Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Unidad 3
Primera parte
Enunciación
Ciclo Básico Común
Universidad de Buenos Aires
Sede Puan
1º cuatrimestre, 2020
Cátedra: Mariana Di Stefano
Universidad de Buenos Aires
Ciclo Básico Común
SEMIOLOGÍA
Titular: Mariana di Stefano
Sede Puan
Selección y adaptaciones de la cátedra
Corrección y diseño: Gonzalo Blanco
3
Émile Benveniste
De la subjetividad en el lenguaje
En Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI, 1982.
(1ª ed.: Journal de Psychologie, julio-sept, 1958).
Si el lenguaje es, como dicen, instrumento de comunicación, ¿a qué debe semejante pro-
piedad? La pregunta acaso sorprenda, como todo aquello que tenga aire de poner en tela de jui-
cio la evidencia, pero a veces es útil pedir a la evidencia que se justifique. Se ocurren entonces,
sucesivamente, dos razones. La una sería que el lenguaje aparece de hecho, así empleado, sin duda
porque los hombres no han dado con medio mejor ni siquiera tan eficaz para comunicarse. Esto
equivale a verificar lo que deseábamos comprender. Podría también pensarse que el lenguaje
presenta disposiciones tales que lo tornan apto para servir de instrumento; se presta a transmitir
lo que le confío, una orden, una pregunta, un aviso y provoca en el interlocutor un comporta-
miento adecuado a cada ocasión. Desarrollando esta idea desde un punto de vista más técnico,
añadiríamos que el comportamiento del lenguaje admite una descripción conductista, en térmi-
nos de estímulo y respuesta, de donde se concluye el carácter mediato e instrumental del lengua-
je. ¿Pero es de veras del lenguaje de lo que se habla aquí? ¿No se lo confunde con el discurso? Si
aceptamos que el discurso es lenguaje puesto en acción, y necesariamente entre partes, hacemos
que asome, bajo la confusión, una petición de principio, puesto que la naturaleza de este “instru-
mento” es explicada por su situación como “instrumento”. En cuanto al papel de transmisión que
desempeña el lenguaje, no hay que dejar de observar por una parte que este papel puede ser con-
fiado a medios no lingüísticos, gestos, mímica y por otra parte, que nos dejamos equivocar aquí,
hablando de un “instrumento”, por ciertos procesos de transmisión que, en las sociedades huma-
nas, son sin excepción posteriores al lenguaje y que imitan el funcionamiento de éste. Todos los
sistemas de señales, rudimentarios o complejos están en este caso.
En realidad la comparación del lenguaje con un instrumento —y con un instrumento ma-
terial ha de ser, por cierto, para que la comparación sea sencillamente inteligible— debe hacer-
nos desconfiar mucho, como cualquier noción simplista acerca del lenguaje. Hablar de instru -
mento es oponer hombre y naturaleza. El pico, la flecha, la rueda no están en la naturaleza. Son
fabricaciones. El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado. Siempre
propendemos a esta figuración ingenua de un período original en que un hombre completo se
4
descubriría un semejante no menos completo y entre ambos, poco a poco, se iría elaborando el
lenguaje. Esto es pura ficción. Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje ni jamás lo ve-
mos inventarlo. Nunca alcanzamos el hombre reducido a sí mismo, ingeniándose para concebir
la existencia del otro. Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre ha -
blando a otro, y el lenguaje enseña la definición misma del hombre.
Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbóli-
co, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan ya para tornar sospechosa
esta asimilación a un instrumento, que tiende a disociar del hombre la propiedad del lenguaje.
Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio y por
tanto una “cosa” que intercambiaríamos. La palabra parece así asumir una función instrumen-
tal o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en “objeto”. Pero, una vez más, tal papel
toca a la palabra.
Una vez devuelta a la palabra esta función, puede preguntarse qué predisponía a aquélla
a garantizar ésta. Para que la palabra garantice la “comunicación” es preciso que la habilite el
lenguaje, del que ella no es sino actualización. En efecto, es en el lenguaje donde debemos bus-
car la condición de esa aptitud. Reside, nos parece, en una propiedad del lenguaje, poco visible
bajo la evidencia que la disimula y que todavía no podemos caracterizar si no es sumariamente.
Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto; porque el solo lenguaje
funda en realidad, en su realidad que es la del ser, el concepto de “ego”.
La “subjetividad” de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como
“sujeto”. Se define no por el sentimiento que cada quien experimenta de ser él mismo (senti-
miento que, en la medida en que es posible considerarlo, no es sino un reflejo) sino como la
unidad psíquica que trasciende la totalidad de las experiencias vividas que reúne y que asegura
la permanencia de la conciencia. Pues bien, sostenemos que esta “subjetividad”, póngase en fe-
nomenología o en psicología, como se guste, no es más que la emergencia en el ser de una pro-
piedad fundamental del lenguaje. Es “ego” quien dice “ego”. Encontramos aquí el fundamento
de la “subjetividad” que se determina por el estatuto lingüístico de la “persona”.
La conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste. No empleo yo
sino dirigiéndome a alguien, que será en mi alocución un tú. Es esta condición de diálogo la que
es constitutiva de la persona, pues implica en reciprocidad que me torne tú en la alocución de
aquel que por su lado se designa por yo. Es aquí donde vemos un principio cuyas consecuencias
deben desplegarse en todas direcciones. El lenguaje no es posible sino porque cada locutor se
pone como sujeto y remite a sí mismo como yo en su discurso. En virtud de ello, yo plantea otra
persona, la que, exterior y todo a “mí”, se vuelve mi eco al que digo tú y que me dice tú. La po-
laridad de las personas, tal es en el lenguaje la condición fundamental de la que el proceso de
comunicación, que nos sirvió de punto de partida, no pasa de ser una consecuencia del todo
pragmática. Polaridad por lo demás muy singular en sí, y que presenta un tipo de oposición
cuyo equivalente no aparece en parte alguna, fuera del lenguaje. Esta polaridad no significa
igualdad ni simetría: “ego” tiene siempre una posición de trascendencia con respecto a tú, no
obstante, ninguno de los dos términos es concebible sin el otro, son complementarios, pero se-
gún una oposición “interior/exterior” y, al mismo tiempo son reversibles. Búsquese un parale-
lo a esto; no se hallará. Única es la condición del hombre en el lenguaje.
Así se desploman las viejas antinomias del “yo” y del “otro”, del individuo y la sociedad.
Dualidad que es ilegítimo y erróneo reducir a un solo término original, sea éste el “yo” que de-
biera estar instalado en su propia conciencia para abrirse entonces a la del “prójimo” o bien
sea, por el contrario, la sociedad, que preexistiría como totalidad al individuo y de donde éste
apenas se desgajaría conforme adquiriese la conciencia de sí. Es en una realidad dialéctica, que
5
engloba los dos términos y los define por relación mutua, donde se descubre el fundamento
lingüístico de la subjetividad.
Pero ¿tiene que ser lingüístico dicho fundamento? ¿Cuáles títulos se arroga el lenguaje
para fundar la subjetividad?
De hecho, el lenguaje responde a ello en todas sus partes. Está marcado tan profunda-
mente por la expresión de la subjetividad que se pregunta uno si, construido de otra suerte,
podría seguir funcionando y llamarse lenguaje. Hablamos ciertamente del lenguaje, y no sola-
mente de lenguas particulares. Pero los hechos de las lenguas particulares, concordantes, testi-
monian por el lenguaje. Nos conformaremos con citar los más aparentes.
Los propios términos de que nos servimos aquí, yo y tú, no han de tomarse como figuras
sino como formas lingüísticas, que indican la “persona”. Es un hecho notable —mas ¿quién se
pone a notarlo, siendo tan familiar?— que entre los signos de una lengua, del tipo, época o re-
gión que sea, no falten nunca los “pronombres personales”. Una lengua sin expresión de la
persona no se concibe. Lo más que puede ocurrir es que, en ciertas lenguas, en ciertas circuns-
tancias, estos “pronombres” se omitan deliberadamente; tal ocurre en la mayoría de las socie-
dades del Extremo Oriente, donde una convención de cortesía impone el empleo de perífrasis o
de formas especiales entre determinados grupos de individuos, para reemplazar las referencias
personales directas. Pero estos usos no hacen sino subrayar el valor de las formas evitadas;
pues es la existencia implícita de estos pronombres la que da su valor social y cultural a los sus-
titutos impuestos por las relaciones de clase.
