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AUTORÍAS DRAMÁTICAS DE LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA NUEVA DEMOCRACIA:


COMPLEJOS TEMÁTICOS, ESCRITURAS Y BÚSQUEDAS ESTÉTICAS

Ma uri cio B arrí a J ara


Dramaturgo y Filósofo

Antes de hablar sobre las nuevas autorías dramáticas, sea tal vez necesario bosquejar una
imagen de la sociedad chilena en la cual se producen estas escrituras y que podrían
determinar de alguna manera los ejes temáticos y formales de ella.i Lo segundo, es que el
arco de análisis, de acuerdo a la petición, son las autorías post- generación de los 80, que se
consolidan en los 90 como “poéticas de la transición”, es el caso sobre todo de Benjamín
Galemiri y de Marco Antonio de la Parra, aun cuando este último todavía se relacione
temática y conceptualmente con la anterior, la llamada generación del teatro de dictadura
(Radrigán, Griffero, Stuardo).
Lo que abarca entonces, el presente análisis son los autorías de los 2000 o porque surgen en
esta década o porque se consolidan en ella, aunque varias de ellas se inicien en la década
anterior.
El así llamado período de la transición ha estado determinado fundamentalmente por la
presencia de dos grandes temas: el de los derechos humanos en un doble sentido, el de
hacer justicia en la medida de lo posible y la necesidad de construir una memoria del horror
con el fin de no repetir tales circunstancias; y el de la continuidad y perfeccionamiento de
una economía neoliberal con matices más sociales, gestión que ha sido conducida por una
coalición que lleva 18 años en el gobierno, sin interrupción, y con ideas ejes como:
igualdad, crecimiento o justicia. A pesar de que el foco ha estado en el desarrollo
económico como vía de superación de la pobreza, los avances no han implicado un
mejoramiento sustantivo en las condiciones de vida de los ciudadanos: los índices de
calidad en educación, de cobertura y atención de salud y el acceso descentralizado a la
cultura, siguen siendo asuntos pendientes.ii En definitiva hoy por hoy todo se entiende bajo
el marco de relaciones que impone el modelo neoliberal, y la producción artística en todos
sus aspectos claramente ha sido definida por ello. El diseño de los fondos concursables, el
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aumento significativo de salas privadas en contraposición, al desarrollo nimio de espacios


públicos son algunos ejemplos de ello. La década de los 2000, lejos de experimentar un
cambio, a propósito de la promesa milenarista del fin de siècle, ha significado simplemente
la continuidad de una política que tiende a evolucionar hacia lo mediático y
espectacularizante, y a la disolución de la sociedad civil. Hoy no se percibe la experiencia
de la dictadura con la misma densidad que en la década anterior, por lo que no constituye
un factor aglutinante; se ha asumido como “natural” la necesidad de autogestión de los
recursos, de producir por proyectos a corto plazo, en desmedro un objetivo programático.
Chile es hoy una sociedad que vive en la permanente actualidad y actualización de sus
deseos, por lo que no se cansa de consumir lo mismo y necesitar lo mismo como en un
pequeño ensayo pavloviano.iii
No obstante resulta interesante el lento surgimiento de un tercer eje temático relacionado
con el problema de las libertades y derechos ciudadanos. Discurso que inaugura
pomposamente el gobierno de Ricardo Lagos (2000), pero que su inconsistencia la ha
sufrido el presente gobierno. Basta con mencionar la reciente sanción del tribunal
Constitucional de impedir la entrega de una píldora anticonceptiva en los consultorios del
Estado, vulnerando con ello los derechos reproductivos de las ciudadanas y ciudadanos. Un
país ambiguo, liberal al extremo en lo económico y conservador en lo civil.

