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Antes de hablar sobre las nuevas autorías dramáticas, sea tal vez necesario bosquejar una
imagen de la sociedad chilena en la cual se producen estas escrituras y que podrían
determinar de alguna manera los ejes temáticos y formales de ella.i Lo segundo, es que el
arco de análisis, de acuerdo a la petición, son las autorías post- generación de los 80, que se
consolidan en los 90 como “poéticas de la transición”, es el caso sobre todo de Benjamín
Galemiri y de Marco Antonio de la Parra, aun cuando este último todavía se relacione
temática y conceptualmente con la anterior, la llamada generación del teatro de dictadura
(Radrigán, Griffero, Stuardo).
Lo que abarca entonces, el presente análisis son los autorías de los 2000 o porque surgen en
esta década o porque se consolidan en ella, aunque varias de ellas se inicien en la década
anterior.
El así llamado período de la transición ha estado determinado fundamentalmente por la
presencia de dos grandes temas: el de los derechos humanos en un doble sentido, el de
hacer justicia en la medida de lo posible y la necesidad de construir una memoria del horror
con el fin de no repetir tales circunstancias; y el de la continuidad y perfeccionamiento de
una economía neoliberal con matices más sociales, gestión que ha sido conducida por una
coalición que lleva 18 años en el gobierno, sin interrupción, y con ideas ejes como:
igualdad, crecimiento o justicia. A pesar de que el foco ha estado en el desarrollo
económico como vía de superación de la pobreza, los avances no han implicado un
mejoramiento sustantivo en las condiciones de vida de los ciudadanos: los índices de
calidad en educación, de cobertura y atención de salud y el acceso descentralizado a la
cultura, siguen siendo asuntos pendientes.ii En definitiva hoy por hoy todo se entiende bajo
el marco de relaciones que impone el modelo neoliberal, y la producción artística en todos
sus aspectos claramente ha sido definida por ello. El diseño de los fondos concursables, el
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Bajo este cuadro es que surgen a mitad de los noventa un movimiento de nuevas y nuevos
dramaturgos, al alero por sobre todo de los Talleres de Juan Radrigán y Marco Antonio de
la Parra. Emblemático será el taller organizados por la Biblioteca Nacional durante 1997 y
1998, que impartirá de la Parra y culminará con una serie de publicaciones. Por otra parte,
el aparecimiento de eventos que promueven la escritura teatral es significativo durante esta
década. La Muestra Nacional de Dramaturgia (1995) aunque en sus inicios congrega por
sobre todo a la generación anterior y consagra como revelación de los ‘90 a Benjamín
Galemiri, paulatinamente se va llenando de nuevos autores jóvenes cuyas propuestas no
siempre tienen una recepción favorable por parte de la critica especializada, ni la suerte de
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tener buenos montajes acordes a las nuevas exigencias de sus poéticas, que hayan hecho de
estas nuevas autorías surgidas de festivales propuestas de impacto más general. Ejemplar,
en este sentido es el caso de Juan Claudio Burgos. El autor que más veces ha estado en la
Muestra, y sin embargo, representado comercialmente apenas un par de veces. iv Además de
este evento, los Festivales de Teatro en Pequeño Formato realizados desde el año 1999 al
2001, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile y la iniciativa de la Muestra
Off dramaturgia (2002-2008) en la Sala Galpón 7, ambos eventos ideados y producidos por
agrupaciones de autores dramáticos.
Ante cierta obstinación del mundo teatral y de los medios, de reconocer esta nueva
dramaturgia, un importante grupo de ellos se organiza el año 2000, en una Asociación
Gremial denominada ADN (Asociación de Dramaturgos Nacionales) para autogestionar e
intervenir en las políticas culturales al respecto. Este dato es de una enorme relevancia pues
da cuenta de una manera de entender y enfrentar el trabajo del autor dramático ya no solo
como el escritor solitario decimonónico, ni siquiera como el director de sus propios trabajos
tendencia bien común hoy en día, sino que lo entiende esencialmente como productor, en el
sentido pleno en el que Walter Benjamín definía el trabajo artístico en aquel conocido
ensayo. El dramaturgo como generador de sociedad civil, queriendo participar en la
construcción de la política cultural de su país, del nuestro. Evidentemente, no es el caso de
todos los que mencionaremos, pero si, de una parte importante de ellos.
