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Estamos a bordo del Buque "General San Martín". Hace pocos días
dejamos Buenos Aires de regreso a Europa, e igual como hace tres cuando
partimos de Hamburgo, se había presentado también aquí nuestra despedida.
Apoyados sobre la borda, saludamos con pañuelos a nuestros amigos,
mientras las hélices del barco nos alejaba del despacio metro por metro del
dique. Todavía podíamos reconocer las caras de toda esa gente agolpada
sobre el muelle, pero pronto sólo fue una línea negra la que quedó a nuestra
vista, tal como el barullo y la estrechez del puerto. Nuestras miradas y
nuestros corazones se despedían de una ciudad y de un continente que nos
habían albergado como extranjeros y como amigos y que nos habían honrado
con su sincera hospitalidad. Ahora nos hamacábamos sobre el mar abierto del
sur del globo terráqueo. Su infinidad nos rodeó durante muchos días y
muchas noches, yo no quería ni contarlas. Estaba todavía impresionada por
lodo lo que había vivido allá, episodios que sólo el tiempo transformarían en
gratos recuerdos. Pero cuando nos reuníamos cada día volvía a revivir, con
sus vuelos, sus nubes, sus alturas, y sobre todo, las simpatías de los
habitantes.
Cierto día estuvimos el profesor Georgii y yo, apoyados sobre la
borda, conversando y filosofando sobre nuestras aventuras. Cada detalle nos
venía a la memoria y en mí, la charla profundizó aún más mi convicción que
volar era mi vida. Lo sabía desde siempre, pero este viaje quizás me lo hizo
sentir como un sello quemado sobre la piel. Sumida en mis sentimientos más
que en la conversación oí, como de lejos, decirle al profesor: "Hanna, ahora
no la soltamos más. Usted se queda con nosotros en Darmstadt, en el Instituto
de Investigaciones". Hoy en día no estoy segura de lo que le respondí, pero
de lo que tuve conciencia fue de que mi vida era determinada cada vez en
mayor escala por la aviación. Y como siempre, cuando se me presentaba una
nueva situación, tenía a mi madre ante mí. Fue mi puerto espiritual, mi más
íntima aliada. Toda vez que algo tocaba mi corazón, estaba ella a mi lado.
Observaba con juvenil intensidad, olvidando sus propios planes, mis diversas
actuaciones como si fuesen de ella. Y fue esa actitud frente a mis pasos lo
que me ayudó a tomar decisiones.
El Instituto de Investigaciones para la Aeronavegación se formó a
partir de la Sociedad Rhön-Rossiten, en la cual se habían juntado en el año
1925 los pioneros de la aeronavegación para estudiar las posibilidades de una
aviación a vela. Los primeros estudios fueron llevados a cabo en la región de
Wasserkuppe, pero pronto se llegó a la conclusión que no sería la mejor. Por
ejemplo, para efectuar estudios sobre las con-diciones de los vientos
ascendentes, era indispensable poder contar con una máquina-remolque a
motor y, para éstas, a su vez un terreno sufi-cientemente amplio, cosa que
Wasserkuppe no tenía. Por eso en 1933 el Instituto de Investigaciones fue
trasladado a Darmstadt-Griesheim. Allí obtuvo, bajo la dirección del profesor
Georgii, su decisiva expansión, convirtiéndose en el centro más importante
de la aeronavegación alemana.
Fue mérito del profesor Georgii que el concepto de la aviación en sí
se haya convertido en un bien prácticamente general del pueblo alemán, que
no perdió nada de su importancia en los años venideros, sino que al contrario
expandió su significación como Central de la Investigación de la
Aeronavegación.
El Instituto Alemán de Investigaciones Aeronáuticas (Deutsche
Forschungsanstalt für Segelflug, DFS), se dividía en varios rubros: cada uno
tenía su especialidad. Así por ejemplo, existía el Instituto Meteorológico; el
Instituto para la aeronavegación, de la cual yo más tarde fui quien realizaba
las pruebas de ensayo. La finalidad de éste era el desarrollo y construcción de
nuevos modelos de aeronaves para diversas actividades, como ser aeronaves
de instrucción, aeronaves de altas performances, aeronaves para usos
específicos, etc. Hubo también un Instituto para el desarrollo de aviones sin
cola (Institut für Entwicklung von schwanzlosen Flugzeugen); otro, cuya
misión era el desarrollo del instrumental necesario para la aviación.
Asimismo existió un instituto dedicado a cursos para la ingeniería de vuelos
(ingenieurmaiges Fliegen). Aparte fueron investigados en otros institutos y
secciones temas ligados a la aviación; como ser comunicaciones
inalámbricas, conducción a distancia de objetos voladores, ensayos en
canales de aire, y demás.
