demás candidatos.
Pero cuando al día siguiente me encontré en la sala repleta de estudiantes,
delante del aula, me volvió a invadir el miedo. Por donde miraba y escuchaba
oía términos que jamás había sentido nombrar y de cuyos significados no
tenía la menor idea. Nuevamente amenazaba invadirme la cobardía. ¿Acaso
no sería mejor que me escapara? Sigilosamente me dirigí hacia la puerta,
miré con nostalgia al cielo, respiré profundamente y pensé en mis vuelos de
altura en Staaken, donde, desde arriba, la tierra me había parecido tan
insignificante con todas sus preocupaciones y penurias.
Volví entonces a tranquilizarme, como si nuevamente me encontrara
allí, en las alturas. Ignominia y vergüenza ante el humano allí no significaban
nada. ¿No tendría que tomarlo en cuenta ahora? ¿Ante quién acaso pasaría yo
vergüenza? Desde ya no ante Dios. Y eso era lo fundamental.
Entré al aula, gané coraje, y así estuve hasta que comenzaron los
exámenes y el primer estudiante fue llamado, quien contestaba las preguntas
algunas correctamente y otras no. Las respuestas incorrectas el examinador
las comentaba con ironía, ganándose las risas del alumnado. El ambiente
reinante en la sala me pareció inaguantable. El primer candidato no aprobó.
El segundo se mostró inseguro desde el comienzo. Yo hasta casi sentía
físicamente su desconcierto. Y así siguieron uno tras otro hasta que de pronto
oí mi nombre. Como si nada me podría perturbar me levanté tranquilamente y
me presenté ante la mesa examinadora. Sin asomo de dudas, sabía que aquí
pasaría un gran papelón, pero también sabía que quedaría vencedora sobre mí
misma, y eso para mí tenía más valor que un fracasado examen. Mi
tranquilidad y mi manera de mostrarme despreocupada, sin embargo, fueron
evidentemente interpretadas por el examinador como señal de que tendría
vastos conocimientos y por eso la seguridad de mi comportamiento. Sobre
una mesa lateral, estaban expuestos los huesos de un humano. El primer tema
para todo estudiante era hablar sobre el hueso que el examinador le indicara y
responder luego a sus pertinentes preguntas. El profesor me observaba
amistosamente. Su mirada parecía expresar que conmigo no habría
problemas. ¡Si él supiera!... Cuando me indicó el hueso sobre el cual yo
debería hablar, creí no haber entendido bien. «Hágase cargo usted del
muslo». ¿El fémur? Casi perdí el equilibrio en ese momento. ¡Si era
precisamente el hueso que en aquella noche la pasé estudiando para Wolf
Hirth! Tal vez algo había quedado todavía en mi memoria. Pero, ¿lo
distinguiría yo entre todos esos huesos sobre la mesa? Tendría que ser en
realidad el más grande pensé. ¿Y qué, si fuera el de una criatura entre tantos
otros? Pienso que al profesor jamás se le podría haber ocurrido que alguien
no supiera distinguir entre el hueso de un adulto y el de un menor.
Se dirigió a la mesa con los huesos, tomó uno en su mano y me lo
dio. "Encontrar el fémur, no podría haber sido difícil, ¿verdad?" Reluciente
asentí con la cabeza y solo pedí para concentrarme unos minutos. Luego
empecé a contar lo que sabía, hablando marcadamente despacio y
pronunciado, todo para ganar tiempo. De paso también realicé comentarios
sobre la rodilla. Cada vez que el profesor me quería interrumpir para formular
quizás alguna pregunta adicional, yo seguía hablando como si no me hubiese
dado cuenta. Las risas de los demás candidatos estaban de mi parte. Pero
tampoco esas risotadas me confundieron en mi exposición. Pero en un
momento dado tenía que producirse el desastre. Lo que había aprendido en lo
de Wolf Hirth abarcaba solamente un limitado sector del tema, no por
ejemplo las ligaduras de la rodilla. Sólo conocía el ligamento iliofemoral. Por
eso yo terminé con mi disertación, donde esta ligadura empieza a ser tratada,
especulando que sin duda las pertinentes preguntas serían formuladas sobre
lo ya expuesto. Y realmente no me equivoqué. Mi rápida y segura
explicación sobre esa ligadura, al examinador le debe haber convencido de
que mis conocimientos eran vastos y profundos. Yo, por mi parte, sabía que
no sabía nada más que eso. Ahora solo me restaba cargar con dignidad el
fracaso. Cerré la boca, no hablé más nada. Lo que entonces dijo el profesor,
me pareció soñarlo: «Tiene razón señorita, es realmente el ligamento
iliofemoral. Veo que está usted bien preparada, gracias, puede retirarse».
Por unos segundos me quedé como paralizada. Volví entonces a mi
lugar sin animarme a levantar la cabeza. Más tarde les mandé a mis padres un
telegrama con el resultado del examen. Ellos contestaron: "Lo sabíamos de
entrada". No podían imaginarse de qué manera me deprimieron esas palabras
porque mientras ellos me habían permitirlo cursar la escuela de
aeronavegación, demostrando con ello bondad y magnanimidad, yo había
defraudado con ligereza su confianza.
Capítulo 6 Mi primer vuelo en un cielo tormentoso

Durante el mes de mayo de 1933 tenía vacaciones y había vuelto a


Hirschberg. La comarca de Silesia estaba sumergida en el brillo de la
temporada primaveral. La cima de los Montes Gigantes todavía estaba
cubierta de nieve, pero en los árboles y arbustos comenzaban a abrirse los
capullos de sus flores y el aire envolvía a todos con suave calidez. Caminaba
por las calles iluminadas por el sol, sin mirar más que en el cielo. La
nostalgia por volar me hacía estremecer. El azul del cielo apenas era
interrumpido por unos tímidos velos que pretendían ser nubes. ¡Quién
pudiese volar ahora volar!
Repentinamente frena a mi lado un automóvil con estrepitoso chillido
y gritos desde su interior, que casi me hacen caer de susto al suelo. Una voz
me despierta de mis sueños. Pero esa voz no era un sueño, era real, ¡era la
voz de Wolf Hirth! Me hizo subir y juntos, incluso su esposa que estaba con
él, viajamos a Grünau. Su intención era efectuar un vuelo sobre Hirschberg
con su Klemm-D-2121, una máquina con motor, y filmar el paisaje.
Aprovechando su despegue, me ofreció colarme con el nuevo modelo
“Grünau-Baby”, una aeronave de aprendizaje, hasta la altura necesaria para
poder desacoplar. ¡Podía volar! ¡Así no más como estaba, vestido veraniego,
zoquetes y sandalias! Pero, ¿qué importaba? El cielo casi sin nubes, el viento
prácticamente sin ráfagas. Igualmente, algún viento ascendente ya
encontraría.
Poco después estaba sentada en mi "cunita" lista para despegar detrás
del Klemm-D-2121, el cinturón de seguridad encima de mi liviano vestido,
sin antiparras y sin casco. Wolf Hirth me indicó volar por instrumentos, mirar
lo menos posible para afuera, guiarme prácticamente solo por los números
del tablero, lo cual significaba practicar un vuelo ciego.
Durante las lloras que había pasado en casa de los Hirth, el maestro
me había enseñado cómo un piloto vuela de noche o dentro de espesas nubes
sin perder la orientación, guiándose exclusivamente por los instrumentos del
tablero. Yo ya mencioné que debajo de una nube -cúmulo, por lo general hay
vientos ascendentes, pero no solamente debajo de éstas, sino también dentro
de las mismas y a menudo vientos mucho más fuertes, las llamadas torres
tormentosas. Pueden alcanzar corrientes verticales de aire de hasta cuarenta a
cincuenta metros por segundo y empujar al avión hacia arriba con inmensa
fuerza. Tales ráfagas pueden representar un serio peligro para cualquier
avión, sobre todo cuando se juntan al mismo tiempo tormentas de lluvia y/o
granizo. Además, el aviador que entra en una de esas nubes no puede
distinguir más su posición frente al horizonte y pierde la facultad de saber
cómo se encuentra su máquina, si boca arriba o boca abajo. Nuestros sentidos
humanos de equilibrio no son lo suficientemente desarrollados como para
poder determinar nuestra posición absoluta en el espacio.
Yo había aprendido que los instrumentos son la ayuda más
importante para el piloto cuando es sorprendido por una densa nube.
Teóricamente había practicado muchas veces el vuelo a ciegas. Para ello
utilicé un método conocido entre los aviadores. Similar a un juego de cartas,
anotaba las diversas posibilidades que puede marcar el "indicador de giro"' en
combinación con la bolita de acero. En total son nueve alternativas. Esas
cartas siempre las llevaba conmigo, no solamente ahora durante mis
vacaciones, sino también durante mi semestre en Kiel, donde si bien no podía
volar, nada me impedía ocuparme intelectualmente con la aviación. Donde
estaba y andaba sacaba los naipes, los mezclaba y elegía uno de ellos.
Indicador derecha, bolita de acero en el centro: significaba que estaba
volando una curva normal para la derecha o indicador derecha, bolita de
acero en lado izquierdo: significaba que estaba empujando.
Me encontraba entonces en una curva para la derecha, pero con
posición demasiado inclinada. De todas maneras, tenía que pensar, y si tenía
que pensar -esa era mi conclusión- aun no dominaba bien la materia como
para reaccionar instintiva y correctamente en algún momento de peligro, que
es cuando la facultad de pensar se borra irremediablemente. Por eso yo
continuaba con el juego. Día tras día sacaba las cartas, las mezclaba, elegía
tina de ellas y según cual aparecía, así mi reacción sobre lo que debía hacer.
Y eso siguió hasta que por fin el simple cuadro que se me presentaba me
hacía reaccionar correctamente. Sabía ahora que la misma correcta reacción
la tendría en un vuelo real. Eran los mismos ejercicios mentales que ya había
practicado en casa, cuando sentada en mi cama manejaba los primeros
deslizamientos con un palo entre mis rodillas como bastón de comando.
Ahora me tocaría efectuar en la práctica el primer vuelo a ciegas.
Aparentemente el vuelo no representaría mucho más que el juego con
las cartas, porque el cielo estaba radiante y el aire sin ráfaga alguna. Hasta
parecía ser difícil encontrar un viento ascendente. Wolf Hirth me llevó a
rastra con su Klemm deportivo hasta unos cuatrocientos metros de altura,
cuando ahí me hizo señas para que descolgara la soga. ¡Por fin otra vez sola!
Pero perdía altura, mi Dios, cada vez más. Por ningún lado se sentían ráfagas
ni de vientos ascendentes. Me acercaba inexorablemente a la tierra. Apenas
me separaban unos ochenta metros y desilusionada, empecé a buscar un lugar
adecuado del aeródromo donde aterrizar. De repente noté que mi máquina
comenzaba a temblar un poco. Algo pasaba aquí. Podría ser un viento
ascendente pero igualmente uno descendente. El barómetro me marcaba
apenas sobre cero lo cual significaba viento descendente. Empecé a volar en
círculos pudiendo así mantener la altura, e incluso subir unos metros. Pero
enseguida volvía a descender y nuevamente a ascender. De repente caí
fuertemente, había perdido el viento ascendente. Tanteando con mi máquina
alrededor, busqué otro viento ascendente. Bruscamente encontré uno que me
llevó rápidamente para arriba. ¡Y cómo subía! El instrumento marcaba
primero medio metro, luego un metro, dos metros, tres metros por segundo.
Cada vez más fuerte y rápido. Cosa parecida hasta ese momento yo no había
experimentado nunca con una aeronave. Volaba círculo tras círculo, llegando
pronto a la altura del desenganche y antes de darme cuenta, a novecientos
metros. Seguía subiendo y subiendo, entre tres y cuatro metros por segundo.
Por casualidad y "sin intención mis ojos dejaron de mirar el tablero y
se dirigieron a mí alrededor. Justo encima había una gigantesca y amenazante
nube negra. Seguramente se había formado poco antes, pero un ojo con
experiencia la habría descubierto enseguida. Pero yo me había ajustado
estrictamente a las instrucciones de Wolf Hirth, de no apartar mis ojos del
tablero durante todo el tiempo, y no sentirme tentada a controlar mi posición
frente al horizonte.
Mientras tanto Wolf Hirth ya había aterrizado hace rato y observaba
con orgullo lo que hacía su pequeño "grumete", como me solía llamarme
chistosamente. Pero cuando vio la enorme nube arriba mío, que iba tomando
formas de una gigantesca torre tormentosa, su única preocupación era que yo
interrumpiera a tiempo el vuelo. Para él era imposible que un principiante en
aeronavegación pudiera salir ileso ante el peligro de tal nube. Yo, por mi
parte, al descubrir esa nube me sentí dichosa. ¡Por fin podría hacer la
experiencia de lo que hace tiempo deseaba! Me sentía tan segura de lo que
había aprendido con el juego de las cartas que no apartaría mis ojos ni un
segundo del tablero. No tenía idea, ni remotamente, del peligro en el que me
encontraba. Wolf Hirth mismo fue quien me había inculcado, que mientras se
conocían a la perfección las reglas del tablero, nada malo podía ocurrir. Y la
palabra de Wolf Hirth era Evangelio para todo alumno de aeronavegación.
El altímetro marca ahora mil metros. Enseguida mil cien, mil
doscientos... La base negra de la nube se me acerca cada vez más. Los
primeros jirones de la nube comienzan a envolverme. Rápidamente trato de
echarle un vistazo a la tierra o de lo que ella todavía pueda verse, porque
momentos después desapareció por completo. Estoy separada del mundo
conocido. Como hipnotizada, me concentro en el tablero de instrumentos. No
tengo miedo alguno, al contrario, me siento tan segura como nunca más en mi
vida lo estaría dentro de una nube parecida. Sigo subiendo y subiendo, ya son
cinco metros por segundo, luego seis, siete. La idea de que la nube podría
acercarse ahora a la cima de los Montes Gigantes me resulta desagradable.
Pero ya paso los mil seiscientos metros, que es la altura del Schneekoppe, el
pico más alto de esa cadena. Ya no me puede pasar nada. Respiro aliviada sin
imaginarme tan siquiera lo que iba a tener por delante.
Mis ojos no ven otra cosa que el tablero de instrumentos. De repente
comienza un tremendo golpeteo sobre las alas de la aeronave, como tiros de
una ametralladora. Me asusto a muerte y me hace sentir un terrible miedo.
Por la ventanilla casi congelada veo que la nube escupe agua y granizo.
Necesito tiempo para superar el miedo. Pero lo consigo en cuanto reconozco
que lo que está pasando no es más que un fenómeno natural y veo que los
instrumentos me indican que la nave mantiene su posición correcta.
Las ráfagas, por supuesto, no permiten que la máquina quede
tranquila en una sola posición, porque una y otra vez entro en zonas límites,
donde, mientras un ala es alcanzada por un viento ascendente y la otra por
otro descendente, las hace tumbar bruscamente de un lado para el otro. Lucho
con todo esfuerzo para mantener el equilibrio y siempre de acuerdo a lo que
me indican los nerviosos instrumentos nerviosos porque las agujas tiemblan
constantemente.
Mientras tanto la máquina sube sin cesar: 1.800 metros, 1.900, 2.000.
La aguja pronto me marea 2.500 metros, 2.600, 2,800... Estoy a casi 3.000
metros. Lo que veo ahora no lo puedo creer: las agujas empiezan a moverse
con pereza, cada vez más lentas, hasta que dejan de reaccionar. Ni cuando
golpeo el tablero. ¡Las bajas temperaturas del exterior las congelaron! Trato
de mantener el bastón de mando en posición normal. Es inútil porque no
tengo ningún punto de referencia. No puedo hacer nada. Escucho un ruido
extraño, como un silbido muy fuerte. Crece y decrece alternativamente. Lo
que sé, es que tengo que empujar el bastón de mando para adelante en cuanto
dejo de escuchar ese silbido, porque esto me indica que hice elevar
demasiado la trompa de la máquina. Pero lo percibo físicamente recién
cuando resbalo contra el cinturón de seguridad y la sangre me sube a la
cabeza con dolor. La aeronave debe haber caído verticalmente,
estabilizándose luego en posición casi boca arriba. Pero aparentemente
vuelve enseguida a su posición normal y cae en picada con enorme velocidad.
La máquina cruje y ruge. Yo tiro del bastón un poco para atrás, sin saber
cuánto tiempo lo debo hacer. Tampoco sé que estoy haciendo,
involuntariamente, un looping tras otro. Y nuevamente me tira hacia adelante
contra el cinturón de seguridad. La máquina se precipita vertiginosamente.
Otra vez empieza el crujido de antes, mientras aumenta la velocidad de caída.
También las ventanillas de celofán de mi cabina están congeladas. Rompo
una para poder ver al menos algo de lo que parece ser el infierno que ruge
enfurecido alrededor de mí.
No quiero seguir sintiéndome desesperadamente abandonada en este
angosto lugar. Tiemblo como una hoja en un temporal. ¿Es miedo o es
porque aquí, a 3.000 metros de altura, entre lluvia, granizo y nieve, sentada
en una cabina abierta y vestida veraniegamente, se me tiñen las manos de
azul por el frío?
El temporal hace torbellinos con mi cabello. El miedo me invade
cada vez más. Hace un buen rato que me doy cuenta que el avión no
reacciona a mis comandos. Suelto por eso el bastón, nada puedo hacer,
cuando mucho solo algo equivocado. Me queda únicamente la esperanza de
que la estabilidad de la máquina se mantenga por sí sola.
El infierno sigue creciendo. Ahora mis pies ya no pueden manejar
más los pedales. Mi mandíbula se abrió y no puedo juntar los dientes por más
que trato de hacerlo constantemente. Me resulta imposible quedarme sentada
sin moverme en mi angosta butaca, las fuertes ráfagas me tiran en mi asiento
de un lado para el otro. El altímetro marca más y más altura. Tengo la
sensación de que mis ojos saltan de su órbita. Veo llegar el momento en que
mi sangre sale por la sien. ¡Dios mío, jamás podría haberme imaginado en
qué situaciones angustiantes puede llegar un ser humano!
No puedo razonar, creo que mi facultad de pensar quedó anulada por
ese paralizante bicho llamado miedo. Igualmente, por instantes, soplan
pensamientos por mi mente como hojas secas llevadas por el viento. ¿Cuándo
por fin se deshace el avión y me larga con el paracaídas al espacio? Porque
por propia decisión, ningún piloto abandonaría su cunita. Wolf Hirth me dijo
una vez: «Todo el mundo tiene un momento de extremo miedo en su vida. Y
si se está solo se tiene que hablar consigo mismo, hablar fuerte, en voz bien
alta». Este es uno de esos pensamientos que se me cruzan por la mente como
hojas secas llevadas por el viento, tengo que decirme algo, hablar, no, mejor
aún gritar, retarme furiosamente. «Hanna», grito, «avergüénzate por portarte
tan cobardemente. ¿Acaso no querías siempre volar en una densa nube? ¿Y
ahora quieres escapar?». El humano se oye a sí mismo mientras a su
alrededor el mundo es un infierno y su máquina llora de dolor. Sí, oye una
voz humana de la que ni cuenta se da que es la suya propia. ¡Y es ahí cuando
se produce el milagro: me tranquilizo! Sin darme cuenta vuelvo a tener
confianza en mí misma. Dura unos minutos, al menos creo que fueron
minutos solamente. Perdí también esa facultad, la de medir el tiempo. La
situación anterior regresa: el miedo me sumerge nuevamente en el infierno. Y
nuevamente empiezo a gritarme como alocada y otra vez retrocede despacio
el miedo, como perro amonestado. Pero vuelve y la parodia continúa. Fuertes
dolores en hombros y cabeza se asocian a esta comedia. ¡Si por fin se
desintegraría mi cunita!
De pronto tomo consciencia de que a mi alrededor empieza a
esclarecer. Pero no son las lindas alturas que estoy viendo, es la verde y negra
tierra... ¡que está sobre mí! La veo cuando miro para arriba. Y cuando miro
para abajo veo... ¡cielo! Nubes, como canoas blancas que despacio sobre el
agua. No cabe dudas: estoy volando boca abajo. Inconscientemente tomo el
bastón en mis manos y ahora es al revés: abajo la oscura tierra y la cima de
los Montes Gigantes cubiertos de nieve y sobre mí el cielo, con sus
nubarrones que se mueven y disuelven lentamente. Pero más allá y en lo alto,
aquella torre negra que acababa de lanzarme boca abajo de su espesa
estructura. Se retira a paso lento hacia el oeste, largando sin cesar pedazos
nebulosos de su masa.
No siento más dolores, floto como hoja sobre el agua, liviana y
tranquila. Vuelo silenciosamente con las largas alas expandidas de mi amado
pájaro. No pienso en nada, estoy mentalmente ciega. ¡Sólo una sensación de
inmenso agradecimiento! Mi cunita flota suavemente, casi sin moverse para
nada. Entre cielo y tierra parece que solamente estamos nosotros dos, mi
cunita y yo. La nevada cima de los Montes Gigantes se nos acerca
paulatinamente. Distingo algunas cabañas y pequeños puntos negros en la
nieve: son los jornaleros que regresan para merendar. Tomo una decisión:
aquí voy a aterrizar. Aquí hay gente que me puede ayudar, sobre todo Eugen
Bönsch en aquella cabaña que reconozco y de quien sé que es un excelente
piloto, y que sabe manejar situaciones de emergencia.
Era ya de tardecita cuando aterricé con mi "Grünau-Baby" cerca de la
cabaña. De los jornaleros no quedaba ninguno más afuera. A mí me vino
bien, porque así pude asegurar a mi pájaro con toda tranquilidad. Amontoné
nieve sobre una de las alas para que el viento no se llevara la máquina.
Recién ahora veo hasta qué grado el granizo había perforado las alas de mi
pobre "Grünau-Baby". La acaricié y le agradecí de haberme llevado con tanta
lealtad y seguridad a través de la infernal nube. Pero ambos teníamos que
regresar todavía a Hirschberg. Me encaminé a la cabaña para llamarlo a Wolf
Hirth, a quien le pediría que nos viniera a buscar con su Klemm y soga de
arrastre.
Despeinada y andrajosa como estaba entré en la cabaña para hablar
por teléfono. Más de unos pares de ojos me miraron con sorpresa y evidente
desagrado. Habrán pensado, ¿qué clase de mujer es ésta, con este aspecto tan
desordenado? No lo sé, ni me interesaba lo que de mí pudieran pensar. Como
tenía que esperar hasta que se estableciera la comunicación, regresé al salón
con los huéspedes allí reunidos. Reinaba una atmósfera alegre, risas y
carcajadas por todas partes, denso humo de cigarros y cigarrillos, pero
asimismo un sabroso perfume de café recién preparado y, entre todas estas
impresiones, los amorosos tonos de una cítara, un instrumento musical muy
típico en estas regiones. Yo estaba ahí entre todo eso, sola y aun sin contacto
alguno. ¡Si por lo menos viniera esa comunicación con Wolf Hirth! En otra
cosa no pensaba.
De pronto alguien descubrió afuera a mi "Grünau-Baby". Un gran
alboroto se formó entre esa gente. Todos se abalanzaron a las ventanas para
ver con propios ojos lo inimaginable: ¡una aeronave sobre la nieve. Yo hice
lo mismo que ellos, sin dar señales que me concernía más que a los demás. Se
dio que llegué a estar parada al lado de un gordo, a quién le empezó a brotar
sudor por excitación. «Señorita» tartamudeó, «le aseguro que eso es como si
apareciera el Diablo mismo desde el infierno. Hace, cinco minutos no estaba
ahí». No pudo decir algo más, su mujer le tiró del saco y se lo llevó aparte.
¡Cómo podía hablar con tal andrajosa!, llegué a escucharle decir. Lo demás se
ahogó en el mar de voces. Además no tuve más tiempo para prestarle
atención, todo el mundo salió afuera para ver de cerca a ese avión sin motor.
Lógicamente también yo tuve que salir junto con la gente, porque tenía que
evitar a toda costa que lo tocaran, y menos dañaran. Y en eso me topé
directamente con Eugen Bönsch que regresaba de un paseo por los
alrededores. Me saludó con gran alegría. ¡Adiós mi anonimato! Todos se
acordaban bien del récord que había logrado involuntariamente poco antes. Y
ahora no me pude defender más contra tantas preguntas y entusiasmos. Por
suerte, en eso llegó la comunicación telefónica con Wolf Hirth.
Después de que terminara de hablar ya no estuve disponible para
nadie, no pude seguir hablando con nadie, de nada sirvieron elogios o
consuelos. «Hanna» me gritó Wolf Hirth del otro lado de la línea, «¿Dónde
estás por Dios?». Yo no podía esperar el momento para decírselo, pero
apenas había pronunciado tres palabras, fui interrumpida por un rugido que
llegaba por la línea, pero no por un defecto de la misma, sino por la furiosa
reacción de Wolf Hirth. Creí entrar en un nuevo temporal. Segundos después
tuve consciencia de que había escuchado algo terrible: ¡Se me quitaría la
licencia de piloto! ¿El motivo? Había aterrizado sin permiso en una zona
prohibida para tales acciones. Entendí todo lo que me dijo y también que no
vendría a buscarme con la soga. Desesperada salí corriendo de la cabina
telefónica y ningún bien intencionado consuelo logró parar mis lágrimas. No
poder volar más era para mí morir lentamente. Yo era un pájaro humano,
jamás lo supe tan claramente como en aquel momento. Comprendí lo que
otros aviadores sienten, héroes de la aviación como por ejemplo Ernst Udet.
Cierta vez Udet me dijo, muchos años más tarde, durante la guerra y en un
encuentro casual en la calle, cuando ya le habían prohibido volar para no
exponerse a peligros innecesarios: «Hanna», y me miraba roa ojos tristes, «a
usted se lo puedo decir, usted me comprenderá. Otros piensan que soy un
histérico, pero yo así, sin poder volar, me muero. Prefiero abandonar todo,
uniforme, grado militar, títulos, todo, pero ¿no poder volar más? No, nunca
¡Tengo que volar! No aguanto más». Cuando le volvieron a dar el permiso
para volar, Udet volvió a estar sano.
Yo aquella tarde todavía sabía muy poco sobre Udet. Tampoco
conocía el lindo libro de Peter Supf, donde escribe que la nostalgia por volar
es la tristeza más profunda que una persona pueda sufrir. Sólo sabía que en
mí misma existía esa angustia, y que solamente poder volar me la quitaba.
En la cabaña se preocuparon mucho por mí; hasta me hicieron ver
una película para distraerme. Y ahí estaba yo sentada en una silla, los ojos
sobre la pantalla, pero sin ver nada. Hasta que de repente apareció corriendo
un chico anunciándome, jadeante pero a toda voz, que Wolf Hirth me quería
hablar por teléfono. Esta vez no gritó, pero sus palabras fueron cortas y
precisas. Me dio instrucciones de preparar todo para un despegue y de reunir
la mayor cantidad posible de personas en amplio círculo alrededor de la
aeronave y de esperar hasta que en aproximadamente media hora apareciera
él sobre la cima y dejara caer la soga de remolque. Wolf Hirth había recibido
un informe meteorológico -del cual yo no tenía noticias- que anunciaba nieve
durante los próximos días. Evidentemente el consuelo de que el riesgoso
vuelo había terminado bien le hizo olvidar su primer enojo. ¡Yo podría haber
lanzado un grito de alegría y saltado de júbilo! Por lo menos una vez más
podría volar. Sería quizás mi último vuelo, pero al menos una vez más
nuestros corazones formarían una sola unidad, el mío y el de mi pájaro. Me
sentía como unas horas antes, cuando la nube me liberó de sus garras y me
lanzó inesperadamente al espacio tranquilo que la rodeaba. Como por encanto
desaparecieron todas mis aflicciones. Sólo una gran alegría llenaba mi
corazón y aunque ya estaba anocheciendo, tenía plena confianza en que el
vuelo de regreso no presentaría dificultad alguna. Forzosamente tenía que ser
exitoso porque después de todo yo tenía que traer al avión de vuelta a casa. A
la gente que estaba en la cabaña le pedí que salieran y formaran en la nieve
un círculo grande alrededor de mi planeador. Nadie aparentemente se dio
cuenta del frío que aumentaba a medida que caía el sol. Todos tenían fijas sus
miradas en el valle, donde una luz tras la otra se encendía en el creciente
crepúsculo, y todos esperaban escuchar el primer lejano ruido del avión que
tendría que venir pronto. Sería el "Klemm" de Wolf Hirth con su soga de
remolque.
Efectivamente al poco rato se lo escuchó. Al principio suave y lejano,
luego paulatinamente cada vez más fuerte, hasta que pronto estuvo sobre
nosotros. En ninguna parte del mundo podría haberse escuchado en ese
momento música más linda que ese "concierto" del motor. Del cielo cayó un
paquete, al que estaba atada una cinta junto con un escrito. Contenía
indicaciones de cómo debía despegar y, sobre todo, como debía aterrizar. Al
pie del monte se ubicarían una serie de automóviles con sus luces encendidas
y concentradas sobre un determinado punto donde yo debía aterrizar.
Desenrollamos la soga y la colocamos estirada, delante de mi
Grünau-Baby, pero sin engancharla todavía. Eugen Bönsch ubicó en cada
extremo de la soga a diez personas para ejercitar los comandos del despegue.
Lo importante era familiarizarlos con la importancia que tenía el correr en
dirección del barranco sin temores, ya que en caso contrario la aeronave
podría no tener suficiente envión para despegar y consecuentemente caer en
él. Los dos equipos de diez hombres cada uno, que se habían formado
voluntariamente, se prepararon, y yo subí a la máquina y ajusté mi cinturón
de seguridad. Durante todo ese tiempo de preparativos, Wolf Hirth, junto con
Edmund Schneider que lo acompañaba, el constructor del Grünau-Baby,
circulaba en el aire sobre nosotros. Se parecía a una clueca que observa a su
pollito durante su primer paseo, esta vez mi primer vuelo nocturno.
Nunca tuve un despegue con una aeronave tan lindo corno éste,
tampoco durante los años posteriores. Tuvo lugar con tanta energía que la
nave largó como catapultada. En un abrir y cerrar de ojos volaba por encima
del profundo barranco. ¡Nuevamente me cobijaste en tus brazos invisibles, mi
amado cielo! A mi alrededor, el anochecer brilla con tenue color azul. Una
tras otra estrella enciende su luz. El crepúsculo envuelve al pueblo, a la
ciudad, a los campos y a los bosques y lo mismo a mí. Muy cerca está la
tranquila tierra, donde millares de lámparas eléctricas parecen adornarla
como con una corona.
Encima de mi vuela Wolf Hirth. El pequeño negro fuselaje de su
máquina se contrasta con el cielo. De acuerdo a los reglamentos
internacionales, tiene sus luces encendidas, verde en el extremo del ala
derecha, rojo en el ala izquierda, y dos luces blancas adelante y atrás
respectivamente.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Distinguía bien el
perfil de las montañas y del valle del Hirschberg. Sobre mí el ruido del motor
del "Klemm". Buscaba un viento ascendente, pero era inútil, en ningún lado
encontraba ni rastros de alguna ráfaga. Pero igualmente tenía que haber un
leve viento ascendente, porque apenas perdía altura. En estas condiciones
habría sido equivocado buscar las luces de los automóviles que enfocaban el
lugar preciso donde debía aterrizar. Además, difícilmente podría haberlas
localizado entre tantas luces de los pueblos circundantes. Por eso seguí
volando en dirección a Hirschberg.
La máquina de Wolf Hirth seguía volando sin cesar a mí alrededor.
Yo gozaba cada minuto de vuelo y me sentía muy confiada y tranquila. Pero
igualmente mi estado era tenso, algo que no puedo expresar fácilmente. Tenía
que encontrar sin falta, a pesar de la oscuridad, un lugar adecuado para
aterrizar. La distancia hasta Hirschberg no era lejos, pero iba perdiendo altura
continuamente. Sabía que hasta allí había que sobrevolar una colina, sobre la
cual se encontraba el castillo Paulinum. No estaba segura si lo lograría. Pero
a mi máquina, de todas maneras, no la podía exponer a un eventual peligro.
Por eso deseché la idea de aterrizar en el aeródromo de Hirschberg. En su
lugar comencé a buscar otro lugar adecuado, descubriendo finalmente una
mancha negra que parecía ser un terreno útil. Aquí quería hacer la prueba.
Casas y árboles no habían, al menos así me parecía. Conforme a lo que podía
distinguir, tampoco había algún otro obstáculo. Y verdaderamente todo salió
bien. Con cuidado toqué la tierra en un extremo del terreno y deslicé con mi
nave hasta que al fin quedó quieta. Libre de la tensión paralizante que me
había aprisionado hasta ahora, me quedé sentada en mi lugar, inmensamente
feliz por haberlo logrado. También Wolf Hirth, quien me había seguido hasta
aquí, se debe haber sentido muy feliz. Me parecía oírlo en el ruido del motor,
que aparentemente duplicaba su ritmo, pero lo veía con seguridad por las
curvas y los tumbos que le hacía dar a su "Klemm". Luego fue
desapareciendo, sin duda para disponer el rescate de mi aeronave. Tendría
por delante un largo rato, porque antes de una a dos horas difícilmente Wolf
Hirth lograría desviar los automóviles hasta aquí.
Un silencio sepulcral me rodeaba. ¿Sería la última vez que me
dejarían volar? Esa duda, que me había causado tanto dolor horas antes,
volvió de nuevo a intranquilizarme. Había podido gozar la belleza de la
noche, una belleza sin igual, algo que ya no era más del hombre y de la tierra.
Hacía rato que había dejado mi asiento y parado al lado de mi
querido pájaro, recostándome a él. ¿Te acuerdas de la nube, de la tormenta,
del miedo? Le preguntaba. ¿De los dolores? ¿Te acuerdas de todo eso? ¿De la
luz y del cielo azul, de ese infinito cielo? ¿Del anochecer y de la estrellas? Al
principio era sólo una la que brillaba, cuando estuvimos los dos por arriba de
la cima; luego aparecieron más, y pronto habían muchas.
La gente había enganchado la soga de arranque y yo me ajusté el
cinturón de seguridad. Y luego nos deslizamos sobre la nieve. ¿Te acuerdas?
¿Y te acuerdas como tus alas nos llevaron por encima del barranco?
De repente escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Era Wolf
Hirth que había llegado con su coche. Ahora haría caer sobre mí todo su
enojo. Pero cuando estuve frente a él, me di cuenta que no estaba enojado,
solamente feliz que yo había logrado traer de vuelta a la cunita, si bien herida
pero al menos con vida.
Estuvimos reunidos hasta muy tarde esa noche. Lógicamente tuve
que contarle todo lo ocurrido y responder a sus múltiples preguntas. Se dio
entonces, durante la conversación, que yo ese día había logrado
involuntariamente el récord mundial de altura en aeronave. La noticia puede
haber sido de importancia para la opinión pública, pero a mí no me
conmovió.
Capítulo 7 Instructora de planeadores en Monte
Hornberg

Fue entonces que tuve a todo un grupo de hombres maduros a


quienes les tenía que dar clases y preparar para los exámenes del grado "C".
El problema al que me vería confrontada, lo sospeché recién cuando llegué a
Hornberg. En los próximos días tendría que empezar a enseñar. Ya durante
mi propia etapa estudiantil había hecho la experiencia que los estudiantes del
otro sexo consideraban el deseo de una chica a volar como un romántico
capricho. Quizás mi insistencia, y más tarde mis logros, les habrán hecho
cambiar un poco sus opiniones. Pero a un hombre grande no le causa mucha
gracia dejarse dar lecciones por una mujer, y menos por una que más bien era
todavía una chiquitina. Yo presentía que se me presentarían problemas, más
por cuanto volar era algo que sólo correspondía a los hombres.
Para obviar esos probables problemas, opté por no presentarme
directamente como instructora, con la autoridad y distancia que podría
esperarse de tal cargo, sino de armar una especie de trabajo comunitario, del
que todos participarían por igual. Para la enseñanza práctica, esto funcionaba
relativamente bien. Si por ejemplo del taller salía una aeronave recientemente
reparada yo argumentaba que Wolf Hirth me había responsabilizado muy en
especial por su correcto estado. Entonces tendría que revisarla detenidamente
e incluso hacer un pequeño vuelo que mostraría a mis alumnos como ellos
mismos lo tendrían que hacer. O hacía subir a un alumno a la máquina y les
explicaba a los demás, mientras éste volaba, lo que hacía bien y lo que hacía
mal. Cuando aterrizaba, corría junto con ellos barranca abajo para traer la
máquina nuevamente arriba. Normalmente el instructor se queda arriba y
manda a sus alumnos a traerla de vuelta.
Más complicada era la enseñanza teórica, que tenía lugar a la noche.
Podría esperarse que mi función fuera la del maestro con su tradicional
bastón, lo cual me resultaba extremadamente antipático. Le encontré otra
solución. Cuando nos reuníamos para las clases, les pedía a los alumnos que
me dictaran un tema sobre el cual debiera hablar. Casi siempre me pedían que
les contara algo respecto de mis propias experiencias. Yo trataba entonces de
combinar mi relato con la teoría y mientras hablaba dibujaba en el pizarrón
los correspondientes detalles. A Wolf Hirth, quien un buen día nos sorprendió
con su inesperada visita, no le gustó mucho este sistema. Pero al final lo pude
convencer de que todos mis alumnos habían adquirido un amplio
conocimiento, no sólo práctico sino igualmente teórico. La meta del curso era
cumplida. De esta manera nunca surgieron dificultadas durante las clases. Al
contrario, reinaba un alegre y amistoso ambiente en nuestro curso. Todos
participaban con entusiasmo. Sin embargo esta forma de instruir -tan
convincente que podría ser para los alumnos- para mí misma era muy
agotadora, y a la larga difícil de aguantar.
Los días en la escuela de Hornberg tuvieron, con la trágica caída
mortal de uno de los alumnos, un triste final. El muchacho debía rendir ese
último día del curso el vuelo obligatorio para el examen de la categoría "C".
Era el último del grupo. Los demás ya habían terminado y partido a la
mañana a Stuttgart-Böblingen, donde harían el primer vuelo a remolque. Yo
quedé sola con el rezagado en Hornberg.
Todavía antes del despegue, traté detalladamente con él punto por
punto a lo que debía prestar especial atención. Estaba totalmente tranquilo y
seguro, de modo que para mí no existía ningún motivo de preocupación. Los
exámenes "A" y "B" los había aprobado bastante bien, a pesar de que al
comienzo había tenido algunos pequeños problemas, pero sin mayor
importancia y superados ampliamente. Yo estaba convencida de que lograría
también este vuelo con éxito. El despegue fue normal y mi alumno voló
exactamente en la manera que le había indicado. Tenía ya cumplidos dos
minutos y medio de vuelo. Le faltaba únicamente una curva y luego aterrizar
en amplio círculo. También esta última curva estuvo bien, aunque me pareció
que la había tomado algo demasiado inclinada. ¡Luego solamente vi como la
máquina se precipitaba perpendicularmente a tierra! Oí el golpe -el primero
en mi vida-. Me dejó paralizada. Recién segundos después atiné a correr
sabiendo sin embargo que de nada serviría, como tampoco mis rezos y
plegarias. El joven no sobrevivió el accidente. Fui yo quien tuvo que llevarle
a la pobre madre la trágica noticia. Vivía en un pueblo cercano. Nunca
olvidaré como caminé a través de los campos cultivados con el corazón en la
mano y la mente aturdida. ¿Cómo se lo diría a la pobre campesina? Me vio
venir de lejos y antes de que yo le pudiera decir algo, ella dijo: «Ay, querida
niña, ya sé, ya sé... Mi hijo, mi pobre hijo no está más con vida».
No supe qué decir, no lo comprendía. ¿Cómo sabía la pobre mujer
que su hijo había fallecido?
Pero cuando me tomó llorando en sus brazos, me enteré que su hijo,
ya antes del curso, había hablado de su caída. Ella había tratado de retenerlo,
pero él la consolaba: «Deja madre todo irá bien, no te preocupes. Yo voy
confiado». Fueron las últimas palabras suyas que suyas que su madre
escuchó.
Yo traté más tarde de averiguar cuáles podrían haber sido las causas
del accidente y me enteré que el chico les había contado un sueño a los
hombres que ayudaron en el despegue: «Entro en una curva empinada, freno
en seco el timón lateral, piso a fondo el timón de altura, y después...» Tuve
conciencia en ese instante que el accidente no pudo haber sido consecuencia
de un seguro presentimiento de su destino, sino una inseguridad
profundamente grabada y que tendría que haberle hecho desistir de la
aviación por el peligro que ella representa. El sueño, que a lo mejor no fue
otra cosa que la expresión de sus inconscientes dudas, resultó ser su destino.
Posiblemente pensó en él precisamente en el momento de tomar la curva y
hacer un movimiento equivocado que provocó la caída del avión. El triste
episodio me consternó moralmente tan fuerte, que durante largo tiempo no
logré volver a la normalidad.
Capítulo 8 Mi fracaso en la competencia del Rhön

La historia de las competencias del Rhön está íntimamente ligada a


los sucesos de los años de posguerra. En el Tratado de Versalles de 1919 a
Alemania se le había prohibido la aviación con máquinas a motor. Pero lo
que jamás se logrará prohibirle al ser humano es su sueño de volar como las
aves, de elevarse sobre la tierra, de conquistar el espacio. El deseo en muchos
casos se convierte hasta en una enfermedad. El anhelo por volar es casi peor
que la nostalgia por la patria o por un ser querido. Oskar Ursinus fue uno de
aquellos muchos que lo sintieron así. Solía viajar al Rhön, acostarse en el
verde pasto y mirar al cielo y observar las nubes y las aves, siempre con la
angustia en su corazón que por las simples palabras de otros no pudiera volar.
Veía sobre sí volar a las águilas y a los halcones y meditaba intensamente
como hacer para imitarlos. Su anhelo lo desgarraba: ¡Volar como esos
pájaros! Con la ayuda de la propia naturaleza, sin motor, como Otto
Lilienthal, pero con barrancos y viento. Y viento había aquí más que
suficiente, porque el Monte Wasserkuppe se elevaba a cuatrocientos metros
sobre el nivel del paisaje a su alrededor. En sus laderas se acumulaban los
vientos, y en consecuencia no hacían otra cosa que subir. ¡Volar sin motor! El
Monte Wasserkuppe parecía ser el paisaje ideal para lograrlo.
Oskar Ursinus llamó entonces a varios amigos y personas interesadas
en el tema. Durante el verano de 1920 se reunieron aviadores de la Primera
Guerra Mundial, científicos y técnicos y sobre todo mucha juventud. Juntos
comenzaron a remendar y reparar máquinas viejas, ahora por supuesto sin
motores, y a construir nuevos modelos que hoy parecerían pertenecer a
tiempos antediluvianos, y con los que realmente arriesgaron los primeros
vuelos. Al principio no fueron más que deslizamientos de unos pocos
segundos de duración, similar a nuestra actual categoría "A". Pero igualmente
el mejor de aquellos entusiastas había logrado durante aquel verano un
tiempo récord de dos minutos y veinte segundos, y una distancia de 1.875
metros. ¡Esto era una verdadera victoria!
Desde este primer año fueron aumentando los esfuerzos por lograr
elevarse a las alturas sin motor. El espíritu del Rhön que Oskar Ursinus había
despertado, siguió creciendo y contagiando. Verano tras verano llegaban cada
vez más jóvenes pilotos que ponían a prueba sus máquinas y mostraban sus
habilidades en la aeronavegación. Aprendían tanto de sus desaciertos como
de sus logros. Aprendían asimismo a comprender mejor a la naturaleza y
valorar sus fuerzas siempre cambiantes. Cargaban su entusiasmo con
sacrificios en tiempo, en dinero y muchas veces hasta en sus carreras. Y peor
aún, hasta con vidas. Pero de todo esto, paulatinamente creció el éxito que
hizo de la imaginada y soñada aeronavegación una realidad, no solamente en
nuestra patria, sino en el mundo entero. ¡Poder volar como las aves no podía
ser más ignorado!
Cuando en 1933 llegué por primera vez al Monte Wasserkuppe, las
competencias del Rhön eran acontecimientos ya popularizados. Aquí se
reunía lo más selecto de la aeronavegación y sobre todo mucha juventud. A
este último grupo correspondía también yo.
Viajé al Rhön directamente después del entierro de mi malogrado
alumno, y por lógica mi ánimo estaba turbado, por más que traté de
disimularlo. Mi aeronave era una "Grünau-Baby", una máquina que no podía
competir con otras de mayor rendimiento. La región no me era familiar y para
colmo el tiempo no pintaba bien, menos para un avión diseñado solamente
para ensayos. Mis condiciones para competir no eran por lo tanto las mejores.
No era solamente el hecho que me sentía tensa y aprisionada, sino también
que los demás participantes, principalmente mi grupo encargado del
despegue, veían en mí, por los logros en Hornberg, un "milagro volador". Se
esperaba algo especial de mí.
Ya desde la primera largada noté que perdía altura rápidamente. No
encontraba viento ascendente alguno y me vi obligada a aterrizar en cualquier
parte del campo. Ahí estaba ahora yo plantada con mi cunita, teniendo que
observar como los demás, con sus mejores máquinas y mayores experiencias,
se podían mantener en el aire. Fue para mí muy deprimente. Mi equipo vino
corriendo hacia mí. Mi fracaso fue para mis amigos tan doloroso como para
mí misma. ¡Cuán orgullosos habían estado con su pequeño piloto! «No
importa» les dije cuando me alcanzaron, «desmontemos la cunita y volvamos
rápido arriba. Tengo que entrar en calor».
Despegué nuevamente y otra vez me "ahogué", igual que poco antes.
Mis tentativas siguieren fracasando durante todo el día. La cunita era llevada
para arriba, luego el despegue, y yo sin poder mantenerla en el aire. Volvía a
estar abajo en el valle. Con cada corrida que mi grupo hacía para llevarme de
vuelta, mi ánimo se achicaba más y más. También a ellos, a mis muchachos,
la decepción les crecía, después de todo era precisamente su piloto la que
fracasaba. ¡Quién está en mala racha no necesita buscar la burla! Todos los
que estaban ahí arriba observándome se reían. Yo también me hubiese reído
si habría estado entre ellos. Pero la realidad era otra, yo no estaba allá arriba,
yo estaba aquí abajo y me moría de vergüenza. Para colmo, frente a mis
compañeros tenía que mostrar cara alegre y hacerme la despreocupada. Y así
día tras día, un fracaso tras el otro.
Igualmente no abandoné mis intentos hasta que las competencias
terminaran. Hubo entonces una fiesta y la entrega de premios. Naturalmente
yo ocupé el último puesto, la cola. Una gran carcajada estalló en la sala,
cuando como premio se me entregaron una balanza de cocina y una picadora
de carne. Ambos elementos habían sido donados por una casa de artículos
domésticos y como los organizadores de la competencia no sabían qué hacer
con ellos, me los entregaron solemnemente a mí. ¡Fue un acto simbólico para
chicas ambiciosas que a todas costas pretendían querer volar!
Pero las sorpresas aún no habían terminado para mí. Hubo otra. El
profesor Georgii, en aquel entonces ya conocido como "El Profesor de la
Aeronavegación", me preguntó después de las entregas de los premios y de la
fiesta, si estaría yo dispuesta a participar de una expedición a Sudamérica. Se
quería estudiar allá las condiciones de los vientos ascendentes. ¿Cómo
precisamente yo después de los reveses sufridos durante todos esos días? Tan
increíble como parezca ser, pero justamente aquellas fallidas tentativas fueron
el motivo de su pregunta. Ya durante sus discursos a los premiados, tanto el
profesor Georgii como también el "Padre del Rhön", Oskar Ursinus, habían
hecho especial mención de mis repetidos intentos de quedarme en el aire, de
insistir y seguir insistiendo. No sería el éxito lo más importante. En la
aeronavegación era el espíritu lo que valía más. Para ellos, yo lo había
demostrado con mi insistencia. Fue eso lo que a ambos les había sugerido
elegirme a mí, entre otros que volaban mejor que yo, y con mucha más
experiencia.
Acepté espontáneamente -descontando el permiso de mis padres, por
supuesto-, por más que el viaje me costaría unos 3.000 marcos. Por el
momento no sabía de donde sacar tanto dinero, pero joven y despreocupada
como era, no me rompí tampoco por eso la cabeza.
Capítulo 9 Como "doble" en una película

Entre las muchas cartas que había recibido después de mi vuelo en


aquel cielo tormentoso, había también una de la compañía cinematográfica
UFA, en la cual me preguntaban si querría participar como "doble" en una
película que tenía por tema la aeronavegación. Dejé la carta de lado, no me
importaba. Pero ahora me acordé del ofrecimiento. Quizás era una
oportunidad para reunir algún dinero. Escribí y acepté la oferta. Después de
ponernos de acuerdo en principio, nombré la cifra que exigía como honorario,
que no era otra que la que necesitaría para la expedición a Sudamérica. La
palabra estaba dicha. Casi no me animé ni a respirar. Seguramente me
tendrían por loca y se reirían abiertamente en la cara. Pero a mí no me
quedaba otra alternativa: necesitaba esa suma ya que con menos nada podía
hacer.
Con inmenso asombro de mi parte las exigencias fueron aceptadas sin
protesta alguna. ¡Fue realmente para mí como en un filme! La película fue
rodada en el Rhön y en Rossiten y su título era "Rivales del Aire". Entre los
actores figuraban conocidos nombres, como Wolfgang Liebeneiner, Claus
Clausen, Volker von Collande, Hilde Gebühr, Sibylle Schmitz.
La película trataba de un joven entusiasta de la aeronavegación, quien
había convencido a una amiga de participar junto con él un curso de
aeronavegación. Como mejor alumno del curso recibió corno premio el
permiso de participar en la competencia del Wasserkuppe. No así la joven
compañera quien para volar aparentemente no tenía talento alguno. Pero
como se trataba de una chica enérgica y persistente, trató de encontrar su
propio camino. Miraba al cielo observando a esos grandes pájaros plateados
que circulaban silenciosamente sobre ella y tomó una resolución. Fue al
galpón y sacó del mismo una máquina para ensayos, que estaba ahí sin uso, y
despegó con la ayuda de varios visitantes dispersos en el lugar. Pronto
alcanzó la altura de los demás.
Con excepción del instructor, nadie había observado el hecho. Lo que
el maestro también veía era que del oeste se aproximaba una negra nube
tormentosa, a la que la joven mujer jamás podría enfrentar. Pero como él
secretamente se había enamorado de la chica, tomó una decisión muy difícil
para todo piloto: la de abandonar la competencia, y en su lugar, la de guiar a
la chica hacia un viento descendente y mostrarle un lugar seguro para
aterrizar. Naturalmente tenía que pasar un pequeño percance.
La chica aterrizó sin querer en una laguna. Empapada en agua, llegó
tambaleando hasta la orilla, donde el instructor le fue a su encuentro,
rezongándola y mostrándose muy enojado. Por supuesto, todo terminaría en
un final feliz: un abrazo y un beso. Mi rol como doble en la película se
limitaba exclusivamente al vuelo como tal. En cuanto aparecían las personas,
se cortaba el film y los actores continuaban con sus papeles. Mi propio papel
como piloto me encantaba, ya que podía hacer los "desastres" asignados a la
actriz, sin que nadie me retara. ¿Cuándo y dónde me lo habrían permitido?
También esa escena en la laguna tuve que hacerla, pero admito que no fue
fácil, porque en realidad era más un charco que una laguna y tenía que
efectuar el aterrizaje en un punto exacto, estrechamente limitado. Pero tuve
suerte, salió bien, pude asentar la máquina en el centro mismo del charco. El
agua salpicó por encima de mí, justo como el guión de la película lo preveía.
Muy contenta por lo que había logrado, lancé un grito de júbilo sin pensar
que además del rodaje de la escena, también funcionaban los micrófonos. Y
por supuesto, la escena no preveía júbilo, sino lo contrario: ¡desesperación! Y
otra cosa más estuvo fuera de programa, algo de lo que los productores recién
se dieron cuenta cuando la escena fue proyectada: cualquiera que conociera
un poco el tema de la aeronavegación, enseguida se daría cuenta que un
aterrizaje tan exacto, de ninguna manera podría haberlo logrado un
principiante. La escena tuvo que ser repetida. Un aviador de la localidad de
Rositten fue el encargado del vuelo.
El motivo que condujo a mi reemplazo fueron disidencias internas de
competencias, que aquí no vienen al caso. Yo por mi parte, aproveché el
tiempo para volar. Rositten tenía condiciones climáticas favorables y un
terreno ideal para los despegues. Creo que para un piloto no existe lugar más
hermoso para volar que aquí, en este tranquilo y encantador paisaje, con
dunas, costas y mar.
Yo despegaba y me quedaba en el aire tanto tiempo como éste me
llevara; sobre mí el cielo con sus tímidas nubes, bajo mí el mar azul y la costa
amarilla.
¿Era acaso entonces de extrañar que perdiera la noción del tiempo?
En una oportunidad estuve nueve horas arriba, al día siguiente once horas y
veinte minutos. De que con este vuelo había batido un nuevo récord femenino
de permanencia en el aire, me enteré recién tiempo después. No fue
registrado internacionalmente, en primer lugar porque yo no había ido a
Rositten para eso, y en segundo lugar porque no tuvo lugar a raíz de
preparativos preliminares y usuales en competencias de vuelos sin motor.
Realmente, a mí me tenía sin cuidado, yo solamente quería volar y volar
como las aves, libre y sin límites reglamentarios.
Capítulo 10 En expedición científica, con planeadores, a
Brasil y Argentina