¿Y podemos hablar de una efervescencia del hacer dramatúrgico en los últimos años? Yo
diría que si. Sin entrar a evaluar la calidad de las propuestas o proyectar su impacto en el
futuro claramente, desde los datos que anualmente entrega la Muestra Nacional de la
cantidad de obras recibidasv y la cantidad de nombres que podemos citar y que llevan ya
varios años escribiendo y montando obras, contrasta con el cuarteto de autores que releva a
la generación del 50: Juan Radrigán, Ramón Griffero, Marco Antonio de la Parra y
Benjamín Galemiri, y el a veces olvidado Oscar Stuardo. Este exiguo número contrasta con
una lista que solo a vuelo de pájaro podríamos mencionar, primero dramaturgas lo que ya
es un hecho relevantevi: Ana Harcha, Francisca Bernardi, Coca Duarte, Lucía de la Maza,
Flavia Radrigán, Manuela Infante, Andrea Moro, Daniela Lillo y Manuela Oyarzún, a las
que se agrega un no despreciable numero de dramaturgos: Juan Claudio Burgos, Benito
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Cuando hacemos una revisión de los textos histórico-teóricos que hablan del teatro chileno
sorprende que, en su mayor parte, el enfoque haya estado puesto en la pregunta por la
identidad nacional. Sin embargo, lo que parecen soslayar estas miradas es que la
construcción de identidad nacional ha estado históricamente ligada a la idea del Estado-
Nación en sus vertientes liberales-republicanas o autoritarias-tradicionalistas. En este
sentido, las categorías de modernidad y modernización con las cuales se ha intentado
comprender el devenir de esta dramaturgia chilena, quedan reducidas a meras descripciones
historiográficas, y en su mejor caso, a descripciones sociológicas en las que se ilustran
recíprocamente los acontecimientos históricos en los textos (los acontecimientos y los
textos), sin develar la matriz político-económica que las explica, a saber, el desarrollo del
capitalismo en sus diversas fases y la lógica de poder que de ello se desprende. Pero lo más
interesante, es la asimilación sin más de la idea de identidad cultural con la de identidad
estatal, lo que ha significado, paradójicamente, el borramiento de la variable política,
asumiendo a priori algo así como “lo chileno”.
Si por política entendemos la construcción conciente de una sociedad, es decir, las
decisiones de poder que las determinan y el conflicto de intereses materiales que las
mueven, el olvido de la política de los textos repercute en el olvido del texto como una
política autoral. Que ocurre entonces, cuado queremos acercarnos a pensar las nuevas
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Del grupo de autores escogidos es posible hacer una primera distinción entre aquellos que
escriben para la escena y su trabajo escritural está imbricado completamente con su trabajo
de dirección, (Harcha, Infante, Moreno) de los que proviniendo o no profesionalmente del
teatro concibe una cierta autonomía del trabajo dramatúrgico y por lo tanto comprenden un
trabajo más complejo con la palabra (Burgos, Escobar) y aquellos más híbridos (Fuentes y
Figueroa) Esto desde ya configura poéticas de diversas densidades y objetivos
especialmente en relación con las formas y recursos escénicos.
ficción, propone una explicación del texto y un develamiento de su operación, lo que para
un público desprevenido resulta “agradable” porque facilita la comprensión, a su vez, le
quita radicalidad a la potencia cuestionadora de su obra.
Un caso singular en este grupo es Juan Claudio Burgos que es desde mi punto de vista el
dramaturgo más penetrante y original de este grupo. En él logran cuajar la experimentación
formal, el domino y aprecio por la palabra y la referencia a temas políticos de nuestra
historia reciente. Su escritura de difícil calificación y de una no menor dificultad
hermenéutica, podría entenderse bajo una categoría que proviene de las artes visuales: un
retorno a la narratividad densa en vista de una recuperación de lo aurático viii. En Burgos es
posible apreciar un paulatino alejamiento y ruptura de la vía negativa del discurso cuyos
elementos serían la ironía, la parodia y el pastiche, hacia el contenido diríamos positivo, el
compromiso con un contenido, siempre, sin embargo, a través de la insistencia en lo formal.
Un teatro que devela su carácter de simulacro, pero sin parodiarlo, restituyendo el poder de
una ficción lúcida. Ahí la importancia de la elaboración alegórica que define gran parte de
su obra. Es a esta operación la que bien podría llamarse superficie textual (Blanchot,
Barthes), lo que indica precisamente un trabajo con la materialidad del recurso, en el que la
distinción hegeliana de forma y contenido queda fuera de lugar. Un dispositivo que concibe
el texto como cuerpo, en el que la sonoridad de la palabra, los modos de enunciación y
pronunciación y el ritmo cobran un total protagonismo en la producción de la dramaticidad
y son inseparablemente constituyentes del significado expuesto. En el teatro de Burgos los
personajes son voces antes que entidades. Voces permanentemente amenazadas ante su
propia compulsión lingüística de tornarse en un mero flujo de la conciencia, pero es en esa
exigencia de exponerse escénicamente que estas voces resisten teatralmente. En “Café o los
indocumentados” (2000), por ejemplo, la experiencia de la dictadura como violencia sobre
la palabra y el cuerpo es trabajada de modo alegórico con lo que la experiencia recupera su
densidad de signo – su auraticidad. La fragmentación del discurso a través monólogos que
aparentan diálogos y el desarme de la linealidad del relato, funcionan como recursos
preformativos de la herida dictatorial. En Petrópolis o la Invención del suicidio (2001) el
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foco alegórico recae sobre uno de los personajes más ambiguos y molestos de nuestra
literatura: Gabriela Mistral. Despreciada en un principio en Chile como mujer y como
poeta, adquiere hoy la condición de una estrella. El texto se interroga por la verdad de estas
consideraciones, interrogante que se proyecta amplificadamente a la verdad de una presunta
identidad, quiero decir, a la verdad de un presunto amor a lo propio. Al final, solo queda la
historia del amor propio de un país que se ha construido a base del oportunismo.