Yo fui miembro de aquel Instituto de Investigaciones Aeronáuticas
hasta Mayo de 1945. Al ingresar en Junio de 1934, el DFS se encontraba
todavía en sus comienzos. Las diversas especialidades aun no existían, tal
como las nombré anteriormente. Nosotros los pilotos no teníamos específicos
deberes predeterminados, más bien hacíamos lo que el momento requería.
Junto con Heini Dittmar tenía que efectuar, por lo general, vuelos
meteorológicos, vuelos a distancia y de altura para registrar las condiciones
climáticas. Esos deberes me hacían sentir totalmente en mi elemento, no
podía imaginarme algo más lindo. Antes de que yo fuera elegida, esas tareas
la habían realizado Robert Kronfeld, Günther Grönhoff y Peter Riedel. Al
margen de aquellas tareas diarias, logré durante las primeras semanas en
Darmstadt un nuevo récord femenino de vuelo a distancia: 160 kilómetros.
Me llevó de Griesheim a Reutlingen.
Capítulo 12 Con nuestros planeadores en
Finlandia
Pasaron los días y las semanas. Los ensayos con las aletas-freno
habían terminado y la pequeña fiesta en homenaje a mi designación como
capitana olvidada.
Empezamos con nuevos planes y pruebas. Por sugerencia de Udet, la
industria aerotécnica había comenzado en el ínterin a aplicar las aletas-freno
también en las máquinas militares. La localidad donde se llevaban a cabo los
ensayos era Rechlin. Fue en septiembre de 1937 cuando Udet me consignó
para allá. Tenía que efectuarlos con las nuevas máquinas provistas con estos
accesorios. Con esto comenzaron mis primeros pasos en terreno militar. No
se me ocurrió pensar que empezaría aquí una nueva etapa de mi vida, que me
llevaría cada día más a la aeronáutica militar.
Hasta entonces no había tenido nunca oportunidad de probar aviones
militares, pero ahora en Rechlin logré pilotear los más diversos modelos de
aviones: los Stukas, los aviones de bombardeo, los cazas, y los demás
existentes en aquella época. No habría sido aviadora de cuerpo y alma para
no considerar esta misión como un nuevo desafío profesional. Y más, me
tocó una tarea que en principio y fundamentalmente estaba reservada para el
sexo masculino; aun cuando revestía carácter militar para mí era un servicio
patriótico, cuyo peso y responsabilidad me valían más que las
condecoraciones, los títulos y los honores.
En Rechlin sin embargo, tuve que hacer la experiencia de que no
todos veían mi actividad como la interpretaba yo. Mi designación no sólo
causó sorpresa, sino en muchos hasta desagrado. Cuando durante una mañana
fresca de aquel mes de septiembre aterricé en el aeroparque de Rechlin, entre
la gente que me recibía estaba, entre otros, Karl Franke, el mejor piloto de
pruebas de Alemania, a quien había conocido en Zúrich durante un encuentro
internacional de aviación, en agosto del mismo año. Me dio una amistosa y
sincera bienvenida. En esos momentos no le presté atención a la postura
reservada de otros pero después, durante los diarios vuelos, comencé a notar
la resistencia masculina contra mi "intromisión", resistencia que era
reconocible hasta en las pequeñas cosas. ¿Qué tenía que hacer una mujer
aquí? Para ellos una mujer no servía para cuestiones militares.
Veo todavía hoy bien claramente el aeroparque de Rechlin, dónde al
final me afinqué durante varias semanas. Era distinto al cuadro que
representaba Darmstadt-Griesheim. Allá podían verse estacionadas a dos o
tres grandes máquinas al lado de otras frágiles como golondrinas o como
nubes blancas suspendidas en el aire. Aquí en Rechlin no se hacían tales
comparaciones, aquí se veían los Stukas, los aviones de bombardeo y otros
tipos de máquinas militares, todas ellas reflejando una seriedad callada y
amenazante. Posiblemente yo lo sentía más fuerte que lo que lo podría
apreciar un hombre. Y ahí estaban también los rápidos cazas. Me parecían
como flechas que apuntan algo. A todo esto, el ruido en el aeroparque, el
estruendo de las máquinas que despegaban y el silbido cuando bajaban y se
deslizaban sobre las pistas.
Alemania comenzaba a armarse, lo veíamos, así como lo veía
también el mundo, solo que nosotros lo observábamos con ojos distintos.