Ahora bien, estos pronombres se distinguen en esto de todas las designaciones que la
lengua articula: no remiten ni a un concepto ni a un individuo.
No hay concepto “yo” que englobe todos los yo que se enuncian en todo instante en boca
de todos los locutores, en el sentido en que hay un concepto “árbol” al que se reducen todos los
empleos individuales de árbol. El “yo” no denomina, pues, ninguna entidad léxica. ¿Podrá de-
cirse entonces que yo se refiere a un individuo particular? De ser así, se trataría de una contra -
dicción permanente admitida en el lenguaje y la anarquía en la práctica: ¿cómo el mismo tér-
mino podría referirse indiferentemente a no importa cuál individuo y al mismo tiempo identi -
ficarlo en su particularidad? Estamos ante una clase de palabras, los “pronombres personales”,
que escapan al estatuto de todos los demás signos del lenguaje. ¿A qué yo se refiere? A algo
muy singular, que es exclusivamente lingüístico: yo se refiere al acto de discurso individual en
que es pronunciado, y cuyo locutor designa. Es un término que no puede ser identificado más
que en lo que por otro lado hemos llamado instancia de discurso, y que no tiene otra referencia
que la actual. La realidad a la que remite es la realidad del discurso. Es en la instancia de dis-
curso en que yo designa el locutor donde éste se enuncia como “sujeto”. Así, es verdad, al pie
de la letra, que el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la lengua. Por poco que
se piense, se advertirá que no hay otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que
así da él mismo sobre sí mismo.
El lenguaje está organizado de tal forma que permite a cada locutor apropiarse la lengua
entera designándose como yo.
Los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a luz de la subjeti-
vidad en el lenguaje. De estos pronombres dependen a su vez otras clases de pronombres, que
comparten el mismo estatuto. Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjeti-
vos, que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al “sujeto” tomado como pun-
to de referencia: “esto, aquí, ahora” y sus numerosas correlaciones “eso, ayer, el año pasado, ma-
ñana”, etc. Tienen por rasgo común definirse solamente por relación a la instancia de discurso en
que son producidos, es decir bajo la dependencia del yo que en aquélla se enuncia.
6
Fácil es ver que el dominio de la subjetividad se agranda más y tiene que anexarse la ex -
presión de la temporalidad. Cualquiera que sea el tipo de lengua, por doquier se aprecia cierta
organización lingüística de la noción de tiempo. Poco importa que esta noción se marque en la
flexión de un verbo o mediante palabras de otras clases (partículas; adverbios; variaciones léxi-
cas, etc.) —es cosa de estructura formal—. De una u otra manera, una lengua distingue siempre
“tiempos”; sea un pasado y un futuro, separados por un presente, como en francés o en espa-
ñol; sea un presente pasado opuesto a un futuro o un presente-futuro distinguido de un pasa -
do, como en diversas lenguas amerindias, distinciones susceptibles a su vez de variaciones de
aspecto, etc. Pero siempre la línea divisoria es una referencia al “presente”. Ahora, este “pre -
sente” a su vez no tiene como referencia temporal más que un dato lingüístico: la coincidencia
del acontecimiento descrito con la instancia de discurso que lo describe. El asidero temporal
del presente no puede menos de ser interior al discurso. El Dictionnaire général define el “presen-
te” como “el tiempo del verbo que expresa el tiempo en que se está”. Pero cuidémonos: no hay
otro criterio ni otra expresión para indicar “el tiempo en que se está” que tomarlo como “el
tiempo en que se habla”. Es éste el momento eternamente “presente”, pese a no referirse nunca
a los mismos acontecimientos de una cronología “objetiva” por estar determinado para cada
locutor por cada una de las instancias de discurso que le tocan. El tiempo lingüístico es sui-refe-
rencial. En último análisis la temporalidad humana con todo su aparato lingüístico saca a relu -
cir la subjetividad inherente al ejercicio mismo del lenguaje.
El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lin -
güísticas apropiadas a su expresión, y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad, en
virtud de que consiste en instancias discretas. El lenguaje propone en cierto modo formas “va-
cías” que cada locutor en ejercicio de discurso se apropia y que refiere a su “persona”, defi-
niendo al mismo tiempo él mismo como yo y una pareja como tú. La instancia de discurso es así
constitutiva de todas las coordenadas que definen el sujeto y de las que apenas hemos designa-
do sumariamente las más aparentes.
Émile Benveniste
El aparato formal de la enunciación
En Problemas de lingüística general II, México, Siglo XXI, 2002.
(1ª ed.: Langages, París, año 5, Nº 17, marzo de 1970).
2 El detalle de los hechos de lengua que abarcamos aquí en una ojeada sintética es expuesto en varios
capítulos de nuestros Problèmes de linguistique générale I (París, 1966), lo cual nos disculpa de insistir.
12
“eso”, el “mañana” de la descripción gramatical no son sino los “nombres” metalingüísticos de
yo, eso, mañana producidos en la enunciación.
Aparte de las fuerzas que gobierna, la enunciación da las condiciones necesarias para las
grandes funciones sintácticas. No bien el enunciador se sirve de la lengua para influir de algún
modo sobre el comportamiento del alocutario, dispone para ello de un aparato de funciones.
Está, primero, la interrogación, que es una enunciación construida para suscitar una “respues-
ta”, por un proceso lingüístico que es al mismo tiempo un proceso de comportamiento de do-
ble entrada. Todas las formas léxicas y sintácticas de la interrogación, partículas, pronombres,
sucesión, entonación, etc., participan de este aspecto de la enunciación.
Parecidamente serán atribuidos los términos o formas que llamamos de intimación: órde-
nes, llamados, concebidos en categorías como el imperativo, el vocativo, que implican una rela-
ción viva e inmediata del enunciador y el otro, en una referencia necesaria al tiempo de la
enunciación.
Menos evidente quizá, pero no menos cierta, es la pertenencia de la aserción a este mis-
mo repertorio. Tanto en su sesgo sintáctico como en su entonación, la aserción apunta a comu -
nicar una certidumbre, es la manifestación más común de la presencia del locutor en la enun -
ciación, hasta tiene instrumentos específicos que la expresan o implican, las palabras sí y no
que asertan positiva o negativamente una proposición. La negación como operación lógica es
independiente de la enunciación, tiene su forma propia en francés, que es ne... pas. Pero la par-
tícula asertiva no, sustituto de una proposición, se clasifica como la partícula sí, cuyo estatuto
comparte, entre las formas que participan de la enunciación.
Más ampliamente aún, si bien de manera menos categorizable, se disponen aquí toda
suerte de modalidades formales, unas pertenecientes a los verbos como los “modos” (optativo,
subjuntivo) que enuncian actitudes del enunciador hacia lo que enuncia (espera, deseo, apren -
sión), las otras a la fraseología (“quizá”, “sin duda”, “probablemente”) y que indican incerti -
dumbre, posibilidad, indecisión, etc., o, deliberadamente, denegación de aserción.
El caso del lenguaje empleado en relaciones sociales libres, sin meta, merece una conside -
ración especial. Cuando se sienta gente alrededor de la hoguera del pueblo después de con -
cluir su faena cotidiana o cuando charlan para descansar del trabajo, o cuando acompañan
un trabajo simplemente manual con un chachareo que no tiene que ver con lo que hacen,
es claro que estamos ante otra manera de emplear la lengua, con otro tipo de función del
discurso. Aquí la lengua no depende de lo que pasa en el momento, hasta parece privada de
todo contexto situacional. El sentido de cada enunciado no puede ser vinculado al compor-
tamiento del locutor o del oyente, a la intención de lo que hacen.
