Sunteți pe pagina 1din 148

INTRODUCCION (pag 4)

EXHORTACIONES APOSTÓLICAS
 A quarantacinque anni (21 de abril de 1959) (pág. 6)

 Sacrae Laudis (6 de enero de 1962) (pág. 11)

 Novem per dies (20 de mayo de 1963) (pág. 15)

ENCÍCLICAS
 Ad Petri Cathedram (29 de junio de 1959) (pág. 17)

 Sacerdotii Nostri Primordia (1 de agosto de 1959) (pág. 35)

 Grata Recordatio (26 de septiembre de 1959) (pág. 50)

 Princeps Pastorum (28 de noviembre de 1959) (pág. 53)

 Mater et Magistra (15 de mayo de 1961) (pág. 67)

 Aeterna Dei Sapientia (11 de noviembre de 1961) (pág. 104)

 Paenitentiam Agere (1 de julio de 1962) (pág. 115)

 Pacem in terris (11 de abril de 1963) (pág. 121)

3
INTRODUCCION

PERFIL BIOGRÁFICO DE JUAN XXIII (1881-1963)

Angelo Giuseppe Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte,


diócesis y provincia de Bérgamo, el cuarto de trece  hermanos. Ese mismo día fue
bautizado. En la parroquia, bajo la guía del excelente sacerdote don Francesco
Rebuzzini, recibió una impronta eclesiástica imborrable, que le sirvió de apoyo en las
dificultades y de estímulo en las tareas apostólicas.

Recibió la confirmación y la primera comunión en 1889; en 1892 ingresó en el


Seminario de Bérgamo, donde estudió humanidades,  filosofía y hasta el segundo año de teología. Allí,
con catorce años, empezó a redactar unos apuntes espirituales que le acompañaron, de una u otra forma,
a lo largo de su vida, y que fueron recogidos en Diario de un alma. También desde entonces practicaba
con asiduidad la dirección espiritual. El 1 de marzo de 1896, el padre espiritual del Seminario de Bérgamo,
don Luigi Isacchi, lo admitió en la Orden Franciscana Seglar, cuya regla profesó el 23 de mayo de 1897.

De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio Seminario Romano, gracias a una beca de la diócesis de
Bérgamo para seminaristas aventajados. En este tiempo, hizo también un año de servicio militar. Fue
ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904 en la Iglesia de Santa María in Monte Santo, en la Piazza del
Popolo de Roma. En 1905 el nuevo Obispo de Bérgamo, mons. Giacomo Maria Radini Tedeschi, lo
nombró su secretario, cargo que desempeñó hasta 1914, acompañando al Obispo en las visitas pastorales
y colaborando en múltiples iniciativas apostólicas: Sínodo, redacción de la publicación mensual “La vita
diocesana”, peregrinaciones, obras sociales. También era profesor de historia, patrología y apologética en
el Seminario. En 1910, en la reordenación de los Estatutos de la Acción Católica, el Obispo le confió la
sección V (las mujeres católicas). Colaboró con el diario católico de Bérgamo, fue predicador asiduo,
profundo y eficaz.

Durante estos años tuvo la oportunidad de conocer en profundidad a los santos pastores, San Carlos
Borromeo (del que publicó las Actas de la visita apostólica realizada a Bérgamo en 1575), San Francisco
de Sales y el entonces Beato Gregorio Barbarigo. Fueron años en los que adquirió una gran experiencia
pastoral al lado del Obispo mons. Radini Tedeschi. Cuando murió el Obispo en 1914, Don Angelo siguió
como profesor del Seminario y dedicándose a las diversas actividades pastorales, sobre todo la asociativa.

Cuando en 1915 Italia entró en la guerra, fue movilizado como sargento de sanidad. El año siguiente pasó
a ser capellán castrense en los hospitales militares de retaguardia y coordinador de la asistencia espiritual
y moral a los soldados. Al terminar la guerra, fundó la “Casa del estudiante”, dedicada a la pastoral
estudiantil. En 1919 fue nombrado director espiritual del Seminario.

En 1921 comenzó la segunda parte de su vida, al servicio de la Santa Sede. Llamado a Roma por
Benedicto XV como Presidente para Italia del Consejo central de la Pontificia Obra para la Propagación de
la Fe, recorrió muchas diócesis italianas para organizar los Círculos Misioneros. En 1925 Pío XI lo nombró
Visitador Apostólico para Bulgaria, elevándolo al episcopado con el título de Areópolis. Eligió como lema
episcopal “Oboedientia et pax”, programa que siempre le acompañó.

Ordenado Obispo el 19 de marzo de 1925 en Roma, marchó a Sofía el 25 de abril. Nombrado


posteriormente primer Delegado Apostólico, estuvo en Bulgaria hasta finales de 1934, visitando las
comunidades católicas, cultivando relaciones respetuosas con las demás comunidades cristianas. Actuó
con solicitud caritativa durante el terremoto de 1928. Sufrió en silencio incomprensiones y dificultades de
un ministerio caracterizado por la pastoral de pequeños pasos. Se perfeccionó en la confianza y el
abandono a Jesús Crucificado.

El 27 de noviembre de 1934 fue nombrado Delegado Apostólico en Turquía y Grecia. El nuevo campo de
trabajo era vasto y la Iglesia católica estaba presente en muchos ámbitos de la joven república turca, que

4
se estaba renovando y organizando. Su ministerio con los católicos fue intenso, y se distinguió por un
talante de respeto y diálogo con el mundo ortodoxo y musulmán.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, estaba en Grecia, que quedó devastada por los combates.
Intentó recabar información sobre los prisioneros de guerra y puso a salvo a muchos judíos sirviéndose del
“visado de tránsito” de la Delegación Apostólica. El 6 de diciembre de 1944 Pío XII lo nombró Nuncio
Apostólico en París.

Durante los últimos meses de la contienda y los primeros de la paz, ayudó a los prisioneros de guerra y se
preocupó por la normalización de la organización eclesiástica de Francia. Visitó los santuarios franceses,
participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas más significativas. Estuvo atento, con
prudencia y confianza, a las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de Francia. Siempre
se caracterizó por la búsqueda de la simplicidad del Evangelio, incluso cuando trataba los más complejos
asuntos diplomáticos. El deseo pastoral de ser sacerdote en cualquier circunstancia lo sostenía. Y una
sincera piedad, que se transformaba cada día en un prolongado tiempo de oración y de meditación, lo
animaba.

El 12 de enero de 1953 fue creado Cardenal y el 25 promovido al Patriarcado de Venecia. Estaba contento
de poder dedicarse los últimos años de su vida al ministerio directo de la cura de almas, deseo que
siempre le acompañó desde que se ordenó sacerdote. Fue pastor sabio y emprendedor, a ejemplo de los
santos pastores que siempre había venerado: San Lorenzo Justiniani, primer Patriarca de Venecia, y San
Pío X. Con los años, crecía su confianza en el Señor, que se manifestaba en una entrega pastoral activa,
dinámica y alegre.

Tras la muerte de Pío XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII. En
sus cinco años como Papa, el mundo entero pudo ver en él una imagen auténtica del Buen Pastor.
Humilde y atento, decidido y valiente, sencillo y activo, practicó los gestos cristianos de las obras de
misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, acogiendo a
personas de cualquier nación y credo, comportándose  con todos con un admirable sentido de paternidad.
Su magisterio social está contenido en las Encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963).

Convocó el Sínodo Romano, instituyó la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico,
convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II. Como Obispo de la diócesis de Roma, visitó parroquias e
iglesias del centro histórico y de la periferia. El pueblo veía en él un rayo de la  benignitas evangelica y lo
llamaba “el Papa de la bondad”. Lo sostenía un profundo espíritu de oración; siendo el iniciador de la
renovación de la Iglesia, irradiaba la paz de quien confía siempre en el Señor. Se lanzó decididamente por
los caminos de la evangelización, del ecumenismo, del diálogo con todos, teniendo la preocupación
paternal de llegar a sus hermanos e hijos más afligidos.

Murió la tarde del 3 de junio de 1963, al día siguiente de Pentecostés, en profundo espíritu de abandono a
Jesús, deseando su abrazo, rodeado por la oración unánime de todo el mundo, que parecía haberse
reunido en torno a él, para respirar con él el amor del Padre.

Juan XXIII fue declarado beato por el Papa Juan Pablo II el 3 de septiembre de 2000 en la Plaza de San
Pedro, durante la celebración del Gran Jubileo del año 2000.

El Papa Francisco canonizó a Juan XXIII el 27 de abril de 2014 .

Tomado del Librito de la Celebración para la Canonización de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, 27 de
abril de 2014

5
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA * A QUARANTACINQUE ANNI 

POR CUARENTA Y CINCO AÑOS DE SU SANTIDAD EL PAPA JUAN XIII


AL EPISCOPADO Y EL CLERGIO DE LOS VENECIANOS, RECOGIDOS
ALREDEDOR DE LAS ESCONDIDAS DE S. PIO X

Amados hijos,

Cuarenta y cinco años desde su muerte natal hasta la patria celestial, Pío X regresó por unos días a
Venecia, a su tierra natal, al campo de su apostolado, en medio de su pueblo humilde y generoso, que
siempre permaneció en su corazón, incluso entre El cuidado y cuidado de la más alta dignidad pontificia.

Este glorioso pasaje de sus restos mortales, deseamos verlo cumplido desde 1954: y lo apresuramos tan
pronto como fuimos llamados a su segunda sucesión en la silla de Pedro. Más allá de cada espera más
feliz, aquí estamos antes de un triunfo, ¡oh! ¡Qué triunfo de la gente, aclamando a su hijo y a su padre, su
gloria más brillante en los tiempos modernos y al santo patrón, y con tal intensidad de fervor que nos hace
esperar frutos muy fructíferos de renovación interior para muchas almas!

En este instante contemplamos con los ojos del corazón a ustedes, amados niños, reunidos en San
Marcos, con sus venerables obispos, desde todos los puntos de las Tres Venecias: y con ustedes nos
acercamos a la bendita urna, colocada bajo la gran cúpula. de la Basílica de Oro, frente al altar del
evangelista San Marco: no lejos del Nicopeja más venerado, y cerca de ese ambón histórico, del que
brotaban las enseñanzas sólidas y claras del Patriarca Sarto, y la dulzura de su discurso. que nosotros, un
chico de quince años, escuchamos con Nuestros oídos en Sant'Alessandro en Colonna en Bergamo.

Es bastante natural que el clero y la gente, pero sobre todo los sacerdotes, se pregunten qué trae Pío X, a
su regreso a Venecia, después de casi medio siglo después de su partida: qué recordatorios útiles nos trae
para la totalidad de la vida eclesiástica. , determinado por las circunstancias de hoy. La majestad de la
muerte y la glorificación celestial en toda regla dan un significado especial a la enseñanza de este gran, de
este santo distinguido.

Teniendo en cuenta las variaciones de edad, que en su sucesión de torbellinos repiten los méritos y
defectos de cada edad: - jóvenes fascinados por las novedades y pasando por delante de los ancianos, a
veces con cierta presunción: hombres maduros tentados a elegir lo que corresponde para sus propias
comodidades, más que para el bien común y general: los compromisos del sacerdote son muchos y serios,
y se imponen a la atención y la conciencia de cada uno. Pío X, en medio de los suyos, los que están más
cerca de él en la ordenación sagrada, recuerda solemnemente tres puntos de la vida sacerdotal,
especialmente interesantes en todas las épocas de la historia: la brillante supervivencia tan acentuada, el
encanto, del que somos testigos - que ejerce sobre almas y comunidades católicas en todo el
mundo,lumen mundi, sal terrae .

Estos son tres elementos del más alto orden para la construcción de nuestras vidas, queridos sacerdotes,
para la eficacia de su ministerio: tres advertencias de este sacerdocio magnus Dei excelsi , sacerdote
supremo del Altísimo, fue objeto de un amor popular tan espontáneo y propuso imitación de todos.

Fuera y por encima de las anécdotas y destellos de bonomía, que repetidos y alterados podrían disminuir
su estatura como hombre, un eclesiástico distinguido y un pastor de almas, Pío X aparece en sus líneas
características, diríamos más sagrado y más severo. , aunque templado por esa sensación de gran
comprensión, tan transparente por su sonrisa y su cálida palabra.

6
I.

DIGNIDAD SACERDOTAL

El autor de la Imitación de Cristo, en el cuarto libro, capítulo 5, define con un rasgo inefable la grandeza
característica del sacerdote frente al cielo y la tierra: "Gran ministerium et magna dignitas sacerdotum,
quibus datum est quod Angelis ipsis non est concessum ».

¡Ministerio de gracia, por lo tanto, un privilegio singular!

Esta dignidad es inherente al hecho mismo de la vocación. Poco a poco, se define por el apósito de
oficina, con la transferencia de la tonsura, a la altura de las Órdenes Sagradas, en el canónica missio , que
es todo un poema de respeto y el amor de la Santa Iglesia por las almas y de confianza en sus sacerdotes.

El Concilio de Trento, en cuyas sesiones se recordó con delicadeza la necesidad de una perfecta
adaptación del sacerdote a sus muy altos deberes, con una palabra severa y penetrante, lo que
repetidamente nos permitíamos susurrar, casi en oración, a los seminaristas y al sacerdotes de nuestra
amada Venecia. Las palabras altas y muy serias del Concilio de Trento [ 1 ]: "Sic decet omnino clericos in
sortem Domini vocatos ut habitu, gestu, incessu, sermon nihil nisi grave, moderatum ac religion plenum
praeseferant". Son expresiones precisas dignas de ser tenidas en cuenta y repetidas como la Gloria Patri
del Breviario.

El pueblo cristiano, a pesar de los gustos cambiantes y el debilitamiento del antiguo espíritu de recuerdo
alrededor de la parroquia, todavía quiere al sacerdote digno, iluminado, amable y santo.

Desafortunadamente, el polvo de lo mundano parece estar todo confundido y envolvente. Pero la


necesidad de dignidad eclesiástica permanece intacta en la opinión general y en las intimidades más
íntimas de los corazones, incluso en los niños.

El sacerdote, si está vivo como un fuego, y por lo tanto luminoso, puro, ardiente, lo vale todo: de lo
contrario, cuenta muy poco, también en consideración de aquellos que han abandonado temporalmente la
práctica religiosa.

El " Haerent animo " de San Pío X, que en el cincuentenario de su aclamada aparición remediamos el 18


de septiembre del año pasado en la celebración del centenario del sacerdocio en Castelfranco, fluyó del
ardiente corazón de Pío X, como un gemido paterno, por llamar al clero diocesano y regular de todo el
mundo a la vida interior y la santificación más intensas.

Queridos sacerdotes! Si Pío X ha penetrado en la conciencia de los pueblos, si todavía lo sacude, si la


Iglesia docente también recurre a su enseñanza hoy, esto se debe al hecho de que sintió, vivió y disfrutó
de esta muy alta dignidad, y se conformó allí sin esfuerzo y con naturalidad en todas las circunstancias de
su vida, desde el capellán cooperador hasta el Papa Supremo.

Antes y junto a cualquier otra preocupación por actualizaciones pastorales deseables y oportunas, y por la
aplicación de nuevos recursos para reunir a las diversas categorías de fieles, cuide especialmente su
alma. Te lo contamos con toda sencillez y familiaridad paterna.