¿Guerra? Nosotros jóvenes no queríamos guerra, queríamos paz. Pero eso sí,
una paz justa que nos permitiera vivir dignamente. El pueblo entero la quería,
por más que el mundo de hoy no lo crea. Un pueblo rodeado en todos sus
límites por otras naciones, dentro de una extensión territorial limitada que,
después de haber sufrido años de pobreza e inseguridad, había vuelto a ver
pan y que después de haber logrado un resurgimiento social justo y general,
sabía que en el mundo siempre el débil es el más amenazado y porque creía
tener tanto derecho a seguridad como los demás, no veía en su
fortalecimiento militar otra cosa que garantizar una paz duradera. ¿Qué otro
país del mundo no habría sentido el mismo justificado orgullo? Así vi
también yo las cosas, sin imaginarme ni remotamente la tragedia que se iba
incubando. "Si quieres la paz, prepárate para la guerra". Y así aprecié yo lo
que estaba viviendo ahora, sin pensar en aquellas palabras de los romanos:
los Stukas, los aviones de bombardeo, los cazas, todos ellos guardianes ante
el portón de la paz. Y así los volé yo, siempre teniendo en mente que con mi
cuidado y confianza ayudaba a quienes después de mí estarían sentados en
cabinas similares y que cada uno de ellos por su parte aportaría a la defensa
de esa amada tierra que tenía bajo mí: campos labrados, huertas prolijas,
montañas y montes cubiertos de bosques y riachos cristalinos abriéndose
sinuosos caminos. Una tierra como seguramente las había muchas otras,
quizás más grandes y espléndidas, pero que para mí era única, porque era mi
patria. ¿Acaso no valía la pena volar por ella?
Mientras tanto en Rechlin se iban acostumbrando con la presencia
una mujer incluso aquellos para quienes la presencia de una "arpía" en el
aeródromo era un horror. El trabajo imparcial y objetivo al final triunfósobre
los prejuicios personales y los resentimientos masculinos. De ahí que cuando
tuve que regresar a Darmstadt, al Instituto para Investigación de la
Aeronavegación, el contacto con Rechlin siguió existiendo. Recién durante la
guerra tuve que volver a Rechlin para otros ensayos más grandes.
Capítulo 19 Mis vuelos con el helicóptero "Focke"
Sobre los vuelos con la V-1 se escribió mucho, y más que escribir, se
habló mucho. Durante años y hasta el día de hoy, los medios de difusión
siguen lanzando noticias sensacionales por todo el mundo. Pujan por las más
espeluznantes noticias respecto de las pruebas, aplicaciones y sentido de esa
arma considerada milagrosa, tanto por amigos como por enemigos. Sin
embargo, los verdaderos motivos del vuelo tripulado de la V-1 jamás fueron
ni tan siquiera insinuados.
Hasta el día de hoy, el público nunca obtuvo informe alguno sobre las
condiciones previas que explicaran el porqué de su desarrollo y aplicación.
Fue en agosto de 1943 después de mi recuperación, cuando había regresado
a Berlín, que me encontré en el edificio de la Fuerza Aérea durante un
almuerzo con dos viejos amigos, uno empleado en el Instituto de
Investigaciones de medicina aérea, y el otro un conocido y excelente piloto.
Nuestras conversaciones se referían a la preocupación que sentíamos por
nuestro país. El desarrollo de los acontecimientos fue cada vez más una
creciente inquietud para todo ciudadano alemán que temía por el destino de
su pueblo. Éramos conscientes de que el tiempo no trabajaba para nosotros.
Veíamos y sentíamos a diario cómo el país se desangraba lentamente, cómo
una ciudad tras otra era víctima de los bombardeos, cómo los lugares de
producción y las redes de comunicación eran sistemáticamente destruidos por
las flotas aéreas superiores del enemigo, cómo nuestras reservas materiales se
iban acabando y cómo la muerte hacía crecientes cosechas dentro de nuestro
pueblo.
Al igual que infinidad de gente, éramos también nosotros tres
suficientemente realistas como para no prever lo que significaría pala
Alemania una guerra perdida. El “Plan Morghenthau” era conocido también
en Alemania y todos presentíamos la tragedia venidera que alcanzaría tanto a
culpables como a inocentes. Lo que podía estar en nuestras manos, lo
queríamos hacer. Pero ¿qué estaba en nuestras manos? Esta era la pregunta
que me hacía durante muchos meses. Ya durante las largas semanas en el
sanatorio de Regensburg y en los innumerables días de soledad en Saalberg
me agobiaba esta pregunta. Sabía que esta guerra se había convertido en un
monstruo de la técnica y que un cambio solo sería posible si lográbamos
vencerlos con nuestra propia fuerza y a riesgo de la propia viga. Pero, ¿de
cuanta fuerza propia disponíamos?