El 3 de Enero de 1934 zarpó de Hamburgo para Sudamérica el


transatlántico "Monte Pascoal". Había buques más grandes y más lujosos,
incluso buques que navegaban más rápido y que podían jactarse de albergar
en cada viaje a gente ilustre y prominente. Pero a mí, todo lo que veía a bordo
me perecía grandioso y lujoso. Sabía, por relatos y libros que había leído, de
los viajes placenteros que los ricos solían hacer. Pero esto era realidad, y
cuando la banda musical del buque entonó la tradicional melodía de la
canción popular alemana "Muss i denn zum Städtele hinaus" ("Tengo ahora
que partir del pueblo'') y la nave comenzaba a separarse lentamente del
muelle, yo estaba apoyada sobre la borda junto a muchas otras personas,
saludando con mi pañuelo en mano, a mis padres y a mis amigos.
Llena de alegría y agradecimiento, quería gozar en todo minuto la
aventura de conocer tan lejanos continentes y países. Tenía veintiún años. Me
acuerdo muy bien del mundo que me rodeaba a bordo: de las largas listas de
menús para los almuerzos y las cenas; del encuentro con personas de otros
países y continentes, con descendencias y destinos tan distintos a los nuestros
y sobre todo, de los para mi incontables enigmas que contenía el buque. Mi
curiosidad, en principio, tendría que haber caído mal entre la tripulación y sus
oficiales, pero lo que podría haber sido una desventaja, el hecho de ser la
única chica, para colmo menudita, entre hombres fuertes y maduros, resultó
ser lo contrario: hasta el mismo capitán me toleró y congració. A los pocos
días me nombró su "Moisés", en la jerga marina alemana el marinero más
joven de un barco. Me permitió hacer de todo: curiosear por donde quería,
subir y bajar las escaleras y hasta trepar por el mástil de la chimenea. Pero
por lo general estuve siempre reunida con mis camaradas de la expedición.
El mando lo tenía el profesor Georgii, conocido en todo el mundo no
sólo como meteorólogo para la aeronáutica, sino asimismo como presidente
de la "Istus" (Internationale Studienkommission für Segelflug, es decir,
Comisión Internacional de Estudios pura la Aeronavegación), y a quien lo
apodaron como "Padre de los Aeronavegantes". No podría haberse
encontrado a mejor autoridad para aquella expedición, porque aparte de sus
conocimientos específicos, el profesor Georgii poseía una manera de ser
amable y segura, todo lo cual lo predestinaba a representar dignamente a su
patria. Junto con él hacíamos todos los días mediciones a bordo: mediciones
de ondas, mediciones de velocidades de vientos, de alturas de nubes y
muchas otras cosas que, si bien no necesariamente debe conocer todo
aeronavegante, sí le ayuda a dominar el espacio en el aire, tanto en la práctica
como igualmente en teoría.
El ingeniero Harth lo secundaba eficazmente en las mediciones y
evaluaciones de los resultados. Entre los demás participantes de la expedición
figuraban conocidos pilotos como Wolf Hirth con su "Moatzagotl" (nombre
que le había puesto a su aeronave), una construcción personal muy particular;
Peter Riedel con su "Fafnir", Heini Dittmar con su "Cóndor", nuestro
carpintero para aeronaves Miehm, y yo con una "Grünau-Baby".
A bordo del "Monte Pascoal" fuimos pronto conocidos como el grupo
de los "pilotos". Pero como al comienzo nadie entre los pasajeros sabía algo
sobre nosotros, y las conjeturas crecían para todos lados, alrededor nuestro se
formó rápidamente algo así como un mito. Para algunos éramos un grupo
circense, para otros miembros de una asociación de navegantes de veleros;
los había también quienes nos catalogaron como "oscuros aviadores", como
tampoco faltaban quienes nos consideraban "milagros voladores". Pero
igualmente habían quienes nos consideraban lo que realmente éramos:
personas normales, con quienes se podía hablar, reír, y de después de cenar,
hasta de bailar.
Todo esto hacía aumentar el encanto de lo novedoso, con lo que yo
me topaba a cada paso. Pero lo que más me impresionó en todo momento, fue
el viaje en sí. Ya la despedida nocturna de Hamburgo fue maravillosa: sus
luces, las aguas del Elba, con sus témpanos de hielo que se estrellaban
ruidosamente contra la proa del barco; en el Mar del Norte las pesadas olas y
la espesa niebla que casi no dejaba ver la mano ante los ojos, y la sirena del
buque que sonaba constantemente por seguridad. Me parecía como un animal
que llora cuando presiente algún peligro. Mas a mí misma me cobijaba la
calidez de la nave, su fuerte y seguro casco que se mecía en las enormes olas
y el monótono golpeteo de sus motores, como jadeando por el esfuerzo. Pero
todos sabíamos que nos llevaría sanos y salvos a destino.
Nuevos días amanecieron y nuevas noches nos dejaron descansar.
Cuando dejamos atrás al golfo de Viscaya, las fuertes olas fueron
desapareciendo y un cielo azul sin nubes brillaba cálidamente sobre nosotros.
Poco a poco nos fuimos malacostumbrando a la pereza. La ruta del barco
conducía a unos veinte kilómetros de la costa española, a lo largo de
ocasionales altos acantilados, en cuyas cumbres podían distinguirse casas
aisladas. Por primera vez vi delfines. Creí que eran peces voladores y por
supuesto coseché risas y burlas. El viaje siguió al sur, pasando por la altura
de Lisboa y Casablanca y por fin después de siete días, la embarcación dejó
caer sus anclas... Una noche clara, sólo iluminada por la luz de una luna oro-
rojiza, mientras las luces de la ciudad de Las Palmas centelleaban desde lejos.
Casi sin gradación, de pronto aclaró. Observé con interés las amarillas y
peladas rocas, seguramente ideales para volar sin motor, y a sus pies la
ciudad, con sus techos planos y blancos como la nieve. Luego tuvo lugar algo
que seguramente todo viajero sudamericano conoce, pero que a mí me
pareció como una escena encantada extraída de un libro de cuentos de hadas.
Apenas el barco había fijado su posición al lado del muelle, una infinidad de
botes a remo lo rodearon como pulgas acuáticas, tripulados por gente de los
más variados colores, corno jamás yo había visto antes: negros y mestizos,
pero entre ellos también figuras de razas blancas, a quienes se les veía la
descendencia española pura, soberbios y orgullosos aun en los andrajos que
vestían. Y antes que nos diéramos cuenta, el transatlántico quedó invadido
por todos ellos. Más de uno podría haberle causado miedo a cualquiera de
nosotros, tan siniestros eran sus rasgos. Sobre grandes mantas esparcidas
sobre la cubierta, ofrecían a toda voz sus mercancías: baratijas destellantes,
kimonos y frazadas, frutas y dulces, en fin, todo lo imaginable que tuviera
color y sabor. Cosas sin valor, pero para mí contenían el brillo de lo
desconocido.
Los pasajeros podían ir a tierra, pero nuestro grupo visitó primero un
transatlántico alemán anclado en el puerto. Para un prolongado paseo por la
ciudad no nos quedó mucho tiempo. Para mí nuevamente el lejano y ajeno
sur: sobre las calles de arena llenas de pozos, trotaban tambaleándose los
carros tirados por mulas; grupos de hombres rodeando a un mercachifle;
mujeres paseando en largos vestidos negros y pañuelos también negros sobre
sus cabezas; y finalmente chicos jugando en las calles, igual como en todo el
mundo. Desoladoras superficies de arena, viejos muros (lañados por el
tiempo, de tanto en tanto una palmera, ese era el cuadro que se me presentó
en Las Palmas. Tiempo para ver más de la ciudad, seguramente cosas no tan
tristes, lamentablemente no nos quedó.
Al zarpar el barco del muelle, un infernal griterío de los mercaderes
tapó todo otro ruido. Chicos semidesnudos, ágiles como pescados, se
sumergían en el mar para recoger las monedas que les tirábamos desde el
barco. Y nuevamente estamos en mar abierto: el ardiente sol que brilla sobre
la cubierta, y los peces voladores que escapan por el aire ante el coloso que
los ahuyenta. Pero sino por lo demás, los días y las noches que se alternan
como de costumbre.
Al cruzar el ecuador terrestre nos espera el tradicional bautismo
naviero. Mucha gracia a mí no me causó.
Nos vamos acercando a Río de Janeiro y nuestros pensamientos y las
conversaciones se centran en esta ciudad, de la cual se afirma que tiene el
puerto más hermoso del mundo. Y yo creo que con toda razón, porque
realmente quien viniendo del norte entra en él, cree entrar en el propio
paraíso.
Nuestro hotel estaba ubicado en lo alto de una montaña con ladera
empinada al mar. Delante del edificio se extiende un viejo jardín monástico
con árboles cuyos nombres nadie me podía citar, palmeras, arbustos llenos de
flores, algunas rojas como fuego, y otras con delicados y claros colores.
Mi primera sorpresa me la llevé cuando abrí mi valija. Estaba llena
de hormigas que me picaron terriblemente. Eran tantas que me pasé media
noche sacudiendo y limpiando prenda tras prenda. Otros bichos ya no podían
asustarme más, porque lo que había vivido aquí, me sirvió para
familiarizarme con ese diminuto mundo.
La ciudad era tal como lo relata su fama: linda y elegante. Solamente
para mis compañeros resultó ser desagradable el hecho que ningún blanco
podía darse el lujo de caminar por las calles sin saco, por más calor que
hiciese. A lo que todos nos tuvimos que acostumbrar abruptamente era al
horario y al ritmo. Un primer ensayo lo tuvimos el día mismo de llegada
cuando se tenían que cumplir las formalidades de entrada al país. No eran
trámites como los comunes en Alemania, por más que también en nuestra
patria la burocracia es muy criticada. Pero lo de aquí era más: era lo que se
expresa con la palabra "mañana", quizás el vocablo más divulgado de su
tesoro lingüístico. Durante el desembarque todavía nos resignamos, si bien
intranquilos, pero aceptado como algo nuevo que en principio nos fascinaba.
Pero verdaderamente molestos comenzamos a sentirnos cuando se trató de
nuestras aeronaves las que seguían estando bajo llave aduanera porque
algunos ministerios no podían ponerse de acuerdo respecto de sus
competencias. Con cada día que nos consolaban para "mañana", crecía
nuestra intranquilidad. La nostalgia por nuestros "pájaros" aumentaba
constantemente. Recién cuando nos enteramos que las máquinas por fin
estaban cargadas en un camión que las llevaba al aeroparque, respiramos
aliviados. ¡Tres semanas había durado el trámite!
Igualmente tratamos de aprovechar lo mejor posible el tiempo. Nos
ayudó a conocer la hospitalidad de la gente, su cortesía y su voluntad de
cooperar. Debo mencionar sobre todo al Mayor Fontanelle, principal del
aeroparque Campos dos Alfonsos. Hizo realmente todo lo que estaba a su
alcance para ayudarnos. El Sindicato Cóndor, una compañía de aviación
estrechamente ligada con Lufthansa alemana, entre cuyos dueños brasileños
figuraba también el alemán P. Moosmayer, que puso a nuestra disposición un
hidroavión con su piloto Wachsmuth, para que buscáramos en la región
terrenos adecuados para aterrizajes forzosos.
Sin ocupación alguna no estuvimos nunca. Recibimientos oficiales se
alternaban con conferencias de prensa. Hubo grandes cenas con emotivos
discursos y hermosos arreglos florales. Sobre todo el periodismo nos requería
continuamente; nuestra expedición había cobrado gran notoriedad. Todo el
mundo en la ciudad quería ver por fin a los aviones sin motor volando
silenciosamente en el cielo. En Brasil, la aeronavegación se encontraba
todavía en sus más tímidos comienzos. Tanto más grande el interés
despertado con nuestra visita. Y el hecho de que entre el grupo alemán había
una joven mujer, hacía aumentar la curiosidad en este país sureño.
Al fin llegó el día en que nuestros pájaros plateados pudieron
presentarse: el majestuoso Fafnir, con el que Grönhoff había conquistado sus
grandes éxitos; el orgulloso Cóndor, el Moatzagotl, y mi modesto Grünau-
Baby.
El Moatzagotl tuvo de entradas mala suerte: una máquina a motor le
lastimó al aterrizar una de sus alas. Wolf Hirth y yo nos tuvimos que
conformar por eso con nuestro Baby. Pero el arreglo del Moatzagotl pudo ser
logrado rápidamente, de modo que pronto cada uno de nosotros subía al aire
con su propia máquina.
El principal objetivo de la expedición era estudiar las condiciones de
los vientos ascendientes en Sudamérica. Pero rápidamente nos dimos cuenta
que sin querer nos tocó otra misión, cuál era la de conquistar "volando" los
corazones de la gente. Admito que nos fue regalada y de una manera tan
espontánea como jamás nos podríamos haber imaginado.
La cooperación del pueblo fue ejemplar. Centenares de personas, y
hasta miles, peregrinaban al aeroparque para vernos volar. Naturalmente el
mayor interés se concentraba en los vuelos acrobáticos. Mientras a mis
camaradas les tocaba demostrarlos sólo de tanto en tanto, a mí me recayó
lamentablemente la obligación de presentarlos casi todos los días. Mucho
más me hubiese gustado poder volar junto con ellos a largas distancias, lo
que para todo piloto es el verdadero gran placer. Mis protestas no me
sirvieron, tenía que atenerme a las órdenes del jefe. Los "loopings" y "turras"
que lograba hacer cosechaban asombro y entusiasmo entre quienes invadían
diariamente el aeroparque, hombres, mujeres, militares y sobre todo, clases
enteras de escolares. Por suerte me quedó también tiempo para efectuar
vuelos de investigación. Y cuando volaba por encima de esas infinitas
regiones con sus selvas tropicales, recién entonces parecía haberse hecho
realidad el sueño de todos los deseos.
Después de cuatro semanas cambiamos de Río de Janeiro a San
Pablo. También aquí se repitió lo que habíamos conocido en Río:
recibimientos, conferencias de prensa y entusiasmo popular. A mí
personalmente la estadía en San Pablo me deparó un agitado episodio aéreo
que me demostró que siempre queda algo más por aprender: Hasta ese
momento rara vez había hecho vuelos térmicos, es decir vuelos con vientos
ascendentes provocados por el recalentamiento de la superficie terrestre. De
ahí que tenía poca experiencia en el hecho de que a veces se forma desde el
suelo una "burbuja térmica" que sube y de repente se encuentra por arriba del
aeroplano, justo cuando éste la quiere aprovechar. Esto fue precisamente lo
que me pasó en San Pablo.
El aeroparque se encontraba cerca de la periferia de esta creciente
metrópoli. Por lo general, nosotros sorteábamos el orden en que nos haríamos
subir por las máquinas a motor. Ese día me tocó a mí el último turno. Era un
hermoso día con pleno sol y maravillosa formación de nubes. La base de ellas
estaba a unos 2.000 metros de altura. Hasta que por fin me tocó a mí el turno
de hacerme subir al aire por el avión a motor, de mis camaradas Peter Riedel
y Heini Dittmar sólo se podían distinguir dos puntos pequeños debajo de las
nubes. No podía esperar en imitarlos.
El viento soplaba en una dirección que me obligaba volar siempre
colada a la máquina motorizada, rumbo hacia la ciudad. Volamos sobre ella a
escasa altura, encima de nosotros la capa nubosa y bajo ella mis dos
compañeros que se movían lenta y silenciosamente en amplios círculos.
Notaba que mi máquina temblaba un poco, que hacía pequeños saltos y pensé
que si ahora desenganchaba la soga, seguramente ganaría mucho más rápido
en altura que lo que podría lograr el avión a motor, quizás tres, cuatro y hasta
chico metros por segundo. Me solté entonces del remolque. Pero apenas
había volado un círculo, el marcador de altura comenzó a caer. En la
esperanza de volver a encontrar un viento ascendente, tanteé a mí alrededor
sin saber que éste había subido sobre mí en una de esas "burbujas térmicas",
y que a hora sólo encontraría vientos descendentes. ¡Y esto justo por encima
del centro de la enorme ciudad! Veía abajo sólo techos y torres, iglesias y
chimeneas, y largas calles repletas de gente y automóviles. Empecé a buscar
alguna terraza donde podría aterrizar, pero las que podrían haber servido o
tenían plantas en macetones o chimeneas. Mientras tanto mi pájaro caía y las
torres crecían amenazantes más y más. En Mi imaginación ya veía muchos
muertos. Me desesperaba. La distancia hasta el suelo achicaba con cada
segundo que pasaba, pero en eso vi a lo lejos un lugar que parecía estar libre.
¿Lo alcanzaría? De cualquier modo tenía que probarlo. Sin mirar a izquierda
o derecha enfilé mi máquina hacia aquel lugar. Pero al ir acercándome, me
percaté que una masa de público circundaba un estadio donde se estaba
llevando a cabo un partido de fútbol. ¡Mi susto amenazaba a ahogarme! No
tenía idea si lograría poder volar por encima del público. El estadio en sí
quizás lo podría alcanzar, ¿pero esto por sobre sus cabezas? Un nuevo susto
hizo presa de mí. Justo del lado donde me aprestaba apuntar para el aterrizaje,
se extendía un grueso cable de alta tensión. Sobrevolarlo era imposible. Lo
único que podía hacer era tratar de pasar por debajo del mismo, directamente
sobre las cabezas del público. Pero aun lográndolo, el peligro no terminaría
ahí. El partido que se llevaba a cabo en la cancha, que con seguridad
concentraba totalmente la atención de la apasionada gente, nadie se daría
cuenta del avión que se acercaba sin hacer el menor ruido. Y si por
casualidad alguien lo veía venir, seguramente pensaría que se trataría de un
avión común con el motor apagado, pero que lo pondría nuevamente en
marcha en cualquier momento. ¡Y así fue! A nadie se le ocurrió interrumpir
el partido. Por eso yo abrí de un tirón la ventanilla de mi cabina y grité
desesperada ¡cuidado!, ¡cuidado!. Era una de las pocas palabras en español
que hasta ese momento conocía. Y en efecto, el partido fue interrumpido por
unos segundos: todos, público y jugadores, fijaron sus miradas en el
silencioso avión que venía acercándose y pienso que todos esperaron que
enseguida volvería a poner en marcha su motor. A nadie se le pudo haber
pasado por la mente el peligro que corrían. ¡Yo tenía que aterrizar! No tenía
otra alternativa. En último momento los futbolistas se tiraron al suelo y tuve
la suerte de no lastimar a ninguno cuando toqué suelo entre los dos arcos. Un
suspiro de alivio y agradecimiento me ayudó a relajarme.
Comencé a soltar los cinturones del paracaídas y mirar a mí
alrededor. Lo que ahora vi me dejó paralizada: ¡fue peor que el miedo
anterior! Miles de personas rompían las barreras y se abalanzaban sobre mi
cunita. Yo ya creía escuchar el ruido de maderas quebradas y veía el avión
hecho trizas, pisoteado por la multitud. Estaba desesperada. Nadie podría
contener a esa avalancha de gente. Tan pronto pude, me paré sobre la cabina
para que todos me vieran y agité los brazos. Pero lo que con eso lograba, era
aumentar su curiosidad. Por suerte no era ira o disgusto por la interrupción
del partido lo que les hacía correr hacia la máquina, era la increíble novedad
de verla sobre el campo, como llegada silenciosamente del mismo cielo. Me
tiraban besos de lejos y se empujaban para ser los primeros en tocar el avión.
Después de un ralo, que me pareció ser una eternidad, aparecieron
militares de la guardia. Cobré esperanzas, pero el reducido grupo tampoco
pudo poner orden. Fue un alemán -o descendiente de alema- quien logró
prestarme ayuda. Consiguió que interviniera la policía montada, la que sin
miras ni escrúpulos dispersó a la multitud. Quien no prestara atención podía
encontrarse rápidamente bajo las patas de los caballos.
Pronto comenzaron a escucharse voces pidiendo auxilio; las primeras
ambulancias hacían sonar sus sirenas, los heridos fueron llevados a los
hospitales, pero yo al menos había salvado a mi cunita. La policía había
formado con sus caballos un círculo alrededor del avión y nadie podía
acercarse. Por un momento tuve que cerrar los ojos porque el cuadro que se
me presentaba, con los caballos trotando en círculo, me hacía pensar en una
calesita.
La aventura fue en todo sentido una tortura que nunca más pude
olvidar. Pero por otra parte me hizo reconocer mi error y todos sabemos que
de errores se aprende mucho. Mientras tanto, mi piloto de remolque pasaba
momentos de gran preocupación desde que yo había desenganchado la soga a
tan escasa altura sobre la ciudad. El pobre no sabía que yo misma lo había
hecho, más bien creyó que la soga se había roto. Angustiado siguió
observando lo que ocurría y recién cuando vio que me encontraba a salvo,
regresó al aeroparque para avisar a los demás y disponer lo necesario para
que vinieran a buscarme, tanto a mí como al avión. También el profesor
Georgii, al igual que los demás de nuestro grupo, había observado con temor
mi experimento. El éxito de la expedición naturalmente habría sufrido
mucho, si alguno de nosotros se hubiese accidentado. Pero ahora así, con ese
aterrizaje espectacular, nuestra estadía en San Pablo se convirtió en algo
realmente emocionante. Los periódicos estaban llenos de informaciones y la
gente entusiasmada. No sé si jamás el público tuvo conciencia del peligro que
corrieron los espectadores del partido de fútbol. Sólo veían lo maravilloso del
episodio: ¡que una joven mujer había caído del cielo!
Desde San Pablo, que se encuentra a unos 450 kilómetros al sureste
de Río de Janeiro, teníamos buenas condiciones para efectuar vuelos de
distancia. Al comienzo tanteamos con cuidado las condiciones existentes,
porque la región es infinita y despoblada y en consecuencia peligrosa. Pero
de a poco fuimos cobrando cada vez más coraje. El hecho de que al final nos
animamos a cubrir grandes distancias, se lo debimos principalmente al
Urubus, un pájaro parecido al buitre -un en su tamaño- que se alimenta de
carroña, si se quiere una policía sanitaria. En cuanto ven desde las alturas un
cadáver, se largan en picada hacia abajo y en pocos minutos dejan nada más
que esqueletos limpios. Son horriblemente feos, con plumaje gris, cuello
desnudo, grandes como gansos, pero sobre todo, y para nosotros tan
importante, inigualables voladores que dominan a la perfección los aires
térmicos. Rápidamente nos dimos cuenta que donde flotaban estos pájaros sin
mover sus alas, ahí también podíamos flotar nosotros. Por eso, cuando
subíamos tratamos siempre de encontrar a esos bichos, lo cual no era difícil
porque se juntaban en grandes cantidades, de a centenares. Nunca huían ante
nosotros o se dejaban ahuyentar, al contrario, a menudo se acercaban tanto
hasta nuestras cabinas que involuntariamente uno encogía la cabeza. Y así
subíamos en círculos lo más alto posible, acompañados por estas aves, para
luego ganar distancia en vuelo deslizante en la dirección prevista. Entonces
nuevamente buscábamos una manada de Urubus para subir en espiral.
De esta manera nos fue posible cubrir grandes distancias por encima
de las selvas brasileñas, cosa que sin la ayuda de nuestros guías no habríamos
podido hacer. Nos vino la idea de llevar a Alemania a algunos de estos
Urubus para utilizarlos allá de la misma manera. ¡Qué récords podríamos
lograr en las competencias del Rhön si cada uno de nosotros tuviera su propio
Urubu!
Y fue por eso que en el viaje de regreso subimos a bordo, en Bahía,
varias de esas aves, para lo cual ubicamos sobre la cubierta una grande jaula,
alimentándolas con carne y pescado. En Alemania las llevamos a Darmstadt,
ciudad conocida por sus temperaturas medias agradables, para aclimatizarlos.
Aquí se encontraba también el Instituto de Investigación para la
Aeronavegación, cuyo director era el profesor Georgii. Levantamos una
amplia jaula para nuestros queridos bichos y seguimos alimentándolos con
amor y cariño. Hoy yo no me animo a afirmar que nuestro método
alimentario haya sido adecuado ya que el éxito, a decir verdad, fue cero.
Porque cuando después de algunas semanas abrimos la jaula para dejar en
libertad a uno de ellos, con la aventurada esperanza de que volviera
voluntariamente a su comedero, ninguno de ellos se movió. De nada sirvieron
nuestros esfuerzos, nuestras seducciones, nuestras amables palabras, los
pájaros no se movieron de sus lugares. Sin hacer un sólo paso, ni que hablar
de un tímido vuelo, apenas nos miraban: A nosotros no nos quedó otro
remedio que armarnos de plumeros y de escobas y de ahuyentarlos a la
fuerza, para afuera. Pero tampoco entonces quisieron volar, lo que hicieron
fue trepar como los monos por los troncos de los al boles -aunque con mucha
menor agilidad- y quedarse ahí sentados, entre el follaje. Estábamos
impotentes. Pensamos incluso de llevarlos en avión a las alturas, pero
descartamos luego la idea por temor a que se precipitaran a tierra. Además
picaban tanto todo lo que se encontraba a su alrededor, que en las pequeñas
máquinas representarían un peligro. Sin embargo uno de ellos se independizó
y llegó hasta el Heidelberg... ¡a pie! La inusitada caminata fue confirmada
por varias fuentes, incluso fue visto en las mismas calles de Heidelberg.
Malas lenguas hasta afirmaron que cruzó el río Rin sentado en una barca. Yo
no puedo confirmar si es cierto. El resto de los pájaros fue regalado más tarde
al zoológico de Fráncfort. Desconozco su posterior destino.
Tal cómo lo expresara más arriba, el objetivo principal de nuestra
expedición era investigar las condiciones de los vientos ascendentes en
América del Sur. Lo que constatamos enseguida, fueron los extraordinarios
fuertes vientos ascendentes consecuentes del calentamiento del suelo.
Comenzaban ya de temprana mañana y su intensidad era mucho mayor que
los que conocíamos en casa. El factor negativo en las ciudades costeras,
como Río de Janeiro en Brasil o Buenos Aires en la Argentina, eran los
vientos marítimos que soplaban más tarde y que solamente eran
descendentes, de modo que nos obligaban a bajar. Por eso hacíamos
generalmente de tarde vuelos exhibicionistas en el Aeroparque, que atraían
gran cantidad de público y ayudaba a popularizar tanto a nuestra expedición
como a la aeronavegación en sí.
Recibíamos incontables invitaciones de todas partes de Brasil y en
muchos lugares se fueron formando clubes aeronáuticos. Naturalmente no
nos fue posible aceptar todas esas invitaciones, sencillamente porque nos
faltaba el tiempo para ello. Sin embargo, yo personalmente le debo a esa
circunstancia la oportunidad de poder haber hecho una escapada a la ciudad
de Curitiba, en el Estado de Paraná. Fui asignada por mi grupo para
representarlo allá, donde existía una importante colonia alemana. Curitiba se
encuentra a unos 500 kilómetros de distancia de Río de Janeiro. El
entusiasmo de mis compatriotas fue indescriptible. No faltaba nada: flores,
recibimientos, discursos, regalos y todo esto concentrado en un solo día,
porque nuestro grupo se aprestaba para partir a la Argentina, y yo debía
regresar el mismo día. Pero un defecto mecánico de nuestra Klemm me
obligó a postergar el vuelo hasta el día siguiente. También en Curitiba se
había formado un club de aeronavegantes, y con él hicimos a la tarde un
paseo por los terrenos que habían elegido para practicar la aeronavegación.
Al día siguiente me permitieron pilotear personalmente nuestra pequeña
máquina de pasajeros a San Pablo.
Pocos días más tarde partimos a la Argentina. En Santos abordamos
el General Artigas, y el 14 de marzo de 1934 llegamos a Buenos Aires.
También el gobierno argentino se mostró cooperativo en todo momento,
siempre dispuesto a prestarnos la ayuda que fuera necesaria. Igual que en
Brasil, también aquí la acogida fue entusiasta. Nos fue permitido utilizar el
aeroparque militar de El Palomar y, sobre todo, fuimos apoyados de la
manera más eficaz por su comandante, el Jefe de la Aeronáutica Militar,
Coronel Zuloaga. Naturalmente también aquí tuvimos que efectuar vuelos
comunes y acrobáticos ante el público, dándose en una oportunidad la notable
hazaña de Wolf Hirth, al batir un nuevo récord con nada menos que ¡76
loopings consecutivos!
Nuevamente visitaron miles y miles de hombres, mujeres y escolares
el aeroparque, para ver a esos aviadores con aviones sin motor. Y otra vez
tuvimos que contestar, después de nuestros vuelos, por horas enteras a sus
interminables preguntas. Todos querían echarle un vistazo a esas máquinas, y
quizás más de uno, para ver si no había por ahí un pequeño motor escondido.
Yo no estoy segura, pero me pareció en un momento dado haber escuchado
algo así... "Alemania", decían admirados y entusiasmados después de
convencerse de que realmente no existía ningún motor escondido. "Estos
alemanes saben de todo".
La Argentina, con su Pampa, sus infinitas llanuras que se extienden
por incontables kilómetros en todas direcciones, es un país ideal para vuelos
de distancia. Fue aquí donde yo logré un vuelo tan largo, que me permitió
ganar como primera mujer la Medalla de Plata en Vuelos a Distancia. Fue un
grato acontecimiento del que me acuerdo con placer. Aquel día despegamos
todos (repito: éramos cuatro aviadores) para efectuar vuelos a distancia. Heini
Dittmar y yo fuimos los últimos en hacernos remolcar por la máquina a
motor. Los otros dos ya estaban lejos. Ambos volamos a distancias
distinguibles.
Buenos Aires pronto había desaparecido para nosotros y lo que
veíamos ahora era el típico paisaje argentino: campos, campos y más campos.
No veíamos casas ni personas, pero si muchos ganados; por ningún lugar una
estación ferroviaria. El viento ascendente de nubes era escaso ese día. En
varias oportunidades tuvimos que saltar por sobre las nubes, lo cual me hacía
perder altura con mi "Baby". Ya había caído hasta 100 metros del suelo, de
modo que empecé a buscar un lugar adecuado para aterrizar, preferentemente
en cercanía de algún poblado, cuando vi que Heini circulaba en un tubo
térmico. Enseguida volé hacia él para entrar en ese mismo tubo. Pronto
alcancé los 1.000 metros. Entre dos horas y media y tres volamos juntos -
ayudándonos mutuamente- hasta que aparecieron las primeras casas. El
viento ascendente no me mantenía más, tuve que aterrizar forzosamente. Lo
hice al lado de un pueblo que parecía dormir con el sofocante calor reinante.
No había un alma en la calle. Al bajar de mi máquina aparecieron a todo
galope seis caballos, como si querrían lanzarse sobre ese pájaro grande que se
había sentado para descansar. Mi temor que podrían lastimarlo, por suerte fue
infundado: se pararon a cierta distancia de él y así estuvimos ambas partes
mirándonos sin movernos, los caballos y yo. Yo no conocía la psicosis de
esos cuadrúpedos pampeanos que seguramente era distinta a la de los
nuestros en casa. De los ganados, por ejemplo, me habían contado que eran a
veces animales muy agresivos, el ser humano les sería ajeno. No hice pues,
otra cosa que esperar. De alguna manera algo debía ocurrir, es decir, la
situación cambiaría. Realmente después de un largo rato -hoy no sabría decir
cuánto duró- apareció jadeando un viejo Ford. Dos atentos campesinos
bajaron de él, con quienes entablé una conversación lo mejor que pude con
mis escasos conocimientos del idioma. Uno me llevó al pueblo mientras el
otro se quedó vigilando mi cunita. El entusiasmo despertado en el pueblo,
donde rara vez ocurría algo singular, era lógicamente grande. Todos querían
agasajar a esa "Gloria Alemana", así decían con admiración. Yo no me podía
salvar de las numerosas invitaciones, todos querían almorzar conmigo y
demostrar su hospitalidad. Poco más tarde tuvo que aterrizar también Heini
Dittmar, por suerte cerca. Otro huésped apareció a unos quince kilómetros de
distancia: fue Wolf Hirth, quien con su Moatzagotl igualmente tuvo que bajar
por no encontrar vientos favorables. Pero él se encontró solo en medio de los
campos, rodeado de incontables vacas y caballos. Por fin se le acercaron tres
hombres con apariencias que le parecían sospechosamente sombrías, pero
que resultaron ser tan amables como todos estos atentos campesinos. Querían
ayudarle por supuesto y nada mejor que ofreciéndole un caballo. Pero para
Wolf Hirth no era lo más apropiado, su prótesis de pierna -que había perdido
durante la Primera Guerra Mundial- le impedía montarlo. Fue así que
entonces buscaron un carro abandonado por ahí y, tumbando por sobre pozos
y piedras, zanjas y barriales lo llevaron hasta nuestro paradero.
Desde Buenos Aires nos enviaron un automóvil, con el que Wolf
Hirth y yo regresamos la misma noche a la Capital, mientras Heini Dittmar se
quedó con las máquinas, hasta que al día siguiente fueron transportadas de
regreso en camión. A Peter Riedel le fue mejor que a nosotros tres. Había
logrado volar 150 kilómetros, lo cual por cierto era para aquel entonces una
distancia extraordinaria.
Al abandonar, el 13 de abril de 1934 a bordo del "General San
Martín" suelo sudamericano, llevamos de regreso ciertamente una apreciable
cosecha. No sólo en sentido científico, sino igualmente en lo referente a los
vuelos en sí. Habíamos batido varios récords: Peter Riedel en vuelos a
distancia; Heini Dittmar con un récord mundial en altura: 4.300 metros. Yo
por mi parte, fui galardonada como primera mujer en el mundo con la
Medalla de Perfomances Aeronáuticos y con el número veinticinco de
aviadores aeronáuticos. Pero más allá de estos logros en investigaciones y
vuelos récords, habíamos ganado algo más valioso todavía: ¡fueron los
corazones de la gente! Tuvimos la gran satisfacción de haber contribuido a
construir un puente de amistad y mutuo respeto entre nuestras respectivas
naciones. Fue sin duda el resultado más positivo de esta expedición.
Capítulo 11 Piloto de pruebas en Darmstadt, en el
"Instituto Alemán de Investigaciones para
Planeadores"

Estamos a bordo del Buque "General San Martín". Hace pocos días
dejamos Buenos Aires de regreso a Europa, e igual como hace tres cuando
partimos de Hamburgo, se había presentado también aquí nuestra despedida.
Apoyados sobre la borda, saludamos con pañuelos a nuestros amigos,
mientras las hélices del barco nos alejaba del despacio metro por metro del
dique. Todavía podíamos reconocer las caras de toda esa gente agolpada
sobre el muelle, pero pronto sólo fue una línea negra la que quedó a nuestra
vista, tal como el barullo y la estrechez del puerto. Nuestras miradas y
nuestros corazones se despedían de una ciudad y de un continente que nos
habían albergado como extranjeros y como amigos y que nos habían honrado
con su sincera hospitalidad. Ahora nos hamacábamos sobre el mar abierto del
sur del globo terráqueo. Su infinidad nos rodeó durante muchos días y
muchas noches, yo no quería ni contarlas. Estaba todavía impresionada por
lodo lo que había vivido allá, episodios que sólo el tiempo transformarían en
gratos recuerdos. Pero cuando nos reuníamos cada día volvía a revivir, con
sus vuelos, sus nubes, sus alturas, y sobre todo, las simpatías de los
habitantes.
Cierto día estuvimos el profesor Georgii y yo, apoyados sobre la
borda, conversando y filosofando sobre nuestras aventuras. Cada detalle nos
venía a la memoria y en mí, la charla profundizó aún más mi convicción que
volar era mi vida. Lo sabía desde siempre, pero este viaje quizás me lo hizo
sentir como un sello quemado sobre la piel. Sumida en mis sentimientos más
que en la conversación oí, como de lejos, decirle al profesor: "Hanna, ahora
no la soltamos más. Usted se queda con nosotros en Darmstadt, en el Instituto
de Investigaciones". Hoy en día no estoy segura de lo que le respondí, pero
de lo que tuve conciencia fue de que mi vida era determinada cada vez en
mayor escala por la aviación. Y como siempre, cuando se me presentaba una
nueva situación, tenía a mi madre ante mí. Fue mi puerto espiritual, mi más
íntima aliada. Toda vez que algo tocaba mi corazón, estaba ella a mi lado.
Observaba con juvenil intensidad, olvidando sus propios planes, mis diversas
actuaciones como si fuesen de ella. Y fue esa actitud frente a mis pasos lo
que me ayudó a tomar decisiones.
El Instituto de Investigaciones para la Aeronavegación se formó a
partir de la Sociedad Rhön-Rossiten, en la cual se habían juntado en el año
1925 los pioneros de la aeronavegación para estudiar las posibilidades de una
aviación a vela. Los primeros estudios fueron llevados a cabo en la región de
Wasserkuppe, pero pronto se llegó a la conclusión que no sería la mejor. Por
ejemplo, para efectuar estudios sobre las con-diciones de los vientos
ascendentes, era indispensable poder contar con una máquina-remolque a
motor y, para éstas, a su vez un terreno sufi-cientemente amplio, cosa que
Wasserkuppe no tenía. Por eso en 1933 el Instituto de Investigaciones fue
trasladado a Darmstadt-Griesheim. Allí obtuvo, bajo la dirección del profesor
Georgii, su decisiva expansión, convirtiéndose en el centro más importante
de la aeronavegación alemana.
Fue mérito del profesor Georgii que el concepto de la aviación en sí
se haya convertido en un bien prácticamente general del pueblo alemán, que
no perdió nada de su importancia en los años venideros, sino que al contrario
expandió su significación como Central de la Investigación de la
Aeronavegación.
El Instituto Alemán de Investigaciones Aeronáuticas (Deutsche
Forschungsanstalt für Segelflug, DFS), se dividía en varios rubros: cada uno
tenía su especialidad. Así por ejemplo, existía el Instituto Meteorológico; el
Instituto para la aeronavegación, de la cual yo más tarde fui quien realizaba
las pruebas de ensayo. La finalidad de éste era el desarrollo y construcción de
nuevos modelos de aeronaves para diversas actividades, como ser aeronaves
de instrucción, aeronaves de altas performances, aeronaves para usos
específicos, etc. Hubo también un Instituto para el desarrollo de aviones sin
cola (Institut für Entwicklung von schwanzlosen Flugzeugen); otro, cuya
misión era el desarrollo del instrumental necesario para la aviación.
Asimismo existió un instituto dedicado a cursos para la ingeniería de vuelos
(ingenieurmaiges Fliegen). Aparte fueron investigados en otros institutos y
secciones temas ligados a la aviación; como ser comunicaciones
inalámbricas, conducción a distancia de objetos voladores, ensayos en
canales de aire, y demás.
Yo fui miembro de aquel Instituto de Investigaciones Aeronáuticas
hasta Mayo de 1945. Al ingresar en Junio de 1934, el DFS se encontraba
todavía en sus comienzos. Las diversas especialidades aun no existían, tal
como las nombré anteriormente. Nosotros los pilotos no teníamos específicos
deberes predeterminados, más bien hacíamos lo que el momento requería.
Junto con Heini Dittmar tenía que efectuar, por lo general, vuelos
meteorológicos, vuelos a distancia y de altura para registrar las condiciones
climáticas. Esos deberes me hacían sentir totalmente en mi elemento, no
podía imaginarme algo más lindo. Antes de que yo fuera elegida, esas tareas
la habían realizado Robert Kronfeld, Günther Grönhoff y Peter Riedel. Al
margen de aquellas tareas diarias, logré durante las primeras semanas en
Darmstadt un nuevo récord femenino de vuelo a distancia: 160 kilómetros.
Me llevó de Griesheim a Reutlingen.
Capítulo 12 Con nuestros planeadores en
Finlandia

Escaso cuarto de año después fui designada para participar en una


hueva expedición, esta vez a Finlandia. El gobierno finlandés le había hecho
llegar a los aeronavegantes alemanes una invitación para visitar ese país para
hacerle conocer al pueblo finlandés, mediante nulos exhibicionistas y
lecciones teóricas, las ideas y los ideales de la aeronavegación. El jefe de la
expedición fue el conde Graf Ysenburg. Participaron del viaje el profesor
Rheindorf, y como aviadores el Dr. Küttner (de Breslau), Philipp (de Berlín),
Utech (de Darmstadt) y otros.
Llegamos a Finlandia en Septiembre de 1934. Quien piensa en
Finlandia se imagina enormes regiones cubiertas de espesos y oscuros
bosques, infinidad de lagos, interminables noches polares en invierno y
largos días claros en verano. Cuando nosotros llegamos vimos confirmadas
todas esas visiones: la extensión territorial, la libertad y un espacio que el
centroeuropeo, en su estrecho ambiente y debido a su sobrepoblación ya no
conoce más. En Finlandia hay lugar para todos: para el humano, para los
animales, para la vegetación, para los bosques y para sus 60.000 lagos. Nada
de lo que yo había visto y vivido hasta ese momento podía compararse con la
intensidad de los rudos pero nítidos colores del paisaje y la hermosa claridad
de la luz y del aire.
El país parecía descansar en muda soledad, como bajo un enigmático
secreto, donde la castidad oriental contrastaba con la civilización occidental.
Mudas me parecían también sus infinitas carreteras, sus angostos y tranquilos
caminos que conectaban pueblos muy distantes entre sí y como perdidos en la
inmensidad del territorio. De tanto en tanto se escuchaba el tintineo de un
trineo, pero pronto volvía a reinar la absoluta soledad.
Así como se me presentaba el paisaje, así también su población:
callada, orgullosa, sincera y consciente. Y sobre todo: sana. Es el resultado de
una vida sencilla y natural, a la que le llega mucho aire y luz y en la que el
deporte ocupa una posición de honor. No existe pueblo, escuela o fábrica que
no tenga una amplia instalación deportiva. El sauna por supuesto ocupa un
lugar de privilegio. Consta de una pequeña construcción de madera de un
ambiente con, por lo general, tres bancos escalonados, sobre los cuales toman
asiento los bañistas conforme a sus deseos. Una estufa calienta piedras
graníticas naturales colocadas encima de la estufa, hasta llegar a temperaturas
de entre 70° a 95° y muy escasa humedad relativa (10 a 20%). Estas piedras
graníticas son las que mantienen el calor cuando se apaga la estufa. De tanto
en tanto se vierte sobre las piedras un poco de agua para producir golpes de
humedad. Ramas de jóvenes abedules, cuyas hojas se dejan secar durante un
año, son sumergidas en agua fría y luego colocadas sobre las piedras
graníticas produciendo un delicioso perfume que se expande en el ambiente y
lo enriquece con una sensación de frescura. Con las mismas ramas,
nuevamente sumergidas en agua fría, los bañistas se golpean mutuamente,
causando un intenso hormigueo en la piel. Según sus condiciones y
costumbres individuales, el bañista se queda cierto tiempo sentado, para
luego tomar una ducha fría o revolcarse en la nieve, y repetir el proceso
tantas veces le agrade. Como muchos saunas son construidos a orillas de un
lago, hay quienes prefieren tirarse en él por pocos minutos. Quien conoce los
saunas finlandesas, sabe por qué su pueblo es tan sano.
A cada paso que hacíamos nos dábamos cuenta que la gente en este
país está muy ligada a la naturaleza. Muchas de sus casas son construcciones
de madera, las ventanas por lo general pintadas en rojo y blanco. Hasta la
vivienda de un obrero parece residencial, tanto por su tamaño, como por el
terreno que la circunda. Pero igualmente en las ciudades con sus modernas
edificaciones y fábricas, nunca tuvimos la sensación de algo deprimente;
detrás de ellas siempre habían espacios libres, lugares de naturaleza virgen.
La riqueza del país son sus bosques y sus lagos llenos de peces. Pesca y
madera son la base de sus crecientes industrias y a ellas se acopló la
agricultura en general. Los finlandeses nos hicieron fácil nuestra misión.
Mientras los sudamericanos nos encantaron con sus exaltados
temperamentos, aquí conocimos el entusiasmo originado por la avidez de
comprender lo que la aeronavegación trata de transmitir: ideales y concreción
de sueños. A ello, a los finlandeses, les ayudó mucho su pensar y accionar
fundamentalmente deportivo. Comprendieron rápidamente que la
aeronavegación es algo más que un deporte: es un movimiento espiritual que
tiene su origen en la eterna añoranza de elevarse sobre la tierra. Este
convencimiento lo tenían muchas más personas que el círculo de nuestros
jóvenes alumnos; prácticamente el pais entero lo llevaba en su corazón.
Finlandia no tiene una población muy numerosa, pero sí mucha pasión
deportiva. Las incontables cartas que recibimos, tanto durante nuestra estadía
allá como igualmente después de nuestro regreso, atestiguan tal afirmación.
Lo intuimos también durante los discursos oficiales que tuvieron lugar por
diversos motivos, y en especial cuando nos despedimos. Al igual que el
gobierno, también la comunidad nacional está convencida de que toda
localidad tendría que tener un centro de aeronavegación. Y así se dio que
después de abandonar nosotros Finlandia, otros compatriotas alemanes
viajaron a ese país para ayudar en instalar talleres especializados. Asimismo
les dieron las instrucciones pertinentes para la construcción de aeronaves de
ensayos. Significativo para la importancia que los finlandeses le daban aI
tema era el hecho de que todo aspirante a participar en un curso de
aeronavegación, debía demostrar que había trabajado 150 horas en uno de
esos talleres. Para las mujeres eran obligatorias la mitad de horas; pero el
resto de las 75 horas debían ser dedicadas a labores hogareñas dentro de la
comunidad de los talleres.
Realmente pudimos darnos por satisfechos con los resultados de
nuestra estadía en Finlandia. No fueron hazañas espectaculares, pero el
contacto que logramos entre nuestros dos países, más las amistades
personales, demostraron que en ambas naciones existían ideales comunes y
un espíritu idéntico. El hecho de que lo habíamos logrado, no fue sólo porque
pusimos nuestro mejor empeño en la misión, sino también porque todo lo que
hacíamos era acompañado por la suerte, nada fracasó. Y esto por supuesto
aumentó el entusiasmo entre la gente.
Como ejemplo relato lo siguiente: Cierto día habíamos programado
exhibiciones a unos 150 kilómetros de Helsinki. El lugar no disponía de
superficies lisas y aplanadas aptas para decolar y aterrizar, aquí lo único que
había eran suelos blandos, como landas. Y sin embargo, sobre estas
inadecuadas bases logramos subir y bajar sin inconvenientes. Una modesta
colina desforestada nos sirvió en algo para ello. Y nuevamente fijamos un
determinado día para exhibir vuelos en otro lugar cualquiera del país. Como
siempre, gran cantidad de público se hizo presente. Desgraciadamente, poco
antes había llovido muy fuerte, como si se hubiesen abierto esclusas para
cubrir de agua precisamente esta región. El aeroparque era un verdadero
barrial. Nos hundíamos en él con nuestras pesadas botas. Era imposible
despegar o aterrizar sobre este suelo, cuando mucho habríamos logrado
demostrar lo que significa estancarse patas para arriba. Pero de alguna
manera nos arreglamos. El aeroparque estaba rodeado por un cerco de tablas.
Las arrancamos y con ellas armamos una pista de despegue y aterrizaje.
Por lo demás, los días transcurrían uno como el otro, excepto cuando
habían recepciones o conferencias. Dábamos cursos desde la mañana hasta la
noche, o hacíamos vuelos demostrativos. Nuestros alumnos eran tanto civiles
como militares. Con ellos puse en práctica los ejercicios de fantasía que yo
misma había hecho en mi cama cuando comencé con la aeronavegación. Mis
compañeros y yo nos repartimos las horas de enseñanza entre los adelantados
y los principiantes, siendo las clases para este último grupo las más
trabajosas.
Para el entrenamiento no disponíamos de aviones-remolques, sino
sólo de los aparejos de remolque. El aparejo se coloca en uno de los extremos
del aeroparque, mientras que la nave se ubica en el extremo opuesto. Entre
ambos se extiende la soga. La función del aparejo es entonces enrollar la soga
y de esta manera atraer la nave. El alumno a su vez la hace subir en ángulo
pronunciado, como suele ocurrir con un barrilete, y desengancha la soga en
cuanto le hacen una seña desde abajo. Importante es que antes de
desenganchar coloque la máquina en su posición normal; ambas cosas son
prácticamente simultáneas, es decir primero nivelar el avión y luego
desenganchar. Lógicamente este procedimiento requiere concentración.
Basada en mis propias experiencias, yo trataba siempre de inculcar a
los alumnos las correctas maniobras de manera tal que sus reacciones fueran
automáticas, como un reloj, considerando también en que situación anímica
se encontraban. Les dedicaba por eso todo minuto libre que tenía. Antes de
todo despegue, mantenía con el alumno una conversación intensiva, tendiente
a convencerlo de mi método del ejercicio mental previo al vuelo. Conforme a
los resultados positivos obtenidos, creo que este tipo de entrenamiento no
sólo fue subjetivamente beneficioso, sino que también tuvo valores objetivos.
Y esto esencialmente porque con el continuo entrenamiento mental se
producen reacciones automáticas que minimiza los momentos de peligro y
eliminan sensiblemente la propia inseguridad. Nuestra expedición estuvo
favorecida incluso por el propio destino: no tuvimos un sólo accidente. Nos
fue bien en todo momento.
Todavía antes de nuestra partida nos llegó una nueva invitación, la
que al año siguiente pudimos concretar. Fue formulada personalmente por el
viejo y honorable Presidente Pehr Evind Svinhufvud, llamado popularmente
"Ukko-Pekka" (abuelito Pedro), quien incluso fue el que el discurso de
despedida. Ukko-Pekka fue un personaje altamente respetado en Alemania y
en su memoria quiero contar aquí una pequeña historia, de la que mantengo
siempre un grato recuerdo. Al presidente le interesaba mucho la
aeronavegación y aprovechó nuestra visita para formularnos un cúmulo de
preguntas. También a mí personalmente solía hacerme preguntas, que yo por
supuesto contestaba con gusto. En uno de esos diálogos, le propuse volar al
año siguiente junto conmigo una aeronave de dos asientos, con motivo de la
inauguración del nuevo aeropuerto civil en Turku. Le describí con mucho
entusiasmo las bellezas de la aeronavegación. Ukko-Pekka me escuchaba
atentamente hasta que terminé preguntándole si aceptaría. "Tendré que
preguntarle a mi mujer", me respondió con una pícara sonrisa.
Capítulo 13 Curso de perfeccionamiento en Stettin