La efervescencia de una nueva generación

Bajo este cuadro es que surgen a mitad de los noventa un movimiento de nuevas y nuevos
dramaturgos, al alero por sobre todo de los Talleres de Juan Radrigán y Marco Antonio de
la Parra. Emblemático será el taller organizados por la Biblioteca Nacional durante 1997 y
1998, que impartirá de la Parra y culminará con una serie de publicaciones. Por otra parte,
el aparecimiento de eventos que promueven la escritura teatral es significativo durante esta
década. La Muestra Nacional de Dramaturgia (1995) aunque en sus inicios congrega por
sobre todo a la generación anterior y consagra como revelación de los ‘90 a Benjamín
Galemiri, paulatinamente se va llenando de nuevos autores jóvenes cuyas propuestas no
siempre tienen una recepción favorable por parte de la critica especializada, ni la suerte de
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tener buenos montajes acordes a las nuevas exigencias de sus poéticas, que hayan hecho de
estas nuevas autorías surgidas de festivales propuestas de impacto más general. Ejemplar,
en este sentido es el caso de Juan Claudio Burgos. El autor que más veces ha estado en la
Muestra, y sin embargo, representado comercialmente apenas un par de veces. iv Además de
este evento, los Festivales de Teatro en Pequeño Formato realizados desde el año 1999 al
2001, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile y la iniciativa de la Muestra
Off dramaturgia (2002-2008) en la Sala Galpón 7, ambos eventos ideados y producidos por
agrupaciones de autores dramáticos.
Ante cierta obstinación del mundo teatral y de los medios, de reconocer esta nueva
dramaturgia, un importante grupo de ellos se organiza el año 2000, en una Asociación
Gremial denominada ADN (Asociación de Dramaturgos Nacionales) para autogestionar e
intervenir en las políticas culturales al respecto. Este dato es de una enorme relevancia pues
da cuenta de una manera de entender y enfrentar el trabajo del autor dramático ya no solo
como el escritor solitario decimonónico, ni siquiera como el director de sus propios trabajos
tendencia bien común hoy en día, sino que lo entiende esencialmente como productor, en el
sentido pleno en el que Walter Benjamín definía el trabajo artístico en aquel conocido
ensayo. El dramaturgo como generador de sociedad civil, queriendo participar en la
construcción de la política cultural de su país, del nuestro. Evidentemente, no es el caso de
todos los que mencionaremos, pero si, de una parte importante de ellos.

¿Y podemos hablar de una efervescencia del hacer dramatúrgico en los últimos años? Yo
diría que si. Sin entrar a evaluar la calidad de las propuestas o proyectar su impacto en el
futuro claramente, desde los datos que anualmente entrega la Muestra Nacional de la
cantidad de obras recibidasv y la cantidad de nombres que podemos citar y que llevan ya
varios años escribiendo y montando obras, contrasta con el cuarteto de autores que releva a
la generación del 50: Juan Radrigán, Ramón Griffero, Marco Antonio de la Parra y
Benjamín Galemiri, y el a veces olvidado Oscar Stuardo. Este exiguo número contrasta con
una lista que solo a vuelo de pájaro podríamos mencionar, primero dramaturgas lo que ya
es un hecho relevantevi: Ana Harcha, Francisca Bernardi, Coca Duarte, Lucía de la Maza,
Flavia Radrigán, Manuela Infante, Andrea Moro, Daniela Lillo y Manuela Oyarzún, a las
que se agrega un no despreciable numero de dramaturgos: Juan Claudio Burgos, Benito
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Escobar, Cristian Figueroa, Mauricio Fuentes, Alexis Moreno. Marcelo Sánchez,


Alejandro Moreno, Rolando Jara, Luís Barrales, Eduardo Pavez y el autor de este texto.
Muchos de estos autores han ganado en varias ocasiones la Muestra Nacional y el premio
del Fondo del libro entre otras distinciones. Y muchos otras y otros, más jóvenes aun, de
los que se hablará tal vez en otros momentos.
Sin pretender ser ni exhaustivos ni necesariamente justos, quisiera en esta oportunidad
referirme a los que a mi juicio son los más destacables en términos de su experimentación,
preocupación por la palabra y densidad temática. Sin tomar en cuenta, lo que, bajo el
imperio de la actualidad haya sido o sobre valorado o subestimado mediáticamente.

Lo político en la crisis del estado-nación.