El alma pura y ardiente de un sacerdote es un misterio de luz, de gracia y de amor. Los Ángeles del Cielo
la admiran y ven en ella el reflejo de la divina Majestad.

El sacerdote feliz que cumple los deberes diarios de la oración con un cuidado fiel: que ama el recuerdo
del templo y de la casa: que extrae la sustancia viva de su predicación del Libro Sagrado: que en los
juicios, en palabras, en la línea se ajusta a los ejemplos de Nuestro Señor, su Madre y los Santos: quien
7
no tiene demasiada fe en los recursos humanos. Dado que la santidad es necesaria para la salvación de
su alma y para la eficacia de su apostolado, cada sacerdote debe tener el mayor cuidado para acercarse al
Sacramento de la Penitencia y usar todas esas ayudas que la experiencia sugiere y la Iglesia aprueba.

«Si ergo sacerdos omnibus virtutibus fuerit ornatus, tune est cuasi -optimum sal, et totus populus de illo
conditur, magis videndo eum quam audiendo. Nam prima doctrina est videre bonum, secunda autem
.erudire »[ 2 ].

II.

LA IGLESIA

Las situaciones cambian, pero las dificultades planteadas a la Iglesia en el cumplimiento de su misión
divina nunca faltan.

Para aquellos que se preguntan, para aquellos que confían demasiado ingenuamente en un amanecer de
absoluto descanso terrenal y conquistas fáciles, recordamos las páginas de sangre y gloria escritas por los
Mártires y los Doctores siempre para la defensa y el honor del depósito sagrado confiado de Cristo a su
Iglesia

La Iglesia de los tiempos de Pío X permaneció en su lugar con delicadeza y orgullo.


Algunos forzaron la puerta, desafortunadamente: otros lograron hazañas clamorosas y dolorosas. Pero las
sombras de la noche yacían sobre ese clamor.

Pío X, manso y humilde de corazón, no se inclinó ante la violencia de los poderosos de la tierra ni ante la
tentación de la dialéctica de las diversas escuelas. Y dejó el precario ejemplo de su arduo amor por el
Libro Sagrado y las fuentes de la gracia.

A quien, llamándolo "un pobre pastor del campo veneciano", lo imaginó casi confundido y perdido en la
inmensidad de las tareas pontificias, dio la más alta medida de su clarividencia del Maestro y Pastor
universal, especialmente para algunos actos, entre los más reportados de los su gobierno: la creación del
Instituto Bíblico, la preparación del Código de Derecho Canónico, la reorganización de las Congregaciones
Romanas: la invitación a la comunión frecuente de adultos y la Comunión a niños pequeños, para el
cuidado de la inocencia y el bien disfraces: el repudio de la sabiduría meramente política como medio de
defensa de la clase eclesiástica, y los derechos inalienables de la verdad revelada y la libertad de las
almas.

Queridos sacerdotes! La estructura interior de la Iglesia es una fuerza que proviene de la persuasión de
permanecer fiel a la misión que le confió su Fundador divino, sin temor a aparecer o ser juzgado a veces
como severo o demasiado prudente.

Esta Iglesia, que no necesita a nadie, se confía a todos sus hijos.

Como institución divina, representa la más segura y segura que uno puede imaginar para la salvación del
hombre, pero también en el orden de las relaciones humanas y la buena voluntad para resolver lo que le
preocupa a los efectos del sustento diario, la paz social y colaboración entre pueblos.

Teniendo en cuenta las páginas más luminosas de la historia de todas las edades, podemos creer que el
Consejo Ecuménico, para cuyo anuncio escuchamos una inspiración, de cuya espontaneidad sentimos, en
la humildad de Nuestra alma, como un toque repentino e inesperado - él ya está preparando, en las
intimidades episcopales y sacerdotales, las buenas intenciones de cada eclesiástico, un deseo más
ansioso por expandir los espacios de caridad y permanecer en su lugar con claridad de pensamiento y
grandeza de corazón.

Oramos y esperamos que el Concilio renueve ante todo el espectáculo de los Apóstoles reunidos en
Jerusalén, después de la Ascensión de Jesús al Cielo: una unanimidad de pensamiento y oración con

8
Pedro y alrededor de Pedro, Pastor de los corderos y las ovejas: ofrenda de energías que se fortalecen,
renovados por la búsqueda de lo que mejor se corresponda con las necesidades actuales del apostolado.

La figura de San Pío X, también invocado como protector celestial del Concilio Ecuménico, se separa de
los hechos y circunstancias que en su tiempo dieron lugar a juicios apresurados e interesados, y hace el
llamado a no buscar caminos sin pavimentar para la salvación de los hombre y para la defensa de sus
derechos, y no imaginar digresiones fáciles que puedan reemplazar lo que está enraizado en la esencia
misma de las instituciones más sólidas, y tiene el valor de una experiencia secular. Y eso es: en Oriente, el
primer acercamiento, luego la reconciliación y el encuentro perfecto de tantos hermanos separados con la
antigua Madre común: y en Occidente la generosa colaboración pastoral de los dos clérigos, bajo la
mirada y la dirección del Obispo, quien es el Pastor De todas las ovejas.

III.

SABIDURÍA HUMANA Y CRISTIANA

El episodio de San Pío X: lo vimos con nuestros ojos, que el día de su coronación parecía molesto por los
vítores de la multitud, es indicativo de su mentalidad y su carácter.

Amaba a la gente y se compadeció de su exuberancia: luego se adaptó voluntariamente a ellos. Pero esa


cabeza se inclinó hacia adelante, ese lento y breve gesto de bendición, esos ojos enrojecidos por las
lágrimas, esa sonrisa que tardó en llegar, permanecieron en la memoria de aquellos que tenían el destino
de asistir a esa ceremonia del 9 de agosto de 1903, para indicar la disciplina. interior de ese sacerdote
Veneto, cuya buena naturaleza pronto fue entendida por todos en su significado exacto.

En general, el sacerdote debe aportar un sentido de medida, oye, gracia y cortesía. Nos entiendes A los
fieles no les gusta verte inmerso en los asuntos terrenales, como si tuvieras que resolver todo en el
espacio de una generación: y no aprecias al sacerdote que demuestra ser demasiado cálido o parcial. Es
útil saber cómo usar la noble y distinguida sotana en todas partes y con gran dignidad: imagen de la túnica
de Cristo: Christus sacerdotum tunica , un brillante signo de la prenda interior de la gracia.

En diebus iracundia, saber cómo controlarse es un gran mérito, para que los amigos encuentren en usted
los moderadores de las pasiones generosas; y los adversarios, cada vez que los conoces, siempre pueden
juzgarte como caballeros con todas sus fuerzas. ¡Amados hijos! El mundo aún sufre, siempre sufre el
encanto de la bondad y la santidad. Ustedes son testigos de estos días de la presencia de Pío X en
Venecia.

¿Por qué la gente invoca a este santo? ¿Por qué lo estás buscando? ¿Por qué lo amas? La respuesta es
fácil. Había en él la admirable conjunción de esas cualidades positivas que son propias y características de
cada clase social. Tan claros como los niños del campo; franco y robusto como los trabajadores en
nuestros talleres; paciente como los hombres del mar; medido como el pastor del rebaño; noble y austero
como los descendientes de las familias más grandes; afable y justo como maestro, magistrado; bueno y
generoso como los santos imaginan y son.

Todos queremos insistir en esta búsqueda y en este amor por los valores humanos y cristianos, naturales
y sobrenaturales. Y le suplicamos al Señor que nos haga añorar cada vez más este equilibrio de energía y
entusiasmo. La gente correrá detrás de nosotros, no para buscarnos, ni para detenerse en nosotros, sino
para alcanzar con nosotros el encuentro de Cristo Jesús, que es "pastor et episcopus animarum
nostrarum" [ 3 ].

Oh san Pío, patriarca y pontífice, nuestro glorioso, intrépido y benigno: protege siempre al clero del
Véneto, de quien eres el esplendor y el honor más preciado : protege a todo el clero de Italia, a todo el
clero católico del mundo. Apoye la resistencia y el gaudium de veritate de cientos y miles de nuestros
hermanos que la persecución y la opresión de las libertades más sagradas, en regiones vastas y
pequeñas, lejanas y cercanas, están sujetas a duras pruebas, que son el gemido y las lágrimas de la
Iglesia. Señor.

9
La palabra de Jesús para muchos se cumple: "En el mundo pressuram habebitis" [ 4 ]. Es nuestro deber
sagrado llevar en nuestros corazones y oraciones el recuerdo diario de estos sufridos y misioneros muy
angustiados. A través de su intercesión, nuestro Papa el Piadoso, la palabra de Jesús una vez más y
siempre se hace realidad: "Confidite, ego vici mundum" [ 5 ].

Confiando plenamente en que Nuestras palabras encontrarán una pronta y generosa correspondencia de
su parte, como prenda de las gracias celestiales más elegidas y de la poderosa intercesión de San Pío X,
a ustedes, queridos hijos, y en primer lugar al Cardenal Patriarca de Nuestra querida Venecia. y a los
arzobispos y obispos los costos acordados, así como a todos los clérigos diocesanos y regulares y a los
seminaristas de Tre Venezie, impartimos una sincera bendición apostólica.

Dado en Roma, en San Pedro, el 21 de abril de mil novecientos cincuenta y nueve, el primer año de
Nuestro Pontificado .

 IOANNES PP. XXIII

*  AAS . vol. LI, 1959, pp. 375-381.

[ 1 ] Sess. XXIII, cap. 18.

[ 2 ] S. Ioan. Chrysost. Homil . 10 en el monte - opus imperfectum - PG 33, 685.

[ 3 ] Ver 1 Petr . 2, 25.

[ 4 ] I . 16, 33.

[ 5 ] Yo . 16, 33.

10
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA*
SACRAE LAUDIS
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
SOBRE EL REZO CON ESPECIAL PIEDAD DEL OFICIO DIVINO
POR EL FELIZ ÉXITO DEL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II

AL CLERO UNIVERSAL
EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA

Venerables hermanos y queridos hijos:

El coro de alabanzas y acción de gracias que se eleva hacia desde todas las parles, del mundo católico
por el Concilio Ecuménico Vaticano II, es natural que no sólo continúe, sino que eleve vibraciones de un
fervor cada vez más intenso de vida cristiana.

Por tanto, el eco de la general, satisfacción, que llega hasta aquí junto a la tumba de San Pedro, centro de
la unidad de la Iglesia, nos invita a buscar medios más oportunos para unir más estrechamente todas las
almas en la preparación para el gran acontecimiento.

Este tanto más corresponderá perfectamente a su finalidad y a la expectación universal cuanto más
comporte además de un nuevo vigor en la fe católica y una actualización de la legislación de la Iglesia de
conformidad con las circunstancias de hoy, un esfuerzo lectivo, decidido y armónico de santificación
general.

La primera fuerza de cooperación para el acontecimiento que esperamos es la oración. Ante todo la
oración sacerdotal, que eleva el tono y el fervor espiritual de todo el pueblo cristiano.

Por esto, desde el lunes 12 de septiembre de 1960, festividad litúrgica dedicada al santo nombre de María,
en un encuentro amable y fortuito en el campo de los alumnos del Seminario Romano —tan querido por
los recuerdos de nuestra vida de seminaristas— tomamos la determinación de dar una consigna a estos
queridos jóvenes para una oración universal, que todos los días uniese en comunión perfecta a los
alumnos del santuario, para prepararse con una vida de piedad intensamente piadosa al gran
acontecimiento del Concilio, para que corresponda a las esperanzas de toda la catolicidad y del mundo
entero.

Aquella consigna fue acogida con general complacencia: desde la pequeña colina de la Sabina venció
todas las distancias, llegó a los jóvenes seminaristas de todas las lenguas, de todas las naciones,
encendiendo en sus corazones el fuego sagrado; animados por ella a la preparación más intensa al
querido y santo gozo de su próximo sacerdocio; ellos, con su reciente sacerdocio serán los primeros en
aplicar las sabias ordenanzas del futuro Concilio.

¡Oh, juventud bendita y perenne, que, bajo los auspicios del nombre santo de María, y como guiada por
Ella, prepara las brillantes escuadras para el fructífero apostolado de la Iglesia del futuro!

La reciente festividad de Navidad nos acercó, en aquellas santas jornadas, además de a María, a su
esposo, el querido San José, viajando el uno y el otro por el camino de Belén, hacia el cumplimiento del
gran misterio del Verbum caro factum est et habitavit in nobis (Jn 1, 14). ¿Qué más digno para el
11
sacerdote que familiarizarse con San José, “a quien se le concedió no sólo ver a Dios y oírle, sino llevarlo,
abrazarlo, vestirlo y protegerlo?”. (Misal romano, preparación para la misa.) Por esta razón, con ocasión de
su fiesta del 19 de marzo del año pasado, quisimos también confiarle a él la inefable tarea de patrono del
Concilio, pues ya fue nombrado patrono de la Iglesia universal con ocasión del I Concilio Vaticano, el 18 de
diciembre de 1889.

Pensemos ahora en la Epifanía del Señor.

Junto a Jesús, en Belén, la escena de los Magos. ¡Qué espectáculo! Procedentes de Oriente, avisados y,
para su grandísimo gozo, guiados por una estrella prodigiosa, el evangelista San Mateo nos los describe
con una deliciosa sencillez de palabras y de colores. Apenas llegados, se postran en adoración ante el
Niño: Jesús, para expresarle sus sentimientos, y ofrecerle sus dones: oro, incienso y mirra (Mt 2, 1, 12).

Bajo la figura de estos inesperados visitantes de alto rango social, como son los Magos, flor selecta de
dignidad personal, de inteligencia abierta e inquieta, en ejercicio de funciones representativas sagradas y
distinguidas, se ofrece bella y espontáneamente a nuestro espíritu contemplar el espectáculo encantador
de todo el grupo de los sacerdotes católicos—obispos, prelados, sacerdotes del clero secular y regular—,
movidos por la misma estrella para ofrecer su homenaje al mismo Cristo, siempre vivo por todos los siglos
en el centro de su Iglesia gloriosa e inmortal.

El Concilio Ecuménico, mejor que una nueva y grandiosa Pentecostés, ¿no se diría que quiere ser una
verdadera y nueva epifanía, una de tantas, pero una de las más solemnes manifestaciones que han
aparecido y aparecen en el curso de la Historia?

El acto de aquellos tres singulares y afortunados personajes, de adorar en mística oración y de ofrecer los
preciosos dones de su tierra en nombre de todo el mundo al Salvador recién nacido, es bien significativo.

Venerables hermanos y queridos hijos: permitidnos decir que es de allí precisamente de donde nos viene
la inspiración de sugerir a todos vosotros, sacerdotes de la Iglesia católica, la repetición del doble gesto de
adoración y ofrecimiento durante todos los días de este año, que ahora comienza, de preparación
espiritual más intensa, y de celebración del Concilio.

Por esto hemos pensado llamar la atención del clero católico, que es lo mismo que decir de todos los
pertenecientes al orden sacerdotal de todos los países, de todos los ritos, de todas las lenguas, para la
tarea que evidentemente les compete: la más ferviente oración por el Concilio.