En Hombre con pie sobre una espalda de niño (2005) La alegoría se vuelve figura. La
fragmentación vuelve, pero ahora ya no son los cuerpos, sino los pedazos de cuerpo, los
close up anatómicos que llevan a construir un discurso en el que se intenta desproporcionar
permanentemente la referencia espacio-temporal. Dislocación del tiempo y el espacio para
aludir a una constante de la historia desde la experiencia íntima de un niño en el día de su
primera comunión: “…una subversiva alegoría sobre la parálisis de un pueblo oprimido
frente al abuso de poder”ix
En su texto más reciente Porque solo tengo el cuerpo para defender este coto – obra
ganadora de la aún inédita XIII versión de la muestra de Dramaturgia Nacional (2008) se
enfatiza una cierta dramaturgia de voces, antes que personajes y acciones. Un texto que
recurre a cierta forma de lo testimonial. Sin un contexto definido, sin saber qué lo obliga,
una voz comienza a relatar su vida fragmentariamente, pero lo que en un primer momento
parece simplemente narrativo, al transcurrir la lectura se deja sentir una progresión en la
propia acción de contar, de pronto, adquiere un ritmo inesperado que logra capturar hasta el
final, produciendo una tensión entre relato y cuerpo. Una metáfora de la pobreza en
Latinoamérica, no de la pobreza obvia, sino de esa cotidianidad nimia, sin heroísmos que
significa la sobrevivencia en un continente como este. Un quejido sin resentimiento
operado a través de un sobrecogedor distanciamiento. Notable es la delicadeza de su
lenguaje.
En un registro formal muy diverso, pero en el misma vía de retorno a una narratividad
densa encontramos a Cristian Figueroa, cuya opera prima Malacrianza (1998) elabora un
universo que, en una primera lectura, parece emparentarse e intentar renovar las formas del
realismo popular propuestas por Juan Radrigán en la década de los 80. Sin embrago, una
lectura más atenta, nos devela la singularidad de los materiales con los cuales Figueroa
construye este aparente realismo y que continuarán configurando su poética: el imaginario
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popular creado por los medios de comunicación de masas que es contrastado por una
experiencia vivencial de lo popular. La parodia en este caso desgarra para siempre el
simulacro haciendo aflorar la densidad matérica de eso que se llama clase popular. En sus
siguientes trabajos San Rafael o el misterios de los Atorrantes (2001) construye un épica
crítica sobre un suceso real en la historia de una población: la toma de terreno y la
consiguiente fundación de la Población San Rafael en La Pintana, y lo mismo con Mortajas
(2000), una singular lectura de la vida de Cristo desde un cierto imaginario popular. En
ambas el autor reelabora los elementos míticos que crean una identidad de lo popular
mostrando el punto ciego de ella, su dependencia a los imperativos de una clase dominante
que crea o modifica las representaciones sociales de lo popular para mantener un estado de
cosas. Pero es en La grieta sin grito (2002), una penetrante lectura sobre la muerte de una
decena de mujeres adolescentes a manos de un supuesto psicópata en el pueblo nortino de
Alto Auspicio, en el que Figueroa logra acoplar de manera espléndida el reporte del real
con una delicada propuesta escénica en el que el drama de los femicidios adquiere la
condición de una metáfora acerca de la indiferencia de esta sociedad sobre- mediatizada, en
la que el dolor solo existe como el encuadre de una pantalla televisiva, una plano secuencia
más en el sin fin de una escena transparente.
