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MUSSOLINI

(1883-1945)

[L]a concepción fascista del estado lo abarca todo: fuera de él no pueden existir valores
humanos ni espirituales, y mucho menos valer nada.

Mussolini, La doctrina del fascismo (1932)

El dictador que gobernó Italia entre 1922 y 1943 fue el padre del fascismo
y un autócrata dominador cuya política totalitaria preparó el terreno para el
auge del nazismo. Reprimió toda muestra de disensión dentro de Italia, y
albergó también una gran codicia colonialista con delirios imperiales propios de
la antigua Roma. Fue responsable directo de la muerte de más de treinta mil
etíopes durante la campaña de aciaga memoria que emprendió en Abisinia, así
como cómplice, a través de su alianza con Adolf Hitler, de las atrocidades de la
Alemania nazi.
Benito Amilcare Andrea Mussolini nació el 29 de julio de 1883 en
Predappio, ciudad del centro-norte de Italia. Su padre era herrero, y su madre,
maestra de escuela, profesión que adoptaría él mismo durante un período muy
breve. Tras pasar un año tratando sin éxito de hallar empleo en Suiza en 1902 —
durante el cual fue encarcelado por falta de domicilio fijo—, lo expulsaron y lo
devolvieron a Italia, en donde había de hacer el servicio militar.
A los veinte años, siguiendo los pasos de su padre, participaba de forma
muy activa en el movimiento socialista mediante la publicación de un periódico
llamado La Lotta di Classe («La lucha de clases»), y en 1910 se hizo con el puesto
de secretario de la agrupación local de Forli, para la cual editó el Avanti!
Asimismo, escribió una novela, La amante del cardenal, que fue un fracaso
editorial. Conocido ya de las autoridades por incitar a la revuelta, volvió a
sufrir prisión en 1911 por hacer propaganda pacifista cuando Italia declaró la
guerra a Turquía. No cabe, pues, sorprenderse ante su oposición inicial a la
entrada de Italia en la primera guerra mundial. Sin embargo, creyendo tal vez
que un conflicto de envergadura serviría para precipitar la caída del
capitalismo, cambió de parecer, y esta decisión provocó su expulsión del
Partido Socialista. No tardó en dejarse cautivar por el militarismo, y fundó otra
publicación, Il Popolo d’Italia, y el grupo de los Fasci d’Azione Rivoluzionaria,
partidario de la guerra, si bien hubo de abandonar su propio servicio militar en
1917 por las heridas que le provocó la explosión de una granada mientras hacía
instrucción.
A esas alturas era ya un antisocialista declarado, convencido de que el
gobierno autoritario constituía la única solución a los problemas sociales y
económicos que aquejaban a la Italia de posguerra mientras en las calles
luchaban por hacerse con la supremacía bandas violentas — entre las que se
incluía la suya propia—. A fin de describir su política resuelta y planteada a
golpe de personalidad, acuñó el término fascismo, del italiano fascio («unión») y
el latín fasces, insignia de la Roma clásica compuesta de un haz de varas
dispuesto en torno a una hacha, símbolo de la fuerza lograda por la unidad. En
marzo de 1919 tomó forma el primer movimiento fascista de Europa con los
Fasci di Combattimento, encabezados por él. Los camisas negras que lo
apoyaban, en claro contraste con los tambaleantes gobiernos liberales del
período, disolvieron con éxito las huelgas industriales y dispersaron a los
socialistas de las calles. Aunque sufrió derrota en las elecciones de 1919,
Mussolini fue elegido para el Parlamento junto con otros 34 fascistas en 1921, y
antes de que acabase el año fundaría el Partido Fascista Nacional. En octubre de
1922, después de que las hostilidades entre los grupos de izquierda y derecha
alcanzasen un extremo cercano a la anarquía, protagonizó con miles de camisas
negras la llamada Marcha sobre Roma (aunque él, en realidad, cogió el tren) y
se presentó como el único hombre capaz de restablecer el orden. Desesperado,
el rey Víctor Manuel III tomó la fatídica resolución de pedirle que formase un
gobierno.
El nuevo régimen se erigió sobre los cimientos del miedo. El 10 de junio
de 1924, los seguidores de Mussolini secuestraron y asesinaron a Giacomo
Matteotti, diputado de relieve del Partido Socialista que había criticado las
elecciones de aquel año, en las que los fascistas habían obtenido el 64 por 100 de
los votos. Llegado el año de 1926, Mussolini — que se otorgó el título de Duce
(«caudillo») y recibió en un primer momento el respaldo de los liberales— había
desmantelado la democracia parlamentaria y marcado con su autoridad
personal cada uno de los aspectos del gobierno, amén de introducir una censura
estricta y un hábil sistema propagandístico que comportaba una cuidadosa
elección de los directores de los diarios de la nación. Dos años más tarde,
cuando depositó el poder ejecutivo en las manos del Gran Consejo Fascista, el
país quedó transformado de forma efectiva en un estado policial
monopartidista.
En 1935, tratando de hacer realidad sus sueños de dominación