Una simple frase de cortesía, empleada tanto en las tribus salvajes como en un salón euro-
peo, cumple con una función para la cual el sentido de sus palabras es casi del todo indife-
rente. Preguntas sobre el estado de salud, observaciones sobre el tiempo, afirmación de un
estado de cosas absolutamente evidente, todas estas cosas son intercambiadas no para in-
formar, no en este caso para ligar a personas en acción, tampoco, de fijo, para expresar un
pensamiento...
Es indudable que estamos ante un nuevo tipo de empleo de la lengua —que, empujado por
el demonio de la invención terminológica, siento la tentación de llamar comunión fática, un
tipo de discurso en el cual los nexos de unión son creados por un simple intercambio de pa-
labras... Las palabras en la comunión fática ¿son empleadas principalmente para trasmitir
una significación que es simbólicamente la suya? No, de seguro. Desempeñan una función
social y es su principal meta, pero no son resultado de una reflexión intelectual y no susci-
tan por necesidad una reflexión en el oyente. Una vez más podremos decir que la lengua
no funciona aquí como un medio de trasmisión del pensamiento.
Pero ¿podemos considerarla como un modo de acción? ¿Y en qué relación está con nuestro
concepto decisivo de contexto de situación? Es evidente que la situación exterior no inter-
Estamos aquí en las lindes del “diálogo”. Una relación personal creada, sostenida, por
una forma convencional de enunciación que vuelve sobre sí misma, se satisface con su logro,
sin cargar con objeto, ni con meta, ni con mensaje, pura enunciación de palabras convenidas,
repetida por cada enunciador. El análisis formal de esta forma de intercambio lingüístico está
por hacer.5
En el contexto de la enunciación habría que estudiar otras muchas cosas. Habría que
considerar los cambios léxicos que la enunciación determina, la fraseología que es la marca
frecuente, acaso necesaria, de la “oralidad”. También habría que distinguir la enunciación ha-
blada de la enunciación escrita. Esta se mueve en dos planos: el escritor se enuncia escribiendo
y, dentro de su escritura, hace que se enuncien individuos. Se abren vastas perspectivas al aná -
lisis de las formas complejas del discurso, a partir del marco formal aquí esbozado.
5 Sólo ha sido objeto de unas cuantas referencias, por ejemplo en Grace de Laguna, Speech, its Function and
Development, 1927, p. 244 n.; R. Jakobson, Essais de linguistique générale, trad. de N. Ruwet, 1965, p. 217.
15
puede ser sometida a un tipo de análisis que sólo se interese por su gramaticalidad y
aceptabilidad dentro de una comunidad lingüística, al margen de las circunstancias en que tal
frase pueda ser emitida, o bien puede ser observada como un enunciado, esto es, como una ocu-
rrencia singular de la frase, efectuada en determinadas circunstancias —por ejemplo, para alu-
dir a la tormenta que arruina un día de campo—, hecho que pone en evidencia una estrategia
discursiva (la ironía) por la cual el enunciado asume una significación suplementaria que es ne-
cesario explicar. Volveremos más adelante sobre el caso de la ironía —que no es excepción en
el discurso, como podría pensarse— y bástenos por el momento advertir la diferencia entre dos
posibles tratamientos de una emisión lingüística.
Privilegiar uno u otro aspecto del lenguaje, esto es, su carácter de sistema de relaciones
autónomo, independiente de su realización, o bien su productividad significativa en posibles
situaciones comunicativas, implica adoptar concepciones diferentes acerca de la significación y
del lenguaje, y sobre el lugar de este dentro de la experiencia humana. 6
6 Una explicación sucinta de la diferencia entre ambas posiciones frente al lenguaje la encontramos en
Ducrot, quien la presenta en los siguientes términos: [Para Saussure, la lengua] “consiste en un códi-
go, entendido como una correspondencia entre la realidad fónica y la realidad psíquica a la que ex-
presa y comunica. El objeto científico “lengua” podría [...] explicar la actividad lingüística, considera-
da como un hecho, únicamente en la medida en que esta última fuera la puesta en práctica o la utili-
16
Quienes llamaron primeramente la atención sobre la capacidad del lenguaje de ejercer
acciones tan concretas como cualquier otra, fueron los filósofos del lenguaje. El título mismo
de la obra de Austin —pionero en destacar este rasgo del lenguaje— How to do things with words,7
revela la preocupación del autor por sacar a luz el poder del lenguaje “de efectuar acciones”.
Hablar, según Austin, no es simplemente hacer circular significaciones sino realizar alguna ac-
ción determinada que, como toda acción, tiene móviles y consecuencias.
Así, pronunciar la frase “Juro decir la verdad”, pongamos por caso, en el contexto de un
juicio, no es solamente comunicar una información sino realizar un juramento, el cual no po-
dría haber tenido lugar sino por obra de haber sido pronunciada la frase respectiva. En otros
términos, jurar es decir que se jura, entonces, decir es hacer. Además, desde el momento que se
ha realizado la acción de jurar por el hecho de decirlo, hay consecuencias jurídicas inevitables:
todo lo que prosiga a esta frase queda bajo el régimen del juramento efectuado y, por lo tanto,
es susceptible de penalización si se lo transgrede. Habría toda una serie de verbos en la lengua
que poseerían esta capacidad performativa: prometer, declarar, bautizar, inaugurar, clausurar,
advertir, aconsejar, felicitar, amenazar, agradecer, autorizar, etc.
La propuesta de estos verbos performativos (verbos que realizan la acción que significan)
puso en evidencia ciertas facultades presentes en todas las emisiones lingüísticas, incluyan o no
verbos performativos. Además de poseer un ordenamiento gramatical aceptable (acto locuciona-
rio), toda frase realiza un acto ilocucionario por el cual afirma, interroga, ordena, solicita, etc. Y a
ello hay que agregar otra capacidad del lenguaje que es la de efectuar un acto perlocucionario, esto
es, producir un efecto sobre el interlocutor (hacer creer, hacer saber, consolar, etc.).
Las observaciones de Austin se vieron enriquecidas por la obra de Searle, Speech Acts,8
quien desarrolló y sistematizó la teoría de los actos de habla esbozada por Austin. Searle parte
de una hipótesis global según la cual “hablar un lenguaje es participar en una forma de con-
ducta gobernada por reglas. Dicho más brevemente, hablar consiste en realizar actos conforme
a reglas” (1994, p. 31). El acto que se realiza al hablar es la unidad básica de la comunicación, de
ahí que el propósito de Searle sea distinguir entre diversos géneros de actos de habla y estable-
cer las diversas clases de reglas que los gobiernan. Así Searle reconocerá tres géneros distintos
de actos (actos de emisión, actos proposicionales, actos ilocucionarios) 9 a los cuales añade la
noción austiniana de acto perlocucionario como correlativo del acto ilocucionario. El énfasis
puesto sobre las reglas que gobiernan los distintos tipos de actos lleva al autor a distinguir en -
zación de ese código. Pero la lengua misma, el código, no contendría alusión alguna al uso, así como
un instrumento no hace referencia a sus diferentes empleos. La lingüística de la enunciación se ca-
racteriza por un funcionamiento inverso. [Considera que la lengua] comporta de una manera consti-
tutiva indicaciones referidas al acto de hablar [...]. Una lingüística de la enunciación postula que mu -
chas formas gramaticales, muchas palabras del léxico, giros y construcciones tienen la característica
constante de que, al hacer uso de ellos, se instaura o se contribuye a instaurar relaciones especificas
entre los interlocutores" (1994, pp. 133 y 134) Nos interesa citar esta concepción de Ducrot pues ella
adelanta que los rasgos enunciativos son constitutivos de la lengua misma, esto es, dependen de un
modo diverso de acercarse al estudio de la lengua, y no son elementos agregados por el uso o la pues-
ta en práctica del código lingüístico.