Finalmente se encuentra la obra de un autor algo más marginal pero de un numero no
menor de montajes, Mauricio Fuentes, un trabajo de experimentación con referencias a
poéticas expresionistas contemporáneas fuertemente influenciadas por estéticas del Rock y
la cultura pop. Los personajes de sus obras son seres desarraigados tanto de su núcleo
familiar, contexto social que debiera acogerlos o como de algún espacio físico que debieran
habitar. Los espacios por donde se mueven estos personajes, son metafísicos. A veces
parecen ser el limbo, espacios de transito que los llevará a la perdición o a redimirse de sus
culpas y miserias, para trascender a un nivel espiritual superior. Los personajes están
fragmentados internamente. Tienen miedo a la luz que devele el horror y miseria en que se
encuentran. La deformidad de su alma se evidencia muchas veces en su actuar y los
confronta con un mundo inhóspito y cruel. Por esta razón camuflan y maquillan su cuerpo
travistiéndose en simulacros. Entre sus montajes cabe destacar: Perros en la Catedral
(2003), Rock (2005) y Vedetto, con los ojos fuera del cuerpo (2008).
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Dentro de esta línea de investigación podemos incluir también a Rolando Jara (Costas de
Hielo, Proyecto Fausto, Callias) y a Mauricio Barría Jara (El Peso de la Pureza, El Ínfimo
Suspiro e Impudicia)x
En síntesis.
Se aprecia una tendencia a reapropiar la Historia desde la historia personal, influye en esto,
tal vez, el desaparecimiento de los meta- relatos históricos que obliga a girar la mirada a
hacia las microestructuras sociales: la familia, la pareja o al individuo en su soledad.
Son constantes, en este sentido, el uso de material noticioso, la referencia a la actualidad
mediática y el cuestionamiento a las convenciones de la representación a veces con un
vuelo crítico, a veces solo formalmente respecto al teatro y al juego del arte. Es la ironía el
recurso preferido de los autores. Por otra parte, hay una apelación a un imaginario popular,
de índole mediático o sociológico etnográfico, y el intento de construcción de un sujeto
popular lúcido (“poslatinoamericanista”), en el cual la idea de marginalidad es
comprendida como condición humana alienada por la producción capitalista. Finalmente
apelación a recursos alegóricos para referirse a lo político.
El uso de algunos recursos formales que coinciden con eso que ha venido a llamarse teatro
posmoderno o posdramático: intertextualidad, fragmentación del discurso, cita,
desjerarquización de los elementos que componen el drama clásico, el carácter
preformativo del texto, transmedialidad, y transdisciplinariedad en la investigación
artística; que más bien suceden por una sincronía epocal que por la influencia directa de
autores del primer mundo. En este sentido, los Festivales de Dramaturgia Europea parece
que han servido más a algunos críticos y teóricos que por vía del reconocimiento del otro,
se han acercado a querer entender estas nuevas autorías chilenas.
i
Desde ya quisiera advertir que esto es solo un supuesto, pues parece ser que lo peculiar de esta nueva
dramaturgia es su vinculación extraña con los acontecimientos sociales concretos, cosa que ha hecho notar
especialmente, una crítica que ha transformado a las figuras del teatro de la generación del 50 (por sobre todo
a Jorge Díaz y tras de él Egon Wolf, Heiremans y Vodanovic), en los paradigmas de un proyecto
dramatúrgico nacional.
ii
no obstante /lo avanzado hasta hoy/ que los propios programas concertacionistas, algunos con una fuerte
impronta modernista y republicana lo hayan sostenido/prometido.
iii
Ref. Lechner
iv
La primera por … la segunda por estudiantes egresados de la Universidad de Chile (Petrópolis, Sala
Antonio Varas 2007), sin olvidar su adaptación de un cuento de Donoso, Casa de Luna (1997) dirigida por
Alfredo Castro también en el Teatro Nacional Antonio Varas que fue duramente criticada en ese entonces.
vv
DATOS
vi
Lo anterior lo han hecho notar los trabajos de Hurtado…Sobre seto vease Hurtado, Jeftanovic
vii
Lo que alcanza también, hay que decir, al propio trabajo teórico. sobre esto vease especialmente(véase por
sobre todo Hurtado, Durán, Lagos, Piña
viii
ref. Ticio Escobar Mario Perniola.
ix
Ibacache, J. “Diez dramaturgos chilenos: de la generación del ’50 a la novísima escritura para la escena”, en
Alternatives théâtrakes 96-97. Le Manège Mons, centre dramatique- Matucana 100, Santiago 2007.
x
Cabe finalmente mencionar a Marcelo Sánchez y Coca Duarte ambos autores de una trayectoria no menos
importante que los anteriores, que se caracterizan por una factura sólida, pero dramatúrgicamente más
convencional. Ambos autores han explorado los márgenes del realismo, tomando problemas relacionados a la
búsqueda de la identidad del sujeto, y en ese sentido se integran en una línea más tradicional del teatro
chileno. Por último un autor mucho más joven, Luis Barrales, que debuta en la IX Muestra de Dramaturgia
Nacional con Uñas Sucias, de una notable nitidez en la construcción de personajes, trabajando una estética
de realismo sucio.