Después de la exitosa expedición a Finlandia, el Ministerio de


Aeronáutica resolvió distinguirnos de alguna manera. Pero como yo no tengo
mucho interés en condecoraciones o medallas, pedí que se me permitiera
pasar un curso en la Escuela de Aviación para Vuelos de Transporte, en
Stettin, porque mi deseo era poder volar también máquinas grandes, no sólo
deportivas. Este pedido mío era en aquel entonces singular, porque la Escuela
de Aviación en Stettin era una institución eminentemente masculina, dirigida
de manera prácticamente militar. Una chica, por eso, significaría aquí no sólo
una sensación, sino directamente una desagradable sensación. Pero a pesar de
todo, mi pedido fue aceptado. Y así llegué a Stettin.
No sabía que Stettin era administrada por oficiales militares y para
quienes una mujer en el aeródromo era algo así como el capote para el toro.
El comandante, coronel Pasewald, sin embargo mostró buena cara al mal
juego que le habían hecho al permitirme participar. Tampoco para mí la
situación era sencilla. El primer paso fue presentarme ante el coronel. Nuestra
conversación fue corta, por parte suya una mezcla de instrucción privada y
regla militar:
—De modo que a usted la enlistaron para estudiar aquí.
No era una pregunta, sólo una observación. Yo asenté con la cabeza.
—Espero que sepa lo que esto significa.
Yo nuevamente callé.
—Aténgase a las normas que rigen aquí. Preséntese a clase mañana a
tal y tal hora, en tal o cual lugar.
Con eso terminó para mí el primer contacto. Me encontré
definitivamente incorporada en un establecimiento cuya organización era tan
estrictamente militar, que con cada paso que yo hacía creía hacerlo mal. Y
verdaderamente lo hacía mal.
Temprano a la mañana sonó el toque de llamada. Se formó fila y de
acuerdo a la usanza militar, ésta era conforme a las estaturas de sus
componentes, vale decir de mayor a menor. Con mi 1,55 metro no podría
reclamar una posición privilegiada. Pero como los grupos eran formados
conforme a los antecedentes profesionales, y como yo ya había cursado la
escuela de Staaken, no correspondía al sector de principiantes, donde hubo
hombres más bajos que yo. Esto me salvó de ser la última en la fila, lo cual
me hizo sentir algo aliviada. Igualmente no pude evitar ser centro de interés y
curiosidad general. Por donde miraba, veía sonrisas burlonas. Con seguridad
que todos contaban con días divertidos y entretenidos a costillas mías.
El coronel apareció en compañía del mayor que dirigiría el curso y,
con ambos, otros hombres. El mayor se paró delante de nuestras filas y dio
órdenes. Hoy no logro memorizarlas pero sí recuerdo que con cada una de
ellas me estremecía. También recuerdo que traté de mirar a mi izquierda y a
mi derecha sin que nadie se diera cuenta, para ver lo que hacían los demás.
De lo que nunca me olvidé fue de su orden, gritada frente a mí: "Pecho
adentro". Yo molestaba en la fila. Por supuesto la carcajada consiguiente no
pudo ser evitada, ni el mayor la pudo silenciar de inmediato. Desde ese
momento me envolví como una tabla para no escuchar más "pecho afuera" o
"panza adentro", o cualquier otra cosa que perturbara la fila masculina.
No fueron los únicos retos que tuve que aguantar; tardé un cierto
tiempo hasta saber lo que era permitido y lo que no lo era. ¿Qué hacer con la
cabeza y los ojos cuando escuchaba "Vista derecha" o "Formar fila"? Y
nuevamente copiaba lo que los demás hacían. Pero nada se podía hacer sin
que pasara desapercibido. En castigo de mis errores tenía que ejercitar estos
movimientos fuera de hora. ¡Puede uno imaginarse lo que esto significaba
ante el foro masculino! Yo sólo podía hacerle caso omiso a las burlas y
concentrarme, en mí; de ninguna manera quería achicarme. Sabía que
buscaban un motivo para despedirme y mandarme a casa. Pero con el tiempo
los problemas fueron calmándose. Una seguridad de que no seguían buscando
un motivo para hacerme caer en una trampa, nunca la pude tener. No lo
hacían por maldad, sino más bien por picardía, tanto los oficiales como los
soldados. Yo no se los reproché, y así fuimos haciendo buenas migas poco a
poco. Lo que fundamentalmente me ayudó todo ese tiempo, fueron mis
experiencias de vuelos. En esto le aventajaba a más de uno en el curso, y el
hecho de que no fracasé en este terreno fue seguramente la clave de que al
final fui integrada sin reparos en sus filas. Retrospectivamente creo que la
presencia de una chica, que se dedicaba con igual seriedad e interés al tema
de la aviación como los demás, colaboró en aflojar la rigidez del orden
militar, sin que por ello sufriera en lo más mínimo la disciplina básica. La
prueba de lo que afirmo la tuve en las cambiantes actitudes frente a mí, tanto
de mis propios compañeros de curso como igualmente de los instructores,
oficiales, y del propio comandante de la base, con cuya familia hasta llegué a
tener un amistoso contacto.
Y así transcurrieron como un soplo las semanas en Stettin. Nadie
pensó ya más en despedirme. Llegó el día en el que tuve que rendir el
examen de un vuelo a distancia con una máquina bimotor. Era parte del
curso. El coronel Pasewald fijó como meta la ciudad de Cottbus. Dicha
ciudad tenía un comandante a quien la sola visión de una mujer volando lo
ponía fuera de juicio. A él y a mí, Pasewald y su plantel se habían propuesto
hacernos una jugada risueña y divertirse a costillas nuestras. Me llamó a su
oficina:
—Usted hará un vuelo a Cottbus. ¿Sabe cómo debe comportarse en
un vuelo a distancia?
—Normalmente sí. Aquí no.
Increíble, pero nuestro severo coronel se rió. Luego me fueron
inculcadas las siguientes reglas: Lo primero que debía hacer después de
aterrizar, era presentarme ante el comandante del lugar. Debía hacerlo en
posición de firme y decir: "Alumna Hanna Reitsch de la Escuela Alemana
para Vuelos de Transporte Civil de Stettin se presenta en cumplimiento del
vuelo Stettin-Cottbus y regreso". Era un verso que difícilmente podría repetir
sin equivocarme y sin tartamudear. Por eso durante el vuelo de Stettin a
Cottbus lo repetí innumerables veces, hasta que por fin lo decía sin error.
Naturalmente me propuse presentarme de manera militar correcta y lo más
modestamente posible, no quería llamar la menor atención.
Mi aspecto físico no me preocupaba. Estaba envuelta en un grueso
abrigo de piel que hacía imposible distinguir quien estaba metido en él, si era
un chico o una chica. Pero era muy grande para mi estatura. La gorra,
también de piel, me caía sobre la frente, apenas se veían mis ojos. Las botas
las tenía rellenas de papel y trapos. Con mi estatura baja, casi parecía ser tan
alta como ancha. Mi aspecto debía aparecer grotesco para terceros. Me
esforzaba en hablar con voz gruesa y hacer todo lo posible para salvar mi
crítica situación. Era mi sincero deseo de no hacer quedar mal a mi escuela.
Creí por eso que ante todo debía comportarme tajantemente breve, bien al
estilo militar. También en esto tuve la esperanza de jugar bien rol papel
asignado por mi superior. El momento decisivo fue cuando me reporté ante el
comandante del aeropuerto, precisamente aquel oficial, para quien una mujer
detrás del bastón de mando de un avión era casi un sacrilegio. Pero eso yo
todavía no lo sabía, de modo que no tuve temor alguno cuando entré en su
oficina, junté los tacos como los soldados cuando forman fila y recité mi
verso tal como me lo había grabado durante el vuelo. Me sentí satisfecha
conmigo misma. Sólo la mirada incrédula del ayudante, que estaba parado al
lado de su jefe, me sorprendió algo desagradablemente.
Tuve repentinamente el deseo de poder abandonar el lugar lo más
rápido posible. No se me pasó por la mente que tenía que esperar hasta que el
comandante me despidiera. Quería darme vuelta y desaparecer. Di vuelta
sobre mis talones, sin prestar atención que estaba parada sobre una alfombra.
Y por desgracia, ésta se enroscó en mis pies y me hizo caer al suelo. ¡Adiós
todo mi esfuerzo por mostrarme tajantemente militar! Ahí estaba yo tirada
sobre el piso, y teniendo que escuchar las fuertes risas de los hombres. Me
sentí sinceramente como una estúpida. Por supuesto traté de levantarme
enseguida, pero mis botas se habían envuelto con la alfombra de tal manera,
que tardé en poder ponerme de pie. Le di gracias a Dios que ninguno de los
muchachos de Stettin me haya visto en esa vergonzosa situación. No tendría
en el futuro tranquilidad ni por una sola hora más. Pero cuando regresé a
Stettin, ya lo sabían todos, desde el coronel hasta el más joven de los
participantes del curso. ¡Y yo ingenuamente creí que nadie se iba a enterar de
lo que me había pasado!
Apenas después de aterrizar, tuve que presentarme ante el coronel
Pasewald para informar sobre el vuelo. Me recibió en su oficina, rodeado por
su plantel de oficiales, como de costumbre en postura militar, pero
igualmente con cierto aire de jovialidad.
—Y, ¿cómo fue?
—Bien, gracias.
A continuación recité mi informe como leyendo en un libreto teatral,
pero "olvidando" por supuesto el papelón pasado.
—¿Nada en especial? ¿Realmente nada? Vamos, señorita, cuente.
¿Realmente nada que contar?
—¿Qué más quiere que cuente?
—¿No pasó nada durante el vuelo?
—No.
A decir verdad, las preguntas me hacían sentir bastante incómoda.
¿Acaso sabrían algo? Con cuidado y lentamente comencé a tantear la
situación, para no caer en el error de darle una pista, partiendo de la
suposición que realmente no sabía nada de lo ocurrido. Era un vaivén de
palabras, un juego como de gato y ratón, hasta que abruptamente una
estruendosa carcajada dejó caer el telón. Ahora yo sabía que no podía ocultar
más nada.
Naturalmente el episodio se convirtió en un apreciado tema de
conversación. Contribuía al buen humor y daba motivos para bromas
generalmente inocentes, aunque a veces también no tan ingenuas. Era para
todos, menos para mí, un chistoso acontecimiento que interrumpía la rutina.
Remarcó el hecho de que yo era mujer y que por tal, fácil objeto de burlas. A
mí por eso no me quedó otro remedio que duplicar el cuidado de mi
comportamiento. Tenía que evitar a toda costa volver a caer en errores.
Un buen día sucedió entonces lo siguiente: Obtuve permiso de hacer
un vuelo artístico. Todos se alegraron al igual que yo por la oportunidad que
se me presentaba. El maestro de vuelos subió conmigo al biplano "Stieglitz"
y me enseñó hacer loopings, turns y rollings. Después de aterrizar, me
dejaron subir de nuevo para probar sola lo aprendido. Me sentí inmensamente
feliz. Volé un poco más allá del aeroparque y comencé con el primer looping.
Siguió el segundo y el tercero y un sinnúmero más de estas volteretas, sin
interrupciones. Después de los loopings siguieron los turns, y a continuación
de éstos los rollings. Mi cara ardía de entusiasmo, aquí no había nadie que me
impusiera límites. Podía hacer lo que quería. Los rollings sin embargo, no los
lograba como era debido: me salía de las figuras reglamentarias de vuelo.
Con loco estrépito bajaba y subía, y volvía a bajar y a subir, y eso durante
quizás una media hora sin pausa. Pero en eso noté que me descomponía. Me
sentí de repente tan mal y con deseo de vomitar, que abrí el capó para respirar
aire fresco y para librarme de mi tortura. Pero por más que sacaba mi cabeza
afuera, el esperado alivio no vino. ¡Lo inevitable tenía que ocurrir! Al mismo
tiempo pensé que si abría ahora la boca, los salpicones en el fuselaje del
avión me delatarían. ¡Y eso lo tenía que evitar a toda costa! Sin pensar un
instante más, arranqué el guante de una mano y... ¡quedó lleno hasta casi el
borde! Por desgracia, ese par de guantes tenía un pasado especial. Me lo
habían regalado durante uno de nuestros viajes al exterior, y el modelo con
los dibujos grabados lo denunciaban. Nadie tenía unos guantes similares, y
todos en Stettin ligados a la aviación sabían que eran míos. Por eso no lo
podía tirar afuera junto con su contenido delator, tenía que temer que de
alguna u otra manera me llegaría de vuelta. Y eso sig-ti ificaba que todos se
enterarían de lo que me había ocurrido. Por eso lo deslicé con cuidado en el
bolsillo de mi abrigo de cuero. Por el momento estaba bien guardado ahí. Sin
embargo, la historia no había terminado. Poco después volví a sentirme mal.
No me quedó otro remedio que quitarme el segundo guante. Y al igual que el
primero, sus dedos se llenaron y quedaron rígidos como el anterior.
Desapareció en el otro bolsillo del abrigo. Ahora si me sentí mejor y aliviada.
Mi consuelo era que nadie se enteraría del asunto y con ello yo me salvaría de
la burla y de los chistes. Después de aterrizar, vinieron todos corriendo para
saludarme y felicitarme. Pero al mismo tiempo tuve la impresión que algunos
miraban de reojo el fuselaje, como si esperaran encontrar huellas. No las
había, nada. Me miraban a mí y lamentaron verme algo pálida. "¿Pero por
qué? Me siento bien." A escondidas se guiñaban unos a otros los ojos, quizás
como para decirse "espera, ya te vamos a agarrar". Me invitaron para festejar
este vuelo artístico. Fuimos al casino. A mi abrigo con su repugnante
contenido lo colgué con cuidado en el pasillo. No me había quedado tiempo u
oportunidad para desligarme de él en mejor manera. Mi plato fue llenado
rápidamente con montañas de tortas. Sólo verlas podría haber alcanzado para
producir una catástrofe. Evidentemente mi gente lo esperaba con pícara
malicia, pero nadie sabía que ya lo había dejado atrás y que ahora estaba en
condiciones de disfrutar las delicias presentadas sobre mi plato, y esto con
gran apetito. Pienso que los desilusioné, pero a ninguno lo hizo notar. En eso
apareció inesperadamente el comandante con algunos oficiales. Todo el
mundo se levantó al unísono, tal como lo exigen las reglas militares. Pero en
lugar de un cordial saludo, hubo una tremenda reprimenda:
—¿Qué significa ese asqueroso olor en el pasillo? Hagan que
desaparezca de inmediato.
Sin decir una palabra me escabullí lo más rápido posible y antes de
que alguien se diera cuenta, descolgué mi abrigo del perchero. Desaparecí
como por encanto. Recién durante la fiesta de despedida, les conté a mis
camaradas la triste historia. Fue recibida con un alegre y fuerte aplauso.
Capítulo 14 Mi primer vuelo nocturno

El Instituto Alemán de Investigaciones Aeronáuticas en Darmstadt


había adquirido mientras tanto una máquina a motor He 461, que sería
utilizada para pronósticos climáticos.
Después de regresar de Darmstadt hice con ese avión mi primer vuelo
nocturno. Recibí el encargue de efectuar vuelos de medición durante la
noche, es decir, tenía que registrar cada dos horas en una impresora
quíntuple, un instrumento que memorizaba simultáneamente la aglomeración,
la presión atmosférica, la humedad ambiental, la temperatura y el tiempo, a
una altura de 2.000 a 3.000 metros. Para mí esta tarea era una novedad ya que
en ninguna escuela que había visitado tuve la oportunidad de efectuar un
vuelo nocturno, excepto aquel vuelo no programado después de la tormenta y
la nube negra.
Todo vuelo nocturno es una aventura, un maravilloso acontecimiento
difícil de describir, hay que vivirlo. El primer despegue lo hice al anochecer.
Fue lindo como lo es en principio todo vuelo: hermoso y singular. Pero recién
con el segundo despegue conocí la noche. El aeroparque de Darmstadt había
encendido sus luces coloradas, que les señalaban a los aviones en tren de
aterrizaje sus correspondientes pistas. Desde la altura, la ciudad se me
presentó como una corona navideña. Subo más alto y las luces de Frankfurt
se suman a las de Darmstadt: dos ceremoniosas coronas sobre un tranquilo
suelo. Y allá lejos muchas otras, más pequeñas y modestas pero igualmente
maravillosas. Mis pensamientos y mis ojos igualmente son atraídos por la
infinidad de estrellas sobre mí. Las luces allá abajo parecen reflejarse en el
cielo. ¡Una noche silenciosa y maravillosa! Al subir dos horas más tarde de
nuevo a 3.000 metros, el silencio me parece aún más profundo. Las ciudades
habían apagado casi todas sus luces. Quedaban encendidas solamente
algunas, quizás eran plazas o estaciones ferroviarias. Y nuevamente dos horas
más tarde también éstas se habían apagado. Al subir por tercera vez, a las
cuatro de la madrugada, la noche se había envuelto en su manto totalmente
negro. Abajo la tierra yace muda y tranquila. Me deslizo a gran altura por
encima de este oscuro y soñoliento suelo. Solamente el motor de mi avión
interrumpe el profundo silencio con sus regulares y monótonos tactos. La
tierra duerme. Y mientras mi vista percibe el color plateado de sus alas, mi
fantasía cree ver las alas de un ángel protector.
Capítulo 15 Volando sobre Suiza, Francia, España y
Portugal Encuentro Internacional de Planeadores en
Lisboa

En mayo de 1935 tuvieron lugar las "festivas Lisboa" en la capital


portuguesa. Son días festivos con exposiciones, entretenimientos y
espectáculos especiales.
Dentro de ese marco se había programado también un día para
exhibiciones de aviación, en especial de la aeronavegación, la cual en
Portugal era hasta ese entonces desconocida. Entre otros aviadores también
yo fui asignada a representar a nuestro país. Como para remolcar las
aeronaves necesitábamos una máquina a motor, se me encargó a mí volar la
pequeña Klemm deportiva a Lisboa. Uno de mis camaradas aviadores me
acompañaría en el vuelo, mientras los demás irían en barco con las aeronaves
a bordo.
Mi acompañante era un excelente piloto. Nuestro itinerario conducía
por Ginebra, Lyon, Avignon, Perpignan, Barcelona, Zaragoza, Madrid,
Cáceres y finalmente Lisboa. Para hacer de nuestro vuelo algo placentero y
agradable, yo me propuse tomarnos cuatro días de viaje. Desde un comienzo
tuve plena conciencia de lo importante que era el desarrollo, sin
inconvenientes, de nuestro vuelo por tres países y luego de nuestras
exhibiciones en Lisboa, porque ya en aquel año 1935 Europa era un polvorín.
La nerviosidad se había producido principalmente porque Alemania había
vuelto a introducir el servicio militar obligatorio. Todos presentían la pesada
atmósfera. Nuestra misión era por lo tanto contribuir modestamente a la
tranquilidad entre los pueblos. Y es un hecho que la aeronavegación une a la
gente en camaradería, apacigua los temperamentos. Por eso yo le recalqué a
mi acompañante las instrucciones que me habían dado respecto de nuestros
comportamientos, de evitar hasta el menor traspié, de no contravenir ninguna
disposición establecida de los países que necesariamente tocáramos, como
por ejemplo llevar consigo una máquina fotográfica. Me lo prometió
solemnemente.
El primer aterrizaje en suelo ajeno lo hicimos en Ginebra. Los
trámites usuales se llevaron a cabo normalmente. Las condiciones climáticas
sin embargo desmejoraron tanto, que en realidad yo no debería haber
proseguido con el vuelo. Pero no tenía alternativa, tenía cine estar en Lisboa
en la fecha programada, y para ello a determinada techa también en
Barcelona. A mi camarada de vuelo le ofrecí la alternativa de seguir conmigo
o quedarse. No titubeó en seguir conmigo.
Despegué con el corazón en la mano. A nuestro alrededor todo era
gris. Y pronto empezó a llover a cántaros, y el Jura Bernés de los Alpes
Suizos envuelto en una espesa niebla. Con gran cuidado me arrastré por los
valles hasta alcanzar la llanura de Lyon. Pero aquí el temporal había
empeorado de tal manera que arriesgaría vidas y máquina si intentaba
aterrizar. No tenía visión alguna. Virtualmente volaba sobre el suelo y saltaba
por encima de casas y cercos. Tenía que llegar al aeroparque más próximo.
Cuando lo había alcanzado, vi que era una base militar prohibida para civiles.
Pero ante estas circunstancias, ¿acaso no se justificaría un aterrizaje? Posé la
máquina sobre el suelo y le pedí a mi acompañante que me dejara a mí llevar
las negociaciones. Creí hablar francés mejor que él y quería evitar problemas
por desentendimientos lingüísticos.
Enseguida aparecieron oficiales franceses agitados al ver el emblema
nacional de nuestro Klemm. Pedí que nos condujeran ante el comandante de
la base. Nos llevaron a una barraca. Con extrema reserva se presentó al rato el
oficial. Yo me disculpé por nuestro aterrizaje prohibido y traté de explicarle
la situación. Su reacción me asombró: cambió totalmente su fría postura,
reemplazándola por una gran amabilidad y comprensión, así como le es
común a la caballerosidad de los franceses. Naturalmente tendría la
obligación de revisar nuestro equipaje. Nos preguntó si traíamos algo no
permitido.
—¿Qué, por ejemplo? -quería saber yo-.
—Por ejemplo cámaras fotográficas, -me respondió el comandante-
—No, -contesté yo con absoluta seguridad-. —Le aseguro que no
tenemos nada de eso.
Acompañados por un soldado regresarnos al avión para buscar
nuestro equipaje. Cuando volvimos, me acordé qué me había olvidado de
algo. Volví por eso de vuelta a la máquina para traerlo. De ahí que llegué un
poco más tarde a la barraca que el soldado con mi acompañante. Para
asombro mío, me recibió un silencio absoluto. No me lo podía explicar.
También la cara del comandante reflejaba nada bueno. Vino rápidamente a
mi encuentro y parándose delante me preguntó:
—¿Seguro que no trae ningún aparato?
—No, -le contesté tranquila y convencida-.
Pero apenas había pronunciado "no", adelantó su mano escondida en
la espalda, sosteniendo una Leica ante mis perplejos ojos. Era el aparato
fotográfico de mi acompañante, del cual yo sabía que lo había ganado durante
una competencia en el Röhn.
¡Una ola de ira contra mi camarada me invadió en ese momento!
¿Cómo pudo colocarme en tal situación? No sólo que yo ahora tenía que ser
considerada como mentirosa, hasta quizás como una espía, sino que con
seguridad el asunto traería consecuencias serias y embarazosas. Pero
igualmente a pesar de mi indignación, no podía darme el lujo de hacer o decir
cosas impulsivas, al igual que no correspondía aquí mostrar sentimental
camaradería. Lo único que podía hacer era asegurarle al comandante que
verdaderamente yo no sabía nada del aparato fotográfico y que se nos había
recalcado la prohibición de llevar uno consigo en cuanto viajáramos al
exterior. Tratando de suavizar el desagradable momento, agregué que mi
camarada nunca había viajado al exterior, y que por eso seguramente no
estimó suficientemente la seriedad de la prohibición. A mi juicio, sólo esa
podría ser la explicación de su irresponsable acción.
Totalmente compungido, mi acompañante se quedó sentado en un
rincón sin pronunciar una sola palabra. El comandante revisó entonces
nuestras carpetas. ¿Y qué encontró? ¡Planos y dibujos de aviones! Al
observar yo eso casi me desmayo de susto. Yo sabía por cierto que mi
pasajero era estudiante de la Escuela Superior Técnica y que estaba por rendir
los exámenes finales de ingeniería, pero tuve también conciencia de que eso
no alcanzaría aquí para explicar fehacientemente la situación. El comandante
cortó, por eso, toda tratativas mía de hacerlo. Además era evidente que el
hombre no lo culpaba tanto a mi compañero, que estaba ahí sentado en el
rincón de la pieza visiblemente contrito, al punto que parecía darle lástima,
sino a mí por la brillante comedia que, según él, yo le habría presentado. Para
el comandante, yo sería una astuta y pícara criatura. Esta impresión fue
incluso reforzada al comprobarse que mi acompañante era también piloto.
Para el comandante no cabían más dudas de que yo era una espía, a
quien las autoridades alemanas habían hecho figurar como simple piloto
solamente para despistar su verdadera misión. Mi situación era desesperante
y mi ánimo igual. Lo disimulaba lo mejor que podía, pero no tenía la menor
idea de cómo poder salir de ella. Lo único que sabía era que tenía que
mantener indefectiblemente el cronograma programado de vuelo.
Mientras tanto, para nosotros las circunstancias habían desmejorado
sensiblemente. El comandante dispuso que quedáramos encerrados en la
pieza y permanecer allí bajo estricta vigilancia. No teníamos la más leve
posibilidad de actuar. Más tarde aparecieron varios oficiales que nos
sometieron a un interrogatorio. Fue para mí el primer interrogatorio en mi
vida y me hizo sentir terriblemente mal. Recién después de 1945 supe que los
habría muchísimo peores y métodos inimaginablemente más denigrantes.
Al comienzo no me di cuenta cuán hábiles eran las preguntas, y con
cuanta premeditación fueron formuladas. Como no tenía experiencia alguna
en esto, ni jamás fui aleccionada para casos eventuales, creí al principio que
podría conducir la conversación a mi favor. Recién después me fui dando
cuenta que las preguntas eran ambiguas y que eran ellos los que conducían la
conversación. A pesar de las hábiles preguntas que me formulaban, yo no me
dejé acobardar; tenía una conciencia tranquila, no había hecho nada malo.
Igualmente seguía temiendo que nos retendrían, tanto a nosotros dos como al
avión.
Durante el transcurso de la conversación, me enteré que nuestra
máquina sería desmontada para controlar si habría otros elementos
sospechosos. Si esto realmente se haría, entonces podrían pasar días o hasta
semanas hasta que nos la devolviera. En consecuencia, las fiestas en Lisboa
se habrían llevado a cabo sin la presencia de Alemania, ya que no sólo tanto
mi acompañante como yo estábamos inscriptos como participantes, sino que
sobre todo faltaría nuestro Klemm para los remolques.
Me preguntaron si en el avión había otras cosas no declaradas.
"Mapas referentes a nuestra ruta". Me acordé de ellos en el momento en que
me hicieron la pregunta. Tenía que salir de estas cuatro paredes, quizás afuera
se me presentaría alguna oportunidad a mi favor. El oficial interrogante me
ordenó ir a buscarlas. Esto hice inmediatamente, bajo vigilancia de un
soldado, se entiende. Gran cantidad de personas se había agrupado alrededor
del avión. La noticia de que espías alemanes habían aterrizado en el
aeroparque militar y que fueron detenidos, se conoció rápidamente, y por
lógica atrajo la curiosidad de mucha gente. La mayoría eran soldados de todo
color, marroquíes, mulatos, negros, blancos. Nunca vi individuos juntos con
aspectos tan diferentes.
Mucho tiempo para terminar de asombrarme no me quedó, porque
cuando me iba acercando a la gente junto con mi custodio, me escupieron y
cubrieron con maldiciones por ser una espía alemana. No sólo se limitaron a
mi persona, sino por igual al gobierno alemán. Como no podía defenderme,
no me quedó otro remedio que seguir tranquila mi camino hacia la máquina
para buscar los mapas. Los insultos siguieron y me acompañaron al regreso.
Mi indignación debe haberme palidecido, pero yo callé para no empeorar la
situación. No sentía vergüenza, no tenía motivos para eso, pero mi cólera me
invadía hasta el último nervio. Mi pequeño custodio francés se avergonzaba
por sus compatriotas. Se disculpaba tímidamente por lo aquí ocurría.
—Nosotros jóvenes, -me dijo-, los comprendo, sois igualmente
jóvenes y amad a vuestra patria. Estos aquí son viejos y ciegos.
Sus palabras me hicieron bien. Y más que eso: fue un gesto humano
que me dio seguridad en mi comportamiento.
—Me tiene que ayudar, -le respondí-, deme la oportunidad de hablar
por teléfono. Más no le dije, ni él me respondió. Llegamos de vuelta a la
barraca. Después de cierto tiempo, nos preguntaron a mí y a mi compañero si
tendríamos deseos de comer algo. Él no tenía apetito pero yo sí pues, durante
todo el día, no había probado bocado alguno y ahora ya era de tarde.
Enseguida sospeché que mi nuevo pequeño amigo tendría algo que
ver en esto. En su compañía fui llevada a la cantina, que a esta hora estaba
vacía. Esta oportunidad la aproveché para pedirle que estableciera una
comunicación telefónica con el Cónsul Alemán en Lyon. Casi increíble, pero
el hombre verdaderamente aceptó mi ruego. El Cónsul había regresado
minutos antes precisamente del aeroparque de Lyon, donde estuvo esperando
durante horas enteras nuestra llegada. Pero como se había enterado de que
habíamos partido de Ginebra a pesar del mal tiempo, y sin que de algún otro
lado se hubiera informado algo sobre nosotros, dispuso a través de las
estaciones de auxilio nuestra búsqueda. Con gran alivio se enteró ahora que
estábamos con vida, y encima cerca de Lyon. Su alegría sin embargo
desapareció cuando se enteró por mí lo que nos había ocurrido. Fuera de sí
por enojo y espanto, gritó algo en el teléfono que no entendí. Pero yo no
quise ni pude preguntar qué había dicho, lo único que le manifesté era que
viniera al aeroparque militar de inmediato. Y colgué el tubo.
Después de la comida, volvieron a interrogarme. Nuevamente lo
hicieron con la consabida habilidad. Lo constaté con amargura, aunque debía
consentir que la otra parte alguna razón tenía de obrar del modo como lo
hacía. Me tranquilicé un poco pensando que de todos modos algo debía
ocurrir.
A la media hora el comandante fue llamado al teléfono. Tardó mucho
en volver. ¡Qué cambiado estaba! Era nuevamente el amable, complaciente y
cortés oficial del principio. Y más aún: ¡nos pidió disculpas! El Ministerio
Aeronáutico francés había intervenido y ordenado nuestra inmediata
liberación. Tal como lo había estado yo hasta ese momento, fue ahora el
comandante quien se puso nervioso y preocupado por las consecuencias
políticas que podría traer el episodio. Se esforzó mucho en borrar lo ocurrido
durante las últimas horas. Yo, por mi parte, lo único que deseaba era salir de
aquí lo más rápido posible. La máquina fue preparada y nosotros pudimos
partir. El comandante y sus oficiales nos acompañaron. En el camino
descubrí a mi pequeño soldado francés y en agradecimiento por su ayuda,
tuve el repentino deseo de hacerle un obsequio. Le pregunté al comandante si
nos permitiría hacer un corto vuelo con él, explicándole brevemente el
motivo. El soldado se sintió feliz. Mientras le ajustaba el cinturón de
seguridad, le pregunté si me permitiría hacer con el avión todas las piruetas
que la máquina aguanta. Luego despegamos y mi Klemm comenzó a mostrar
todo lo que podía hacer. En picada hasta casi tocar el suelo, tan cerca, que las
ruedas parecían cortar el pasto. Después a ras de la tierra en dirección a la
gente allá parada, la que por miedo y susto se tiró al suelo. Escasos metros
ante ella entonces en vertical hacia el cielo, y para terminar, un "turn" como
es debido.
Mi pasajero, a quien el corto y acrobático vuelo no le afectó para
nada, bajó del avión con cara llena de entusiasmo. Le estreché la mano por
última vez agradeciéndole nuevamente su valiosa ayuda y mi acompañante
alemán ocupó el lugar que dejó vacante el francés. Nos despedimos de los
oficiales y, tanto ellos como nosotros, nos sentimos muy contentos de que
después de aquellas serias dificultades iniciales, pudiéramos separarnos en
buena amistad.
Todavía antes de anochecer aterrizamos en Lyon. Enseguida me
dirigí al Cónsul. No fue fácil tranquilizarlo. La noche fue corta para mí por
las largas conversaciones y discusiones y la consiguiente pocas horas de
sueño.
A la mañana siguiente partimos temprano de Lyon. En Avignon tuve
que interrumpir el vuelo para cargar combustible. En el preciso momento en
que toqué suelo, vi aparecer en el horizonte al majestuoso dirigible Zeppelin.
Fue la primera vez que lo veía en el extranjero. Ningún alemán que lo haya
visto en el exterior a ese coloso surcando lentamente el aire, podrá olvidar el
orgullo y la felicidad de corresponder a la misma madre patria de esa nave.
Aquí, su aparición me pareció como el semblante de un amigo que viene a
traerme apoyo y consuelo porque, a decir verdad, lo vivido el día anterior en
el aeródromo militar de Lyon, me había lastimado más de lo que había
mostrado ,y confesado.
Decidí espontáneamente volar a su encuentro. Rápidamente me quité
el abrigo de cuero y entregándoselo al empleado de la estación de servicio, le
prometí estar de vuelta a más tardar en media hora. Enseguida despegué y
volé hasta arrimarme al gigante, siguiendo su camino en forma paralela a él.
Al reconocerme por las insignias nacionales, me saludó moviendo despacio
su timón de profundidad, mientras yo balanceaba las alas de mi Klemm. Así
nos saludamos en las alturas sobre cielo extranjero.
Regresé a la estación de servicio y cargué el combustible. Mi
acompañante tenía que pagar, porque era él el encargado de nuestras
finanzas. Yo había delegado con gusto ese cargo, tenía poca experiencia en
cuestiones financieras. Creo que mucho dinero encima no teníamos, el viaje a
Lisboa había sido decidido un poco sorpresivamente, de modo que no había
quedado suficiente tiempo para calcular bien las necesidades en divisas. Nos
habían entregado una caja chica que alcanzaría para cubrir los gastos de
combustible. En Barcelona se nos entregarían más divisas. Mi acompañante
pues tenía ahora que pagar. Nerviosamente empezó a revolver en sus
bolsillos, pero por más que lo hacía, su cartera no aparecía. Yo esperaba con
paciencia, aunque poco a poco también empecé a intranquilizarme, hasta que
por último el muchacho tuvo que confesar que lo había perdido. Era el
colmo: ¡primero una espía y ahora una estafadora! Pero el surtidor resultó ser
un hombre comprensivo: no se enojó ni mostró desconfianza, al contrario,
nos fió espontáneamente el importe hasta nuestro regreso en dos semanas. Yo
le firmé un pagaré, que en último caso él podría hacer efectivo ante el Cónsul.
Este escollo lo habíamos salvado. Uno nuevo se nos presentaría
pronto. Antes de Barcelona teníamos que bajar en Perpignan para cargar
nuevamente combustible. El aeródromo de Perpignan se encontraba en un
lugar muy aislado y con poco movimiento de vuelos. La llegada de un avión
era todo un acontecimiento. Esto me hizo más liviana la desagradable tarea
de explicarle al gasolinero que no teníamos dinero encima. El hombre, que al
mismo tiempo era ovejero, lo tomó con filosófica calma. Ni soñando pensó
que lo podríamos estafar. Gracias a él pudimos llegar bien y en tiempo a
Barcelona.
Los días en Lisboa fueron, tanto para los organizadores como para los
participantes, un éxito completo. Se mostraron excelentes exhibiciones. El
encuentro con los grandes aviadores de otras naciones nos dio, a nosotros
mismos, la satisfacción de nuestras propias virtudes. A todos nos unía la
hermosa aventura de volar, la nostalgia por la inmensidad del cielo. Esos
sentimientos comunes no podían ser envenenados por los conflictos políticos.
Para mí, personalmente, no sólo ese amistoso clima reinante entre
todos fue lo único que contribuyó a que Lisboa me quedara como un grato
recuerdo. La lista de experiencias hechas durante este viaje no había llegado
todavía a su final. Luego de los desagradables episodios pasados, tuve la
suerte de vivir aquí una divertida historia que no quiero olvidarme de contar.
Ya al comienzo de este capítulo insinué que las "festivas Lisboa"
representaban algo así como unas verdaderas fiestas populares. En ese marco
se había construido también una exposición denominada "Vieja Lisboa". Las
casas fueron levantadas al estilo antiguo y la gente paseaba de acuerdo a la
moda de épocas pasadas. Tampoco faltaba un presidio donde se juzgaba
conforme a las leyes de la Edad Media. Yo no quise perderme la oportunidad
de visitarla y así lo hice junto con un matrimonio portugués amigo. Como yo
venía directamente del aeroparque, tenía puesto mi traje de vuelo, es decir
pantalón largo y saco colorado. En Alemania a nadie le habría llamado la
atención, pero aquí las cosas eran distintas. No se me ocurrió pensar que de
acuerdo a las normas portuguesas, a las mujeres se les obligaba resguardar en
público estricta moderación en su vestir. Una mujer en pantalones era, en el
año 1935, algo imposible y más si se mostraba abiertamente en las calles. En
ese predio de la "Vieja Lisboa" me reconocieron pronto algunos entusiastas
de la aeronavegación, y entre saludos y aplausos comenzó a seguirnos un
nutrido grupo de personas. Entre ellos también dos hombres disfrazados
como soldados mercenarios de la Edad Media. A empujones se acercaron a
nosotros y me declararon detenida por mi inadecuada vestimenta. Una mujer
caminando en pijama en la vía pública, argumentaban, era el colmo de la
indecencia y contra toda regla del pudor. Solamente la Ley podría juzgar tal
comportamiento. La situación me resultó desagradable y confusa. ¿Qué era
verdad y qué era broma? No lo supe evaluar del todo y miré a mis amigos
portugueses como pidiéndoles ayuda. El matrimonio sonriendo me dijo que
siguiera el juego, que no fuera aguafiestas. Los dos mercenarios me
condujeron a continuación a la cárcel y me encerraron en una pequeña celda
sin más contenido que un camastro de madera y una jarra con agua. Antes de
que me diera cuenta, la puerta fue cerrada estrepitosamente. La gente que nos
había seguido con curiosidad fue disolviéndose. Tenía tiempo ahora de
pensar en mí misma. Nuevamente comencé a dudar de que todo fuera sólo un
juego. Además yo era partícipe de la delegación alemana y era mi obligación
evitar cualquier situación que podría conducir a escándalos.
Después de un rato volví a escuchar pasos que se acercaban a la
celda. Otra vez comenzaron a desfilar muchas personas ante ella para ver, por
la rejilla de la puerta, a la prisionera extranjera. Lamenté profundamente
haberme dejado llevar por la supuesta broma. Pero también esta ola de gente
se fue disipando. Quedé sola una vez más. Los dos mercenarios aparecieron
para llevarme ante el Tribunal. Me condujeron a una inmensa carpa repleta de
gente. Detrás de una mesa, al final del ambiente, estaba sentado el Juez, en
negro talar y larga barba blanca corno la nieve. Delante de la mesa había un
banco para el acusado y, a ambos lados, los bancos para los testigos. Fui
acompañada hasta el banco de los acusados, donde ya me esperaba el
Defensor.
Una campanilla llamó a silencio. Como por encanto, la carpa quedó
muda, podría haberse oído caer un alfiler. Mi Defensor Fue el primero en
poder hablar. Con elocuentes y elegantes palabras recalcó el honor de
defenderme a mí, una aviadora conocida en muchos países. Y dijo muchas
otras cosas lindas. Pero al final de su discurso depuso su mandato,
justificando la renuncia debido a la gravedad de mi delito, que no podría ser
expiado por ningún castigo. Con esto le devolvió al Juez mi caso. El público
le aplaudió estruendosamente. El Juez tenía ahora la palabra. Se levantó
dignamente y con gran postura describió también él lo inaudito del caso.
Luego se concentró en mi persona. Con asombro me enteré de cosas de mi
propia vida que jamás había conocido. Todo lo que sobre mí decía era una
mezcla de verdades y mentiras expresadas con tanta habilidad que finalmente
tuve que reconocer la excelente comedia puesta aquí en escenario. Sentí un
gran alivio en mi corazón, y al mismo tiempo alegría de no haber caído en la
tentación de malograr el espectáculo. Pero su discurso no se limitó a mi
persona. Sus elogios estuvieron dirigidos en especial a Alemania, a su pueblo
que después de una injusta guerra perdida encontró nuevas fuerzas y coraje
para un nuevo comienzo. ¿Sería entonces de extrañar que me sintiera feliz y
orgullosa? Después del tramo serio de su discurso, el "Juez" volvió a la parte
jocosa de la comedia, reconociendo que ante la mención de las virtudes
alemanas le era imposible enjuiciarme a mí. Le pidió al público levantarse de
sus asientos para saludar tanto al pueblo alemán como a mí como aviadora.
Cuando salí de la carpa, tuve que apretar tantas manos que la mía
propia quedó como entumecida. Pero creo que apenas lo sentí, porque el
sentimiento de agradecimiento hacia este amoroso pueblo me había capturado
por completo.
Después de los días en Lisboa, tomé el mismo itinerario de vuelo que
había tornado junto con mi acompañante, pero ahora de vuelta sin él.
En Madrid tuve oportunidad de presenciar una corrida de toros. Me
impresionó profundamente. Hay que haberla visto para, al menos, poder
intuir porqué este espectáculo atrae tanto a los españoles. Para una corrida de
toros corresponde tanto una sinfonía de fuertes colores, como el calor de un
sol ardiente y el fogoso temperamento de su pueblo. Corresponde asimismo
el tradicional coraje nutrido durante siglos y la elegante manera de mostrarlo.
Después de la colorida entrada de los toreros, de los banderilleros y de los
picadores, y de todos los demás que de alguna manera toman parte, se deja
entrar al toro en la arena. Durante los días previos, el animal fue mantenido
en un lugar oscuro. En el primer instante se queda quieto, enceguecido por el
sol, hasta que le presentan ante los ojos el paño rojo que despierta sus
instintos agresivos. Para el público, que esperaba inquieto este momento, ya
no es más el indefenso animal, sino un luchador como el torero mismo que lo
tiene que vencer. Si el toro no da muestras de querer agredir, se lo silba y
cubre con maldiciones y palabras feas. Ira y deshonra se descargan
igualmente sobre el torero que perdió con eso su prestigio. No queda ya lugar
para compasión o sentimentalismos; porque aquí lo único que vale es la
fuerza luchadora y la habilidad para aplicarla. Al frenético júbilo que se
desencadena cuando el torero vence, no le falta por eso su simbólico
significado: la victoria del hombre sobre la primitiva fuerza animal. Esa era al
menos mi impresión; no pude sustraerme, del sugestivo efecto que me causó
el espectáculo, por más que seguiría siendo para mí ajeno a mis sentimientos
y a mi naturaleza.
En mi viaje de regreso, pasé también en Barcelona unos lindos días.
Tuve allí un recibimiento especialmente amistoso. Para mi partida se juntaron
muchas personas, amigos, pilotos, representantes gubernamentales y gente de
diversas organizaciones. Por más que para un piloto la puntual partida de su
avión es fundamental, no pude abstraerme de atender a ese pequeño mundo
allí reunido. De ahí que no le presté mucha atención al requerimiento del
oficial aduanero cuando me pidió el "carnet de pasaje" para anotar mi salida,
más por cuanto mi próximo destino sería sobre suelo francés. El control de
vuelos recién entonces daría permiso para despegar.
Saqué de mi valiera los papeles y se los entregué mientras seguía
sumida en las múltiples conversaciones. El empleado llenó los formularios y
me los devolvió junto con el "carnet de pasaje". Sin echarle un vistazo, volví
a guardarlos en mi cartera. Poco después despegué. Fue un hermoso vuelo
sobre los Pirineos. En Perpignan tuve que bajar para cargar combustible y
pagar, como había prometido, mi deuda. La alegría del gasolinero al verme
de vuelta fue grande, más por cuanto también los diarios franceses habían
informado sobre los días en Lisboa. El reencuentro conmigo para el
gasolinero fue por eso tanto más interesante.
Como Perpignan fue el primer lugar de suelo francés que toqué, le
correspondió a él hacer la correspondiente entrada en el "carnet de Masaje".
Lo hizo con gesto serio y consciente de su responsabilidad. Por casualidad,
absolutamente sin habérmelo propuesto, echo una mirada al papel, por
encima de sus hombros, y leo con tremendo susto que la matrícula del avión
escrita es "D-AJEX", cuando en verdad debía ser "D-EJEN". Evidentemente
el aduanero en Barcelona había confundido dos "carnet de pasajes". El "D-
AJEX" correspondía a una máquina de un Dr. W de la ciudad de Stuttgart,
mientras el "D-EJEN" era propiedad del Instituto de Investigaciones en
Darmstadt. Mi primera reacción fue tratar de que el gasolinero no se diera
cuenta porque en ese caso se vería obligado, como empleado público, de
cumplir con trámites legales que me impedirían seguir viaje, y yo tenía que
estar de vuelta en Darmstadt al día siguiente. En mi apuro no se me ocurrió
otra cosa que pedirle al hombre que inscribiera, en el "carnet", no sólo la
entrada al país, sino al mismo tiempo la salida, total mi próxima escala ya no
sería más en suelo francés, sino en Suiza. Yo especulaba que con las
anotaciones en el "carnet" tanto de la entrada al país como de la salida, ésta
última significaría para el aduanero la obligación de controlar mi equipaje,
cosa que haría con gran gusto. Y así fue. Pero del "carnet" no se habló más, y
eso era lo principal.
Mi próxima escala era nuevamente Avignon. Ahora tenían que
ayudarme las fotos de los días festivos en Lisboa. Ya durante el vuelo las
coloqué en el "carnet de pasaje", entregando todo junto al empleado de
Avignon. Tal como lo esperaba, su interés se concentró en ellas y yo
naturalmente le contaba sobre aquella hermosa estadía. Por supuesto, también
esto tenía que llegar a un final. El momento crítico no podía ser estirado más.
Pero otra vez tuve suerte. El empleado se dejó confundir por las anotaciones
ya efectuadas en Perpignan, y me dio permiso para el despegue. Pero por
escasez de combustible tenía que bajar en Lyon. Por seguridad no abandoné
el predio aduanero, de modo que al día siguiente pude despegar sin
inconvenientes.
Me quedaba todavía la escala en Ginebra. Aquí no me servirían para
nada las anotaciones de entrada y salida francesas. Solamente algún evento
casual me podría hacer salvar el escollo. Pero esa casualidad no se presentó.
Además, el aduanero no parecía ser amigo de Alemania, se negaba
obstinadamente hablar en alemán. Tanto más se ocupó en examinar las
anotaciones en el carnet.
—¿Y esto? ¿Cambió de máquina usted?
—No.
—Pues sí. Su máquina se llama D-EJEN, y aquí figura D-AJEX.
—¿Cómo? A ver, muéstremelo por favor. Me alcanzó el carnet, lo
analicé y se lo devolví.
—Este no es mi carnet, –le dije–.
—Sí lo es, –insistió el funcionario–.
—Pero no –respondí con seguridad–, vea aquí: D-AJEX en vez de D-
EJEN. Motor Siemens. Mi máquina sin embargo es una Hirth-Klemm, –y así
continué analizándole punto por punto–.
Era de no creer, pero el hombre no se dejaba convencer. Pasó un
buen tiempo hasta que finalmente pude lograr que admitiera que el carnet era
equivocado, que no era el mío. Seguramente ahora me retendría aquí con mi
máquina, lo cual me sería desagradable, pero siempre mejor que serlo en
Francia. Pero contra toda expectativa, no fue tanto el hecho de que yo estaba
en posesión de un carnet equivocado lo que más le indignaba, sino la
negligencia de sus colegas franceses en Perpignan, Avignon y Lyon. Para mi
asombro, después de esto se mostró amable y cooperativo. Envió un
telegrama a Barcelona y al obtener una confirmación de lo que yo había
dicho, me permitió continuar el vuelo. Fue más de lo que yo había esperado,
y mi agradecimiento frente a él fue sin duda tan grande como mi alegría de
que a pesar de todas las dificultades pasadas, al final no había perdido mucho
tiempo.
La próxima escala fue Freiburg, suelo y patria alemana. Estaba en
casa. Pero en casa no estaba todavía. Porque tenía un "carnet de pasajeros"
equivocado y todas mis explicaciones fueron inútiles: ¡no me dejaron
proseguir el vuelo! Ahora me di cuenta que estaba en mi querida Alemania.
Fueron necesarias muchas comunicaciones telefónicas y con muchas
autoridades para que finalmente me dieran luz verde y pudiera llegar
realmente a casa!
Capítulo 16 Mi actuación corno piloto de pruebas de
nuevos planeadores

Después de que al comienzo me habían sido asignadas tareas


generales en el Instituto Alemán de Aeronavegación, en 1935 fui integrada al
plantel del mismo. La dirección del Instituto estaba a cargo de Hans Jacobs.
La historia previa a mi contratación comienza con una de esas
casualidades que tantas veces se integran en el colorido mosaico de una vida
y que nos demuestran que los momentos claves son voluntad de un Ser
Mayor. En un principio había sido previsto por el Instituto, como piloto de
pruebas, el conocido piloto Ludwig Hoffmann. Pero una grave enfermedad le
impidió llevar a cargo esa tarea. El Director del Instituto entonces me
preguntó a mí si quería suplantarlo. Yo traía para esa actividad por cierto todo
mi entusiasmo, interés y seriedad, pero ninguna experiencia en el terreno
técnico y constructivo, de modo que tenía que confiar totalmente en mi
intuición y observar atentamente las reglas.
¿En qué consiste la labor de un piloto de pruebas? El ensayo de
nuevos modelos de aviones, cambios estructurales de modelos existentes,
sean estos aviones a motor o planeadores, y demás evaluaciones técnicas, está
siempre ligado a situaciones peligrosas. El piloto de pruebas lleva el nuevo o
modificado avión por primera vez a su ambiente natural, el aire. Fuentes de
errores que puedan llevar a caídas de máquinas nunca pueden ser excluidos,
por más meticulosos que hayan sido los estudios y planos de construcción.
Por ejemplo: la estabilidad longitudinal puede ser deficiente, de modo que el
avión no puede ser mantenido en posición horizontal; o cambios de perfil por
agregados estructurales pueden producir ondas atmosféricas que hacen
temblar u oscilar la máquina, lo cual puede conducir a roturas en partes
vitales que el piloto no puede evitar. Por supuesto el piloto tratará de bajar la
velocidad de su máquina, pero las fallas aparecen a veces tan rápido que le
resulta imposible salvarla. En esos casos lo único que le queda al piloto es el
paracaídas. Pero no siempre es fácil desprenderse del avión durante su caída
cada vez más rápida. Lo que debe hacer un piloto responsable, es obrar con
sumo cuidado y acercarse paso a paso a las zonas peligrosas o inciertas. No
va a tratar de acelerar a su máxima capacidad durante el primer vuelo, sino
que va a incrementarla en etapas y lentamente. Cambios de corrientes
atmosféricas por lo general se evidencian en suaves temblores de sus alerones
estabilizadores y en el bastón de mando. Determinar fallas requiere del piloto
de pruebas buena capacidad de observación, no sólo para encontrarlas, sino
asimismo para determinar sus posibles causas.
Después de cada vuelo de ensayo, se reúnen el piloto, el constructor y
el especialista en aerodinámica para analizar y discutir sobre los diversos
problemas surgidos durante el vuelo. Luego se realizan en el aparato las
modificaciones aconsejadas, por ejemplo una mejora de la superficie exterior,
ampliación del margen compensatorio del peso en sus alerones, eliminación
del juego del timón de mando, quitarle juego a un timón muy blando, y cosas
parecidas.
Cuando se constata que los vuelos en posiciones normales y a
velocidades promedio pueden efectuarse sin problemas, deben proseguirse
los ensayos con un avión de acrobacia, por ejemplo todas las demás
posiciones, como ser vuelos en posición inversa (ruedas para arriba),
rotaciones horizontales, es decir rodar, loopings normales y para adelante,
etc. Recién cuando todas estas pruebas son satisfactorias, comienzan los
estudios pormenorizados. Al igual de cómo se anhela optimizar las
características de un automóvil, así también en un avión se busca armonizar
la presión del bastón de mando con el efecto resultante. Roces en los
conductos de mandos deben minimizarse lo más posible.
Sería demasiado largo enunciar todo a lo que el piloto de pruebas
debe prestarle atención, en los múltiples vuelos, y lo que debe modificarse en
base a sus recomendaciones. Ocurre muy pocas veces que el visto bueno para
un avión se declare ya después de pocos vuelos de ensayo. Los ensayos de un
avión a motor pueden durar meses enteros, y hasta cuando su producción en
serie haya comenzado. Siempre aparecen detalles mejorables. El trabajo de
un piloto de pruebas, sin embargo, no se limita solamente al ensayo de
nuevos tipos de máquinas. Si por ejemplo ocurre un accidente mortal, del que
no se puede determinar con exactitud si fue por deficiencias mecánicas o por
culpa del piloto, entonces por lo general se interrumpe transitoriamente su
producción. Es ahora la tarea del pilote de pruebas encontrar, junto con el
constructor, el origen de la falla lo cual muchas veces es tanto difícil como
peligroso. Después de un análisis meticuloso de las circunstancias en que
ocurrió el accidente, se trata de imitar el vuelo. Éste se efectúa entonces a
grandes alturas para darle tiempo al piloto de utilizar el paracaídas, en caso de
que repita la caída del avión. Parte de otras misiones del piloto es la de
efectuar ensayos especiales para investigaciones científicas con aviones a
aprobados. Más adelante mencionaré algunos de esos ensayos.
Hoy me encuentro por primera vez ante la misión de probar un
modelo nuevo de aeronave, la Kranich. Aun es todo ajeno y desconocido para
mí. Un avión en su estado inicial es como un vestido nuevo que me pongo
pero que no me sienta. Todos los días voy al taller y observo su construcción.
Nos vamos familiarizando mutuamente, diría que ya estoy volando con él y
probando sus reacciones con el timón de mando.
Años más tarde, durante los ensayos con máquinas a motor o con
aviones cohetes, las observaciones tuvieron que ampliarse con los ruidos que
estos originan, tanto en los estruendosos arranques de los motores como en el
bramar de los cohetes. Mientras tanto, la construcción de la Kranich fue
terminada.
Asiento, visual y comando ya me eran familiar. Hago llevar la
máquina a su lugar de despegue para efectuar los primeros ensayos de vuelo.
Desde ya que no puedo confiarme del todo de la Kranich. La conozco bien en
su estado quieto, pero no cuando está en el aire. Por eso este primer ensayo
debe ser llevado a cabo con sumo cuidado. Los ingenieros y los operarios
dejaron sus puestos de trabajo para observarnos. Están reunidos a nuestro
alrededor, no menos nerviosos que yo. Una máquina a motor nos ha de
remolcar. La soga ya está estirada y uno de los hombres sostiene un ala de la
aeronave. El avión arranca y la aeronave comienza a deslizarse rápidamente
sobre el campo. El hombre que sostiene el ala corre algunos metros junto con
nosotros, pero en cuanto la suelta, es tarea mía sostener la máquina en
equilibrio. Luego despego unos metros del suelo y tanteando con cuidado
examino la estabilidad de los diversos ejes: con el timón de altura el eje
transversal; con el timón transversal el eje longitudinal, y con el timón lateral
el eje de altura. Si constato alguna inestabilidad, desengancho
inmediatamente la soga; aun estoy a cuatro o cinco metros del suelo y puedo
aterrizar sin peligro. Luego analizaremos con el constructor las observaciones
efectuadas. En cuanto noto que la estabilidad es perfecta y que puedo manejar
la máquina sin peligro, me dejo llevar por el avión a mayores alturas. Durante
el remolque no intervengo para nada; la seguridad es primordial, y ésta la
tengo recién cuando estoy a gran altura, ya que entonces ante cualquier
inesperado desperfecto siempre me queda la posibilidad de saltar con el
paracaídas.
Al llegar a los 2.000 metros desengancho la soga de remolque. En
primera instancia trato de darme una impresión general del avión. ¿Es la
visión que tengo del exterior satisfactoria, el frote de timones escasos y el
efecto suficiente como para que la máquina responda con agilidad a todo
movimiento de los timones? Más tarde me ayudaría la experiencia, pero por
ahora soy una principiante como piloto de pruebas y lo único que puedo
hacer es confiar en mis intuiciones. Con mucho cuidado tanteo los límites de
las corrientes de aire y observo rigurosamente en qué lugares se rompen. Si
es en los extremos de las alas entonces la aeronave se inclina algo a un
costado y entra fácil en barrena. Según si esta inclinación se produce rápido o
despacio, ¿puede ser estabilizada fácilmente la barrena? Como dije, a todas
estas preguntas debo ir respondiendo paso a paso. Mientras observo con
nervios encrespados cada detalle, escucho atentamente a los diversos ruidos
que se producen durante el vuelo. En el ínterin pierdo lentamente altura y me
preparo para aterrizar.
Abajo me esperan los hombres del taller, los diseñadores, y sobre
todo el constructor. La alegría por el primer vuelo exitoso de la Kranich es
por supuesto muy grande. Paso rápidamente comienza sobriamente el trabajo.
Las observaciones hechas, indicaciones de cambios o mejoras transmitidas al
taller son analizadas detalladamente. En cuanto están efectuadas, me preparo
para un segundo despegue. Luego para un tercero, más tarde otro y otro. Con
cada, vuelo aumento la velocidad y con ello registro también los nuevos
problemas. Es mi obligación llegar a la velocidad máxima. Incluso tengo que
volar con vientos extremos, para evitar que aparezcan nuevas dificultades
cuando otros pilotos se hagan cargo de la aeronave.
Tanto mi sensibilidad a todo lo que se refiere al aire y al avión, como
mi capacidad de observación, crecen continuamente. Así como una madre
concentra su atención en su criatura, así estoy yo concentrada en mi "pájaro"
con todos mis sentidos. Por supuesto de todo esto el profano no puede darse
una idea. Cuando ve por primera vez circular silenciosamente al avión en las
alturas, o también cuando se aleja cada vez más el cantar de un avión a
motor, a su regreso el observador queda encantado. Su entusiasmo y su
alegría le hacen bien también a los pilotos. Ellos por cierto saben que ese día
fue solamente un eslabón en la larga cadena de posibles, graves y peligrosas
semanas, y hasta de meses, pero que igualmente fue una experiencia que
pudo ser llevada a cabo bajo el signo de un éxito feliz.
La Kranich fue mi primera misión que se me encomendó como
ensayista. Le siguieron otras similares incontable veces. Mencionarlas a todas
y describirlas detalladamente llenaría un libro entero y superar por lejos lo
que de mi vida pueda interesar. Por eso escojo aquí solamente algunos
ensayos que puedan dar idea sobre la diversidad de los propósitos que con
ellos se persiguen, y mostrar al mismo tiempo cuanto esfuerzo, trabajo
pormenorizado, responsabilidad y buena voluntad por parte del ensayista son
necesarias para lograr un resultado óptimo en técnica aeronáutica. Son cosas
que el lego da por sobreentendidas.
Después de los ensayos con la Kranich tuve que efectuar durante el
verano de 1935 ensayos con un hidroavión construido por Jacobs, la
Seeadler, y probar su aptitud en el agua. La idea de un hidroavión, es decir de
una aeronave que pueda despegar tanto del suelo firme como del agua, no era
nueva. Pero hasta ese momento nunca fue construido uno que sirviera para
efectuar vuelos de alta performance. Y este intento lo hizo Jacobs con su
Seeadler. Para el Instituto de Investigaciones, aquella idea tenía como
objetivo primordial poder utilizar también desde el agua estudios científicos
con hidroavión.
La primera prueba la hicimos sobre el lago Chiemsee. Una lancha de
carreras hizo de remolque. Pero como el motor de la lancha resultó no tener
suficiente fuerza para alcanzar la velocidad requerida para el despegue, el
ensayo tuvo que ser cancelado. Viajamos entonces al Bodensee (Lago
Constanza), donde la firma Dornier nos puso a disposición una lancha de
carreras con motor Maybach. Ese motor sí tenía suficiente fuerza para
alcanzar la velocidad necesaria para el despegue. Lo que cuento suena fácil y
sencillo, pero a decir verdad, para nosotros fue un trabajo duro y difícil. Se
nos presentaron problemas que no conocíamos hasta ahora, empezando con el
largo y peso de la soga de remolque. Iniciamos con una cuerda de cien metros
pero con ella se dio lo siguiente: Después de alcanzar una velocidad de 60
Km./h. y encontrarme a unos diez metros sobre el nivel del agua, la soga me
tiró fuertemente para abajo, lo cual me obligó a desengancharme
urgentemente para evitar el golpe sobre la superficie del agua y romper la
máquina. Tanto el peso de la soga como la resistencia del agua habían
producido una contra fuerza dirigida hacia abajo. Los demás participantes del
ensayo que observaron la prueba desde la lancha, opinaron que yo tendría que
haber aguantado y no desenganchar la soga. Hice entonces la segunda prueba.
Esta vez no desenganché la soga, aunque la soga me tiraba hacia abajo con la
misma fuerza que lo había hecho la primera vez. De repente hubo un fuerte
golpe y el agua nos cubrió como a un submarino. Pero por suerte salimos
ilesos los dos, el Seeadler y yo. No fue despreciable el susto que nos
llevamos aunque contentos de que la fortaleza del Seeadler quedó con eso
plenamente demostrada. De todas maneras el método empleado para despegar
no podía ser el definitivo. Lo primero que hicimos fue disminuir el largo de la
soga a unos setenta metros y agregarle pequeñas aletas de madera balsa con
formas aerodinámicas para mantenerla sobre el agua. Con estas
modificaciones realmente pude despegar sin que la soga me hundiera debajo
del agua. El nuevo método pues, sirvió. Incluso hasta con fuertes vientos, si
bien hasta el límite aceptado por la propia lancha.
A continuación hicimos ensayos con un hidroavión a motor, el
Libelle, una máquina anfibia también de Dornier, propiedad de la MIFA en
Aachen. El renombrado Padre Schulte director de la MIFA, nos puso
gentilmente la máquina a nuestra disposición e incluso a su piloto Sepp
Gertis. Gertis resultó ser un excelente piloto de remolque, principalmente
cuando se trataba de precisar durante nuestros ensayos hasta qué grado de
oleaje en mal tiempo podía usar su máquina. Sus criterios al respecto los
hacía valer con discreción, pero igualmente indiscutibles. Para mí resultó ser
ventajoso que el propulsor de su avión dejara detrás de sí una estela
relativamente lisa, incluso en días de fuerte oleaje, en la que yo podía
mantener mi aeronave en equilibrio sin esfuerzos; el duro trabajo de surcar
las olas lo hacía el avión anfibio. Por eso mis despegues del agua con la
máquina Dornier pudieron ser llevados a cabo sin problemas hasta en días
tormentosos.
Me dejé remolcar por el avión de Gertis y recién a gran altura
desenganché la soga. Las estaciones de servicios meteorológicos habían
anunciado tormentas y las nubes mostraban que tendrían razón. Pero
precisamente era éste el estado de tiempo que queríamos para nuestros
ensayos, porque se quería ver hasta qué punto era posible acuatizar sobre
aguas agitadas. Para eventuales casos de emergencia se habían dispuesto toda
clase de medidas para mi auxilio, pero yo en eso todavía no pensaba. Lo que
hacía era buscar una nube que me podría dar garantía de encontrar en ella un
viento ascendente. Luchando continuamente contra la creciente tempestad
seguía volando en círculos mientras trataba al mismo tiempo de no alejarme
demasiado del lugar designado para el acuatizaje. Había recibido la estricta
orden de respetar esa indicación porque en sus cercanías se hallaban los
medios de auxilio.
Veía abajo sobre el lago las espumas del creciente oleaje,
confirmándose sin dudas los pronósticos meteorológicos. Ningún barco
surcaba las aguas. Habría pasado una buena hora cuando finalmente decidí
acuatizar. A una velocidad entre cincuenta y sesenta kilómetros coloqué al
Seeadler -que estaba provisto de una quilla- sobre el agua. Las olas lo
levantaban y bajaban, lo balanceaban de un lado para el otro, pero mi
Seeadler se mantenía firme como una gaviota bailando sobre sus espumosas
cimas y oscuras profundidades. Parecía no tomar nota de la alevosía y
magnitud de los elementos desatados. Los botes previstos para buscarnos no
pudieron ser utilizados con este temporal. Desde un galpón ubicado a orillas
del lago, se desprendió entonces una grúa flotante prevista para estos casos de
emergencia. Mi deber era entonces tratar de enganchar la cadena de la grúa
con el Seeadler. Para eso tenía que mantenerme parada y luchar igual que mi
avión para no perder el equilibrio. Por suerte todo salió bien y el Seeadler
pudo ser recuperado sin daños; había recibido con orgullo su "bautismo
acuático".
Con esto fueron cumplidos satisfactoriamente los propósitos del
ensayo. Del Lago Constanza regresamos nuevamente al lago Chiemsee (sito
en Baviera, al sureste de Munich), para ensayar despegues con una catapulta.
Se trataba de un modelo nuevo construido por el profesor Madelung,
especialmente para posibilitar el despegue de aviones con sobrecargas desde
estaciones aéreas chicas. Normalmente despegues de aviones con sobrecargas
requerían pistas muy largas.
Despegues sobre tierra firme mediante catapultas ya habían sido
efectuados con éxito anteriormente. Era ahora cuestión de si lo mismo podía
ser logrado desde el agua. Los primeros ensayos debían ser llevados a cabo
con una aeronave para lo cual nuestro Seeadler se prestaba muy bien. La
catapulta prevista fue colocada a orillas del Chiemsee. A continuación fui
ubicada yo con mi Seeadler sobre el agua. Con la catapulta se entendía un
dispositivo de arranque, donde la energía producida por una masa rotativa es
transmitida al avión mediante un cable de acero alrededor de un tambor,
aumentando así su diámetro al enrollarse. Mientras la soga relativamente
corta era enrollada rápidamente por la catapulta, mi Seeadler y yo éramos
atraídos con fuerza y velocidad creciente hacia la costa, vale decir contra la
catapulta. Admito que no me sentí para nada bien al verme acercar
violentamente al dispositivo. Todo dependía de que eligiera el momento
preciso para el desenganche y alejarme mediante una hábil curva de la costa,
para luego acuatizar sobre el lago. Al igual como en tantos otros ensayos, era
una prueba que requería extremo cuidado y concentración, si se querían evitar
problemas. Pero por suerte, también aquí fueron exitosos. Seguimos entonces
nuevamente con máquinas a motor.
La misión de nuestro Instituto para Aeronavegación dentro del marco
de la DFS no se refería solamente a la construcción de nuevos tipos de
aviones como los que yo ensayé con el Kranich o el Sperber y varios otros,
sino también a la eliminación de fallas e introducción de mejoras en modelos
existentes. En casos de caer un piloto con su aeronave, por ejemplo, la
máquina era clausurada temporalmente por el Departamento de Seguridad
Aérea (Amt für Flugsicherheit) y entregada al DFS para el examen de las
posibles causas del accidente. Al mismo tiempo se estudiaban los cambios
y/o mejoras más aconsejables para aumentar la seguridad.
Durante el año 1936 aumentaron los accidentes en zonas nubosas con
pilotos inexpertos en vuelos ciegos por exigir de más a las máquinas, dentro
de sus reales posibilidades, y a menudo a los pilotos no les quedaba tiempo
para utilizar sus paracaídas. A medida que los accidentes aumentaban, la DFS
en Berlin-Adlershof ordenó nuevas normas para la fabricación de aeronaves.
Pero eso sólo no alcanzaba para satisfacer lo esperado, porque aun la
máquina más fuerte no era inmune contra tratos brutales o descuidados. Las
nuevas normas de producción no cambiarían mucho en los crecientes
resultados negativos, y además las construcciones reforzadas harían disminuir
sensiblemente la efectividad de esas máquinas. Por eso el constructor y
director del Instituto, Hans Jacobs, decidió no reforzar las aeronaves, sino
proveerlas con algún dispositivo que frenara la velocidad de caídas, y al
mismo tiempo las estabilizara. A tal fin le agregó a los lados inferior y
superior de las alas, unas aletas que se abrían en sentido contrario, una con el
viento y la otra contra el mismo, con lo cual las fuerzas de acción se
neutralizan. Como máquina de ensayo elegimos al Sperber.
En un ensayo, no es cuestión de coraje y arrojo por parte del piloto
exigir de su máquina desde un comienzo las situaciones más peligrosas. Al
contrario, tal proceder sería irresponsable. Obrar cuidadosamente no significa
cobardía, como piensan muchas veces los desentendidos, sino garantía de
éxito.
Hoy, con buen tiempo, me hago remolcar de 4.000 a. 5.000 metros de
altura. Volando a una velocidad normal acciono las aletas de freno. Lo
primero que noto es un sensible aumento de la velocidad descendente, y al
mismo tiempo una evidente disminución de velocidad de vuelo, de modo que
casi automáticamente la elevo a su velocidad inicial mediante el timón de
profundidad. Luego voy tanteando despacio para adelante aumentando la
velocidad. Diez kilómetros más rápido... Veinte kilómetros más rápido... Y
en cada etapa aguardo unos instantes. Siento como la máquina comienza a
temblar. El torbellino que se produce detrás de las aletas en sus posiciones
verticales, es fuerte. Dentro de su campo de acción están las superficies del
timón transversal, y atrás junto al estabilizador vertical el timón de dirección.
Ambos timones se ven estimulados a producir oscilaciones, las que a su vez
hacen vibrar a la máquina. Considero ahora a mi máquina como a un
enemigo que aún me es ajeno y cuyas escondidas perfidias me son
desconocidas.
Observo todas las partes del avión que están al alcance de mi vista.
¿Cuáles cambios visibles para mí se producirán ahora en los timones y en las
superficies alares? ¿Qué siente la mano, qué siente el cuerpo con las
oscilaciones? ¿Dónde comienzan los sacudones? ¿Dónde se encuentra el
motivo?
Mis manos se aferran al timón de mando, mi cuerpo se aprieta con
mayor fuerza al respaldo del asiento y a la pared de la cabina; mis oídos
escuchan con la agudeza de un animal en peligro, porque también los
cambios de ruidos pueden alertar y llevar a importantes conclusiones. Hago
entrar entonces las aletas e interrumpo brevemente los ensayos. Medito
rápidamente sobre lo observado, lo escuchado, lo sentido y lo visto, y me
hago cortas anotaciones. Después de esta pausa, me propongo repetir un
nuevo ensayo y abrir a tal fin las aletas de freno para caer más verticalmente.
Pero bruscamente, apenas por un segundo, tengo ante mí una visión. Veo al
profesor Georgii y a Hans Jacobs observando desde la torre con sus
telescopios nerviosamente mis maniobras. Para ellos la situación debe ser
insoportable. No pueden hacer otra cosa que esperar lo que le pueda ocurrir al
plateado pájaro que vuela sobre ellos, y en el que me encuentro yo. Yo por mi
parte debo actuar. Si por ejemplo las vibraciones adquieren inesperadamente
tal magnitud que rompen una aleta de comando pienso en ese momento que a
mí no me quedaría otra cosa que el paracaídas. Los dos en la torre tampoco
podrían hacer otra cosa que observar y esperar, quizás segundos solamente,
pero que parecen una eternidad. Recién cuando vean una nube blanca
contrastando con el azul del cielo, sabrán que abrí el paracaídas. Abro
nuevamente las aletas y aumento la velocidad. Tal como era de esperar, las
oscilaciones y las vibraciones aumentan a tal grado que me arrancan las
manos del timón. Ahora sé que las aletas, así como están ahora, no pueden
ser usadas sin peligro. Me veo obligada a interrumpir el ensayo.
Aterrizo y delibero con Hans Jacobs sobre mis observaciones.
Modificamos las aletas, agregándoles agujeros y ranuras con el propósito de
disminuir así los torbellinos que se formaban detrás de ellas. Subo
nuevamente y repito el ensayo, y luego otro y otro, día tras día y semana tras
semana. Y todas las mañanas me acompaña una carta de mi madre que me da
tranquilidad, que renueva diariamente su consuelo y mi seguridad. Tan
profunda es su confianza que estoy en las manos de Dios, y que nunca ni en
ningún lado me podrá ocurrir algo que no esté en su voluntad, que hasta en
mí misma crece ese convencimiento. Estaría mi final en sus intenciones,
podría entonces esto ocurrir en el lugar más seguro del mundo.
Siento como los pensamientos de mi madre me obligan a asumir una
actitud de humildes ambiciones. Ella sabe cuánto amor yo siento por volar,
por trabajar, por ensayar, y por vivir. Pero igualmente sabe que no soy
irresponsable, irreflexiva. No obstante no sería madre, si conociendo los
peligros inmanentes con los ensayos, no viviera permanentemente con miedo
por mi vida. Sin embargo sus temores no se limitan a los peligros inherentes a
mis actividades, sino también a los éxitos que pudieran alcanzar. Su
preocupación respecto de éstos, es que me cieguen y que la vanidad se
apodere de mí. No se cansa en advertírmelo en cada una de sus cartas. Y otra
cosa me escribe mi madre de noche, cuando los demás ya fueron a dormir: la
felicidad que siente al igual que yo, que con cada ensayo le presto un servicio
a las vidas de otros y al nombre de nuestra patria alemana.