Cuando hacemos una revisión de los textos histórico-teóricos que hablan del teatro chileno
sorprende que, en su mayor parte, el enfoque haya estado puesto en la pregunta por la
identidad nacional. Sin embargo, lo que parecen soslayar estas miradas es que la
construcción de identidad nacional ha estado históricamente ligada a la idea del Estado-
Nación en sus vertientes liberales-republicanas o autoritarias-tradicionalistas. En este
sentido, las categorías de modernidad y modernización con las cuales se ha intentado
comprender el devenir de esta dramaturgia chilena, quedan reducidas a meras descripciones
historiográficas, y en su mejor caso, a descripciones sociológicas en las que se ilustran
recíprocamente los acontecimientos históricos en los textos (los acontecimientos y los
textos), sin develar la matriz político-económica que las explica, a saber, el desarrollo del
capitalismo en sus diversas fases y la lógica de poder que de ello se desprende. Pero lo más
interesante, es la asimilación sin más de la idea de identidad cultural con la de identidad
estatal, lo que ha significado, paradójicamente, el borramiento de la variable política,
asumiendo a priori algo así como “lo chileno”.
Si por política entendemos la construcción conciente de una sociedad, es decir, las
decisiones de poder que las determinan y el conflicto de intereses materiales que las
mueven, el olvido de la política de los textos repercute en el olvido del texto como una
política autoral. Que ocurre entonces, cuado queremos acercarnos a pensar las nuevas
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propuestas teatrales en el horizonte de una época en la que entra en crisis el estado-nación.


Entonces simplemente no logramos establecer el vínculo problemático de estas nuevas
propuestas con el Chile actual, o solo nos quedamos con los elementos significativos más
evidentes que apelan a este atavismo culturalista - que hoy, cabe decir, encuentran en el
guión televisivo su mejor expresión, concibiendo una lógica investigativa que bien podría
definirse como “neo-costumbrismo mediático”vii.
Es a partir de estas consideraciones metodológicas, pienso que podemos llegar a encontrar
rasgos comunes en la diversidad y disparidad que en una primera mirada parecen definir al
presente grupo.

1. Realidad como guiño paródico: de la reconstrucción de la memoria al éxtasis de la


representación mediática.

Del grupo de autores escogidos es posible hacer una primera distinción entre aquellos que
escriben para la escena y su trabajo escritural está imbricado completamente con su trabajo
de dirección, (Harcha, Infante, Moreno) de los que proviniendo o no profesionalmente del
teatro concibe una cierta autonomía del trabajo dramatúrgico y por lo tanto comprenden un
trabajo más complejo con la palabra (Burgos, Escobar) y aquellos más híbridos (Fuentes y
Figueroa) Esto desde ya configura poéticas de diversas densidades y objetivos
especialmente en relación con las formas y recursos escénicos.

Ana Harcha propone una poética en la que la reconstrucción de la memoria se desplaza a la


reconstrucción de un sentido global.
Así en Kinder (2002) co-escrita por Francisca Bernardi, elaboran a partir del trabajo con el
fragmento una reconstitución de la historia reciente de Chile desde la periferia en un doble
sentido, como lectura desde la provincia - Ana Harcha nació en Pitrufquén, pequeña
localidad de la IX región - y como lectura generacional - ambas autoras vivieron como
niñas la experiencia dictatorial, y en tanto tal no tuvieron compromisos políticos directos.
En este caso la fragmentación como operación de una memoria en la cual ya no existen
metarelatos que puedan unificar o serializar la imágenes. La historia de Chile no se
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diferencia de la historia de los pequeños individuos quienes sufren y gozan