Esta pregunta fue formulada por uno de nosotros tres. Nos miramos
sin decir nada, pero los tres conocimos espontáneamente la respuesta.
Muchas veces existen entre los seres humanos situaciones de
silenciosos entendimientos que al final conducen a los mismos resultad. Así
fue también aquí. Cada uno de nosotros tres expresó de pronto lo que
tímidamente había ido insinuando anteriormente.
Alemania solamente podría ser salvada de su desesperante situación
si lograba negociar con el enemigo después de haberle demostrado
superioridad armamentística. Para eso debía poseer un arma con la que
realmente estaría en condiciones de aplicarle significativas destrucciones, por
ejemplo en centro de producción, usinas eléctricas, centrales hidroeléctricas,
importantes centros fabriles y, en caso de una invasión, unidades marítimas
estacionadas en puertos; pero siempre cuidando de lastimar lo menos posible
a la población.
Las conclusiones a que llegarnos fueron que esto sólo podría
alcanzarse si se encontrara personas para manejar artefactos con los que
podían ser destruidos irreparablemente instalaciones bélicas enemigas,
elementales a producciones armamentistas, pero sacrificando en tales
acciones sus propias vidas. Tañes acciones no debían ser llevadas a cabo por
simplemente “locos", ni por "ciegos fanáticos" o por "hartos de vivir", a
quienes esta forma de terminar con sus vidas les vendría como "anillo al
dedo". La idea podría ser realizada únicamente —y de esta previa condición
partíamos los tres— si realmente se dispondría de un arma que garantizaba el
éxito de la acción. Sería contradecir el propósito, arriesgar con ligereza la
vida de tan solo un soldado.
Debo decir que en aquel momento, en Alemania, no se sabía nada de
los kamikazes japoneses. Sin embargo sabíamos que nosotros tres tratamos
durante aquel día de agosto en mi pieza del hotel, movía en el pueblo alemán
a muchas más personas que las que se podía suponer. Por doquier en todo el
país había gente dispuesta, como nosotros tres, a realizar tal acción. La
mayoría eran felices padres de familia, rebosantes de salud física y mental,
para quienes un seguro suicidio de ninguna manera podría significar un
escape de la vida, sino una heroica contribución para salvar a sus esposas, sus
hijos, su patria.
Aun cuando las cifras de los voluntarios que perderían sus vidas
ascendieran a miles, siempre sería incomparablemente menor que las
pérdidas de vidas en los frentes y en la propia patria si seguía la guerra.
Frente a terceros mantuvimos nuestras reflexiones en secreto.
Igualmente fue formándose una comunidad solidaria a través de los
comentarios transmitidos verbalmente. El hecho de que muchas veces no
fuimos comprendidos, era natural. Aquí no tentaba una meta personal
ambiciosa, o fama, o excitante lucha con posibilidad de un feliz resultado.
Aquí se exigía la superación del propio yo. Esperábamos de nuestra
conducción gubernamental un rápido y urgente examen de nuestras ideas y
estudio respecto de las posibilidades de realización. Si las ideas serían
llevadas a cabo rápidamente tendría que ser posible destruir las posiciones
clave del enemigo. Pero ni remotamente podíamos suponer contra cuantas
dificultades y oposiciones nos tendríamos que enfrentar. Antes de presentarle
nuestras ideas y planes al propio Adolf Hitler, éstos debían ser estudiados
minuciosamente y examinados en sus más pequeños detalles.
El primero a quien le expuse nuestras ideas fue al Mariscal Erhard
Milch. El las rechazó. Su opinión era que la vida de un soldado alemán sin
posibilidad alguna de poder salvarla, contradecía a la mentalidad del pueblo
alemán. Como no lo pude convencer del justificativo que representaba un
auto sacrificio para salvar innumerables vidas, le pedí que hiciera esa
pregunta a quienes estaban dispuestos a hacerlo. Después de todo eran sus
propias conciencias las que le responderían.
Nos dirigimos entonces a La Academia de Investigaciones
Aeronáuticas donde podían ser consultados todos los científicos, técnicos y
tácticos sobre el tema. La primera reunión tuvo lugar durante los meses
invernales de 1943/1944 con la presencia de su presidente. Los concurrentes
abarcaban una larga gama de temas relacionados con la producción de nuevas
armas: explosivos, torpedos, navegación, comunicación inalámbrica, etc.
Contaba también con la presencia de oficiales de marina y constructores de
aviones. El general de los aviones-caza, el general de los aviones-combate y
el facultativo medicinal aeronáutico enviaron sus representantes
especializados.