Y puesto que junto al sacrificio de la misa diaria que sobrepasa toda forma de súplica litúrgica, no hay
nada más precioso para un sacerdote que la recitación de las alabanzas divinas o del Breviario, juzgamos
oportuno señalar a todos los ungidos del Señor, que están obligados a la recitación de esta plegaria, como
singular forma de devoción para la preparación del Concilio, un intenso cuidado y preocupación en la
recitación del oficio divino diario, bajo las bóvedas, grandiosas o modestas de templos o capillas, o
reunidos en coro —que es la forma de súplica más perfecta— o cada uno en privado, pero siempre
como sacrificium laudis en nombre de la Iglesia universal.

¿Por qué no agruparnos todos, venerables hermanos y queridos hijos, en este nuevo año de gracia, para
implorar viva y eficazmente el buen éxito del gran acontecimiento, en el cual esperan ansiosamente todas
las almas cristianas? Todos, decimos, desde el joven subdiácono que pocos días ha empezó a gustar el
fervor y la ternura de la recitación del oficio divino y encuentra motivo de incomparable y fervoroso gozo,
hasta el venerable anciano que reposa dulcemente en esta oración como degustación anticipada de las
celestiales armonías que le esperan en la Iglesia de los santos.

Pues, el sacerdote no es solamente “dispensador de los misterios de Dios”, como en la santa misa (Cor 4,
1), sino también mediador entre Dios y los hombres. Es como Cristo mismo, y a imagen suya ex hominibus
asumptus, pro hominibus constituitur in iis, quae sunt ad Deum (Hebreos, 5, 1; Cf., 8, 6; 9, 15; 12, 24; 1
Tim, 2, 5). Como admirablemente explica San Juan Crisóstomo: “El sacerdote está entre Dios y los
hombres, nos trae los bienes que fluyen de Él y le lleva nuestras plegarias”. (Homilía 5 sobre Isaías, PG,
LVI, Col. 131.)

12
Esta nuestra referencia al oficio divino como característica forma, como elevadísima oración sacerdotal
para obtener las gracias y dones que todo el mundo espera del próximo Concilio, nos conduce
admirablemente a las notas con que Cristo ha querido dotar a su Iglesia, por las cuales ella es y
permanece después de veinte siglos de su fundación, una, santa, católica y apostólica, siempre brillante y
vigorosa, y vivamente deseosa de que se le 'unan a gozar estos mismos beneficios, las diversas
confesiones cristianas que a lo largo de la Historia han vivido y viven aún separadas de ella.

Pues el Breviario diario del sacerdote, aún recitado según la diversidad de ritos, de lenguas, de diócesis,
de familias numerosas, es siempre el gran poema divino ofrecido como canto de la Humanidad redimida
por Cristo, Verbo del Padre encarnado de Spiritu Sancto ex Maria Virgine y hecho hombre, crucificado y
resucitado.

El devoto deslizarse de las páginas de este poema es alegría para la inteligencia: Gaudium de veritate;
magisterio diario de vida: Magisterium vitae consuelo para las dificultades y obstáculos de los avatares
humanos y de las tentaciones; y también confirmada certeza del gozo futuro.

Gran alegría es para todo sacerdote sentirse, recitando el oficio divino dulcemente elevado por esta
atmósfera de catolicidad, de universalidad que respiran sus páginas, donde todo brilla y todo canta. Pues
con los salmos—que son un verdadero placer, un sabio consejo y un suave descanso del espíritu—se
mezclan pasajes de otros libros del Antiguo Testamento, y, también, la fértil doctrina de los cuatro
evangelios, la incomparable sublimidad de las “Cartas Paulinas” y de otros escritos del Nuevo Testamento.
Todo esto está contenido en el Breviario, fuente inexhausta e inagotable de luz y de gracia. Es una
realidad nuestro Concilio Ecuménico Vaticano II —por medio del preciado y tenaz trabajo de las diversas
comisiones preparatorias—, está ya alcanzando elementos substanciosos de purísima doctrina y de sabias
ordenanzas de la disciplina eclesiástica, la clara y estudiada correspondencia con las modernas y
explicables exigencias de los tiempos y de los países. Bien se puede decir, por tanto, que nos sentimos en
el comienzo de una época nueva, fundada en la fidelidad al patrimonio antiguo, que se abre a las
maravillas de un verdadero progreso espiritual, y esto sólo por Cristo, Rey glorioso e inmortal de los siglos
y de los pueblos, puede traer dignidad, prosperidad y bendición.

Venerables hermanos y queridos hijos: llevando a término esta confiada invitación al fervor religioso de
toda alma sacerdotal, que viva en cualquier parte del mundo, y para que la contribución de todo y cada
uno sea en beneficio del feliz éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II, volvemos la vista enternecidamente
para contemplar de nuevo el episodio de la adoración de los Magos. El misterio de la festividad de hoy, la
Epifanía, deseamos considerarlo no solamente en el gesto de fe y de amor de aquellos dignísimos
representantes de todas las naciones de la tierra, sino especialmente en el ofrecimiento de sus dones.

Son preciosos en sí mismos, pero más preciosos por su significación: el oro, la caridad; el incienso, la
oración; la mirra, la mortificación.

El rezo devoto del breviario sacerdotal para alcanzar gracias para el Concilio no podría expresarse mejor
que por este triple homenaje. Considerad bien esto. En el oficio divino todo nos recuerda y nos invita a
contemplar, a ejercitar la caridad, perfume de místico incienso, continua fragancia de plegaria. Las buenas
obras, después, del misterio sacerdotal, tal vez difícil, sacrificado y penoso, ¡qué mirra selecta! También
esta In odorem savitatis.

Confiamos en que todos los sacerdotes de todo el mundo reciban  gustosos nuestra paternal invitación a
cooperar de esta manera al éxito del gran Concilio, en el que vivamente esperan todas las almas del
mundo.

También esto deseamos decirlo para aliento común. En esta piadosa manifestación de fervor sacerdotal,
el humilde pastor de la Iglesia universal desea sentirse unido con todos sus sacerdotes, esparcidos por la
tierra y el mar. Las primeras horas de la mañana el Papa las dedica a la recitación tranquila del Breviario,
que entendido, como Manuductio de oración por las variedad de sus expresiones, puede llamarse con
razón el Breviario de la Iglesia universal.

13
Nos place terminar esta exhortación con un trozo de ese maravilloso libro de consuelo, el "Apocalipsis",
que puede servir de substancioso alimento para la meditación, especialmente de los sacerdotes. En él se
describe como una verdadera liturgia que se desarrolla en el cielo: “Y vino otro ángel y se detuvo junto al
altar, teniendo un incensario de oro, y le fueron dados muchos perfumes, para que hiciese su ofrenda con
las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que está en presencia del trono. Y subió uno de los
perfumes con las oraciones de los santos de mano del ángel en el acatamiento de Dios. Y tocó el ángel el
incensario, y lo llenó del fuego del altar, y lo arrojó a la tierra. (Ap 8, 3-5; Cf., 5, 8.) Es sugestiva esta
imagen de la influencia que la oración de los santos, de la Iglesia, por la bondad y misericordia de Dios,
tiene sobre el curso de los acontecimientos y de la historia humana.

La confianza en esta sobrenatural eficacia de la oración de la Iglesia, y de manera especial del oficio
divino, nos ha hecho pedir con esta exhortación a todos los que participan, por misión oficialmente recibida
de la Iglesia, que lo ofrezcan particularmente por el feliz resultado del Concilio, para que, buscando los
rasgos de la juventud más fervorosa de la Iglesia, brille más intensamente el resplandor de su faz. “De
esta manera se dará al mundo un admirable espectáculo de verdad, de unidad, de caridad; y aquellos que
están separados de esta sede apostólica encontrarán una amable invitación a aproximarse y llegar a la
unidad, que Cristo imploró con ferviente oración” (Enc. Ad Petri Cathedram).

Venerables hermanos y queridos hijos: os hemos hablado con este corazón que desea estar cerca de
vosotros todos los días, os encontréis donde os encontréis, esparcidos por el mundo. Permitidnos ahora el
gozo de encontrarnos siempre próximos a vosotros, en un palpitar acorde de fe, de piedad, de caridad
universal, mientras alimentamos dulces esperanzas de que vosotros, lo mismo que Nos, queréis que el
Concilio sea familiar a nuestras oraciones, lo mismo, durante los meses de la preparación que en las
jornadas de sus solemne celebración.

Y para que esta unión de corazones encuentre su expresión también en una fórmula común de oración, os
sugerimos esta invocación para antes de la recitación del Breviario:

Acceptum tibi sit, Domine Deus, sacrificium laudis, quod divinae maiestati tuae offero pro felici exitu Concili
Oecumenici Vaticani Secundi, et praesta, ut quod simul cum Pontifice nostro Joanne suppliciter a te
petimus, per misericordiam tuam efficaciter consequamur. Amen.

Además de esta oración permítasenos añadir también un pensamiento que nos parece será objeto de útil
meditación para los sacerdotes.

Es doctrina común y estimada en la Iglesia el que a un ángel del Señor se le encomienda la custodia de
cada bautizado. Confiemos a nuestro ángel custodio la tarea especial de una más atenta vigilancia en
torno nuestro, durante la recitación del oficio divino diario, para que esta tarea cumplida digne, attente, et
devote sea agradable a Dios, nos consiga méritos y edifique a las almas.

Finalmente, con la confianza de que vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, recibiréis gustosos
nuestra exhortación, imploramos para vosotros del Dios Omnipotente la abundancia de las gracias divinas,
en previsión de las cuales, y como prenda de nuestra benevolencia, os impartimos a lodos paternalmente
la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 6 de enero-de 7962, fiesta de la Epifanía, cuarto año de nuestro
Pontificado.

JUAN PP. XXIII

* AAS 54 (1962) p. 66; Discorsi, Messaggi, Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV,
pp.877-885.

14
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
NOVEM PER DIES

DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
SOBRE LA NOVENA ESPECIAL PREPARATORIA DE LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

A TODOS LOS OBISPOS DEL ORBE


EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA.

Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica.

El universal recogimiento de la Iglesia en la espera orante del Espíritu Paráclito, durante los nueve días
que preceden a la fiesta de Pentecostés, trae al espíritu emocionado el recuerdo de la ferviente vigilia del
Cenáculo, con la imagen de los apóstoles, unidos en ferviente oración en torno a María: “Todos
perseveraban unánimemente en la oración con María, la Madre de Jesús”[1].

El tiempo del Concilio Vaticano II, con lo avanzado de los trabajos preparatorios para la sesión del próximo
mes de septiembre, nos recuerda con mayor viveza esta escena emocionante; y es un gran consuelo
pensar que, en los días de la novena al Espíritu Santo, toda la familia católica, difundida por la tierra “como
los granos de trigo esparcidos por los montes”[2], se reunirá en oración en torno a la Virgen, para pedir al
Espíritu Santo los copiosos dones de sus carismas sobre la gran reunión de sus obispos.

Respondiendo, por tanto, como es nuestra costumbre, a una buena inspiración, también en este año el
humilde Vicario de Cristo, recordando los ejercicios anuales en que solía participar con sus hermanos de la
Provincia Eclesiástica Veneta, se recogerá en retiro espiritual durante la mencionada novena. La rica
efusión de los dones del Espíritu Santo requiere una disposición abierta a sus mociones, un interés cada
vez mayor por la perfección, sereno abandono en las disposiciones de la voluntad divina, Por ello, en estos
días dejaremos el ritmo acostumbrado del servicio pontifical para aguardar, “en el silencio y en la
esperanza”[3], la mística venida del Divino Paráclito, que desciende para renovar en la Iglesia los prodigios
de un nuevo Pentecostés.

Al comunicaros esta humilde decisión nuestra, venerables hermanos, sentimos que vosotros, obispos y
pastores de la Iglesia de Dios, espiritualmente unidos al sucesor de Pedro, nos acompañaréis durante
estos días con vuestras súplicas y vuestro recogimiento. Nos consuela también pensar que, de este modo,
se templarán vuestras fuerzas para proseguir los trabajos de preparación del Concilio, a la espera de la
segunda fase de las sesiones ecuménicas.

El ejemplo que parte del orden episcopal, unido en oración juntamente con Pedro, se difundirá de forma
elocuente y convincente sobre los sacerdotes y los fieles de todas las diócesis del mundo, invitando
al unum necesarium: es decir, a la santidad de vida, a la reforma de las costumbres, al empeño del trabajo
apostólico por Cristo y por la Iglesia, al que tienden las metas esencialmente pastorales del Concilio
Ecuménico.

La invocación universal al Espíritu Santo: “Señor y vivificador”, active en la familia de los creyentes la
ansiada renovación, a la que tiende, ante todo, el Concilio; y haga más decidido el empeño de servir a
Dios y a las almas con una vida iluminada por la verdad, dirigida por la justicia, enriquecida por las obras
de caridad, lanzada a las grandes conquistas cristianas por el espíritu de libertad que Cristo nos ha
dado[4].

Con estos deseos, con esta esperanza, con esta certeza, impartimos sobre vosotros, venerables
hermanos, la bendición apostólica, que extendemos de corazón a vuestras diócesis, para que en todas
abunde “la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo”[5].

15
En el Palacio Apostólico Vaticano, el 20 de mayo del año de 1963, quinto de nuestro pontificado.

[1] Hch 1, 14.

[2] Didajé, 9, 4.

[3] Is 30, 15

[4] Cfr. Ga 4, 31.

[5] 2 Co 13, 13.

16
CARTA ENCÍCLICA
AD PETRI CATHEDRAM*
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
JUAN
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XXIII

SOBRE LA VERDAD, UNIDAD Y PAZ


QUE SE HAN DE PROMOVER CON ESPÍRITU
DE CARIDAD

VENERABLES HERMANOS,
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

INTRODUCCIÓN

Juventud perenne de la Iglesia

Desde que fuimos inmerecidamente elevados a la cátedra de Pedro, Vuelve siempre a nuestra
consideración, como aviso y a la vez como consuelo, el recuerdo de lo que vimos y escuchamos cuando
desapareció de la vida nuestro inmediato predecesor, llorado por casi todos los pueblos, de cualquier
ideología que fuesen. Lo mismo nos acontece al recordar el espectáculo que se nos presentó, después de
nuestra ascensión al supremo Pontificado, cuando las multitudes, a pesar de la preocupación y atención
por otros acontecimientos y gravísimos problemas, volvieron a Nos sus almas y sus corazones, llenas de
esperanza, y confiada expectación. Lo cual demuestra, sin lugar a dudas, que la Iglesia católica florece
con perenne juventud, que es estandarte alzado sobre las naciones[1] y de ella surgen, como de fuente, la
penetrante luz y el suave amor que inunda a todos los pueblos.

Hay, además, para Nos otro motivo de consuelo. Nos referimos a la gran acogida con que ha sido recibido
el anuncio de la celebración del Concilio ecuménico, del Sínodo diocesano de Roma, de la acomodación
del Código de Derecho canónico a las actuales necesidades, de la promulgación del nuevo Código para la
Iglesia de rito oriental y a la general esperanza de que estos acontecimientos puedan felizmente conducir
a todos a un mayor y más profundo conocimiento de la verdad, a una saludable renovación de las
costumbres cristianas y a la restauración de la unidad, de la concordia y de la paz.

Acerca de estos tres bienes —verdad, unidad y paz—, que se han de promover y alcanzar con espíritu de
caridad, trataremos en esta nuestra primera encíclica a todo el orbe católico, por parecernos que esto es lo
que principalmente, en el momento actual, requiere nuestro deber apostólico.

