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LINA. Hablemos entonces de lenguaje


TRINO. Hablando, que es gerundio, como la gente dice. Y no deja de ser curioso:
porque parece que en ningún otro sitio se da esta condición de que sean lo mismo el
tema de que se trata y el istrumento con que se le trata; si es que son lo mismo.
L. Uno diría (o una, si preferís) que esa singularidad nos viene dada de por sí: puesto
que justamente de todas las demás cosas se trata también por medio de lenguaje, y ¿por
qué habría de ser ésta una escepción? O ¿crees tú, amigo Rueda, que hay otra manera de
tratar acerca de lenguaje?
RUEDA. Es una cuestión de términos, o sea de intenciones: ‘tratar de’, ‘estudiar’,
‘discurrir sobre’, ‘calcular’, ‘dar cuenta de’ y verbos por el estilo se refieren más o
menos directamente a actividades de la lengua.
T. Otra cosa sería acaso si dijeras ‘observar’, ‘considerar’, ‘contemplar’ o verbos
semejantes; con los que, por cierto, el término de ‘teoría’ dicen que tenía que ver
originariamente.
L. Sí: porque para eso parece que la lengua no hace falta: basta con los ojos.
R. Acaso. Pero el caso es que el lenguaje no se ve: no está ahí, para que se le vea.
L. Sino que se oye, ¿no? ¿No estás haciendo algo de trampa?: porque también hay algo
del lenguaje que está ahí, ¿no es cierto?
T. Eso que desde el curso de don Fernando de Saussure se suele denominar sistema, y
también para el caso lo que manejan como ‘competencia’ del hablante ideal en la
escuela del Sr. Chomsky, o lo que otras veces llamamos aparato de la lengua.
L. Y eso siempre se puede, mal que bien, dibujar —¿verdad?—; y por lo tanto, verse.
R. Pero ¿cómo llegar a eso? O ¿pensáis vosotros que cabe alguna especie de intuición
directa de la cosa?
L. Hm... no: la verdad, por mi parte, no veo cómo se puede llegar a contemplación
ninguna sin antes haber discurrido sobre lo que pasa. Hasta para ver la luna tienes antes
que distinguirla y saber que es luna; o si no lo sabes, no será la luna lo que se vea. Pero
¿acaso se la oye?
T. No nos enzarcemos en esa contienda, Lina, tan temprano. Para lo que hace a nuestro
camino, también estoy dispuesto a reconocer que algo debe razonarse antes de llegar a
la visión, o —por decirlo a lo filósofo— hacer análisis de la síntesis para llegar a una
síntesis del análisis, que nos devuelva la síntesis de la que el análisis se hacía; sin que
ello quiera decir que se renuncia a la visión de aquel sistema, que parece el fin de la
pesquisa. Pero, ea, por ahora, hablemos, como decías, de lenguaje. Y una cuestión de
método, Rueda, si me permites: ¿qué clase de lenguaje emplearemos?
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R. Pues, dado que en este caso, al parecer, método y objeto son cosas del mismo orden,
puestos a hablar de lenguaje en general, tal vez debería aprovecharse la coincidencia
para hacerlo por medio de un lenguaje en general, de uno cualquiera. O ¿qué clases de
lenguaje conoces tú?
T. No te hagas el tonto: me refería —ya sabes— a la decisión entre uno de estos
lenguajes corrientes, como el que hasta ahora estamos empleando, y alguno de los
lenguajes, que dicen, formales o formalizados.
L. Es cierto; sobre todo, que ya veis los intentos que se vienen haciendo de unos años
para acá (aquéllos de los semánticos, como llamaban —no sé bien por qué— los
norteamericanos a los que estudiaban las cuestiones de verdad o mentira de las
formulaciones, o luego los de otros lógicos, como el del malogrado Sr. Montague, que
una vez estudié en compañía de los amigos matemáticos), los intentos de encontrar una
manera de dar cuenta de un lenguaje corriente por el medio de referirlo a un istrumento
de análisis o descripción que sea un aparato formal, esto es, cerrado en cuanto al
número de sus términos y con las relaciones entre ellos establecidas por definición. ¿No
es en eso en lo que estabas pensando, Trino?
T. Sí, en algo de eso: que, de un modo u otro, aunque las palabras y hasta las
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funciones de un lenguaje natural no sean finitas ni establecidas definitoriamente, en


cambio los nombres para las clases de palabras y para sus funciones que en el
metalenguaje se emplean sean perfectamente definidos y funcionen a su vez según
reglas esplícitas y fijas, como en un sistema de cálculo matemático, o algo así. Bueno,
puede que haya en esto que distinguir dos cosas: una, la aspiración a que el aparato
formal del estudio (por ejemplo, la teoría de gramáticas del Sr. Chomsky) reproduzca
de algún modo el aparato, o bien el núcleo esencial del aparato, de la lengua, y sea por
tanto descriptivo en el sentido de reproductivo del objeto; y otra cosa, que el aparato del
estudio, sea él como sea, se muestre capaz de producir un cálculo o formulaciones que
espliquen todas las funciones y relaciones posibles en las formulaciones de la lengua
que se estudie. Pero, en cualquier caso, dí, ¿qué piensas?
R. Recuerdo que hace años leí, en una separata de un artículo suyo que me pasó un
amigo, una demostración de que era imposible que un lenguaje que versara sobre
lenguajes naturales, o que valiera para naturales y formales juntamente, pudiera a su vez
ser un lenguaje formalizado. La razón que él daba era, si me acuerdo bien, en el sentido
de que, cualquiera que sea el sistema de análisis o descripción que se emplee para dar
razón del lenguaje considerado, siempre está a su vez sujeto a discusión sobre lo perti-
nente, exacto, adecuado al tema u otras condiciones que tal sistema deba reunir: ahora
bien, esa discusión a su vez no podría formularse en el mismo lenguaje formalizado del
sistema de descripción, sino en otro, que contuviera por lo menos un término más, y
necesariamente nuevo, que fuera el nombre del sistema sobre el que discutiera; y que,
como nada puede impedir que el proceso se repita indefinidamente, resulta que, por un
lado, nunca podrá haber un metalenguaje supremo que dé cuenta de t o d o s los
meta—lenguajes anteriores, incluído el lenguaje del que se partía como tema, y por otro
lado, cualquiera de los sistemas descriptivos o metalenguajes intermedios, careciendo de
una prueba o fundamento de su costitución, quedaría siempre sujeto a indecisión o duda,
y por tanto no en mejores condiciones que un sistema descriptivo no formalizado. Él
desde luego se apoyaba sobre todo en eso de que en ningún terreno es posible que sean
compatibles lo de ‘infinito’ y lo de ‘todo’ y que así, por ejemplo, los conjuntos no
finitos de los matemáticos estarían establecidos —diría él— con trampa. ¿Qué os parece
de eso?
T. Por mi parte, no estoy de cuerpo ahora ponerme a discutir lo de la incompatibilidad
entre infinitud y totalidad. Acaso tengamos que volver sobre ello. Pero, sea como sea, lo
que me parece es que eso que nos citas podría en todo caso ser una argumentación
contra que el lenguaje de una teoría del lenguaje en general (que debe de ser lo que aquí
mismo andamos haciendo a tientas por ahora) pueda formularse en un lenguaje
formalizado. Pero ¿qué me dices, o qué nos diría tu amigo, de la empresa más modesta
que parece ser una Gramática de una lengua determinada, por ejemplo de ese estado de
lengua que a tí mismo te hemos consentido denominar ‘español oficial contemporáneo’?
¿No cabría para eso un aparato formal, cerrado y definido, que diese razón plena de
todos los elementos y funciones de la lengua que describiera?
R. Implicación habría si la formalidad de la Gramática tuviera que estar dada, como
parece, por la teoría del lenguaje de que depende. Pero además un problema inmediato
surge para la Gramática de una lengua: que se trate, como dices, de una lengua
determinada.
L. Creo que ya veo por dónde vas. Y lo cierto es que bien me acuerdo que los intentos
de más éxito, como el del Sr. Montague, no puede decirse que versaran sobre el inglés
en general, sino más bien sobre un repertorio de producciones, o un corpus de inglés, si
puedo decirlo así, cerrado y delimitado. Pero, en fin, ¿no es esto ya algo? Me parece a
mí que el intento de todos los que han elaborado aparatos formales de descripción de
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lenguajes naturales va en el sentido de que, si el propósito logra éxito para un corpus