Mis diarios vuelos de ensayos siguen sin cesar. Me hago remolcar a


4.000 metros de altura, a 5.000 y hasta 6.000 metros. Lentamente voy
tanteando los diversos ensayos, hasta que finalmente llego a la última prueba,
la caída vertical. Por experiencia sé que -aun cuando la máquina a gran
velocidad sigue quieta en el aire como una tabla- el menor alimento de su
velocidad puede provocar repentinamente oscilaciones peligrosas. Si esto
llegara a pasar ahora, durante la última fase del experimento, la máquina
posiblemente no podría ser salvada. Siento miedo. Miedo que me embarga
por unos instantes y estrangula mi respiración. En ese preciso momento
también me asalta una tentación. Titubeo. No necesito hacerlo. Con algún
pretexto podría aterrizar sin problemas. Mañana sería otro día para volver a
subir. Es mi propia vida por la que tengo que responsabilizarme ahora. Pero,
¿hice realmente todo lo que debo hacer? Y mientras mi atención sigue
concentrándose en la máquina surge de pronto ante mí nuevamente la imagen
de mi madre. Yo sé que aparte de su amor por mí no existe en ella otro
sentimiento más preocupante que saber que yo, por encima de sus temores
por mí, no puedo hacer otra cosa que cumplir con mi destino. Y es así que
tensa hasta el último nervio, me preparo de nuevo para la caída vertical.
La máquina sigue tranquila como una tabla, no supera los doscientos
kilómetros por hora. La tierra se acerca más y más. Alrededor de doscientos
metros sobre el suelo la atajo, hago entrar las aletas de freno y aterrizo. La
sangre me golpea en las sienes. Aliviados vienen corriendo a mi encuentro el
constructor Hans Jacobs, el profesor Georgii y mis compañeros aviadores
para felicitarme por el exitoso ensayo. Por primera vez quedó demostrado
que una aeronave provista de esas aletas podía precipitarse verticalmente sin
correr peligro. Por fin pudimos afirmar que la construcción había cumplido
su propósito, cual era evitar que la velocidad de caída aumentara
sucesivamente hasta desintegrar la máquina, mediante el uso de las aletas de
freno.
En aquel año 1936, durante el cual realizamos aquellos ensayos, la
introducción de las aletas-freno (Bremsklappen) tuvo una importancia
fundamental, algo que para la filosofía actual, familiarizada con los aviones a
chorro, los cohetes intercontinentales, las máquinas extraterrestres, y más y
más, resulta casi incomprensible. Vivimos en una centuria, donde los nuevos
inventos técnicos se suceden con tanta rapidez, que no dejan espacio para la
memoria de lo que fue ayer. Todo nuevo invento pierde rápidamente su
sensacionalismo y se convierte en rutina diaria.
Después de que los ensayos fueron terminados, el profesor Georgii,
Director de la DFS, sugirió mostrarle esas aletas-freno, cuya importancia
había quedado definitivamente demostrada, al general Ernst Udet. Udet
aceptó la invitación y vino acompañado por varios otros generales de las
Fuerzas Aéreas, entre ellos el general Robert Ritter von Greim. La prueba,
cuya presentación impresionó a los invitados, fue llevada a cabo en el
aeroparque de Darmstadt-Griesheim. Como la aplicación de las aletas-freno
significaba un significativo aumento del factor seguridad para los pilotos,
Udet opinó que tendrían que ser aplicadas también en ciertos modelos de
aviones de la Fuerza Aérea. Por eso, a deseo suyo tuve que repetir durante la
primavera de 1937 las demostraciones ante los constructores directivos de
todas las fábricas de aviones, para que también ellos pudieran apreciar la
utilidad de estas aletas-freno. Sin duda los ingenieros quedaron
impresionados por el efecto que producían en una aeronave que caía a pique.
Con eso también creció entre las entidades alemanas dedicadas al
perfeccionamiento técnico de la aviación, la importancia del DFS como
Instituto para la Investigación de la Aeronavegación. Naturalmente este éxito
nos alegró mucho a todos nosotros. Fue la alegría de gente investigadora que
vio gratificada su labor muchas veces turbada por las propias dudas. Podían
abrigar la esperanza que sus trabajos contribuyeran en beneficio de muchos,
es decir, una mayor seguridad para incontables vidas humanas.
Después de terminar las demostraciones con las aletas-freno, el
general Udet me nombró Capitán de Aviación. Era la primera vez que una
mujer en Alemania recibiera ese título. Con ese nombramiento se abrió
además la posibilidad de otorgarles el grado de Capitán también a
representantes del sexo masculino dedicados a los ensayos aéreos. Hasta
entonces, solamente los pilotos de la Lufthansa podían ser nombrados
Capitán, por supuesto después de haber cumplido con los requisitos
establecidos.
Capítulo 17 En planeador sobre los Alpes

"Éxito triunfal de pilotos alemanes. Cinco alemanes sobrevuelan los


Alpes por primera vez en aeronaves"... Así lo anunciaban las emisoras
radiales y los diarios. Una de esos cinco fui yo. Mi Sperber-Junior, construido
por Hans Jacobs especialmente para mí, me llevó al otro lado de la cadena de
montañas; me sentaba tan bien como un vestido hecho a medida. Ninguna
otra persona un poco más alta o gruesa podría haber entrado en el fuselaje
tubular de ese avión. El asiento no era precisamente muy cómodo; era tan
angosto que apenas me podía mover. Las superficies laterales parecían ser
como alas de mis hombros. Incuestionable: el Sperber y yo éramos una sola
unidad.
Era mayo de 1937. En Salzburgo tenía lugar una conferencia de la
Comisión Internacional de Estudios para Vuelos sin Motor presidida por el
profesor Georgii. Al mismo tiempo tenía lugar un encuentro internacional de
aeronavegantes. Debíamos efectuar competitivamente vuelos con metas
prefijadas, vuelos de distancias y vuelos de altura, y penetrar lo más posible
en la zona de los Alpes. Estábamos aprovisionados con alimentos de
emergencia, cohetes de señales, silbatos y todo lo que podría ser de utilidad
en caso de un aterrizaje de emergencia en zonas montañosas.
La competencia comenzó con óptimas condiciones climáticas. El
cielo lucía profundamente azul, el sol brillaba ya muy temprano y templaba
las colinas y primeras escarpadas de los Alpes. Lentamente comenzaban a
formarse sobre las cimas y crestas más altas pequeñas y blancas nubes, como
suaves velos de algodón. Nos hacían ver dónde encontrar aires ascendentes.
No soplaba viento alguno, un detalle ideal para efectuar la primera tentativa
de tantear el mundo montañoso.
A quinientos metros de altura, los participantes debían
desengancharse de sus remolques. Alrededor de las diez de la mañana me
tocó a mí el turno para despegar. Tan pronto como desenganché la soga me
dirigí al lado este del monte Unterberg, donde a mi criterio debía haberse
almacenado el mayor recalentamiento del suelo. Primero sólo había aires
descendentes por todos lados, por lo cual yo no quería perder de vista al
aeroparque, para el caso de tener que aterrizar en vuelo deslizante en
cualquier momento. Cuando estuve a punto de regresar al alcanzar la
Unterberg, el Sperber comenzó a temblar. El variómetro había subido un
poco, apenas sobre cero, quedando luego sin variantes en diez a veinte
centímetros por segundo. Comencé entonces a volar cuidadosamente en
círculos cerrados, para no perder este angosto tubo de viento ascendente.
Tuve suerte; el aumento de altura crecía, al principio medio metro por
segundo, luego un metro, después un metro y medio. Sobre mí se iba
formando rápidamente y de manera creciente, una nube, que al parecer me
atraía. Yo seguía circulando sin cesar, y subía y subía, hasta alcanzar casi dos
mil metros la base de la nube. El monte Unterberg ya había quedado abajo.
Volé a lo largo de su cresta porque del lado occidental se iba formando otra
nube. Estaba sola en las alturas con mi Sperber. Los demás camaradas que
habían largado, antes que yo habían regresado al aeroparque y aterrizado. Era
bastante temprano todavía y las corrientes ascendentes débiles y aisladas. Yo
seguía esperando mientras circulaba debajo de aislados nubarrones que se
formaban por lo general encima de los picos montañosos. Para el resto del día
no tenía otra intención que tomar contacto con las montañas y mirarlas desde
arriba, porque la vista era nueva para mí. Es sin duda totalmente distinta a la
que tiene un alpinista. Para éste, el panorama que se le presenta, es una
unidad fija, inmóvil, mientras que para el aviador las montañas están en
continuo movimiento. Parecen abrírsele o cerrársele, saludándole o
amenazándole. Incluso cambian al parecer mutuamente sus lugares, según el
aviador las vea iluminadas o sombreadas.
Desde mi altura observo todo a lo lejos este mundo montañoso. Allá,
muy distante, distingo los nevados picos del monte Grossglockner y del
monte Grossvenedig. Debajo de mí suben los vapores de los valles. Las
nieblas se arrastran sobre colinas arboladas. Al sur se levanta
majestuosamente la montaña Watzmann cubierta de nieve y a su lado este
brilla, entre el velo nubosos que se van separando, el lago Königssee con su
hermoso color verde-esmeralda. Observo como se va formando sobre la
montaña Watzmann una tentadora nube grande. ¿Podría llegar hasta ella
aprovechando la actual zona de aires ascendentes? Vuelo hacia allá a lo largo
de la cadena Lattengebirge. Pero en cuanto la dejo atrás, entro en aires
descendentes. Me tira hacia abajo con velocidades de cuatro, cinco y seis
metros por segundo. Siento como me invade la intranquilidad y como la
inseguridad me hace indecisa sobre si buscar una salida del aire descendente
del lado derecho, o del izquierdo. Lo único que puedo hacer ahora es tratar de
alcanzar en vuelo directo la próxima montaña. Mi orgullosa altura la
sacrifiqué bien rápido. Ya estoy por debajo de los mil metros. Los bosques,
los pueblos, el lago Königsee se me acercan cada vez más. ¿Dónde podré
colocar a mi Junior si el aire descendente no me deja libre? No debo perder
los nervios. Estoy ya al pie del Watzmann, a la altura del límite arbolado. Las
coronas de los árboles están muy cercas. ¿Interrumpo el vuelo y trato de
encontrar para mi Sperber una pradera lisa? Me quedan sólo segundos a
decidir. Pero de repente algo me sacude. Primero suavemente, luego de
manera más fuerte y repetida el variómetro sube un metro por segundo, luego
dos metros, tres metros. Yo vuelo en círculos angostos y escarpados, tan
cerca de la pendiente que casi toco las copas de los árboles. Estamos
salvados, mi pájaro y yo, y es como si ambos cantáramos a unos al unísono
de alegría y agradecimiento. Sigo volando en círculos dentro de la misma
corriente ascendente, la que se va ensanchando a medida que gana en altura,
de modo que puedo agrandar el diámetro de los círculos y volar en forma más
plana. Mi Sperber sigue su curso arrimado al Watzmann. Observo como
desde una hostería ubicada en su ladera, los turistas nos saludan con sus
gorras y pañuelos. ¿No se asombrarán como sobre sus cabezas se desliza
silenciosamente ese pájaro plateado sin mover sus alas, y ganando distancia
hasta desaparecer por completo?
Ahora alcancé la altura del Watzmann y sigo volando en círculos. La
base de la nube se estira a lo largo de su cima. 2.750, 2.800, 2.900, 3.000
metros. Los primeros velos de la nube comienzan a envolverme. El aire
ascendente disminuye. La nube no me captura del todo. Tengo tiempo para
ver a mí alrededor. Debajo de mí brilla la nieve del Watzmann. Podría llegar
fácilmente al aeroparque de Salzburgo, situado al norte, en vuelo deslizante,
por más que desde aquí no lo puedo distinguir. Pero no quiero pensar en un
regreso. Me tienta y llama el mundo de los glaciares. ¿Hago o no hago la
prueba de arrimarme a ellos? Hasta ahí, sin embargo, hay un obstáculo: la
áspera cadena de montañas llamadas Steinerne Meer (Mar de Piedras). Sin
pensarlo, tomo curso hacia allá. Pero apenas abandono al Watzmann, pierdo
vertiginosamente altura a razón de cuatro a cinco metros por segundo. El aire
descendente no cesa. Con cada segundo que transcurre aumenta la crítica
situación. La orgullosa alegría que había sentido minutos atrás por haber
alcanzado tanta altura, quedó en el olvido. Las cimas de las Steinerne Meer
están ya muy por arriba de mi nivel, y con cada segundo que pasa, crecen
más y más a mi costado. Ya estoy rodeada de montañas, y noto como
empieza el miedo a tomar posesión de mí. ¿Será esto el final de ocio?
El pico de mi pájaro sigue apuntando a la Steinerne Meer. Continúo
perdiendo altura. Veo con creciente claridad las rocas y los acantilados de sus
agrietadas paredes. Por encima de sus vértices comienzan a formarse tenues
velos nubosos, un detalle que me da esperanzas. ¿Podré alcanzarlos antes de
que mi Sperber se estrelle contra las cumbres de las montañas?
¡Es una sensación espeluznante ver crecer ante sí las paredes del
rocoso macizo! ¡Y por debajo ni rasgo donde poder aterrizar! La pálida
sombra de mi Sterber-Junior ya se desliza sobre el suelo rocoso muy cerca de
su cuerpo. El miedo me estrangula la garganta. De pronto descubro a escasos
treinta metros de distancia a dos aves de montañas que vuelan en círculos
cerrados arrimadas a las paredes de la montaña. Me acerco a ellas tan cerca
que por poco toco las rocas con los extremos de las alas. Pero ahí también a
mí me envuelve el aire que deja circular a los dos pájaros sin mover sus alas.
Les imito y empiezo a circular con extremo cuidado para no dejarme
sorprender por una ráfaga imprevista de aire que me haría tumbar. En
realidad no hago otra cosa que las aves: prestar la mayor atención de no
entrar en un "turn" y resbalar para abajo. No dejo de observar a las dos aves.
Suben más rápido que yo, están ya por encima de mí, claro saben hacerlo
mejor. Les sigo como a un guía, a un piloto práctico. Parecen ganar altura
más rápidamente donde las grietas de las rocas se abren de manera vertical.
Hago lo mismo, como siempre en círculos lo más estrechos posible.
Después de una penosa media hora, logro sobrevolar a 2.670 metros
la cima nevada de la Steinerne Meer. A mis dos amiguitas los perdí de vista,
pero lo que veo ahora no lo puedo creer. ¡Un pico tras otro, cubiertos de
nieve! Son, primero los Hohe Tauern, luego los Zillertaler y más allá los
Otztaler. Grandes y majestuosos están ahí parados estos silenciosos gigantes
de piedra y ventisqueros. A mi lado sur se extiende el valle Salzachtal. No
muy lejos brilla orgullosa y majestuosamente la Grossglockner.
Por encima de la Steinerne Meer vuelo de nube a nube para
aprovechar la altura a la que me había llevado el aire ascendente. Sobre la
montaña Hochkönig, una nube me lleva a 3.500 metros de altura. En lo que ni
soñando podía haber creído se había hecho realidad. Ahora vuelo en
dirección a la cadena de los picos Hohe Tauern. El lago Zeller See se me
presenta chiquito allá abajo. En vuelo deslizante sobrevuelo la comarca
Pinzgau. Una pequeña torre de nubes me ayuda a ganar nuevamente altura,
perdida durante el vuelo deslizante. A casi 4.000 metros la abandono. Y para
lo que veo ahora, apenas encuentro las palabras adecuadas. ¡Todo este
montañoso mundo yace bajo mí, pareciendo haberse engalanado con luces y
brillos para un día de fiesta! Vuelo en silenciosa soledad sobre la muda
belleza cubierta de nieve. Los glaciares reflejan un enigmático color verde-
azulado. Vuelo emocionada al costado de la Grossglockner, la que se parece
a un prominente dedo de Dios que me dice "tu, pequeño ser humano, ¿no es
presuntuoso presuntuoso lo que haces aquí?". Mi veneración por la naturaleza
me estremece. Tenía la sensación de que los sentimientos terrenales de
miedos y trivialidades habían desaparecido de mi mundo espiritual. Tiempo y
eternidad parecían conjugarse. Inconscientemente mis manos se juntaron por
encima del bastón de mando y gruesas lágrimas brotaron de mis ojos. Había
olvidado competencia y destino y en mi emoción no pensé que no me había
provisto de guantes y que sólo tenía puesto un simple pantalón blanco de
algodón. Recién el frío me lo hizo recordar. Cuando desperté de mis sueños,
mis dientes temblaban, y mis manos y pies me dolían, apenas podían
controlar bastón y pedales. En ningún momento había pensado en ese
acechante peligro. Pero ahora creí haberlo logrado, ahora no podía abandonar
la aventura por culpa del frío. Tenía que pensar en la meta final de la
competencia, de modo que seguí en dirección sur. Ya tenía por delante a los
agrietados y escarpados picos de los Alpes Dolomíticos. Mis manos estaban
totalmente entumecidas, el bastón lo podía manejar solamente con las
muñecas. El dolor en los dedos congelados se hacía insoportable. Ya no
podía sostener más el mapa para verificar mi ruta. Igualmente no me podría
haber ayudado porque solamente cubría hasta la zona sur del Grossglockner.
Tenía que aguantar. Por otra parte nunca pensé que llegaría tan lejos en la
primera tentativa.
Los Alpes Dolomíticos me causaron una sensación de espanto,
parecían querer incrustarse en mi avión. También el aire ascendente sobre
ellos fue difícil de aprovechar, porque su diámetro era muy reducido. Al
suroeste brillan con color azul-verdoso los glaciares que rodean el Marmolata
(Cumbre de 3.342 m.). De tanto frío apenas puedo apreciar la belleza de la
naturaleza. A mi izquierda y viniendo del sureste, se expande rápidamente
una capa nubosa que amenaza aislarme de la tierra. Delante se extiende el
valle del río Piave. En vuelo deslizante, sigo su curso arenoso y rocoso. A
izquierda y derecha se extienden incontables terrenos bordeados por olivos.
No debe ser lindo tener que aterrizar aquí. Voy perdiendo rápidamente en
altura. La capa nubosa se extendió convirtiéndose en una pared lluviosa. Me
corta el camino hacia el sur. No tengo idea donde me encuentro. Las primeras
gotas de agua golpean sobre las alas del Sperber. El valle se torna cada vez
más angosto. Quiero evitar tener que aterrizar en las orillas del río. Doy
vuelta y trato de alcanzar el último pueblo que había visto antes de llegar
aquí. Más tarde me entero que su nombre es Pieve di Cadore. Busco algún
lugar donde poder aterrizar pero veo con espanto que no lo hay. Dentro de
pueblo distingo un cuartel, cuyo patio está rodeado en tres costados por
edificios. El lado libre desemboca en una cancha de futbol. Esto tendría que
alcanzar para un aterrizaje, pero una hilera de álamos por poco se convirtió en
mi perdición. Tenía que sobrevolarla durante el aterrizaje. Segundos antes de
lograrlo, una ráfaga de viento me tira para abajo. Estoy ya más bajo que las
coronas de los árboles. Mi máquina parece estar irremediablemente perdida.
Ahora sólo tengo que pensar en mi propia vida. Empujo al Sperber, que sigue
a toda velocidad, hasta centímetros del suelo, y trato de pasar entre dos
árboles. Abrigo la esperanza que solamente las alas serían arrancadas pero
que el cuerpo mismo del avión pasara deslizando sobre el suelo, conmigo en
la cabina. Pero poco antes de los árboles, noto un repentino viento
ascendente, lo aprovecho instintivamente y junto con su gran velocidad,
elevo mi pájaro casi verticalmente. Noto que su fuselaje roza la copa de un
árbol, detrás del mismo empujo violentamente para abajo. Aterrizo por fin, si
bien con poca suavidad —por no decir con brusquedad— pero los dos, mi
Sperber-Junior y yo, estamos a salvo.
Creo que me quedé sentada en mi cabina un largo rato, hasta que un
vocerío de soldados italianos me despertó de mi sueño. Congelada como
estaba, no pude pronunciar palabra, alguna y menos salir de la cabina con
propia fuerza. Los italianos me bajaron del avión y a éste lo llevaron sobre
sus hombros al cuartel, a la vez que gritaban jubilosamente por el triunfo.
Pasaron semanas. Hacía tiempo que había regresado a Darmstadt y
reiniciado mis trabajos de investigación. Pero todas las mañanas entraba
sigilosamente al galpón para acariciar a mi amado Sperber-Junior."¿Te
acuerdas querido...?" Era mi mejor amigo, aquel que junto conmigo había
vivido una aventura que nadie había conocido: ¡había llevado a un ser
humano sobre los Alpes!
Capítulo 18 Udet me destina a la estación de pruebas
para vuelos en Rechlin.

Pasaron los días y las semanas. Los ensayos con las aletas-freno
habían terminado y la pequeña fiesta en homenaje a mi designación como
capitana olvidada.
Empezamos con nuevos planes y pruebas. Por sugerencia de Udet, la
industria aerotécnica había comenzado en el ínterin a aplicar las aletas-freno
también en las máquinas militares. La localidad donde se llevaban a cabo los
ensayos era Rechlin. Fue en septiembre de 1937 cuando Udet me consignó
para allá. Tenía que efectuarlos con las nuevas máquinas provistas con estos
accesorios. Con esto comenzaron mis primeros pasos en terreno militar. No
se me ocurrió pensar que empezaría aquí una nueva etapa de mi vida, que me
llevaría cada día más a la aeronáutica militar.
Hasta entonces no había tenido nunca oportunidad de probar aviones
militares, pero ahora en Rechlin logré pilotear los más diversos modelos de
aviones: los Stukas, los aviones de bombardeo, los cazas, y los demás
existentes en aquella época. No habría sido aviadora de cuerpo y alma para
no considerar esta misión como un nuevo desafío profesional. Y más, me
tocó una tarea que en principio y fundamentalmente estaba reservada para el
sexo masculino; aun cuando revestía carácter militar para mí era un servicio
patriótico, cuyo peso y responsabilidad me valían más que las
condecoraciones, los títulos y los honores.
En Rechlin sin embargo, tuve que hacer la experiencia de que no
todos veían mi actividad como la interpretaba yo. Mi designación no sólo
causó sorpresa, sino en muchos hasta desagrado. Cuando durante una mañana
fresca de aquel mes de septiembre aterricé en el aeroparque de Rechlin, entre
la gente que me recibía estaba, entre otros, Karl Franke, el mejor piloto de
pruebas de Alemania, a quien había conocido en Zúrich durante un encuentro
internacional de aviación, en agosto del mismo año. Me dio una amistosa y
sincera bienvenida. En esos momentos no le presté atención a la postura
reservada de otros pero después, durante los diarios vuelos, comencé a notar
la resistencia masculina contra mi "intromisión", resistencia que era
reconocible hasta en las pequeñas cosas. ¿Qué tenía que hacer una mujer
aquí? Para ellos una mujer no servía para cuestiones militares.
Veo todavía hoy bien claramente el aeroparque de Rechlin, dónde al
final me afinqué durante varias semanas. Era distinto al cuadro que
representaba Darmstadt-Griesheim. Allá podían verse estacionadas a dos o
tres grandes máquinas al lado de otras frágiles como golondrinas o como
nubes blancas suspendidas en el aire. Aquí en Rechlin no se hacían tales
comparaciones, aquí se veían los Stukas, los aviones de bombardeo y otros
tipos de máquinas militares, todas ellas reflejando una seriedad callada y
amenazante. Posiblemente yo lo sentía más fuerte que lo que lo podría
apreciar un hombre. Y ahí estaban también los rápidos cazas. Me parecían
como flechas que apuntan algo. A todo esto, el ruido en el aeroparque, el
estruendo de las máquinas que despegaban y el silbido cuando bajaban y se
deslizaban sobre las pistas.
Alemania comenzaba a armarse, lo veíamos, así como lo veía
también el mundo, solo que nosotros lo observábamos con ojos distintos.
¿Guerra? Nosotros jóvenes no queríamos guerra, queríamos paz. Pero eso sí,
una paz justa que nos permitiera vivir dignamente. El pueblo entero la quería,
por más que el mundo de hoy no lo crea. Un pueblo rodeado en todos sus
límites por otras naciones, dentro de una extensión territorial limitada que,
después de haber sufrido años de pobreza e inseguridad, había vuelto a ver
pan y que después de haber logrado un resurgimiento social justo y general,
sabía que en el mundo siempre el débil es el más amenazado y porque creía
tener tanto derecho a seguridad como los demás, no veía en su
fortalecimiento militar otra cosa que garantizar una paz duradera. ¿Qué otro
país del mundo no habría sentido el mismo justificado orgullo? Así vi
también yo las cosas, sin imaginarme ni remotamente la tragedia que se iba
incubando. "Si quieres la paz, prepárate para la guerra". Y así aprecié yo lo
que estaba viviendo ahora, sin pensar en aquellas palabras de los romanos:
los Stukas, los aviones de bombardeo, los cazas, todos ellos guardianes ante
el portón de la paz. Y así los volé yo, siempre teniendo en mente que con mi
cuidado y confianza ayudaba a quienes después de mí estarían sentados en
cabinas similares y que cada uno de ellos por su parte aportaría a la defensa
de esa amada tierra que tenía bajo mí: campos labrados, huertas prolijas,
montañas y montes cubiertos de bosques y riachos cristalinos abriéndose
sinuosos caminos. Una tierra como seguramente las había muchas otras,
quizás más grandes y espléndidas, pero que para mí era única, porque era mi
patria. ¿Acaso no valía la pena volar por ella?
Mientras tanto en Rechlin se iban acostumbrando con la presencia
una mujer incluso aquellos para quienes la presencia de una "arpía" en el
aeródromo era un horror. El trabajo imparcial y objetivo al final triunfósobre
los prejuicios personales y los resentimientos masculinos. De ahí que cuando
tuve que regresar a Darmstadt, al Instituto para Investigación de la
Aeronavegación, el contacto con Rechlin siguió existiendo. Recién durante la
guerra tuve que volver a Rechlin para otros ensayos más grandes.
Capítulo 19 Mis vuelos con el helicóptero "Focke"

Quien estuvo en Berlín en febrero de 1938 veía ya desde lejos en las


columnas Litfassäulen la palabra KISUAHELI, impresa con letras
sobredimensionales y llamativos colores.
Tanto el sonido exótico de la palabra como sus exóticos colores, por
supuesto atraían al público. Se paraban delante de las columnas, las Ieía y
comprendía: "Deutschlandhalle (Pabellón Alemán), Kisuaheli. Mit
dreihundert Stundenkilometer durch die Tropen!" (Con 300 Km./ hora por el
trópico).
Cada vez que yo lo leía me daba un sacudón: porque también mi
nombre figuraba en el cartel y era parte de aquella colorida población que se
anunciaba allí entre jóvenes danzantes, faquires y payasos, entre negros y
blancos. Así lo leía la gente y así se le formaba a ella un singular cuadro
cuando compraba las entradas. Último número: "Hanna Reitsch vuela un
helicóptero".
Más de uno de mis amigos aviadores me reprocharon enojados ese
aviso; eran de la opinión que no sólo frente a mis padres y mis hermanos
tendría yo la obligación de cuidar mi buen renombre, sino también frente a
mi posición como aviadora y capitán y no prestarme para un vulgar y barato
espectáculo. Pero precisamente lo que ellos mismos de mí esperaban era el
motivo por el cual mi nombre apareciera en aquel ominoso cartel. Lo que a la
vista parecía ser puro exhibicionismo, tuvo su origen en los intereses más
serios que un aviador pueda mostrar en el desarrollo de la aviación en
general. Porque con el vuelo del helicóptero dentro de un pabellón cerrado y
ante un público internacional, se demostraría por primera vez al mundo
entero que fue Alemania la que había encontrado el problema del helicóptero.
La idea la tuvo Udet. Yo entendí que se trataba de un deber mostrarle
al mundo el avance de la técnica alemana y por eso di mi consentimiento de
volar la máquina dentro de aquel pabellón. Bajo ese aspecto, también mis
padres me dieron su beneplácito. Seguramente también a ellos no les habrá
caído bien ver mi nombre en el cuadernillo-programa, junto a fotos de chicas
bailando, palmeras y negros. Mi madre, estoy convencida, habrá encontrado
las palabras adecuadas. Después de todo, siempre compartió con mi padre la
convicción de que cada ser humano debe servirle a su patria en libertad y a su
modo. Con esa filosofía fuimos educados nosotros tres y de acuerdo a esos
principios actuaron mis padres también, cuando se trató de darme su
consentimiento de que durante tres semanas yo le mostrara a los miles de
espectadores, después del colorido festín de acróbatas, bailes y payasadas, el
milagroso invento alemán.
Volar fue siempre y desde tiempos inmemorables una añoranza
humana. Igualmente nos asombra hoy que ya hace siglos el problema
helicóptero tuvo actualidad. Lo demuestran los dibujos de Leonardo da Vinci
de alrededor del año 1500. Nos demuestran que no sólo la aviación en sí le
interesaba, sino también el despegue vertical de arte-factos manejables, su
quietud en el aire, su capacidad de volar tanto para adelante como para atrás.
Durante siglos la idea siguió existiendo, pero nunca llegó a ser más que un
sueño, o cuando mucho, pensamientos, teorías y planes. Recién en 1937, el
profesor Focke, radicado en la ciudad portuaria de Bremen, encontró una
solución practicable. Utilizó el fuselaje de un avión viejo para materializar su
idea. Le quitó las alas y las reemplazó por dos rotores accionados por un solo
motor. Las hojas de los rotores cambiaban mediante levas sus posiciones de
inclinación mientras giraban. Así el artefacto podía elevarse verticalmente,
quedarse parado en el aire, y moverse para adelante o para atrás.
Los primeros ensayos efectuados por su piloto Rohlf resultaron
satisfactorios. Inicialmente se mantuvo silencio absoluto, pero en círculos
allegados la novedad cursaba de boca en boca. El invento fue un verdadero
milagro para todos los aviadores. Parecía increíble que para volar ya no se
necesitaría más tener "velocidad". Después de todo, "velocidad" era
condición fundamental para no caer a tierra.
Lo vi a Udet nervioso como nunca lo había visto anteriormente dado
que, como Director del Departamento Técnico del Ministerio de Aeronáutica
naturalmente tenía el mayor interés por todo nuevo desarrollo aerodinámico.
Hoy en día, cuando los helicópteros son considerados como lo más
común para toda clase de usos, ya sea para transportar gente, carga o correo,
y cuando los hay existentes en múltiples tamaños, estructuras y modelos, uno
difícilmente puede imaginarse lo sensacional que significó el invento en su
momento. Fue como un cuento de las "Mil y una Noches". Nosotros los
aviadores, pensamos en los pájaros. ¿Cuál de ellos es capaz de quedarse
quieto en el aire? Entre la infinidad que pueblan el cielo creo que son muy
pocos: la alondra por ejemplo, o la libélula, el colibrí... Pero siguen siendo
excepciones e imitarlos casi nos parecía una afrenta contra la naturaleza, algo
tan imposible como un aparato le movimiento perpetuo.
Rohlfs, el piloto de Focke, había ensayado el primer helicóptero. Para
presentarlo públicamente el profesor Focke lo llamó a Karl Franke en
Rechlin. Como yo en ese momento me encontraba allá, Franke me sugirió
llevarlo a Bremen con un Do 17, una moderna máquina militar, de la cual él
sabía que yo la volaba con especial gusto.
Por supuesto acepté enseguida y con alegría. A mí no solamente me
tentaba el vuelo a Bremen en sí, sino especialmente la curiosidad por conocer
a este novedoso artefacto cuyas cualidades representaban para todo aviador
realmente algo sensacional. Ni remotamente me imaginé que nuevamente una
feliz coincidencia, como tantas veces en mi vida, iba a intervenir en mi
destino. Se dio el caso de que el profesor Focke creyó que yo había venido
para probar su novedoso helicóptero y con esa idea nos dio a ambos la
bienvenida. Yo me sentí totalmente confundida de alegría y Franke fue lo
suficientemente discreto como para dejar la situación tal como se había
presentado.
Con el propósito de prepararme para un vuelo en helicóptero me
remití a mi viejo y eficaz método de familiarizarme intelectualmente con los
datos técnicos estudiando minuciosamente planos y dibujos existentes.
Comprendí pronto que aquí se abría un terreno totalmente nuevo para todo
aviador y esto en escala mucho mayor de lo que podría haberme imaginado.
Esto era válido tanto para lo referente a la construcción como para su
manipuleo. El aviador que subía por primera vez en un helicóptero debía
dejar atrás todo lo que hasta ahí se le había incrustado en carne y hueso. Con
gran expectativa enfrenté nuestro primer vuelo.
Todo avión es abultado en sus medidas, pero igualmente agrada al
ojo con sus modernas y elegantes formas. El helicóptero sin embargo, con sus
parras que semejan un esqueleto y sus quince metros de anchura, se parece
más a un pájaro antediluviano que a un avión.
Franke voló primero. El helicóptero fue atado al suelo con una soga
de unos pocos metros, de modo que no podía moverse más allá del radio que
la soga se lo permitía. De esta manera se reducía a un mínimo cualquier
eventual peligro. A mí personalmente ese método no me convencía porque no
le dejaba al piloto márgenes para tantear las posibilidades de vuelo. No
obstante me invadió una profunda excitación, porque ver a un avión elevarse
verticalmente del suelo, observar cómo se movía para atrás y para los
costados y hasta quedarse inmóvil en el aire era, teniendo en cuenta los
conocimientos técnicos de aquella época, tan increíble que su realidad debía
parecer, a un aviador, como una revelación apocalíptica. Aquí se abría
verdaderamente una nueva ventana para la aviación.
Después de Franke volé yo. Jamás podré olvidar este primer vuelo en
helicóptero que en realidad no fue más que una tímida prueba. A pedido mío
fue desprendida la soga y la máquina colocada en el centro de un círculo
grande pintado sobre el suelo. Cuando subí a ella yo sabía que mis
acostumbrados movimientos de manos y pies no harían reaccionar al avión de
la misma manera como lo conocía hasta ahora.
La máquina era totalmente abierta, no tenía cabina alguna. Cuando
miraba afuera veía las dos ruedas. Las mantenía en vista para poder corregir
el más pequeño traspaso del círculo marcado en el suelo. Con cuidado aceleré
la velocidad de los dos rotores y a la vez presté máxima atención de mantener
el bastón de mando en su posición normal para evitar cualquier movimiento
lateral. Poco a poco fui acelerando. ¡Para mí fue como un milagro! La
máquina verdaderamente comenzó a elevarme verticalmente del suelo como
si fuera levantada por una soga. Pronto alcancé los diez metros de altura,
luego los veinte, y siempre justo por encima del centro del círculo pintado.
Cuanto más aceleraba, tanto más subía el avión. Veía tanto al profesor Franke
como a los constructores que miraban con tensas expectativas desde abajo,
achicarse cada vez más. Ya había alcanzado cincuenta metros de altura, luego
ochenta, cien metros, siempre exactamente sobre el plinto inicial. ¡Era de no
creer! La experiencia me tenía como embriagada. Empecé ahora a mover con
suavidad el bastón de mando para atrás. La máquina reaccionó disminuyendo
su velocidad de elevación, hasta que en cierto momento quedó inmóvil en el
aire. ¡También esto era algo increíble!
Si miraba hacia arriba, veía el confuso esqueleto de su construcción,
y mirando hacia abajo, las ruedas y el suelo. Tenía que pensar en la alondra,
ese pequeño pájaro que se mantiene inmóvil en el aire sobre campos, huertas
y bosques. Su más profundo secreto, ahora el humano se lo había descubierto.
Fue el antiguo sueño que no lo dejó tranquilo hasta lograr imitar a esa
pequeña ave: subir verticalmente al encuentro del cielo y quedar pendiente en
su camino sin moverse más. Respiro hondamente y vuelvo a mover el bastón
de mando y la varilla del gas. Adelanto, retrocedo, me muevo a un costado y
luego al otro, regreso al punto inicial y finalmente bajo verticalmente justo al
centro del círculo desde donde había iniciado el experimento, que para mí fue
una aventura.
Fue Franke quien primero me dio la mano y me felicitó por el vuelo.
Con risueña franqueza me dijo: "Hanna, contigo no voy más a hacer pruebas.
Me dañas mi buena reputación". Ambos empezamos luego a volar
alternativamente aprendiendo mutuamente así cada vez más las desconocidas
posibilidades de vuelo del helicóptero.
Más tarde me encargaron volar la máquina a Berlín-Staaken. Allí
sería presentada a una delegación de generales de las tres Fuerzas Armadas.
El vuelo se realizó en tres etapas, de las que cada una resultaría representar
un nuevo récord mundial del helicóptero.
Pocas semanas después el renombrado aviador norteamericano
Charles Lindbergh visitó Alemania. Me tocó a mí presentarle a Lindbergh el
helicóptero en Bremen, para lo cual me había elaborado un atractivo
programa. Lindbergh, cuyo modo de ser natural y sencillo le hacía ganar los
corazones de todo el mundo, se quedó tan impresionado por el helicóptero
que lo calificó como la experiencia aérea más extraordinaria de su vida. Sus
palabras nos llenaron de orgullo.
Mientras tanto, el Ministerio de Aeronáutica había fijado el día de la
presentación. Los rumores respecto de ese raro pájaro con todas esas
increíbles cualidades, lógicamente ya habían cursado por todos lados, y
consecuentemente la curiosidad por conocerlo, munida de gran escepticismo,
fue grande. Inesperadamente, el helicóptero encontró un antípoda en alguien,
de quien menos se lo podría haber esperado: Udet. Fue algo tanto más raro,
por cuanto fue él quien mayor interés había demostrado en su desarrollo, e
incluso había organizado su presentación ante Lindbergh, como ahora
también en Berlín-Staaken. Igualmente, el helicóptero como tal le fue
siempre algo extraño, al punto que nunca lo voló. Sin embargo reconocía su
gran importancia, por lo que también fomentaba su perfeccionamiento y
popularidad. Pero para volar siempre prefirió utilizar la avioneta Fieseler
Storch.
En agosto de 1937, Udet presentó ese avión en un encuentro
aeronáutico internacional en Zúrich. Udet no sólo fue un extraordinario
aviador sino también un irrefrenable emprendedor. Tenía además esa
simpática cualidad que hace aparecer al hombre en ciertas ocasiones como a
un chico grande. El día de la presentación en Berlín-Staaken, Udet decidió
volar también su preferido Fieseler Storch como en silenciosa competencia
del helicóptero. Pero ese día reinó fuerte niebla, apenas se podían ver a
cincuenta metros. Con ese tiempo era imposible despegar y aterrizar un
avión, por más cortas que fueran las distancias. Pero yo con el helicóptero no
dependía de ellas y por lo tanto no tenía motivos de cancelar la demostración.
Hice conocer mi decisión. Entonces mi querido amigo Udet dio a conocer
también la suya: ¡de presentar su Iiviana máquina a pesar de niebla y
reducida vista! Detrás del brillante uniforme se escondía la terquedad del
niño grande.
Ambos subimos a nuestras máquinas. El Fieseler Storch inició el
programa. Udet arrancó, apretó el acelerador, rodó con su máquina un corto
trecho y se elevó, directamente en dirección del edificio administrativo
ubicado a unos ochenta metros de nuestro puesto. Todos retuvimos
instintivamente la respiración y por segundos cerramos los ojos. ¿Se
estrellaría Udet con su Fieseler contra el edificio? Creo que ya todos oíamos
anticipadamente el estruendo del inevitable choque... pero no, silencio.
Tímidamente comenzarnos a abrir los ojos, y vimos... nada. Sólo los oídos
escuchaban el ruido del motor que iba disminuyendo a medida que se alejaba.
Suspirarnos aliviados; ¡Udet, ese magistral aviador, debe haber subido su
máquina casi escalando verticalmente la pared del edificio! Pero nadie lo
pudo ver, la niebla lo había tragado.
A continuación me tocó el turno a mí. El helicóptero me facilitó el
trabajo. A cinco metros del suelo lo hice quedar quieto, para que todos lo
pudieran observar, volé luego cerca del público, bajé un poquito a modo de
saludo, volví a subir y quedarme después suspendida sobre sus cabezas.
Quien ahora me quería ver tenía que sostener su sombrero. Me separé unos
metros y comencé a demostrar todas las piruetas que este singular pájaro
podía hacer. Finalmente lo hice pisar nuevamente tierra, sin antes haberlo
suspendido unos segundos con cada metro que bajaba.
El entusiasmo del público fue grande. Udet, quien entretanto había
vuelto a través de la espesa niebla, compartió sin reservas el entusiasmo; era
una de esas generosas personalidades que saben elogiar sinceramente, aun
cuando el reconocimiento contrariase sus propios intereses. El acto y la
presencia de los tres jefes supremos de las Fuerzas Armadas fueron
aprovechadas para entregarme corno primera mujer la condecoración militar
de aviadora de máquinas militares, en mérito a los múltiples ensayos que
había realizado hasta ese momento. Fue Udet quien tuvo entonces la idea de
presentar masivamente el helicóptero al público dentro del pabellón
"Deutschlandhalle". El marco para aquellas exhibiciones lo formaba la Feria
Internacional del Automóvil que se realizaba todos los años en Berlín y que
atraía mucha gente del exterior. Durante esas Semanas de Feria, en el
pabellón siempre se presentaban toda clase de revistas, y este año se incluiría
entonces también la presentación del novedoso helicóptero.
La idea de Udet nació en relación con el razonamiento de que para la
historia aeronáutica alemana era importante que el mundo se enterara de que
fue en Alemania donde se había encontrado la solución al viejo problema del
vuelo vertical, y esto tanto más por cuanto muchas publicaciones extranjeras
trataban de desvirtuar los informes que cursaban respecto del invento.
Como primer paso yo debía comprobar si en principio sería posible
volar sin peligro una máquina dentro de un ambiente cerrado. Después de que
las pruebas demostraron su factibilidad se decidió que, coma una atracción
especial, fuera yo la que volara la primera noche. De ahí en más, es decir
durante las próximas tres semanas, sería entonces otro piloto.
Ya los primeros vuelos demostraron que el plan de Udet era
realizable. Mi propio principio fue desde un comienzo volar tan alto como lo
permitiera el edificio. Naturalmente el éxito frente al público dependía si la
altura del pabellón sería lo suficiente como para que inclueso aquellos que
ocupaban las últimas filas pudieran ver al helicóptero por encima de ellos.
Caso contrario, el decir, si el aparato se mantenía por debajo de sus ojos,
podría causar en escépticos la impresión que se quedaba en el suelo.
Mi compañero opinaba que esa manera de volar era demasiado
peligrosa, por lo cual la rechazó. Aconsejaba no subir más que unos metros.
Mi propio razonamiento me decía sin embargo lo siguiente: Si la máquina no
podía garantizar seguridad absoluta, entonces no era de responsabilizar
presentarla bajo ninguna forma, fuera a baja o alta altura. La seguridad
técnica del helicóptero era cuestión de los constructores. La parte mía era el
vuelo en sí y en eso no tenía duda alguna, de modo que la altura no tenía
importancia, si baja o alta.
Después de unos días de entrenamiento fuimos sorprendidos un
domingo por la mañana por la visita de la Generalidad de la Fuerza Aérea,
junto con sus familiares. Tomaron asiento en el primer rango para presenciar
nuestros ensayos. Mi socio voló primero y los espectadores quedaron
entusiasmados por lo que veían. Pero como no quería apartarse de su
principio de no subir más que unos pocos metros, la máquina se mantenía
siempre en la zona del torbellino reflejado desde el suelo, es decir unos cinco
a seis metros. Consecuentemente, el avión se balanceaba a uno y otro lado, y
despertaba con eso algo de temos.
Después volé yo y luego nuevamente mi compañero, cada uno a su
manera. Pero apenas se había elevado él con su máquina, cuando me pareció
haber escuchado un leve ruido metálico. En el próximo inmediato momento,
se vino abajo el helicóptero con estruendo y con motor su motor aún en
marcha. Yo me tiré al suelo mientras las astillas de los rotores volaban por el
aire. Segundos después, sepulcral silencio. Pero entonces se desató un
desordenado movimiento entre la aterrada visita. Saltó de sus asientos,
comenzó a llamar a gritos por bomberos porque de la máquina salían nubes
de humo. Yo, por otra parte, me sentí aliviada al ver salir ileso de la máquina
al piloto.
EI análisis posterior de la causa del accidente dio por resultado que la
junta de un cardán se había roto por falla del material, algo en extrema raro y
desconocido. No había motivos de anular la presentación del helicóptero. Por
eso también se mantuvo oficialmente silencio sobre el accidente. Después de
ese incidente Goering dispuso que la presentación del nuevo avión dentro del
Pabellón Alemán sólo podría ser llevada a cabo si yo me hacía cargo de su
manejo durante las tres semanas enteras. Las sugerencias para esa orden le
habían llegado de peritos que opinaban que yo sería la persona que mejor
dominaba la máquina.
Admito que la noticia me asustó. Es cierto que volar fue siempre mi
vida, que era parte de mi naturaleza, pero precisamente eso presuponía
seriedad, objetividad y total dedicación. ¿Y ahora todo aquello que me era
sagrado sería rebajado por un programa meramente de revista, frívolo, y
dedicado a un público sensacionalista?
En mi imaginación veía a todos mis conocidos levantarse contra mí:
mis adversarios, que ahora sonreirían con burla, vaticinando mi pronta
aparición en otras revistas mundanas; mis camaradas de la aviación, para
quienes mi actuación sería totalmente incompresible; mis amigos, a quienes
les leía en sus rostros el sincero horror. Pero sobre todo, mis padres. En
cuanto se habían enterado del asunto me llamaron ante sí. Contrariamente a
lo esperado mostraron comprensión que, si bien mi nombre y mi buena
reputación corrían peligro de vulgarizarse, en este vaso estaban al servicio de
la fama de Alemania en el mundo entero por el nuevo invento. Conocía muy
bien a mi madre, para no saber que mi presentación en el Dentschlandhalle
dentro de un marco trivial, no le agradaba para nada, y que nunca se
sobrepondría al hecho, pero así como su razonamiento siempre trató de
superar sus sentimientos, así en este caso.
El asunto que debía hacer yo en el Pabellón Alemán estaría al
servicio de nuestro país y por el momento no había otra persona que lo podría
realizar. Con eso, la cuestión había quedado resuelta. Mis padres amaban
Alemania con la intensidad de seres humanos que, si bien frente al mundo
generosos respecto de sus credos e ideales encuentran en sus patrias el espejo
de sus propios corazones, igual como por naturaleza lo sienten los hijos frente
a sus padres. El servicio a esa patria era para ellos por lo tanto una obligación
tan importante que ocupaba el primer puesto en sus consideraciones.
Para mí fue esencial conocer sus pensamientos. ¡Cuánto más fácil era
ahora para mí apreciar el valor de mi conformidad para el espectáculo y
enfrentar los reproches escondidos o abiertos, e incluso sobrellevar mis
propias dudas!
En el ínterin había llegado de Bremen la segunda máquina que Udet
había encargado. Tenía que ser montada ahora dentro del pabellón, porque
sus alas eran más anchas que el portón de entrada. El cuadro que se
presentaba adentro era realmente colorido: junto con los técnicos y
científicos, quienes con sus reglas de cálculos y escuadras estaban parados
sobre escaleras juntos con los mecánicos controlando los ángulos de los
rotores, pululaban toda clase de personas dentro del recinto, como solamente
yo lo conocía a través de libros y revistas ilustradas. Hombres delgados con
musculosos brazos se entrenaban en barras y sogas; chicas ligeramente
vestidas bailaban sobre el escenario con temperamento y precisión; un payaso
haciendo piruetas y saltos mortales en pasillos y otros lugares libres; y luego
también los negros: ¿Cuándo antes de 1945 se tuvo en Alemania oportunidad
de ver a personas de color? Estaban sentados preferentemente alrededor del
helicóptero y leían diarios alemanes o nos observaban en nuestros trabajos.
En su mayoría habían nacido durante giras por el mundo y conocían de las
selvas africanas menos que yo. ¡Qué desilusión!
Los trabajos en el helicóptero llegaban a su fin y el día de la
inauguración del KISUAHELI se acercaba. De pronto todo en el pabellón
cambió. La gente que iba de un lado a otro, los artistas y las bailarinas, y los
mismos payasos, ya no eran los mismos como lo fueron el día anterior.
Tampoco yo era la misma de ayer. A todos nos invadía un nerviosismo difícil
de describir. Con toda energía trataba de librarme de ese inquietante estado
espiritual y concentrarme en mi próxima labor. Por momentos no fue fácil,
porque por más que trataba de aislarme de mi entorno el continuo contacto
con él era inevitable.
Ahí estaban en las calles también esas columnas Litfass imposibles
de esquivar, aun cuando trataba de no verlas cuando pasaba ante ellas
rápidamente, con mi auto, camino al hotel. Ahí estaban también mis
camaradas de la aviación y demás amigos a quienes tenía que dar
explicaciones a sus insistentes preguntas y mi hermano, oficial de marina,
que me imploraba no participar de ese espectáculo. A todo eso el ensayo
escénico del saludo alemán con el que debía despedirme del público después
de cada exhibición, una ceremonia que debía efectuarse ante el general Udet.
Supe entonces que había cosas más difíciles para aprender que volar un
helicóptero dentro de un ambiente cerrado y me costó más de un desfile ante
Udet, cómodamente sentado allí en un sillón con in falible cigarro en la mano
o en la boca, antes de que lo hiciera a su satisfacción.
Ahí estaba yo sentada ahora al lado de Udet en el palco del
Deutschlandhalle, presenciando la primera parte de las exhibiciones
inaugurales. Mi propia actuación sería la última, no antes de las once y media
de la noche. Fumar dentro del pabellón estaba terminantemente prohibido
pero Udet, nervioso como nunca lo había visto antes, apagaba un cigarrillo
tras el otro y volvía a preguntarme continuamente cómo me sentía. No podía
comprender que yo no sintiera para nada alguna luz de nerviosismo. Yo
conocía bien la importancia de mi deber, tenía perfecta conciencia de la
responsabilidad que había cargado, de modo que lo único que podía hacer era
pedirle al destino pie las cosas salieran bien. Pero al lado de Udet,
indefectiblemente también yo comenzaría a ponerme nerviosa; la fiebre que
lo había invadido contagiaría a cualquier persona sensible. Por eso aproveché
la primera pausa para escabullirme del palco y seguir viendo el espectáculo
desde otro lugar. Hasta que llegó el momento en que tuve que prepararme
para mi propia actuación.
El trasfondo del programa —y así era también publicitado— tenía el
propósito de difundir la idea del colonialismo, tema que había ganado fuerza
durante los últimos años. Mi propia actuación se había intercalado con
habilidad para tal fin. El marco dentro del cual se desarrollaba todo le sugería
al público la ilusión de un paisaje africano con palmeras, villas de aborígenes
negros, y toda clase de pequeñeces adicionales.
El helicóptero estaba bien guardado dentro de una carpa de
aborígenes, escondido todavía ante la vista del público. Para su diaria
presentación nocturna se había ideado un procedimiento muy especial.
Después del último número de la revista se apagaban todas las luces por unos
segundos. Potentes rayos de luz enfocaban entonces la carpa donde estaba
escondido el helicóptero. Lentamente se la abría para dejar ir viendo de a
poco a ese raro esqueleto. Hombres en mamelucos blancos como la nieve lo
empujaban luego al centro de la arena. En el pabellón reinaba entonces por lo
general absoluto silencio, que me parecía más que simple curiosidad. Sobre el
casco plateado del avión podía leerse la palabra "Deutschland", escrita con
sencillas pero lindas letras. Cuando subí a la máquina por primera vez el día
de la inauguración, mis ojos también la leyeron, y mi corazón saludó a mi
país. Mientras la máquina era empujada a su lugar de despegue, por
altoparlantes se daban informaciones introductorias sobre su historia y
detalles técnicos. Al final se le requería al público quitarse los sombreros u
otros objetos factibles de ser llevados por viento que producían los rotores del
avión, tanto en beneficio propio como para seguridad de la misma máquina.
Para mí la presencia de los miles de espectadores sentados en la platea y en
las galerías, casi todos sosteniendo fuertemente algo en sus manos conforme
a la recomendación pasada por los altoparlantes, y observándome con
curiosidad cuando me levantaba del suelo, donde me sentaba en espera de mi
máquina, tenía algo de gracioso; no sé por qué, pero así lo sentí.
Ya durante mi primera actuación noté algo raro en la máquina. No
tenía la misma fuerza como había tenido durante los ensayos de las semanas
y días anteriores. No me lo podía explicar, al menos esa primera noche.
Debía existir algún factor que le impedía desenvolver toda su capacidad.
Recién al día siguiente, durante mi segundo vuelo, al pasar lo mismo se me
ocurrió un motivo, rechazado al comienzo por los técnicos pero reconocido
más adelante como cierto, que era la presencia del numeroso público que
consumía mucho oxígeno, que al motor de la máquina ahora le faltaba. Pedí
entonces que antes de nuestra actuación se abrieran todas las puertas del
recinto lo cual, comprensiblemente, llevó a protestas por parte del público por
la corriente de aire fresco que causó malestar. Pero igualmente tenía que
insistir en la medida: el helicóptero necesitaba suficientes reservas de fuerza
para contrarrestar los torbellinos pasivos que, si bien moderados, se formaban
siempre durante el vuelo. Tal como lo había esperado, el rendimiento mejoró
sensiblemente. Al principio el público siguió el espectáculo con gran interés,
pero ya después de poco tiempo se enfrió visiblemente el entusiasmo y
cuando al final aterricé, el aplauso fue bastante escaso. Mis queridos
berlineses se mostraron desilusionados: a sus criterios, yo les había quedado
debiendo lo sensacional que prometiera el programa. ¡Con 300 Km./ hora por
las selvas tropicales! Eso era lo que esperaban. Pero lo que le vieron no era
más que un esqueleto un poco revestido que se levantaba lentamente del
suelo, se quedaba luego quieto en el aire, volaba después un poco para
adelante, para atrás y para ambos lados, siempre moviéndose despacio como
en un acto festivo. Para ellos, sin embargo, lo mostrado fue aburrido y poco
interesante. Y para colmo, al final un aterrizaje suave y tranquilo.
"¿Esto es todo? ¿Dónde están los 300 Km/hora? ¡Esto lo hace
cualquiera! ¡Que nos demuestre esta mujer lo que puede hacer!" Mis
ciudadanos rezongaron. Y hubo otro que había quedado desilusionado:
¡Udet! Mi amigo había contado con un entusiástico aplauso. A hora tenía que
constatar que había sobreestimado por lejos la comprensión técnica de la
gente.
A mí personalmente aquella primera presentación del helicóptero no
me afectó la falta de entusiasmo entre el público; lo único que deseaba
después de que poco a poco se relajaban mis nervios por los múltiples
preparativos, era llegar pronto al hotel y estar sola. El relativo silencio
después del vuelo, del que en realidad recién más tarde me di cuenta, podría
haber sido también una reacción de emoción, así como yo misma sólo sentí
agradecimiento por el desenlace sin tropiezos de la presentación. Igualmente
no logré desprenderme totalmente de una cierta vergüenza si pensaba en el
marco dentro del cual se hacía la presentación del nuevo tipo de avión. Había
necesitado años para ganarme como mujer un reconocimiento serio en los
terrenos de la aviación y de la técnica, que incluso habían culminado con mi
designación como Capitán de la Aviación. Esto aquí, sin embargo, debía
parecer para el desentendido como un medio barato de propaganda y sed de
popularidad. Y yo no podía hacer otra cosa que callar.
La noche después de esta primera presentación pasó y un nuevo día
amaneció. Udet puso su coche particular a mi disposición durante las tres
semanas que duraría el espectáculo, para que me pudiera moverme libre e
independiente sin depender de nadie. Durante el día me quedaba
generalmente en el hotel. Pero era inevitable que de vez en cuando tenía que
hacer alguna diligencia. Lo primero que hice durante el primer día fue ir a
una peluquería cercana al hotel. La empleada detrás del mostrador me miró
atentamente mientras le expresaba mis deseos.
-Señorita, -me dijo entonces con tono amistoso y benévolo-, a usted
la conozco. ¿No fue acaso la que manejó anoche en el Deutschlandhalle ese
raro aparato?
Tenía razón, ¡cuánto me habría gustado poseer y poder usar una
máscara en esos días! Por donde estaba y andaba gente totalmente
desconocida me paraba y me hablaba. Cierta vez me retuvo una mujer de
aspecto algo dudoso y tomándome fuertemente del brazo me digo
enérgicamente: "Tu eres Hanna Reitsch. Tu y yo somos colegas". La miré sin
poder ubicarla.
—Yo también actúo en el Deutschlandhalle, -siguió diciendo-, allí te
vi. Lo que haces ahí con ese pájaro-mosquito lo hice yo a los tres años de
edad con mi bicicleta sobre una soga. Ahora soy acróbata de sogas entre
torres.
Por poco pierdo el control sobre mí, pero mi "colega" aún no había
terminado.
—¿Conoce a la Machowskan, esa que se presenta un número anterior
al suyo?. Pensé concentrada y le contesté, quizás algo anticipadamente:
— ¿No es esa mujer-faquir?
— Sí, sí, es mi prima.
Las presentaciones continuaron diariamente y el sincero entusiasmo,
hasta diría conmoción, entre aquellos que técnicamente entendían algo como
para poder apreciar la importancia del helicóptero y las dificultades de estos
vuelos, fueron imponiéndose durante las próximas semanas. También las
reacciones en el mundo entero, donde los periódicos difundían en grandes
letras sobre aquel sensacional invento, crecían constantemente. De esta
manera las presentaciones del novedoso nuevo avión cumplía con su
objetivo: el reconocimiento del espíritu alemán y su capacidad técnica.
Los vuelos en el Deutschlandhalle fueron el histórico reconocimiento
de la primicia del genio alemán en este terreno. Pero igualmente hubo críticos
y adversarios. Un diario holandés por ejemplo, le desconocía toda
importancia al invento. Incluso afirmaba que el supuesto vuelo del avión no
tuvo lugar en absoluto, sino que estaba colgado de una soga, invisible para el
público desde abajo. Recién con un telescopio pudo ser descubierto el fraude.
Todo ese espectáculo no habría sido otra cosa que una treta alemana.
Cuan profunda había sido internacionalmente la impresión que
causaron aquellos días en el Deutschlandhalle, yo lo descubrí muchos años
después por casualidad, cuando en 1945 tuve en mis manos una revista
militar norteamericana y, ojeándola sin mayor interés, tropecé con mi
nombre. Por supuesto eso despertó mi curiosidad. El artículo se refería a los
vuelos en el Deutschlandhalle como inicio de una constante evolución del
helicóptero, esencialmente en los EEUU. Y mientras leía con interés lo que se
escribía allí, tuve un pensamiento para Udet, a quien Alemania le debe esto y
muchas otras cosas más.
Capítulo 20 En representación de Udet en los Air Races
(USA)