7 La versión en español es Palabras y acciones. Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires Paidós, 1982
(1ª ed. 1962).
8 La versión en español de la obra de John Searle es Actos de habla, Barcelona, Planeta Agostini, 1994 (1ª
ed. 1969).
9 Los actos de emisión denominan la acción de emitir palabras; los actos proposicionales aluden al he -
cho de referir y predicar, y los actos ilocucionarios se refieren a los actos de enunciar, preguntar,
mandar, prometer etc. Esta reclasificación de los actos de habla le permite al autor incorporar la re -
ferencia y la predicación en el marco de una teoría general de los actos de habla.
17
tre reglas regulativas y constitutivas 10 para ofrecer un marco general en términos de las condi-
ciones necesarias y suficientes para realizar con éxito los diversos tipos de actos de habla ilocu-
cionarios.
Esta perspectiva adoptada frente al lenguaje fue incorporándose en el terreno lingüístico
y permitió focalizar aspectos tradicionalmente relegados en la investigación lingüística: la
preocupación por el sujeto hablante, por su relación con el lenguaje y con su interlocutor, por
los efectos de su discurso comienzan a reaparecer como problemas complejos que obligan a
una revisión de las concepciones de base de la lingüística.
La incorporación de !as reflexiones de la filosofía analítica y de la teoría de los actos de
habla de Austin y Searle en el ámbito lingüístico se debe a los trabajos de Benveniste. Su explo-
ración toma como punto de partida la crítica a la concepción instrumental del lenguaje: consi -
derar el lenguaje como instrumento de comunicación es una evidencia de la cual, al menos, hay
que desconfiar. En efecto, al comparar el lenguaje con cualquier otro instrumento fabricado
por el hombre —el pico, la flecha, la rueda— se observa que éstos son indicadores de una esci-
sión entre hombre y naturaleza —los instrumentos están separados del hombre—, mientras
que el lenguaje en modo alguno es una realidad exterior al hombre, sino que está en los funda -
mentos de la propia naturaleza humana. Es en este sentido que puede afirmarse que no es el
hombre quien ha creado el lenguaje como una prolongación exterior a él, como una forma ex-
terna apta para la expresión de una interioridad preexistente, sino que, por el contrario, es el
lenguaje el que ha fundado la especificidad de lo humano y ha posibilitado la definición misma
de hombre. Por el lenguaje se ha establecido el reconocimiento de las fronteras entre el hom -
bre y las demás especies, la conciencia de sí y del otro, la posibilidad de objetivarse y contem-
plarse.
Afirma Benveniste: “Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto:
porque el solo lenguaje funda en realidad en su modalidad que es la del ser, el concepto de ego”
(Benveniste, 1978, p. 180).
Pero no es posible concebir un sujeto hablante sino como un locutor que dirige su discurso
a otro: el yo implica necesariamente el tú, pues el ejercicio del lenguaje es siempre un acto transi-
tivo, apunta al otro, configura su presencia. Esta condición dialógica es inherente al lenguaje
mismo —el cual posee la forma yo/tú para expresarla— y su manifestación en la comunicación no
es más que una consecuencia pragmática derivada de su propia organización interna.
La polaridad de las personas (yo/tú) es el primer argumento esgrimido por Benveniste para
sostener el carácter lingüístico de la subjetividad. “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’” (Idem, 181). Es el
acto de decir el que funda al sujeto y simultáneamente al otro en el ejercicio del discurso. El
hecho de asumir el lenguaje para dirigirse a otro conlleva la instauración de un lugar desde el
cual se habla, de un centro de referencia alrededor del cual se organiza el discurso. Tal lugar
está ocupado por el sujeto del discurso, por el yo al cual remite todo enunciado. Ante cualquier
enunciado es posible anteponer la clausula Yo (te) digo que... puesto que no podemos sino hablar
en primera persona. Si yo afirmo Juan vino temprano o Yo llegué temprano en ambos casos subya-
ce la clausula yo (te) digo que para señalar el acontecimiento discursivo de un yo por el cual am-
bos enunciados han tenido lugar. La relación yo/tú a que hace referencia Benveniste es esta re -
lación que subyace a todo enunciado. De ahí que en el ejemplo Yo llegué temprano haya dos yo re-
10 Searle enuncia la diferencia entre ambas clases de reglas de la siguiente manera “Las reglas regulati -
vas regulan una actividad preexistente, una actividad cuya existencia es lógicamente independiente
de las reglas. Las reglas constitutivas constituyen (y también regulan) una actividad cuya existencia
es lógicamente dependiente de las reglas” (1994, p. 43). Para dar un ejemplo rápido, jugar al ajedrez
implica actuar de acuerdo con reglas constitutivas, específicas de ese juego; en cambio, una probable
regla de etiqueta, como llevar corbata en una reunión, no describe una conducta específica de la eti -
queta. En esta perspectiva, los actos de habla estarían gobernados por reglas constitutivas.
18
conocibles: el del sujeto del enunciado, explícito en el discurso, que realiza el acto de llegar, y
el del sujeto de la enunciación, implícito, que realiza el acto de decir.
El segundo argumento para fundamentar lingüísticamente la subjetividad se basa en el
reconocimiento de otros elementos que poseen el mismo estatuto que los pronombres perso-
nales, es decir, que son formas “vacías” cuya significación se realiza en el acto de discurso.
“Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjetivos, que organizan las relacio-
nes espaciales y temporales en torno al ‘sujeto’ tomado como punto de referencia: ‘esto, aquí,
ahora’, y sus numerosas correlaciones ‘eso, ayer, el año pasado, mañana’, etc.” (Idem, p. 183).
Los elementos indiciales o deícticos organizan el espacio y el tiempo alrededor del centro cons-
tituido por el sujeto de la enunciación y marcado por el ego, hic et nunc del discurso. Así, todo
acontecimiento discursivo marca un aquí índice que postula de inmediato un allí, un allá —que
marcan posiciones con respecto al aquí de la enunciación— y un en otra parte —que simula bo-
rrar las huellas del aquí—. De manera análoga, el discurso marca un ahora en función del cual se
traza una línea divisoria entre el presente —el ahora del acto de decir— y todo aquello que se
marca por relación al ahora como anterior o posterior; o bien, que se presenta figuradamente
como no marcado, aunque como veremos, se articula alrededor de otro centro de enunciación,
tal el caso de las formas entonces, en otro tiempo.
Observemos el siguiente inicio de una narración:
Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. Mas allá del laberinto para los extran -
jeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó
su ultima obra: una náyade que era una fuente [...] “¿Cómo un ser tan ínfimo —sin duda es-
taba pensando el tirano— es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”
Adolfo Bioy Casares
marca la anterioridad del suceso con respecto al tiempo presente de la enunciación (Yo
[te] digo [hoy] que); la transformación del tiempo verbal del enunciado al futuro y el cambio de
adverbio marcarían la posterioridad del suceso con respecto al momento del discurso.
De estas tres consideraciones extrae el autor el siguiente corolario: “El lenguaje es pues
la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su
expresión y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad” (Idem, p. 184). Esta frase con-
densa la concepción de la subjetividad de Benveniste: es una virtualidad contenida en el len-
guaje, en las formas generales y “vacías” (pronombres personales /deícticos en general / tem-
poralidad) que ofrece para su actualización en el discurso. El sujeto del cual aquí se habla no
preexiste ni se prolonga más allá del discurso, sino que se constituye y se colma en el marco de
su actividad discursiva. Volveremos más adelante sobre la definición del sujeto de la enuncia-
ción. Señalemos por ahora que el razonamiento de Benveniste apunta a incorporar las formas
de expresión de la subjetividad en la lengua misma, en su propia estructura. Tales formas de la
subjetividad están previstas por la lengua, y el hablante empírico no hace sino recurrir a ellas
para adoptar el papel de sujeto de enunciación y dejar las huellas de su presencia en el enun -
ciado. [...]