El plan fue considerado en principio realizable y con chances se ser
exitoso. El aparato sería una bomba piloteada, en este caso y para ahorrar
tiempo una construcción ya existente, la Me 328. Como segunda opción se
pensó en la utilización de la piloteadaV-1. Según modo de ataque y meta, le
sería colocada en su punta una bomba especial o una bomba-torpedo.
La autoridad máxima debía dar la orden para el desarrollo de esta
arma. Por eso nosotros debíamos tratar de ganar el interés por la idea del
propio Hitler. Pero como era de prever, a ninguno de nuestro círculo o de
camaradas le fue posible llegar a él. Pero una casualidad me brindó a mí la
inesperada ayuda. El 28 de febrero de 1944 fui convocada a presentarme ante
Hitler en el Berhof, donde me entregó un diploma diseñado por la Señora
Trost con motivo de la condecoración de la Cruz de Hierro de Primera Clase.
Tomamos el té en un cuarto con vista al hermoso paisaje que rodea el
Berchtesgaden. Presente estaba solamente el ayudante aeronáutico de Hitler,
coronel von Below. Una mejor oportunidad para presentarle a Hitler nuestras
ideas y planes, con seguridad no podría haberse dado. Por eso yo no dude en
hacerlo enseguida. La conversación que siguió, adquirió caracteres casi
dramáticos. Al principio parecía que tampoco Hitler compartía nuestros
puntos de vista. Básicamente no veía la situación de Alemania tan
desesperante como para aplicar las acciones que nosotros proponíamos.
Además, el momento de su eventual realización lo determinaría él mismo. En
largos monólogos me expuso sus ideas, justificándolas con ejemplos de la
historia humana de todos los tiempos. Yo iba dándome cuenta en sus
conclusiones, que sabía exponer con simples palabras pero con asombrosa
claridad y contagioso convencimiento, existían errores básicos de
apreciación. Por eso me permití objetar que en mi opinión la situación en la
que Alemania se encontraba ahora no podía ser comparada con la de otras
épocas. Mi observación le dio motivo a Hitler para explicarme en detalle la
construcción de los nuevos bombarderos especiales a chorro, de los cuales yo
con seguridad ya estaría enterada y sabría que estarían recién en estado de
evolución y que transcurriría mucho tiempo antes de poder ser fabricados en
serie. Mientras yo escuchaba, tuve conciencia de que Hitler estaba fatalmente
equivocado respecto de la gravedad de la realidad, y que sus conclusiones
respondían más a ilusiones que a posibilidades realizables.
En ese momento me olvidé de su autoridad y mi temperamento hizo
presa de mí. "Mein Führer", exclamé con voz demasiado alta, "usted habla de
los nietos de un embrión". Adolf Hitler me miró asombrado sin pronunciar
una palabra. Después de una embarazosa pausa, —yo me di cuenta de la
situación en la cara aterrorizada del ayudante von Below— continué
explicándole a Hitler, en base a elementos de la realidad, que estaba
equivocado. Destruí con eso su buen humor. Su cara mostraba ahora rasgos
de fastidio y su voz parecía alterada, por más que seguía convencionalmente
cortés cuando trato de hacerme entender que yo no podría estar tan al tanto
como para poder juzgar correctamente la situación. La conversación, de la
que me había prometido tanto amenazaba a fracasar. Pero eso no podía ser,
demasiado estaba en juego. Volví por eso de nuevo al tema de los vuelos
suicidas, de los que habíamos hablado al comienzo de la entrevista,
pidiéndole autorización para continuar con el desarrollo de los artefactos
necesarios, para tenerlos preparados para cuando él creyera llegado el
momento para su aplicación. Hitler dio su conformidad, pero no quería que
por ahora se lo volviera consultar más. Diez minutos más tarde fui llevada en
auto de vuelta a Berchtesgaden. Allí estaban mis amigos esperándome.
El asunto quedó ahora en manos del jefe de Estado Mayor de la
Aviación, el General Korten. Consignó a los hombres dispuestos para los
vuelos suicidas a un escuadrón, donde figuraban como grupo especial para
determinadas acciones. De los miles de voluntarios, se formó un reducido
grupo de unos setenta hombres. Más adelante, cuando el aparato estuviera
terminado y los ensayos aprobados, al igual que manera de aplicación y el
liderazgo formado, serían llamados los demás voluntarios.
Los hombres dispuestos para realizar las acciones suicidas firmaban
la siguiente declaración: “Es mi voluntad de ofrecerme como piloto de la
bomba dirigible. Tengo plena conciencia de que esto significa la muerte."
Firma.