Alumbre con su luz el Espíritu Santo a Nos mientras escribimos y a vosotros mientras leéis. Haga que,
dóciles a la divina gracia, se muevan todos para lograr los fines anhelados; a pesar de los prejuicios y no
pocas dificultades y obstáculos que se opongan.

PRIMERA PARTE

LA VERDAD

El conocimiento de la verdad, principalmente la revelada

La causa y raíz de todos los males que, por decirlo así, envenenan a los individuos, a los pueblos y a las
naciones, y perturban las mentes de muchos, es la ignorancia de la, verdad. Y no sólo su ignorancia, sino
a veces hasta el desprecio y la temeraria aversión a ella. De aquí proceden los errores de todo género que
17
penetran como peste en lo profundo de las almas y se infiltran en las estructuras sociales, tergiversándolo
todo; con peligro de los individuos y de la convivencia humana. Sin, embargo, Dios nos ha dado una razón
capaz de conocer la verdad natural. Si seguimos la razón, seguirnos a Dios mismo, que es su autor y a la
vez legislador y guía de nuestra vida; si al contrario, o por ignorancia, o por negligencia, o —lo que es peor
— por mala voluntad, nos apartamos del recto uso de la razón, nos alejamos, por lo mismo, del sumo bien
y de la recta norma de vivir.

Ahora bien: aunque podemos alcanzar, como dijimos, la verdad natural con la sola luz de la razón, sucede,
sin embargo, con frecuencia, que no todos la logran fácilmente y sin mezcla de error, principalmente en lo
tocante a la religión y a la moral. Y, además, a las verdades que superan la capacidad natural de la razón
no podemos en modo alguno llegar sin la ayuda de la luz sobrenatural. Por esto, el Verbo de Dios, que
«habita una luz inaccesible»[2] con inmensa caridad y compasión hacia el género humano, «se hizo carne
y habitó entre nosotros»[3] para iluminar «viniendo a este mundo a todos los hombres»[4] y conducirlos a
todos no sólo a la plenitud de la verdad, sino también a la virtud y eterna bienaventuranza. Todos, por
tanto, están obligados a abrazar la doctrina del Evangelio. Si se la rechaza, vacilan los mismos
fundamentos de la verdad, de la honestidad y de la civilización.

La verdad del Evangelio conduce a la vida eterna

Se trata, como es evidente, de una cuestión gravísima, estrechamente ligada a nuestra salvación eterna.
Los que, como dice el Apóstol de las gentes, «siempre están aprendiendo sin lograr jamás llegar al
conocimiento de la verdad»[5]; los que niegan a la humana razón la posibilidad de llegar al conocimiento
de cualquier verdad cierta y segura y repudian aun las verdades reveladas por Dios, necesarias para la
salvación eterna, se alejan, sin duda, miserablemente de la doctrina de Cristo y del pensamiento del
mismo Apóstol de las gentes, el cual nos exhorta: «... Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios... para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento
de doctrina por el engaño de los hombres que para engañar emplean astutamente los artificios del error,
sino que, al contrario, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquel que es
nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y
nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad»[6].

Los deberes de la prensa en orden a la verdad

Los que empero, de propósito y temerariamente, impugnan la verdad conocida, y con la palabra, la pluma
o la obra usan las armas de la mentira para ganarse la aprobación del pueblo sencillo y modelar, según su
doctrina, las mentes inexpertas y blandas de los adolescentes, esos tales cometen, sin duda, un abuso
contra la ignorancia y la inocencia ajenas y llevan a cabo una obra absolutamente reprobable.

No podemos, pues, menos de exhortar a presentar la verdad con diligencia, cautela y prudencia a todos
los que, principalmente a través de los libros, revistas y diarios, hoy tan abundantes, ejercen marcado
influjo en la mente de los lectores, sobre todo de los jóvenes, y en la formación de sus opiniones y
costumbres. Por Su misma profesión tienen ellos el deber gravísimo de propagar no la mentira, el error, la
obscenidad, sino solamente lo verdadero y todo lo que principalmente conduce no al vicio, sino a la
práctica del bien y la virtud.

Con gran tristeza vemos, como ya deploraba nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, «serpentear
audazmente la mentira... en gruesos volúmenes y en pequeños libros, en las páginas de los diarios y en la
publicidad teatral»[7]; vemos «libros y revistas que se imprimen para ridiculizar la virtud y cohonestar el
vicio»[8].

La radio, el cine y la televisión

A todo esto tenemos hoy que añadir, como vosotros bien lo sabéis, venerables hermanos y queridos hijos,
las audiciones radiofónicas y las funciones de cine y de televisión, espectáculos estos últimos que
fácilmente se tienen en casa. Todos estos medios pueden servir de invitación y estímulo para el bien, la
honestidad y aun la práctica de las virtudes cristianas; sin embargo, no raras veces, por desgracia, sirven,
principalmente a los jóvenes, de incentivo a las malas costumbres, al error y a una vida viciosa.

18
Para neutralizar, por tanto, con todo empeño y diligencia este gran mal, que se difunde cada día más, es
necesario oponer a estas armas nocivas las armas de la verdad y honestidad. A la prensa mala y
mentirosa se debe resistir con la prensa recta y sincera; a las audiciones de radio y a los espectáculos de
cine y televisión que fomentan el error y el vicio hay que oponer otros que defiendan la verdad y guarden
incólume la integridad de las costumbres. Así, estos recientes inventos, que tanto pueden para fomentar el
mal, se convertirán para el hombre en instrumento de bien y salvación y al mismo tiempo en medios de
honesto esparcimiento, con lo que vendrá el remedio de la misma fuente de donde frecuentemente brota el
veneno.

El indiferentismo religioso

Tampoco faltan los que, si bien no impugnan de propósito la verdad, adoptan, sin embargo, ante ella una
actitud de negligencia y sumo descuido, como si Dios no les hubiera dado la razón para buscarla y
encontrarla. Tan reprobable modo de actuar conduce, como por espontáneo proceso, a esta absurda
afirmación: todas las religiones tienen igual valor, sin diferencia alguna entre lo verdadero y lo falso. «Este
principio —para usar las palabras de nuestro mismo predecesor— lleva necesariamente a la ruina todas
las religiones, particularmente la católica, la cual, siendo entre todas la única verdadera, no puede ser
puesta al mismo nivel de las demás sin grande injuria» [9]. Por lo demás, negar la diferencia que existe
entre cosas tan contradictorias entre sí, derechamente conduce a la nefasta conclusión de no admitir ni
practicar religión alguna. ¿Cómo podría Dios, que es la verdad, aprobar o tolerar la indiferencia, el
descuido, la ignorancia de quienes, tratándose de cuestiones de las cuales depende nuestra eterna
salvación, no se preocupan lo más mínimo de buscar y encontrar las verdades necesarias ni de rendir a
Dios el culto debido solamente a El?

Hoy día se trabaja tanto y se cultiva con tanta diligencia la ciencia y el progreso humano, que bien puede
gloriarse nuestra, época de sus admirables conquistas en este campo. ¿Por qué entonces no se ha de
poner igual, y aún mayor entusiasmo, empeño y diligencia, para asegurar la conquista de aquella
sabiduría, que pertenece no ya a esta vida terrena y mortal, sino a la celestial, que nunca pasará? Sólo
cuando hayamos llegado a la verdad que brota del Evangelio, y que debe reducirse a la práctica en la vida,
sólo entonces —repetimos— nuestra alma poseerá tranquilamente la paz y el gozo; gozo inmensamente
superior a la alegría que puede nacer de los descubrimientos de la ciencia y de los maravillosos inventos
actuales que continuamente se pregonan y exaltan.

PARTE SEGUNDA

UNIDAD, CONCORDIA Y PAZ

La verdad trae grandes ventajas a la causa de la paz

De la consecución de esta verdad plena, íntegra y sincera, debe necesariamente brotar la unión de las
inteligencias, de los espíritus y de las acciones. En efecto, todas las discordias, desacuerdos y disensiones
brotan de aquí, como de su primera fuente, a saber, de que la verdad o no se la conoce, o —lo que
todavía es peor—, por muy examinada y averiguada que sea, se la impugna ya por las ventajas y
provechos que con frecuencia se espera lograr de falsas opiniones, ya por la reprobable ceguedad, que
impulsa a los hombres a excusar con "facilidad e indulgencia excesiva sus vicios e injustas acciones.

Es, pues, necesario que todos, tanto los ciudadanos privados como quienes tienen en sus manos el
destino de los pueblos, amen sinceramente la verdad si quieren gozar de la concordia y de la paz, de la
que solamente puede derivarse la verdadera prosperidad pública y privada.

De modo particular exhortamos a esta concordia y paz a los que gobiernan las naciones. Nos, que
estamos situados por encima de las contiendas entre las naciones, que abrazamos a todos los pueblos
con igual amor y que no nos movemos por provechos temporales ni por razones de dominio político, ni por
deseos de esta vida presente, al hablaros de asunto tan importante creemos que podemos ser juzgados y
escuchados serenamente por los hombres de todas las naciones.

Dios ha creado a los hombres hermanos

19
Dios ha creado a los hombres no enemigos, sino hermanos; les ha dado la tierra para cultivarla con trabajo
y fatiga, a fin de que todos y cada uno recaben de ella sus frutos y cuanto precisan para el sustento y las
necesidades de la vida. Las diversas naciones no son otra cosa sino comunidades de hombres, es decir,
de hermanos, que deben tender, unidos fraternamente, no sólo al fin propio de cada una, sino también al
bien común de toda la familia humana.

Por otra parte, el curso de esta vida mortal no debe considerarse solamente en sí mismo ni como si su
finalidad fuese el placer; no se acaba con la descomposición de la carne humana, sino que conduce hacia
la vida inmortal, hacia la patria donde viviremos para siempre.

Si se quitan del alma humana esta doctrina y esta consoladora esperanza, caen por tierra todas las
razones para vivir; surgen fatalmente de nuestros espíritus las pasiones, las luchas, las discordias, que
ningún freno será capaz de contenerlas eficazmente; no brilla el olivo de la paz, sino que se enciende la
llama de la discordia; el destino del hombre llega a hacerse casi igual al de los seres carentes de
inteligencia, y aún se hace peor, ya que, estando dotados de razón, podemos, abusando de ella,
precipitarnos en los abismos del mal, lo que desgraciadamente sucede a menudo, y, como Caín, manchar
la tierra derramando la sangre fraterna y cometiendo graves delitos.

Es menester ante todo elevar las mentes hacia esos principios si queremos —y así nos conviene— que
también nuestras acciones se conformen con los caminos de la justicia.

¿Por qué si nos llamamos y somos hermanos, si tenemos un misma destino, tanto en esta vida como en la
futura, por qué —decimos— nos mostramos adversarios y enemigos de nuestros semejantes? ¿Por qué
envidiarlos, alimentar odios y preparar armas mortíferas contra hermanos? Ya se han combatido bastante
los hombres; ya son demasiadas muchedumbres de jóvenes que han derramado su sangre en la flor de la
edad. Ya hay en la tierra demasiadas sepulturas de caídos en la guerra amonestándonos a todos con voz
severa que ya es hora de llegar a la concordia, a la unidad, a la justa paz.

Piensen, por tanto, todos no en lo que divide y separa a los hombres, sino en lo que puede unirlos en la
mutua y justa comprensión y estima recíproca.

Unión y concordia entre los pueblos

Solamente si se busca verdaderamente la paz y no la guerra —como es menester— y se tiende con


sincero y común esfuerzo a la fraternal concordia entre los pueblos, solamente entonces, decimos, será
posible armonizar los intereses y ajustar felizmente todas las divergencias; se podrá encontrar también de
común acuerdo y con oportunos medios la anhelada unión, para que los derechos a la libertad de cada
uno de los Estados, lejos de ser conculcados por otro, sean, por el contrario, asegurados completamente.
Los que oprimen a otros y los despojan de su debida libertad no pueden ciertamente contribuir a esta
unidad. Qué oportunamente vienen aquí las palabras del mismo sapientísimo predecesor nuestro, de feliz
memoria, León XIII: «Para frenar la ambición, la codicia de los bienes del prójimo, las rivalidades, que son
los principales incentivos de la guerra, nada sirve tanto como las virtudes cristianas y, en primer lugar, la
justicia»[10].

Por otra parte, si las naciones no llegan a esta unión fraternal, fundada necesariamente en la justicia y
alimentada por la caridad, la situación mundial permanece en un gravísimo peligro; de donde resulta que
todos los hombres sensatos deploran situación tan incierta que deja en duda si se camina hacia una paz
sólida y verdadera o más bien se corre con extrema ceguera hacia una nueva y tremenda conflagración
bélica. Con extrema ceguera —decimos—, porque si en efecto debiera estallar una nueva guerra —Dios
no lo quiera—, tal es la potencia de las monstruosas armas en nuestros días que no quedaría otra cosa
para todos los pueblos —vencedores y vencidos— sino una tragedia inmensa y una ruina universal.

Por esto suplicamos a todos, pero especialmente a los gobernantes, que mediten atentamente ante Dios,
su Juez, y que empleen todos los medios que puedan conducir a esta necesaria unión. Y esta unión de
intenciones, que —como dijimos—, contribuirá, sin duda, al incremento y también a la prosperidad de
todos los pueblos, podrá alcanzarse cuando, pacificados los espíritus y salvaguardados los derechos de

20
cada uno, resplandezca por doquiera la libertad que se debe a los individuos, a los pueblos, a los Estados,
a la Iglesia.

Unión y concordia entre las clases sociales

Esta concorde unión entre pueblos y naciones es menester promoverla cada vez más entre las clases
sociales de ciudadanos, porque si esto no se logra puede haber -—como estamos viendo— mutuos odios
y discordias y de aquí nacerán tumultos, perniciosas revoluciones y a veces muertes, así como también el
progresivo debilitamiento de la riqueza y la crisis de la economía pública y privada. A este respecto,
justamente observaba nuestro mismo predecesor: «(Dios) quiere que en la comunidad de las relaciones
humanas haya desigualdad de clases, pero juntamente una cierta igualdad por amistosas
intenciones»[11]. En efecto, «como en el cuerpo los diversos miembros se combinan y constituyen el
temperamento armónico que se llama simetría, del mismo modo la naturaleza exige que en la convivencia
civil... las clases se integren mutuamente y, colaborando entre sí, lleguen a un justo equilibrio.
Absolutamente la una tiene necesidad de la otra: no puede subsistir el capital sin el trabajo, ni éste sin el
capital. La concordia engendra la belleza y el orden, de las cosas» [12]. Quien se atreve, por tanto, a negar
la desigualdad de las clases sociales va contra las leyes de la misma naturaleza. Pero quien es contrario a
esta amigable e imprescindible cooperación entre las mismas clases tiende; sin duda, a perturbar y dividir
la sociedad humana, con grave peligro y daño del bien público y privado. Como sabiamente afirmaba
nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: «En un pueblo digno de este nombre, todas las
desigualdades que no se derivan del arbitrio de los hombres, sino de la misma naturaleza de las cosas —
hablamos de desigualdades de cultura intelectual y espiritual, de bienes materiales, de posición social, y
dejando siempre a salvo la caridad y la justicia mutua—, no se oponen lo más mínimo a los vínculos de
comunidad y fraternidad» [13]. Pueden ciertamente las clases y diversas categorías de ciudadanos tutelar
los propios derechos, con tal de que esto se haga no con violencia, sino legítimamente, sin invadir
injustamente los derechos ajenos, también inderogables. Todos son hermanos; así que todas las
cuestiones deben arreglarse amistosamente con mutua caridad fraterna.