2. El sujeto de la enunciación
2.1. Definición
Conviene, desde el comienzo despejar ciertos malentendidos que pueden surgir al hablar
del sujeto de la enunciación. El concepto de sujeto de la enunciación no alude a un individuo
particular ni intenta recuperar la experiencia singular de un hablante empírico. No señala una
personalidad exterior al lenguaje cuya idiosincrasia intentaría atrapar. No nombra una entidad
psicológica o sociológica cuyos rasgos se manifestarían en el enunciado.
Tomemos un ejemplo para observar qué es lo que designa el concepto de sujeto de la
enunciación:
Este libro está preparado para ayudarlo a Usted a familiarizarse con iPhoto Deluxe tan pronto
como sea posible. Usted quizás pueda tener alguna idea de lo que iPhoto Deluxe puede ofre-
cer. Esta introducción completará esa idea general y le proveerá información básica sobre
imágenes.
No es extraño que este tipo de texto —de carácter instruccional— esté cargado de expre-
siones explícitas acerca del enunciatario previsto (veremos más adelanto que la presencia del
enunciatario esta generalmente implícita). La utilización enfática de la segunda persona, el
grado de saber presupuesto o sospechado en el virtual lector del manual, la determinación de
las necesidades del lector, son todos rasgos que configuran la imagen de enunciatario a la cual
el libro se ajusta. Sin embargo, lejos está el texto de presuponer que este manual fuera utiliza -
do no para los fines previstos sino para tomarlo como ejemplo de construcción de la imagen de
enunciatario. Quien escribe ha sido una receptora real de este texto, bastante distante por cier-
to del enunciatario a quien el texto va dirigido. Lo que interesa para el análisis de la situación
es evidentemente esa imagen de destinatario explicitada o sugerida por el texto, no los recep -
tores empíricos cuyas características no podrían aportar rasgos relevantes para comprender la
significación del texto.
Enunciador y enunciatario son entonces dos papeles configurados por el enunciado,
dado que no tienen existencia fuera de él. El enunciado no solamente conlleva una información
sino que pone en escena, representa, una situación comunicativa por la cual algo se dice desde
cierta perspectiva y para cierta inteligibilidad.
En síntesis, podemos afirmar que el sujeto de la enunciación es una instancia lingüística,
presupuesta por la lengua —en la medida en que ella ofrece las formas necesarias para la ex-
presión de la subjetividad— y presente en el discurso, en toda actualización de la lengua, de
manera implícita, como un representación —subyacente a todo enunciado— de la relación dia-
lógica entre un yo y un tú.
11 Para argumentar el carácter de no-persona de la llamada “tercera persona”, Benveniste sostiene: “Así,
en la clase formal de los pronombres, los llamados ‘de tercera persona’ son enteramente diferentes de
yo y tú, por su función y por su naturaleza. Como se ha visto desde hace mucho, las formas como él, lo,
esto, no sirven sino en calidad de sustitutos abreviativos (‘Pedro está enfermo; él tiene fiebre’); reempla-
22
por todos aquellos indicios que dan cuenta de una perspectiva (visual y valorativa) desde la cual
se presentan los hechos y de una captación que se espera obtener.
Por lo general, en los trabajos sobre enunciación, se ha privilegiado el estudio de las
marcas de la perspectiva del enunciador. Así, en su texto ya clásico sobre el tema, Kerbrat-
Orecchioni (1986) aclara que aborda la problemática de la enunciación en el marco de una con -
cepción restrictiva de la misma, como el estudio de las huellas del sujeto enunciativo en el enunciado,
entendiendo por sujeto el yo de la enunciación. En este marco, la autora realiza un análisis de-
tallado de los deícticos (pronombres personales, demostrativos, localización temporal y espa-
cial, términos de parentesco) como así también de otros subjetivemas (indicadores de la subjeti-
vidad) tales como sustantivos axiológicos, adjetivos, verbos y adverbios subjetivos, a los cuales
añade la subjetividad afectiva, interpretativa, modalizante y axiológica.
Pero es necesario considerar que el enunciador no sólo se constituye a sí mismo sino que
construye una imagen del enunciatario. Las huellas de su presencia son múltiples. El estudio de
Prince (1973) dedicado al enunciatario en la narración literaria nos puede servir de base para
señalar algunos recursos frecuentes para la elaboración de su imagen.
Digamos primeramente que para designar el rol de enunciador en textos pertenecientes
al género narrativo la teoría literaria provee el término de narrador. Como concepto correlativo
a este Genette (1972) ha propuesto el de narratario para designar la función de enunciatario
dentro del relato.12 Prince, en el estudio citado, retoma el concepto de narratario y consigna las
señales que lo configuran: 1) pasajes del relato en el que el narrador se refiere directamente al
narratario (denominaciones como lector, audiencia, mi amigo, la segunda persona, etc.); 2) pasa-
jes que implican al narratario sin nombrarlo directamente (el nosotros inclusivo, expresiones
impersonales, el pronombre indefinido); 3) las preguntas o pseudo-preguntas que indican el
género de curiosidad que anima al narratario; 4) diversas formas de la negación: contradecir
creencias atribuidas al narratario, disipar sus preocupaciones; 5) términos con valor demostra-
tivo que remitirían a otro texto conocido por narrador y narratario; 6) comparaciones y analo-
gías que presuponen mejor conocido el segundo término de la comparación; 7) las sobrejustifi-
zan o relevan uno u otro de los elementos materiales del enunciado. [...] Es una función de ‘representa -
ción’ sintáctica que se extiende así a términos tomados a las diferentes ‘partes del discurso’ y que res-
ponde a una necesidad de economía, reemplazando un segmento del enunciado, y hasta un enunciado
entero, por un sustituto más manejable. No hay así nada en común entre la función de estos sustitutos y
la de los indicadores de persona” (1985, p. 177). Esa idea ya estaba presente entre los gramáticos de
Port-Royal. Leemos en la Grammaire..., en el capítulo dedicado a la diversidad de persona y número en el
verbo: “aunque la palabra persona, que no conviene propiamente más que a sustancias razonables e in-
teligentes, no sea apropiada más que para las dos primeras, puesto que la tercera es para toda suerte de
cosas, y no solamente para las personas” (Arnauld y Lancelot, 1969, p. 73).
12 En este uso de la pareja narrador-narratario no seguimos la conceptualización de Greimas. En efecto,
en la entrada correspondiente a “Destinador” del primer tomo del Diccionario, Greimas propone con-
siderar tres pares dicotómicos: el primero, enunciador-enunciatario, para referirse al destinador y
destinatario implícitos de la enunciación; el segundo, narrador-narratario, para designar al yo insta-
lado explícitamente en el discurso —sería el caso de la enunciación enunciada—; el tercero, interlocu-
tor-interlocutario, para aludir a la situación de diálogo. Si bien nosotros conservamos la acepción de
enunciador-enunciatario greimasiana, y no tenemos dificultades en aceptar la tercera dicotomía, nos
parece que circunscribir el concepto de narrador al caso de la enunciación enunciada es introducir
una limitación poco fructífera. Esto nos conduciría a afirmar que los relatos en los que no hay un yo
explícito carecen de narrador, sólo tienen enunciador. Para una concepción generalizante de la na-
rratividad como la de Greimas, las tres dicotomías así planteadas pueden ser fecundas. Ahora bien,
para una concepción de lo narrativo como género, como clase de textos, creemos conveniente reser -
var el par narrador-narratario para designar las funciones de enunciador-enunciatario en el interior
del relato, sea cual fuere su forma de presencia, explícita o implícita.
23
caciones: las excusas del narrador por interrumpir el relato, por una frase mal construida, por
considerarse incapaz de describir un sentimiento.
Este conjunto de rasgos puede darnos un bosquejo de aquellos aspectos discursivos que
contribuyen a formar la figura del destinatario.
En síntesis, diremos que la instancia de la enunciación se construye como una estructura
dialógica que es causa y efecto del enunciado, independiente de todo soporte empírico preexis-
tente y que es pasible de ser reconstruida mediante una actividad de interpretación que saque
a luz los rasgos que la caracterizan.