mediterránea y de creación de un imperio en el África septentrional, ordenó la
invasión de Abisinia (la Etiopía de nuestros días), cosa que hizo en octubre
sirviéndose de las fuerzas aéreas y de armamento químico (gas mostaza) en una
campaña brutal que duró siete meses y supuso la ejecución sistemática de
cuantos prisioneros caían en manos de sus ejércitos, bien en público en la horca,
bien arrojándolos desde un aeroplano a mitad de vuelo. La empresa culminó
con la anexión de Etiopía a las posesiones de que disponía Italia en el África
oriental: Eritrea y Somalia.
Además de por los delirios imperiales de Mussolini, la campaña había
estado motivada por las ansias de vengar la humillación sufrida por Italia en
marzo de 1896, cuando Etiopía había derrotado a un ejército de la nación en
Adua. En la invasión de 1935, para la que se empleó como pretexto cierta
desavenencia relativa a las fronteras, los tanques, la artillería y la aviación de
Italia se enfrentaron a la hueste, mal pertrechada y peor adiestrada, del
emperador Haile Selassie.
Avanzando con constancia hacia la capital etíope, los italianos saquearon
el obelisco de Axum, erigido en la Antigüedad, y hostigaron con bombas
incendiarias la ciudad de Harar. El 5 de mayo de 1936 tomaron al fin la capital,
Adís Abeba, y obligaron a Haile Selassie a huir al monte. El mariscal Badoglio,
adalid victorioso de Mussolini, recibió el absurdo título de duque de Adís
Abeba. Contraviniendo de forma descarada el Protocolo de Ginebra de 1925,
lanzaron entre 300 y 500 toneladas de gas mostaza, incluso sobre las
ambulancias de la Cruz Roja.
Entre tanto, desde la seguridad de Roma, Mussolini ordenó la «muerte
de todos los prisioneros rebeldes» y dio a sus hombres instrucciones de «poner
en marcha una política sistemática de terror y exterminio entre los rebeldes y la
población cómplice». En febrero de 1936, en respuesta al intento de asesinar al
gobernador colonial, los soldados italianos se desmandaron durante tres días.
El alto mando del ejército había advertido a Mussolini que semejante
desafío a la influencia británica y francesa sobre África y Oriente Medio podía
empujar al Reino Unido a una guerra que «dejaría [a la nación italiana] a la
altura de los Balcanes». Sin embargo, en este período, el Reino Unido —
gobernado por Neville Chamberlain— y Francia habían adoptado una política
de apaciguamiento, y Mussolini calculó con razón que no actuarían de manera
decisiva — situación que no hizo sino incitar a Hitler—. Con todo, el imperio
etíope de Italia resultó efímero: los británicos lo liberaron en 1941. Haile Selassie
reinó hasta 1974, y fue Badoglio quien sustituyó a Mussolini en 1943 y firmó la
paz con los Aliados. Las atrocidades perpetradas por el Duce en Abisinia
llevaron a la Liga de Naciones a sancionar a Italia.
Cada vez más aislado, abandonó dicho organismo y se alió con Hitler en
1937 — el mismo año en que brindó asilo y apoyo al brutal fascista croata Ante
Pavelić— y emuló al Führer haciendo aprobar un aluvión de leyes antisemitas.
Pronto quedó de manifiesto, sin embargo, que Mussolini era el socio
minoritario de aquella compañía cuando el dirigente nazi comenzó a adoptar
decisiones militares sin consultarlo.
Cuando Hitler invadió Checoslovaquia en marzo de 1939, dando al traste
con las esperanzas de paz que habían despertado los Acuerdos de Múnich el
año anterior, el Duce ordenó ocupar la vecina Albania, tras lo cual sus ejércitos
barrieron sin esfuerzo al diminuto ejército del rey Zog. En mayo, los dos
dirigentes declararon un pacto de Acero por el que se comprometían a
brindarse asistencia en caso de guerra. Europa se echó a temblar.
Italia no entró en la segunda guerra mundial hasta la caída de Francia en
junio de 1940, momento en que todo parecía apuntar que Alemania se dirigía a
una victoria rápida. Sin embargo, la participación italiana — que comenzó con
un ataque chapucero a Grecia emprendido en octubre y prosiguió con una serie
de derrotas humillantes en el norte de África— fue un desastre absoluto. Pese a
todas las baladronadas militaristas de su régimen, el ejército de Mussolini había
recibido una preparación desastrosa para un conflicto de semejante escala,
amén de haber estado malgastando soldados en los Balcanes y en África. En
junio de 1943, tras la llegada angloamericana al litoral de Sicilia, sus seguidores
fascistas lo abandonaron y lo mandaron detener, si bien a continuación lo
liberaron los comandos alemanes a fin de ponerlo al frente de un protectorado
títere al norte de Italia. El 27 de abril de 1945, estando los Aliados a la vuelta de
la esquina, lo capturó, disfrazado de soldado alemán, un grupo de partisanos
italianos en Dongo, población cercana al lago de Como. Al día siguiente lo
fusilaron junto con su amante. A continuación, llevaron sus cadáveres a Milán
para colgarlos boca abajo de sendos garfios de carnicero en la plaza de Loreto.
Sebag Montefiori

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