Algunas señales de disminución de tirantez

Debemos reconocer, y esto es un buen auspicio, que desde hace algún tiempo se asiste en algunas partes
a una situación menos acerba, menos rígida entre las diversas clases sociales, como ya lo observaba
nuestro inmediato predecesor hablando a los católicos de Alemania: «La tremenda catástrofe de la última
guerra que se abatió sobre vosotros ha producido, por lo menos, el beneficio de que en muchos grupos
sociales de vuestra nación, libres de prejuicios y del egoísmo de clase, las diferencias de clase se han
mitigado algo, engranando mejor las unas con las otras. La desgracia común es maestra de una, amarga
pero saludable enseñanza»[14].

En realidad hoy se han atenuado las distancias entre las clases, porque no reduciéndose éstas solamente
a las dos clases de capitalistas y trabajadores y habiéndose multiplicado, se ha facilitado a todos el acceso
a ellas; y los que se distinguen por su laboriosidad y habilidad pueden ascender en la sociedad civil a
grados más elevados. Por lo que se refiere más directamente al mundo del trabajo, es consolador pensar
que esos movimientos surgidos recientemente para humanizar las condiciones en las fábricas y en los
demás campos del trabajo hacen que los obreros sean considerados en un plano más elevado y digno que
no sea exclusivamente el económico.

Reflexiones sobre importantes problemas en el campo del trabajo

Queda aún mucho por hacer, puesto que todavía existen desigualdades en demasía, muchos motivos de
pugna entre los varios grupos, causados tal vez por el concepto imperfecto y no justo del derecho de
propiedad que tienen los que codician más de lo justo las propias mejoras y ventajas. Añádase el terrible
paro que afecta y angustia a muchos gravemente y que, al menos momentáneamente, puede causar
estragos mayores, debido a que, con frecuencia, de la obra que los trabajadores hacían se encargan hoy
máquinas perfectísimas de todas clases. Asunto es éste que hacía decir con pesar a nuestro predecesor
Pío XI, de feliz memoria: «Vemos obligados a la inercia y reducidos a la indigencia extrema, juntamente
con sus familias, a tantos y tantos honestos y magníficos trabajadores, que no desean otra cosa sino
ganarse honradamente, con el sudor de su frente, según el mandato divino, el pan cotidiano que piden
cada día al Padre celestial. Sus gemidos conmueven nuestro corazón y nos hacen repetir con la misma
21
ternura de compasión las palabras salidas del Corazón amantísimo del Divino Maestro sobre la turba que
moría de hambre: "Misereor super turbas"[15]» [16].

Si, pues, se quiere y se busca —y todos deben buscarla y quererla— la anhelada armonía entre las
clases, aunados los esfuerzos públicos y privados y aunadas las animosas iniciativas, es menester trabajar
del mejor modo posible para que todos —aun los de más humilde condición— puedan con el trabajo y el
sudor de sus frentes procurarse lo necesario para vivir y asegurar honradamente su porvenir y el de los
suyos. Tanto más que en nuestros días se van difundiendo diversas y mejores condiciones de vida, de las
que no es lícito excluir a las categorías de menor fortuna.,

Vivamente exhortamos, además, a todos aquellos sobre los que gravan la mayor parte de las
responsabilidades en la empresa, y de los que depende algunas veces también la vida de los obreros, a
que no consideren a los trabajadores solamente desde el punto de vista económico y a que no se limiten al
reconocimiento de sus derechos relacionados con el justo salario, sino a que respeten además la dignidad
de su persona y los miren como a hermanos; y hagan también que los obreros, participando cada vez
más, conforme a una justa medida, en las utilidades del trabajo realizado, se sientan como parte de toda la
empresa. Esto lo advertimos para que se ponga en práctica una mayor armonía entre los mutuos derechos
y deberes de los patronos y obreros y para que las diversas organizaciones profesionales «no parezcan
como una arma exclusivamente dirigida para una guerra defensiva y ofensiva que provoca reacciones y
represalias, no como un torrente que, rotos los diques, inunda, sino como un puente que une las riberas
opuestas»[17]. Pero, sobre todo, se debe atender a que al feliz desarrollo alcanzado en el nivel económico
corresponda un no menor progreso en el campo de los valores morales, como lo requiere la dignidad
misma del cristiano; más aún la misma dignidad humana. ¿De qué le serviría, en efecto, al trabajador
conseguir mejoras económicas cada vez mayores y alcanzar un tenor de vida más elevado si
desgraciadamente perdiese o descuidase los valores superiores del alma inmortal? Las perspectivas a que
se tiende podrán realizarse solamente con la plena actuación de la doctrina social de la Iglesia católica y si
todos «procuran fomentar en sí mismos y encender en los demás —grandes y pequeños— la caridad,
señora y reina de todas las virtudes. Porque la suspirada salvación debe ser principalmente fruto de una
grande efusión de caridad, de aquella caridad cristiana que compendia en sí las leyes del Evangelio y que
está siempre pronta a sacrificarse por los demás y es para el hombre el más seguro antídoto contra el
orgullo mundano y el inmoderado amor propio; y de la que San Pablo trazó los rasgos divinos con aquellas
palabras: "La caridad es paciente, es benigna; no es interesada: todo lo excusa, todo lo tolera"[18]»[19].

Unión y concordia en las familias

Finalmente, a la misma concordia a que hemos invitado a los pueblos, a sus gobernantes y a las clases
sociales, invitamos también con ahínco y afecto paterno a todas las familias para que la consigan y la
consoliden. Pues si no hay paz, unidad y concordia en la familia, ¿cómo se podrá obtener en la sociedad
civil? Esta ordenada y armónica unidad que debe reinar siempre dentro de las paredes del hogar nace del
vínculo indisoluble y de la santidad propia del matrimonio cristiano y contribuye en gran parte al orden, al
progreso y al bienestar de toda la sociedad civil. El padre sea entre los suyos como el representante de
Dios e ilumine y preceda a los demás no sólo con su autoridad, sino con el ejemplo de su vida íntegra. La
madre, con su delicadeza y su virtud en el hogar doméstico, guíe a sus hijos con suavidad y fortaleza; sea
buena y afectuosa con el marido y con él instruya y eduque a sus hijos —don preciosísimo de Dios— para
una vida honrada y religiosa. Los hijos obedezcan siempre, como es su deber, a sus padres, ámenlos y
sean no sólo su consuelo, sino, en casó de necesidad, también su ayuda. Respírese en el hogar
doméstico aquella caridad que ardía en la familia de Nazaret; florezcan todas las virtudes cristianas; reine
la unión y resplandezcan los ejemplos de una vida honesta. Que nunca jamás —a Dios se lo pedimos
ardientemente— se rompa tan bella, suave y necesaria concordia. Porque si la institución de la familia
cristiana vacila, si se rechazan o desprecian los mandamientos del Divino Redentor en este punto,
entonces se bambolean los mismos fundamentos del Estado y la misma convivencia civil se corrompe,
produciéndose una general crisis con daños y pérdidas para todos los ciudadanos.

PARTE TERCERA

UNIDAD DE LA IGLESIA

Motivos de esperanza basados en la oración de Jesucristo


22
Y ahora vengamos a hablar de la unidad que de modo especialísimo llevamos en el corazón y que tiene
íntima relación con el oficio pastoral que Dios nos ha confiado; es decir, de la unidad de la Iglesia.

Todos saben que nuestro divino Redentor fundó una sociedad, que habrá de conservar su unidad hasta el
fin de los siglos: «He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo»[20], y que para esto
Jesucristo dirigió al Padre celestial fervorosísimas súplicas. Esta oración de Jesucristo, que, sin duda, le
fue acepta y escuchada por su reverencia[21]: «Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y
yo en ti, para que también ellos sean en nosotros»[22], engendra en nosotros una esperanza dulcísima y
nos da la seguridad de que finalmente todas las ovejas que no pertenecen a este redil sientan el deseo de
volver a él; y así, conforme a las palabras del divino Redentor, «habrá un solo rebaño y un solo
pastor»[23].

Profundamente animados por esta suavísima esperanza, hemos anunciado públicamente nuestro
propósito de convocar un Concilio Ecuménico, al que habrán de acudir de todo el orbe de la Tierra
sagrados pastores para tratar de los graves problemas de la religión, y principalmente para promover el
incremento de la Iglesia católica, una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano y para
poner al día las leyes que rigen la disciplina eclesiástica según las necesidades de nuestros tiempos.
Ciertamente, esto constituirá un maravilloso espectáculo de unidad, verdad y caridad, tal que al
contemplarlo aun los que viven separados de esta Sede Apostólica sentirán —según confiamos— una
suave invitación a buscar y lograr la unidad por la que Jesucristo dirigió al Padre celestial sus ardientes
plegarias,

Aspiraciones a la unidad en las diversas comunidades separadas'

Sabemos, por otra parte, con gran consuelo nuestro, que en estos últimos tiempos se ha venido creando
en el seno de no pocas comunidades separadas de la cátedra de San Pedro, cierto movimiento de
simpatía hacia la fe y hacia las instituciones católicas y que, al estudio de la verdad que disipa los
prejuicios, ha brotado una estima considerable hacia esta Sede Apostólica. Sabemos, además, que casi
todos los que llevan el nombre de cristianos, a pesar de estar separados de Nos y desunidos entre sí, a fin
de trabar entre sí la unión, han efectuado reuniones y para ello organizado asambleas; todo lo cual está
demostrando el vehemente deseo que les impele a realizar por lo menos alguna unidad.

Unidad que quiso para la Iglesia su Divino Fundador

Indudablemente, nuestro divino Redentor fundó su Iglesia con el fundamento y la nota de una solidísima
unidad, y si —por un absurdo— no la hubiera hecho así, habría fundado una cosa caduca y contraria a sí
misma, por lo menos, para el futuro; como los diversos sistemas filosóficos, que, abandonados al arbitrio y
opinión del hombre, con el correr de los tiempos nacen, se transforman y desaparecen uno tras otro. Esto
se opone diametralmente al magisterio de Jesucristo, que «es el camilo, la verdad y la vida»[24]; no hay
quien pueda ignorarlo.

Esta unidad, venerables hermanos y amados hijos, que —como hemos dicho— no debe ser algo vano,
incierto o caedizo, sino sólido, estable y seguro[25], si a las otras comunidades cristianas les falta, a la
Iglesia católica no le falta, como fácilmente puede echarlo de ver quienquiera que con diligencia la
examine. Tiene tres notas que la caracterizan y adornan: unidad de doctrina, de gobierno y de culto; es tal,
que resulta visible a todos, de manera que todos la pueden reconocer y seguir; y es tal, además, que
conforme a la voluntad de su divino Fundador, en ella todas las ovejas pueden reunirse en un solo rebaño
bajo la guía de un solo pastor; y así todos los hijos están llamados a venir a la única casa paterna, que
descansa sobre el fundamento de Pedro, y en ella se ha de procurar reunir fraternalmente a todos los
pueblos como en el único reino de Dios: reino cuyos súbditos, unidos en la tierra en la concordia del
espíritu, puedan gozar un día de la eterna bienaventuranza en el cielo.

Unidad de fe

La Iglesia católica manda creer fiel y firmemente cuanto ha sido revelado por Dios, a saber, cuanto se
contiene en la Sagrada Escritura y en la tradición oral y escrita y lo que, en el transcurso de los siglos, han
promulgado y definido los Sumos Pontífices y los legítimos Concilios Ecuménicos. Siempre que alguno se

23
ha alejado de este sendero, la Iglesia, con su maternal autoridad no ha cesado de llamarlo repetidamente
al recto camino. Pues sabe muy bien y sostiene que sólo hay una verdad y que no pueden admitirse
"verdades" entre sí contrarias; haciendo suya y afirmando la palabra del Apóstol de las gentes: «Pues
nada podemos contra la verdad sino por la verdad» [26].

Hay, sin embargo, no pocos puntos en los que la Iglesia católica deja que libremente disputen entre sí los
teólogos, en cuanto se trata de cosas no del todo ciertas, y en cuanto —como notaba el celebérrimo
escritor inglés, el Cardenal Juan Enrique Newman— tales disputas no rompen la unidad de la Iglesia, sino
más bien sirven para una mejor y más profunda inteligencia de los dogmas, ya que preparan y hacen más
seguro el camino para este conocimiento, puesto que del choque de varias sentencias sale siempre nueva
luz[27]. Sin embargo, hay que retener el dicho que, expresado unas veces de un modo y otras de otro, se
atribuye a diversos autores: en las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; en todas, caridad.

Unidad de régimen

Y además, como está a la vista de todos, hay en la Iglesia católica unidad de régimen. Porque, así como
los fieles cristianos están sujetos a los sacerdotes, y los sacerdotes a los Obispos, a quienes «el Espíritu
Santo puso... para regir la Iglesia de Dios» [28], así también todos los sagrados Pastores y cada uno de
ellos se hallan sometidos al Romano Pontífice, como a quien se le ha de reconocer por el sucesor de
Pedro. A él, Cristo Nuestro Señor lo constituyó piedra fundamental de su Iglesia[29], y a él sólo,
peculiarmente, le concedió la potestad de atar y de desatar, sin restricción, sobre la tierra[30], de confirmar
a sus hermanos[31] y de apacentar el rebaño todo[32].

Unidad de culto

Y por lo que toca a la unidad de culto, nadie ignora que la Iglesia católica, ya desde sus primeros tiempos
y a través de los siglos, siempre ha mantenido todos y solos los siete sacramentos, recibidos de Jesucristo
como herencia sagrada, y jamás ha dejado de administrarlos en todo el orbe católico para nutrir y
acrecentar la vida Sobrenatural de los fieles.

Igualmente por todos es sabido que en ella se celebra un solo sacrificio, el eucarístico, en el cual Cristo
mismo, salvación nuestra y nuestro Redentor, de una manera incruenta pero tan real como cuando pendía
de la cruz en el Calvario cotidianamente es inmolado en favor de todos nosotros y nos comunica
misericordiosamente los tesoros inmensos de su gracia. Por eso con tanta razón San Cipriano hacía esta
advertencia: «No puede, fuera del único altar y del único sacerdocio, establecerse un altar diverso o
instituirse un nuevo sacerdocio»[33]. Esto, sin embargo, como es notorio, no impide la diversidad de los
ritos que existen y están aprobados dentro de la Iglesia católica, mediante los cuales resplandece con
mayor belleza y, como hija del Supremo Rey, ostenta rica variedad de vestiduras[34].

Con el fin de que todos alcancen esa verdadera y concorde unidad, el sacerdote católico, al celebrar el
sacrificio eucarístico, ofrece a Dios clementísimo la hostia inmaculada, suplicando en primer lugar «por tu
Iglesia santa católica: dígnate pacificarla, protegerla, unificarla y regirla en todo el orbe de la tierra, junto
con tu siervo el Papa nuestro y con todos los que, fieles a la verdadera doctrina, guardan la fe católica y
apostólica»[35].

Paternal invitación a la unión

Ojalá este admirable espectáculo de unidad con que se destaca y resplandece, la única Iglesia católica, y
esos anhelos y plegarias con que pide a Dios para todos esa misma unidad, conmuevan y alienten
saludablemente vuestras almas: nos referimos a vosotros, que estáis separados de esta Sede Apostólica.