24
En esencia, la deixis se ocupa de cómo las lenguas codifican o gramaticalizan rasgos del
contexto de enunciación o evento de habla, tratando así de cómo depende la interpreta-
ción de los enunciados del análisis del contexto de enunciación […] Los hechos deícticos
deberían actuar para los lingüistas teóricos como recordatorio del simple pero importantí-
simo hecho de que las lenguas naturales están diseñadas principalmente, por decirlo así,
para ser utilizadas en la interacción cara a cara, y que solamente hasta cierto punto pue-
den ser analizadas sin tener esto en cuenta (Levinson, 1983: 47).
Los elementos deícticos son piezas especialmente relacionadas con el contexto en el sen-
tido de que su significado concreto depende completamente de la situación de enunciación, bá-
sicamente de quién las pronuncia, a quién, cuándo y dónde. Son elementos lingüísticos que seña-
lan, seleccionándolos, algunos elementos del entorno contextual. La deixis ha sido objeto de in-
terés para la filosofía y la lingüística y es uno de los fenómenos que más específicamente atañe
a la pragmática dada su función de indicador contextual, tanto en la elaboración como en la in -
25
terpretación de los enunciados. Los deícticos (llamados conmutadores por Jakobson, 1957) son
elementos que conectan la lengua con la enunciación, y se encuentran en categorías diversas
(demostrativos, posesivos, pronombres personales, verbos, adverbios) que no adquieren senti-
do pleno más que en el contexto en que se emiten. Así como los elementos léxicos no adquie -
ren sentido pleno más que en su uso contextualizado, en los deícticos este carácter se va acen-
tuando al máximo. Por eso Jespersen y Jakobson les confieren un estatus especial (Kerbrat-
Orecchioni, 1980). […]
La deixis señala y crea el terreno común —físico, sociocultural, cognitivo y textual—. Los
elementos deícticos organizan el tiempo y el espacio, sitúan a los participantes y a los propios
elementos textuales del discurso. […] Los elementos deícticos suelen formar clases cerradas y
son principalmente los pronombres, los artículos, los adverbios y los morfemas verbales de
persona y de tiempo, pero también algunos verbos, adjetivos y preposiciones. Los términos
deícticos pueden usarse en un sentido gestual o en un sentido simbólico (Levinson, 1983), como
lo muestran los siguientes ejemplos:
1. Deixis personal
Señala a las personas del discurso, las presentes en el momento de la enunciación y las
ausentes en relación con aquéllas. En español funcionan como deícticos de este tipo los ele-
mentos que forman el sistema pronominal (pronombres personales y posesivos) y los morfe-
mas verbales de persona. A través de los deícticos de persona seleccionamos a los participantes
en el evento. Pero esa selección es flexible y puede cambiar. Quien habla es el “yo”, sin duda,
pero a través de la segunda persona podemos seleccionar a diferentes interlocutores de forma
individual o colectiva, para ello habrá que tener en cuenta a quién nombramos con la tercera
persona (también de forma individual o colectiva). Quien ahora es “tú” puede pasar a ser “ella”
o parte de “ellos” o “ellas” en un momento dado y viceversa, de forma que vamos incorporan -
do o alejando del marco de la enunciación a alguna o algunas personas. Lo mismo ocurre con la
primera persona del plural, que puede equivaler a un “yo” + “tú” (o “vosotros/as”) o no equi-
valer a un “yo” + X (menos “tú” o “vosotros/as” o menos parte de “vosotros/as”) y ese “X”
puede estar presente o no en el momento de la enunciación. Con la segunda persona del plural
sucede algo smilar, ya que puede incluir a todos o parte de los presentes (y el resto pasar a ser
parte de “ellos” o “nosotros”), o a todos o a parte de los presentes más alguien ausente. En
cuanto a la tercera persona, con ella se nombra lo que se excluye del marco estricto de la inte -
racción, pero, como hemos ido viendo, la persona o personas que denominamos como “él”,
“ellos”, “ella”, “ellas” pueden estar presentes o no. […]
Los siguientes esquemas intentan mostrar alguna de las configuraciones que pueden ad -
quirir las relaciones entre los actores de un intercambio comunicativo a través de la utilización
de los elementos deícticos de persona.
27
Otra forma de esquematizar las relaciones entre los interlocutores nos la proporciona
Kerbrat-Orecchioni (1980: 55):
Según este punto de vista, con el uso de la tercera persona se borran los protagonistas de
la enunciación. Otras marcas también claras de que se borra la presencia del Locutor son el uso
de construcciones impersonales o construcciones pasivas sin expresión del agente. El código
gramatical pone a disposición del hablante recursos que esconden o borran su presencia dando
relevancia, por contraste, al universo de referencia:
A gran profundidad por debajo de las nubes de Júpiter el peso de las capas superiores de la
atmósfera produce presiones muy superiores a las existentes en la Tierra, presiones tan
grandes que los electrones salen estrujados de los átomos de hidrógeno produciendo un es-
tado físico no observado nunca en los laboratorios terrestres, porque no se han conseguido
nunca en la Tierra las presiones necesarias (C. Sagan, Cosmos, Barcelona, Planeta).
En este texto el Emisor y el Receptor han sido borrados para dar relieve al contenido re -
ferencial exclusivamente. Aun así, la elección del contenido y el nivel de especificidad del léxi -
co dibujan el perfil del posible autor y el posible destinatario. También observamos que se pue -
de objetivar al Receptor de tal manera que aparece nombrado (como usuario, lector, cliente,
estudiante, etc.) y está presentado como un elemento del universo de referencia y no como co-
protagonista de la enunciación:
Hay situaciones que exigen una presentación “neutra” del universo de referencia. Las
prácticas discursivas en determinados géneros promueven un modelo de presentación “objeti-
va”: la información en los periódicos, la información científica, por ejemplo. Otra cosa distinta
es que el efecto de objetividad se corresponda con una objetividad real. Una aserción partidista
y parcial puede ser expresada con medios para parecer objetiva. Por eso importa tanto deter-
minar el contexto en que se emiten los enunciados.
Hemos decidido que este curso tenga una parte de teoría y una parte de práctica y aplica -
ción (profesorado).
Iremos hasta el final con la lucha contra el terrorismo (gobierno).
Nuestros análisis de mercado permiten augurar una temporada de ventas superior a la an-
terior (empresa comercial).
Para nuestro trabajo parece relevante señalar los siguientes aspectos (escrito académico).
A este uso se le ha llamado tradicionalmente “modestia”. Esto explicaría que el uso del
“yo” en público se considere inapropiado —arrogante— si a quien habla no se le otorga sufi -
ciente nivel de responsabilidad, autoridad, credibilidad o legitimidad. Para solucionar posibles
conflictos, con el uso del “nosotros” se diluye la responsabilidad unipersonal, y se adquiere la
autoridad o la legitimidad asociada con un colectivo.
El llamado plural “mayestático” es el uso de la primera persona del plural para la perso -
na que habla cuando ésta se inviste de la máxima autoridad: tradicionalmente el Papa o el Rey.
Se trata de un uso simbólico tradicional de “distinción”, que se percibe como arcaico por su es-
30
casa utilización fuera de estos personajes singulares. Sin embargo, su uso persiste, formando
parte de la escenificación y los rituales de presentación pública de la monarquía o del papado.
Asociado con este uso y más adecuado a la contemporaneidad y a los usos democráticos, nos
encontramos con representantes del gobierno, presidentes, etc., que suelen usar este “noso-
tros”, que queda a medio camino entre un uso ritual de las autoridades máximas y un uso de
representación del grupo.
Otro uso del “nosotros” es el llamado inclusivo, aquel que incorpora al Receptor en la re-
ferencia al Emisor. Puede ser un uso intencionado para acercar las posiciones de los protago -
nistas de la enunciación, y se da en todos los casos en que es importante para el emisor la invo-
lucración del receptor, particularmente en relaciones asimétricas como la de médico/paciente,
maestro/alumno, que necesitan una señal de acercamiento suplementaria para superar la ba-
rrera jerárquica y conseguir el grado suficiente de aproximación y complicidad.