delimitado de producciones de un lenguaje natural, eso sea un fundamento sobre el que
pueda irse luego completando el sistema, de modo que venga a ser capaz de dar razón
de una lengua natural entera.
R. De todas y cualesquiera de sus producciones.
L. Eso.
T. O, si no, digamos (porque ya entreveo por ahí dificultades) que pueda dar cuenta del
sistema gramatical entero de la lengua considerada.
R. Entonces, parece que la cuestión está en ver hasta qué punto tiene sentido
separar esas dos cosas a las que vagamente estamos aludiendo con lo de «dar cuenta o
razón de las producciones» y «dar cuenta o razón del aparato»: primero; y segundo, si es
esencial o inherente o como queráis decir a la noción misma de ‘lenguaje natural’ lo de
ser no finito, y por lo tanto indefinido o no fijado, y por consecuencia última, inestable.
L. ¿Te refieres a lo de que el sistema de una lengua, aunque el gramático haya de
tomarlo como fijo, a los ojos del observador esterno está cambiando contínuamente?
T. O ¿te refieres a lo que parece más esencial o inherente, como tú dices, y que de
ordinario se reconoce, de que sea propio de un lenguaje natural cualquiera el poder
producir, no un número de formulaciones, sino formulaciones sin

fin ni número, por tanto imprevisibles o no previstas en el aparato mismo que las
produce?
L. Un momento: ¿no puede un lenguaje formalizado, por ejemplo uno matemático bien
establecido, ser él finito y cerrado y sin embargo producir infinidad de formulaciones?
T. Rueda te dirá que no seguramente; o que lo duda.
R. Lo dudo y más que dudo, si el sistema está verdaderamente cerrado y definido. El
caso más típico es —yo creo— el del sistema de la Aritmética; que con la sola regla de
«+ 1» parece estar en condiciones de producir números sin fin (sin número, si ‘número’
conserva el significado que tiene para los números que produce): lo malo está en que la
regla de «+ 1» no es una verdadera regla, como las de la gramática de cualquier lengua.
L. ¿Por qué no?
R. Pues mira: lo que parece claro es que las reglas que un aparato tenga, si quiere ser
capaz de producir fórmulas sin fin, no pueden contener el nombre de ninguna
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producción determinada o relación que sólo sea relación entre términos de la producción;
pero lo de «+ 1» sólo tiene sentido si se aplica sobre un precedente para obtener su
sucesor; y como la sucesión no es una relación entre términos que pueda estar prevista
en el aparato, como cualquier relación de veras, resulta que está implicada la producción
de hecho en la misma pretendida regla astracta, y ésta por tanto no puede ser de veras
una regla para producción sin fin de casos imprevistos, puesto que un sucesor no se
produce, por esa regla, si no está producido el precedente. Es como si en un lenguaje
natural el fonema P se definiera como ‘el que va detrás del fonema F en la cadena de la
producción’.
L. Pero se puede producir un número nuevo sin conocer su precedente.
R. Mostrad cómo, que se decía en el Catecismo.
T. Por ejemplo, multiplicando dos números o elevando un número a tal potencia.
R. Potenciación y multiplicación son verdaderas reglas del aparato; y por ello mismo no
pueden producir números nuevos, sin previsión ni fin: a7 será siempre a7, y 7x será
siempre 7x.
T. Ya.
L. Pues o si no, de otro modo: escribo en orden y repetición caprichosos las cifras
arábigas hasta una hilera —digamos— de ventidós lugares, y ahí tengo sin duda un
número nuevo sin conocer su precedente.
R. La regla de escritura de números al estilo arábigo es una verdadera regla, aunque no
ciertamente del sistema aritmético mismo, sino del método de escritura. También tú, si
conoces el repertorio de letras de la escritura alfabética de una lengua determinada y las
reglas de combinatoria de fonemas que rigen en esa lengua, y en fin, pones un tope o
número máximo de fonemas que puedan costituír una palabra de esa lengua, estás en
condiciones de escribir una hilera que sea, por hablar como los filósofos, una palabra
potencial; pero que eso sea una palabra no te lo dará sino el hecho de que haya
aparecido, como término de producción, en alguna frase. Y así, para esa hilera de cifras
que has escrito, si quisieras aplicar la analogía, tendrías que decir que, como rige el
convenio de que toda hilera que se escriba según las reglas de ese método de escritura
ha de corresponder a un número, habrás escrito un número potencial, que por fuerza
tendrá alguna vez que ser un número; pero que no tendrás el número mismo más que
cuando resulte del ejercicio de una verdadera regla del sistema de su Aritmética.
T. En suma.
R. ¿En cuanto al ejemplo de los números?
T. Por lo pronto.
R. Pues, en suma, que parece que quedan condenados a un dilema: o son, por el
procedimiento que sea, en numero finito, de modo que tenga sentido decir de ellos
«todos», y entonces la relación precedente—sucesor es una verdadera relación en el
aparato y la regla de «+1» una verdadera regla, pero entonces el sistema de la
Aritmética no puede pretender producir fórmulas sin fin y no previstas, ya que, como en
cualquier sistema de lenguaje formalizado, todas las producciones posibles están
integradas en el aparato mismo; o bien deciden no ser en número finito, ser de verdad
sin fin, de modo que no tenga sentido decir de ellos «todos», y entonces el sistema de
los números vuelve a quedar dentro del sistema, no cerrado ni finito, del lenguaje natu-
ral en el que naciera, pero entonces la relación de sucesión no es una verdadera relación
en el aparato; ya que parece inherente a los lenguajes no formalizados que un elemento
del aparato no pueda estar definido por las condiciones de su producción en el discurso;
y hasta casi...
L. ¿Hm?
R. Sí, voy a atreverme a adelantar, como un apotegma sin prueba alguna, sobre el que
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habremos de volver, esto otro: que es condición de los lenguajes no formalizados que lo
que es un elemento del sistema no sea lo mismo que lo que es su aparición en el
discurso; que no sea lo mismo en el mismo sentido y grado en que sí es lo mismo, para
un lenguaje formalizado, lo que es la aparición en el discurso o cálculo de un elemento
y lo que es ese elemento en el sistema.
L. ¿Quieres decir que no puede ser que la palabra cocodrilo que aparezca en un
mensaje producido en espofcont sea la misma que la palabra COCODRILO del sistema
léxico del espofcont?
R. Eso mismo.
T. Bueno, bueno. Ya volveremos sobre eso, como dices: ¿no? Pero ahora, a lo que
íbamos.
R. O sea...
T. Si se puede emplear un metalenguaje formal para dar razón de la gramática de una
lengua natural (y por tanto, se debe —creo yo—: porque las ventajas prácticas son harto
evidentes) o si tenemos que renunciar a eso, no ya para teorizar sobre lenguajes, sino
hasta para formular la Gramática de una lengua.
L. Y también qué quería decir eso que decíamos de «dar razón de» o «dar cuenta de»,
trátese de las producciones de una lengua o de su sistema.
R. ¿Qué os parece a vosotros?: ¿debemos, porque podemos, o haciendo un poder,
intentar en un artilugio de lógica formal una Gramática de la gramática de, por ejemplo,
el espofcont? Esto es —dicho con más verdad—, ¿debemos hacer del espofcont una
lengua determinada (que sería hacerlo rigurosamente oficial y rigurosamente
contemporáneo) para reproducir su sistema y dar cuenta de las reglas que rigen sus
producciones?; ¿o, después de lo discutido, no podemos aplicar ese procedimiento?; o
¿no debemos, porque perderíamos con ello algo esencial del objeto del estudio?
L. Yo, después de lo discutido y si es verdad que es inherente a los lenguajes no
formales que sean capaces de producir formulaciones sin fin y no previstas, estoy
bastante dispuesta declararme convencida de que no. Pero –eso sí— sin que ello
implique que renunciamos a que nuestra Gramática produzca una visión o esquema de
lo que haya de sistema en la gramática de la lengua.
R. Y ¿tú, Trino?
T. No digo que no lo esté también; aunque la verdad es que lo que estabas diciendo
ahora sobre la separación entre la producción y el aparato en los lenguajes naturales,
que monta a tanto como a una imposibilidad de que una misma cosa sea la misma en
ambos sitios, cuando luego me acuerdo de lo que antes venías planteando, que casi
parecía sugerir que en los lenguajes naturales la conexión entre aparato y producción es
tal que ella misma sería la responsable de que sus sistemas no pudieran ser finitos o
cerrados, contemplando lo uno con lo otro, casi te diría que la cosa me sabe a paradoja.
R. Tienes razón, muchacho, o razón te tiene. Habrá también que volver sobre eso; que
acaso no sea tan distinto de aquello otro a lo que había que volver.
T. En todo caso, si, dadas por válidas las razones de imposibilidad, renunciamos desde
aquí (a la fuerza ahorcan) a emplear un lenguaje o sistema formalizado para describir o
dar cuenta del sistema de un lenguaje natural, parece que quedamos reducidos a una
alternativa más bien imprecisa y desconsoladora: al empleo para nuestra Gramática de
un lenguaje natural, este mismo, sin ir más lejos, que venimos empleando; o sea que de
verdad el lenguaje del estudio será el mismo que estudiamos.
R. Bueno, el mismo y no tan el mismo: siempre será, como dicen, un metalenguaje,
como toda Gramática ha tenido que serlo siempre; es decir que contará con un nombre
de la lengua estudiada y, por ende, nombres de sus elementos costitutivos; y que tomará
los términos de la lengua estudiada como cosas, lo que en la lengua, mientras no se la
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estudiaba, no podían ser, porque pretendían referirse a cosas.