permanentemente los grandes acontecimientos. Pero esta necesidad de reatar el recuerdo
finalmente alcanza un nivel de intensidad dramática pues en ello radica la posibilidad de
otorgar sentido a la misma pequeña cotidianidad de nuestras vidas. Ante la pérdida de estos
grandes relatos, el giro hacia lo ínfimo constituye una fatalidad. Esta lucha por reatar, por
recordar y dar sentido es nuevamente tomada por Harcha en otro de sus interesantes
montajes Lulú (2003). Esta vez, sin embargo volcado a la soledad extrema del sujeto
contemporáneo, lleno de estímulos externos y al mismo tiempo vacío. El personaje de Lulú
(desde ya parodia del personaje de Wedekind) está transfigurado de su poder seductor.
Ahora son las circunstancias de la vida, las que como una Pandora destruyen la voluntad
del personaje. Lulú, de esta manera transita por sus relaciones sentimentales como un
inventario de haberes en una cadena productiva de algo que quisiera llamarse amor, pero
parece no alcanzar. Intensidad nuevamente sutilmente tratada como aparente indiferencia,
como si al sujeto no le quedara otra que camuflarse, integrarse al vació de esta existencia
banal. Nuevamente es el fragmento el recurso de Harcha, nuevamente el fragmento como
metáfora de una subjetividad contemporánea desposeída de toda voluntad, entonces la
imposibilidad fatal de recordar propiamente, de hacer suya su historia.
En una línea parecida encontramos a Benito Escobar. En Pedazos rotos de algo (2001) la
obra más emblemática del autor expone la dificultad de arraigar lazos familiares. Al recurso
de la fragmentación se le suma esta vez un cierto carácter alegórico. Esta imposibilidad es
entonces la imagen de una sociedad que no puede re-constituirse luego del gran trauma
dictatorial. El recuso alegórico genera un texto de una gran densidad lingüística, muchas
veces y erróneamente llamada “poética” por el simple hecho de romper con el realismo del
diálogo. Es interesante el abandono paulatino que hace Escobar de la fragmentación
acentuando la alegoría e intertextualidad. Así, por ejemplo, en Nobleza Obliga (2002)
propone un relato sobre el poder como único modo de convivencia, lo que claramente
significa declarar la bancarrota de toda posibilidad de relación, es decir, el fin de la
comunidad. La lucidez política de la escritura de Escobar culmina en el reconocimiento
perplejante, aunque esperable, de una sociedad que se constituye desde la pura simulación.
En su más reciente trabajo Ulises o No (2007), ya no se habla desde la micro-historia de los
personajes, aparece la apelación y la crítica directa a los mass-media y como a través de
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ellos se ha construido un simulacro de identidad. La llamada sociedad del espectáculo vista


desde aquí como una forma de fuerza disuasiva en el control de la memoria histórica. Una
experimentación formal sobre la teatralidad con el claro objetivo de la crítica política. La
escritura de Escobar se inscribe, podría decirse, en una poética conceptualista, en lo que
encuentra su mayor rendimiento, pero que al mismo tiempo le ha restado en ocasiones un
matiz emocional que module la experiencia escénica.
Un desplazamiento similar encontramos luego en Alexis Moreno. Autor y director, que ha
mantenido una distancia con cualquier movimiento gremial cuestionando habitualmente la
posibilidad de independencia del texto dramático. Escritor para la escena más enfático que
Harcha, no obstante, algunas de sus obras han sido publicadas y ha participado también de
la Muestra de Dramaturgia Nacional. Junto con Alexandra von Hummel con quien
conforma la Compañía La María, a fines de los noventa pone en escena la Trilogía Negra
(Lástima, El Apocalipsis de mi vida y Trauma 1999-2001). Un interesante rescate del
melodrama con tintes paródicos con lo cual no solo se hace cargo de un género que ha
reinado en la escritura dramática chilena del siglo XX, sino que logra capitalizar por
momentos el valor critico del género, en el sentido que Beatriz Sarlo lo ha planteado. Un
conjunto de obras que giran en torno a la familia devastada por las expectativas que
imponen los medios de masa transformándolas en estructuras disfuncionales en la que no
queda otra cosa que repetir sin fin el estereotipo de los roles sociales. Una metáfora, en
clave de melodrama, que da cuenta del Chile pos-dictadura definido fatalmente por el
individualismo extremo y el imperio de lo televisivo. El recurso a la cita televisiva o el
revival mediático como material cultural, presentes en la Trilogía se radicalizan en un
nuevo montaje Superhéroes (2005), en el cual, otra vez desde la parodia, propone una
aguda mirada a un tipo de establishment burocrático que gobierna hoy nuestro país, y al
imaginario social que impone. La sólida construcción dramática aunque algo convencional,
logra configurar un universo autoral sustentado en la potencia dialógica del texto. En
Superhéroes, el autor juega con los límites del realismo, desnudando su carácter de
simulacro. Sin embargo es en el hallazgo del grotesco en lo que encuentra un mayor
perfilamiento. El cuestionamiento de la representación es, parece ser, lo que intenta
enfatizar en su último montaje, Abel (2007). Un trabajo sobre el drama del desempleo, en el
cual propone una fractura del relato dramático y el uso de recursos contemporáneos como,
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intertextualidad, fragmentación y meta-teatralidad. No obstante el logro es desigual.