También se da en otros casos, como en las columnas periodísticas y los artículos de opi-
nión, en los que los escritores buscan la complicidad de los lectores, para involucrarlos en su
punto de vista:
Estamos de nuevo en diciembre. Me silban los oídos de la presión del tiempo fugaz: es
como quien va en moto por una autopista y siente cómo le muerde el viento las orejas. Ya
han caído otros 12 meses a la tumba de la memoria y nos acercamos una vez más a Navi-
dad. Las ames o las odies, las fechas navideñas son fechas cruciales. Tienen demasiada car -
ga social, demasiada sustancia a las espaldas. Por es me silban los oídos más que nunca: el
tiempo se escurre siempre de la misma manera, pero es en navidades cuando te entra el
vértigo (R. Montero, “Navidad”, El País, 5-XII-1993).
En conclusión, los locutores pueden optar por inscribirse en su texto de variadas mane-
ras, ninguna de ellas exenta de significación en relación con el grado de imposición, de respon -
sabilidad (asumida o diluida) o de involucración (con lo que se dice o con el Interlocutor).
2. Deixis espacial
Con la deixis espacial se organiza el lugar en el que se desarrolla el evento comunicativo.
Para ello se selecciona, del entorno físico, aquello que interesa destacar, y se sitúa en el fondo o
fuera del “escenario” aquello que no interesa o sólo de forma subsidiaria, es decir, se construye
el “proscenio” y los decorados del fondo del escenario. La deixis espacial señala los elementos
de lugar en relación con el espacio que “crea” el yo como sujeto de la enunciación. Cumplen
esta función (véase Kerbrat-Orecchioni, 1980: 63-70) los adverbios o perífrasis adverbiales de
lugar (aquí o acá / ahí / allí o allá; cerca /lejos; arriba / abajo; delante / detrás; a la derecha / a la iz-
quierda, etc.), los demostrativos (este/a / ese/a / aquel/la), algunas locuciones prepositivas (de-
lante de / detrás de, cerca de / lejos de), así como algunos verbos de movimiento (ir / venir, acercar-
se / alejarse, subir / bajar). Como veíamos con la deixis de persona, también podemos jugar con
el espacio y “mover” los elementos según nuestros propósitos. Así el “aquí” o “acá”, “esta” o
“este” puede señalar algo que está en mi persona o algo que está cerca de “nosotros”, puede
ser “aquí, en mi pierna” o “aquí, en el planeta Tierra”; igual sucede con el “ahí” / “ese/a”,
32
“allí” o “allá” / “aquel/la”, ya que su sentido siempre tendrá que interpretarse de forma local,
en relación con lo que hemos designado como “aquí”, y seguramente teniendo en cuenta otros
factores del contexto, por ejemplo, elementos no verbales (gestos, miradas, posturas, movi-
mientos, etc.). La deixis espacial tiene, además, una función muy importante —si se quiere de
tipo metafórico— para marcar el territorio, el espacio público y el privado, y, como consecuen-
cia, para señalar la imagen y la distancia de las relaciones sociales, como lo demuestran expre-
siones del tipo pasarse de la raya; meter la pata; ponerse en su sitio; no pase usted de ahí; póngase en
mi lugar; no te metas donde no te llaman, etc.
3. Deixis temporal
Indica elementos temporales tomando como referencia el “ahora” que marca quien ha -
bla como centro deíctico de la enunciación. Básicamente cumplen esta función los adverbios y
las locuciones adverbiales de tiempo, el sistema de morfemas verbales de tiempo, algunas pre-
posiciones y locuciones prepositivas (antes de / después de, desde, a partir de…), así como algunos
adjetivos (actual, antiguo / moderno, futuro, próximo…). Veamos las referencias deícticas de tiem-
po tal como las presenta Kerbrat-Orecchioni (1980: 61-62):
33
Deícticos Relativas al cotexto
Referencia: T0 Referencia: y expresado
En el contexto
Simultaneidad en ese momento; en ese/aquel momento;
ahora entonces
ayer; anteayer; el otro día; la víspera;
Anterioridad la semana pasada; la semana anterior;
hace un rato; un rato antes,
recién, recientemente un poco antes
mañana; pasado mañana; al día siguiente; dos días des-
el año próximo; pués;
Posterioridad dentro de dos días; al año siguiente;
desde ahora; pronto (dentro de poco); dos días más tarde;
en seguida desde entonces; un rato des-
pués;
a continuación
hoy; otro día
Neutros el lunes (= el día más próximo, antes o
después, a T0);
esta mañana; este verano
Con la deixis de tiempo ponemos las “fronteras” temporales que marcan el “ahora” res-
pecto del “antes” y el “después”. Pero los límites que se marcan con el “ahora” pueden también
referirse a una secuencia particular dentro del evento, sería el caso del “ahora” más estricto o
pueden referirse a un tiempo que abarca mucho más de lo que dura el evento (por ejemplo: “aho-
ra” = siglo XX). Por ello el sentido de los deícticos de tiempo también tiene que interpretarse lo-
calmente, de acuerdo con las coordenadas concretas en que esas piezas se utilizan.
34
Delphine Perret
Los apelativos (adaptación)
En Langages, Nº 17, 1970.
Cuando un término del léxico es empleado en el discurso para mencionar a una persona,
se convierte en apelativo. Existen apelativos usuales; son los pronombres personales, los nom-
bres propios, algunos sustantivos comunes, los títulos (“mi general”), algunos términos de re-
lación (“camarada”, “compañero”), los términos de parentesco, los términos que designan a un
ser humano (“muchachita”). Otros términos, empleados metafóricamente para designar a un
ser humano, constituyen igualmente apelativos usuales (“mi gatito”); también algunos adjeti-
vos son empleados con la misma función (“mi querido”). Los apelativos se usan, al igual que la
primera, segunda y tercera persona del verbo, para designar la persona que habla, el locutor;
aquella a quien se habla, el alocutario; y aquella de la cual se habla, el delocutor. Se los llama res-
pectivamente locutivos, alocutivos (o vocativos) y delocutivos.
Todo apelativo:
a. tiene un carácter deíctico: permite la identificación de un referente, con la ayuda de
todas las indicaciones que puede aportar la situación.
b. tiene un carácter predicativo: el sentido del apelativo elegido, incluso si es pobre, per-
mite efectuar una cierta predicación explícita.
c. manifiesta las relaciones sociales: por eso permite efectuar una segunda predicación,
sobreentendida, que remite a la relación social del locutor con la persona designada.
El vocativo, en particular:
a. llama la atención del alocutario por la mención de un término que lo designa, y le indi-
ca que el discurso se dirige a él. Por el término elegido, el locutor indica también qué
relación tiene con él y le atribuye una caracterización y un rol que tienden a hacerle in-
terpretar el discurso de cierta manera: compañeros, argentinos, ciudadanos, hijos valientes
de la patria. A veces el vocativo constituye un enunciado: “El que toca el bombo”.
b. la predicación efectuada, con la ayuda del sentido de la palabra, constituye un juicio
acerca del alocutario. El juicio es fácilmente reconocible en las injurias vocativas, donde
constituye la principal motivación de la enunciación del vocativo. La riqueza semántica
varía en función de la riqueza del léxico de los apelativos usuales. Pero los apelativos
inusuales son también posibles, ya que el léxico injurioso constituye una serie léxica
abierta.
c. la enunciación de un vocativo predica una relación social que puede ser, conforme a la
relación considerada, determinante, como no serlo, y puede tener entonces como única
motivación la predicación de esta relación. Se llama en general constitutiva toda predi-
cación de una relación que no ha sido nombrada entonces, incluso si se espera que sea
predicada de esa manera.
35
Dominique Maingueneau
Observaciones sobre casos temporales
(adaptación)
En Introducción a los métodos de análisis del discurso,
Buenos Aires, Hachette, 1976.