T. Ya; pero, de todos modos, nuestro metalenguaje será también un lenguaje natural,
con los rasgos, que hemos de atribuírle, de falta de finitud, de vaguedad y por ende
inestabilidad, como tú decías hace poco; y la verdad es que tales rasgos resultan poco
satisfactorios para quien, se pone a estudiar una lengua con la pretensión, no sólo
legítima —creo yo—, sino necesaria, de hacerlo con verdad, y para ello —¿no?— con
toda precisión y definitud —si se me pasa el término.
R. Se te pasa, se te pasa: ya ves que el léxico al menos de esta lengua nuestra esta
abierto a las ocurrencias del discurso.
L. Pero ¿qué vamos a hacer entonces? Yo también echo de menos en un lenguaje como
éste las condiciones de firmeza y netitud que se requerirían para emprender una
descripción o razonamiento de nuestro lenguaje habitual, que tratara de reducir su
relativa vaguedad o indefinición a un sistema cerrado y definido, aunque fuese para dar
razón y cuenta de aquella indefinición. Te confieso que he sentido a veces, al
adiestrarme en practicar los recursos de aquéllos que se llamaban generativistas o
trasformacionistas, un cierto contentamiento y seguridad de que mis descripciones, por
la propia técnica con que se hacían, serían siempre comprobables o afalsiguables: en fin,
que se sabría siempre si estaban o no bien hechas.
R. Ea, querida Lina, no voy yo a privarte del conforto de esas técnicas o cualesquiera
otras que puedan ayudarnos a corregir la vaguedad de nuestro metalenguaje. Pero, por si
acaso, recuerda que ahí no se trataba tampoco de un sistema metalingüístico
formalizado, como los que preparaban los Sres. Montague o Suppes y los otros lógicos,
sino sólo de un procedimiento, si quieres, práctico y claro de escritura de las relaciones
sintácticas, que simplificaba y mejoraba en parte otros procedimientos de dibujo de
relaciones, como los del Sr. Tesnière o el Sr. Hockett.
T. Procedimiento que tú no consideras indispensable
R. No, la verdad. Pero que eso no quiera decir que no estime altamente la labor del Sr.
Chomsky y algunos de los otros gramáticos americanos. Procedimientos que llegan a
servir, por el ejercicio consecuente de sus mecanismos, para hacer aparecer cuestiones o
contradicciones tan fundamentales como las que surgieron en torno a lo de estructura
profunda o no estructura profunda me merecen mucha consideración y estudio
L. ¿Qué piensas tú, por cierto, sobre la cuestión esa?
R. Pues... tendrá que salirnos pronto y más en su lugar —espero— en estas
discusiones; pero, por adelantarte en dos palabras una sentencia importanciosa sobre el
asunto: pienso que la raíz de la confusión estaba sencillamente en un error justamente
del sistema de escritura: en que la supuesta estructura profunda se seguía concibiendo
como lineal, es decir, como obedeciendo a la misma necesidad de sucesividad que la
producción o, como ellos decían, estructura superficial.
L. Me picas la curiosidad en lo más vivo.
T. Lo comprendo, Lina, pero, si me permitís hacer de guardia de tráfico un momento,
yo creo que lo que ahora debemos exigirle a Rueda es que se siga ateniendo a la
cuestión de método y responda a las tachas que tanto tú como yo le veíamos a un
lenguaje natural para emplearse como metalenguaje descriptivo o razonador. ¿No estáis
de acuerdo?
R. Yo, por mí, te sigo. Pero déjame que te recuerde que, en un proceso de teoría del
lenguaje, como es éste, aunque no lo parezca mucho, en que andamos enzarzados, la
cuestión de la separación entre el método y el objeto es ella misma discutible. Quiero
decir que, resignados al empleo de un lenguaje natural como metalenguaje gramatical,
al preguntarnos cómo debe establecerse y corregir, si es caso, sus imprecisiones o
indefinitudes inherentes, ello no podrá hacerse desde arriba, por así decir, o por decreto,
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sino de algún modo que esté ispirado, guiado y promovido por hechos que haya y se
descubran en el objeto, en la naturaleza de los lenguajes naturales.
L. ¿Cómo es eso?
T. ¿No hay contradicción (o por lo menos anacronía) en pretender que la forma del
metalenguaje descriptivo esté ispirada por hechos del lenguaje objeto que sólo al
metalenguaje —digo yo— le correspondería descubrir?
R. Hay en cierto sentido, si quieres, una anacronía o reversión del orden temporal en
la producción de la Gramática de la gramática de una lengua; pero eso debe de ser lo
peculiar de la Gramática. Y hay ciertamente una oposición en esto entre el método de la
Gramática y el método de las Ciencias.
L. ¿Cómo?: ¿va eso a responder a la dificultad de Trino sobre que el lenguaje
gramatical esté determinado por los hechos de la lengua descrita, hechos que sólo él está
llamado a descubrir?
R. Tal vez sí. Veamos. ¿Estáis conmigo en que, para las Ciencias cualesquiera, se
puede —y debe— sospechar siempre que el lenguaje de la Ciencia, sea cálculo, método
esperimental o mero discurso en una lengua de las corrientes, determina, al menos en
parte (si tiene buen sentido condescender aquí a decir «en parte»), los objetos de su
estudio, de manera que el objeto estudiado deba de mirarse como un híbrido del
supuesto objeto a estudiar y del método que lo estudia?
L. Como quien dice «de padre blanco y madre negra»; sólo que dicho del revés —
supongo.
T. No me cuesta mucho avenirme a la pertinencia de tal sospecha. Parece que la Física
misma, que es la más progresada de las Ciencias, tenía de algún modo que reconocer, en
el estudio de las partículas elementales, la intromisión del método de observación y
análisis en la naturaleza de la materia que analizaba.
R. Y bien dices «materia».
T. Ya: lo dices por lo de la ambigüedad de la palabra.
L. ¿Qué ambigüedad?
T. Que ‘materia’ significa, por un lado, tema de un discurso («What’s the matter?» que
preguntan los anglófonos) y, por otro lado, quiere ser la materia material; vamos, ésa
que se palpa con las manos, o con lo que sea.
L. Ah, ya: no había caído. Pero —si me permitís—, aunque se reconozca la pertinencia
de la sospecha, no acabo de ver por qué tiene que pasar eso con las Ciencias.
R. Pues justamente —diría yo— porque las Ciencias parten normalmente del
presupuesto de que van a dar razón de algo que es anterior o esterior a ellas: si fuesen
ellas una especie de Ciencias platónicas, por así decirlo, que contaran con que su tema
es ya de por sí racional, determinado (quiero decir un todo con sus partes determinadas
según razones ajenas al raciocinio de la Ciencia), entonces no habría más que decir
sobre el asunto: las Ciencias no tendrían que dar razón a lo ya la tiene: su dar razón de
ello no sería sino una reproducción fiel de la razón que yacía desde siempre en su
materia, y toda Ciencia no sería más que una Gramática descriptiva.
L. Pero no es así.
R. No es así —yo creo. Y no que diga que sea del modo contrario y que la Ciencia
parta de una doctrina definida sobre la infinitud y la irracionalidad de su materia, sino
simplemente que no parte de ordinario de una doctrina de su finitud o racionalidad; y
con eso basta para que su operación esté siempre arriesgándose a ser una
racionalización de lo acaso —¿quién sabe?— irracional, y para que el objeto de las
Ciencias deba considerarse como el híbrido que decíamos.
T. Cosa que no pasa con la Gramática.
R. Cosa que no tiene por qué pasar con nuestra Gramática, si se aviene a partir del
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reconocimiento de que el objeto de su estudio es del mismo orden que el istrumento o