Se sobreentiende que también yo firmé esa declaración solo que no
me integré al escuadrón para no tener que atarme a la diaria rutina militar y
con ello no quedar disponible para pruebas y ensayos. Más tarde quedó
comprobado que la decisión fue acertada: liderazgo y forma de preparación
para la acción no siempre respondían a nuestras ideas, de esta manera yo
quedaba libre para intervenir personalmente.
Los preparativos técnicos fueron llevados a cabo dentro del
Ministerio de Aeronáutica. Por suerte estuvieron allí en las mejores y
concienzudas manos imaginables, porque el jefe del correspondiente
departamento, Heinz Kensche, fue también uno de los voluntarios dispuesto a
dar su vida por la patria. A mí se me pidió efectuar junto a él las pruebas de
estos novedosos aparatos.
Al comienzo tuvieron lugar en Hörsching, cerca de la ciudad de Linz,
con el Me-328. El Me-328 estaba conceptuado en un principio como avión-
caza o destructor. Había sido construido en trabajo mancomunado por la
firma Messerschmitt y un departamento del Instituto de Investigación
Aeronáutica, y propulsado por dos motores a reacción Argus-Schmitt. Pero
después de los primeros vuelos de ensayo, su seguimiento fue cancelado por
el Ministerio. Ahora diseñamos una especie de aeronave-boma tripulada que
podría alcanzar su meta aun sin motor. Se trataba de una aeronave tripulada
por un hombre solo, con alas muy cortas que medían en total, de punta a
punta, unos cuatro a cinco metros. La caída de planeo a una velocidad de
vuelo de 250 km/h era de uno a doce, a velocidad de 750 km/h, uno a cinco.
El Me-328 no podía levantar vuelo independientemente, sino que era
llevado a cuestas por un bombardero Do-217 a una altura de 3.000 a 6.000
metros. El piloto del Do-217 podía desprenderse desde su asiento. Las
cualidades de vuelo servían por completo para el servicio que debía prestar.
Las condiciones eran tener buena visibilidad, comodidad de asiento, agilidad
de movimientos, estabilidad horizontal, así como estabilidad de curso fijado.
Todas estas condiciones se cumplían con el Me-328.
Las pruebas previas fueron terminadas en abril de 1944. Un
establecimiento fabril ubicado en el Estado de Turingia fue encargado por el
Ministerio a comenzar con la fabricación en serie. Sin embargo, por motivos
que jamás llegué a conocer, la fabricación nunca fue llevada a cabo
seriamente. Ni una sola máquina nos fue entregada. ¡Cuánto lamentamos de
no haber encarado desde un principio una segunda propuesta, cuál era la de
utilizar la ya existente V-1! Pero, ¿quién podría prestarnos ahora todavía
ayuda que pudiese tener sentido a esta altura de los acontecimientos bélicos?
Sin embargo dicha ayuda nos llegó inesperadamente.
Resulta que en casa se había anunciado telefónicamente Otto
Skorzeny el libertador de Mussolini. Hasta ahora lo conocía únicamente a
través de fotografías y de lo que se comentaba de su aventurera acción. A la
hora convenida estuvo parado frente a mí. Su corpulenta estatura casi llenaba
el hueco de la puerta. Su cálida y amistosa mirada dejaban ver un corazón
sensible y a un hombre con un temple varonil de máxima dureza y coraje. El
dialecto austríaco que Skorzeny hablaba, y que para mí tenía algo de familiar,
creó rápidamente un buen contacto entre ambos.
Skorzeny había estado con Himmler, quien le contó sobre nuestros
planes. Él mismo también ya se había hecho preguntas al respecto y, entre
otras cosas, la posibilidad de emplear torpedos manejados por un solo
tripulante. Sobre este tema había conversado con gente de la marina; a todos
les preocupaba la desesperante situación alemana, y todos se formaban sus
ideas sobre las maneras de cambiar el precipitado rumbo que iba tomando la
guerra. Independientemente de nuestras propias ideas, Skorzeny también
había pensado en el empleo de la V-1.
Ahora estaba aquí conmigo para discutir sobre las posibilidades que
podrían existir para llevar a cabo nuestras ideas. Skorzeny no sabía que
nosotros ya estábamos en contacto con los profesionales pertinentes. Pero
sería precisamente él quien al final nos brindó su influyente ayuda para
realizar nuestras ideas en tiempo récord. Para lograrlo obró, como en todas
sus acciones, con el característico espíritu aventurero y generoso que lo
distinguía, borrando de un plumazo todas las de que las diversas altas
autoridades le exponían, incluso afirmando que tenía poderes especiales,
debiendo mantener también al propio Führer al tanto sobre la evolución del
asunto.