En agosto de 1938 Udet debía tomar parte en las competencias aéreas


llamadas Air Races, en Cleveland (Ohio). Como estaba imposibilitado de
participar, pidió a sus amigos norteamericanos que me invitaran a mí en
representación suya. Junto a mí irían otros dos camaradas, el conde
Hagenburg y Emil Kopf. "Viajamos a Norteamérica..."
En algún lugar yo había oído cantar esta popular canción a chicos en
la calle. Y ahí estaba ahora delante de mí la entrada de Manhattan, la Estatua
a la Libertad, la muralla de rascacielos... ese cuadro que, descripto infinidad
de veces, emociona a todo europeo que la ve por primera vez y lo embarga de
asombro.
Después de que el barco había llegado a su posición final, fui
empujada a no sé qué lugar, dirigida entre una multitud de gente que
abandonaba el barco, o a otros que subían alegres para saludar a allegados, y
policías, funcionarios, changadores y quien sabe cuántos más. Cuando me
preguntaban algo me esforzaba en contestar lo mejor que podía en esta
babilonia de idiomas. Me dejaba llevar adonde la ola de gente me llevaba.
Mil impresiones me invadieron durante esa primera hora de turbulencias,
borroneándose en múltiples colores, sin tomar formas o perfiles concretos.
Cuando por fin pude estirar mis piernas sobre la cama del hotel, ¿en qué piso
era?, y descansar extenuada por las primeras impresiones, seguían sonando
en mis oídos los gritos de los changadores... "what a hell goes on, what a hell
goes on..." (Qué diablos pasa aquí...). A mí las palabras me gustaron. Era una
maldición, sí, pero yo no las interpretaba así. Los marinos en Hamburgo o en
Bremen, los changadores y los portuarios, todos ellos podían tomarse un
ejemplo; sus vocabularios no eran mejor.
Mucho tiempo para descansar no me quedó. El ritmo norteamericano
nos alcanzó ya el primer día. Pero yo igualmente no lo quería de otra manera.
Teníamos ocho días para Nueva York. No serían suficientes para conocer ni
una pequeña parte de esta pujante ciudad. Ya antes de llegar aquí sabía que
existían edificios de trescientos metros de altura. A trescientos metros de
altura tuve que hacer en su momento los exámenes de destreza en aviones a
motor. Para un principiante esta es ya una altura apreciable. ¡Pero nunca
estuve parada delante de una muralla de trescientos metros! Cuando miraba
para arriba y trataba de alcanzar con mis ojos el último ladrillo, si bien la
pared no se tumbaba y me enterraba por completo, yo sentía achicarme
totalmente a un grano de arena, a la nada. Esto era Julio Verne. Una ciudad
que funcionaba como un cerebro mecánico, aterradoramente magnífica en su
desnudo realismo de piedras, cemento y acero. Fascinante, pero igualmente
deprimente. No obstante pude apreciar su belleza.
De noche, cuando me había despedido de la gente, subía al último
piso. Aquí donde no funcionaban restaurantes ni locales de diversión, sino
donde solo existían techos, veía a Nueva York a mis pies, lo cual a estas
horas significaba ver un mar de luces, entre las que los rascacielos no
parecían ser más que tristes sombras de mudos gigantes. Hasta donde mi vista
alcanzaba, de Norte a Sur, de Este a Oeste, se unía luz con luz en el
crepúsculo de un cielo azul que descendía en el horizonte. Y aquí comenzaba
la alfombra de estrellas del Universo. Tenía que ser donde el incansable
cerebro de Nueva York terminaba de funcionar, donde no se escuchaba más
el turbulento ruido de intranquilidad y estrechez entre los rascacielos. Tenía
que ser donde se abrían los campos del país, donde el ancho río Hudson
adornaba sus orillas con hermoso color verde y más allá con tupidos y
oscuros bosques, en los cuales no se distinguía bien el milagro de un fin de
temporada con la caída de algunas hojas, y donde la tierra enmudecía al caer
la noche. Sí, también esto era parte de Nueva York, ciudad que yo traté
vehementemente de comprender.
Hice la misma experiencia que muchos otros turistas también
hicieron: creer que conocían el país y sus habitantes por todo lo que habían
leído en informes y relatos de viajeros. Según éstos, los Estados Unidos eran
un país de milagros técnicos pero sin alma y corazón. La vida allá significaría
"business", negocio, y "business" significa dinero. Todos mis conocidos
pensaban así y no pocos se horrorizaron cuando se enteraron de que viajaría
para allá. También mi madre sintió serias preocupaciones. "No me animo a
pedir que Dios impida que algún barco lleve tu avión a los EE.UU.", me
escribió al enterarse del proyecto. En la carta se reflejaba su profunda
preocupación por mi viaje a ese país tan ajeno a nuestra manera de ser. Según
opinión de todos, no existía mayor contraste entre mis ideales y la forma de
vida norteamericana, las dos cosas jamás podrían conjugar. Sólo Udet
pensaba distinto, él sí conocía los EE.UU. y con su buen humor y naturalidad,
además de su sentido por lo que los yanquis denominan "publicity", se ad
aptaba perfectamente a la vida norteamericana. Para él, a mí me pasaría lo
mismo. Tendría razón.
Desde el primer día el nuevo continente me atrajo como un imán. Era
novedoso en todo sentido, sin rasgo alguno de las características europeas, a
pesar de llevar los rasgos de la vieja Europa, pero con una fascinante
candidez en su vida diaria.
Ya durante los primeros días lo iba a confirmar, incluso hasta en mi
propio beneficio. Resulta que en honor a nuestro pequeño grupo de aviadores
alemanes se había organizado una gran recepción en algún lugar de Nueva
York, que ahora no recuerdo donde era. Fue en una inmensa sala como jamás
vi una tan grande. Una enorme cantidad de personas nos dio una bienvenida
ensordecedora con sus aplausos. Pancartas que iban de pared a pared nos
daban igualmente la bienvenida escrita, una orquesta nos saludó con fuerte
música y luego diversos oradores presentaron sus saludos en discursos, que si
bien no los entendimos bien, fueron evidentemente amistosos.
Forzosamente teníamos que responder y agradecer esa cálida
recepción. Mis dos camaradas me urgieron hacerlo en nombre de los tres, por
más que mis conocimientos del inglés eran escasos, pero según ellos, mejor
que los suyos. Así las cosas, no me quedó otro remedio que subir al estrado.
Considerando mis escasos conocimientos del idioma la situación me resultó
sencillamente grotesca, tan ridícula que no pude hacer otra cosa que reír. La
reacción de la gente fue inmediata. Fue como si yo les habría dado la palabra
clave para animarlas a reír también. El buen humor nos contagió a todos y
tuvo como consecuencia que perdiera mi fiebre de candilejas inicial y sin más
complejos comencé a pronunciar mi discurso tan bien como pude. No fue por
cierto ni muy ingenioso ni profundo, y seguramente con buena cantidad de
errores idiomáticos, pero de cualquier manera expresé lo que sentía en mi
corazón: que los Estados Unidos me gustaban tanto después de estas primeras
horas en Nueva York —y de repente me salió espontáneamente— what the
hell goes on in future then... (Qué diablos pasa aquí en un futuro). El efecto
que causaron estas pocas palabras no lo puedo describir. Pareció haber
estallado un huracán que no quería calmarse. Estruendosas risas y aplausos se
turnaban sin cesar, el oído apenas podía distinguir las unas de los otros.
Parecía como si la palabra habría despertado sentimientos escondidos en las
almas de cada uno. Yo por mi parte comencé a sentir complejos. Pero al
mismo tiempo creí darme cuenta que los complejos son sensaciones europeas
totalmente olvidadas en este nuevo mundo. Por eso todo fue un mar de risas
sin saber yo por qué.
Regresé a mi lugar y ahí me lo explicaron; "What the hell goes on" es
una palabra que una dama jamás debe decir, contiene algo así como una
grosería, una palabra fea. Pero América no lo tomó a mal. Al contrario, me
hizo ser más conocida y popular. Los matutinos del día siguiente informaron
con letras grandes lo ocurrido y por donde iba o venía la gente me saludaba
amablemente: "Oh, you are the lady who..." (Oh, usted es la dama que...).
Pensé entonces que el norteamericano poseía el humor del cual se afirma que
nosotros, los alemanes, no tenemos.
Quien haya subido en los EE.UU. a un autobús temprano a la
mañana, conoce el cuadro que describiré: hombres jóvenes y hombres viejos,
obreros, empleados, científicos y comerciantes, todos escondidos detrás de un
periódico. De pronto alguien larga una carcajada, luego otro y un tercero
igual. Y al bajar creí haberlos escuchado a todos reírse. Mi impresión no fue
para nada errónea, porque pronto supe que todo ciudadano norteamericano,
sea éste obrero o ejecutivo, primitivo o intelectual, ninguno deja jamás de leer
la página de los chistes y de las historietas.
Udet tenía razón, los Estados Unidos me gustaron. Eran distintos a la
vieja Europa y sus gentes distintas a mí misma. Lo que mis amigos temieron
que me iba a ocurrir se convirtió en agradable relajamiento. Lo sentí ya
durante los primeros días de mi estadía allá; la gente me enfrentaba con tanta
amabilidad y soltura que me parecía algo así como un amor a primera vista.
Su informal manera de ser me cautivó. No tenía por cierto el brillo de
una cultura antigua como la de sus comunes antepasados europeos, pero sí la
cándida inocencia de gente joven. Irradiaba fuerza sin prepotencia, mientras
yo tomaba conciencia del peso que significaba la centenaria cultura y
tradición europea. En lo que respecta a sus valores, ni uno ni otro me
parecían tener mayor o menor significado; tanto el nuevo como el viejo
mundo no estaban libres de fallas y dé errores. Yo me dejé llevar por la
simpática corriente en la que nadaba y con gusto habría transmitido mucho de
mi optimismo a mí amada Europa y a mis amigos alemanes.
¡Diferentes naciones, diferentes costumbres! Este dicho contiene
realmente su verdad y nadie tiene el derecho de sentirse superior al otro. El
hombre norteamericano le lleva a su mujer el bolsón de compras, empuja en
las calles el cochecito de bebé y le ayuda a secar los platos en la cocina. Es
una forma (le caballerosidad distinta a la que distingue al hombre alemán, sin
que por no cumplir tareas similares éste se viera por eso más "hombre".
Frente al norteamericano, el alemán cree representar al sexo masculino de
manera más genuina, sin tomar en cuenta que la estructura social de la familia
en los EE.UU. sufrió muchos cambios durante los últimos cien años; los
medios ambientales sin dudas dejaron sus huellas.
En los Estados Unidos la mujer norteamericana fue cobrando mucha
fuerza frente a su par masculino. La mujer alemana lo percata con asombro.
En ningún lugar del mundo que conozco vi mujeres que se arreglan y se
visten con más esmero que aquí. Para mí era un placer observarlo, con lo cual
no quiero decir que vería con agrado que la mujer alemana aceptara la
manera de vivir como la de su igual del otro lado del océano.
Tres semanas de estadía fueron evidentemente muy escasas para
conocer el país, apenas un momento. Por eso todo lo que anoto aquí, no es
más que un bosquejo de mis primeras impresiones y memorias. Norteamérica
tiene sombras como lo tienen todos los demás países, y sus habitantes
defectos como los tienen otros también. Pero a mí me pareció que el hombre
allá se distingue por su natural caballerosidad y su disposición de cooperar en
todo. Por donde yo tuve oportunidad de ver la vida diaria siempre me
encontré con esas agradables características, de modo que las consideré ser
un bien común del país. La mujer norteamericana me gustó por su simpática
apariencia externa. Podría esbozar toda una serie de valores espirituales,
principalmente en lo referente al vínculo entre hombre y mujer, pero que en
este reducido marco no puedo detallar con precisión. Un rasgo llamativo
entre ambos sexos en este país del cual se dice que no piensa en otra cosa que
en dinero y trabajo, me pareció ser precisamente la despreocupada reacción
de los dos frente a las trivialidades de la vida diaria.
De Chicago volé a Washington y esta vez, a expreso pedido mío, en
privado, sin el acostumbrado entorno oficial que generalmente me
acompañaba. En este vuelo no me interesó tanto la parte técnica, sino más
bien mi posición como pasajera. Elegí por eso el último asiento para poder
observar mejor el resto de la cabina. Después de mí subió un señor que eligió
igual que yo el último asiento, sólo que del otro lado del pasillo y una hilera
más adelante, porque a mi altura había una puerta. De esta manera, también a
él lo podía observar cómodamente.
La máquina despegó y el vuelo tomó su curso. Apenas había
alcanzado su altura reglamentaria cuando apareció una muy simpática y
bonita azafata ofreciendo periódicos y revistas y preguntando por nuestros
deseos, o respondiendo a preguntas de los pasajeros. Nos atendía a todos con
igual amabilidad y cortesía. Pero asimismo, su manera de hacerlo daba a
entender que la cortesía profesional excluía todo tipo de intimidad. Aquel
señor, a quien, como dije yo podía observar sin dificultad, aparentemente
tenía muchas preguntas que formularle, porque continuamente la llamaba por
no sé qué motivos. Y ella le respondía con la misma paciencia como lo hacía
con todos. Quizás el hombre interpretó la cortesía de la bonita señorita a su
manera, no sé, pero el hecho fue que, apenas diez minutos después del
despegue, le dio una palmadita donde un caballero no debiera hacerlo. Sin
gesto ni palabra alguna, ella dio media vuelta y se dirigió a la cabina del
piloto. Instantes después el avión giró 180 grados y volvió al aeropuerto.
Nosotros, los pasajeros, nos asombramos todos, no nos podíamos explicar
este repentino cambio. Apenas había alcanzado la máquina su posición final
apareció el piloto y, agachándose al oído de dicho pasajero, le susurró
algunas palabras. Su rostro adquirió entonces un intenso color rojo y mientras
se levantaba tímidamente y avergonzado, abandonó rápidamente el avión.
Mientras tanto sus valijas eran ya retiradas de la bodega.
La máquina volvió a tomar vuelo para su destino programado. La
escena se desarrolló como en una película muda y muy pocos, como yo, pudo
haber observado lo ocurrido. Naturalmente pensé cómo habría reaccionado
un piloto alemán. Para mí, esta forma de reprimenda contra una incorrección
frente a una mujer fue significativamente ilustrativa; superaba en su
consecuencia incuestionable todo lo que yo conocía hasta ahora. Ni por un
sólo instante originó un momento de situación embarazosa para la azafata
frente a los demás pasajeros. ¿Alabo demasiado a los Estados Unidos de
Norteamérica?
Conocí muchos aspectos del país que merecen elogios, tanto más por
cuanto nuestra estadía tuvo lugar a raíz de una invitación oficial y
lógicamente se muestran más las cosas positivas que las negativas. De que los
EE.UU. también tienen sus fallas no ha de ser motivo para callar sus
bondades; creo que son como un espejo en el cual hay que mirar para
conocerse mejor uno mismo. Esto vale para nosotros al igual que para los
otros.
EI director de la compañía American Airlines me había invitado a
conocer el aeropuerto de Chicago, invitación que naturalmente acepté con
gusto. Mi primera impresión de esa estación aérea fue decepcionante. A un
costado del extenso terreno se extendía en larga hilera un galpones uno tras
otro que servían para albergar a los aviones. Y entre éstos un modesto
edificio administrativo. El conjunto nada tenía que ver con lo que yo me
había imaginado tendría que ser un Aeropuerto Internacional tan importante,
y menos en los EE.UU. Inconscientemente pensé enseguida en el futuro
aeropuerto "Tempelhof” de Berlín, cuyos planos tuve oportunidad de estudiar
detenidamente. Tempelhof sería ejemplo tanto en sus dimensiones como en
su aspecto representativo. Chicago tendría que haberlo sido. De que no lo era,
me hizo sentir sin querer un cierto orgullo, sin duda una arrogancia
injustificada.
Sumida en estos sentimientos entramos con mis acompañantes al
edificio. Aquí se desarrollaban íntegramente todos los trámites relacionados
con el movimiento de un aeropuerto, desde los servicios de información,
venta de pasajes, entrega de equipajes, liquidación de cargas, etc. No necesito
recalcar que la organización respondía a los más modernos principios
laborales. Lo que me llamó especial atención fue que la totalidad del servicio
prestado a los usuarios durante los horarios de atención al público, es decir
sus preguntas y las correspondientes respuestas, eran grabadas y escuchadas
más tarde por los empleados, al menos parcialmente. La finalidad del sistema
era educativo y debía contribuir al autocontrol del personal.
Admito que me sentí un poco avergonzada por mi anterior
arrogancia. Veía en mi imaginación al imponente aeropuerto Tempelhof al
servicio de un tráfico aéreo relativamente chico, frente al modesto aeropuerto
de Chicago atendiendo a un enorme movimiento aéreo dentro de un
gigantesco país. Y me veía en Alemania parada delante de una ventanilla
pidiendo informaciones, hasta quizás comprando un ticket, y siendo atendida
por un malhumorado empleado que apenas abría la boca. Veía retirarme de la
ventanilla con una sensación de culpa, como si hubiese pedido algo que no
me correspondía. ¡Cuán distinta la situación aquí! Respuestas impacientes no
existían. Preguntas inútiles y hasta tontas no provocaban gestos o caras
descontentas ni informaciones incompletas. Aquí todo estaba al servicio del
cliente, tanto del pequeño y desconocido, como del importante y famoso. El
alemán diría que aquí la gentileza y la predisposición de atender bien sólo
están al servicio del negocio, vale decir, del dinero. En esta aseveración se
esconde un menosprecio que no puede ser aceptado.
Ningún norteamericano niega que su actitud ha de servirle al negocio.
¿Pero acaso no quieren ganar dinero también las compañías aéreas alemanas?
¿Igual que toda otra empresa comercial o industrial? ¿No le agradaría al
cliente alemán ser atendido con menos cortesía, máxime cuando se trata de
poner billetes sobre la mesa? Creo que nosotros confundimos muchas veces
el corazón y la cortesía. El primero no excluye la segunda. Para mí es ahí
donde radica el error básico del concepto alemán de la vida.
Mi próximo destino era Cleveland, donde se iban a llevar a cabo los
Air Races. Viajé para allá en un tren Pullman que, no precisamente mimada
por los modestos trenes europeos y alemanes, me asombraron por su
moderno confort. También estos trenes Pullman, con sus cómodos asientos,
sus cabinas dormitorio, sus amplios baños, la impecable higiene y la
excelente atención de sus empleados, representan un eslabón más en la
cadena de la tecnificación de la vida cotidiana norteamericana. Su visible
desenvolvimiento parecía exteriorizarse con matemática exactitud. No caben
dudas que la mentalidad norteamericana está influenciada por estas
realidades.
Día tras día fui comprendiendo mejor la relación existente entre la
alta tecnificación del país y el estilo espiritual de sus habitantes. Ambas cosas
necesariamente se complementan, una realidad que para el europeo es
incomprensible y lo inducen al prejuicio y a cierto desprecio por el nivel
intelectual del norteamericano. Es cierto que quien busque un "Fausto" en los
EE.UU., aquí no lo va a encontrar. El ciudadano norteamericano tiene otros
problemas. Son los problemas surgidos de un excedente de fuerzas vitales,
propias de quienes conquistaron un continente nuevo y desconocido.
Nosotros, los europeos, tendemos ver al mundo en el espejo de una
conciencia constantemente reflejante, vale decir, de verla críticamente, de
manera ponderable, analizable, y en consecuencia también negativamente.
Para el ajeno por eso, los EE.UU. deben representar en tiempos normales, no
turbados por situaciones bélicas, un atractivo mucho más interesante que
Europa. El norteamericano lo recibirá con soltura y sin prejuicios, mientras
que el europeo lo enfrenta críticamente. Sin embargo, la ingenua manera de
ser norteamericana encierra en sí el peligro de una masificación construida
por los medios de comunicación, con opiniones que el ciudadano en
definitiva cree ser las suyas propias. De ahí que la uniformidad del nivel
intelectual de enfrentar la vida nos asombre a nosotros, los europeos. Pero
precisamente ahí es donde nosotros tenemos que olvidar nuestros puntos de
vista europeos, si queremos comprender a los Estados Unidos.
En Cleveland se izaron durante el concurso todas las mañanas las
banderas de los países participantes. Estos actos fueron llevados a cabo por
mujeres jóvenes, ex reinas de belleza en trajes de baño, sin que por ello las
ceremonias perdieran algo de su seriedad festiva para el ciudadano local.
Inimaginable para la Vieja Europa, la que sin duda vería una profanación del
acto.
Norteamérica no tiene tradición ni europea ni militar. Para sus
habitantes, una mujer bonita es el ser privilegiado por la naturaleza que mejor
representa a los valores nacionales. También en esto se muestra la
tranquilidad anímica del carácter norteamericano. Contiene peligros y a la
larga no podrá juzgar con imparcialidad la manera de ser del europeo. Sin
embargo, en algunas situaciones puede producir reacciones de alivio y de
felicidad, principalmente en aquellos casos donde el europeo no logra
apartarse de su inculcado camino de pensar.
El Conde Hagenburg, quien fuera un excelente piloto de acrobacia,
había participado ya en anteriores Air Races. Durante un vuelo invertido a
escasa altura, su máquina fue sorprendida por una fuerte ráfaga de viento que
la empujó para abajo y tocando el suelo la hizo tumbar y destrozar. El
aterrorizado público solo vio astillas que volaban por el aire y una enorme
nube de polvo que lentamente descendía a tierra. Los restos del avión no eran
más que un triste montón de escombros. La música fue interrumpida
inmediatamente, las banderas bajadas a media asta y miles de personas se
levantaron acongojados por la tragedia. Sin anuncio alguno se entonó
espontáneamente el himno nacional. Pero, de las cenizas y los escombros
surgió una figura: ¡el Conde Hagenburg! Estaba herido por cierto, pero se
dejó atender por personal sanitario ahí nomás y, vendado y repuesto del
susto, pidió una nueva máquina, subió a la misma y volvió a presentar sus
vuelos acrobáticos como si nada hubiese ocurrido. Al público americano no
le podría haber entusiasmado más que esta acción del ahora doblemente
admirado participante de las competencias. El Conde Hagenburg se había
convertido de un momento a otro en el hombre más popular de los Air Races
y ninguna otra perfomance podría haber logrado mayor éxito durante esos
días. Pero Alemania reaccionó de manera distinta. No se interesó por el
entusiasmo norteamericano, tampoco por el singular éxito. Al Conde
Hagenburg se le ordenó regresar. Se había accidentado por descuido propio,
dijeron, y con ello no había cumplido con su deber. Ninguna excusa era
valedera, ni justificación que la avalara. Basta.
Los Air Races, que en los años de preguerra se llevaban a cabo en
Cleveland cada tres años, eran para los EE.UU. acontecimientos nacionales
de primer rango. Naturalmente la organización de los mismos era típicamente
yanqui: radio y prensa se ocupaban ya con mucha anticipación
propagandística del evento, algo que no siempre correspondía al gusto
europeo. Para entender mejor esta realidad, había que comprender que los
medios de comunicación se dirigían principalmente a una mayoría con
estructura social mucho más importantes que la de su semejante en Europa.
También yo fui incluida en los preparativos. Junto con Cliff Henderson, el
organizador de las fiestas aeronáuticas, tenía que pronunciar discursos en los
Rotary Clubs de diversas ciudades y hacer propaganda para el evento. Por lo
general fui recibida siempre con entusiasmo. Pero también tuve que enfrentar
posiciones absolutamente enemigas de Alemania. Las sombras de la
discordia entre los pueblos empezaban a cubrir el panorama. Las percibí por
primera vez en mi vida justamente en este país, sin imaginarme que podrían
vaticinar una guerra.
Mis pensamientos correspondían al viento, a las nubes y a las
estrellas. Pero a estas alturas no llegaban las querellas del mundo. El
concurso en Cleveland duró tres días. Alrededor de un millón de personas
estuvo presente, llenando hasta los últimos asientos de las gigantescas
tribunas. Un vasto y ruidoso programa cubría las pausas de las exhibiciones.
El interés principal se concentraba naturalmente en los vuelos en sí y éstos
debían llevar por supuesto el sello de sensacionalismo, bien al estilo
norteamericano. El tronar de los motores se escuchaba continuamente por
encima del inmenso aeródromo durante los tres días enteros. Lo que a mí más
me impresionó fueron los saltos de paracaidistas sobre puntos prefijados.
Hasta entonces nunca había visto nada igual. Debían, caer en el centro de
círculos marcados en el suelo, dibujados frente a la tribuna principal. Pero
como el tiempo era bastante tormentoso y consecuentemente existía la
posibilidad de ser llevado a distancia de las metas, los ambiciosos
paracaidistas abrían las válvulas de sus paracaídas anticipadamente,
aumentando con eso la velocidad de caída. El primer paracaidista que aterrizó
en el círculo murió, los demás se llevaron heridas internas y roturas de huesos
más o menos graves.
La fiebre ambiciosa por presentar resultados sensacionales hizo presa
de todos ellos. Indudablemente contribuyó el histerismo de las masas en las
tribunas, ávidas de ver acciones espectaculares. Parecía como si todo el
mundo ahí presente se encontrara en estado de embriaguez.
Mi propia misión fue la de presentar al planeador "Habicht"',
construido por Hans Jacobs, el primer modelo con el cual se podían efectuar
todos los vuelos de acrobacia. Con el fin de que el tronar y silbido de los
aviones a motor no enturbiaran la silenciosa elegancia del "Habicht", se
dispuso que fueran paradas las máquinas de todos los demás aviones. Costó
bastante esfuerzo y paciencia lograrlo, no sólo por parte mía frente al plantel
organizador de las fiestas, sino igualmente de éste frente a los mismos
participantes, porque siempre podía la casualidad hacer aparecer una de las
incontables pequeñas máquinas que giraban en el aire cruzando mi sinuoso y
variante camino. De que finalmente fue logrado, se lo debo esencialmente a
mis camaradas planeadores americanos.
Después de los irritantes y abrumadores ruidos de las horas
anteriores, no podría haber existido un mayor contraste que el evidenciado
con el silencioso vuelo de mi resplandeciente y delgado pájaro, el que a pesar
de su nombre "Habicht" (azor), más se parecía a una paloma mensajera de
paz que venía del cielo azul.
Volé toda clase de piruetas imaginables, y aterricé finalmente en el
centro del círculo marcado en el suelo. El júbilo del público no quería
terminar. Después de estos días, sentí de manera especial a través de
incontables invitaciones en diversas ciudades, la gran hospitalidad de esta
nación. Pero todos mis planes y deseos fueron frustrados, cuando
inesperadamente tuvimos que regresar a nuestro país por la crisis política que
se había presentado en Europa por los problemas surgidos en
Checoslovaquia.
Capítulo 21 Expedición de investigación con
planeadores en África.