metalenguaje de su estudio, que ya ese objeto es de por sí racional, sistemático y
determinado, y que la actividad de ella no es otra cosa que algún modo de des—
velamiento y re—producción de lo racional, sistemático y determinado que costituye su
materia.
L. Nuestra Gramática pués no será una ciencia.
R. No será una ciencia, y líbrela quien pueda de tan mala tentación.
T. Y sin embargo, en eso que dices de des—velamiento...
L. Pero uno anhela algún fundamento —¿no?— para partir de ese reconocimiento
sobre el objeto de la Gramática.
R. Ponéis la conversación en trance de bifurcarse. ¿Por cuál de los dos caminos
tiramos, Trino: ¿por el tuyo o por el de Lina?
T. Por el de Lina —claro—, puesto que así me lo preguntas. Sí, y está bien: ¿qué
fundamento podemos darnos para evidencia de lo racional, sistemático y demás del
objeto de la Gramática? Luego volveremos sobre la operación de descubrimiento que
decías. Acaso no esté tan lejos de esto de la evidencia que te pedimos.
R. Pues bien, el modo de evidencia más elemental –yo creo— que se me ofrece es el
que se refiere a lo de la mismidad o la repetición.
L. A ver, esplica. Y, por favor, si puedes, hazlo por ejemplos: ya voy teniendo ganas
de oír, aparte del lenguaje de nuestro discurso, algún tramo del lenguaje del que va a
tratar nuestro discurso o la Gramática que de él salga
R. Sea por ejemplos. Tomemos primero un par de fórmulas científicas o, si preferís,
anticientíficas, como éstas:

No es el mismo sol el que nace cada día.


No se tropieza dos veces con la misma piedra.

Tenemos aquí dos casos de ejercicio de la negación, naturalmente metalingüística, sobre


predicaciones que podemos tomar como tipo de predicación científica:

El sol que nace cada día es el mismo sol.


Un individuo puede tropezar dos veces con una misma piedra.

Hay aquí una cuestión, la de si el sol es idéntico consigo mismo o si la piedra de las dos
veces es la misma y el mismo el que dos veces insiste en tropezar con ella, cuestión que
sin más parece evidente que no tendría sentido pensar que pudiera plantearse aparte o
antes de su formulación lingüística como tal cuestión: sería ridículo esperar que, por
debajo de la formulación, el sol mismo viniera a responder a la cuestión de su identidad
o que la piedra o eso que nuestra pedantería llama cuerpo del que tropieza en ella
tuvieran algo que decir sobre la cuestión. ¿De acuerdo?
L. ¡Qué remedio! Si no, tendría que ser la piedra la que contestara.
T. Venga, pasa ahora a la Gramática.
R. Paso a ella. Tomemos pués ahora una producción lingüística cualquiera en
espofcont, que, como tal producción lingüística, vaya a ser objeto de consideración
gramatical: sea ésta:

“No les gusta a los niños lo que a las niñas no les gusta”;

y planteemos sobre ella o partes de ella la misma cuestión de la identidad o repetición


que la Ciencia se planteaba para el sol, el pie o la piedra: se trata aquí de saber si, por
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ejemplo, el tramo «no les gusta» es el mismo al principio y al final de la producción, o


también si, por ejemplo, el tramo «niñ—» es el mismo aquí que allá.
T. Te permites decir «aquí» y «allá» porque has escrito la frase en la pizarra; que si
no...
R. Si no, tendría que prejuzgar al enunciar, diciendo «si el tramo niñ— es el mismo la
primera vez que la segunda». Y también mi escritura alfabética ha prejuzgado la
cuestión. De eso se trata justamente. Ello es que aquí la cuestión de la mismidad o no de
«niñ—» o de «no les gusta» no pertenece al metalenguaje gramatical con que la
tratamos, salvo que se convirtiera en un lenguaje científico que tomara esos tramos de
discurso como el sol o la piedra de antes; digo que, para que esto no sea así y la cuestión
sea gramatical, tiene que haber por debajo, manifestado en el objeto mismo, en esa frase
escrita o pronunciada, algo que responda sin más sobre la mismidad de esos tramos
repetidos y que obligue sin más a nuestra Gramática a reconocerla. Y nada más lógico
—si me permitís una broma venial— que, siendo lenguaje el objeto de nuestro estudio,
sepa hablar él solo por sí mismo.
L. Cabrán de todos modos —digo yo— también aquí las dos formulaciones
contrapuestas.
R. A saber.
L. Sí, que, por un lado, cabrá que se responda «No es lo mismo lo de no les gusta al
principio y al final de la frase, puesto que no se dicen al mismo tiempo, y no puedes
pronunciarlo enteramente igual dos veces ni tampoco escribirlo dos veces igual del
todo».
R. Cierto: ésa sería una respuesta del mismo orden que la de «No es el mismo el sol
que nace cada día», y sería la negación que en un discurso científico o anticientífico
podría hacerse de la afirmación sobreentendida de que son lo mismo. Pero, en cambio,
esta afirmación contraria

«Y sin embargo, el tramo no les gusta es el mismo una vez y otra»,


«Y sin embargo, el tramo niñ— es dos veces el mismo»

no la hace aquí ningún lenguaje científico ni anticientífico.