(No se debe olvidar que la forma más frecuente del futuro en el español rioplatense es la
perifrásica: ir a + infinito: “Voy a salir” por “saldré”, “te voy a matar” por “te mataré”.)
37
Catherine Kerbrat-Orecchioni
Los subjetivemas (adaptación)
En La enunciación, Buenos Aires, Hachette, 1986.
Los rastros semánticos de los elementos léxicos que pueden considerarse subjetivos son
los siguientes:
▸ afectivo
▸ evalutativo, que puede dividirse en dos:
– axiológico, un rasgo bueno/malo, que afecta al objeto denotado y/o a un elemento
asociado contextualmente.
– Modalizador, que atribuye un rasgo del tipo verdadero/falso, también, en cierta for-
ma, axiológico, ya que el verdadero implica bueno.
Consideraremos los elementos léxicos en sus clases tradicionales, para mostrar cómo se
realizan estos rasgos.
Sustantivos
La mayor parte de los sustantivos afectivos y evaluativos son derivados de verbos o de
adjetivos, por los que consideraremos en el análisis de éstos (amor/amar, belleza/bello, etc.).
Hay, sin embargo, un cierto número de sustantivos no derivados que se pueden clasificar den -
tro de los axiológicos como peyorativos (desvalorizadores)/elogiosos (valorizadores).
b) El rasgo axiológico está en el significado de la unidad léxica; no son fijos, sino que de -
penden de varios factores: fuera ilocutiva, tono, contexto, etc. Por ejemplo:
“Tapera” tiene, casi siempre, el rasgo peyorativo, lo que no impide que alguien mues-
tre su casa y diga: “¿Te gustó la tapera?” donde el rasgo puede ser elogioso mediante
ironía. Por lo general, en todas las lenguas los sustantivos relacionados con lo escato-
lógico o sexual tienen un rasgo peyorativo, aunque puede variar en ciertos contextos.
38
Adjetivos
Se pueden dividir según los siguientes rasgos:
a) Afectivos: además de una propiedad del objeto enuncian una reacción emocional del
hablante:
Adverbios
Los más importantes de los adverbios subjetivos son los modalizadores. Se pueden clasi-
ficar en los siguientes términos:
I) Modalizadores de la enunciación o del enunciado.
a) de la enunciación: remiten a una actitud del hablante con respecto a su enunciado:
“Francamente, no sé si vendré mañana.”
b) del enunciado: remiten a un juicio sobre el sujeto del enunciado:
“Posiblemente Juan no lo sepa.”
II) Modalizadores que implican un juicio.
a) de verdad:
“Quizá pueda curarse pronto.”
“Sin duda me casaré con ella.”
b) sobre la realidad:
“En efecto, Juan no vino ayer.”
“De hecho estuve totalmente equivocado.”
Verbos
Algunos verbos están marcados subjetivamente de forma muy clara (por ejemplo “gus-
tar”). Su análisis implica una distinción triple:
I) ¿Quién hace el juicio evaluativo? Puede ser:
a) El emisor: es el caso de verbos del tipo pretender.
b) Un actante o participante del proceso, por lo general el agente, que en algunos ca-
sos puede coincidir con el sujeto de la enunciación (“Deseo que…”). En esta medida,
los verbos del tipo desear, querer, se incorporan en esta clase como subjetivos ocasio-
nales.
II) ¿Qué es lo que se evalúa?
a) El proceso mismo y, al mismo tiempo, el agente: “X chilla”.
b) El objeto del proceso, que puede ser:
1. una cosa o un individuo: “Detesto”.
2. un hecho, expresado mediante una proposición subordinada: “x desea que p”.
III) ¿Cuál es la naturaleza del juicio evaluativo? Se formula esencialmente en términos de:
a) bueno/malo: en el dominio de lo axiológico.
b) verdadero/falso/incierto: es el dominio de la modalización.
Dominique Maingueneau
Las modalidades (adaptación)
En Introducción a los métodos de análisis del discurso, Buenos Aires,
Hachette, 1980.
Penetramos en uno de los dominios menos estables, uno de los más confusos también, de
la teoría de la enunciación; lamentablemente, el análisis del discurso está obligado a recurrir a
él constantemente. Aquí nuestras ambiciones serán todavía extremadamente modestas, y
apuntarán sólo a presentar algunos elementos necesarios para un planteo del problema. Los
términos modalidades, modal, modalizador, modalización están cargados de interpretaciones,
son reclamados por distintas disciplinas, y remiten a realidades lingüísticas variadas.
Son términos tomados de la lógica, y la gramática tradicional hace de ellos un uso tan
abundante como poco riguroso (categoría verbal del “modo”, actitud del hablante con respecto
a su enunciado, matices del pensamiento, etc.).
Es en Charles Bally, precursor indirecto de la teoría de la enunciación, donde se encuen-
tra un empleo sistemático de esta noción. La modalidad es definida por él como “la forma lin -
güística de un juicio intelectual, de un juicio afectivo o de una voluntad que un sujeto pensante
enuncia a propósito de una percepción o de una representación del espíritu”. 13 En cada frase
hay dos elementos que deben ser distinguidos: el dictum y la modalidad. El dictum corresponde
al contenido representado —intelectual—, a la función de comunicación de la lengua, mientras
que la modalidad remite a la operación síquica que tiene por objeto al dictum. La relación entre
modalidad y dictum no es constante, pero sigue una escala, de lo implícito a lo explícito. Así, el
dictum puede ser realizado por un verbo modal con sujeto modal explícito:
yo = sujeto modal
Yo creo que está allí
creer = verbo modal
Bally da un ejemplo significativo de escala, que va desde lo explícito hasta lo sintético (la
modalidad incorporada al dictum). Así, en los enunciados siguientes el dictum es constante:
a) quiero que usted salga; b) le ordeno salir; c) es preciso que usted salga; d) usted debe salir; e) salga; f)
¡afuera!; g) ¡ust!; h) mímica; i) expulsión física.
Modalidades de enunciado
Las modalidades de enunciado son una categoría lingüística mucho menos evidente; no se
apoyan en la relación hablante/oyente, sino que caracterizan la manera en que el hablante
sitúa el enunciado en relación con la verdad, la falsedad, la probabilidad, la certidumbre, la ve-
rosimilitud, etc. (modalidades lógicas), o en relación con juicios apreciativos: lo feliz, lo triste, lo
útil, etc. (modalidades apreciativas). Así, en: Es posible que venga Pablo, es posible constituye la mo-
dalidad lógica, sintácticamente distinta, aquí, de la “proposición básica” (Pablo venir). En cam-
bio, en Pablo está seguramente allí, la modalidad lógica se manifiesta sintácticamente por un ad-
verbio (seguramente).
Lo mismo vale para la modalidad apreciativa: se puede distinguir, por ejemplo, entre Es
una suerte que Pablo esté allí y Afortunadamente Pablo está allí.
En la medida en que una lengua no es de ningún modo un lenguaje lógico, la manera
como las modalidades de enunciado se incorporan a la proposición básica no deja de tener
14 “Modalités et communication”, en Langue Française, 21.
15 Dire et ne pas dire, Hermann, 1972, p. 4.
43
efecto sobre su significación. Como siempre que se compara lógica y lenguaje, es sorprendente
la diversidad de recursos de la lengua: así, para la modalidad de lo posible, nos encontramos
con estructuras de frases muy variadas, que llegan a hacer dudar de la homogeneidad lingüísti-
ca de esta modalidad:
16 Señalemos que la modalidad lógica puede estar implícita, ligada a los determinantes, a los tiempos
verbales, etc. Así, en Tes père et mère honoreras [“honrarás a tu padre y a tu madre”], la modalidad de
obligación está presente, ligada a la estructura de la máxima y al futuro. También puede haber ambi-
güedades: Estos vidrios se limpian puede ser interpretado como una posibilidad (pueden limpiarse) o una
necesidad (pueden limpiarse).
17 Op. cit., pp. 66-67.