¡África del Norte! Sinónimo de un sol candente y de una arena


ardiente sobre la cual los camellos siguen sus caminos pacientemente. Un
año, diez años, cien o mil años atrás, aquí todo sigue igual como si no
existiera un pasado. Los jóvenes árabes, con sus dorados y delgados cuerpos,
acompañan impasibles y silenciosos a sus animales, sus rostros serios, sus
ojos oscuros y sus miradas agudas como filos de los cuchillos que llevan
consigo, y que a veces brillan como el amarillento cielo del desierto ante la
próxima tormenta que se avecina. Lentamente avanzan por las milenarias
rutas grabadas en la arena con sus animales de dos jorobas cargados con
equipajes y mercancías. Sus cuerpos parecen irradiar una soltura aristocrática,
pero al mismo tiempo una tensión como cuerda de arco dispuesto a lanzar
desde la emboscada su mortal flecha. Silenciosos por la eternidad del desierto
del cual descienden. Porque el desierto es su amo, ese cuerpo que se extiende
ante él, una leona que busca tranquilidad en el sueño, un chacal que ventea su
víctima, un tribunal que amenaza. Desierto, el rostro muerto de un continente
piensa nuestra ignorancia, mientras nuestro dedo índice señala sobre el mapa
el límite con la mancha blanco-amarilla que marca geográficamente su
posición política. Y nada sabe sobre él, como vive y como desarrolla su vida
esfingemática, apartada del ser humano y del animal, a quienes apenas les
concede un angosto pasaje.
Arena, arena, arena... blanca, amarilla, rojo-ocre, marrón. Y siempre
un cielo en lo alto, infernalmente caluroso durante el día, luego rápidamente
refrescando y helado durante las noches cubiertas de estrellas. Y así día tras
día y noche tras noche...
Pero el desierto aún lo teníamos por delante; todavía estábamos en
Trípoli, apenas habíamos pisado el borde del desierto africano. Y Trípoli es
una ciudad con el candente aliento de África durante el día y el atroz frío
polar durante la noche. No estuvimos preparados para esos contrastes, como
tampoco para conocer una ciudad tan diferente y ajena, con sus mezquitas y
sus casas blancas que surgen del suelo como cubos informes, con callejuelas
repletas de mujeres envueltas en mantos blancos de lana y criaturas desnudas
saltando alrededor y hombres sentados sobre el suelo con piernas cruzadas,
ofreciendo baratijas, filosofando quien sabe sobre qué, o sencillamente
mirando mudos ante sí.
Pero aquí todavía existía el ser humano, el animal, la palmera con sus
frutos. Y ante sus puertas el mar, el brillante y azul Mediterráneo que
salpicaba con sus espumosas olas las playas delante de nuestro hotel.
De Trípoli pasamos a Homsk, una de esas tres olvidadas ciudades
ubicadas cerca de Trípoli. Hoy no es más que un pequeño pueblo con pocas
chozas, pobres y desprolijas, perezosas y soñolientas como la vida misma del
Oriente fuera de sus coloridas y agitadas ciudades. Nuestro hotel estaba
ubicado algo apartado del pueblo mismo.
Era febrero de 1939. El jefe de nuestro grupo era nuevamente el
profesor Georgii. Habíamos partido con cuatro planeadores y tres máquinas a
motor para los remolques, y tal como en Sudamérica, la misión era estudiar
los vientos ascendentes. Sobre el terreno de un modesto aeroparque en
cercanía de Homsk, armamos nuestras máquinas. Luego comenzamos con los
primeros vuelos de investigación. Pero antes de prepararnos para los diarios
despegues, nos dimos siempre bien temprano el gusto de zambullirnos en el
hermoso mar Mediterráneo. Luego desayunábamos sentados alrededor de
blancas mesas metálicas que, a estas tempranas horas de la mañana, cuando el
sol todavía lo permitía, estaban colocadas al aire libre y recién después
comenzábamos con nuestra labor.
En esta expedición cada uno de los planeadores estaba equipado con
un aparato de radiotelegrafía. Ya durante nuestro viaje a Trípoli tuvimos que
aprender a transmitir señales Morse. No me extraña que yo nunca llegara a
dominar este sistema de comunicación. Pero sí lo suficiente para casos de
emergencia y para comunicar cada media hora a la Central nuestras
posiciones, de modo que los vehículos de transporte nos pudieran seguir. Era
una suerte de seguro de vida que al mismo tiempo servía para comprobar el
alcance de nuestros aparatos de investigación. Y cuando yo estaba sentada en
mi querida máquina, le echaba de tanto en tanto un vistazo, como a un amigo.
Realmente un amigo que si algún día fuese necesario, estaría dispuesto a
luchar contra aquel implacable enemigo que era el desierto en el que
estábamos penetrando. A nuestro alrededor nada más que silencio, arena, sed,
muerte.
Pero antes de la muerte, así lo había leído yo alguna vez, fantasean
las alucinaciones: camellos allá lejos en el horizonte, roncas llamadas de
seres humanos, espejismos de agua...
Por ahora todo eso eran solamente vagos pensamientos, lo real eran
las voces del avión que me llevaba para arriba. El ruido de su motor era para
mí como el cantar de una persona o como un brazo que aún protegía. Pero
igualmente anhelaba el momento de poder librarme de él. Tenía la suficiente
altura y también el aire ascendente que previsiblemente duraría unas cuantas
horas más. Ya habíamos hecho la experiencia de que recién entre las diez y
once de la mañana el viento fresco del mar eliminaba a nuestra corriente
ascendente. El momento de desenganchar la soga había llegado. Segundos
después, cuando hasta el motor de la máquina-remolque ya no era más oíble,
quedé sola con mi amado pájaro.
Debajo de mí brillaba la arena y a mí alrededor reinaba el aire.
Teníamos la estricta orden de no penetrar en el desierto. Debíamos
mantenernos siempre sobre los caminos de las caravanas. Pero igualmente los
vuelos apenas costeaban sus bordes y mientras mi plateada máquina ya había
alcanzado los 1.500 metros, mi atención se concentraba solamente en ella y
en el desierto. No en el mar, que a mi izquierda lanzaba sus últimas
espumosas olas sobre la playa, no en los frágiles alminares de las mezquitas
de Benghasi o de Trípoli, sus hechizados harenes, sus coloridas y ruidosas
callejuelas, sino en el desierto, donde el ser humano no es más que un
mosquito aplastado por la arena.
Después de algunas semanas de investigaciones en la región entre
Trípoli y Benghasi, mudamos nuestra Central de Homsk a Gañan, una
localidad al Oeste de Trípoli en dirección a Tunis. Me tocó a mí conducir
para allá una de las máquinas a motor.
Al despegar el cielo estaba claro y tranquilo. Un cielo africano
caluroso, del cual hasta el ojo más experimentado podría haber sospechado
algo malo. Y así pasaron las horas volando en dirección Sur, acompañada
nada más que por el monótono golpeteo de los cilindros del motor y la
centelleante arena sin señales de vida. Pero al rostro del desierto parece
cubrirlo siempre un misterioso velo. Y veces se lo quita inesperadamente, sin
preaviso, como si algo lo hubiese enfurecido. Yo ni cuenta me di cuando del
cielo, que en segundos se tornó amarillo como el azufre, estalló un trueno que
parecía anunciar el juicio final. Casi al mismo tiempo se desató la tormenta.
Fuertes vientos hacían subir la arena en espirales, formaba columnas
tambaleantes que se empujaban mutuamente, y cuyos granos más altos
llegaban hasta nosotros. El desierto se había sublevado y desató su furia
incomprensible e inimaginable. Los granos de arena me salpicaban la cara, se
metían en mi nariz y mis oídos, en los ojos más cerrados que abiertos, y hasta
en la boca a pesar de los labios apretados. Pero lo peor era que también se
introducían el motor. Tenía que aterrizar por más que no sabía si me iba a
salvar.
La ciudad de Garian debía estar cerca. Tal vez podría alcanzar el
lugar de aterrizaje destinado para nosotros. Y mientras la furia del enojado
desierto sigue envolviéndome con sus arenosas nubes, aumentando su
volumen en vez de apaciguarse, en mi mente me quema la pregunta: "¿Llego
o no llego?".
De pronto enmudece el golpeteo del motor, dejó de funcionar. ¡Pero
Dios me ayudó! A lo lejos distingo mi destino y logro llegar planeando.
Al día siguiente todo, o casi todo, quedó olvidado. Nuevamente
brillaba el cielo azul desde allá lejos en el mar, por sobre nuestras cabezas,
hasta perderse del otro lado en aquel desierto que ayer me aterrorizó. Pero el
avión no pudo ser más utilizado; él nos recordaría permanentemente de lo
ocurrido.
Más tarde, cuando las otras dos máquinas también habían llegado, al
igual que los camiones con nuestras aeronaves y el resto de los componentes
de la expedición, comenzó un nuevo tramo de nuestro trabajo.
Los vuelos nos llevaban por encima de parajes desolados, pueblos de
apenas unas pocas chozas con muy pocos habitantes. Se extendían a lo largo
de una cadena de montañas rocosas y acantilados de piedra. Mis aterrizajes
en las cercanías de esas olvidadas poblaciones eran para esa pobre gente
siempre acontecimientos sensacionales, algo rayano a milagros
sobrenaturales. Uno que otro quizás ya había visto a un avión volando a
grandes alturas, e incluso algunos vieron en Trípoli, adonde sus camellos los
llevaban tras horas de pacientes caminatas para efectuar compras, despegar o
aterrizar pequeñas máquinas a motor, pero ver de cerca una nave sin motor,
eso era por cierto algo increíble.
Yo en aquellos momentos no pensé en estas reflexiones, para mí
aquel mundo totalmente desconocido era una nueva aventura que recién
empezaba. Cada vuelo que hacía sobre ese continente era una aventura. Me
acuerdo, por ejemplo, de aquella noche que pasé tras un vuelo de varias horas
en Buerat el Sun, un pueblucho con once habitantes —diez hombres y una
mujer—. Había aterrizado en su cercanía y bajado de la aeronave para
investigar el paraje, cuando una mujer cuarentona de contexturas
exuberantes, por no decir gorda, y apariencia desordenada se me acercó
cubriéndome con un flujo de palabras italianas de las que no entendí ni una.
Me resultó antipática desde el primer momento. Su mirada reflejaba
desprecio y su cara revelaba una vida viciosa y pervertida. Me sentí bastante
insegura e incómoda, más cuando después de unos minutos aparecieron dos
carabineros, con quienes la mujer sin duda mantenía una relación de
confianza. Los rasgos de los dos eran típicamente sureños, con mejillas
surcadas y piel oscura, y en sus uniformes negros con forros rojos
contrastando con el trasfondo amarillento del suelo sobre el cual estaban
parados, me parecían como personajes de operetas. Aunque eran soldados
rasos y sin duda de origen bajo, exhibían aquella inimitable grandeza
aristocrática de los Grandes Señores del Sur europeo.
Igualmente la idea de tener que pasar algunas horas -o muchas- junto
con esa mujer, no me gustaba para nada. Pero no tenía alternativa, estaba
obligada a pasarlas en su compañía, más la de ocho trabajadores viales
italianos que en el ínterin se habían juntado con nosotros. Lo importante para
mí era no mostrar intranquilidad o inseguridad. Traté por eso de aparecer sin
temor alguno y lo más naturalmente posible. Por suerte la mujer y los ocho
obreros desaparecieron pronto, dejándome sola con los dos carabineros. Con
ellos traté de entrar en conversación a través de las pocas palabras italianas
sueltas que conocía, más un poco del latín aprendido en mi colegio, más otro
poco en francés, en fin, una mezcla de idiomas con la que quería explicarles
mi situación. Sobre todo quería hacerles entender que en instantes iba a
aparecer el camión para llevarme de vuelta.
Sabiéndome en cierto modo pendiente de su protección, los soldados
fueron mostrando ahora mayor amabilidad y respeto frente a mí. Vacilante
seguí su requerimiento de acompañarlos a una de tres primitivas casas que
surgían solitarias de la arena. Después de todo, no podía quedarme aquí
parada durante toda la noche al lado de mi avión, más conociendo el frío que
surgiría en cuanto el sol se habría puesto. Además, tanto allá como aquí
dependería en ambos casos de sus buenas conductas. La casa estaba
compuesta por dos piezas y por lo visto sin otra comodidad que un par de
sillas y una mesa.
Entramos en un diminuto ambiente, iluminado por un farol a
petróleo; la pared que lo separaba de la pieza contigua tenía un agujero
cuadrado, en el cual apareció inesperadamente y con gran susto mío, la cara
de un negro que me sonreía mostrando sus relucientes dientes blancos.
¿Cómo pasaría yo la noche aquí? Con sólo pensarlo me hacía sentir muy
incómoda. De cualquier modo tenía que tratar de distraer a los hombres de mi
persona. Tenía dudas si a la larga lo lograría, porque sus cortesías iniciales
iban cobrando de tanto en tanto tonos confidenciales, sus miradas que me
cubrían con pasión, palabras que aseguraban exagerada protección, un brazo
que se apoyaba inocentemente sobre el respaldo de mi silla... Bueno yo lo
separé enérgicamente, sin dejar de sonreír como si nada hubiese ocurrido. Por
un rato sirvió de lección, pero pronto se animó el otro suavemente al ataque.
Y nuevamente mi severa reacción. ¿Cuánto tiempo más seguiría este juego?
La noche recién había comenzado. Mientras tanto yo les contaba
historias que les debían distraer y mantener de buen humor; de ninguna
manera debía enojarme con ellos, más bien reírme y mostrarme alegre. Pero
igualmente no hacía otra cosa que echarle vistazos a mi reloj, cuyas agujas
parecían moverse con la lentitud de caracoles. Y mientras mi boca hablaba
incesantemente y seguía riéndose junto con los dos carabineros, mis
pensamientos buscaban desesperadamente al camión que debía haberme
seguido. ¿Podría encontrarme perdida aquí a media noche?
Nuevamente un brazo se apoyó sobre el respaldo de mi silla. Una
cara masculina se inclinó hacia mí. La esquivé con rápido movimiento. Los
soldados se miraron desconcertados. En la pieza de al lado reinaba absoluto
silencio. No dudo que los hombres eran individuos buenos, pero al fin y al
cabo hombres, y encima sureños. ¿Cómo podía esperar yo que frenaran sus
temperamentos ante una oportunidad que se les presentaba precisamente
aquí, donde mujeres eran más escasas que piedras preciosas? Evidentemente
tampoco tenían la intención de contenerse, pero por ahora oscilaban todavía
entre la dignidad de sus cargos oficiales y sus deseos masculinos.
Mi mente trabajaba afiebradamente buscándole una solución al
problema. Algo tenía que inventar para alejarlos de mí. Observaba sus
rostros, sus magníficos uniformes, y en eso me vino una idea. Les conté que
en cuanto me vinieran a buscar, volaría a la Capital para cumplir con mi
anunciada visita al Mariscal Balbo. Les dije que por supuesto le contaría al
Mariscal lo bien que había sido recibida aquí, elogiaría la correcta actitud de
los soldados que me protegieron, y que no dudaba que el Mariscal los
condecoraría por los servicios que con sus conductas le prestaron a la Patria.
¡Esas fueron palabras milagrosas! Las había encontrado al fin y los rostros de
los carabineros reflejaron un inmenso orgullo. Como por orden superior,
ambos acariciaron sus uniformes y el entusiasmo y la alegría previa por las
condecoraciones que indudablemente recibirían, los enorgullecieron
visiblemente. No pensaron en otras cosas, ni hablaron otros temas.
El interés en mí lo reemplazaron ahora por el interés en la alta autoridad
estatal. La veían representada por mi persona y sus muestras de respeto y
honor ahora no tenían límites.
Los efectos de aquellas palabras milagrosas duraron toda la noche. El
nuevo día amaneció y como si todo lo ocurrido no había sido más de una
pesadilla se abrió repentinamente la puerta y un querido amigo apareció en el
umbral: Otto Fuchs, el jefe aviador de nuestra expedición. Como por encanto
todo adquirió otro aspecto: el pequeño ambiente y los carabineros. Nos
dieron una despedida repleta de discursos, por no decir palabrerío, y
desbordantes respetos. ¿Brillaban ya sobre sus sacos las múltiples
condecoraciones? No muchachos, lo lamento y les pido disculpas. Porque ni
conocí jamás al Mariscal Balbo, ni jamás lo visité. Pienso que el mismo
Balbo me perdonaría la pequeña mentira. ¿Acaso no se había demostrado con
ella su fama y su popularidad mejor que lo podría haber logrado una brillante
parada de su Fuerza Aérea?
Aquí en Garian, que ahora era el punto de partida de nuestros vuelos,
la soledad de arena y piedras era la verdadera África desértica. Aquí el país
conocía solamente a sus propios hijos, árabes, figuras silenciosas y orgullosas
que ahora estando yo en sus cercanías, me invitaban respetuosamente a entrar
en sus chozas. El de más edad fue quien me dirigía. Su rostro reflejaba la
sabiduría de su tribu, la tradición de milenios vividos frente al desierto.
Demostraba una innata audacia que me asustaba, pero que igualmente me
asombraba. Y así como esta cara era el espejo de la eterna lucha por la
sobrevivencia, las de sus conciudadanos delataban el mismo carácter
combativo hasta la venganza, pero también la nobleza de sus respetos reales.
El pequeño edificio era de barro y arena, sin ventanas. Una abertura
del tamaño de una persona servía de entrada y única fuente de luz natural. En
un primer momento no pude reconocer nada, mis ojos estaban todavía
enceguecidos por el candente sol de afuera. Recién cuando volví mi vista
hacia la entrada comencé a distinguir las cosas a mi alrededor. Y lo que ahora
pude ver no fue más que un grupo de hombres sentados sobre el piso, las
piernas cruzadas y mirándome con curiosidad. Ninguna silla, ninguna mesa,
ningún aparador, nada, sencillamente nada. Tuve que sentarme junto a ellos.
Unas delgadas manos ágiles y llenas de arrugas colocaron a mi lado un
pequeño artefacto, bajo el cual fue encendido un fuego a base de estiércol de
camello. Desde un oscuro rincón alguien trajo una jarra para preparar el té, o
como quiera llamárselo al dulce extracto resultante que más tarde fue servido
en diminutos platillos de postre.
Al principio me sentí insegura e intranquila. Lo ajeno de estas caras,
cuyas expresiones me resultaban no solamente osadas, sino algunas de ellas
hasta amenazantes, me deprimía. Me recordaban presentaciones en Europa de
lúgubres y temerosas pinturas de arte. Pero cuanto más tiempo estuve sentada
junto a ellos, tanto más me iba tranquilizando. El ceremonioso hechizo del
silencio inicial fue desapareciendo paulatinamente, y aunque ni ellos
entendían mi idioma ni yo el de ellos, de alguna manera tratamos de
comprendernos con pies y manos. Las expresiones en sus caras seguían
enigmáticas para mí. No obstante nadie parecía sentirse confundido cuando
les preguntaba algo que no entendían, ni aburrido, y en ningún momento
aminoró el carácter ceremonial de la hora. La muy halagada y misteriosa
paciencia superaba a toda expectativa.
Un poco me avergoncé de pretender aplicar aquí comparaciones con
Europa. Delante de los muros de Gañan, al extranjero se le presentaba un
cuadro singular: masas de tierra que se levantaban en formas rectangulares,
murallas que impedían ver desde la ruta lo que había detrás. Durante los días
que no volábamos, solía acompañarlo yo a Otto Fuchs, quien con pincel y
paleta buscaba delante de las murallas algún pintoresco motivo para su tela.
A mí personalmente me interesaba más saber lo que había detrás de esas
murallas. Se decía que allí todavía vivía gente en cuevas. A nosotros por
cierto nos estaba prohibido mostrarnos ahí, porque el árabe cuida
celosamente aislar sus casas de las miradas del extranjero, y nosotros por otra
parte teníamos que cuidarnos de no provocar incidentes desagradables. Sin
embargo, esto se refería más a los hombres que a las mujeres. Para ellas, las
mujeres extranjeras, las viviendas árabes no quedaban tan estrictamente
cerradas. Por eso lo dejé a Otto Fuchs seguir buscando un adecuado motivo
para su pintura y subí arriba de una de aquellas murallas. Lo que vi realmente
superó toda imaginación de lo que podrían ser costumbres ajenas.
Ante mi vista se extendía un enorme pozo de unos doce metros de
profundidad, en cuyo centro se encontraba un gran charco, sucio y
asquerosamente pestilente. Oscuras aberturas alrededor del inmenso pozo
conducían -así al menos lo suponía yo- a las viviendas.
No vi a nadie, todo era soledad y silencio absoluto. Lo primitivo de
estas viviendas me dejó perpleja, las seguía observando sin poder creer que
eran realidad y no una fantasía mía. ¿Era posible que aquí vivieran seres
humanos en felicidad? ¿Que aquí se cumplían destinos fe-meninos que jamás
conocieron otra cosa que estos obscuros agujeros? ¿Mujeres felices con hijos
nacidos de sus vientres? ¿Con amigos con quienes podrían reír? ¿O nada de
eso era verdad? ¿Trabajaba mi mente con imágenes totalmente ajenas para
esta gente? ¿Era este mundo realmente parte del mundo que yo conocía, o
parte de otro planeta?
Después subí a la próxima muralla y durante los días siguientes a otra
y otra. Siempre el mismo cuadro: inmensos pozos, y alrededor oscuras y
silenciosas aberturas en las paredes. Estaba ya casi tentada en abandonar la
esperanza de ver un alma cuando un buen día me sorprendió una amorosa
escena: sentada en el fondo del pozo, una delgada mujer de piel oscura molía
maíz con dos piedras. A su alrededor saltaban y jugaban algunas criaturas de
cabellos negros como el carbón y totalmente desnudas. Sus comportamientos
eran como los son de chicos en todo el mundo: alegres y despreocupados,
como si se divirtiesen en un verde paraíso cubierto de flores.
Cuidadosamente traté de hacer notar mi presencia y realmente no
pasó mucho tiempo cuando una de las criaturas me descubrió. En un primer
momento me miró con gran asombro, pero enseguida les pasó a sus amiguitas
la gran noticia. La mujer dejó abruptamente de moler el maíz y se cubrió la
cara con la capucha de su albornoz, dejando apenas sus ojos al descubierto.
El susto la debe haber aturdido mucho. Le hice algunas señas para
tranquilizarla, y me retiré luego detrás de la muralla.
Al día siguiente volví a estar arriba. Esta vez había traído algunos
bombones que les tiré a los chicos. La alegría fue naturalmente enorme y con
gran griterío se abalanzaron sobre ellos. Riéndome les hice señales de saludos
y ellos a su vez me respondían de la misma manera, haciéndome entender
que volviera. Luego me retiré rápidamente detrás de la muralla.
Día tras día repetía mis visitas ahí arriba. Hasta que cierta vez
apareció un hombre, que no podía ser otro que el jefe de la numerosa familia.
En un primer instante me intranquilizó su inesperada presencia, pero como el
despreocupado actuar de los infantes seguía igual que antes, tuve que suponer
que el hombre estaba informado de mis visitas y que no le disgustaban. Unos
días después me encontré con él parado sobre la muralla cuando, como de
costumbre, subí a ella. Figura de mediana estatura, cara surcada y audaz
como suelen distinguir a todos los árabes, y sobre su cabeza algo parecido a
un turbante. Evidentemente me estaba esperando. El corazón me latía hasta la
garganta. Pero sus ojos, esos indefinibles ojos oscuros que nada tienen que
ver con la romántica dulzura los de las mujeres en este país, no me miraban
con antipatía, de modo que me animé en ofrecerle algunos cigarrillos. Él los
aceptó diciendo algo que por supuesto no entendí. Mediante gestos trató de
hacerme entender que quería acompañarme a conocer su familia. Yo entonces
le seguí. Fue para mí el paseo más desconocido y sorprendente de mi vida.
Bajamos la muralla y caminamos un corto trecho por la llanura hasta un lugar
donde, casi invisible detrás de un arbusto, se abría en el suelo una abertura
como el de una cueva. El hombre me tomó de la mano y agachándose me
guió en un ambiente totalmente oscuro. Innumerables ideas y alucinaciones
embargaron mi mente. ¿Quedé paralizada y con ganas de huir? ¿Estrangulaba
el miedo mi garganta? Y mientras tambaleaba agarrada de su mano,
escuchaba mi propia voz que algo decía sin saber qué y mis labios reían no sé
por qué. Pero el paso del individuo que me arrastraba tras de sí no se paró
para cometer un eventual desafuero, no, al contrario, siguió igual hasta un
lugar de donde salía una tenue luz. ¿Un rayito del Divino? un alcanzado el
pozo. Por un momento quedé totalmente aturdida. Pero tiempo para pensar no
me quedó, porque el hombre me llevó ahora ante la mujer que, avergonzada,
había cubierto nuevamente su cara con la capucha de su albornoz.
Suavemente se la retiré, pero esto sin antes pedirle con gestos permiso al
hombre. Las criaturas a nuestro alrededor nos observaban curiosa y
tímidamente con sus grandes negros ojos que parecían quemar en los
pequeños rostros. Como siempre, yo había traído bombones para ellas y por
encanto desapareció toda timidez. De sus boquitas brotaron risas y palabras,
fuimos de repente amigos de toda una vida. Luego los padres -supongo que la
mujer y el hombre lo eran- me condujeron a través de una pequeña abertura a
un ambiente, que no era más que una cueva cavada en la rugosa pared. Vi
cuatro de estas aberturas, lo cual me hizo suponer que el hombre poseía
cuatro mujeres. En este país, el bienestar de un hombre se medía de acuerdo a
la cantidad de mujeres que poseía. Este árabe evidentemente correspondía a
la clase rica, ya que era su obligación de alimentarlas tanto a ellas como a los
hijos nacidos de cada una. De las demás mujeres, yo no vi nada. Las
aberturas quedaron mudas.
El ambiente en el que entré poseía, para asombro mío, cierta
comodidad. No habían por cierto ni sillas ni mesa, pero las paredes estaban
cubiertas con alfombras, y sobre el suelo habían colchones de paja, que le
seguramente servían para dormir. Algunos jarrones de barro, esparcidos
desordenadamente lucían como adornos, supongo. Lo que me molestaba era
el mal olor que emanaba de cada persona y que se sentía en todo el ambiente,
un olor que llevan también encima muchos males; en ciertos momentos creí
no poder soportarlos más.
Por ambas partes había mucho que ver y que contar, al menos hasta
donde podíamos hacernos entender. A mí lo que más me fascinó fue la mujer.
Verla ahora tan de cerca me convenció de que era bellísima. A escala europea
jamás encontraría una competidora que la podría superar. Parecía ser feliz así
como vivía, después de todo, otra vida la pobre no conocía. ¿Y las demás,
aquellas que no llegué a ver? ¿Cuán lentamente pasaban las horas para estas
mujeres? ¿Y los días y las noches? En sus delgadas muñecas tintineaban aros
de oro. En la oscuridad del ambiente brillaban como rayos de sol. ¡Cuentos
de Mil y Una Noche! Me acuerdo como en mi infancia miraba cuadros
parecidos con mejillas coloradas de entusiasmo, delgados rostros oscuros de
mujeres que escondían sus secretos detrás de un velo, con aretes pendientes
de sus orejas, alhajas como las de esta mujer y hombres con miradas severas
y turbantes sobre sus cabezas, individuos que no solamente poseían poder,
sino que también lo aplicaban.
Lo que viví ahora de grande con el corazón latiendo fuertemente, ya
no fue un capítulo más de lo que había leído durante mi infancia, fue la
realidad de lo extraño, si se quiere, de lo maravilloso: ¡África!
Capítulo 22 Siguen los ensayos

Los años 1937 hasta 1939 fueron en mi carrera deportiva como


aviadora de planeadores, años de mucha suerte y éxitos. En 1937 logré el
récord mundial de distancia (Wasserkuppe Hamburgo). En 1938 el récord
mundial en vuelo con destinos prefijados: Darmstadt - Was-serkuppe, y
regreso al punto exacto de partida. Durante el mismo año logré, como única
mujer participante, el récord del denominado Gran Vuelo, también con
destinos prefijados que partía de Westerland (sobre la isla Sylt) a Breslau
(Actualmente Polonia), y en julio de 1939 logré otro récord mundial en vuelo
con destino prefijado, entre las ciudades de Illagdeburg y Stettin
(Actualmente Polonia).
Poco es lo que podría contar sobre esos vuelos, sencillamente
tuvieron lugar. Con la construcción de las aletas de freno el trabajo de nuestro
instituto se fue extendiendo del tema específico relacionado con la aviación
de planeadores al de la aviación con máquinas a motor, adquiriendo pronto en
ese sector una creciente importancia en terreno militar.
En un principio pareció haberse cerrado el capítulo con nuestros
ensayos en Rechlin, y mi retiro de aquella estación de investigaciones. Los
nuevos planes de nuestro Instituto se concentraban en el desarrollo y
construcción de un Super-Planeador, es decir de una nave de mayor
capacidad. Como el DFS (Instituto para la Investigación de la
Aeronavegación) efectuaba vuelos climáticos para la averiguación e
investigación de las situaciones meteorológicas, se había pensado en un
principio en la construcción de una especie de planeador-observatorio. La
idea fue luego ampliada por otro tipo de nave que sirviera como
transportadora de bienes masivos, como por ejemplo al servicio del correo.
Estos Super-Planeadores serían remolcados por aviones de líneas aéreas y
desenganchados sobre localidades que no disponían de aeropuertos
adecuados para dichos aviones comerciales.
La realización de tal empresa involucraba una serie de problemas
difíciles de superar, no sólo porque significaba la aplicación de nuevas
técnicas desconocidas hasta ese momento, sino porque representaban
también, ciertos riegos. Por ejemplo: ¿Cómo remolcar un planeador de tal
envergadura a la altura necesaria para que luego pueda proseguir su itinerario
independientemente? ¿Y cómo incidiría el remolque en sí sobre la gran nave
enganchada atrás?
No era posible hacer estimaciones, como tampoco es posible saber
por adelantado qué dificultades se pueden presentar en la construcción de
cualquier otro tipo de avión.
El primer Super-Planeador fue construido y yo comencé con las
pruebas. Como remolcador utilizamos el JU-52, una máquina trimotor. Al
igual que en otras oportunidades fui tanteando con cuidado y lentamente las
reacciones del nuevo modelo. Primero nos elevarnos sin carga alguna y
recién después de que la había estudiado bien en todas las maniobras
posibles, la hice cargar con cierta cantidad de bolsas de arena, aumentando
paulatinamente su peso, hasta llegar a la carga máxima prevista teóricamente.
Fue entonces cuando creímos haber llegado el momento de suplantar las
bolsas por personas.
Pasaron semanas y meses hasta que los múltiples ensayos
convencieron de que la nueva construcción podía ser utilizada en la práctica
sin peligro.
Volar planeadores había sido hasta entonces cosa exclusiva de
aficionados, gente a quienes les apasionaba moverse en las alturas sin
escuchar ruido alguno. Pero ahora se había convertido en algo útil para usos
en terrenos con propósitos prácticos y técnicamente posibles, como ser el
transporte masivo de bienes y personas, tanto más en tiempos donde
mundialmente los adelantos científicos y técnicos iban adquiriendo
volúmenes gigantescos. No era por eso de extrañar que también en circulas
militares la Super-Aeronave despertara interés. Este nuevo tipo de planeador
de carga no era solamente un avión totalmente silencioso, sino que incluso
podía efectuar bajadas prácticamente verticales. Con eso también podría
sorprender silenciosamente líneas fronterizas enemigas y efectuar picadas
detrás de ellas, es decir, llevar tropas propias detrás de una frontera. Este
concepto fascinaría a cualquier Estado Mayor del mundo entero, era nuevo y
revolucionario. No era de extrañar entonces que también se interesaran las
autoridades militares por aquello.
Nuestro Instituto recibió luego el encargue de construir un planeador
con capacidad para diez personas. Debía ser un modelo sencillo y del más
bajo costo posible, porque después de cumplir con su objetivo tenía que ser
destruido. El armazón de su casco era una estructura de caños que por
supuesto debían garantizar igual fortaleza como la de cualquier otro avión, y
en casos de aterrizajes sobre suelos no planos brindar suficiente seguridad
para los hombres que formaban el equipo de la misión a cumplir.
Por segunda vez nuestro Instituto se vio confrontado con el encargue
de una construcción que superaba por lejos el objetivo inicial. Finalmente
llegó el momento de efectuar la demostración del nuevo modelo ante las altas
autoridades militares. La importancia del asunto quedó a la vista por las
personalidades que participaron de la exhibición, como por ejemplo Udet,
Ritter von Greim, Kesselring, Model, Milch y otras autoridades de altos
rangos.
Como fui yo quien había hecha los ensayos previos me tocó también
a mí el deber de efectuar el vuelo de presentación, por más que el espectáculo
era puramente militar. Los generales se habían reunido al borde mismo del
aeroparque para observar la escena. Diez soldados de infantería equipados
con todos sus accesorios subieron conmigo al avión. Un JU 52 nos llevó a mil
metros de altura, yo desenganché la soga de remolque y bajé luego en picada
para aterrizar detrás de unos arbustos en inmediata cercanía del lugar donde
estaban parados los generales. En cuanto el Super-Planeador quedó quieto,
los soldados saltaron afuera y se tiraron al suelo en posición de cobertura.
La exactitud de la demostración entusiasmó a los generales de tal
manera, que uno de ellos sugirió repetirla inmediatamente otra vez, pero
ahora ellos mismos como tripulación. La idea fue aceptada espontáneamente.
Pero a mí se me cayó el corazón al suelo: la responsabilidad que tenía que
asumir ahora por la seguridad de esas altas autoridades militares me hicieron
temblar. ¡Quiera Dios que las cosas fueran bien!
Despegué pues por segunda vez, solo que la carga valía "oro". Tuve
suerte: vuelo y aterrizaje funcionaron sin problemas. Después de que la
Generalidad había abandonado al Super-Planeador, me llevé una nueva
sorpresa: de la parte trasera del casco se libró con gran esfuerzo un personaje
adicional, que sin mi conocimiento se había escondido allí: Hans Jacobs, el
propio constructor de la nueva nave, quien de esta manera quería cargar parte
de la responsabilidad por la seguridad de su trabajo.
La importancia militar del Super-Planeador sin embargo, no quedó
libre de críticas. La oposición se manifestó en los círculos de las Fuerzas de
Paracaidistas, que veían en la llueva creación una suerte de competidora.
Dentro de las Fuerzas Armadas se formaron divergencias de opiniones, y
como resultado fue dispuesta una segunda presentación de la máquina ante la
Generalidad del Ejército.
La exhibición tuvo lugar en la ciudad de Stendal. Esta vez no realicé
el vuelo aunque sí fui invitada como huésped. Las dos agrupaciones, es decir
la del Super-Planeador y la de las Fuerzas de Paracaidistas, hicieron sus
demostraciones simultáneamente. Diez Super-Planeadores remolcados por
diez JU-52, y una cantidad igual de otras JU-52 tripuladas por paracaidistas
despegaron al mismo tiempo del misal lugar, y, manteniendo todos la misma
altura, volaron en dirección al aeroparque de Stendal, de modo que en el aire
se encontraban cien paracaidistas y cien soldados de infantería.
En un momento dado se dio la señal y minutos de extrema tensión
siguieron. Silenciosamente, como pájaros grandes, los Super-planeadores
bajaron en picada para aterrizar uno al lado del otro en el exacto lugar
prefijado del aeroparque. Segundos después, cien hombres se encontraron en
posición de combate. Los paracaidistas no tuvieron suerte aquel día. Un
fuerte viento, que a los Super-Planeadores les favoreció, a los paracaidistas
los llevó en todas direcciones, de modo que tanto hombres como materiales
se encontraron dispersos en muchos lugares distintos. Consecuentemente
tampoco podían concentrar su acción de combate. Por más que esto de
ninguna manera significaba menospreciar la importancia del paracaidismo, el
cual ejerció acciones espectaculares durante la segunda guerra mundial,
igualmente quedó demostrada la importancia que tenían los Super-
Planeadores, a pesar de las afirmaciones en contra.
A mí personalmente me embargó un sentimiento raro ver crecer a
nuestros pájaros bajo mandos ajenos, algo así quizás como podría sentir una
madre al despedir de su cuidado a los hijos crecidos, pero siempre con la
temerosa pregunta en su corazón, cuál serían sus destinos en el futuro. ¡La
futura cruenta guerra dictó más tarde el destino de millones!
La primera intervención de los Super-Planeadores coincidió con el
comienzo de la guerra contra Francia en mayo de 1940. El objetivo fue la
llamada linea Maginot. Ésta debía ser tomada en el tiempo más rápido
posible y con un mínimo de armamentos. De acuerdo al plan operativo, los
Super-Planeadores debían aterrizar con sus hombres y armas dentro de las
áreas de las fortificaciones enemigas, ponerlas fuera de combate, y facilitar
con ello el avance de las propias tropas sin grandes pérdidas. Al comienzo de
la guerra fueron formadas unidades especiales, para las que se designaron los
mejores pilotos alemanes de planeadores. Ninguno de ellos era un militar
profesional y por lo tanto figuraban todos como soldados rasos. Esta
desigualdad entre sus cualidades en el terreno de la aviación con planeadores
y los correspondientes preparativos necesarios para sus intervenciones
militares, y los rangos superiores de los oficiales del ejército, que
contrariamente no tenían conocimientos o experiencias en cuestiones de la
aeronáutica, solían provocar muchas veces roces personales negativos.
La fecha prevista para la ofensiva contra Francia fue varias veces
postergada. Mientras tanto, los pilotos de planeadores quedaban estacionados
con sus unidades en estricto aislamiento. Por la importancia que se le atribuía
al operativo, se dispuso incluso la prohibición de tomarse vacaciones y hasta
de mantener correspondencia postal. Bajo estas condiciones, la repetida
postergación de las fechas para la ofensiva repercutía desfavorablemente en
sus estados anímicos. Encima tampoco podían efectuarse suficientes
ejercicios previos para las programadas intervenciones.
Todos sabían que el esperado éxito de las mismas dependía de éstos,
es decir de ejercicios que nunca se habían efectuado, ni en tiempos de paz ni
después de declarada la guerra. De acuerdo al plan de operaciones, las
máquinas debían despegar de noche, una tras otra en determinada fecha y
llegar a destino simultáneamente.
Sobre el terreno de largada fueron ubicadas en línea recta, cada una
atada a su correspondiente máquina remolque con las consabidas sogas. En
término de pocos minutos, todas ellas tenían que estar en el aire. ¿Pero qué
pasaría si las sogas se entrelazaran en la oscuridad por motivos
imprevisibles? ¿Y cómo se podría lograr que todos los Super-Planeadores
llegasen puntualmente al lugar de destino fijado por las autoridades militares,
ya que en caso contrario la operación corría peligro de fracasar?
Los hombres que día a día se formulaban estas preguntas sabían que
las respuestas requerían el máximo de sus conocimientos y experiencias, y no
en vano se consultaban permanentemente. Por eso, y responsables como lo
eran, reclamaron insistentemente a que se efectuaran ensayos previos dentro
de lo que podían permitir los reglamentos militares. Pero sus pedidos solo
alcanzaron oídos sordos. ¿Qué podría contarle un pequeño cabo a su jefe
sobre tal acción? Estas eran más o menos las respuestas que recibían,
formuladas como preguntas, pero que no significaban otra cosa que en
cuestiones militares, un simple civil uniformado nada podría opinar sobre
temas tácticos.
Y así tuvieron que seguir esperando inactivos, sin comunicación con
sus familias, sus amistades y camaradas. No era pues de extrañar que la
amargura los deprimiera crecientemente.
La información de lo que allí ocurría me llegó también a mí de
alguna manera. La idea de que por desconocimientos profesionales no podían
ser efectuados los sayos previos indispensables para esta acción, nueva en
todo sentido, y que podrían causar muchas muertes de mis camaradas, aparte
de que podría hacer peligrar la intervención en sí, no me dejó más tranquila.
Día y noche traté de encontrarle una solución al asunto.
Le escribí una carta al general von Richthofen, jefe de toda esa
unidad, pidiéndole permiso de participar también yo en esta primera acción
de los Super-Planeadores. Richthofen me lo denegó. No tenía ahora ninguna
manera de llegar a mis hombres: Igualmente me seguía persiguiendo la idea.
Pero, ¿no había ocurrido ya muchas veces en mi vida que el destino me
reparara maravillosas casualidades?
Mientras tanto, el invierno ya había comenzado a anunciarse
mediante heladas y lisuras. La fecha fijada para el inicio de la campaña contra
Francia, noviembre 1939, fue postergada para febrero 1940. Para los Super-
Planeadores se presentaba ahora la pregunta de cómo hacerlos parar sobre
suelos congelados. Tiempo para efectuar suficientes ensayos no quedaba. Se
le encargó ahora al DFS (Instituto para la Investigación de la
Aeronavegación) el desarrollo de aletas capaces de reducir el trecho del
deslizamiento lo más posible.
La solución la encontró Hans Jacobs. Construyó uno frenos parecidos
a arados ubicados a ambos lados del patín del casco, que mediante una
manivela se las dejaba bajar y se incrustaban en el suelo helado. Lo que no
era posible de calcular era la potencia efectiva de los frenos, ya que
dependían tanto de la constitución del suelo como de la velocidad del avión al
aterrizar. De que al final resultaría ser mucho mayor que la originalmente
pensada lo iba a constatar yo misma después del primer ensayo.
Para evitar que eventualmente la palanca de mando se incrustara en
mi cuerpo por un imprevisible brusco aterrizaje, me envolví en una cantidad
apreciable de frazadas. A pesar de todo, el golpe que recibí al aterrizar por la
extraordinaria fuerza de los frenos fue tal que me quedé sin aire por unos
instantes, y recién después de algunos minutos de total aturdimiento, pálida
como la cal, logré bajar de la máquina con la ayuda de varios hombres.
Cambios de construcción de los frenos tendientes a evitar que no se
hundieran tanto en el suelo, lograron amortiguar aquel desagradable impacto,
pero naturalmente también se redujo con eso el fuerte efecto de las frenadas.
Yo seguí volando ensayo tras ensayo, al principio con aviones vacíos, luego
cargados con bolsas de arena, hasta que finalmente logramos resultados
satisfactorios.
¡Cuán feliz me sentí entonces cuando me encargaron-presentar los
nuevos frenos a mis camaradas estacionados en Hildesheim destinados para
la primera intervención bélica de los Super-Planeadores! ¡De qué maravillosa
manera se había cumplido así mi pedido de poder intervenir en alguna forma!
Estaba convencida de que éste sería el camino que conduciría a solucionar los
más acuciantes problemas del momento.
La bienvenida del Comandante en pleno terreno del aeroparque fue
realmente muy amistosa. Lo que sí creí leer en su rostro fue una cierta
extrañeza de que le pidiera almorzar junto con mis camaradas en la cantina y
no en el casino con la oficialidad, tal como él lo tenía programado. Poco me
importó. Por supuesto vi durante el almuerzo solo caras contentas y alegres.
Pero igualmente noté que no era aquí el lugar adecuado para hablar sobre los
problemas que pesaban sobre nuestros corazones. Teníamos que esperar una
mejor oportunidad. Esta se dio a últimas horas de la tarde, después de que les
había demostrado a mis hombres en la práctica las cualidades de los
novedosos frenos.
Una acción nocturna programada por el Comandante, y a la que yo
había sido invitada a presenciar, tuvo que ser cancelada por fuertes nieblas.
De esta manera pude charlar varias horas con mis camaradas. Fuimos un
pequeño grupo de viejos camaradas de la aeronavegación, cuyo portavoz era
el magnífico Otto Bräutigam. Ahí me enteré por primera vez de los detalles
de lo que en realidad pasaba. Pruebas y ensayos prácticamente nunca
pudieron ser llevados a cabo y mucho menos tan solo una acción de combate
ficticio. Pero nosotros, los que estábamos aquí reunidos alrededor de una
rústica mesa de madera, sabíamos que si se quería tener realmente éxito en un
enfrentamiento con el enemigo y evitar pérdidas humanas, era indispensable
llegar al minuto exacto al lugar de destino. Tenían que efectuarse vuelos
nocturnos de entrenamiento a cortas y largas distancias. Ninguna
eventualidad debía ser dejada de lado, podía pasar de todo.
Otto Bräutigam irradiaba ánimo, coraje y humor, siempre dispuesto
al chiste y a veces hasta a suaves groserías, pero asimismo uno de los más
grandes y valientes expertos. Pero ahora se le veía en su cara de amargura y
el enojo por la manera de cómo eran tratados los planeadores.
Ninguno de estos hombres era cobarde, y todos estaban dispuestos
hasta a dar sus vidas en servicio a la patria. Tampoco eran rebeldes no
dispuestos a aceptar la disciplina necesaria en toda organización militar. Pero
no podía ser el sentido de una organización militar, aceptar fallas y errores de
oficiales superiores simplemente por rígidos formalismos, que incluso podían
significar pérdidas humanas, sólo porque quien exigía las medidas no era más
que un simple cabo. Contra eso se oponían tanto ellos como yo misma. Pero
claro, ¿qué podía valer la protesta de una mujer?
Mis camaradas sin embargo me decían que precisamente por ser yo
mujer, y por lo la ir no obligada a recibir órdenes contrarias a nuestras
convicciones, podría hacer algo. ¿Pero qué? Yo solamente podía ayudar
indirectamente, es decir, si no interviniera personalmente; porque según las
costumbres y normas militares sería sencillamente imposible que una mujer
intercediera en cuestiones militares. Significaría empeorar aún más la
situación.
Otto Bräutigam logró encontrar una posible solución a través de una
conversación con el General von Greim. El resultado fue que acto seguido se
efectuó una acción de prueba, que demostró de manera espectacular cuánta
razón tenían mis camaradas al exigirla. No sólo que ya con los despegues
hubo problemas, sin que los pocos Super-Planeadores que llegaron a destino,
lo hicieron con demoras de hasta horas más tarde de la programada. Recién
después de suficientes entrenamientos pudieron ser superadas las fallas.
Cada vuelo de ensayo que yo hacía, contribuía a la seguridad vital de
los hombres. Ya sólo esto le daba a mi misión como ensayista una
responsabilidad tan importante que, aparte de mi amor por volar, no me
podría haber deseado un deber más digno.
Naturalmente la guerra, que de manera creciente interviniera tan
tristemente en nuestras vidas, hizo cambiar también la gama de mis
obligaciones. Las investigaciones aeronáuticas lógicamente tuvieron que ser
concentradas en temas militares y consecuentemente mis actuaciones como
piloto de pruebas de nuevos modelos fueron limitándose casi exclusivamente
a máquinas de guerra. A muchos les molestaba que fuera justamente una
mujer la encargada de esas tareas, y ese privilegio reservado al sexo
masculino les parecía aparentemente más importante que la emergencia de la
hora.
A mí esa posición me costó muchos disgustos, y seguramente habría
postergado importantes proyectos si no hubiesen intervenido hombres
responsables como Udet o Ritter von Greim, para quienes los deberes
objetivos eran más importantes que la lucha de sexos. Por más que yo
personalmente sufría por esas divergencias, jamás me habría apartado de mis
obligaciones. Y de esta manera, aquellos años de guerra, que se impregnaron
triste e imborrablemente en mi corazón, se transformaron en años de difícil y
serios trabajos.
No todo ensayo fue exitoso, inútil querer negarlo, ya que no toda
nueva idea forzosamente tiene que ser realizable en la práctica. Pero también
ellas son ejemplos de la intensidad de trabajos que durante la guerra fueron
efectuados en el terreno aeronáutico.
Ciencia e investigación obtuvieron en esos años empujes especiales,
ya que las tristes circunstancias obligaban al desarrollo de nuevos artefactos.
También el trabajo del Instituto para la Investigación de la Aeronavegación
fue siendo determinado cada vez en mayor grado por la guerra.
Así por ejemplo el intento de construir una nave no tripulada capaz
de transportar nafta, remolcada como todo planeador por un avión a motor.
De este modo, el avión motorizado podría ser abastecido con combustible a
través de un caño en cuanto se le vaciaba su propio tanque. El aparato
portador de la nafta debía tener el máximo posible de estabilidad propia, de
modo que adquiriera su posición normal en cuanto una ráfaga de viento lo
desequilibrara. Para los ensayos yo era la persona más indicada por mi
pequeña estatura, tanto más por cuanto el aparato se concibió con medidas
pequeñas, pero igualmente para las pruebas debía ser manejable, ya que sus
indefectibles fallas iniciales debían ser corregibles manualmente.
Entre los incontables ensayos que volé durante una decena de años,
ninguna serie me fatigó tanto como ésta con los diminutos portadores de
combustibles. Cada prueba me hacía sentir fuertes náuseas y esto porque para
controlar las reacciones del pequeño planeador tenía que atornillar el bastón
de mando, y consecuentemente soportar toda clase de piruetas que producían
los vientos. Hubo varios casos en que la pequeña máquina se volcaba
repetidas veces.
Estos ensayos no sólo me costaron superar mis malestares físicos,
sino otra cosa más: miedo, sencillamente un feo y vulgar miedo. Pero cada
vez que me invadía, tenía que pensar en los soldados que arriesgaban sus
vidas por la patria y me avergonzaba estar menos dispuesta que ellos. La idea
de construir un portador de combustible en esa forma, fue finalmente
abandonada por considerarse irrealizable.
Otros ensayos fueron hechos con relación a la pregunta si se podría
construir un pequeño avión de observación capaz de despegar desde la
cubierta de una pequeña nave de guerra y volver a aterrizar sobre la misma.
Para estas pruebas se utilizaron dos sogas de treinta metros de largo, y a una
distancia una de la otra de un metro. Las dos sogas eran fijadas en uno de sus
extremos en el suelo, en este caso la cubierta, y los otros dos extremos en un
armazón de madera de seis metros de altura de modo que las sogas adquirían
una determinada inclinación. Solo e estas sogas aterrizaría el avión de
observación con sus alas, mientras que el casco y tren de aterrizaje quedarían
entre las dos sogas. Cada soga contaría con una determinada cantidad de
obstáculos especiales para frenar la velocidad del avión en tan corto trecho.
Yo tenía que aterrizar entre esas dos sogas.
La distancia entre las dos sogas era, como digo más arriba, de un
metro, el mínimo necesario para ubicar el casco entre ellas. Para que las
sogas no cortaran las a y aletas de mando del avión, se les agregaron a ellas
unos refuerzos de acero. Pero igualmente existía ahora el peligro de que la
máquina saltara de las sogas al aterrizar. Por eso se construyó un dispositivo
ubicado a ambos lados del casco que lo hacía saltar dentro una canaleta que
automáticamente se cerraba y de esta manera aseguraba que el avión se
mantenía firme entre las dos sogas. Para la realización se pensó en una
pequeña máquina con propulsor a cohete pero que todavía se encontraba en
estado de evolución. Por eso se me encargó a mí efectuar los ensayos con un
planeador, para ver si la idea en sí era realizable realmente. Las pruebas
resultaron ser extremadamente difíciles.
Tal como ya se puede valorar de los datos técnicos enunciados arriba,
lo más importante era efectuar un aterrizaje puntualizado absolutamente
exacto. Para alcanzarlo, comencé con un específico y sistemático
entrenamiento. Sobre el aeroparque cercano hice delimitar con banderitas una
superficie igual a las medidas del armazón de madera previsto para los
barcos. Todas las mañanas, antes de efectuar los vuelos de ensayo a bordo,
comencé a practicar aterrizajes puntualizados sobre esta superficie, tanto para
alcanzar el destino con la menor velocidad posible, como para lograrlo con la
exactitud de máxime un metro. En la verdadera superficie de pruebas, es
decir en la que se encontraba el armazón, era muy difícil reconocer desde el
avión donde comenzaba la superficie inclinada. Para hacerla reconocer mejor,
hice colocar entre las sogas pequeños abetos, que me ayudaban sencillamente
el reconocimiento por su efecto plástico. Después de haberse realizado de
esta manera todas las medidas necesarias y previsibles, hice la primera prueba
real, esperada por todos con gran expectativa. Me envolví nuevamente en una
gruesa capa de frazadas y me coloqué sobre la cabeza un casco de seguridad,
visto quizás por uno que otro espectador con sonrisa irónica.
La prueba tuvo lugar con cierto viento lateral, por lo cual la máquina
estaba algo inclinada en el momento de tener que posarse sobre las sogas.
Pero como aún tenía buena velocidad, el cuerpo del avión surgió rápido como
un relámpago entre las sogas. Instintivamente reaccioné, igualmente rápido
como un relámpago, encogiendo la cabeza y el casco de seguridad me salvó
de perderla por culpa de las sogas. Para los espectadores, ese momento fue
más espantoso que para mí misma. Pilotos de caza que se encontraban entre
éstos, comentaron más tarde que preferían volar contra el enemigo, que hacer
vuelos como éste. Ya con la segunda prueba conseguí entrar entre las dos
sogas reglamentariamente. Pero a pesar de los obstáculos de freno, la
máquina tenía bastante velocidad. Admito que no me sentí para nada bien,
ver como se me acercaba rápidamente el armazón de madera. Por suerte el
avión quedó quieto un par de metros delante de él.
Para la tercera prueba se modificaron los obstáculos de freno, pero no
sirvieron parta nada. Nuevamente el armazón se me acercaba con gran
velocidad. Otra vez encogí la cabeza instintivamente, viéndome va expulsada
por encima del armazón. Pero como por un milagro, la cola del avión quedó
enganchada en él, mientras el resto de la máquina quedó colgando en el aire,
por supuesto conmigo adentro hasta que los bomberos me sacaron del
asiento. Las pruebas fueron abandonadas hasta tanto no se encontrara una
solución.
Para mí una tarea de especial valor, fueron las pruebas que se
realizaron para solucionar el problema de las sogas de balones que rodeaban
muchas ciudades inglesas, principalmente Londres. Quizás más de uno se
acordará que los ingleses habían elevado barreras de sogas para impedir la
entrada de aviones de nuestra Fuerza Aérea, y que costó muchas vidas de
aviadores alemanes. Las sogas literalmente serruchaban a los aviones.
Hans Jacobs construyó un desviador que protegía el motor y las alas
del avión, y que en sus extremos cortaban las sogas. La construcción se
probaría en Rechlin. Para las pruebas se utilizaron cables de acero de diversos
diámetros, empezando del más fino de 2,7 milímetros, que significaría para la
máquina el de menor peligro, hasta el más grueso de 8,9 mm, que colgaría en
el aire como una barra de acero.
Para medir con precisión las fuerzas que chocarían contra esos cables
y barras, se desarrollaron aparatos especiales. Con eso se establecerían las
bases para los cálculos del desviador y su posterior desarrollo. Las pruebas
tendría que hacerlas yo con el avión modelo "Do 17". Como no se podía
prever si el desviador protegía totalmente las hélices de los motores, seguía
existiendo la posibilidad de que partes de ellos ingresaran en la cabina del
avión e hirieran mortalmente a la tripulación. Por eso me hice instalar un
segundo asiento con bastón de mando en el lugar donde normalmente se
ubica el ametrallador con su arma. Ahí también estaban ubicadas las portillas
de entrada y salida del avión. Si bien desde aquí no podía aterrizar, sí podía
manejar la máquina.
Después de darle al instalador las instrucciones necesarias y después
del despegue alcanzar nosotros la suficiente altura, le dejaría a él mantener la
dirección del avión, mientras yo me arrastraría al asiento trasero para volver a
hacerme cargo del manejo de la máquina. Ahora también el instalador se
ubicaría conmigo atrás y nos colocaríamos los paracaídas. Su asiento era el
que estaba al lado de la portilla de salida. En caso de que la prueba
malograra, tendríamos los dos la posibilidad de saltar afuera, por supuesto
condicionado esto a la suficiente altura a la que volábamos. Por eso volaría
yo sola, sin el instalador, en las pruebas donde los balones tenían poca altura,
ya que en esos casos no tendríamos el tiempo necesario para salir ambos del
avión. Para esas pruebas, es decir cuando los balones tenían poca altura, yo
me quedaría adelante en el asiento del piloto.
Y así llegó el día del primer ensayo. En el aeródromo de Rechlin
estaba estacionado el bombardero "Do 17". Me ubiqué en él, despegué y volé
sobre el balón varias veces en círculos, mirando si el cable di acero reflejaba
en algún lugar los rayos del sol. En cuanto lo descubrí en el azul del cielo,
bajé con la máquina un poco, pero lo volví a perder de vista. Entonces decidí
probar mi suerte, pensando creer recordar la dirección aproximada donde se
encontraba. Fue mera casualidad que realmente choqué contra el cable.
De aquí en adelante hice colocar en el cable dos tiras de género de
varios metros de largo, y a distancias de treinta metros una de la otra, para
hacerlos visibles sin tener que buscarlos y perder tiempo. Las dos tiras me
servían ahora de guías, de modo que podía chocar contra el cable con
precisión en el centro entre las dos.
La utilidad del desviador, sin embargo, de ninguna manera quedaba
demostrada con estos primeros ensayos. Esto sólo podría lograrse mediante
sistemáticos vuelos de medición, que llegarían hasta el grosor máximo de las
barras de acero que utilizaba el enemigo. El desviador era mejorado
permanentemente.
Estas pruebas me emocionaron espiritualmente como la misión
anterior; tenía plena conciencia de que cada vuelo que hacía serviría para
salvar vidas de mis compatriotas. Fue una dura lucha contra los peligros. A
todo esto, olvidaba que ya durante los últimos días me sentía mal. Tenía
fiebre y fuerte dolor de cabeza, pero me oponía a reconocerlo hasta tanto no
había terminado con las pruebas.
Faltaba ahora la última, aquella que diría si el desviador resistía ante
el más grueso cable de acero. Subí varias veces todavía al avión, hasta que
una mañana, temblando por la fiebre, descubrí en mi cuerpo los
inconfundibles síntomas de la escarlatina. Fui llevada de inmediato a Berlín,
al sanatorio Virchow. Allí estuve internada en cuarentena en una pequeña
pieza con vista a un hermoso jardín. La fiebre aumentaba y yo me sentía cada
vez peor. Pero lo que más me dolía era no poder haber terminado con las
pruebas. Me había configurado con ellas al extremo durante los últimos
meses.
Ya pocos días después de mi internación fui alojada en cuarto
totalmente obscurecido, porque la escarlatina se había extendido a mis ojos.
¿Quedaría corta de vista o peor, ciega?
Después de varias semanas, tuve todavía encima de la escarlatina,
reumatismo en las articulaciones. Para colmo, el corazón había comenzado a
hacerme problemas. ¿Tendría que abandonar mi pasión por volar? Mi estado
anímico caía cada vez más en un abismo depresivo, al punto que al final me
entregué en manos de Dios, que hasta ahora me había congraciado con años
de felicidad. Estaba dispuesta a aceptar el abandono de mis sueños.
Mientras tanto las pruebas con los desviadores de cables continuaron
haciéndose. El encargado de efectuarlas y terminarlas era mi camarada
Lettmaier, un piloto de extraordinaria capacidad. Más tarde cayó en servicio
por la patria. El desviador sería ahora aplicado en la práctica, es decir en el
frente. Pero allí se mostraron escépticos. Una excepción fue el Capitán
General Ritter von Greim, quien había observado las pruebas junto con sus
comandantes, convenciéndose de la utilidad y necesidad de instalarlo en los
bombarderos. Por eso reclamó la entrega de todas las máquinas provistas con
estos desviadores. Fueron sus hombres los primeros que me informaron sobre
los éxitos obtenidos en la práctica. No podría haber habido para mí nada que
me hiciera sentir más feliz que aquellas cartas de agradecimiento.
Tres meses transcurrieron hasta que finalmente fui despedida del
sanatorio. Estaba curada y podía seguir practicando mi profesión. Regresé
entonces a mis deberes como piloto de pruebas de nuevos modelos de
aviones.
Durante todo ese tiempo de mi internación, el desviador fue
permanentemente perfeccionado. Si bien se había confirmado que cumplía
con los propósitos perseguidos, igualmente se llegó a la conclusión que el
peso del dispositivo sería demasiado grande para casos en que uno de los
motores del avión fracasara y dejara de funcionar.
Estas consideraciones condujeron a idear una especie de cuchilla
ubicada en los frentes de las alas, destinadas a cortar los cables. El
consecuente inconveniente a esta solución era que entonces las hélices de los
motores quedaban sin protección. Las pruebas para estos cortantes
comenzaron durante la primavera de 1941. Como con cada prueba se perdía
un balón, y con ello no podía ser utilizado nuevamente, tuvimos que trasladar
la estación de pruebas a Saarow (cerca de Berlín). Ahí se encontraba la
estación de pruebas de balones. A todo esto se presentaron desagradables
incidentes cuando el cable de un balón era cortado y éste llevado por el
viento, con el trozo de cable cortado colgando, dañando los cables eléctricos
de alta tensión. Estos deterioros le costaban al Estado enormes gastos.
Naturalmente fueron buscadas soluciones adecuadas también a estos
problemas. Así por ejemplo se emplearon aviones de caza para derribar los
balones. Pero en casos de no disponer de tales máquinas, se probó de cerrar
las válvulas de sobrepresión que hacían explotar los balones en cuanto subían
al no estar más sujetadas por los cables cortados. Pero ninguno de estos dos
métodos garantizaba una seguridad perfecta.
Llegó luego el día en que el General Udet fuera citado por Adolf
Hitler. En Saarow, donde tenían lugar estos ensayos, Udet aterrizó con su
máquina para cargar combustible. Y ahí se enteró con asombro que yo estaba
precisamente efectuando los preparativos para un vuelo anti balón. Tampoco
sabía que yo estaba haciendo esos vuelos día tras día ya durante semanas.
Esta vez estaba previsto utilizar un cable de acero muy difícil de cortar. Su
espesor era de 5,6 mm, pero su estructura no era como la que comúnmente se
utilizaba, aquella no estaba compuesta de muchos hilos finos de acero, sino
de cinco a seis gruesas cuerdas de dicho metal. El balón había sido traído
desde Inglaterra por el viento. Pero el pedazo de cable encontrado era
relativamente corto, de modo que la altura del balón al que debía ser sujetado
ahora era escasa. El vuelo de aproximación era por eso sumamente peligroso,
ya que no teniendo suficiente altura era casi imposible saltar con el
paracaídas en caso necesario.
Udet, quien hasta ese momento nunca había visto una prueba anti-
balón, se quedó con los hombres que efectuaban los preparativos para
observar los mismos. El lugar de anclaje de los cables estaba situado en un
bosque para protegerlo de los vientos. Con ello se lograba que el balón se
moviera en dirección del mismo, recién cuando sobrepasaba la altura de los
árboles. Por desgracia, hoy el balón no se colocó con su lado angosto contra
el viento, sino con el ancho. Esto tendría que haber obligado a los hombres a
bajar inmediatamente el balón, ya que ahora, en esa posición, el desvío del
mismo podría resultar tan fuerte que el cable que lo sostenía podría romperse
antes de que el avión encargado de cortarlo lo hiciera. Sin embargo no lo
hicieron, posiblemente impresionados por la presencia de Udet, me dieron a
mí la señal de largar.
Al volar por encima de balón y ver de qué manera inusual había sido
desviado por el viento, tuve conciencia cuan peligroso era ahora cortar el
cable por la escasa distancia entre las copas de los árboles y del globo. Pero
como no tenía conocimiento del error cometido por el personal abajo y
suponiendo que la posición del cable respondía también a las posibilidades
que debían enfrentar mis camaradas durante sus vuelos en los frentes de
guerra, me sentí obligada a efectuar igualmente la prueba. En ese mismo
instante se produjo a mí alrededor un gran crujido. Astillas de hélices de
metal volaron por la cabina. Al mismo tiempo tuvo lugar un descomunal
desequilibrio del motor izquierdo. El cable había destrozado la parte baja de
dos palas de la hélice.
Inmediatamente paré el motor y traté de hacer lo mismo con la
corriente eléctrica que mantenía en movimiento las palas de las hélices, es
decir paralizarlas para que no siguieran girando por auto rotación. De esta
manera traté de que el avión adquiriera las características de un planeador.
¿Podría lograrlo antes de que el motor desequilibrado fuera arrancado del
avión y con ello el peso de la máquina se trasladara a su parte trasera e
inevitablemente la haría caer a tierra? Era una carrera con la muerte.
Los hombres allá abajo, entre ellos Udet, habían escuchado el
crujido, veían con ansiedad como volaban por el aire trozos de metal brillante
reflejados por el sol como pequeñas luces. En cuestión de segundos
desaparecí de sus vistas detrás de las coronas de los árboles. Pero la
explosión que esperaban no se produjo. Udet subió inmediatamente a su
"Storch" y se dirigió a Fürstenwalde, desde donde yo acostumbraba a
despegar y donde también hoy había logrado aterrizar. Asombrada lo vi de
pronto aterrizar al lado de mi máquina. Nunca lo había visto tan pálido. Sin
poder pronunciar palabra alguna se paró frente a mí. Luego, recompuesto del
susto, subió a su avión y voló al cuartel de Adolf Hitler. A continuación fui
condecorada con la Cruz de Hierro Segunda Clase.
Capítulo 23 Consecuencias de mi condecoración con la
Cruz de Hierro. Conversaciones con Goering y Hitler