L. ¿Sino gramatical?
R. No: más bien diremos que el reconocimiento de que la sucesión tomada como objeto
«No les gusta a los niños lo que a las niñas no les gusta» es una producción gramatical,
(reconocimiento que costituye nuestro metalenguaje acerca de ella como Gramática) es
al mismo tiempo el que implica esa respuesta de que los tramos «no les gusta» o «niñ—
» son una y otra vez los mismos.
T. Ya vemos que es el objeto, o algo que está por debajo de él, lo que responde de la
identidad en este caso. Pero ¿qué le responde al gramático su objeto cuando le pregunta,
en esa frase misma, si el tramo «niños» y el tramo «niñas» o si el tramo «los» y el tramo
«las» son el mismo dos veces o no lo son?
R. Pues mira: responde con la indecisión: responde por «Sí y no»; pero responde sin
embargo; y queda aguardando, para decidirse, a que el gramático le formule la pregunta
de mejor manera.
T. Bueno, en fin, y ¿crees entonces que es por ahí por donde puedes llegar a curarnos a
mí y a Lina de aquella insatisfacción del istrumento de nuestro estudio y a responder a
la cuestión de cómo una Gramática formulada en un lenguaje de los naturales puede ver
corregida la imprecisión de su lenguaje por ispiración, como decías, desde abajo, desde
la lengua que describe?
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R. Eso pensaba. O sea —vamos a ver— que, en suma, el propósito de una Gramática es
describir o reproducir una lengua de las llamadas naturales; entonces, si estas lenguas
son tales que por un lado dan evidencia de que son racionales y ordenadas y por otro
lado se escapan de ello, así correspondientemente la precisión de la Gramática consistirá
en ser precisa donde la lengua estudiada sea precisa, sistemática donde sea sistemática,
finita en la medida que lo sea ella, pero no precisar más allá de lo preciso, no
racionalizar del todo donde el objeto no sea del todo racional, sino tratar en todo caso de
definir los límites de lo definido, que será la propia definición de sus tareas. Porque, si
no, ¿sabéis el error en que caería la Gramática?
L. En querer hacer —supongo— lo que las Ciencias hacen.
R. Eso, pero con una consecuencia peculiar en este caso: que, si la lengua, en la medida
que ella sea racional, sistemática y normativa, dicta las normas de su método a la
Gramática que la describe, en cuanto en cambio la Gramática racionaliza o sistematiza
más allá de lo debido, lo que está haciendo inevitablemente es dictarle normas legales a
la lengua: se ha convertido de Gramática descriptiva en Gramática normativa Esto es,
que las formulaciones de la Gramática habrán cambiado de modalidad insensiblemente,
y de fórmulas indicativas habrán pasado a fórmulas imperativas. Eso es acaso lo que
sucede con las Ciencias, que al enunciar leyes naturales, están dictando acaso leyes
legales a la Naturaleza. Pero en todo caso, no querríamos —¿verdad?— que a nuestra
Gramática le pasara eso y viniera a ser una Gramática de escuela y academia, o sea un
método para hablar bien el espofcont. ¿Qué me decís?
L. Abomino contigo de la nefasta contingencia, y hago votos por que, ya que nuestra
Gramática se formule en español corriente, al menos sus formulaciones sean lo más
limpiamente indicativas y lo menos legales que se pueda. Así que —mira—, si te
parece, me resigno de momento a imaginar la lengua que estudiamos como costituida
por un núcleo de sistema y finitud, que acaso podamos llegar a dibujar un día, rodeado
de zonas no finitas ni precisas. ¿Te parece?
R. Resignémonos de momento con esa imaginación, aunque confío en que ella sola ha
de irse revelando insuficiente y demasiado ideativa, justamente porque ella habría de
valer, en todo caso, para el sistema de la lengua estática, pero esa circustancia de
infinitud en que pones a flotar el núcleo de sistema ha de tener que ver en cambio con la
producción o funcionamiento de la lengua. Y tú, Trino ¿qué dices sobre el asunto ese de
las normas?
T. Hablas a convencidos. Pero no sé yo si lo estoy tanto en lo que toca a aquel otro
ramal con que dijiste que se bifurcaba nuestra conversación.
R. A ver, recuérdame cuál era.
T. Aquello de que, oponiendo como oponías la operación gramatical con la de la
Ciencia, sin embargo hablabas todavía para la Gramática de algo como desvelamiento o
descubrimiento, ¿no? Y eso me sonaba demasiado parecido a lo que dicen que las
Ciencias hacen, cuando descubren leyes naturales o desvelan los secretos de la
Naturaleza. Y es que entonces...
L. Pero es que lo que Rueda ha dicho —me parece— es que esa pretensión de la
Ciencia, como no sea que se crea que su materia es ya ordenada y racional y las leyes
están en ella, se arriesga a que lo que haga, al descubrir las leyes, sea hacerlas, o por lo
menos algo como a medias: ¿no? En tanto que la Gramática...
T. Ya, ya veo por dónde va la cosa. Pero el caso es que yo no entiendo entonces, si
quedamos en que el objeto de la Gramática debe ser ya racional él mismo y en sí mismo
estar definido y costituido, hasta el punto de que sea él el que dicte a nuestra Gramática
sus normas, qué es lo que puede querer decir eso de descubrir algo ya de por sí
descubierto a la razón, dar razón de algo racional, o desvelar algo ya claro por
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definición y por esencia. En suma, que no acabo de ver qué operación es ésa a la que
Rueda llama describir y alguna vez también reproducir. Porque no va a ser tampoco lo
mismo —creo yo— que descifrar una escritura en clave o mismo llegar a entender
mensajes en un lenguaje desconocido, que son los casos que más a la mano se me
ofrecen en punto a descubrir cosas ya racionales y lingüísticas de por sí.
L. Podría ser también parecido a lo que hace una Geometría, que va haciendo esplícitas
y evidentes estructuras y relaciones que ya de por sí y por definición pertenecen a su
objeto. O ¿no te parece justa la comparación, Rueda?
R. No tan justa, no; aunque, desde luego, no puede negarse que, al revés, la operación
de la Geometría, tal como la pintas, puede reconocerse como una especie de operación
gramatical. Pero no; veamos: si tanto penáis por saber la clase de actividad a la que
vamos a dedicarnos en cuanto gramáticos...
L. No tanto, yo por lo menos: más preferiría echarme ya sin más al agua, aun sin saber
lo que es nadar.
T. Pero deja, Lina: acaso no nos haga daño y hasta nos evite errores en la práctica el
saber en qué clase de negocio nos metemos.
R. «Clase» he dicho yo también, pero no sé si con acierto. Y ¿si la operación gramatical
fuera sui generis y no hubiera otras entre las que concebirla, como no fueran derivadas
de ella misma?
T. Con clase o sin clase, tú alguna idea te habrás hecho de en qué consiste esa tarea de
desvelar o reproducir que atribuyes a la Gramática, que es, al parecer un dar razón (si no
«a», por lo menos «de») que sin embargo no es un esplicar en el sentido que las
Ciencias esplican sobre las cosas.
R. Sea. Pues, a mi vez, para esplicarlo un poco, me temo que habré de acudir a cosas
que he aprendido no ya leyendo lo de don Fernando de Saussure o el príncipe
Trubetzkoy, sino más bien leyendo lo de don Segismundo Freud.
T. Ya salió aquello.
L. No me asombra demasiado, que hace ya tiempo que recuerdo haberte oído comparar
las artes del gramático y las del psicoanalista. Y ¿no dicen que estos últimos años el
profesor Lacan dejaba entreveer entrever por la maraña de sus lecciones vislumbres en
el sentido de esa equiparación también?
R. No tengo mucha noticia de eso. Pero al grano. El punto está en que reconozcáis
conmigo que se da esto: que cosas sabidas dejan de saberse aparentemente, mientras
siguen sabiéndose de algún modo, sin que uno sepa que las sabe.
L. Esto... y ¿cómo se sabe entonces que las sabe?
R. Por su manera de actuar, naturalmente.
L. Son dos sentidos del verbo ‘saber’ entonces.
R. Sí, si quieres: se parece a la distinción entre el saber teórico, que parece que ha de
ser cosciente de sí mismo, y la epistema, savoir faire, o saber práctico: un saber que
sabe lo que sabe y lo proclama, y un saber que no lo sabe, pero que hace lo que sabe.
T. Ea, para no andar disfrazando de socrático lo freudiano: que hay que reconocer en el
aparato psíquico de uno un lugar de conciencia o cosciencia —como digas— y otro de
no conciencia o de incosciencia.
R. No me sabe bien que cambies los verbos por subssustantivos; ni tampoco que
refieras la cuestión entera a «uno» y su aparato psíquico, cuando acaso la cuestión pone
en juego la noción de ‘uno’.
T. ¿Porque lo no cosciente ya no es de uno o ya no es uno?
R. Tal vez. Pero, en todo caso, de lo no cosciente en general no me atrevería yo a
hablar ni a saber nada. Me refiero a aquel lugar tan sólo en que ha de estar lo que he
sabido y no sé ya que lo sabía pero sigue determinando lo que hago.
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L. Ése es el lugar, si no me engaño, que los freudianos solían traducir por ‘precosciente’
o ‘subcosciente’.
R. Dejemos de lado el nombre: ya os digo que los subssustantivos tienen siempre esa
maldita condición, que, al darnos la ilusión de una idea adquirida y depositada, nos
dificultan de ir entendiendo lo que está pasando. El caso es aquí —acudamos a las
esperiencias— que vosotros como yo estamos hartos de encontrarnos con cosas que,
primero, las ha sabido uno; segundo, las ha olvidado; y tercero, se comporta de maneras
que sólo se esplican si las sabe de algún modo todavía.
I. Sí, pero ejemplos, por favor.
T. Te citará enseguida —ya lo estoy viendo— el de nuestra amiga N, que había
olvidado todo de un trance erótico —desgraciado y vergonzoso, por supuesto— que le
había sucedido de muchacha, y que al cabo de cinco años se dió cuenta, no sé cómo, de
que se había pasado cinco años dando los rodeos más inverosímiles, y con diversos
pretestos especiosos, para no pasar por la calle y por delante de la casa donde el trance
había acontecido.
R. Ése, si quieres, pero también otro: que, cuando uno está aprendiendo a escribir a má-
quina, hay una fase en que tiene que saber, teóricamente y a conciencia, dónde está cada
una de las teclas de las letras y demás signos del teclado, y que cuando ya sabe escribir
bien o, como se dice, con soltura, se olvida casi del todo del teclado y las posiciones de
los signos y las reglas de manejo de la máquina, hasta el punto de que si, alejado de ella,
le pides que recite por su orden o dibuje las teclas o que diga en qué sitio están los
implementos del carro que sirven para los diversos movimientos, apenas si podrá, con
un esfuerzo de recostrucción, cumplir con la demanda para algunos de los chismes o las
teclas de por los bordes.
L. ¿Quieres decir que en uno y otro caso tenemos que suponer que el proceso ha sido el
mismo y que es la misma la región del aparato psíquico aquélla adonde han ido a parar
la calle y casa de la aventura de nuestra amiga N y aquélla adonde el teclado de la
máquina del que ya sabe escribir bien?
R. ¿Cómo te diría yo con seguridad que son lo mismo en uno y otro caso? Están
demasiado mal estudiadas todavía esas regiones. Pero sí: en un cierto modo se puede
decir que son lo mismo: por negación, en cuanto que en uno y otro caso se da la falta de
unos caracteres definidos, las potencias del alma del catecismo: falta de entendimiento,
o sea de conciencia del saber sobre sí mismo, y falta, naturalmente, de voluntad; en
cuanto a la memoria…
L. En cuanto a memoria, lo que parece que hay en ambos es olvido.
R. Eso: olvido, si supiéramos lo que es. Bien, digamos que hay falta de una memoria
que llamaríamos ideativa, y presencia de otra memoria —u olvido, si es mejor llamarla
así— que diríamos activa o palpable o capaz de mover cuerpos directamente.
L. Pero entonces, me temo que tendrás que arrojar a las mismas regiones el sitio donde
funcionan los reflejos condicionados de los perros del Sr. Pavlov; y también el de los
incondicionados: ¿no? Que no sé yo si a ese sitio lo llamaría ya nadie aparato psíquico
ni cosa por el estilo.
R. No, querida Lina: la diferencia es nítida: aquí se trata sólo del sitio donde está lo que
se ha sabido y aflorado a los ámbitos etéreos donde funcionan entendimiento y voluntad
de uno, y que ya no lo sabe uno y se ha sumido en esas cámaras del olvido; aunque
puedas suponer, por cierto, que el relegamiento a tales cámaras es hasta cierto punto una
devolución al mar sin fin de lo no cosciente, donde el alma se diluye; pero dentro de
ciertos límites: los marcados por el hecho de haber sido ya sabido y determinado.
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T. Ea, a ver si acabamos ya con esta plática de buzos de tesoros naufragados. En todo
caso, amigo Rueda, una diferencia te señalaría entre esos dos ejemplos cualquier
práctico del psicoanálisis.
R. A ver cuál.
T. Te diría —por imitar su jerga— que la relegación a lo subcosciente requiere
suponerle un motor o motivación, y que eso, en buena ortodoxia, para cualquier caso del
tipo del de nuestra amiga N se encuentra siempre y sólo como represión o actuación de
una censura; mientras que, en cambio, para el caso del teclado de la máquina de escribir
no veo yo qué especie de censura ni represión va a suponerse que haya producido su
relegación al olvido de conciencia y voluntad.