Permitid que os llamemos, con suave afecto, hermanos e hijos; permitidnos alimentar la esperanza que de
vuestra vuelta acariciamos con paterno y amante corazón. Queremos hablaros con el mismo interés
pastoral que Teófilo, Obispo alejandrino, cuando un infausto cisma había desgarrado la túnica inconsútil de
la Iglesia, convocaba a sus hermanos e hijos con estas palabras: «Cada uno según su capacidad, oh
dilectísimos, participantes de la celestial vocación, imitemos a Jesús, cabeza y consumador de nuestra
salvación. Abracemos esa humildad de corazón y esa caridad que elevan y unen con Dios y una sincera fe

24
en los divinos misterios. Huid de la división, evitad la discordia..., estrechaos con mutua caridad; escuchad
a Cristo, que dice: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis mutua caridad»[36].

Os rogamos prestéis atención a que, al llamaros amorosamente a la unidad de la Iglesia, no os invitamos a


una casa ajena, sino a la propia vuestra, a la que es común casa paterna. Permitid por eso que os
exhortemos, con grande amor hacia todos «en las entrañas de Jesucristo» [37], a que os acordéis de
vuestros padres, «que os predicaron la palabra de Dios; y, considerando el fin de su vida terrena, imitad su
fe»[38]. El preclaro ejército de santos bienaventurados que de cada uno de vuestros pueblos ya han
subido al cielo, y principalmente aquellos que con sus escritos transmitieron y explanaron tan recta y
copiosamente la doctrina de Jesucristo, parecen invitar a vuestros corazones, con el ejemplo de su vida, a
la unidad con esta Sede Apostólica, con la cual vuestra comunidad cristiana también ha estado vinculada
durante tantos siglos.

Por tanto, a todos los que están separados de Nos les dirigimos como a hermanos las palabras de San
Agustín cuando decía: «Quieran o no, hermanos nuestros son. Sólo dejarían de ser nuestros hermanos si
dejaran de decir: Padre nuestro»[39]. «Amemos a Dios Nuestro Señor, amemos a su Iglesia; a El como a
Padre, a ésta como a madre; a El como a Señor y a ésta como a su esclava; porque somos hijos de su
esclava. Tal unión se forja con una grande caridad; nadie mientras ofende a uno puede merecer bien del
otro. ¿De qué te sirve no tener ofendido al Padre si El venga a la madre ofendida?... Asíos, por tanto,
carísimos; asíos unánimemente a Dios Padre y a la madre Iglesia» [40].

Necesidad de especiales oraciones

Nos a causa de todo esto dirigimos humildes súplicas a Dios benignísimo, dador de luces celestiales y de
todos los bienes, para que sea amparada la unidad de la Iglesia y extendido el reino y rebaño de Cristo; y
a todos los hermanos e hijos carísimos que en Cristo tenemos les exhortamos a que también las dirijan.
Porque el feliz éxito del futuro Concilio Ecuménico, más que de humanos trabajos y de diligente habilidad,
ciertamente depende de las oraciones hechas por todos con gran fervor, como en una piadosa
competencia mutua. E invitamos con gran afecto a elevar tales peticiones hacia. Dios también a aquellos
que, aun sin ser de este rebaño, reverencian, sin embargo, y rinden culto a Dios y con buena voluntad
procuran obedecer a sus precepto.

Aumente y cumpla esta esperanza y estos votos nuestros la divina plegaria de Cristo: «Padre Santo,
guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno, como nosotros... Santifícalos en la
verdad: tu palabra es verdad... Pero no ruego por éstos solamente, sino también por quienes han de creer
en mí debido a su palabra; ...para que sean consumados en la unidad...»[41].

De la unión y concordia de los espíritus brotan la paz y la alegría

Todo esto lo reiteramos Nos, junto con el orbe católico a Nos unido, en suplicante oración, Y lo hacemos
así no solamente movidos por encendida caridad hacia todos los pueblos, sino también estimulados por
evangélica humildad de espíritu. Porque conocemos la pequeñez de nuestra persona, a quien Dios, no por
méritos nuestros, sino por misterioso designio suyo, se ha dignado elevar a la cumbre del Sumo
Pontificado. Por lo cual a todos los hermanos e hijos nuestros que están separados de esta cátedra de
San Pedro; les repetimos estas palabras: «Soy yo..., José, vuestro hermano»[42]. Venid;
«acogednos»[43]; ninguna otra cosa deseamos; ninguna otra queremos, ninguna más pedimos, sino
vuestra salvación y vuestra eterna felicidad. Venid; de esta concorde y tan deseada unidad, que la caridad
fraterna debe mantener y fomentar, nacerá una grande paz: aquella paz «que sobrepuja todo
entendimiento»[44], como que proviene de las mansiones celestiales aquella paz que Cristo, por medio de
los ángeles que cantaban velando sobre su cuna, anunció a los hombres de buena voluntad»[45] y que,
apenas instituido el sacramento y sacrificio de la eucaristía, impartió con estas palabras: «La paz os dejo,
mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo»[46].

Paz y gozo. También el gozo, pues quienes pertenecen con realidad y eficacia al cuerpo místico de
Jesucristo, que es la Iglesia católica, participan de esa vida, que desde la divina Cabeza se difunde hasta
cada miembro; y, por razón de ella, quienes obedecen fielmente a todos los preceptos y mandatos de

25
nuestro Redentor también en esta vida, mortal pueden gozar de aquella alegría que es auspicio y
prenuncio de la celestial y sempiterna felicidad.

La paz del alma debe ser operosa

Pero esta paz, esta felicidad, mientras recorremos penosamente el camino de nuestro terreno destierro, es
aún imperfecta. Porque es paz no completamente tranquila, no del todo serena; es paz laboriosa, no
ociosa, ni inerte; es, sobre todo, paz militante contra todo error, aunque disimulado bajo falsa apariencia de
verdad, contra los estímulos y halagos de los vicios, y, en fin, contra toda clase de enemigos del alma, que
puedan debilitar, manchar o destruir nuestra inocencia y nuestra fe católica; y también contra los odios, las
enemistades, las divisiones que pueden quebrantar o lacerar la misma. fe. Por esta razón, el divino
Redentor nos ha dado y recomendada su paz.

La paz, pues, que hemos de buscar y que hemos de esforzarnos por alcanzar, es la paz que no cede a
ningún error, que no desciende a compromisos de ninguna clase con los defensores de éste, que no se
entrega a los vicios, que evita, en fin, toda discordia. Esta paz es tal, que exige a sus seguidores una
disposición generosa para renunciar a sus propias comodidades y ventajas por la causa de la verdad y de
la justicia según aquello: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia...»[47].

¡La Santísima Virgen María, Reina de la paz, a cuyo Corazón Inmaculado nuestro predecesor Pío XII, de
feliz memoria, consagró el género humano, nos alcance de Dios —se lo suplicamos con fervor— unidad
concorde, paz verdadera, operosa y militante, no solamente a todos los hijos nuestros en Cristo, sino
también a todos aquellos que, aunque separados de Nos, no pueden menos de amar la verdad, la unidad
y la concordia!

PARTE CUARTA

EXHORTACIONES PATERNAS

A los sagrados pastores

Queremos ahora dirigirnos con paternal corazón a cada una de las diversas clases de personas de la
Iglesia católica. Y, en primer lugar, «nuestra palabra se dirige a vosotros»[48], venerables hermanos en el
episcopado, tanto del Oriente como del Occidente; a vosotros, que, como guías del pueblo cristiano,
lleváis, juntamente con Nos, «el peso del día y el calor»[49]. Conocemos la diligencia y celo apostólico con
que os esforzáis cada uno en vuestro propio territorio por incrementar el reino de Dios, por consolidarlo y
extenderlo a todos. Conocemos también vuestras angustias y vuestras penas ante tantos hijos que se
alejan tristemente engañados por las falacias de los errores, ante las estrecheces que a veces impiden
entre vosotros un mayor desarrollo de los intereses católicos y, sobre todo, ante la escasez de sacerdotes,
cuyo número en muchas partes es desproporcionado a las crecientes necesidades. Pero confiad en Aquel
de quien proviene «todo buen don y toda dádiva perfecta»[50], dirigiéndoos con oración insistente a
Jesucristo, porque sin El «no podéis hacer nada»[51]; pero, con su gracia, podéis cada uno de vosotros
repetir con el Apóstol de las gentes: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»[52]. «Mi Dios os dará todo
lo que os falta, según sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús»[53]; de modo que podáis cosechar
abundantes mieses y ricos frutos en el campo cultivado con vuestro sudor y trabajo.

Al clero

Otro llamamiento paterno dirigimos a los sacerdotes de ambos cleros: a los que os ayudan más de cerca,
venerables hermanos, en los trabajos de la curia; a los que tienen la importante misión de instruir y educar
en los seminarios a los jóvenes selectos llamados al servicio del Señor; a aquellos, en fin, que en las
ciudades populosas, o en las villas, o en las apartadas y solitarias aldeas ejercen el ministerio parroquial,
hoy tan difícil, tan arduo y tan importante. Procuren todos ellos —y que nos perdonen si se lo recordamos,
aunque creemos que no lo necesitarán— mostrarse siempre respetuosos y obedientes a su Obispo según
aquellas palabras de San Ignacio de Antioquía:- «Estad sometidos al Obispo como a Jesucristo... Es
necesario, como ya lo practicáis, que no hagáis nada sin el Obispo»[54]. «Los que son de Dios y de
Jesucristo están con su Obispo»[55]. Y acuérdense que no son funcionarios públicos, sino, sobre todo,

26
ministros de las cosas sagradas. Por eso no crean nunca haber hecho ya demasiado, aunque hayan
tenido que afrontar fatigas, sacrificar el tiempo y los bienes de este mundo y soportar gastos e
incomodidades propias, cuando se trata de iluminar a las almas con la verdad divina y de doblegar con la
ayuda del cielo y con la caridad fraterna las voluntades obstinadas procurando así el triunfo del reino
pacífico de Jesucristo. Y más que en la propia industria y trabajo, confíen en el poder de la gracia, que han
de implorar cada día con humilde y constante oración.

A los religiosos

También dirigimos nuestro paterno saludo y exhortación a los religiosos que, después de haber abrazado
uno de los varios estados de perfección evangélica, viven bajo la obediencia de sus superiores, según las
leyes peculiares del propio Instituto. Entréguense generosamente y con todas sus fuerzas, mediante la
observancia de las normas de su Instituto, a realizar los ideales que sus fundadores se propusieron, entre
los cuales se cuentan principalmente la vida intensa de oración, las prácticas de penitencia, la recta
institución y educación de la juventud y el ejercicio de la caridad para con las diversas clases de
necesitados y afligidos.

Bien sabemos que no pocos de estos amados hijos, por las actuales circunstancias, se ven llamados a
menudo a ejercitar también la cura pastoral de los fieles con gran provecho de la religión y de la vida
cristiana. A éstos exhortamos también instantemente —aunque confiamos que no tendrán necesidad de
nuestro estímulo— que se animen a añadir a los preclaros méritos pasados de sus Ordenes o Institutos
este de prestarse con gusto a remediar las urgentes necesidades de los fieles, en colaboración fraterna
con los demás sacerdotes, según sus propias posibilidades.

A los misioneros

Nuestro pensamiento vuela ahora hacia aquellos que, abandonando la casa paterna y la queridísima
patria, soportando graves trabajos y superando dificultades, han marchado a las misiones extranjeras,
donde se afanan con sus sudores por instruir y formar a los gentiles de aquellas lejanas tierras en la
verdad evangélica, a fin de que en todas partes «la palabra de Dios se difunda y sea El glorificado» [56].
Grande es en verdad la empresa a ellos confiada, y para que pueda llevarse a cabo más fácilmente, todos
los verdaderos cristianos deben colaborar a ella según sus posibilidades, con sus oraciones y con sus
limosnas. Tal vez no haya obra más agradable a Dios que ésta, que se halla tan estrechamente unida al
deber común de propagar el reino de Dios. Estos heraldos del Evangelio, en efecto, consagran toda su
vida en procurar que la luz de Jesucristo ilumine a todo hombre que viene al mundo[57] para que su divina
gracia conquiste y encienda a todas las almas y a todos anime a una vida virtuosa y cristiana. Ellos no
buscan sus propios intereses, sino los de Jesucristo[58]. Correspondiendo generosamente a la voz del
Redentor Divino, pueden aplicarse el dicho del Apóstol de las gentes: «Somos embajadores de
Cristo»[59] y también «aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne»[60]. Consideran, a los
países adonde han ido para llevarles la luz del Evangelio, como a su segunda patria y los aman con amor
efectivo. Y aún conservando vivísimo el afecto a su dulcísima patria, a su propia diócesis, al propio
Instituto religioso, con todo, están convencidos de que se debe poner por encima de todo el bien universal
de la Iglesia y de que a ella, en primer lugar, se ha de servir con todos los medios.

Sepan, por tanto, estos amados hijos —y todos aquellos que en esas regiones les prestan su generosa
ayuda, sea como catequistas, sea de cualquiera otra manera— que los tenemos presentes en nuestra
mente de modo especialísimo y que cada día elevamos nuestras oraciones a Dios en favor suyo y de sus
empresas, y que, además, confirmamos ahora con nuestra autoridad y con igual encarecimiento todo lo
que en materia de misiones han establecido acertadamente en sus encíclicas nuestros predecesores, de
feliz memoria, en particular Pío XI[61] y Pío XII[62].

A las religiosas

Ni queremos pasar por alto a las santas vírgenes que se han consagrado a Dios por los votos religiosos
para dedicarse a su único servicio y estar enteramente unidas al divino Esposo por los lazos de místico
desposorio. Esas almas —ya sea que en el silencio de la clausura lleven una vida escondida dedicándose
a la oración y penitencia, ya se empleen en obras externas de apostolado— no sólo pueden cuidar más

27
fácil y dichosamente de su propia salvación, sino también ayudar en gran manera a la Iglesia, tanto en los
países cristianos como en las lejanas tierras en donde no ha brillado todavía la luz del Evangelio. ¡Cuántas
y cuán grandes obras no llevan a cabo estas vírgenes santas; obras como nadie podría hacerlas con tan
virginal y materno cuidado! Y no en uno sólo, sino en muchos campos de trabajo, como son la recta
instrucción y educación de la juventud, la enseñanza del catecismo a niños y niñas en el ámbito de la
parroquia, el trabajo en los hospitales, en donde al tiempo que cuidan de los enfermos pueden elevar sus
almas al pensamiento de las cosas del cielo; en los asilos de ancianos, a quienes asisten con paciente,
alegre y compasiva caridad, induciéndolos con admirable y suave eficacia al deseo de la vida eterna;
finalmente, la diversidad de asilos de niños, en donde brindan todo el afecto y la delicadeza materna a
criaturas que, huérfanas o abandonadas de sus padres, no tienen de quién recibir los cuidados de la vida y
las naturales muestras de ternura. Estas almas son, sin género de duda, altamente beneméritas no sólo de
la Iglesia católica, de la educación cristiana y de las obras de misericordia, sino también de la sociedad
civil, y se están, además, preparando una corona incorruptible para sí mismas en el cielo.