Claramente la fortaleza de Moreno es la escritura apegada a lo escénico, lo que se evidencia
en la primera parte de esta obra en la cual construye un estremecedor y potente diálogo que
juega nuevamente entre el absurdo y lo grotesco.
Pero quien ha llevado este cuestionamiento de la representación a sus máximas
consecuencias es Manuela Infante. Ya desde sus trabajos sobre héroes históricos Prat
(2002), acerca del marino chileno de la Guerra del Pacífico Arturo Prat, y Juana (2004), -
sobre Juana de Arco, examina críticamente como se han construido las mitologías sobre
ellos en desmedro de su densidad biográfica, para servir de sostenedores de imaginarios
hegemónicos que justifican políticas por parte del poder dominante.
La frescura y por sobre todo, eficacia escénica de sus textos se debe en gran parte a la
técnica productiva con la cual opera junto con su grupo: la improvisación. En el caso de
Infante bien vale la pena recordar la distinción que hiciera Lessing entre dramaturgista y
autor dramático. Infante compone desde el material escénico, resultado de la improvisación
de sus actores. El ejercicio de esta técnica productiva se hace completamente patente en su
más reciente estreno Cristo (2007). Sin embargo, la pulcritud en la factura, la precisión que
consigue en sus actores y la capacidad de construir escénicamente relatos de intensidad,
hacen de su obra un hallazgo o revelación no tanto en el ámbito de la autoría dramática
cuanto de la dirección escénica. Manuela Infante es hoy, tal vez, una de las directoras más
lúcidas de nuestro teatro, con un lenguaje escénico definido y potente. Es curioso, que su
trabajo haya sido validado por sobre todo en el terreno de la escritura, donde es, tal vez más
débil, en menoscabo de su calidad de directora escénica. No obstante lo dicho cabe destacar
un par de textos en los cuales se aprecia un trabajo más decidido con la escritura, me refiero
a Narciso (2005), una historia de carácter juvenil en el que los personajes se encuentran
encerrados metafórica en un baño que no es sino su propia incapacidad de hallar sentido en
el mundo que los espera como adultos, pero especialmente en El Rey Planta (2006)
Monólogo sugerente sobre la condición museística de nuestra cultura occidental y la
representación como estatuto del poder político. En el Rey Planta la autora construye una
historia aguda y con momentos de gran intensidad, proponiendo discutir el límite de la
virtualidad escénica de un texto. Sin embargo, el didactismo, que por momentos, asume su
trabajo le juega a mi modo de ver una mala pasada al final, en el que, rompiendo con la
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ficción, propone una explicación del texto y un develamiento de su operación, lo que para
un público desprevenido resulta “agradable” porque facilita la comprensión, a su vez, le
quita radicalidad a la potencia cuestionadora de su obra.