R. Sí. Ya me había a mí asaltado algunas veces esa dificultad: prueba tal vez de lo
torpes que son todavía nuestras nociones (por ejemplo, la de ‘censura moral’ o
‘represión’) para jugar en el ejercicio del análisis. Una cosa puede apuntarse de
momento: que, en el caso del aprendizaje técnico, la conciencia del aparato no sólo es
que no haga falta para la fase del ejercicio suelto y consumado de la técnica, sino que
positivamente estorba ese ejercicio: así lo ves para las teclas del piano y las cuerdas de
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la guitarra, y así para las reglas de los pasos de una danza; y ya ves que, por el otro lado,
a esa misma condición general de estorbo para la práctica de los gestos de la vida puede
reducirse, como un caso particular, la presencia de la cosciencia de lo que uno hace, que
es la conciencia moral misma; y aquí se diría que tocamos el punto en que cosciencia y
conciencia revelan la manera en que son la misma cosa.
T. Ah, no está mal. Es bastante convincente lo que dices; aunque acaso lo sea sólo por
la discreta manera con que lo apuntas. Pero entonces, ale: esto parece que venía a
cuento de cómo concebir la operación de la Gramática.
L. Ya se ve que el amigo Rueda va a meter el sistema o aparato de la lengua en el
mismo sitio que el teclado de la máquina de escribir o del piano. ¿No?
R. Sí. Pero.
L. ¿Qué pero?
R. Que es que —es verdad— el aprendizaje de otros sistemas de signos, como el de la
máquina de escribir o el de los símbolos y reglas de algún cálculo o mismo el de una
escritura, ideográfica o alfabética, se parecen en eso que decimos al caso del aprendizaje
de la lengua; pero puede que no sea sólo que se parezcan, sino que estén fundados todos
precisamente en él. Y por cierto, al menos si nos fijamos en la consideración, como
dicen los sabios, ontogenética de la cuestión, parece difícil rehusarse a la evidencia de
que en un niño el aprendizaje de la lengua es el primer caso de esa operación de paso
del saber cosciente al subcosciente técnico; y ya ves tú que entonces...
T. ¿Es tan cierto y seguro que haya de ser de veras el primero?
R. ¿Qué otra salida se te ocurre?
T. Estaba pensando que ya los otros ejemplos que dabas de pasada con aparatos no
precisamente simbólicos, los del baile y los istrumentos musicales, y más en general los
del aprendizaje del manejo de cualquier clase de herramienta o técnica que requiera
aprendizaje (aquí me temo que tengamos una renovación de la contienda de prioridad
entre el homo sapiens y el homo faber), pues, en fin, que de algún modo se podría decir
que siguen ese proceso, de paso de la atención —digamos— cosciente a la desatención,
y así podrían servir de precedente y modelo para lo de la lengua; pues lo que parece
claro es que algunos aprendizajes de ésos son anteriores: por lo menos, en los niños, la
técnica de andar (si, dada la torpeza costitutiva de la especie y aquello de que haya
habido niños cimarrones que no han aprendido a andar, me consientes llamarla técnica)
y la del manejo de cucharas y juguetes más o menos complicados. Y si pasamos, como
es de rigor, a los cuadrumanos, manera con que los chimpancés del señor Kohler, por
ejemplo, aprendían a ensamblar y hacer uso de pértigas articuladas...
L. Anda, y no quieras saber si traemos a colación otros monos más modernos y
progresados, como los de los Sres. Gardner o a Sara la del Sr. Premack: que yo creo
que, atendiendo por un lado a sus notables logros en cuanto al uso de sistemas de
señales (¿no decían que Sara manejaba ya hasta el signo de la negación?) y por otro lado
a la previa capacidad para el aprendizaje de procesos técnicos que caracteriza a nuestros
peludos primos, no va a poderse menos de considerar que, en efecto, el procedimiento
de relegación al subcosciente del sistema de la lengua tiene precedentes y modelos.
R. Bueno, no nos metamos ahora, si os parece, en la cuestión de los posibles
precedentes, ni mucho menos recaigamos en las románticas especulaciones sobre la
definición del Hombre; que lo que es a mí, ya sabéis qué rábanos me importa que la
definición del Usuario de Signos coincida o no con la piel rasa o la posición bípeda.
Más bien, si me permitís, circuscribamos la cuestión debidamente: digamos que aquí se
entiende por ‘sistema analógico de producción’ un aparato que reúne las siguientes
condiciones: que coste de elementos costituidos, doblemente, por la función a la que se
destinan y por la ordenación de los unos con los otros en el aparato; que produzca
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sucesivamente productos que consistan, en parte al menos, en reproducciones,