A la Acción Católica y a cuantos colaboran en el apostolado

Hoy día, sin embargo, como bien lo sabéis, venerables hermanos y amados hijos, aun en el campo
cristiano las necesidades de los hombres son tan grandes y tan diversas que ni el clero ni religiosos y
religiosas juntos parecen poder ya remediarlas plenamente. Además, los sacerdotes, religiosos y religiosas
no pueden tener acceso a todas las categorías de personas; no todos los caminos les están abiertos;
muchos, en efecto, no les prestan la menor atención o tratan de evitar su conversación, y hasta no faltan,
desgraciadamente, quienes los desprecian y aborrecen.

Por este grave y doloroso motivo ya nuestros predecesores han hecho su invitación también a los seglares
a que, formando filas en la pacífica milicia de la Acción Católica, presten su colaboración en el apostolado
a la Jerarquía eclesiástica; lo que ésta no lograría hacer en las actuales circunstancias, podría llevarse a
cabo gracias a la generosidad de hombres y mujeres católicos que con ánimo sumiso se presten a
colaborar en las obras de los sagrados Pastores. Es, por cierto, de gran consuelo para Nos el considerar
las obras que han realizado y las empresas que han podido adelantar en el decurso del tiempo aun en los
países de misiones estos colaboradores de los Obispos y sacerdotes, apóstoles seglares de toda. edad,
clase y condición, al contribuir con su ferviente y activo celo a que la verdad cristiana brille para todos y a
todos llegue la invitación al ejercicio de la virtud cristiana.

Pero tienen todavía ante sí un amplísimo campo de trabajo, pues son aún innumerables los que reclaman
su luminoso ejemplo, y su trabajo apostólico. Por lo mismo, es nuestra intención tratar en el futuro
nuevamente y con mayor amplitud de esta materia, que consideramos ser de la mayor importancia.
Mientras tanto, abrigamos la esperanza de que así los que militan en las filas de la Acción Católica como
en las múltiples asociaciones piadosas que florecen en la Iglesia prosigan con la mayor diligencia en llevar
adelante una obra tan necesaria; cuanto más grandes son las necesidades de nuestro tiempo, tanto
mayores han de ser sus esfuerzos, su diligencia y las iniciativas de su celo. Sea su norma la perfecta,
concordia mutua, pues, como bien lo saben, la unión hace la fuerza; dejen a un lado su propia opinión
cuando se trata de la causa de la Iglesia católica, que ha de estimarse por encima de todo; y esto no sólo
en cuanto se refiere a la sagrada doctrina. sino también en lo que hace a las normas de disciplina cristiana
emanadas de la Iglesia, que reclaman siempre la sumisión de. todos. En compacto escuadrón y unidos
siempre con la jerarquía católica y sumisos a ella, avancen en prosecución de nuevas conquistas; no
escatimen trabajo alguno ni rehúsen ninguna dificultad por que triunfe la. causa de la Iglesia.

Para obtener esto debidamente, procuren ante todo en sí mismos —sin tener de ello la menor duda— la
mejor conformidad con la doctrina y la virtud cristianas. Pues solamente en este caso podrán transfundir
en los demás lo que ellos han logrado para sí con la ayuda de la gracia divina. Esta recomendación la
dirigimos de modo especial a los jóvenes y adolescentes, cuya ardorosa voluntad fácilmente se
entusiasma con los más nobles ideales, pero que al mismo tiempo necesitan la mayor prudencia,
moderación y sumisión debida a los que tienen por superiores. A estos hijos amadísimos que forman la
esperanza de la Iglesia, y en cuya activa y salvadora colaboración tanto confiamos, queremos llevar
nuestra viva gratitud y la expresión de nuestro ánimo paternal.

A los afligidos y atribulados

28
Y ahora parecen llegar a nuestros oídos las voces de lamento de cuantos frente a la enfermedad del
cuerpo o del espíritu se ven aquejados por el más amargo dolor, y de los que a tal punto sufren las
estrecheces económicas de la vida que carecen hasta de una habitación digna de hombres, ni pueden, a
pesar de sus sudores, asegurar para sí y para sus hijos el necesario alimento. Estos lamentos tocan
vivamente y conmueven nuestro corazón. Así, queremos en primer lugar acudir a los enfermos y a los
imposibilitados por la debilidad o la vejez con el auxilio y consuelo que viene de lo alto. Recuerden todos
ellos que no tenemos en la tierra ciudad permanente, antes buscamos la futura[63]. No olviden que los
dolores de esta vida mortal, válidos ya como expiación, elevan y ennoblecen el alma y son medio precioso
para la adquisición del gozo eterno de los cielos; acuérdense de que el mismo Divino Redentor, para lavar
las manchas de nuestros pecados, subió al patíbulo de la cruz y libremente sufrió por esta misma causa
desprecios y tormentos y angustias crudelísimos. Como El, así también nosotros somos llamados a la luz
por el camino de la cruz, conforme a estas palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome cada día su cruz y sígame»[64]; y tendrá un tesoro inagotable en los cielos[65].

Es además deseo nuestro —y confiamos en que sea recibida con agradó nuestra exhortación— que los
dolores del cuerpo y los del alma se transformen no solamente en otros tantos escalones para poder
ascender a la patria eterna, sino que contribuyan también a expiar los pecados ajenos para hacer volver al
seno de la Iglesia a los que en mala hora se han alejado de ella y para conseguir el deseado triunfo del
nombre cristiano.

A los que tienen menos fortuna

Por su parte, los que pertenecen al número de los que tienen menos fortuna y que se lamentan de las
condiciones de su vida, miserables en extremo, sepan, ante todo, que no es menor el dolor que Nos
experimentamos por su propia suerte. Y esto no sólo porque deseamos con ánimo paterno que las mutuas
necesidades de las clases sociales tengan por norma y sean reglamentadas por la justicia, que es virtud
esencialmente cristiana, sino también porque es para Nos en extremo doloroso el ver que los enemigos de
la Iglesia abusan con tanta facilidad y se aprovechan de las injustas condiciones de los pobres para
atraerlos a su partido con engañosas promesas y errores falaces.

Tengan presente estos queridísimos hijos nuestros que la Iglesia no es enemiga de ellos ni de sus
derechos, sino que, como madre amantísima, los defiende, y en el campo social predica e inculca tales
doctrinas y normas que, si fuesen totalmente puestas en práctica, como se debía hacer, eliminarían
cualquier clase de injusticia y se llegaría a una mejor y más equitativa distribución de las riquezas[66]. Se
fomentaría asimismo una amistosa y bienhechora actividad y cooperación entre las diversas clases
sociales, de tal suerte que todos se podrían llamar y ser realmente ciudadanos libres de una misma
comunidad y hermanos de una misma familia.

Por lo demás, si se ponderan con ecuanimidad las ventajas y mejoras que han conseguido en estos
últimos tiempos los que viven del trabajo de cada día, es necesario reconocer que éstas se deben
principalmente a la actividad que los católicos diligente y eficazmente han desplegado en el campo social,
secundando las sabias disposiciones y repetidas exhortaciones de nuestros predecesores. Quienes se
proponen defender los derechos económicos del pueblo tienen en la doctrina social cristiana. rectas y
seguras normas, que, puestas debidamente en práctica, bastarán para satisfacer esos derechos. Por lo
cual nunca deben acudir a los defensores de doctrinas condenadas por la Iglesia. Es verdad que éstos
atraen con falsas promesas. Pero en realidad allí donde ejercen el poder público se esfuerzan con audacia
temeraria en arrancar de las almas de los ciudadanos los supremos valores espirituales, es decir, la fe
cristiana, la esperanza cristiana, los mandamientos cristianos. Asimismo restringen o aniquilan
completamente lo que exaltan hasta las nubes los hombres de hoy día, a saber: la justa libertad y la
verdadera dignidad debida a la persona humana. De esta manera, se empeñan en echar por tierra los
fundamentos de la civilización cristiana. Quienes, pues, quieren verdaderamente mantener el nombre de
cristianos están obligados con deber gravísimo de conciencia a rechazar esas engañosas invenciones que
nuestros predecesores, en particular Pío XI y Pío XII, de feliz memoria, ya condenaron y que Nos de nuevo
condenamos.

Sabernos que no pocos hijos nuestros, afligidos por la pobreza o mísera fortuna, se lamentan con
frecuencia de que no se han llevado todavía a la práctica todas las disposiciones cristianas sobre la
cuestión social. Es necesario trabajar, y trabajar industriosa y eficazmente, —no sólo de parte de los
29
particulares, sino, sobre todo, de los gobernantes—, para que cuanto antes, aunque por sus pasos, se
lleve a la práctica real y completamente la doctrina social cristiana que nuestros predecesores tantas
veces, tan amplia y sapientemente declararon y establecieron y que Nos mismo confirmarnos[67].

A los prófugos y emigrados

No es menor nuestra solicitud por la suerte de quienes, movidos ya por la necesidad de buscar sustento,
ya por la triste situación de sus naciones y por las persecuciones levantadas a causa de la religión, se han
visto obligados a abandonar su patria. ¡Cuántas y cuán grandes molestias y aflicciones han de soportar!
Muy lejos de la casa paterna, muchas veces tienen que vivir en populosas ciudades y en ensordecedoras
fabricas, con una vida tan distinta de las costumbres de sus antepasados y algunas veces —lo que es peor
— no poco nociva y contraria a la virtud cristiana.. En tales circunstancias no es raro que muchos caigan
en grave peligro y poco a poco abandonen sus sanas tradiciones religiosas. A  esto se debe añadir que
muchas veces se separa un esposo del otro, los padres de los hijos; se debilitan los lazos y relaciones
domésticas con gran daño para la estructura de la familia.

Por tanto, Nos alentamos la obra industriosa, y eficiente de los sacerdotes que, empujados por el amor a
Jesucristo y secundando las normas y los deseos de la Sede Apostólica, desterrados voluntarios, no
escatiman ningún trabajo, según sus posibilidades, en favor del bien espiritual y social de estos hijos.
Consiguen, además, que éstos sientan en todas partes la. caridad de la Iglesia, caridad tanto más
presente y eficaz cuanto ellos se encuentran más necesitados de ayuda.

De igual manera, con sumo gusto, consideramos dignos de alabanza los esfuerzos realizados por varias
naciones en favor de causa tan importante. De manera semejante, las iniciativas emprendidas
recientemente por las mismas naciones en común para que este gravísimo problema sea conducido
cuanto antes a la deseada solución. Estas medidas —de ello tenemos segura esperanza— conducirán no
sólo a abrir un camino más ancho y fácil a los emigrantes, sino también a la reintegración de los núcleos
familiares. Pues la familia, constituida según lo pide el recto orden, puede ciertamente velar con eficacia
por el bien religioso, moral y económico de los mismos emigrantes, no sin beneficio de los países que los
acogen.

La Iglesia perseguida

Mientras exhortarnos a todos nuestros hijos en Cristo a evitar los funestos errores que pueden destruir no
sólo la religión, sino la comunidad de los hombres, vienen a nuestro recuerdo tantos venerables hermanos
en el Episcopado y amados sacerdotes y fieles que por coacción han sido desterrados o detenidos en
campos de concentración y en cárceles, precisamente porque no han querido faltar a su deber episcopal o
sacerdotal ni apostatar de la fe católica.

A nadie queremos ofender; antes más bien deseamos conceder a todos el perdón y pedírselo a Dios. Pero
la conciencia de nuestro deber sagrado exige que defendamos, según nuestra posibilidad, los derechos de
estos hermanos e hijos, y que roguemos insistentemente para que sea concedida a todos ellos la legítima
libertad, que a todos es debida, y, por tanto, también a la Iglesia de Dios. Quienes siguen los principios de
la verdad, de la justicia; quienes sirven a los intereses particulares y colectivos, no niegan la libertad, no la
extinguen, no la oprimen; no tienen necesidad de recurrir a estos medios. Pues es cierto que con la
violencia y con la opresión de las conciencias nunca se llegará a la justa prosperidad de los ciudadanos.

Pensamos que se ha de tener por cierto, de una manera especial, que, cuando. se desconocen o se
conculcan los sacrosantos derechos de Dios y de la religión, más pronto o más tarde vacilan y caen por
tierra las mismas columnas de la sociedad. Lo notaba sapientísimamente nuestro predecesor León XIII:
«De donde se sigue... que, cuando se repudia la suma y eterna norma de Dios que manda y prohíbe,
entonces se quebranta el vigor de las leyes y se debilita toda autoridad»[68]. Con lo cual concuerda
aquélla sentencia de Cicerón: «Vosotros, ¡oh pontífices!, más, diligentemente defendéis la ciudad con la
religión que con las mismas murallas»[69].

Considerando estas cosas, con sumo dolor abrazamos en nuestro corazón a todos y cada uno de aquellos
que son Oprimidos en el ejercicio de la religión y que muchas veces también «padecen persecución por la

30
justicia»[70] y por el reino de Dios. Participamos en sus dolores, en sus angustias, en sus aflicciones, y
elevamos nuestras súplicas al cielo para que rompa finalmente para ellos la aurora de tiempos mejores. Y
esto mismo deseamos con toda el alma, a saber, que se unan a Nos todas nuestros hermanos e hijos en
tal manera que desde todos los rincones de la tierra suba a Dios misericordioso un coro inmenso de
súplicas que haga descender sobre estos desventurados miembros del Cuerpo místico de Cristo una
abundante lluvia de gracias.

Exhortaciones finales

No pedimos a nuestros queridísimos hijos solamente oraciones, sino también la renovación de la vida
cristiana, que, más que las mismas oraciones, puede volver a Dios propicio hacia nosotros y hacia
nuestros hermanos. Con gusto os repetirnos las hermosas y sublimes palabras del Apóstol de las Gentes:
«Atended a cuanto hay de verdad, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de
digno de alabanza: a esto estad atentos»[71]. «Vestíos del Señor Jesucristo»[72]. Es decir: «Vosotros,
pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad,
mansedumbre, longanimidad... Pero, por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de
perfección. Y la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados en un solo
cuerpo»[73].

Insistentemente os lo pedimos: si alguno infelizmente se ha alejado del Divino Redentor con el pecado,
vuelva a él, que es camino, verdad y vida[74]. Si alguno es tibio, lánguido, descuidado en el cumplimiento
de los deberes religiosos, reavive su fe, y con el auxilio de la divina gracia alimente y consolide su virtud.
Finalmente, «si alguno, por la misericordia de Dios, es justo, practique aún la justicia, y el santo
santifíquese más»[75].

Y puesto que hay tantos que tienen necesidad de nuestro consejo, de nuestro esplendoroso ejemplo y
también de nuestra ayuda para las míseras condiciones en que se encuentran, ejercitaos todos, cada uno
según las propias fuerzas y los propios medios, en las obras que se llaman de misericordia, gratísimas a
Dios.

Si todos procuráis practicar estas cosas, brillará con nuevo esplendor lo que se dice de los cristianos tan
magníficamente en la epístola a Diogneto: «Están en la carne, pero no viven según la carne. Habitan en la
tierra, pero en el cielo tienen su patria. Obedecen a las leyes establecidas, pero su género de vida supera
las leyes... Son desconocidos, y se les condena; mueren, y son vivificados. Son mendigos, y enriquecen a
muchos; están. necesitados de todo, y de todo tienen en abundancia. Son deshonrados, y entre los
deshonores reciben gloria; es desgarrada su fama, y se da testimonio de su justicia. Son reprendidos, y
bendicen; son maltratados, y tributan honor. Aun haciendo el bien, son castigados como malvados;
castigados, se gozan como si fuesen vivificados. Sencillamente, lo que es en el cuerpo el alma, esto son
los cristianos en el mundo»[76]. Muchas de las cosas que se dicen en estos sublimes pensamientos se
pueden aplicar a los cristianos pertenecientes a la Iglesia que se llama "del silencio", por quienes debemos
orar todos de manera especial, como hace poco hemos recomendado vivamente a todos los fieles en las
alocuciones tenidas en la basílica de San Pedro el día de Pentecostés y en la fiesta del Sacratísimo
Corazón de Jesús[77].

