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No sé quién lo dijo, ni mucho menos cuándo. Pero cada vez más me convenzo de
que tiene razón: los seres humanos somos la peor plaga que jamás haya existido y
debemos desaparecer de la faz de la tierra. Para algunos puede sonar polémico y
mencionen nombres como el de la Madre Teresa de Calcuta o el de la princesa
Diana. Pero ese tipo de respuestas prefiero escuchárselo a las reinas de belleza.
Sí, los seres humanos somos una especie desconcertante, extraña, quizás a ello se
deba la fascinación que ejercemos y la creencia errada de nuestra necesaria
existencia.
Sumo además las víctimas de la guerrilla colombiana y las víctimas del Estado.
Hablar de “víctimas” es un modo bastante dulce de nombrarlas. Hablemos de
mujeres embarazadas, niños, ancianos, descuartizados vivos como forma de
entrenamiento; hablemos de niños, niñas, reclutados para conformar ejércitos.
Insisto, la capacidad de destrucción del ser humano no conoce límites. Es sólo una
cara de la moneda, pero como nuestra moneda tiene más de dos rostros, sería más
preciso decir que es sólo un lado de un polígono infinito, de múltiples polígonos, si
miramos la también brutal realidad de otros países.
Se dice que antes de mirar la astilla en el ojo ajeno, es mejor sacar la tabla del
propio, por eso quedémonos en casa que aquí hay suficiente ropa sucia para lavar.
Cuando me acerco a la sección de comentarios de un artículo, no puedo creer lo que
leo. Voces violentas, amenazantes, desean la muerte, discriminan, acusan sin
piedad. Las palabras exudan una rabia sin control.
Hace poco leía que estudiantes gays y lesbianas de una universidad privada
colombiana creaban un grupo por la diversidad sexual. La noticia me pareció
sobretodo valiente, pues en una sociedad como la nuestra, el hecho de mostrar
públicamente una tendencia sexual por fuera de lo aceptado puede llevar a la
muerte.