2. Alegoría y cuerpo: el retorno a una narratividad densa

Un caso singular en este grupo es Juan Claudio Burgos que es desde mi punto de vista el
dramaturgo más penetrante y original de este grupo. En él logran cuajar la experimentación
formal, el domino y aprecio por la palabra y la referencia a temas políticos de nuestra
historia reciente. Su escritura de difícil calificación y de una no menor dificultad
hermenéutica, podría entenderse bajo una categoría que proviene de las artes visuales: un
retorno a la narratividad densa en vista de una recuperación de lo aurático viii. En Burgos es
posible apreciar un paulatino alejamiento y ruptura de la vía negativa del discurso cuyos
elementos serían la ironía, la parodia y el pastiche, hacia el contenido diríamos positivo, el
compromiso con un contenido, siempre, sin embargo, a través de la insistencia en lo formal.
Un teatro que devela su carácter de simulacro, pero sin parodiarlo, restituyendo el poder de
una ficción lúcida. Ahí la importancia de la elaboración alegórica que define gran parte de
su obra. Es a esta operación la que bien podría llamarse superficie textual (Blanchot,
Barthes), lo que indica precisamente un trabajo con la materialidad del recurso, en el que la
distinción hegeliana de forma y contenido queda fuera de lugar. Un dispositivo que concibe
el texto como cuerpo, en el que la sonoridad de la palabra, los modos de enunciación y
pronunciación y el ritmo cobran un total protagonismo en la producción de la dramaticidad
y son inseparablemente constituyentes del significado expuesto. En el teatro de Burgos los
personajes son voces antes que entidades. Voces permanentemente amenazadas ante su
propia compulsión lingüística de tornarse en un mero flujo de la conciencia, pero es en esa
exigencia de exponerse escénicamente que estas voces resisten teatralmente. En “Café o los
indocumentados” (2000), por ejemplo, la experiencia de la dictadura como violencia sobre
la palabra y el cuerpo es trabajada de modo alegórico con lo que la experiencia recupera su
densidad de signo – su auraticidad. La fragmentación del discurso a través monólogos que
aparentan diálogos y el desarme de la linealidad del relato, funcionan como recursos
preformativos de la herida dictatorial. En Petrópolis o la Invención del suicidio (2001) el
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foco alegórico recae sobre uno de los personajes más ambiguos y molestos de nuestra
literatura: Gabriela Mistral. Despreciada en un principio en Chile como mujer y como
poeta, adquiere hoy la condición de una estrella. El texto se interroga por la verdad de estas
consideraciones, interrogante que se proyecta amplificadamente a la verdad de una presunta
identidad, quiero decir, a la verdad de un presunto amor a lo propio. Al final, solo queda la
historia del amor propio de un país que se ha construido a base del oportunismo.
En Hombre con pie sobre una espalda de niño (2005) La alegoría se vuelve figura. La
fragmentación vuelve, pero ahora ya no son los cuerpos, sino los pedazos de cuerpo, los
close up anatómicos que llevan a construir un discurso en el que se intenta desproporcionar
permanentemente la referencia espacio-temporal. Dislocación del tiempo y el espacio para
aludir a una constante de la historia desde la experiencia íntima de un niño en el día de su
primera comunión: “…una subversiva alegoría sobre la parálisis de un pueblo oprimido
frente al abuso de poder”ix
En su texto más reciente Porque solo tengo el cuerpo para defender este coto – obra
ganadora de la aún inédita XIII versión de la muestra de Dramaturgia Nacional (2008) se
enfatiza una cierta dramaturgia de voces, antes que personajes y acciones. Un texto que
recurre a cierta forma de lo testimonial. Sin un contexto definido, sin saber qué lo obliga,
una voz comienza a relatar su vida fragmentariamente, pero lo que en un primer momento
parece simplemente narrativo, al transcurrir la lectura se deja sentir una progresión en la
propia acción de contar, de pronto, adquiere un ritmo inesperado que logra capturar hasta el
final, produciendo una tensión entre relato y cuerpo. Una metáfora de la pobreza en
Latinoamérica, no de la pobreza obvia, sino de esa cotidianidad nimia, sin heroísmos que
significa la sobrevivencia en un continente como este. Un quejido sin resentimiento
operado a través de un sobrecogedor distanciamiento. Notable es la delicadeza de su
lenguaje.
En un registro formal muy diverso, pero en el misma vía de retorno a una narratividad
densa encontramos a Cristian Figueroa, cuya opera prima Malacrianza (1998) elabora un
universo que, en una primera lectura, parece emparentarse e intentar renovar las formas del
realismo popular propuestas por Juan Radrigán en la década de los 80. Sin embrago, una
lectura más atenta, nos devela la singularidad de los materiales con los cuales Figueroa
construye este aparente realismo y que continuarán configurando su poética: el imaginario
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popular creado por los medios de comunicación de masas que es contrastado por una
experiencia vivencial de lo popular. La parodia en este caso desgarra para siempre el
simulacro haciendo aflorar la densidad matérica de eso que se llama clase popular. En sus
siguientes trabajos San Rafael o el misterios de los Atorrantes (2001) construye un épica
crítica sobre un suceso real en la historia de una población: la toma de terreno y la
consiguiente fundación de la Población San Rafael en La Pintana, y lo mismo con Mortajas
(2000), una singular lectura de la vida de Cristo desde un cierto imaginario popular. En
ambas el autor reelabora los elementos míticos que crean una identidad de lo popular
mostrando el punto ciego de ella, su dependencia a los imperativos de una clase dominante
que crea o modifica las representaciones sociales de lo popular para mantener un estado de
cosas. Pero es en La grieta sin grito (2002), una penetrante lectura sobre la muerte de una
decena de mujeres adolescentes a manos de un supuesto psicópata en el pueblo nortino de
Alto Auspicio, en el que Figueroa logra acoplar de manera espléndida el reporte del real
con una delicada propuesta escénica en el que el drama de los femicidios adquiere la
condición de una metáfora acerca de la indiferencia de esta sociedad sobre- mediatizada, en
la que el dolor solo existe como el encuadre de una pantalla televisiva, una plano secuencia
más en el sin fin de una escena transparente.
Finalmente se encuentra la obra de un autor algo más marginal pero de un numero no
menor de montajes, Mauricio Fuentes, un trabajo de experimentación con referencias a
poéticas expresionistas contemporáneas fuertemente influenciadas por estéticas del Rock y
la cultura pop. Los personajes de sus obras son seres desarraigados tanto de su núcleo
familiar, contexto social que debiera acogerlos o como de algún espacio físico que debieran
habitar. Los espacios por donde se mueven estos personajes, son metafísicos. A veces
parecen ser el limbo, espacios de transito que los llevará a la perdición o a redimirse de sus
culpas y miserias, para trascender a un nivel espiritual superior. Los personajes están
fragmentados internamente. Tienen miedo a la luz que devele el horror y miseria en que se
encuentran. La deformidad de su alma se evidencia muchas veces en su actuar y los
confronta con un mundo inhóspito y cruel. Por esta razón camuflan y maquillan su cuerpo
travistiéndose en simulacros. Entre sus montajes cabe destacar: Perros en la Catedral
(2003), Rock (2005) y Vedetto, con los ojos fuera del cuerpo (2008).
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Dentro de esta línea de investigación podemos incluir también a Rolando Jara (Costas de
Hielo, Proyecto Fausto, Callias) y a Mauricio Barría Jara (El Peso de la Pureza, El Ínfimo
Suspiro e Impudicia)x