improntas o trasuntos, de elementos del aparato; y que pueda usar sus propios productos
como materia de nuevas operaciones. Si a tal cosa limitamos nuestro estudio, diremos
que el manejo o retención en un sujeto de un sistema analógico de producción se
alcanza necesariamente, en una primera fase, por un saber cosciente del aparato, sus
elementos y sus reglas, y en una segunda fase, por un olvido de tal saber, que
concebimos como una relegación a lo subcosciente; y valiendo esto para cualquier siste-
ma analógico de producción, nos encontrábamos con que el aprendizaje de la primera
lengua parece que, al menos en la consideración ontogenética, tenía que reconocerse
como el primer caso de tal proceso; lo cual evidentemente presenta dificultades.
T. Tan solemne te has puesto que se hace dificilillo contestarte. Pero bien, aceptemos
de momento tu sistema analógico de producción; espero que haya ocasión para
discutirlo.
R. Su propio uso lo pondrá a prueba.
L. Venga, y ¿cuáles son, si tomamos el aprendizaje de la lengua como el primer caso de
ese proceso de saber y olvido, las dificultades que se presentan?
R. Se refieren a la noción de ‘saber cosciente’: que es que, si tomamos cualquier otro
aprendizaje de un sistema analógico de producción que no sea el primero, como el de la
máquina de escribir, entendemos sin más que se dé y cómo se da la primera fase del
proceso, puesto que contamos con que está ya establecida en el sujeto una facultad de
cosciencia de sistemas analógicos de producción, que se funda justamente en la
condición tercera que a la definición de un sistema analógico de producción he puesto;
pero si, en un niño por ejemplo, el caso de la lengua es el primero, no se ve claro, o yo
por lo menos no lo veo, cómo podemos contar con una facultad de cosciencia previa,
cuando decimos que esa facultad de saber cosciente está fundada en un anterior dominio
por el sujeto de sistemas analógicos de producción, y aquí no hay anteriores.
L. Tendrías que decir que con el advenimiento del saber cosciente del primer sistema se
funda en el niño la facultad misma del saber cosciente.
R. Lo cual —muy bien—— dejaría tal vez medio contentos a los que sólo se
interesaran por la conexión lógica de las nociones que empleamos, pero me temo que
aquéllos que se interesan por la historia, sea de la formación de un niño o sea de la de la
especie, no se van a quedar nada satisfechos con tu fórmula.
T. Por un camino algo estravagante, vuelves a plantear —si me permites— el problema
de la condición innata o adquirida de la facultad lingüística.
R. Mejor desearía que el problema, aunque sea propiamente histórico, se planteara de
un modo menos histórico y más intemporal.
L. ¿Cuál otro?
R. Pues veréis: como si fuera la noción misma de ‘sujeto’, que en esas formulaciones
hemos admitido incautamente, la que arrostrara aquí su discusión, y con ella la
oposición de ‘individuo’ y ‘pueblo’; y por lo tanto la diferencia entre aspecto
ontogenético y aspecto filogenético de la cuestión.
L. ¿No nos metemos con eso, a las horas que son, en muchos berenjenales?
R. Quizá. No sé.
T. Dí por lo menos, si se puede, las líneas metódicas o generales que puedan servir más
de cerca, en el planteamiento de la cuestión, para los fines de nuestra Gramática.
R. Digo, por lo pronto, que esa cuestión de si innato o si adquirido personalmente
tendría que plantearse a la vez con aquélla otra, que bien os suena, de cómo, siendo el
hablante uno, sin embargo el sistema es de tal modo propiedad común que poquita cosa
puede hacer la voluntad individual del hablante uno en punto a alterar las reglas o
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reorganizar los elementos del sistema, como no sea en la escasa medida en que él no sea
individuo, sino pueblo o gente, como queráis decir.
T. Y ¿cómo piensas que esos dos problemas pueden plantearse a la vez uno con otro?
R. Pues reduciéndolos ambos a uno todavía más general y menos histórico que los
abarque.
T. Y ¿cuál es ése?
R. La cuestión del singular frente al plural de singulares y de ambos a dos frente al
plural que no es de singulares.
L. O sea…
R. O sea que, si queremos entender algo, habrá que librarse de la concepción aritmética
de la pluralidad y descubrir que hay, sí, una pluralidad numérica o compuesta de
unidades, pero que hay también, de otro modo, una pluralidad indefinida o no numérica.
L. No formada de unidades.
R. No.
T. Y ¿cómo definiríamos ese plural indefinido?
R. Pues lo definiríamos, a su modo (y no creas que es una mera broma), esto es, sólo
por un costado, o por una sola negación: un plural que consiste solamente en no ser
singular.
T. Ah. Ya. Bueno, pase. Pero y eso...
L. Sí, ¿qué venía a hacer eso con la cuestión del sujeto del aprendizaje y de la lengua?
R. Venía a que eso a lo que aludimos como ‘pueblo’ o como ‘gente’, y que es lo que
hemos de reconocer como verdadero sujeto de la lengua, es un plural en tal sentido.
L. Que no costa de indivíduos.
R. Ni hay individuos mientras haya gente. Sólo el Estado en su perfección podría
reducir la gente a ser una población o masa numerada, y sólo entonces habría aparecido
en su perfección el individuo. Cuando hubiera un todo, habría un uno.
T. ¿Qué nos ilumina ese estado ideal sobre lo que de hecho pasa?
R. Un trecho por lo pronto: que es que, en la misma medida que la situación se acerca a
ese ideal de trocar la gente por un conjunto de indivíduos y que el Estado
concomitantemente desarrolla una lengua nacional, oficial, unificada, en la misma
medida la lengua ha de imponerse por ley o «desde arriba» y así en su establecimiento y
aprendizaje vuelven a jugar la cosciencia y voluntad, tanto de los dirigentes y
académicos como de los súbditos obedientes.
T. Prueba de que...
R. No sé si es tanto como una prueba; pero sí un indicio de que eso que llamábamos
subcosciente, a lo que el sistema de la lengua, una vez aprendido, quedaba relegado, no
debe de pertenecer íntegramente al hablante individual.
L. ¿Sino a la gente?
R. Sino a la gente, si supiéramos lo que es ‘gente’, que por su propia indefinición
saberlo propiamente no podemos. El caso es que lo mismo que nos esplicara cómo es
que, siendo uno el usuario del sistema, ese usufructo no le da sobre él ningún derecho
de propiedad y malamente se dice que posee su lengua ha de ser lo mismo que nos
esplicaría un poco cómo es que, adquiriéndose el sistema evidentemente por aprendizaje
personal y fase de saber cosciente, sin embargo eso parece insuficiente para dar cuenta
de ciertos rasgos del aprendizaje, que más bien nos obligan a suponer que, al relegarse a
lo subcosciente lo coscientemente aprendido, encuentra en esa región mecanismos, no
coscientes ni personales, que ayudan a que el sistema, al pasar a la segunda fase o del
olvido, funcione sueltamente y amplíe su dominio, no paso a paso o por suma, sino por
multiplicación o generalización.
T. ¿A qué rasgos del aprendizaje te refieres?
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R. Por ejemplo y sobre todo (a cualquiera que contemple un niño aprendiendo a hablar
ha de sorprenderle), la facilidad para la deducción analógica, para la generalización o
paso de un nivel de astracción a otro: para comprender, en primer lugar, que allí se trata,
no de acumular, sino de generalizar: que, ya sabido ‘agua’ y ‘bicho’ y oído una vez
«pica—bicho» (hormiga), se deduzca sin más «pica—agua» (alcohol). En fin, que yo,
por así decir, cualquier adquisición puramente «del esterior» no entiendo que pueda ser
más que una suma, y a multiplicar en cambio entiendo que no se enseña sin contar con
algún dispositivo previo. Y, vaya, que los niños son analogistas y sobrepasan siempre el
grado de regularidad del sistema de la lengua adulta lo sabe todo el mundo.
L. Es decir que es la facultad de analogía sobre todo lo que consideras como innato.
R. No como innato, no: ya os decía antes que plantear la cosa históricamente me
parecía un camino de falsedad: como no personal —más bien diría; pero también que
esa facultad no juega en el aprendizaje personal de la lengua si no es por fuerza de la
fase (previa en la cronología personal, pero no en la cronología subpersonal,
naturalmente) del saber cosciente. Lo cual implica que el momento de la cosciencia de
la lengua sobre sí misma, que arrastra consigo a los pocos pasos un dominio del índice
YO es el momento de fundación de la conciencia del sujeto sobre sí mismo, de creación
de la persona.
T. Y ¿antes de eso?
R. Antes de eso, como es justo, no sabemos; sólo que esto que sabemos nos obliga a
suponer que hay algo por debajo que no sabemos.
L. Y que eso no nos quita de aquella paradoja que insinuabas, que un niño haya de
pasar por una fase de saber cosciente del sistema y de sus reglas: que un niño allí por
sus once o sus quince meses es una especie de gramático.
R. Un gramático que va olvidando su Gramática a medida que la aprende: que estudia,
coscientemente el sistema lingüístico particular en que se mete refiriéndolo a un sistema
más general y astracto del que no es cosciente y que se encuentra en el olvido de
conciencia el sistema lingüístico que aprende: que en ese olvido, en ese sitio que no es
ya él mismo (ni tampoco, por cierto, un español o un esquimal), sino la pluralidad
indefinida a la que aludimos como ‘gente’, se encuentra con unos mecanismos lógicos,
más antiguos que él mismo, que le guiarán a entender lo que oye alrededor como un
caso de lengua en general y así a convertir su saber en un saber hacer, su enterarse de lo
que se habla en un saber hablar.
L. Sí, pero —una y otra vez— ¡tener que ser cosciente un día sin poder antes tener
conciencia para serlo!
R. Ahí está el misterio —sí: ¿qué quieres?—, misterio para las ideas sobre la gente y la
persona que nos están impuestas. Y no presumo de que lo hayamos suprimido; harto
será que lo hayamos formulado con algo más de exactitud. Acaso la práctica misma de
la Gramática nos haga, si no verlo mejor, palparlo al menos.
T. Bueno, y ¿qué?: ¿nos contentamos ya con esto en punto a mejorar nuestra
imaginación del sistema de la lengua y de sus sujetos?
R. A la fuerza habrá que contentarse, que no de grado, si es que el día se nos va yendo.
Pero ¿por qué lo dices?: ¿es que estás impaciente por tocar alguna otra tecla?
T. Hombre, algo impaciente estoy por ver si vuelves un poco a aquello de cómo
concebir la operación de la Gramática que preparamos.
L. Que qué era eso de describir o re—producir.
R. Ah, ya. Pero ahora ya debía estar más claro —¿no?
T. Todo es relativo.
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L. Sí, se ve que debe de consistir en hacer subir (sigo con las metáforas tópicas de lo de
‘abajo’ y lo de ‘arriba’), en hacer subir al nivel del saber cosciente aquello que ha
quedado relegado, por necesidades técnicas, a lo subcosciente: ¿no?
R. En algo de eso debe de consistir.