Todavía hoy me parece increíble en qué corto lapso de tiempo, el
pequeño grupo de constructores e ingenieros aeronáuticos logró modificar la
V-1 y adaptarla para nuestros propósitos. La nueva V-1 monoplaza recibió el
nombre camuflado de Reichenberg y fue mantenida en absoluto secreto. Solo
unos pocos hombres sabían algo de ella, incluso los propios obreros que
trabajaban en la construcción de la V-1 normal nunca se enteraron de esta
nueva arma. La nueva V-1 fue construida en diversas versiones y puesta a
disposición para los vuelos de ensayos con partes de las existentes normal
bombas que ya se fabricaban en serie.
El primer modelo monoplaza llevaba una quilla amortiguable y
válvula de aterrizaje, con propulsor propio para fines de ensayos. El asiento
del piloto estaba ubicado directamente detrás del ala. El segundo modelo era
una biplaza donde un asiento se encontraba delante del cuerpo e cohete, el
otro detrás. Tenía doble manejabilidad, no tenía propulsor propio, y servía
como máquina-escuela para los hombres suicidas. Como el aterrizaje con esta
V-1 era externadamente difícil, sólo entre los hombres más capacitados
fueron elegidos los mejores para la enseñanza del manejo de las V-1.
También solamente a ellos se les permitía efectuar los aterrizajes. Teniendo
en cuenta la gran cantidad de hombres de "auto-sacrificio", no era sencillo
determinar quien estaría en reales condiciones de aterrizar sin correr peligro
de perder la vida.
La tercera versión era llamada máquina de combate, con auto-
propulsión, sin posibilidad de aterrizar, quiere decir sin quilla amortiguable y
sin válvula de aterrizaje.
Yo me puse a disposición para efectuar los ensayos. Pero el
departamento de ensayos militares en Rechlin quería que los hicieran
hombres de su propia administración.
Cierto agradable día del verano 1944 volé con mi máquina Bücker
Bu-181 a Linz en compañía de Skorzeny para presenciar los ensayos. Al
aterrizar allí, ya estaba todo preparado para el primer vuelo. La V-1 estaba
colocada debajo de una de las alas del bombardero He-111. El despegue de la
piloteada V-1 fue llevado a cabo tal como se hacía con la bomba V-1 sin
piloto, es decir como eran realizados anteriormente, hasta que el enemigo
había encontrado una de las catapultas usadas.
El radio de acción de la V-1 no piloteada era limitado. Desde suelo
alemán no alcanzaría destinos ubicados en Inglaterra. Por eso la V-1 no
piloteada tenía que ser llevada a sitios más cercanos por el bombardero. Un
despegue de la V-1 mediante una catapulta era imposible por la alta
aceleración inicial.
Había llegado el momento de levantar vuelo para el He-111 con su
carga humana. Fascinados le seguimos con los ojos como subía y subía, hasta
el momento en el que la piloteada V-1 se desprendió de su portadora para
desligarse de ella como un pequeño pajarito. El piloto voló primero algunas
curvas. Luego tomó un rumbo recto perdiendo constantemente altura.
Horrorizados tomamos conciencia de que en la manera de comportarse la
máquina, no existía voluntad del piloto. Segundos más tarde desapareció de
nuestra vista. Una nube de humo y una fuerte detonación pareció indicar el
final. Pasaron treinta minutos de paralizante espera hasta que recibimos la
buena noticia de que el piloto no había muerto, pero sí que había sufrido
severas heridas. Más adelante se constató que el motivo del accidente no fue
un error de construcción, sino del propio piloto, quien sin querer había
desenganchado el cierre del techo de la cabina. Aturdido por la repentina
fuerte corriente de aire, el piloto perdió el control sobre la máquina. Al día
siguiente despegó un segundo piloto. También éste se accidentó, pero
igualmente salvó su vida a pesar de las graves heridas. A continuación nos
hicimos cargo de las pruebas Heinz Kensche y yo.
Mi primer vuelo fue exitoso y los posteriores —entre ocho o diez—
también. Naturalmente hubo momentos de situaciones bastante difíciles de
superar. Por ejemplo el bombardero que me llevaba rozó una vez, con un ala,
el cuerpo de mi máquina. Produjo un fuerte chasquido, así como si la cola de
la V-1 habría sido serruchada. Con mucho esfuerzo pude mantener el control
sobre ella con los restantes elementos de conducción. Comprobamos que la
cola había sufrido una quebradura y se había retorcido hacia la derecha
alrededor de treinta grados. Fue un milagro que no se desprendiera del todo;
inexorablemente esto hubiera significado la caída del aparato.