En síntesis.
Se aprecia una tendencia a reapropiar la Historia desde la historia personal, influye en esto,
tal vez, el desaparecimiento de los meta- relatos históricos que obliga a girar la mirada a
hacia las microestructuras sociales: la familia, la pareja o al individuo en su soledad.
Son constantes, en este sentido, el uso de material noticioso, la referencia a la actualidad
mediática y el cuestionamiento a las convenciones de la representación a veces con un
vuelo crítico, a veces solo formalmente respecto al teatro y al juego del arte. Es la ironía el
recurso preferido de los autores. Por otra parte, hay una apelación a un imaginario popular,
de índole mediático o sociológico etnográfico, y el intento de construcción de un sujeto
popular lúcido (“poslatinoamericanista”), en el cual la idea de marginalidad es
comprendida como condición humana alienada por la producción capitalista. Finalmente
apelación a recursos alegóricos para referirse a lo político.
El uso de algunos recursos formales que coinciden con eso que ha venido a llamarse teatro
posmoderno o posdramático: intertextualidad, fragmentación del discurso, cita,
desjerarquización de los elementos que componen el drama clásico, el carácter
preformativo del texto, transmedialidad, y transdisciplinariedad en la investigación
artística; que más bien suceden por una sincronía epocal que por la influencia directa de
autores del primer mundo. En este sentido, los Festivales de Dramaturgia Europea parece
que han servido más a algunos críticos y teóricos que por vía del reconocimiento del otro,
se han acercado a querer entender estas nuevas autorías chilenas.