T. Hacer subir; y ¿cómo? Y una vez subido, ¿qué?: ¿contar lo que hayamos visto?, ¿o
dibujarlo?
R. Voy a lo primero, al cómo descubrir: lo otro... confío en que la práctica nos lo irá
diciendo; desde luego, preveo que la esposición de nuestra Gramática se hará
mayormente escribiéndose; y el escribir tiene algo del contar y del dibujar. Pero, en
cuanto a lo de descubrir (que será —fijáos bien— descubrir la manera en que en nuestro
mítico niño se ha dado la conexión entre las producciones que oye y el esquema general
de lengua que en él o en su gente hubiera, el reconocimiento de una gramática particular
como un caso de gramática general), bien, pues en cuanto a cómo descubrir o elevar a
saber cosciente...
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L. Parece, por lo que se va diciendo, que esa operación del gramático ha de asemejarse
a la operación de psicoanálisis.
R. Sí, un poco —yo creo. Pero veamos: lo primero, para hacer subir el aparato al saber
cosciente, habrá de ser descender a las regiones subcoscientes donde está relegado y de
donde actúa.
T. Descender ¿quién? y a las regiones susodichas ¿de quién? Son las preguntas que me
dictan tus disquisiciones sobre sujetos.
R. Pues veréis: tendremos que dividirnos, querido Trino, amable Lina, tendremos que
escindirnos —no digo en los tres que somos, sino en dos los tres a una, puesto que
juntos emprendemos la tarea—, de manera que por un lado procedamos como
gramáticos que bajan con sus antorchas a las grutas innominadas de lo subcosciente, y
por otro lado nos portemos también como grutas de lo subcosciente nosotros mismos,
como hablantes ingenuos y desprevenidos de la lengua que vamos a describir.
L. Lo que es a mí, escindirme —si me permitís la desvergüenza— me apasiona.
T. No es para tanto, vamos, sobre todo tratándose de una lengua tan escasamente miste-
riosa como parece serlo el espofcont.
L. Eso; y ¿por qué, Rueda, te empeñas en proponernos esa lengua para el esperimento?
R. Hombre, Lina, porque es la única que de verdad hablamos.
L. Bueno, pero y una lengua estraña, muy salvaje por ejemplo, aunque primero
tuviéramos que aprendérnosla a fondo, ¿no podría facilitar esa labor de que la mirada
del gramático se enfrentara con su objeto separado?
T. El estrañamiento, que propugnaba don Bertoldo Brecht para la técnica del teatro, por
sacar otro término a comparación.
R. Estrañamiento, sí. Pero me temo que nada puede remplazar al aprendizaje de los dos
primeros años, y que hay puntos decisivos en que gramático (no digo lingüista) no
puede uno serlo más que de su lengua maternal. No niego yo que el estudio de las
lenguas estrañas sea bueno para ejercicio del gramático: casi, si me azuzáis, me veríais
soltando un programa de propedéutica a la Gramática en que al gramático en ciernes se
le exija aprender, primero, otra de estas lenguas, que vienen a ser todas la misma, de
nuestra comunidad occidental, después las lenguas antiguas, tercero una de otra cultura,
y cuarto una de las salvajes, como dices, o sea de las sin escritura. Pero, fuera bromas,
cuando llega el momento de la operación gramatical, lo mismo que el que se analiza (el
alma —quiero decir) no puede descender sino a su propio subcosciente (por más que ya
no sea propio suyo: pero por su propia vía), o lo mismo que el actor no puede manejar
otro muñeco que el personaje al que presta cuerpo y voz, así el gramático no puede
aspirar a describir sino el aparato de su propia lengua, aunque sea para en él descubrir lo
que hay de peculiar y lo que hay de general o común con cualquier lengua. A su vez
será —no lo olvidéis— ese aparato el que determine la forma de la tarea del gramático
también. Y en fin, que parece que estrañarnos debemos ciertamente, pero estrañarnos de
nuestra lengua propia.
L. Lo de estrañarnos, con una lengua tan pública y estatuída como el espofcont, aunque
sea menos apasionante, a lo mejor es también más fácil.
T. Si no fuera, querida Lina, que nosotros, en cuanto indivíduos, por lo visto, estamos
íntimamente ligados con nuestro Estado. Pero aparte de eso, otra conveniencia le veo yo
ahora al espofcont.
L. ¿Cuála?
T. Bueno, confesemos que, para nosotros como gramáticos, la tiene grande: que es que,
si no fuera una lengua oficial y fijada por el Estado, a duras penas íbamos a encontrar
una lengua que fuera lo bastante estensa de población, lo bastante una y que se estuviera
quieta mientras la mirábamos.
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R. Sí; aunque hay que decir que también las lenguas no estatales se arreglan para fijarse
y permanecer bastante. No hay tampoco en la jungla tanta libertad.
L. En fin, se comprende la conveniencia del espofcont; pero es tan odioso... ¡Qué
envidia haber nacido hablando una de esas lenguas que van cambiando al pasar de un
vallecito a otro y que no tienen más ley que la que la gente quiere!
R. ¿Qué se le va a hacer, muchachos? Esta lengua nuestra es, en efecto, un caso de
lengua oficial, estatal, normalizada, unificada, con su Academia y todo por montera;
pero, al fin, eso no le ha impedido funcionar también como lengua materna para
nosotros y, por tanto, servir para nuestro objeto. Que es que, si los Padres de la Patria
son capaces de reducir hasta cierto punto las lenguas de la gente a lenguas oficiales,
también saben las madres en revancha hacer para sus hijos de las lenguas de Estado
lenguas naturales.
T. «Naturales» entre comillas.
L. Es difícil —¿verdad? — hacer sonar el signo de las comillas.
T. Y así es, entonces, que nosotros, por un lado, nos costituímos en representantes del
pueblo (¿o población estadística —debo decir mejor?), en fin, de los hablantes del
espofcont.
L. Quitándonos —espero— la nota de ‘representación’ al estilo político, de presidentes,
diputados y demás, con que se suele jugar en las democracias.
T. No hará falta, ni aun se podrá, entenderlo así, una vez que se ha puesto en tela de
juicio, y allí ha quedado, la distinción entre uno y todos: que —si he entendido bien—
es propio de una masa de individuos el tener representantes, pero no de los plurales
indefinidos.
L. Pero en cambio, por otro lado, vamos nosotros mismos a ser gramáticos, y supongo
que en esa condición iremos cargados con nuestra propia personalidad y por ende con
nuestra pedantería; o con la vuestra sobre todo, ya que a mí la gracia del sexo me hace
tan horrenda semejante cualidad (no menos que la de la violencia) que no me atrevo ni
siquiera a confesarla.
T. Pero es que, amable Lina, yo creo —y supongo que Rueda me dará la razón en
esto— que la pedantería está en las raíces de la Gramática; que, si de alguna manera hay
que definir la horrenda cualidad, habrá que decir que en todo momento de conciencia de
la lengua sobre sí misma, hasta en aquellos trances en que la gente corriente incurre a
cada paso y los gramáticos llaman de etimología popular («¡Nuera!: ya lo dice la
palabra: que es hija, pero no era» que decía el señor Alejo, o la onomatopeya originaria
de la sopa que nos hacía el Doctor Sá), ahí está la pedantería; y que ‘pedante’ es el
nombre primero del gramático.
R. No deja de ser curioso el conjunto de notas lógicas que a propósito de la operación
de la Gramática (‘representación’, ‘etimología popular’, ‘pedantería’) habéis hecho
sonar en un momento. Y el caso es que ‘pedante’, por su etimología, y no popular
seguramente, debe de traer en su raíz el nombre del niño y el olor peculiar de las
escuelas. Puede que la Gramática tenga que nacer, como dices, de la conciencia
pedantesca, pero, al ir a encontrar a lo hondo la gramática verdadera, la de la lengua
misma, se vuelve desde allí contra su origen y libera a los niños de la escuela. En fin,
quiero decir que, si la labor de un gramático consiste en descubrir en sí mismo lo que en
él, a pesar de ser persona, haya de gente y así recobrar conciencia del aparato gramatical
relegado a lo subcosciente, entonces, si os fijáis, lo que estará haciendo será recorrer en
sentido inverso las dos etapas del camino, y volver así a la condición que, por más que
nos resultara paradójico o misterioso, teníamos que suponer para un niño que está
aprendiendo la que será su lengua. Por eso acaso no está mal dicho —si no os reís de
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mí— que lo de «Hacéos como niños» es la primera recomendación que debe dársele a
quien se mete en obra de Gramática.
L. No me río: casi más bien por el contrario.
T. Bien; y una vez citado el Evangelio, parece que es el momento de retirarse por esta
noche.
L. Vamos, sí. Hace rato que la cena debe de estársenos enfriando.

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