Durante otra prueba, con la que quería definir el comportamiento de
la V-1 en diversas posiciones de inclinación y a las más variada velocidades
—en ese momento la estaba volando a 850 km/h—, se desprendió del casco,
sin que yo me diera cuenta, una bolsa de arena que había hecho colocar para
suplantar el peso de una persona sentada en el asiento delantero de la V-1 de
dos asientos. Cuando quise apuntalar la máquina, la bolsa de arena había
bloqueado el timón de altura. En el ínterin había bajado demasiado como para
saltar con el paracaídas, faltaban tanto altura como tiempo para eso. Tenía
que arriesgar todo para tener todavía una pequeña chance de salvarme. Por
eso puse la máquina boca abajo poco antes de tocar suelo y la levanté
abruptamente de nuevo con el resto de movimiento que me quedaba en el
timón de altura. Y en efecto, esa abrupta maniobra alcanzó para atajarla antes
de que chocara ruidosamente contra el campo. Quilla y casco quedaron
hechos trizas, pero yo por suerte sin heridas.
En otra oportunidad tenía que probar altas velocidades con un
máximo de carga. Para tal propósito instalamos un tanque con agua. Pero
como la quilla provisoria no estaba calculada para un aterrizaje con tanto
peso, la máquina que sería utilizada para los ataques no necesitaba aterrizar,
sino simplemente tirarse sobre su blanco, el agua debía ser evacuada antes de
tocar suelo, caso contrario el piloto se quebraría la columna vertebral por la
escasa amortiguación de la quilla.
Comencé con las pruebas a unos 6.000 metros de altura. Esto tuvo
corno consecuencia que la válvula de salida del agua se congelara. Cuando a
los 1.500 metros de altura traté de abrirla en vuelo horizontal, ésta no se
abrió. Pero como el vuelo se estaba haciendo sin propia propulsión, la
velocidad de bajada iba en aumento. Cada segundo que transcurría era
decisivo. Mis manos comenzaron a sangrar por los desesperados esfuerzos
que hacía para mover la palanca que debía abrir la válvula. La tierra se me
acercaba rápidamente. Por fin a pocos cientos de metros sobre la superficie la
válvula cedió y permitió la salida del agua. La máquina pudo ser salvada y
yo, simplemente, tuve otra vez suerte.
La V-1 era fácil de ser manejada y podría haber sido utilizada por
cualquier piloto promedio. Difícil era solamente el aterrizaje, ya que la
velocidad de aterrizaje era muy alta, y normalmente la máquina no tenía
propulsión propia.
Mientras tanto comenzamos a instruir con la máquina de dos asientos
a los hombres que más adelante deberían a su vez instruir a los demás
kamikazes. Estudiarnos modelos de objetivos enemigos a escalas exactas, y
nos íbamos preparando de esta manera técnica y aeronáuticamente para
nuestros propósitos. Pero el tiempo pasaba inexorablemente, y el cuadro
general de los acontecimientos empeoraba la posición alemana. En el ínterin
había comenzado la invasión de los aliados en Francia.
Ni el Me-328, ni la V-1 tripulada pudieron ser jamás empleadas. El
momento decisivo había sido desaprovechado. Las dificultades que se nos
presentaron desde el principio fueron más grandes que nuestra mejor buena
voluntad. Y aquí empieza la lista de los problemas individuales y técnicos
que enumerarlos hoy no vale más la pena. Se achicarían frente a los actuales
problemas del crisol internacional. Sin embargo no se podrá dejar de
mencionar lo siguiente: los "hombres-suicidas" vivieron todo aquel tiempo
convencidos de los valores de sus ideales. Ese convencimiento excluía todo
lo que podría hacer malograr sus ideales.
A esto correspondía por ejemplo la proposición de Himmler de
utilizar para las acciones suicidas solamente a hombres cansados de vivir, a
enfermos o criminales, gente pues que con la muerte voluntaria podrían
salvar su honor.
Igualmente correspondía a esta opinión la de hacer resaltar
públicamente el coraje demostrado por aquellos hombres, como fue el caso
cuando el Ministro de Propaganda Goebbels los reunió para honrarlos
anticipadamente como héroes de la patria. El gesto del Ministro fue
escuchado por los hombres con diversos grados de desconcierto.
Esos actos demostraron la total incomprensión de nuestros planes. Se
subestimó la postura de la cual había nacido nuestra idea del empleo de
hombres kamikaze. Tuvimos muy pocas posibilidades para defendernos
contra esas tendencias, las circunstancias fueron más fuertes. Mis camaradas
siguieron viviendo dentro del pequeño círculo de sus unidades. Mientras
tanto, el tiempo transcurría con velocidad creciente. El desarrollo militar y
político destrozó nuestras ideas. ¡Fue demasiado tarde!
Capítulo 28 Mi Madre
FIN