Finalmente, podemos constatar que el inmovilismo social, la desaparición de la sociedad


civil y la creciente internacionalización han redundado en la inexistencia de un imaginario
chileno propio.
La revalorización de la palabra, luego de una década de teatro de la imagen, sea tal vez el
síntoma que esconde el drama actual de nuestro país. Son estas quizá, dramaturgias de la
falta, que se interrogan por lo que no hay (por algo que hoy no existe) lo chileno en una
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época de la desintegración de la nacionalidad. Así, lo que develan estas nuevas


dramaturgias es nuestra radical contemporaneidad, y el malestar de encontrarnos de hecho
en tal situación sin haber mediado un proyecto ideológico participativo.
Chile es hoy como otras zonas del mundo una comunidad desfuncionalizada. No hay que
confundir el epifenómeno de lo social con la idea de comunidad y son estas escrituras, que
no se encantan con los lugares comunes de lo social, que cuestionan a aquellas formas del
teatro que creen hablar del presente porque asumen acríticamente los imaginarios sociales
mediáticos, las nuevas dramaturgias que seguirán doliendo, seguirán sin ser completamente
entendidas por que molestan, porque dan cuenta en definitiva de la intemperie de sentido
comunitario que es hoy nuestro país. El dolor es el reconocimiento de esta falta, nos duele
la imposibilidad de aludir a un nosotros.

Santiago, 18 de Abril de 2008

i
Desde ya quisiera advertir que esto es solo un supuesto, pues parece ser que lo peculiar de esta nueva
dramaturgia es su vinculación extraña con los acontecimientos sociales concretos, cosa que ha hecho notar
especialmente, una crítica que ha transformado a las figuras del teatro de la generación del 50 (por sobre todo
a Jorge Díaz y tras de él Egon Wolf, Heiremans y Vodanovic), en los paradigmas de un proyecto
dramatúrgico nacional.
ii
no obstante /lo avanzado hasta hoy/ que los propios programas concertacionistas, algunos con una fuerte
impronta modernista y republicana lo hayan sostenido/prometido.
iii
Ref. Lechner
iv
La primera por … la segunda por estudiantes egresados de la Universidad de Chile (Petrópolis, Sala
Antonio Varas 2007), sin olvidar su adaptación de un cuento de Donoso, Casa de Luna (1997) dirigida por
Alfredo Castro también en el Teatro Nacional Antonio Varas que fue duramente criticada en ese entonces.
vv
DATOS
vi
Lo anterior lo han hecho notar los trabajos de Hurtado…Sobre seto vease Hurtado, Jeftanovic
vii
Lo que alcanza también, hay que decir, al propio trabajo teórico. sobre esto vease especialmente(véase por
sobre todo Hurtado, Durán, Lagos, Piña
viii
ref. Ticio Escobar Mario Perniola.
ix
Ibacache, J. “Diez dramaturgos chilenos: de la generación del ’50 a la novísima escritura para la escena”, en
Alternatives théâtrakes 96-97. Le Manège Mons, centre dramatique- Matucana 100, Santiago 2007.
x
Cabe finalmente mencionar a Marcelo Sánchez y Coca Duarte ambos autores de una trayectoria no menos
importante que los anteriores, que se caracterizan por una factura sólida, pero dramatúrgicamente más
convencional. Ambos autores han explorado los márgenes del realismo, tomando problemas relacionados a la
búsqueda de la identidad del sujeto, y en ese sentido se integran en una línea más tradicional del teatro
chileno. Por último un autor mucho más joven, Luis Barrales, que debuta en la IX Muestra de Dramaturgia
Nacional con Uñas Sucias, de una notable nitidez en la construcción de personajes, trabajando una estética
de realismo sucio.

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