El 27 de marzo fui objeto de una recepción en Berlín por parte de


Goering, quien en reconocimiento por los ensayos y pruebas que había
realizado me entregó la Medella de Oro con Brillantes en versión especial de
la Aviación Militar. Fue la primera vez que lo conocí personalmente. Al
entrar en su sala de recepción, donde me esperaba en compañía de varios de
sus Generales, en un primer instante no fui tomada para nadie en cuenta,
mientras él volvía a mirar una y otra vez hacia la puerta. Finalmente Udet le
llamó la atención con pícara sonrisa, indicándole que la visita esperada ya
estaba parada frente a él. Su asombro fue grande. Ahí estaba el corpulento
Goering delante de mí, mirándome con sus manos apoyados en las caderas.
"¿Cómo, ésta es la famosa Capitana de Aviación? ¿Eso es todo? ¿Cómo es
posible que usted pequeña persona pueda volar?"
Su observación respecto de mi pequeña estatura no me gustó. Con las
manos aludí a su corpulencia y pregunté: "¿Es necesario para eso ser como
usted?" En medio de la frase pensé con estupor que mis manos, que
dibujaban en el aire su enorme físico, no era precisamente lo más adecuado
en ese momento y ambiente. Traté de interrumpir el gesto, pero ya era tarde.
Todos la habían visto, al igual que Goering mismo, pero también como él
largaron una gran carcajada.
Al día siguiente tuvo lugar la recepción en el despacho de Adolf
Hitler. Con gran expectativa subí los escalones de la Cancillería del Reich.
Acompañada por un ayudante, fui conducida a lo largo de un pasillo a la
oficina de Adolf Hitler, quien estaba parado conversando con Goering y otros
altos funcionarios.
Fue la segunda vez que me encontré con él. La primera vez fue con
motivo de mi nombramiento como Capitana de la Aviación en 1937, en
entonces junto con los hombres quienes bajo el mando de Freiherr von
Gablenz habíamos logrado sobrevolar con un avión alemán la meseta
montañosa asiática de Pamir.
Adolf Hitler me saludó cálida y amistosamente, mientras que Goering
a su lado brillaba como un padre que presentaba orgullosamente a su bien
educada prole. Nos sentamos alrededor una mesa grande sobre la cual -no lo
podré olvidar nunca- lucía un ramo de vezas. Mi lugar era entre los dos.
Adolf Hitler se interesó mucho durante la prolongada conversación por mis
ensayos y confieso que me impresionaron sobremanera sus conocimientos
sobre asuntos meramente técnicos, como solamente los podrían saber
especialistas. Asombrosa fue asimismo la claridad de sus preguntas, que
siempre se limitaban a los puntos claves de los diversos temas. A mí, como a
todos antes y después de mi que tuvieron contacto con él, nos asombró su
conocimientos universales, y no hubo especialista en cualquier terrero con el
que no podría conversar sobre su tema profesiones, fuera éste técnico,
cultural, arquitectónico, armamentístico, histórico, o lo que fuere. Su modo
natural y simple de darse irradiaba confianza de la que nadie podía sustraerse.
Durante los días que siguieron me llegaron infinidad de cartas,
telegramas y felicitaciones personales. La participación del público a este
acontecimiento me impresionó profundamente; sentía en ella el
agradecimiento de nuestro pueblo a nuestros soldados. Honraban a cada uno
de ellos. Pero como con el otorgamiento de la Cruz de Hierro de segunda
clase, desde su fundación en el año 1813, solamente fue honrada una sola
mujer, la enfermera Johanna Krüger, mi propia condecoración como primera
mujer durante esta guerra fue interpretada como símbolo de amor por los
maridos, hijos, padres y hermanos que exponían sus vidas por la patria. Así, y
de ninguna otra manera, sentí yo en aquello días una profunda felicidad, que
solamente puede comprender quien ama a su pueblo.
Mi comarca natal Schlesien (Silesia), no se olvidó que yo era hija de
aquel terruño. El 4 de abril 1941 organizó, mi ciudad de nacimiento
Hirschberg, una gran recepción. Mi primera reacción fue negativa, pero el
Intendente de Hirschberg fue a buscarme con su coche a Berlín. Todavía
impresionada por todo lo que había ocurrido durante los últimos días, recién
cuando nos íbamos acercando a los límites de m provincia, comencé a
comprender lo que significa el apego a la tierra natal. Las casas de los
pueblos se habían embanderado, la gente rodeaba las calles y me tiraba flores
y desde sus puertas saludaban con sus pañuelos, y todavía antes de llegar a
Hirschberg tuvimos que parar a menudo para escuchar los cantos de
pequeños escolares, darles las manos y aceptar amorosos regalos. De todos y
de todo se mostraba el amor por Silesia: de sus miradas llenas de
agradecimiento, de los ojos infantiles que brillaban, de las alegres miradas de
ancianos y ancianas que nos saludaban desde lejos con sus arrugadas manos,
de las fuertes y entusiastas voces de los jóvenes, de las flores y de las
banderas que flameaban en Hirschberg.
Realmente yo era hija de mi querida ciudad de Hirschberg. Se parecía
a un mar de gente y adornos. Y mientras nos acercábamos a la alcaldía donde
tendría lugar la recepción, la juventud formaban filas en las calles, los
estudiantes de la escuela de planeadores Grünau y un grupo de aviadores
tomaron posición en la entrada de la ciudad, y miles de personas cubrieron
las veredas. Esta ciudad con sus verdes montes, sus antiguas casas con
tejados a dos vertientes, sus pérgolas, sus calles y angostas callejuelas, la
llevé desde mi infancia siempre en mi corazón. En cuántos países y lugares
de la tierra yo haya estado, mi ciudad nunca dejó de estar presente en mi
mente.
Aquí estaba mi cuna. El júbilo, que de tano en tanto llegaba hasta
nosotros dentro de la Alcaldía, me conmovía. Me confirmaba que dentro del
pueblo alemán existía un amor cuya fuerza tenía su fuente en algo que no se
puede describir: ¿En los montes, las praderas y los campos labrados que
rodeaban la ciudad? ¿Eran los pensamientos que llenaban el alma del simple
soldado en las trincheras? ¿Eran los sueños de esposas y madres que debían
soportar las carencias de la guerra? Era sencillamente la Patria.
En la Cámara de Consejeros me fue entregado el Certificado de
Ciudadana de Honor de la ciudad. Una distinción que entre los aun
sobrevivientes sólo le fue otorgado hasta ese momento al escritor Gerhard
Hauptmann. A la tarde tuvo lugar una ceremonia en mi vieja escuela. Y
también esto fue para mí un acontecimiento de singular emoción: ver
nuevamente mis viejas aulas, encontrarme con las amigas de antaño con
quienes compartíamos nuestras travesuras, todo eso me conmovió
profundamente. Fue hermoso ver los ojos de aquellas alegres chicas, en los
que creía verme yo misma.
Para gran alegría de mi parte, la ciudad me regaló un planeador
modelo "Grünau- Baby" . Más adelante lo dejé a disposición de la Escuela de
Planeadores Grünau, y lo bauticé con el nombre del inolvidable Otto
Bräutigam, quien más tarde sufrió la muerte de los héroes. No fueron los
honores de los que fui objeto durante esos días que tanto me emocionaron,
sino la solidaridad de mi patria que me rodeaba con amor. Me sentía llevada
por él, y de poder vivirlo con profundo agradecimiento. Me seguiría
acompañando como fuente de nuevas fuerzas durante mis próximos deberes.
Capítulo 24 Mi caída con el Me-163

Quien haya tenido oportunidad de volar durante la guerra un avión a


chorro Me-163 podría creer vivir un cuento de Münchhausen. Se despegaba
con una infernal cola de fuego y truenos, y subir casi verticalmente sin ver
más que cielo y otra vez cielo. Con sólo sentarse en esa máquina, todavía
tranquila sobre el suelo, parecía ser irreal tener que escuchar su infernal ruido
y sentir escupir su cola de fuego. A través de las ventanillas veía a la gente
con su expresión de asombro y, tapándose las orejas, retroceder asustada,
mientras yo tenía suficiente que hacer para dominar la terrible impresión que
me causaban las fuertes vibraciones de la máquina. Me sentía víctima de un
poder sobrenatural que me llevaba al infierno. Impensable que un ser humano
lo pudiese dominar.
Pero ahora estaba yo, ahí sentada, en la cabina de esa máquina para
acostumbrarme a los estruendos de sus motores; mientras eran probados los
reactores. No me debía asustar más, tampoco impedir ni por un segundo que
concentrara mis pensamientos en lo tenía que hacer, ya que después del
despegue el menor error significaría un desastre para la máquina, y
lógicamente también para mí. La tensión en mí por lo que iba a ocurrir
después de este primer despegue, me hacía sentir como paralizada hasta las
puntas de mis dedos. Igualmente estaba obligada a registrar objetivamente los
diversos pasos del mismo.
En octubre de 1942 volé en la sede de la firma Messerschmitt, en la
ciudad de Augsburg el avión cohete Me-163 A y B.
El Me-163, un avión sin cola con propulsión a chorro, fue el
resultado de los trabajos de investigación del Dr. Alexander Lippisch en
Darmstadt, junto con su piloto de ensayos, Capitán de Aeronáutica Heini
Dittmar, que luego fueron terminados en las instalaciones de Messerschmitt.
El Me-163A, equipado con un cohete Walter, tuvo durante los
ensayos previos tan buen resultado, que más tarde fue perfeccionado para su
incorporación dentro de las Fuerzas Aéreas. Con el nuevo nombre Me-163 B,
fue pensado como interceptor de formaciones de bombaderos para
dispersarlos y derribarlos individualmente.
El cohete Walter era un cohete líquido, en el cual el superóxido de
hidrógeno altamente concentrado (materia T) era conducido a una cámara de
combustión, donde se quemaba mediante un combustible especial (materia C)
a una temperatura de 1.800 grados. Al juntarse las materias C y T se produce
espontáneamente una descomposición, de modo que no es necesaria la
aplicación de un elemento de encendido. Las dos materias son conducidas
luego con una presión de aproximadamente 20 atmósferas y en determinada
relación a través de un sistema de cañerías a la cámara de combustión
ubicada en la cola del cohete. Allí se mezclan mediante doce toberas, y
abandonan el artefacto en forma de llama viva con una reacción de
aproximadamente 4.500 HP. La presión es tan fuerte que todavía a cien
metros distantes del lugar del despegue se sienten fuertes y ondulantes golpes
sobre el cuerpo.
Poco después del despegue, el cohete alcanzaba una velocidad de 350
a 400 Km./hora. Entre ocho a diez metros del suelo tenía que desengancharse
el bastidor, ya que por un lado la resistencia del aire era obstructora, y por el
otro el cohete no disponía de suficiente lugar para introducirlo nuevamente en
su estructura. Por otra parte, un desenganche inmediato o menor que los ocho
a diez metros, podría tener como consecuencia de que el bastidor rebotara
contra los tanques del altamente explosivo combustible, y su eventual daño
tuviera gravísimas consecuencias. Después del desenganche del bastidor, la
velocidad del artefacto aumentaba en pocos segundos a 800 kilómetros por
hora, y a esta velocidad y ángulo de vuelo entre 60 a 70 grados, en un minuto
y medio se alcanzaba una altura de 10.000 metros.
La máquina tenía extraordinarias cualidades de vuelo, como no las
experimenté con ninguna otra. Pero tenía escasa autonomía; el consumo de
combustible era considerable. Con sus 2.000 litros -más no se podían cargar-
apenas lograba mantenerse en el aire entre cinco a seis minutos.
Los despegues y aterrizajes del Me-163 requerían máxima atención.
Como forma de aprendizaje se efectuaban vuelos a remolque sin propulsor.
Para aterrizar, era necesario poseer en cierto modo un sentido intuitivo por las
condiciones de meta y velocidad, ya que sin propia propulsión, el aparato se
convertía prácticamente en un planeador. A una velocidad de aterrizaje entre
250 y 260 Km./h, el puntual aterrizaje no era tan fácil.
Los vuelos de las primeras máquinas 163 B fabricadas en serie, los
realicé junto a mis camaradas Opitz y Späthe, en Oberstraubling, cerca de
Regensburg. Heini Dittmar, quien fuera el piloto responsable de todos los
vuelos de ensayo preliminares, no pudo tomar parte por encontrarse internado
por una herida sufrida precisamente durante un vuelo. Fue él quien había
alcanzado como primer piloto la velocidad superior a los 1.000 Km./h.
Hoy sería mi quinto vuelo, tal como los anteriores sin propia
propulsión. El Me-110, una máquina bimotor que servía de remolcador,
carreteó sobre la pista y pocos segundos después mí Me-163 B levantó vuelo.
A la altura de aproximadamente ocho metros traté de desprender el bastidor
activando la correspondiente palanca. Pero me di cuenta que algo no
funcionaba. Un fuerte temblor y zumbar se produjo en toda la máquina, como
si su origen fuera un remolino. Vi como desde abajo comenzaron a lanzar
señales coloradas: ¡Atención! ¡Peligro! Traté entonces de comunicarme por
micrófono con la máquina remolcadora, pero la comunicación falló. En su
lugar, vi como el observador, sentado en el lugar de la ametralladora, me
hacía señas con un trapo blanco, mientras el piloto del Me-110 hacía salir y
entrar repetidamente su propio tren de aterrizaje. Supe entonces que algo
había pasado con el bastidor.
Mi remolcador comenzó a volar en amplios círculos sobre el
aeródromo. Yo, por mi parte, lo único deseaba era que me llevara a suficiente
altura para poder desengancharme del remolque y, con ello, conducir yo
misma el avión. El piloto comprendió entonces por qué no había
desenganchado antes, y me llevó tan alto como lo permitía la capa de nubes.
A 3.500 metros me pude desenganchar por fin del remolcador. Traté
luego de desligarme del tren de aterrizaje mediante fuertes sacudones que le
aplicaba a la máquina. Inútil, el temblor del aparato seguía como al principio.
Lo único que podía hacer ahora, era probar todas las posiciones posibles de
vuelo, para ver si en algún momento podría desligar del bastidor que había
quedado enganchada en alguna parte del avión. Ningún piloto abandonaría un
avión tan valioso maravilloso encomendado a él para que lo ensayara,
mientras seguía existiendo la posibilidad de llevarlo de vuelta a tierra, aunque
fuese mínima y extremadamente peligrosa. No podía darme una idea cómo y
dónde se podría haber enganchado el bastidor, ni tampoco si el tren de
aterrizaje podría destrozar el casco del avión al tocar suelo. Hasta tanto lo
conduciría sano y salvo. Confiaba en mi buena estrella. Pero las cosas se
desarrollaron de manera distinta.
Antes de llegar al lugar que tenía previsto para aterrizar, y a partir de
unos ochenta metros de altura, incliné la máquina un poco hacia un costado,
con el propósito de hacerla deslizar más rápidamente hacia abajo. Sin
embargo sentí de pronto como caía rápidamente a pesar de tener aún
suficiente velocidad. Ninguna palanca de mando reaccionaba. Por culpa del
deslizamiento, las aletas exteriores habían entrado en los torbellinos
provocados por el bastidor enganchado y dejado de obedecer a los comandos
de los bastones de mando. Lo que pasó después, ocurría tan rápidamente que
no me dejó tiempo para pensar. Estaba todavía tan ocupada con mis esfuerzos
para dominar al avión, que ni cuenta me di que los surcos del terreno estaban
ante mis ojos. Me acurruque lo más que pude. La máquina impactó con
estruendo sobre el suelo y se volcó varias veces. Lo primero de lo que me di
cuenta, en cuanto el avión ya no se movía más, fue que no estaba colgando
del cinturón de seguridad. La máquina por lo tanto no yacía boca arriba.
Instintivamente abrí con la mano derecha el techo de la cabina. Con cuidado
palpé entonces el otro brazo y su mano, y luego despacio mi cuerpo entero,
los costados, las piernas. Todo estaba en su lugar, e incluso podía moverme.
No podía dejar de asombrarme. Tenía la sensación de haber llegado de un
lejano continente. No sentía dolores. Pero de repente noté que un chorro de
sangre corría desde mi cara, y al palparla me di cuenta que allí donde
normalmente estaba la nariz, sólo había una ancha grieta, y desde su base
brotaban, al respirar, burbujas de aire y de sangre. ¿Tendría que andar ahora
sin nariz por el mundo?
Traté de mover la cabeza hacia los costados. De pronto todo a mí
alrededor se puso negro. Dejé de mover la cabeza, saqué de mi bolsillo papel
y lápiz, esbocé motivo y suceso de la caída. A pesar de todo, el vuelo no
habría de ser inútil. Tomé mi pañuelo, lo até alrededor de mí cara para
ahorrarle a mi gente, que seguramente ya estaban corriendo al lugar del
accidente, el feo espectáculo de mi cara desfigurada.
Lo que siguió inmediatamente después no lo sé más, me había
desmayado. Al volver a despertar en pocos minutos, vi a mis camaradas
delante de mí, pálidos como la nieve. Me esforcé en suavizar su susto. Aun
ahora seguía sin dolores. Enseguida fui llevada al hospital de las Hermanas
de Caridad en Regensburg. Las radiografías mostraban un cuadro poco
alentador. Tenía una cuádruple rotura de cráneo, dos roturas en la frente, la
mandíbula superior desviada para el lado derecho, una magulladura del
cerebro y la nariz bifurcada.
Tuve la suerte de encontrar con el cirujano Dr. Bosewig a un
excelente médico, en cuyas manos me sentía segura. Vi todavía la sala de
operaciones, pero después me cubrió un suave velo...
Al despertar, me encontré en una luminosa y agradable pieza, con
gente a mi alrededor que me sonreía, pero que al mismo tiempo parecían
mostrar rasgos de preocupación. Mi cabeza estaba cubierta con vendas, sólo
mis labios hinchados y los bordes azulados de mis ojos eran todo lo que
podía verse. Muy lentamente volvían mis recuerdos, y de a poco comenzaron
a ordenarse mis pensamientos. "Madre", pensé, y aunque mi tía Kathe de
Cochenhausen estaba parada al lado del médico, y con esto una parte de mi
hogar, sentí de repente una profunda nostalgia.
A la mañana siguiente estaba mi madre conmigo. Al abrir los ojos, la
vi arrodillada al lado de mi cama. Ahora sí me sentí cobijada. En la cara del
médico veía su preocupación por mi estado, y verdaderamente, bien no me
sentía. No sentí intranquilidad por eso, pero de todas maneras quería
prepararme para el caso de que fuera mi fin. El médico sólo me daba
explicaciones elusivas. Pedí por eso entonces la visita de mi muy apreciada
amiga Edelgard von Berg, una sobresaliente cirujana del nosocomio Robert
Koch en Berlín bajo dirección del profesor Gorband. Ella seguramente me
diría algo más. Mi madre le llamó por teléfono y ella prometió venir
enseguida. Desde Leipzig llamó por última vez. Su anunciada visita me llenó
de alegría. Mientras tanto pasaban las horas, pero mi amiga no aparecía.
Edelgard von Berg había fallecido en un accidente de tránsito. Cuando en
cierto momento mi madre no tuvo más remedio que decírmelo, me desmayé.
Mi estado de salud fue durante mucho tiempo muy serio. Yo lo sabía,
a pesar de que todos trataban de ocultarlo. Igualmente no sentí miedo. Vivía
en un mundo nuevo, desconocido hasta entonces, distinto de las cosas que
siempre me habían acompañado y que ahora, esparcido por Dios a mi
alrededor como una capa de silencio, me parecía sin importancia. Y mi
madre, siempre a mi lado, lo sabía. Sin embargo, lo que para mí su presencia
significó durante aquellas semanas, creo que ella misma no lo podía intuir.
Aquellas semanas fueron para mí de las más crueles de mi vida, no por los
dolores, sino por los pensamientos que cruzaban por mi lastimada cabeza. Al
fin y al cabo, me sentía íntimamente ligada a los acontecimientos políticos de
nuestro tiempo, y conocía las malas noticias que nos llegaban desde los
distintos frentes. Y tener que estar precisamente ahora ahí postrada, me
desesperaba una y otra vez. Hacía esfuerzos para no pensar en nada, tanto
más porque pensar hacían aumentar los dolores, hasta incluso peligraban mi
estado general. Fue siempre mi madre, y solamente ella, quien lograba
tranquilizarme. Sólo ella sabía consolarme y confiar en el Todopoderoso. Y
así prendía una luz de esperanza. Su profunda Y férrea convicción de que yo
volvería a poder volar una vez recuperada, me llevó de a poco para arriba.
Más de cinco meses estuve internada en el sanatorio de Regensburg,
y casi avergonzada recibía día tras día pruebas de amistad y amor que me
llegaban de todos lados. Sacrificados fueron los esfuerzos del Dr. Bodewig, y
sacrificados los cuidados de las Hermanas de la Caridad que nunca mostraron
cansancio.
Pocos días después del accidente me fue entregada la Cruz de Hierro
de Primera Clase.
En marzo de 1943 mi estado de salud se había recuperado al punto
que pude abandonar el sanatorio. Pero totalmente sana aún no estaba, y
parecía dudoso que jamás lo volvería a estar. Mientras tanto, varias
administraciones oficiales me ofrecían diversos centros de recuperación,
donde podría descansar y volver a mi anterior salud. Yo las rechacé. Si quería
ser como antes, tenía que transitar por mi propio camino. Todavía desde el
sanatorio le llamé por teléfono al Intendente de Hirschberg, el señor Blasius,
pidiéndole que averiguara si yo podría alquilar la casa de verano desocupada,
de unos amigos, situada en Saalberg, a media altura de los montes de la
Riesengebirge. La casa estaba media escondida dentro de un jardín similar a
un parque. Allí quería vivir sola, sin ayuda de nadie.
A principios de abril, después de haber pasado unos días felices con
mis padres en Hirschberg, siempre todavía en cama, me mudé a esa ermita.
Un garrote y una pistola fueron mis armas. Cuan enferma yo todavía estaba,
sólo lo sabía yo misma. Nadie podía saber que sufría constantemente de dolor
de cabeza, y que ya el más corto viaje en auto o tren me producían náuseas y
mareos. Tenía por eso la esperanza que aquí, rodeada de absoluto silencio y
tranquilidad, me curaría.
Después de transcurridos algunos días sin tomar conciencia de hora y
tiempo, algo así como en un sueño, comencé a combatir mis mareos.
La casa tenía un techo a dos alas marcadamente empinado. Una
angosta escalera conducía a una chimenea. Este techo fue mi primera meta.
Comencé a subir por la escalera despacio y con cuidado, para sentarme luego
a horcajadas sobre el caballete. Para no perder el equilibrio, cerraba los ojos y
abrazaba con ambos brazos la chimenea. Luego exploraba con la vista teja
tras teja hasta alcanzar el borde del techo, y despacio, muy despacio,
prolongué la mirada hasta el suelo. Cautelosamente hacía volver la vista para
arriba. Este ejercicio lo repetía para ambos lados, una vez para la derecha, la
próxima para la izquierda. Día tras día reiteraba esta práctica.
Al comienzo me costó un inmenso esfuerzo, creí no poder superarlo.
Pero con el correr de los días empecé a notar cierta mejoría, tenía la
sensación que adelantaba, principalmente porque podía quedarme sentada a
horcajadas sin necesidad de sostenerme con ambos brazos de la chimenea. Mi
vista también mejoraba, podía mirar con mayor libertad el techo y hasta el
paisaje alrededor. Metro tras metro me iba distanciando de la chimenea, hasta
que al cabo de cuatro semanas estuve en condiciones de deslizarme sobre el
caballete del techo sin mareos.
Tanto como para cambiar un poco esta rutina, a veces me subía a un
pino, y trataba de trepar de una rama a la próxima. También aquí me di
cuenta del grado de la debilidad causada por el accidente, algo que antes
nunca me podría haber imaginado. Cuando pensaba en mi niñez, cuando no
existía árbol suficientemente alto para mí, me invadía un profundo desánimo.
Para fortalecerme un poco, emprendía diariamente pequeños paseos
en angostas sendas que me conducían a los montes. Generalmente te-nía que
volver antes de alcanzar mis metas, tanto por cansancio corno por
atormentadores dolores de cabeza. Igualmente no quería abandonar esta
manera de recuperarme, y realmente paso a paso notaba como iba mejorando.
Después de que iba aumentando sistemáticamente las distancias, un buen día
llegué hasta la propia cumbre del monte.
Lo que todavía no podía lograr era coordinar permanentemente bien
mis pensamientos y razonamientos. Llamé por eso a mi secretaria para
hacerle diariamente dictados sobre los más diversos temas, y entrenar de esta
manera mi cerebro.
Cuando por fin creí sentirme bien y con nuevas fuerzas, le pedí al
comandante de la Escuela Aeronáutica de Guerra de Breslau-Schöngarten
dejarme volar una de sus máquinas, tanto como para poder entrenarme un
poco. Confiando en que no le exigiría nada en especial, me cedió cualquiera
de los aviones disponibles, y convenimos en que los médicos no se enteraran
de esto.
Primero empecé con un planeador remolcado sin problema alguno, al
contrario, me hizo sentir un profundo agradecimiento al Todopoderoso.
Luego intenté efectuar saltos con el paracaídas desde una máquina a motor,
aumentando diariamente las alturas para ver hasta donde mi cabeza quedaba
libre de dolores y aguantaba las respectivas presiones atmosféricas.
A continuación probé aumentar las velocidades mediante curvas
empinadas, entrar en barrenas y efectuar figuras artísticas, para reconocer
hasta donde le podía exigir a mi cabeza esfuerzos especiales. Además
comprobar si podría hacer vuelos con aviones grandes, como ser
bombarderos o aviones de transportes, y en última instancia también aviones
a reacción. Al principio no me resultó fácil aguantar vuelos artísticos a
grandes velocidades, pero con cada día que pasaba crecía mi ánimo.
Después de varias semanas de continuos entrenamientos, llegué
finalmente al estado físico como antes del accidente. Me pareció un milagro.
En Hirschberg se lo demostré a los médicos. No lo podían creer, y
consideraron que esta total recuperación debía ser considerada como un
fenómeno medicinal. Para mí lo único importante era que podría volver a
volar.
Mi meta era volver al servicio de la aeronáutica. La incertidumbre
respecto del futuro de mi amada Alemania crecía a diario en vista del
permanente debilitamiento de los distintos frentes, y con ello crecía la
angustia en mi corazón. Día y noche no pensaba en otra cosa. Yo jamás me
había ocupado con temas de estrategia o política. Lo único que quería era
ayudarle a mi patria hasta la última hora; porque una guerra perdida significa
para un pueblo una terrible tragedia. Por eso tampoco me preguntaba si la
superioridad material del enemigo todavía podría ser debilitada. Consulté con
mi conciencia y ella me decía permanentemente que debía volver al servicio
de mi patria.
Capítulo 25 Conversaciones con Himmler

Mi madre y yo nos asombramos por la sencillez tanto de la carta


como del regalo, cuya modestia y discreción se diferenciaban agradablemente
de los valiosos obsequios florales y materiales recibidos de otros lados. Hasta
entonces en nuestro círculo familiar siempre se había evitado nombrarlo. Mi
madre veía en Himmler como al principal opositor del cristianismo, y por lo
tanto no pertenecía a nuestra vida espiritual. Sus pequeños regalos se repetían
de tanto en tanto, siempre acompañados por unas líneas de su puño y letra,
tan sencillas y naturales que hasta mi madre no dejó de quedar impresionada.
Finalmente estuvo convencida de que la imagen que nos habíamos hecho de
él podría haber sido equivocada. Nuestro concepto respecto de Himmler,
después de todo sólo se basaba en lo que sobre él se decía.
Mi madre, para quien siempre tuvo primordial importancia ser justa
frente a sus conciudadanos y evitar equivocaciones, me insistió, después de
mi recuperación, a que le expresara a Himmler mi agradecimiento por sus
atenciones. Fue en un soleado día del mes de julio de 1943, poca antes de la
hora de cenar, cuando aterricé con mi avión en su cuartel general de Prusia
Oriental. Un jefe SS me recibió y acompañó ante Himmler. Amablemente
vino y me saludó.
La atmósfera a su alrededor me resultó agradable desde el primer
momento; porque tanto el trato cordial entre su gente, como el de ellos frente
al propio Himmler, su jefe, era franca y natural. No podía otra cosa que
quedar afablemente sorprendida. Esta impresión incluso aumentó durante la
sencilla cena. A continuación Himmler me pidió acompañarlo a su oficina.
Por primera vez estuve sola con él. Para no despertar el él la sospecha de que
le expresaba mi agradecimiento por sus atenciones -que era realmente
sincero- por mero compromiso, le confesé que pronunciar su nombre en
círculos de mi familia, causaba siempre miedo y susto. Himmler escuchaba
tranquilo y preguntó luego:
—¿Sigue opinando usted lo mismo, señora Hanna? Me alcanzó un
sillón y se sentó frente a mí.
—¿Qué era lo que le asustaba al pronunciar mi nombre?
—¿Dónde tendría que empezar?, le contesté. ¿Cómo puede usted, por
ejemplo, arrancarle a la gente de sus corazones lo que le es sagrado sin poder
darles algo Mejor o al menos igual? A esta pregunta mía le siguió por parte
de Himmler un fuerte ataque contra la credibilidad de la doctrina cristiana,
mostrando por otra parte asombrosos conocimitos de la Biblia, mientras que
yo lamentablemente no tenía. Me concentré por eso a lo fundamental: “Aquí
se trata de Fe” le dije con firmeza. "Yo no lo puedo obligar a compartir esa
Fe, pero como alto jefe del Estado debería usted sentir consideración y
respeto por la Fe de otros y no tocarla."
Seguí exponiéndole otras cosas al respecto, por más que sabía que no
lo podría hacer cambiar en su manera de pensar. Pero también quería
expresarle con toda claridad mi propio punto de vista. Llegamos así a hablar
de otro tema que pesaba sobre mi corazón, cuál era el enfoque de la relación
entre mujer y matrimonio. Le reprendí a Himmler que veía a la mujer
únicamente como portadora de bienes raciales, y a través de directivas a las
SS que tuve que admitir, solamente sabía por lo que me contaban terceros,
menoscababan la moral y destruían la santidad del matrimonio. Tal enfoque
irrespetuoso frente a la mujer tenía, según mi punto de vista, que conducir a
la destrucción de un pueblo.
Himmler escuchó con atención, mis argumentos y su contestación fue
objetiva y detallada. Me aseguró que aceptaba sin limitación mis ideas.
Puntos de vista y malas interpretaciones serían o bien intencionales, o bien
expresadas por desconocimiento de causa. Tomando como ejemplo las
mujeres ayudantes en los estados mayores del ejército, y programado también
para las SS, me explicó cuán importante le era enfrentar y destruir esas
mentiras mediante las realidades. Él mismo esbozó medidas copiadas en gran
parte de las Lottas finlandesas, cuyos servicios y comportamientos durante la
guerra (contra Rusia) habían sido ejemplares.
Sus explicaciones tuvieron que convencerme. Igual no omití decirle
que las opiniones en general hablaban contra él.
Nuestra conversación se extendió por horas enteras. Tuve también
oportunidad de observar el ambiente en el que estábamos sentados, y no pude
menos que asombrarme por su sencillez y buen gusto. En especial me
llamaron la atención los antiguos y lindos grabados que colgaban en las
paredes. Al darse cuenta Himmler de mi asombro, me explicó el significado
de cada uno, lo cual me convenció cuanto interés tenía él mismo en esas
obras. Durante nuestras siguientes y variadas conversaciones, me contó
también de la nueva fábrica manufacturera de porcelana en Allach,
mostrándome diversos esbozos, entre ellos incluso propios. Me presentó
también un plato navideño dibujado por él que a mí no me gustó, y así
también se lo dije con toda franqueza. Himmler no se sintió para nada
molesto, al contrario, se quedó pensativo y me dio la razón. Decidió entonces
que el plato no sería fabricado.
Al despedirme del Reichsführer SS, Himmler me agradeció la visita y
la sinceridad con la que le decía lo que pensaba, y esto de una manera como
no la había escuchado nunca. Me exigió prometerle que volviese a verlo por
cualquier crítica o reclamo que tuviera que formularle. Esta promesa yo la
cumplí
En Octubre de 1944 apareció inesperadamente en mi casa en Berlín
el piloto y viejo camarada de la aviación, Peter Riedel, ahora miembro del
personal de la Embajada Alemana en Suecia, y me arrojó sobre la mesa un
panfleto, mientras me decía profundamente indignado: "¿Sabes lo que está
ocurriendo en Alemania?"
Ojeé el folleto. Se trataba de las cámaras de gas. Ahora era yo la
indignada. “¿Y esto tú lo crees? Durante la Primera guerra Mundial, la
Propaganda enemiga también había divulgado horribles mentiras sobre el
soldado alemán. Ahora hasta son cámaras de gas".
Mi irritación le impresionó mucho a Peter Riedel. A ti sí te lo creo."
Pero igualmente me pidió que le informara enseguida a Himmler de este
asunto. Le llamé por teléfono y obtuve el permiso de ir a su Cuartel General.
El panfleto lo llevé conmigo y se lo mostré. ¿Qué me dice de esto,
Reichsführer?" Himmler ojeó el folleto sin cambiar en nada su semblante.
Luego me lo devolvió y mirándome tranquilamente pie preguntó:
—¿Y esto usted lo cree, Sra. Hannna?
—No, —le dije convencida, —por supuesto que no, pero algo en
contra tiene que hacer usted. No puede dejar que esta clase de rumores
continúen pesando sobre Alemania.
Himmler puso el escrito sobre la mesa.
—Tiene razón, señora.
Pocos días después la noticia fue desmentida en los diarios alemanes.
Por Peter Riedel me enteré luego que también en los periódicos suecos la
noticia fue desmentida.
Recién después de 1945 tuve que enterarme con espanto que
Himmler me había engañado y que lo terrible realmente fue verdad.
Capítulo 26 Rusia

Cuando en febrero de 1943 el Alto Mando de las Fuerzas Armadas


dio a conocer la derrota de Stalingrado, el pueblo alemán tomó plena
conciencia de que la lucha en esta guerra era realmente una cuestión de vida o
muerte. La nación entera sentía como el velo del pesimismo comenzaba a
cubrir al país después de Stalingrado. Veíamos como todo e oscurecía a
medida que transcurrían los meses, a pesar de la propaganda que sin cesar
pronosticaba la victoria final.
Durante mi larga estadía en los hospitales, observé con creciente
preocupación el desarrollo de los acontecimientos. Después de mi
recuperación me anuncié ante Goering. Para sorpresa mía, el Mariscal me
pidió visitarlo en su casa en Obersalzberg (Pequeña ciudad cercana al límite
con Austria, donde también Adolf Hitler tenía una casa ya desde los años
veinte).
Goering y su esposa me invitaron a almorzar con ellos. Nuestra
conversación se refería principalmente a mi accidente, y con relación a éste, a
los aviones cohetes en general. Con estupor tuve qué constatar que Goering
estaba totalmente mal informado sobre el grado de evolución de esos aviones.
Creía que la máquina se encontraba ya en gran producción, mientras que en
realidad aún estaba en plena etapa de desarrollo y pruebas. Se lo dije con toda
claridad, pero no tuve suerte con mis aclaraciones. En cierto momento se
enojó tanto, que se levantó furioso de la mesa, dejándonos solas a su mujer y
a mí. Recién ella, que presentía de manera intuitiva y natural que mejor era
escuchar una verdad que no engañarse uno mismo, logró tranquilizarlo. Pero
una conversación relajada no la logramos más. Era evidente que Goering no
se quería separar de las ideas equivocadas que otros le habían inculcado. Fue
la última vez que estuve con él.
Profundamente deprimida por los resultados de mi visita, regresé a la
estación de ensayos. Las pruebas con los aviones cohete se llevaron a cabo
ahora en Bad Zwischenahn, distrito de Oldenburg. Aquí recibí el llamado del
Teniente General Ritter von Greim, pidiéndome que me allegara a sus
hombres en el frente ruso donde se encontraban en una operación bélica
sobrehumana. No titubeé un sólo instante.
Greim tenía la función de Jefe de la flota Aérea en el sector central
del frente ruso. Era portador de la medalla "Pour le Merite" de aviación de la
Primera Guerra Mundial, y era uno de aquellos oficiales que se distinguía por
su valentía, sus buenos modales, su conducta moral y que él consideraba ser
las básicas condiciones para un sano cuerpo de oficiales. El juramento de un
soldado era para él un concepto con eI cual no se jugaba. Así era también su
relación con sus soldados. Tenía gran respeto frente a la vida, y jamás
hubiese puesto en peligro la de ninguno de ellos sin imperiosa necesidad. En
las operaciones militares de guerra les exigía sólo lo que las circunstancias
dictaban. Tanto sus oficiales como sus soldados lo veneraban como a un
padre.
Von Greim se encontraba ya en aquellos momentos en la difícil
situación de tener que apoyar a las fuerzas terrestres con insuficiente cantidad
de aviones. Tanto más importante le parecía tener que mantener en alto la
moral de las tropas. Él mismo sentía un profundo amor por su patria, al igual
que esperaba de sus hombres un estricto cumplimiento de fidelidad a ella.
Apelaba ante sus soldados a las mismas fuerzas espirituales que también a él
lo mantenían derecho. Sabía que solamente su propio ejemplo lo lograría. Sin
embargo creyó que no era suficiente que él mismo expusiera su vida en las
trincheras de primera línea, sino que aun más pudiera dar ejemplo una mujer
portadora del emblema de honor del soldado alemán. A pesar de que von
Greim ya veía peligrar una victoria alemana, igualmente abrigaba la
esperanza de que a las altas autoridades les fuera todavía posible llegar a un
acuerdo con los Aliados para salvar nuestro Mundo Occidental.
En noviembre de 1943 arribé a su cuartel general, situado en un
bosque cerca de la ciudad rusa de Orscha. Sabía que la misión que me sería
encomendada no iba a ser fácil. Pero por otra parte pensé que ante la seriedad
de nuestra situación no debía pensar en ella. De noche escuchaba hasta
dormida los estruendos de las artillerías del cercano frente. A la mañana
siguiente, apenas había amanecido, despegué con el Teniente General von
Greim para inspeccionar sus tropas antiaéreas posicionadas en las primeras
líneas esperando un anunciado ataque enemigo. Una segunda máquina
Fieseler Storch nos acompañó. Volamos a la zona norte. Hacía un terrible
frío. Por primera vez viví la guerra como la vive a diario el soldado común.
Para no ser reconocidos por el enemigo, volamos casi a ras del suelo. Nuestra
meta era el Estado Mayor de una División Terrestre de la Fuerza Aérea,
donde cambiamos del "Storcg" a un carro de asalto que debía llevarnos hasta
de las primeras líneas. Luego tuvimos que abandonar el carro de asalto y
movernos agachados a pie hasta las posiciones más adelantadas.
Apenas habíamos llegado, los rusos abrieron un nutrido intenso
fuego. Automáticamente todos saltamos a las fosas cavadas en la tierra,
mientras a nuestro alrededor comenzaron a silbar las balas y explotar las
granadas ensordecedoramente; parecía haberse abierto el infierno. En mi
miedo, no sabía cómo esconderme más profundamente; nuestras propias
fuerzas antiaéreas empezaron a responder el fuego ruso, y estos a su vez nos
atacaron con un escuadrón aéreo, arrojándonos bombas explosivas. Los
heridos comenzaron a gritar y sus lamentos en este infierno a mi alrededor
eran para mí más terribles que los silbidos y explosiones de las granadas, o el
crujido de las bombas. Estaba convencida que ninguno de nosotros saldría
con vida. Ahí estaba yo sentada acurrucada en mi hoyo, sintiendo como las
rodillas se golpeaban mutuamente sin poder evitarlo. Esto aquí sencillamente
era más fuerte que yo. Pero cuando pensaba en mis compatriotas que tenían
que aguantar este infierno diariamente, sentía en medio de mi miedo crecer
una silenciosa fuerza. Si tendría que ser...
Después de cierto tiempo, que parecía ser interminable, todo había
cesado. Los impactos se esparcieron cada vez más, hasta que finalmente
enmudecieron. El ataque ruso pudo ser detenido. Salimos de nuestros
agujeros. Ayudé a vendar a los heridos. La pausa del fuego la tuvimos que
aprovechar para llegar a nuestras diversas posiciones antiaéreas. Como el
peligro era demasiado grande, yo como mujer no debía ir, pero al observar el
centellear en los ojos de los soldados al ver una mujer que venía de la patria
para visitarlos y compartir su destino, no quise de ninguna manera abandonar
mi propósito.
Durante este primer día, que jamás podré olvidar, me di cuenta cuan
embarazoso era no tener experiencias en los frentes de guerra. Me hacía
sentir insegura. Aquí acechaban peligros en todas partes. El soldado sabía
cómo distinguirlas, yo no, por eso al día siguiente, durante un ataque de
artillería del enemigo, me hice dar instrucciones por un suboficial. Elegimos
como cobertura un tanque. Traté de abatir mi miedo, al tiempo que hacía
esfuerzos para aprender a distinguir el origen de las explosiones. Al mismo
tiempo oía la voz clara y tranquila del suboficial: "Derribo propio" -"Derribo
enemigo" - "Disparo inofensivo" - "No avanzar" - "Cuidado" - "Cuerpo a
tierra" - y ya crujía la tierra alrededor de nosotros.
Poco a poco fui acostumbrándome al infierno de los fogonazos de
ambos lados. Instintivamente iba aprendiendo a distinguir sus orígenes y
definirlos. Paulatinamente iba tomando conciencia de la realidad en los
frentes.
Durante los días en que por mal tiempo no podían efectuarse vuelos
de ataques, volaba con mi "Storch" a las diversas unidades de nuestra flota
aérea posicionadas en la región de Orscha-Witebsk. Inolvidables quedarán
para mí aquellas horas que pasé con los camaradas que recibieron como parte
suyas. Me presentaban abiertamente sus dudas, sus preocupaciones y sus
preguntas. Yo por mi parte no esquivaba contestar con franqueza y no
difundir falsas esperanzas, porque una propaganda que promete lo imposible
y lo insostenible, a la larga tenía forzosamente que debilitar la moral de
lucha, en vez de fortalecerla. No era fácil encontrar palabras adecuadas para
responder a las más apremiantes preguntas, y explicar el profundo sentido de
seguir aguantando a pesar de la aparente inutilidad hacerlo. Nuestros
enemigos nos cargaron después de la guerra de inexcusables culpas por tal
actitud, aunque el pueblo inglés y su gobierno tampoco obraron de otra
manera después del desastre sufrido en Dunkerque. Fue el propio Churchill
quien le inculcara a su pueblo como patriótica obligación aceptar el camino
elegido por su gobierno.
Fueron casi tres semanas que me quedé visitando con mi "Storch" los
diversos puestos de combate de mis compatriotas. En todas partes viví la
alegría de la solidaridad originada por la desgracia. Los vuelos bajo cielos
cubiertos de nubes, sobre suelos sitiados por guerrilleros, las conversaciones
y reuniones en primitivos albergues o fosas cavadas en tierras ajenas, los
apretones de mano que recibía de los soldados, todo eso fue convirtiéndose
más y más en una singular experiencia, que yo como mujer sentía de manera
muy especial.
Capítulo 27 Piloteo la V-1

Sobre los vuelos con la V-1 se escribió mucho, y más que escribir, se
habló mucho. Durante años y hasta el día de hoy, los medios de difusión
siguen lanzando noticias sensacionales por todo el mundo. Pujan por las más
espeluznantes noticias respecto de las pruebas, aplicaciones y sentido de esa
arma considerada milagrosa, tanto por amigos como por enemigos. Sin
embargo, los verdaderos motivos del vuelo tripulado de la V-1 jamás fueron
ni tan siquiera insinuados.
Hasta el día de hoy, el público nunca obtuvo informe alguno sobre las
condiciones previas que explicaran el porqué de su desarrollo y aplicación.
Fue en agosto de 1943 después de mi recuperación, cuando había regresado
a Berlín, que me encontré en el edificio de la Fuerza Aérea durante un
almuerzo con dos viejos amigos, uno empleado en el Instituto de
Investigaciones de medicina aérea, y el otro un conocido y excelente piloto.
Nuestras conversaciones se referían a la preocupación que sentíamos por
nuestro país. El desarrollo de los acontecimientos fue cada vez más una
creciente inquietud para todo ciudadano alemán que temía por el destino de
su pueblo. Éramos conscientes de que el tiempo no trabajaba para nosotros.
Veíamos y sentíamos a diario cómo el país se desangraba lentamente, cómo
una ciudad tras otra era víctima de los bombardeos, cómo los lugares de
producción y las redes de comunicación eran sistemáticamente destruidos por
las flotas aéreas superiores del enemigo, cómo nuestras reservas materiales se
iban acabando y cómo la muerte hacía crecientes cosechas dentro de nuestro
pueblo.
Al igual que infinidad de gente, éramos también nosotros tres
suficientemente realistas como para no prever lo que significaría pala
Alemania una guerra perdida. El “Plan Morghenthau” era conocido también
en Alemania y todos presentíamos la tragedia venidera que alcanzaría tanto a
culpables como a inocentes. Lo que podía estar en nuestras manos, lo
queríamos hacer. Pero ¿qué estaba en nuestras manos? Esta era la pregunta
que me hacía durante muchos meses. Ya durante las largas semanas en el
sanatorio de Regensburg y en los innumerables días de soledad en Saalberg
me agobiaba esta pregunta. Sabía que esta guerra se había convertido en un
monstruo de la técnica y que un cambio solo sería posible si lográbamos
vencerlos con nuestra propia fuerza y a riesgo de la propia viga. Pero, ¿de
cuanta fuerza propia disponíamos?
Esta pregunta fue formulada por uno de nosotros tres. Nos miramos
sin decir nada, pero los tres conocimos espontáneamente la respuesta.
Muchas veces existen entre los seres humanos situaciones de
silenciosos entendimientos que al final conducen a los mismos resultad. Así
fue también aquí. Cada uno de nosotros tres expresó de pronto lo que
tímidamente había ido insinuando anteriormente.
Alemania solamente podría ser salvada de su desesperante situación
si lograba negociar con el enemigo después de haberle demostrado
superioridad armamentística. Para eso debía poseer un arma con la que
realmente estaría en condiciones de aplicarle significativas destrucciones, por
ejemplo en centro de producción, usinas eléctricas, centrales hidroeléctricas,
importantes centros fabriles y, en caso de una invasión, unidades marítimas
estacionadas en puertos; pero siempre cuidando de lastimar lo menos posible
a la población.
Las conclusiones a que llegarnos fueron que esto sólo podría
alcanzarse si se encontrara personas para manejar artefactos con los que
podían ser destruidos irreparablemente instalaciones bélicas enemigas,
elementales a producciones armamentistas, pero sacrificando en tales
acciones sus propias vidas. Tañes acciones no debían ser llevadas a cabo por
simplemente “locos", ni por "ciegos fanáticos" o por "hartos de vivir", a
quienes esta forma de terminar con sus vidas les vendría como "anillo al
dedo". La idea podría ser realizada únicamente —y de esta previa condición
partíamos los tres— si realmente se dispondría de un arma que garantizaba el
éxito de la acción. Sería contradecir el propósito, arriesgar con ligereza la
vida de tan solo un soldado.
Debo decir que en aquel momento, en Alemania, no se sabía nada de
los kamikazes japoneses. Sin embargo sabíamos que nosotros tres tratamos
durante aquel día de agosto en mi pieza del hotel, movía en el pueblo alemán
a muchas más personas que las que se podía suponer. Por doquier en todo el
país había gente dispuesta, como nosotros tres, a realizar tal acción. La
mayoría eran felices padres de familia, rebosantes de salud física y mental,
para quienes un seguro suicidio de ninguna manera podría significar un
escape de la vida, sino una heroica contribución para salvar a sus esposas, sus
hijos, su patria.
Aun cuando las cifras de los voluntarios que perderían sus vidas
ascendieran a miles, siempre sería incomparablemente menor que las
pérdidas de vidas en los frentes y en la propia patria si seguía la guerra.
Frente a terceros mantuvimos nuestras reflexiones en secreto.
Igualmente fue formándose una comunidad solidaria a través de los
comentarios transmitidos verbalmente. El hecho de que muchas veces no
fuimos comprendidos, era natural. Aquí no tentaba una meta personal
ambiciosa, o fama, o excitante lucha con posibilidad de un feliz resultado.
Aquí se exigía la superación del propio yo. Esperábamos de nuestra
conducción gubernamental un rápido y urgente examen de nuestras ideas y
estudio respecto de las posibilidades de realización. Si las ideas serían
llevadas a cabo rápidamente tendría que ser posible destruir las posiciones
clave del enemigo. Pero ni remotamente podíamos suponer contra cuantas
dificultades y oposiciones nos tendríamos que enfrentar. Antes de presentarle
nuestras ideas y planes al propio Adolf Hitler, éstos debían ser estudiados
minuciosamente y examinados en sus más pequeños detalles.
El primero a quien le expuse nuestras ideas fue al Mariscal Erhard
Milch. El las rechazó. Su opinión era que la vida de un soldado alemán sin
posibilidad alguna de poder salvarla, contradecía a la mentalidad del pueblo
alemán. Como no lo pude convencer del justificativo que representaba un
auto sacrificio para salvar innumerables vidas, le pedí que hiciera esa
pregunta a quienes estaban dispuestos a hacerlo. Después de todo eran sus
propias conciencias las que le responderían.
Nos dirigimos entonces a La Academia de Investigaciones
Aeronáuticas donde podían ser consultados todos los científicos, técnicos y
tácticos sobre el tema. La primera reunión tuvo lugar durante los meses
invernales de 1943/1944 con la presencia de su presidente. Los concurrentes
abarcaban una larga gama de temas relacionados con la producción de nuevas
armas: explosivos, torpedos, navegación, comunicación inalámbrica, etc.
Contaba también con la presencia de oficiales de marina y constructores de
aviones. El general de los aviones-caza, el general de los aviones-combate y
el facultativo medicinal aeronáutico enviaron sus representantes
especializados.
El plan fue considerado en principio realizable y con chances se ser
exitoso. El aparato sería una bomba piloteada, en este caso y para ahorrar
tiempo una construcción ya existente, la Me 328. Como segunda opción se
pensó en la utilización de la piloteadaV-1. Según modo de ataque y meta, le
sería colocada en su punta una bomba especial o una bomba-torpedo.
La autoridad máxima debía dar la orden para el desarrollo de esta
arma. Por eso nosotros debíamos tratar de ganar el interés por la idea del
propio Hitler. Pero como era de prever, a ninguno de nuestro círculo o de
camaradas le fue posible llegar a él. Pero una casualidad me brindó a mí la
inesperada ayuda. El 28 de febrero de 1944 fui convocada a presentarme ante
Hitler en el Berhof, donde me entregó un diploma diseñado por la Señora
Trost con motivo de la condecoración de la Cruz de Hierro de Primera Clase.
Tomamos el té en un cuarto con vista al hermoso paisaje que rodea el
Berchtesgaden. Presente estaba solamente el ayudante aeronáutico de Hitler,
coronel von Below. Una mejor oportunidad para presentarle a Hitler nuestras
ideas y planes, con seguridad no podría haberse dado. Por eso yo no dude en
hacerlo enseguida. La conversación que siguió, adquirió caracteres casi
dramáticos. Al principio parecía que tampoco Hitler compartía nuestros
puntos de vista. Básicamente no veía la situación de Alemania tan
desesperante como para aplicar las acciones que nosotros proponíamos.
Además, el momento de su eventual realización lo determinaría él mismo. En
largos monólogos me expuso sus ideas, justificándolas con ejemplos de la
historia humana de todos los tiempos. Yo iba dándome cuenta en sus
conclusiones, que sabía exponer con simples palabras pero con asombrosa
claridad y contagioso convencimiento, existían errores básicos de
apreciación. Por eso me permití objetar que en mi opinión la situación en la
que Alemania se encontraba ahora no podía ser comparada con la de otras
épocas. Mi observación le dio motivo a Hitler para explicarme en detalle la
construcción de los nuevos bombarderos especiales a chorro, de los cuales yo
con seguridad ya estaría enterada y sabría que estarían recién en estado de
evolución y que transcurriría mucho tiempo antes de poder ser fabricados en
serie. Mientras yo escuchaba, tuve conciencia de que Hitler estaba fatalmente
equivocado respecto de la gravedad de la realidad, y que sus conclusiones
respondían más a ilusiones que a posibilidades realizables.
En ese momento me olvidé de su autoridad y mi temperamento hizo
presa de mí. "Mein Führer", exclamé con voz demasiado alta, "usted habla de
los nietos de un embrión". Adolf Hitler me miró asombrado sin pronunciar
una palabra. Después de una embarazosa pausa, —yo me di cuenta de la
situación en la cara aterrorizada del ayudante von Below— continué
explicándole a Hitler, en base a elementos de la realidad, que estaba
equivocado. Destruí con eso su buen humor. Su cara mostraba ahora rasgos
de fastidio y su voz parecía alterada, por más que seguía convencionalmente
cortés cuando trato de hacerme entender que yo no podría estar tan al tanto
como para poder juzgar correctamente la situación. La conversación, de la
que me había prometido tanto amenazaba a fracasar. Pero eso no podía ser,
demasiado estaba en juego. Volví por eso de nuevo al tema de los vuelos
suicidas, de los que habíamos hablado al comienzo de la entrevista,
pidiéndole autorización para continuar con el desarrollo de los artefactos
necesarios, para tenerlos preparados para cuando él creyera llegado el
momento para su aplicación. Hitler dio su conformidad, pero no quería que
por ahora se lo volviera consultar más. Diez minutos más tarde fui llevada en
auto de vuelta a Berchtesgaden. Allí estaban mis amigos esperándome.
El asunto quedó ahora en manos del jefe de Estado Mayor de la
Aviación, el General Korten. Consignó a los hombres dispuestos para los
vuelos suicidas a un escuadrón, donde figuraban como grupo especial para
determinadas acciones. De los miles de voluntarios, se formó un reducido
grupo de unos setenta hombres. Más adelante, cuando el aparato estuviera
terminado y los ensayos aprobados, al igual que manera de aplicación y el
liderazgo formado, serían llamados los demás voluntarios.
Los hombres dispuestos para realizar las acciones suicidas firmaban
la siguiente declaración: “Es mi voluntad de ofrecerme como piloto de la
bomba dirigible. Tengo plena conciencia de que esto significa la muerte."
Firma.
Se sobreentiende que también yo firmé esa declaración solo que no
me integré al escuadrón para no tener que atarme a la diaria rutina militar y
con ello no quedar disponible para pruebas y ensayos. Más tarde quedó
comprobado que la decisión fue acertada: liderazgo y forma de preparación
para la acción no siempre respondían a nuestras ideas, de esta manera yo
quedaba libre para intervenir personalmente.
Los preparativos técnicos fueron llevados a cabo dentro del
Ministerio de Aeronáutica. Por suerte estuvieron allí en las mejores y
concienzudas manos imaginables, porque el jefe del correspondiente
departamento, Heinz Kensche, fue también uno de los voluntarios dispuesto a
dar su vida por la patria. A mí se me pidió efectuar junto a él las pruebas de
estos novedosos aparatos.
Al comienzo tuvieron lugar en Hörsching, cerca de la ciudad de Linz,
con el Me-328. El Me-328 estaba conceptuado en un principio como avión-
caza o destructor. Había sido construido en trabajo mancomunado por la
firma Messerschmitt y un departamento del Instituto de Investigación
Aeronáutica, y propulsado por dos motores a reacción Argus-Schmitt. Pero
después de los primeros vuelos de ensayo, su seguimiento fue cancelado por
el Ministerio. Ahora diseñamos una especie de aeronave-boma tripulada que
podría alcanzar su meta aun sin motor. Se trataba de una aeronave tripulada
por un hombre solo, con alas muy cortas que medían en total, de punta a
punta, unos cuatro a cinco metros. La caída de planeo a una velocidad de
vuelo de 250 km/h era de uno a doce, a velocidad de 750 km/h, uno a cinco.
El Me-328 no podía levantar vuelo independientemente, sino que era
llevado a cuestas por un bombardero Do-217 a una altura de 3.000 a 6.000
metros. El piloto del Do-217 podía desprenderse desde su asiento. Las
cualidades de vuelo servían por completo para el servicio que debía prestar.
Las condiciones eran tener buena visibilidad, comodidad de asiento, agilidad
de movimientos, estabilidad horizontal, así como estabilidad de curso fijado.
Todas estas condiciones se cumplían con el Me-328.
Las pruebas previas fueron terminadas en abril de 1944. Un
establecimiento fabril ubicado en el Estado de Turingia fue encargado por el
Ministerio a comenzar con la fabricación en serie. Sin embargo, por motivos
que jamás llegué a conocer, la fabricación nunca fue llevada a cabo
seriamente. Ni una sola máquina nos fue entregada. ¡Cuánto lamentamos de
no haber encarado desde un principio una segunda propuesta, cuál era la de
utilizar la ya existente V-1! Pero, ¿quién podría prestarnos ahora todavía
ayuda que pudiese tener sentido a esta altura de los acontecimientos bélicos?
Sin embargo dicha ayuda nos llegó inesperadamente.
Resulta que en casa se había anunciado telefónicamente Otto
Skorzeny el libertador de Mussolini. Hasta ahora lo conocía únicamente a
través de fotografías y de lo que se comentaba de su aventurera acción. A la
hora convenida estuvo parado frente a mí. Su corpulenta estatura casi llenaba
el hueco de la puerta. Su cálida y amistosa mirada dejaban ver un corazón
sensible y a un hombre con un temple varonil de máxima dureza y coraje. El
dialecto austríaco que Skorzeny hablaba, y que para mí tenía algo de familiar,
creó rápidamente un buen contacto entre ambos.
Skorzeny había estado con Himmler, quien le contó sobre nuestros
planes. Él mismo también ya se había hecho preguntas al respecto y, entre
otras cosas, la posibilidad de emplear torpedos manejados por un solo
tripulante. Sobre este tema había conversado con gente de la marina; a todos
les preocupaba la desesperante situación alemana, y todos se formaban sus
ideas sobre las maneras de cambiar el precipitado rumbo que iba tomando la
guerra. Independientemente de nuestras propias ideas, Skorzeny también
había pensado en el empleo de la V-1.
Ahora estaba aquí conmigo para discutir sobre las posibilidades que
podrían existir para llevar a cabo nuestras ideas. Skorzeny no sabía que
nosotros ya estábamos en contacto con los profesionales pertinentes. Pero
sería precisamente él quien al final nos brindó su influyente ayuda para
realizar nuestras ideas en tiempo récord. Para lograrlo obró, como en todas
sus acciones, con el característico espíritu aventurero y generoso que lo
distinguía, borrando de un plumazo todas las de que las diversas altas
autoridades le exponían, incluso afirmando que tenía poderes especiales,
debiendo mantener también al propio Führer al tanto sobre la evolución del
asunto.
Todavía hoy me parece increíble en qué corto lapso de tiempo, el
pequeño grupo de constructores e ingenieros aeronáuticos logró modificar la
V-1 y adaptarla para nuestros propósitos. La nueva V-1 monoplaza recibió el
nombre camuflado de Reichenberg y fue mantenida en absoluto secreto. Solo
unos pocos hombres sabían algo de ella, incluso los propios obreros que
trabajaban en la construcción de la V-1 normal nunca se enteraron de esta
nueva arma. La nueva V-1 fue construida en diversas versiones y puesta a
disposición para los vuelos de ensayos con partes de las existentes normal
bombas que ya se fabricaban en serie.
El primer modelo monoplaza llevaba una quilla amortiguable y
válvula de aterrizaje, con propulsor propio para fines de ensayos. El asiento
del piloto estaba ubicado directamente detrás del ala. El segundo modelo era
una biplaza donde un asiento se encontraba delante del cuerpo e cohete, el
otro detrás. Tenía doble manejabilidad, no tenía propulsor propio, y servía
como máquina-escuela para los hombres suicidas. Como el aterrizaje con esta
V-1 era externadamente difícil, sólo entre los hombres más capacitados
fueron elegidos los mejores para la enseñanza del manejo de las V-1.
También solamente a ellos se les permitía efectuar los aterrizajes. Teniendo
en cuenta la gran cantidad de hombres de "auto-sacrificio", no era sencillo
determinar quien estaría en reales condiciones de aterrizar sin correr peligro
de perder la vida.
La tercera versión era llamada máquina de combate, con auto-
propulsión, sin posibilidad de aterrizar, quiere decir sin quilla amortiguable y
sin válvula de aterrizaje.
Yo me puse a disposición para efectuar los ensayos. Pero el
departamento de ensayos militares en Rechlin quería que los hicieran
hombres de su propia administración.
Cierto agradable día del verano 1944 volé con mi máquina Bücker
Bu-181 a Linz en compañía de Skorzeny para presenciar los ensayos. Al
aterrizar allí, ya estaba todo preparado para el primer vuelo. La V-1 estaba
colocada debajo de una de las alas del bombardero He-111. El despegue de la
piloteada V-1 fue llevado a cabo tal como se hacía con la bomba V-1 sin
piloto, es decir como eran realizados anteriormente, hasta que el enemigo
había encontrado una de las catapultas usadas.
El radio de acción de la V-1 no piloteada era limitado. Desde suelo
alemán no alcanzaría destinos ubicados en Inglaterra. Por eso la V-1 no
piloteada tenía que ser llevada a sitios más cercanos por el bombardero. Un
despegue de la V-1 mediante una catapulta era imposible por la alta
aceleración inicial.
Había llegado el momento de levantar vuelo para el He-111 con su
carga humana. Fascinados le seguimos con los ojos como subía y subía, hasta
el momento en el que la piloteada V-1 se desprendió de su portadora para
desligarse de ella como un pequeño pajarito. El piloto voló primero algunas
curvas. Luego tomó un rumbo recto perdiendo constantemente altura.
Horrorizados tomamos conciencia de que en la manera de comportarse la
máquina, no existía voluntad del piloto. Segundos más tarde desapareció de
nuestra vista. Una nube de humo y una fuerte detonación pareció indicar el
final. Pasaron treinta minutos de paralizante espera hasta que recibimos la
buena noticia de que el piloto no había muerto, pero sí que había sufrido
severas heridas. Más adelante se constató que el motivo del accidente no fue
un error de construcción, sino del propio piloto, quien sin querer había
desenganchado el cierre del techo de la cabina. Aturdido por la repentina
fuerte corriente de aire, el piloto perdió el control sobre la máquina. Al día
siguiente despegó un segundo piloto. También éste se accidentó, pero
igualmente salvó su vida a pesar de las graves heridas. A continuación nos
hicimos cargo de las pruebas Heinz Kensche y yo.
Mi primer vuelo fue exitoso y los posteriores —entre ocho o diez—
también. Naturalmente hubo momentos de situaciones bastante difíciles de
superar. Por ejemplo el bombardero que me llevaba rozó una vez, con un ala,
el cuerpo de mi máquina. Produjo un fuerte chasquido, así como si la cola de
la V-1 habría sido serruchada. Con mucho esfuerzo pude mantener el control
sobre ella con los restantes elementos de conducción. Comprobamos que la
cola había sufrido una quebradura y se había retorcido hacia la derecha
alrededor de treinta grados. Fue un milagro que no se desprendiera del todo;
inexorablemente esto hubiera significado la caída del aparato.
Durante otra prueba, con la que quería definir el comportamiento de
la V-1 en diversas posiciones de inclinación y a las más variada velocidades
—en ese momento la estaba volando a 850 km/h—, se desprendió del casco,
sin que yo me diera cuenta, una bolsa de arena que había hecho colocar para
suplantar el peso de una persona sentada en el asiento delantero de la V-1 de
dos asientos. Cuando quise apuntalar la máquina, la bolsa de arena había
bloqueado el timón de altura. En el ínterin había bajado demasiado como para
saltar con el paracaídas, faltaban tanto altura como tiempo para eso. Tenía
que arriesgar todo para tener todavía una pequeña chance de salvarme. Por
eso puse la máquina boca abajo poco antes de tocar suelo y la levanté
abruptamente de nuevo con el resto de movimiento que me quedaba en el
timón de altura. Y en efecto, esa abrupta maniobra alcanzó para atajarla antes
de que chocara ruidosamente contra el campo. Quilla y casco quedaron
hechos trizas, pero yo por suerte sin heridas.
En otra oportunidad tenía que probar altas velocidades con un
máximo de carga. Para tal propósito instalamos un tanque con agua. Pero
como la quilla provisoria no estaba calculada para un aterrizaje con tanto
peso, la máquina que sería utilizada para los ataques no necesitaba aterrizar,
sino simplemente tirarse sobre su blanco, el agua debía ser evacuada antes de
tocar suelo, caso contrario el piloto se quebraría la columna vertebral por la
escasa amortiguación de la quilla.
Comencé con las pruebas a unos 6.000 metros de altura. Esto tuvo
corno consecuencia que la válvula de salida del agua se congelara. Cuando a
los 1.500 metros de altura traté de abrirla en vuelo horizontal, ésta no se
abrió. Pero como el vuelo se estaba haciendo sin propia propulsión, la
velocidad de bajada iba en aumento. Cada segundo que transcurría era
decisivo. Mis manos comenzaron a sangrar por los desesperados esfuerzos
que hacía para mover la palanca que debía abrir la válvula. La tierra se me
acercaba rápidamente. Por fin a pocos cientos de metros sobre la superficie la
válvula cedió y permitió la salida del agua. La máquina pudo ser salvada y
yo, simplemente, tuve otra vez suerte.
La V-1 era fácil de ser manejada y podría haber sido utilizada por
cualquier piloto promedio. Difícil era solamente el aterrizaje, ya que la
velocidad de aterrizaje era muy alta, y normalmente la máquina no tenía
propulsión propia.
Mientras tanto comenzamos a instruir con la máquina de dos asientos
a los hombres que más adelante deberían a su vez instruir a los demás
kamikazes. Estudiarnos modelos de objetivos enemigos a escalas exactas, y
nos íbamos preparando de esta manera técnica y aeronáuticamente para
nuestros propósitos. Pero el tiempo pasaba inexorablemente, y el cuadro
general de los acontecimientos empeoraba la posición alemana. En el ínterin
había comenzado la invasión de los aliados en Francia.
Ni el Me-328, ni la V-1 tripulada pudieron ser jamás empleadas. El
momento decisivo había sido desaprovechado. Las dificultades que se nos
presentaron desde el principio fueron más grandes que nuestra mejor buena
voluntad. Y aquí empieza la lista de los problemas individuales y técnicos
que enumerarlos hoy no vale más la pena. Se achicarían frente a los actuales
problemas del crisol internacional. Sin embargo no se podrá dejar de
mencionar lo siguiente: los "hombres-suicidas" vivieron todo aquel tiempo
convencidos de los valores de sus ideales. Ese convencimiento excluía todo
lo que podría hacer malograr sus ideales.
A esto correspondía por ejemplo la proposición de Himmler de
utilizar para las acciones suicidas solamente a hombres cansados de vivir, a
enfermos o criminales, gente pues que con la muerte voluntaria podrían
salvar su honor.
Igualmente correspondía a esta opinión la de hacer resaltar
públicamente el coraje demostrado por aquellos hombres, como fue el caso
cuando el Ministro de Propaganda Goebbels los reunió para honrarlos
anticipadamente como héroes de la patria. El gesto del Ministro fue
escuchado por los hombres con diversos grados de desconcierto.
Esos actos demostraron la total incomprensión de nuestros planes. Se
subestimó la postura de la cual había nacido nuestra idea del empleo de
hombres kamikaze. Tuvimos muy pocas posibilidades para defendernos
contra esas tendencias, las circunstancias fueron más fuertes. Mis camaradas
siguieron viviendo dentro del pequeño círculo de sus unidades. Mientras
tanto, el tiempo transcurría con velocidad creciente. El desarrollo militar y
político destrozó nuestras ideas. ¡Fue demasiado tarde!
Capítulo 28 Mi Madre

¿Será inoportuno si le dedico en este libro un corto capítulo a mi


madre? Ella tuvo tanta participación en mi desarrollo personal y en mi vida
como aviadora, que lo dicho sobre ella hasta ahora me parece insuficiente.
Hablé con ella sobre mi decisión de participar en las acciones suicidas. Sus
reacciones fueron iguales a todas aquellas que formaron su vida. Sabía desde
hace años que yo vivía en constante peligro. Jamás la escuché quejarse por
eso. ¿Para qué habría además servido? Yo sabía perfectamente que ella no era
de aquellos que logran aceptar poco a poco situaciones especiales y que se
van acostumbrando a ellas. No formaba parte de su ser. Siempre, siempre
tenía que volver a superarse. Pero lo hacía con tanta fuerza y con tanta fe, que
yo me sentía cobijada bajo su inquebrantable confianza. Había llegado un
tiempo en que muchas personas a mi alrededor habían perdido sus vidas
solamente porque servían a iguales deberes ciudadanos. Mi madre no se
dejaba confundir por eso. Su fe soportaba las más cruentas pruebas. A todo
esto, su dictamen siempre fue claro e insobornable.
Cuando le pedían su opinión sobre cualquier tema, siempre era su
corazón el que hablaba, incluso cuando se trataba de una peligrosa misión
mía. Sus opiniones fueron muchas veces amargas, pero no podía de otra
manera. Yo la sabía siempre a mi lado. Vivía tan intensivamente mi propia
vida, que aun después de meses de separación me podía representar en
cualquier situación si las circunstancias así lo exigían. Por ejemplo, si yo
tenía que hablar públicamente sin haber tenido previamente tiempo para
prepararme, le decía a ella por teléfono: "Madre, hazme el favor de sugerirme
lo que debo decir esta noche". Cuando mucho le mencionaba algún que otro
tópico, eso era todo. Ya antes de que llegara la hora de hablar, tenía a mi
madre en el teléfono. Rápidamente me explicó lo que había preparado para
mí. Siempre fueron pensamientos propios e insólitos. Pero curiosamente casi
nunca los utilicé, porque cuando tenía delante de mí a tantos ojos con miradas
que preguntaban, las palabras me brotaban solas, casi sin pensar. Igualmente,
esa ayuda materna me infundía absoluta tranquilidad. No estaba ahí parada
delante del público con manos vacías, aquella tranquilidad me facilitaba
transmitir mis pensamientos y opiniones.
Son innumerables las cosas que podría decir sobre mi madre,
influencia en mi vida, pero quiero ser breve. Sólo algo quiero destacar aquí:
entre las facultades humanas y espirituales de mi madre, tanto influyeron en
nuestra inseparable relación, su mayor don era capacidad de transmitir amor.
Se le podía pedir de todo. Donde existía real necesidad de ayuda, para ella
jamás hubo problemas en prestarla. Esta postura era tan fuerte en ella, que al
tercero lo hacía feliz y brindaba calidez, aun estando a gran distancia física.
Sí, realmente, mientras existía mi madre, nada malo le podía pasar a uno.
Capítulo 29 Los últimos seis meses

En octubre de 1944 sufrí heridas durante un ataque aéreo de los


aliados mientras me encontraba en camino a un refugio antiaéreo. Fui llevada
al hospital de la Luftwaffe en el refugio situado cerca del jardín zoológico. Se
me diagnosticó una conmoción cerebral y una quebradura en la articulación
del hombro. Nuevamente estaría imposibilitada de volar durante semanas.
A los pocos días de estar internada, me enteré que Heinz Kensche,
quien se había lecho cargo en mi lugar de las pruebas de la V-1, tuvo que
lanzarse con el paracaídas durante un vuelo de ensayo. No me dejó tranquila
no poder conocer detalles, ni del accidente ni de su estado de salud.
Aproveché por eso una oportunidad cuando el personal del hospital me creyó
tomando aire en el zoológico, de viajar rápidamente Adlershof, subir a mi
avión Bücker Bu-181 y volar a Linz para encontrarme con mi camarada.
Cuando el médico se enteró de este vuelo me prohibieron abandonar el
hospital.
En el aislamiento del mundo exterior, me volvía a sacudir una y otra
vez el cuadro de la destruida ciudad de Berlín, como la había visto desde
arriba durante mi escapada, y cada vez más me iba convenciendo la sospecha
de que la ciudad todavía no había llegado al final de sus sufrimientos. Lo
peor lo tendría aun por delante.
Podrían producirse situaciones en las que sería ya imposible aterrizar
en Berlín sobre pistas normales. ¿Cómo podría orientarse un piloto si la
ciudad estuviera aún más envuelta en humo y fuegos? Pero justamente
entonces sería imprescindible poder llegar a Berlin para transportar heridos o
para solucionar situaciones especiales.
Traté este tema con el Coronel Rudel, quien se encontraba también en
el el refugio del hospital por la herida sufrida en Rusia que le costó la pérdida
de una pierna. Y más que nada pensé en la utilización de helicópteros, por el
escaso espacio que requieren para sus despegues y aterrizajes. Un techo plano
de algún edificio ya les alcanzaría, por ejemplo el propio techo del búnker
donde ambos nos encontrábamos en esos momentos.
Los dos fuimos a echarle un vistazo a la torre. Incluso bajo las peores
condiciones, por ejemplo las confusiones durante luchas la torre del búnker
tendría que poder ser utilizable, aun cuando por humos y fuegos fuese difícil
ubicarla. Habría que ayudarse mediante transmisores inalámbricos. Con ese
fin comencé a entrenarme cuando el médico me permitió salir, volando a
escasa altura rumbo a la torre, independientemente del estado del tiempo,
bueno o malo, a un punto periférico de la ciudad. Como puntos de referencia
me servían las torres del gasómetro , de iglesias, de estaciones de radio, la
torre de la casa Ullstein. De cada uno de esos puntos de referencia fijaba el
rumbo hacia el búnker que me marcaba la brújula, grabándola en mi
memoria. Pronto comencé a reconocer los más escondidos sitios y peores
lugares de escombros. Sabía ahora con absoluta seguridad como llegar a la
torre del búnker, independientemente del estado del tiempo, de día o de
noche, con niebla, humos o fuego. De esto se enteró también el Teniente
General von Greim.
Cuando fui dada de alta del hospital, en enero de 1945, la guerra ya
había llegado a su fase final. Los inútiles esfuerzos de los últimos meses
cubrieron al país con una lámina de escombros. Tropas ya habían ocupado
territorios alemanes, tanto en el oeste como en este. Desesperadamente se
luchaba también en Silesia. La ciudad de Breslau fue declarada fortaleza,
trató de contener el avance de las tropas soviéticas. Nadie dudaba que sería
inútil. Tanto más creció la ayuda ciudadana a los damnificados encerrados en
la ciudad. La cooperación de la población alemana fue ejemplar. Silesia era
mi patria directa. Durante los felices días de mi juventud, que tuve la suerte
de vivir allí, obtuve por parte de sus ciudadanos innumerables pruebas de
afecto y amor. Por eso, cuando me alcanzó un radiomensaje que me pedía ir
para allá, no vacilé en cumplir el pedido.
A mediados de febrero de 1945 volé por primera vez a Breslau,
aprovechando un angosto corredor aún no ocupado por los rusos, si bien en
permanente fuego de artillería. Me quedé un día y una noche para luego
regresar a Berlín con urgentes noticias.
A fines del mismo mes volé nuevamente a Breslau, que ahora estaba
totalmente sitiada, en compañía del secretario de estado Naumann. Hicimos
escala en Schweidnitz, ciudad que todavía estaba ocupada por nuestras
propias tropas, para enterarnos de los últimos informes militares. En último
minuto antes de despegar, me alcanzó una orden de Hitler, que me prohibía
estrictamente el vuelo a Breslau. Pero este caso tenía que obedecerle a mi
corazón. Después de todo, yo seguía siendo una empleada de la Institución de
Estudios Aeronáuticos de Darmstadt, y por eso no estaba bajo órdenes
militares, incluso si éstas provenían de la máxima autoridad estatal.
Volé, o mejor dicho "salté" a mínima altura sobre cercos y árboles
para evitar ser descubierta por los rusos. Llegamos sanos y salvos a Breslau y
aterrizamos en algún lugar de la sitiada ciudad. Nuevamente viví, como en
Rusia, el desnudo salvajismo de la guerra. Mientras mi acompañante cumplía
su misión, yo veía a viejos y pálidos hombres, caras e mujeres marcadas por
el miedo, bocas que habían quedado mudas ante el espanto de un infierno
terrenal, labios que ya no pronunciaban más ni una sola palabra. También
hice el vuelo de regreso de la ciudad cercada a salvo.
Una tercera vez fui llamada para volar nuevamente a Breslau en abril
de 1945. Bajé en Hirschberg, cuya población había sido evacuada, pero aun
no ocupada por los rusos. De Hirschberg quise seguir a Breslau, pero cuando
llegué a mi ciudad natal me enteré que mi encargo para Breslau se había
cumplido.
El 19 de abril recibí una orden de ir a Munich. Con gran pesar me
despedí del burgomaestre Blasius, el viejo amigo de mis padres, sabiendo que
no volvería a verlo nunca más, al igual que a mi querida ciudad de
Hirschberg. En Munich recibí la orden de buscar en la zona de Kitzbühel
lugares aptos para instalar pistas de emergencia para transportes de heridos.
Igualmente obtuve el permiso de visitar previamente a mi familia en
Salzburgo, con quienes pasé un día entero. Mis padres, mi hermana Heidi con
sus tres hijos, y nuestra fiel casera Anni habían sido evacuados poco antes a
Salzburgo para no caer en manos soviéticas. El reencuentro con mi familia
fue para todos una fiesta emocional, aunque en la sombra de la tragedia
alemana que pesaba sobre cada uno de nosotros.
De Salzburgo fui entonces a Kitzbühel. Allí me llegó el 25 de abril
una noticia del teniente General von Greim, quien me pedía regresar a
Munich inmediatamente por un asunto de importancia. Durante el viaje me
enteré que von Greim había recibido de Adolf Hitler la orden de presentarse
urgentemente en la Cancillería del Reich. Como von Greim sabía que Berlín
ya se encontraba sitiado por los rusos, e incluso con tropas soviéticas dentro
de la ciudad, concluyó que la Cancillería sólo podría ser alcanzada en
helicóptero. Recordó que me había entrenado precisamente para alcanzar en
Berlín objetivos determinados en helicóptero y que por lo tanto conocería la
ciudad vista desde arriba mejor que cualquier otra persona. Pero
considerando la fatal situación general, estaba convencido de que después del
programado vuelo a la Cancillería, ninguno de nosotros podría volver a salir.
Por eso, antes de hablar conmigo, habló con mis padres. Ellos no titubearon
en dar su conformidad.
Cuando volví a Salzburgo para despedirme de mis padres para
siempre, era ya medianoche. Me esperaban en la entrada del castillo
Leopoldskron. Sin pronunciar una sola palabra, me tornaron en sus brazos.
Bajé al sótano para despedirme de las criaturas que dormían profundamente,
levanté una tras otra apretando cada una contra mi corazón y luego miré por
última vez en los queridos ojos de mi padre y de mi madre. Cuando volví a
subir al auto, allí quedaron ellos parados, duros y mudos.
El avión Ju-188 que nos llevaría a von Greim y a mí a Rechlin
despegó a las 02.30 hs. de la madrugada desde el aeroparque Neubieberg
cerca de Munich. Tenía piloto propio. Muda me quedé parada en su angosto
fuselaje, observando el claro cielo pleno de estrellas y hoy, extrañamente, sin
aviones enemigos que dominaban totalmente el espacio alemán. Mi destino
quedó sellado.
El 26 de abril alrededor de las cuatro mañana llegamos a Rechlin.
Allí se encontraba la jefatura norte de la Luftwaffe. Las noticias que
recibimos fueron muy malas y deprimentes. Hacía dos días que ninguna
máquina alemana podía entrar a Berlín por el cordón antiaéreo ruso. De lo
aeródromos berlineses solamente el de Gatow estaba todavía en poder
alemán, pero cercado por los rusos y bajo su permanente fuego. Nadie sabía
si aún se podría aterrizar, por los innumerables pozos que indudablemente
habrían ocasionado. El helicóptero, con el cual queríamos vlora en la noche
hacia la Cancillería, en el ínterin quedó destruido por un ataque aéreo sobre
Rechlin. Se decidió por eso utilizar un FW 190, un avión caza de un asiento,
cuya baulera fue transformada rápida y provisoriamente en un segundo
asiento. Era la máquina más veloz disponible, con la que Speer dos días antes
había ido y regresado de Berlín. El piloto, Primer Sargento B., quien había
hecho hasta ese momento la mayoría de los vuelos sobre Berlín, poseía
excelentes conocimientos y experiencias respecto de las tácticas rusas, así
como también de sus puestos de artillerías y antiaéreas. Por eso pareció ser lo
más indicado que fuese él quien piloteara la maquina a Gatow. Luego debería
regresar inmediatamente a Rechlin, porque se temía que muy pronto Gatow
caería en manos de los rusos. Esta circunstancia a mí me preocupaba. ¿Qué
sería de Gatow? Porque la parte más difícil para llegar al centro de la ciudad
era precisamente el tramo desde Gatow hasta allí. Por otra parte era yo la que
mejor lo conocía, gracias a mis múltiples vuelos previos. Mi decisión estaba
tomada.
Abandoné el cuarto de conferencia y me encaminé al aeroparque. Al
piloto, que estaba justamente preparando la máquina, le pregunté si podría
peligrar el vuelo si yo participara de él. El hombre se largó a reír: "Su peso no
importaría, señorita, pero el lugar no alcanzaría". Bueno, eso todavía estaría
por verse. Tal vez sería posible hacer lugar en la parte trasera del fuselaje,
aunque estaba ya ocupada por toda clase de instrumentos, acumuladores,
botellas de oxígeno, etc. Normalmente esos artefactos eran guardados en la
bodega.
Con ayuda de algunos hombres me hice literalmente "enhebrar" en el
fuselaje con los pies hacia adelante. Ahí estaba ahora yo acurrucada sobre
travesaños de hierro que forman el esqueleto del fuselaje, y en total
oscuridad. No quedaba lugar para cambiar mi posición ni en lo más mínimo.
Sin ayuda de afuera, jamás podría salir sola de allí. Mis pensamientos y
fantasías se confundían en mi cerebro como en un caleidoscopio. Un
pavoroso miedo, como nunca en mi vida lo había sentido antes, me invadió
de repente. Tenía que superarlo, no podía rendirme ahora.
Mientras tanto se produjo movimiento en el aeroparque. Entre treinta
y cuarenta aviones-caza que debían acompañar nuestro vuelo llenaron el aire
con sus estrepitosos ruidos, sólo saber que estaban ahí me brindó fuerzas. No
recordaba haber visto, mejor dicho escuchado durante los últimos meses, a
tantas máquinas alemanas juntas. Poco después llegó el Teniente General von
Greim y tomó asiento en la máquina. Recién cuando estuvimos listos para
despegar, le llamé desde mi escondite. Por un momento todo permaneció en
silencio. Después le oí preguntar a toda voz: "¿Capitán, donde diablos está
usted?"
Nuevamente le volví a hablar, pero la máquina ya había comenzado a
tornar velocidad. Sentía con fuertes dolores las irregularidades del terreno. Si
todo iría bien, en más o menos 30 minutos tendríamos que llegar a Gatow.
Pero, ¿quién podría decir si todo iría bien? El espacio aéreo de Berlín era
controlado constantemente por los cazas rusos. Se lanzarían sobre nosotros
como águilas. Sorprendentemente, el vuelo hasta poco antes de Berlín no
tuvo problema alguno. Igualmente tenía la sensación que los minutos que leía
en mi reloj pulsera con cifras relucientes, duraban una eternidad. Jamás viví
momentos tan martirizantes como éstos, tan totalmente indefensa contra todo
y contra todos, y sin tener idea qué nos repararía todavía nuestro obscuro
destino.
De repente —tendríamos que haber alcanzado la zona de Berlín—el
piloto puso la máquina boca abajo de manera casi perpendicular, y se lanzó
con terrible rugido hacia abajo. La excitación espiritual fue en ese momento
más grande que los dolores físicos —yo caía con la cabeza hacia abajo—
porque tenía que suponer que la máquina habla sido alcanzada por el fuego
antiaéreo de los rusos. Esperaba que ahora se estrellara sobre el suelo. No
sabía que el piloto se había escapado de los cazas soviéticos con esa abrupta
maniobra. Solamente noté que en un momento dado la volvió a colocar en su
posición normal. Poco después aterrizamos en Berlín-Gatow.
Inmediatamente nos dirigimos al búnker del aeroparque. Von Greim
tomó enseguida contacto telefónico con la Cancillería, lo cual fue muy
dificultoso y con repetidas interrupciones. A sus preguntas, el Coronel von
Below solamente le podía decir que Adolf Hitler quería hablar urgentemente
con él, sin darle motivos o detalles. Además von Below le dijo a von Greim
que todas las entradas a la ciudad se encontraban ya en manos soviéticas,
igual que dentro de la ciudad la estación ferroviaria Anhalter Bahnhof, y en
parte las avenidas Bülow y Potsdamer Strasse.
Bajo estas circunstancias parecía prácticamente imposible llegar a la
Cancillería. Von Greim sin embargo se sentía obligado a cumplir la orden de
Hitler. Analizamos entonces las posibilidades que podríamos tener utilizando
un avión "Fieseler Storch" y aterrizar en el Brandenburger Tor (Puerta de
Brandenburdo).
El primer Storch que quisimos usar fue destruido por fuego de
artillería poco antes del despegue. Recién alrededor de las seis de la tarde
pudo ser puesta a nuestra disposición la segunda y única restante de estas
avionetas. Como yo no tenía experiencia en vuelos militares de frontera von
Greim prefirió pilotearla él mismo. Parada detrás del asiento del piloto hice
yo, antes de despegar —y más intuitiva que preventivamente para casos de
emergencia— la prueba de alcanzar con las manos y por encima de su
hombro izquierdo el bastón de mando y el acelerador.
La máquina levantó vuelo con facilidad. Volamos a mínima altura.
Bajo nuestro brillaba el lago Wannsee reflejando los últimos rayos del sol
poniente. ¡Un cuadro de una pacífica naturaleza! Apenas tomé nota de esta
maravilla, los peligros a nuestro alrededor me mantenían despierta como fiera
enjaulada. Habíamos alcanzado el Grunewald. Seguíamos volando casi
tocando las cimas de los árboles para no ser descubiertos por los cazas rusos
que aparecían por todas partes del cielo. Pero pronto estallaron infernales
explosiones de granadas y fusiles, del suelo, de los árboles, de las sombras y
de los lugares abiertos. Todo hacía suponer que nos habían descubierto. No
me había equivocado.
Abajo de nosotros comenzaron a bullir tanques y soldados. Con
claridad veía las caras de los rusos, y como nos apuntaban con sus fusiles,
ametralladoras y cañones de sus tanques. A izquierda y derecha de nuestra
máquina, por debajo y por arriba de ella, se formaban pequeñas nubes de
humos provenientes de las explosiones. Hasta que de repente estalló algo
dentro de nuestro avión. Vi una llamarada blanco-amarillenta al costado del
motor, y al mismo tiempo oí como von Greim decía a toda voz: "¡Estoy
herido!". Una granada le había destrozado el pie derecho. Instintivamente
pasé mis brazos por encima de su hombro izquierdo para tomar en manos el
bastón de mando y el acelerador, tratando de esquivarle al fuego enemigo
llevando la máquina de un lado para el otro. Mientras tanto von Greim había
perdido el conocimiento. Afuera seguían explotando las granadas y las balas,
a veces tan cerca y fuerte que apenas podía escuchar el ruido del propio
motor.
El Storch fue alcanzado por nuevos impactos. Con pavor vi como
fluía gasolina de ambos tanques. En cualquier momento tenía que producirse
una explosión. Nunca llegué a comprender por qué no ocurrió. El avión
seguía siendo manejable, y yo ilesa. Mi preocupación por el herido, que por
momentos volvía en sí para enseguida caer nuevamente en desmayo, crecía.
Nos íbamos acercando a la Funkturm. Humo, polvo y un penetran le
olor a azufre aumentaban, pero al menos los disparos enemigos disminuían.
Evidentemente volábamos ahora sobre zonas todavía ocupadas por tropas
alemanas. Yo apunté en dirección de la Funkturm, pero desde aquí, donde me
encontraba en este instante, apenas tenía visibilidad. Mis esayos de vuelos
sobre Berlín de aquella vez, ahora me vinieron muy bien. No necesitaba estar
buscando, bastaba que mantuviera con la brújula la dirección Funkturm que
conocía de memoria. Sabía que a la izquierda se encontraba la avenida de dos
manos Ost-West-Achse con el Siegessäule. Poco antes del Brandenburger
Tor toqué tierra; los tanques de combustible estaban prácticamente vacíos.
La ciudad aquí parecía muerta. Árboles arrancados, ramas y restos de
bombas confundidos en grandes montones transmitiendo un espantoso horror.
Toda vida estaba enterrada bajo escombros. Con gran esfuerzo ayudé al
Teniente Coronel, que había vuelto a recuperar el conocimiento, a salir de la
máquina, que desde el aire aun podía ser reconocida y baleada. Se sentó al
borde de la calle. Teníamos que esperar ahora a que pasara un coche. La
incógnita era: ¿alemán o ruso?
El tiempo de espera transcurría paralizante. Sólo estruendos
ocasionales aquí o allá daban certeza de que el mundo todavía existía. Pero
por fin, no sé cuánto tiempo habíamos esperado, se fue acercando un camión
alemán. Lo paramos y subimos a él. Pasamos por el Brandenburger Tor,
tomamos por la avenida Unter den Linden, luego la calle Wilhelmstrasse y
doblamos finalmente en la calle Vosstrasse. Lo que en el camino estuve
viendo, me pareció un bastidor del antiguo maravilloso frente de edificios de
épocas pasadas; nada había quedado sano, sólo cenizas, escombros y olor a
humo.
Paramos delante del búnker de la Cancillería. Guardias de las SS
llevaron al Teniente Coronel a la sala de operaciones donde el Dr.
Stumpfegger se hizo inmediatamente cargo de él. Más tarde fuimos
conducidos ambos -el teniente General sobre una camilla— dos pisos más
abajo al búnker del Führer. En la escalera nos encontramos con la Sra.
Goebbels, a quien yo solamente conocía a través de fotografías. En un primer
instante nos miró incrédulamente con ojos muy abiertos, aparentemente no
pudiendo creer que todavía podía llegar gente de afuera. Me tomó en sus
brazos y empezó a llorar desconsolada.
En el búnker del Führer nos encontramos con Adolf Hitler en un
pasillo del pequeño zaguán. Su cuerpo estaba muy encorvado para adelante.
Sus manos temblaban fuertemente. Y su mirada parecía nublada. Nos saludó
con voz afónica. Greim le pasó su informe. Hitler le escuchó tranquilo y con
interés. Cuando hubo terminado, tomó las manos de von Greim y
dirigiéndose a mí, dijo: "¡Valiente mujer! Todavía existen lealtad y coraje en
este mundo".
Luego nos enteramos del motivo del porqué lo había hecho llamar.
Creyó haber sido traicionado por Goering. Le mostró a Greim el mensaje que
Goering le había enviado, con el cual le pedía a Hitler que éste le confirmara
su sucesión. "Tengo que aguantar todo, desilusiones, felonías, afrentas, y
traiciones. Hice detener a Goering inmediatamente, lo destituí de todos sus
cargos y lo despedí de todas nuestras organizaciones".
Luego lo nombré a Greim sucesor de Goering y mariscal general del
Reich.
Luego reinó silencio en la habitación. Miré en la cara del nuevo
mariscal general del Reich, quien se quedó ahí parado con los labios
apretados. No era difícil adivinar lo que pensaba y cuáles eran los
sentimientos que invadían su corazón. ¡Ser jefe supremo de una Fuerza Aérea
que no existía más! En esta situación no podría darse otra cosa que encontrar
aquí el fin de su vida, una vida que no conocía más que el honor y el
cumplimiento de órdenes superiores. Yo por mi parte sobreentendí que
también me quedaría aquí.
El círculo dentro del cual nos movíamos era reducido. Aparte del Dr.
Goebbels y su esposa, quien se había negado a abandonar Berlín con sus
hijos, conocí a Eva Braun. Me encontré aquí en el búnker también con Martin
Bormann, secretario de Estado Naumann, embajador Hewel, almirante Voss,
general Krebs, coronel Below, general Burgdorf, a los pilotos de Hitler Baur
y Betz, a las secretarias Christian, Jung y Krüger, al Dr. Lorenz, general de
las SS Rattenhuber, general de las SS Fegelein, quien poco antes se había
casado con la hermana de Eva Braun. Todos estos nombrados, excepto
Goebbels, habitaban los cuartos ubicados un piso más arriba. En el piso más
bajo vivían Hitler, Eva Braun, Dr. Goebbels y el Dr. Stumpfegger.
En los momentos que no me dedicaba como enfermera de von Greim,
me ocupé de los chicos del matrimonio Goebbels.
Poco después de saludar a Hitler subí un piso más arriba, a la pieza
de la Sra. Goebbels, donde aproveché para librarme del polvo y la suciedad
que cubría todo el cuerpo. Seis criaturas entre seis y doce años me miraron
curiosamente con grandes y lindos ojos, desde sus catres superpuestos de a
dos. El hecho de que sabía volar despertó sus fantasías, y mientras me lavaba,
me cubrían con preguntas y más preguntas, obligándome así a participa de su
sano mundo, ajenos a la tragedia que les esperaba. Desde aquel momento
tenía que almorzar junto con ellos, contarles de ajenos países y sus distintas
poblaciones, o contarles cuentos de hadas. Sus maneras naturales e
inteligentes de ser me conmovían profundamente. El amor fraternal entre
ellos era conmovedor. Al enfermarse una de ellas con angina, y teniendo por
eso que ocupar una pieza contigua, tenía yo que interrumpir mi cuento de
tanto en tanto para que uno de los pequeños le contara a la hermana enferma
el tramo del cuento que hasta ese momento yo había llegado. Les enseñé a
cantar a más voces, también a cantar a la tirolesa. Era asombroso de qué
manera rápida aprendían todo eso. Los estruendos de las bombas y granadas
no los intranquilizaba para nada; les decían que eran las bombas y granadas
con las que el "Tío Hitler" vencía al enemigo, y cuando la menor tenía miedo,
las hermanas la tranquilizaban rápidamente con ese argumento.
Este cuadro pacífico, que no cambiaba aun cuando la tensión se hacía
insoportable con cada hora que pasaba, pesaba sobre mí de manera
inaguantable. "Mañana, si Dios quiere, serás nuevamente despertada" cantaba
yo con los chicos, todas las noches, antes de acostarlos para dormir. Y yo me
preguntaba: ¿Serás realmente despertada?
La postura de los demás ocupantes del búnker era digna, ejemplar,
pero fueron pocas las veces que nos reuníamos. Ya durante la primera noche
que yo pasé en el búnker, del 26 al 27, los rusos habían concentrado sus
ataques contra la Cancillería. Sobre nosotros estallaban las granadas sin cesar.
Los revoques de los techos y de las paredes caían al suelo como lluvia. Ya
nadie dormía más, todos vivíamos en estado de gigante nerviosismo. Yo no
dudaba que el final se acercaba inexorablemente, tampoco los demás. Este
convencimiento nos paralizaba, y lo único que provocaba eran esperanzas
milagrosas sin sentido.
El grupo íntimo alrededor de Hitler vivía totalmente aislado de los
acontecimientos que ocurrían afuera, en la desesperada lucha dentro de Berlín
y en el resto del país. Las vanas esperanzas de un milagro eran alimentadas
por los rumores que de tanto en tanto se hacían conocer, y que hablaban de
un socorro por tropas alemanas que aun luchaban en algunas partes de
Alemania. No eran más que confusos cuadros de la realidad, principalmente
para quienes, cómo nosotros, la habíamos visto poco antes. Aunque aquí
vivíamos todos juntos en un reducido espacio, y quizás en pocas horas nos
tocaría el mismo destino, era como si entre nosotros dos, Greim y yo, y los
demás ocupantes del edificio se habría levantado una pared infranqueable.
Cuanto más trágica la realidad, tanto más parecía crecer esa pared.
Durante los próximos dos días, 27 y 28 de abril, no ocurrió nada. Las
horas transcurrían en martirizante espera. Hacían nacer nuevas esperanzas,
enterradas enseguida por noticias de espanto que se difundían como
relámpagos en el búnker. Fegelein, por años hombre de confianza del Führer,
cuñado de Eva Braun, sería fusilado por deserción y fuga. En momentos
como ése, creía perder el suelo bajo mis pies.
El ímpetu de los ataques contra la Cancillería crecía de hora en hora.
No había duda: el ruso avanzaba constantemente. No teníamos más la
mínima esperanza de poder ver nuevamente la luz del día. Como un milagro
llegó la noticia de que un JU-52 había aterrizado sobre la avenida Achse para
llevarnos a Greim y a mí de Berlín. También Rudel nos habló desde Rechlin
por igual motivo a través de la única línea telefónica que todavía podía
mantener contacto con la Cancillería. Greim rechazó irse.
Durante el segundo día de nuestra estadía en el búnker, Hitler me
hizo llamar a su oficina. Estaba parado frente a mí, más pálido todavía, más
encorvado y el semblante aún más envejecido. Me entregó dos ampollas de
veneno letal para que -como dijo— tuviéramos, Greim y yo, la libertad de
hacer uso de ellas en cualquier momento. Luego me confesó que tanto él
como Eva Braun se quitarían la vida en cuanto no pudieran contar más con
una liberación de Berlín por las tropas del General Wenck, que seguían
luchando al Este de la ciudad. Pero incluso si Wenck tendría éxito, yo
personalmente no creía que las fuerzas físicas de Hitler habrían sido
suficientes como para sobrevivir. Toda chance para salvar su vida, como por
ejemplo utilizar el JU-52, la rechazaba categóricamente. Creía que sólo su
permanencia en Berlín podría seguir fortaleciendo la fe del soldado alemán.
Había llegado la noche del 28 al 29 de abril de 1945. Un ataque de
fuego le seguía al otro, un huracán caía sobre la Cancillería. De acuerdo a un
rumor, los soviets ya habían llegado al comienzo de la avenida
Wilhelmstrasse, y adelantado hasta la plaza Potsdamer Platz. Era ya después
de medianoche cuando inesperadamente Hitler apareció en el cuarto de
enfermería del Mariscal von Greim, pálido como la cal, y como me pareció a
mí, un cuadro de una vida acabada. En su mano un radio mensaje y un mapa.
Se dirigió a von Greim: "Ahora también Himmler me traicionó. Ustedes dos
tienen que abandonar de inmediato el búnker. Recibí un radio mensaje que el
ruso tomará por asalto la Cancillería hoy; durante la mañana". Desplegó el
mapa que sostenía en su temblorosa mano. "Si logramos detenerlo al menos
veinticuatro horas mediante un ataque aéreo,” continuó diciendo, “podríamos
posibilitarle al General Wenck avanzar hasta aquí. En cercanías de Potsdam
ya se oye fuego de artillería alemana".
Siguió explicando que a un Arado 96 había logrado aterrizar sobre la
avenida Achse, y que estaba a nuestra disposición. Yo no tenía experiencias
militares, pero igualmente no podía comprender corno se podrían tener
todavía en esta situación ilusiones de una liberación. Pensaba en las imágenes
que vi durante las últimas semanas en todo el territorio alemán, en las rutas y
caminos repletos de masas humanas huyendo, en unidades militares
replegándose, en las noches de incesantes ataques aéreos, en los
ininterrumpidos estallidos de bombas sobre la Cancillería durante los días
que estábamos Greim y yo aquí; no, para mí tampoco un ejército Wenck
podría ayudar. Pero el mundo de ilusiones no pudo ser destruido. La Señora
Goebbels nos pidió, llorando, que no dejáramos de probar todo lo posible
para que alguna milagrosa ayuda les pudiera aun llegar.
La responsabilidad moral pesaba entonces en von Greim. Fue así que
nos tuvimos que preparar. En el despacho del Führer me despedí de Adolf
Hitler con un apretón de manos. No podía pronunciar palabra alguna. Él por
su parte sólo dijo con voz apenas audible: "Que Dios la bendiga".
La señora Goebbels, quien durante los últimos a o una postura de
admirable serenidad, me entregó una carta para su hijo mayor de primeras
nupcias. Los chiquitos dormían profundamente. ¡Cuánto querría haberlos
visto una vez más! La despedida de los demás fue silenciosa, sin palabras. El
Coronel von Below nos acompañó, a mí y a von Greim, quien caminaba con
muletas, hasta arriba. Cuanto más alto llegábamos, tanto más insoportables
los olores del fuego y del azufre, y tanto más espesa la niebla del polvo
calcáreo.
En un momento dado, y cuando el fuego enemigo había aminorado,
nos recogió un vehículo militar. Comenzamos un viaje fantasmagórico sobre
lo que antes había sido la lujosa avenida Vosstrasse. Los silbidos y
estruendos de las granadas volvieron a llenar el aire, la tierra temblaba
mientras el fuego y el humo nos acompañaban constantemente. Peor aún era
el temor si no habíamos entrado ya en la zona ocupada por los rusos.
Logramos cruzar la esquina de las avenidas Vosstrasse y Hermann
Goering. Respiramos aliviados. Ahora habíamos llegado hasta el parque
zoológico, poco después el puesto aéreo central cerca de la torre Siegessäule,
que seguía estando todavía en manos alemanas. La avenida Achse misma
seguía siendo cubierta de disparos rusos. El avión Arado se encontraba dentro
de un galpón antiesquirlas. Haber logrado hacerla entrar era una proeza
maestra del piloto. Era el mismo que nos había traído a Greim y a mí a
Gatow. Ahora teníamos que salir los tres, aunque la máquina era solamente
para dos personas.
Mensajeros informaron que la Avenida Achse estaría todavía libre de
pozos y agujeros en un tramo de cuatrocientos metros, pero esto podría
cambiar en pocos segundos. El despegue sería, de todas maneras, una
cuestión de suerte. Los faros enemigos iluminaban como largos dedos
constantemente la avenida. Pero a pesar de todo, el Arado pudo despegar sin
ser visto.
Tomamos curso Brandenburger Tor. El “Carro de la Victoria" sobre
el Brandenburger Tor se espejaba en la candente luz de los faros rusos.
Volamos por encima de él. El enemigo nos había descubierto ahora, y
consecuentemente nos apuntó con sus municiones centelleantes. El aire a
nuestro alrededor parecía estar repleta de ellas.
Aproximadamente a los 700 metros de altura nos envolvió un manto
salvador de nubes. Lo traspasamos y arriba de él brillaba la luna llena.
Tomamos ahora curso Rechlin. El plateado brillo de los lagos que abundan en
esa zona contrastaba con los incendios en los pueblos que bordean las rutas
de entradas a Berlín.
A las tres de la madrugada aterrizamos en Rechlin. Los oficiales del
Estado Mayor que aún se habían quedado allí, nos saludaron tiritando de frío,
trasnochados, y con los ánimos destrozados por todo lo vivido. Bajamos de la
máquina pisando nuevamente tierra firme. La noche era clara y fría. Tomé
aire profundamente. ¿Pero no sentía yo también ya aquí el olor de fuego y
cenizas anunciando el ocaso de nuestra amada Alemania?
Después de los cambios de opiniones entre el mariscal y los hombres
de Rechlin, volamos a la ciudad de Plon en el Norte del país para conversar
con el Gran Almirante Donitz, y de allí a Doblin para entrevistamos con el
Mariscal Keitel. La pequeña máquina que escogí era ágil y tenía buena
visión. Me parecía ser la más indicada para esquivar a los aviones enemigos.
Evitaba calles y estaciones ferroviarias que eran las constantes metas de las
máquinas de los otros, arrastrándome más que volando, de bosque en bosque,
siempre a sus costados donde las sombras me protegían mejor, saltando sobre
cercos y paredes; tenía que esconderme lo mejor posible del enemigo. Por
trechos tuvimos que cambiar el avión por un automóvil. Estos viajes no eran
menos peligrosos y penosos que con el avión. Repetidamente tuvimos que
parar y buscar refugio en el paraje, siempre con el Mariscal herido.
Después de despedirnos de Keitel, porque de la ciudad de Gustrow se
habían anunciado tanques soviéticos, viajamos a la ciudad de Lubeck.
Durante la noche del 30 de abril al 1 de mayo nos enteramos por radio que
Hitler se había suicidado, y que se había formado un nuevo gabinete bajo
mando de Donitz. Nuestra próxima meta era ahora nuevamente Plon. Pero
nuestra estadía allí duró solamente unas horas. Greim insistía en reunirse con
sus tropas en Bohemia. Por eso elegimos una máquina Do-217, apuntando a
la ciudad de Koniggratz. Ya durante el vuelo, a Greim lo invadió un fuerte
ataque de fiebre, seguramente por la inyección del tétanos. Cuatro días tuvo
que guardar cama con altas temperaturas en Koniggratz, las que a su vez
atacaban peligrosamente su corazón. Mientras tanto, los sucesos militares y
políticos retumbaban sobre Alemania.
Cuando el 7 de mayo le había bajado la fiebre, nos alcanzó rumor
sobre la inminente capitulación alemana, que tendría que firmarse el 9 de
mayo. Antes de que von Greim tomara una decisión personal, quería
comunicarse todavía con el Mariscal Kesselring. Volamos con dos máquinas
a la ciudad de Graz, y de ahí a Zell am See, donde se encontraba el mariscal
en ese momento. Fue un hermoso y tranquilo vuelo, cuyo pacífico trayecto
sobre los Alpes era lo contrario de lo que ocurría en el Reich.
Al llegar el 8 de mayo en Zell am See, nos enteramos que la
capitulación incondicional ya había sido firmada. Con eso el regreso de von
Greim a sus tropas quedó cancelado. El nosocomio en Kitzbuhel lo internó
nuevamente. La invasión de los americanos y nuestro derrumbe interno, selló
para siempre nuestros ideales.
Capítulo 30 Después de la capitulación

El único pensamiento que me consolaba era la cercanía de mi familia


en Salzburgo. En toda esta desgracia que nos rodeaba, saberla cerca
significaba para mí protección y cuna. Habría querido hacerle llegar una
noticia mía. Por fin encontré una posibilidad a través de un mensajero. Pero
nunca recibí contestación. Solo siete tumbas de mis más queridos seres
fueron todo lo que de ellos había quedado.
Durante los días previos antes de la ocupación por parte de los
norteamericanos, se había corrido la voz de que todos los fugitivos del este
serían trasladados de vuelta a sus ciudades de origen. Mi padre, quien tuvo
que atender como médico a mucha gente en los pueblos circundantes de
Breslau, había visto en el este lo que los sóviets hacían con las mujeres y los
menores. Sólo sentía ahora la responsabilidad de proteger a su familia de
aquellas infamias; por eso cargó sobre sí lo más difícil que un ser humano
puede hacer. Mi hermano figuraba como desaparecido, y de mí tampoco se
sabía nada.
También Ritter von Greim se quitó la vida pocos días después de que
yo había recibido la noticia de la muerte de mi familia. Oficiales
norteamericanos lo llevaron en indignas condiciones a Salzburgo; de aquí
seria transportado a otro lugar como prisionero. Fue ahora, cuando el honor
de un oficial ya no valía más que una basura, que su vida tenía que terminar,
una vida plena de rectitud y valores morales.
Yo traté de seguir viviendo, y lo hice. Fui prisionera de los
americanos durante quince meses, pasando por todas las denigraciones que
una "high criminal person" merecía a juicio de los vencedores. ¿Mis delitos?
En primer lugar ser alemana. Luego ser muy conocida, y de quien se sabía
que siempre había cumplido con sus obligaciones, y esto en beneficio de un
país que amaba.
Sobre mis últimos vuelos se construyeron leyendas. ¿Acaso no sería
posible que llevara a Hitler a un año escondite? Al principio, cuando me
habían llevado de Kitzbuhel a una lujosa mansión en Gmund, fui atendida
con cortesía; y amabilidad. ¿Acaso delataría mi secreto? Pero como no tenía
secretos, culatazos de los "amis" sobre mi cabeza me indicaron el camino a la
prisión. Allí fue donde conocí la denigrante vida de estar encerrada sin causa
por gente que se cree mejor, de tener que vivir días monótonos en angostas y
desnudas paredes, mientras los ojos trataban de ver un poco del cielo a través
de un enrejado agujero a la altura del raso.
De ahí fui transportada luego en un Jeep, entre cajones y bagaje a un
campo de internación americano. El trayecto de nueve horas que terminó en
el campo de "internación" fue un martirio para mí; el jeep saltaba sobre pozos
y montículos de escombros. Llegué molida y dolorida en todo el cuerpo. La
celda donde me ubicaron volvió a cerrarse. Sus medidas era las de un
compartimento de ferrocarril. Su amoblamiento no era más que una almohada
de paja tirada sobre el suelo. La ventanilla, esta vez sin rejas pero también sin
vidrio, dejaba pasar libremente el frío del mes de octubre. ¿Eran éstos los
Estados Unidos que yo conocí en 1938, y que había llegado a apreciar tanto?
Traté de leer en las caras del triunfador, siempre con la esperanza de
encontrar algo de aquellos simpáticos semblantes que se habían grabado en
mi memoria. Pero no descubrí nada similar, y esto me deprimió aún más que
el enrejado que me aislaba de la libertad. La amabilidad de los Estados
Unidos se había convertido en odio. Mucho más tarde llegó el día en el que
fui llevada a una casa de nombre "Alaska", en la localidad de Oberursel,
donde estaba ubicado el último campo de "internación" que yo conocí. Fui
recibida por un General que ya me estaba esperando. Me enfrenté en ese
momento con aquel tipo de americano como lo había conocido años atrás:
abierto, franco y humano. Más tarde conocí también a su mujer, una
americana canosa con lindos y amables rasgos. También ella vivía en el
mundo de los vencedores de 1945.
Por los acontecimientos ocurridos en Alemania entre los años 1933 y
1945, de los que nunca supe nada, tuve que reconocer la influencia de
propaganda que forma la manera de pensar de pueblos enteros, no sólo en lo
referente a desinformaciones toscas y malintencionadas, sino igualmente
ocultando culpas propias.
Las conversaciones con el General y su esposa me confirmaron que
por parte de los Aliados no era distinto. Estos dos eran al menos generosos y
sinceros, no como aquellos que me habían vigilado, interrogado y maltratado
hasta ahora. Respondían más a la linda imagen que aun guardaba yo en mi
corazón desde 1938. Pero igualmente aquí podía estudiar el pernicioso efecto
de la propaganda antialemana.
Pero quizás no era todo lo que tuve que pasar como prisionera,
crueldad norteamericana, sino la ceguera de pueblos en guerra.
Había regresado el verano. Sobre un fondo claro y azul, el cielo sólo
muestra tenues velos nebulosos. Desde la ventana abierta de mi cuarto que
habito desde que me dejaron en libertad y que da al jardín, observo corno se
forman estas nubes, para luego ir nuevamente desapareciendo lentamente.
Siento nostalgias por volar. Nostalgias por las nubes, los vientos, por la
inmensidad del espacio. Quisiera estar ahora con mi máquina allá arriba,
deslizarme silenciosamente, lejos de la tierra. Y mientras mi mano mantiene
firme el bastón de mando, mis ojos miran por encima de las brillantes alas del
avión al cielo. Un profundo respeto me embarga, todo a mí alrededor es
silencio absoluto. En mis sueños el planeador me lleva nuevamente a tierra
firme. Se me acerca más y más. Montañas que se elevan ante mí, montículos
que se achican, y pueblos que crecen. La tierra no cambió, es igual corno lo
era antes de la tragedia. Pero igualmente para mí cambió. Quien alguna vez
se vio con Dios, tiene que seguir estando también cerca del ser humano. Esta
fue la visión que me enseñó aprender a volar. Espíritu humano, ciencias y
técnicas no existirían si el corazón y el alma no hubiesen mantenido paso con
ellas. Son la conciencia que conducen al respeto por el orden Divino. ¿No
habremos perdido ya hace tiempo en nuestros prójimos al ser humano? Lo
volveremos a encontrar recién cuando volvamos a encontrar el respeto del
orden Divino. Y nosotros, los pilotos, tenemos la obligación de traer a la
tierra lo que vivimos y sentimos en las alturas. No puede existir mejor
herramienta para la paz y el mutuo entendimiento, que nuestro querido
planeador. Volar es mi vida.
El vuelo sobre la tierra es su símbolo. ¡Qué sirva en el futuro
únicamente para acercar más a las personas y a los pueblos!

FIN

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