Esta renovación de la vida cristiana, esta vida virtuosa y santa; deseamos a todas vosotros e imploramos
con continua oración no sólo por los que firmemente perseveran en la unidad de la Iglesia, sino también
por los que se esfuerzan por llegar a ella con el amor a la verdad y con sincera voluntad.

Que la apostólica bendición que a todos y cada uno de vosotros, venerables hermanos y amados hijos,
impartimos con paterno y efusivo amor os concilie y atraiga las gracias del cielo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio 1959, fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en
el año primero de nuestro pontificado.

JUAN PP. XXIII

31
Notas

* AAS 51 (1959), pp. 497; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. I, pp. 805-838.

[1] Cf. Is 11, 12..

[2] 1 Tm 6, 16.

[3] Jn 1, 14.

[4] Jn 1, 9.

[5] 2 Tm 3, 7.

[6] Ef. 4, 13-16.

[7] Epíst. Saepenumero considerantes; A.L., vol. III, 1833, p. 262.

[8] Epíst. Exeunte iam anno; A.L., vol VIII, 1888, p. 396.

[9] Encícl. Humanum genus; A.L., vol. IV, 1884, p. 53.

[10] Epíst. Praeclara gratulationis; A.L., vol. XIV 1894, p. 210.

[11] Epíst. Permoti Nos; A.L., vol. XV, 1895, p. 259.

[12] Encícl. Rerum novarum; A.L., vol. XI, 1891, p, 109.

[13] Radiomensaje de Navidad 1944; "Discorsi e radiomessaggi di S. S. Pio XII", vol. VI, p. 239.

[14] Radiomensaje al LXXIII Congreso de Católicos Alemanes; ibid. vol. XI, p. 189.

[15] Mc 8, 2.

[16] A.A.S. vol, XXIII, 1931, pp. 393-394.

[17] Por un sólido orden social; "Discorsi e radiomessaggi di S. S. Pío XII", vol. VII, p. 350.

[18] 1Co 13, 4-7,

[19] Epíst. Inter graves; A.L., vol, XI, pp. 143-144,

[20] Mt 28, 20.

[21] Cf. Hb 5, 7.

[22] Jn 17, 21.

[23] Jn, 10, 16.

[24] Jn 14, 6.

[25] Cf.. Encícl. «Mortalium animos» de vera religionis unitate fovenda; A.A.S., vol. XXX, 1928, p. 5 ss.

[26] 2Co 13, 8.

32
[27] Cf. J. H, Newman, Difficulties of Anglicans, vol. I, lect. X, p. 261 ss.

[28] Hch 20, 28.

[29] Cf. Mt 16, 18.

[30] Cf. ibid. 16, 19.

[31] Cf. Lc 22, 32.

[32] Cf. Jn 21, 15-17.

[33] Epist. XLIII, 5; Corp. Vind., III, 2, 594; cfr. Epist. XL, en Migne, PL, IV, 345

[34] Cf. Sal 44, 15.

[35] Canon Missae

[36] Cf. Hom. in mysticam caenam; PG. LXXVII, 1027.

[37] Flp 1, 8.

[38] Hb 13, 7.

[39] S. Aug., In Ps. 32, Enarr. II, 29; PL. XXXVI, 299.

[40] Ibid., In Ps. 82, Enarr. II, Migne, PL. XXXVII, 1140.

[41] Jn 17, 11, 17, 20, 21, 23.

[42] Gn 14, 4.

[43] 2Co 7, 2.

[44] Flp 4, 7.

[45] Cf: Lc 2, 14.

[46] Jn 14, 27.

[47] Mt 6, 33.

[48] 2Co 6, 11.

[49] Cf. Mt 20, 12.

[50] St 1, 17.

[51] Jn 15, 5.

[52] Flp 4, 13.

[53] Ibid., 4, 19,

[54] Funk, Patres Apostolici, I, 243-245.

33
[55] Ibid., I. 267; cfr. Migne, PG, V,699.

[56] 2Ts 3, 1.

[57] Cf. Jn I, 9,

[58] Cf. Flp 2, 21.

[59] 2Co 5, 20,

[60] Ibid. 10, 3.

[61] Encícl. Rerum Ecclesiae, A. A. S. vol. XVIII, 1926, p. 65 ss,

[62] Encícl. Evangelii praecones, A. A. S. vol. XLIII, 1951, p. 497; y encícl. Fidei donum, A. A. S. vol., XLIX,
1957, p. 225 ss.

[63] Cf. Hb 13, 14.

[64] Lc 9, 23.

[65] Cf. ibid. 12, 33

[66] Cfr. encícl. Quadragesimo anno, A. A. S. vol, XXIII, 1931, pp. 196-198.

[67] Cf. Alocución de Pío XII a las Asociaciones de Obreros Cristianos de Italia, tenida el 11 marzo
1945; A. A. S. volumen XXXVII, 1945.

[68] Epíst. Exeunte iam anno; A.L., vol. VIII, 1888, p. 398.

[69] De Natura Deorum, III, 40.

[70] Mt 5, 10.

[71] Flp 4, 8.

[72] Rm 13, 14..

[73] Col 3, 12-15.

[74] Jn 14, 6,

[75] Ap 22, 11.

[76] Funk, Patres Apostolici, I, 396. Cf. Migne, PG, II, 1174-1175.

[77] Cf. L'Osservatore Romano, 18-19 mayo 1959 y 7 junio 1959.

34
ENCÍCLICA
SACERDOTII NOSTRI PRIMORDIA*
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
EN EL I CENTENARIO DEL TRÁNSITO
DEL SANTO CURA DE ARS

INTRODUCCIÓN

Las primicias de Nuestro sacerdocio abundantemente acompañadas de purísimas alegrías, van para
siempre unidas, en Nuestra memoria, a la profunda emoción que experimentamos el día 8 de enero de
1905, en la Basílica Vaticana, con motivo de la gloriosa beatificación de aquel humilde sacerdote de
Francia que se llamó Juan María Bautista Vianney. Elevados Nos también pocos meses antes al
sacerdocio, fuimos cautivados por la admirable figura sacerdotal que Nuestro predecesor San Pío X, el
antiguo párroco de Salzano, se consideraba tan feliz en proponer como modelo a todos los pastores de
almas.

Pasados ya tantos años, no podemos menos de revivir este recuerdo sin agradecer una vez más a
Nuestro Divino Redentor, como una insigne gracia, el impulso espiritual así impreso, ya desde su
comienzo, a Nuestra vida sacerdotal.

También recordamos cómo en el mismo día de aquella beatificación tuvimos conocimiento de la elevación
al episcopado de Monseñor Giacomo María Radini-Tedeschi, aquel gran Obispo que pocos días después
Nos había de llamar a su servicio y que para Nos fue maestro y padre carísimo. Acompañándole, al
principio del mismo año 1905, Nos dirigimos por vez primera como peregrino a Ars, la modesta aldea que
su santo Cura hizo para siempre tan célebre.

Por una nueva disposición de la Providencia, en el mismo año en que recibimos la plenitud del sacerdocio,
el papa Pío XI, de gloriosa memoria, el 31 de mayo, de 1925, procedía a la solemne canonización del
"pobre cura de Ars". En su homilía se complacía el Pontífice en describir la «grácil figura corpórea de Juan
Bautista Vianney, resplandeciente la cabeza con una especie de blanca corona de largos cabellos, su cara
menuda y demacrada por los ayunos, de la que de tal modo irradiaban la inocencia y la santidad de un
espíritu tan humilde y tan dulce que las muchedumbres, ya desde el primer momento de verle, se sentían
arrastradas a saludables pensamientos»[1]. Poco después, el mismo Sumo Pontífice, en el año de su
jubileo sacerdotal, completaba el acto ya realizado por San Pío X para con los párrocos de Francia,
extendiendo al mundo entero el celestial patrocinio de San Juan María Vianney «a fin de promover el bien
espiritual de los párrocos de todo el mundo»[2].

Estos actos de Nuestros Predecesores, ligados a tantos caros recuerdos personales, Nos place,
Venerables Hermanos, recordarlos en este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars.

En efecto, el 4 de agosto de 1859 entregó él su alma a Dios, consumado por las fatigas de un excepcional
ministerio pastoral de más de cuarenta años, y siendo objeto de unánime veneración. Y Nos bendecimos a
la Divina Providencia que ya por dos veces se ha dignado alegrar e iluminar las grandes horas de Nuestra
vida sacerdotal con el esplendor de la santidad del Cura de Ars, porque de nuevo Nos ofrece, ya desde los
comienzos de Nuestro supremo Pontificado, la ocasión de celebrar la memoria tan gloriosa de este pastor
de almas. No os maravilléis, por otra parte, si al escribiros esta Carta Nuestro espíritu y Nuestro corazón
se dirigen de modo singular a los sacerdotes, Nuestros queridos hijos, para exhortar a todos
insistentemente y, sobre todo, a los que se hallan ocupados en el ministerio pastoral a que mediten los
admirables ejemplos de un hermano suyo en el sacerdocio, llegado a ser su celestial Patrono.

Son ciertamente numerosos los documentos pontificios que hace tiempo recuerdan a los sacerdotes las
exigencias de su estado y les guían en el ejercicio de su ministerio. Aun no recordando sino los más
importantes, de nuevo recomendamos la exhortación Haerent animo de San Pío X [3], que estimuló el
fervor de Nuestros primeros años de sacerdocio, la magistral encíclica Ad catholici sacerdotii de Pío
XI [4] y, entre tantos Documentos y Alocuciones de Nuestro inmediato predecesor sobre el sacerdote, su
exhortación Menti Nostrae [5], así como la admirable trilogía en honor del sacerdocio[6], que la
35
canonización de San Pío X le sugirió. Conocéis bien, Venerables Hermanos, tales textos. Mas permitirnos
recordar aquí con ánimo conmovido el último discurso que la muerte le impidió  pronunciar a Pío XII, y que
subsiste como el último y solemne llamamiento de este gran Pontífice a la santidad sacerdotal: «El
carácter sacramental del Orden sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que
exige de la criatura preescogida la correspondencia de la santificación... El clérigo será un preescogido de
entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino, en una palabra,
un alter Christus... No se pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes, amigos, ni siquiera a
una determinada patria: la caridad universal es lo que siempre habrá de respirar. Sus propios
pensamientos, voluntad, sentimientos no son suyos, sino de Cristo, que es su vida misma»[7].

Hacia estas cimas de la santidad sacerdotal nos arrastra a todos San Juan María Vianney, y Nos sirve de
alegría el invitar a los sacerdotes de hoy; porque si sabemos las dificultades que ellos encuentran en su
vida personal y en las cargas del ministerio, si no ignoramos las tentaciones y las fatigas de algunos,
Nuestra experiencia Nos dice también la valiente fidelidad de la gran mayoría y las ascensiones
espirituales de los mejores. A los unos y a los otros, en el día de la Ordenación, les dirigió el Señor estas
palabras tan llenas de ternura: Iam non dicam vos servos, sed amicos [8]. Que esta Nuestra Carta
encíclica pueda ayudarles a todos a perseverar y crecer en esta amistad divina, que constituye la alegría y
la fuerza de toda vida sacerdotal.

No es Nuestra intención, Venerables Hermanos, afrontar aquí todos los aspectos de la vida sacerdotal
contemporánea; más aún, a ejemplo, de San Pío X, «no os diremos nada que no sea sabido, nada nuevo
para nadie, sino lo que importa mucho que todos recuerden» [9]. De hecho, al delinear los rasgos de la
santidad del Cura de Ars, llegaremos a poner de relieve algunos aspectos de la vida sacerdotal, que en
todos tiempos son esenciales, pero que en los días que vivimos adquieren tanta importancia que juzgamos
un deber de Nuestro mandato apostólico el insistir en ellos de un modo especial con ocasión de este
Centenario.

La Iglesia, que ha glorificado a este sacerdote «admirable por el celo pastoral y por un deseo constante de
oración y de penitencia» [10], hoy, un siglo después de su muerte, tiene la alegría de presentarlo a los
sacerdotes del mundo entero como modelo de ascesis sacerdotal, modelo de piedad y sobre todo de
piedad eucarística, y modelo de celo pastoral.

I. ASCÉTICA SACERDOTAL

Hablar de San Juan María Vianney es recordar la figura de un sacerdote extraordinariamente mortificado
que, por amor de Dios y por la conversión de los pecadores, se privaba de alimento y de sueño, se
imponía duras disciplinas y que, sobre todo, practicaba la renuncia de sí mismo en grado heroico. Si es
verdad que en general no se requiere a los fieles seguir esta vía excepcional, sin embargo, la Providencia
divina ha dispuesto que en su Iglesia nunca falten pastores de almas que, movidos por el Espíritu Santo,
no dudan en encaminarse por esta senda, pues tales hombres especialmente son los que obran milagros
de conversiones. El admirable ejemplo de renuncia del Cura de Ars, «severo consigo y dulce con los
demás»[11], recuerda a todos, en forma elocuente e insistente, el puesto primordial de la ascesis en la
vida sacerdotal.

Nuestro predecesor Pío XII, queriendo aclarar aún más esta doctrina y disipar ciertos equívocos, quiso
precisar cómo era falso el afirmar «que el estado clerical —como tal y en cuanto procede de derecho
divino— por su naturaleza o al menos por un postulado de su misma naturaleza, exige que sean
observados por sus miembros los consejos evangélicos»[12]. Y el Papa concluía justamente: «Por lo tanto,
el elegido no está obligado por derecho divino a los consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia»[13]. Mas sería equivocarse enormemente sobre el pensamiento de este Pontífice, tan solícito
por la santidad de los sacerdotes, y sobre la enseñanza constante de la Iglesia, creer, por lo tanto, que el
sacerdote secular está llamado a la perfección menos que el religioso. La verdad es lo contrario, puesto
que para el cumplimiento de las funciones sacerdotales «se requiere una santidad interior mayor aún que
la exigida para el estado religioso»[14]. Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al
sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a
todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana. Por lo
demás, con gran consuelo Nuestro, muy numerosos son hoy los sacerdotes generosos que lo han

36
comprendido así, puesto que, aún permaneciendo en las filas del clero secular, acuden a piadosas
asociaciones aprobadas por la Iglesia para ser guiados y sostenidos en los caminos de la perfección.

Persuadidos de que «la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo»[15], los sacerdotes,
por lo tanto, escucharán más que nunca el llamamiento, del Divino Maestro: «Sí alguno quiere seguirme,
renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga»[16]. El Santo Cura de Ars, según se refiere, había meditado
con frecuencia esta frase de nuestro Señor y procuraba ponerla en práctica[17]. Dios le hizo la gracia de
que permaneciera heroicamente fiel; y su ejemplo nos guía aún por los caminos de la ascesis, en la que
brilla con gran esplendor por su pobreza, castidad y obediencia.

Ante todo, observad la pobreza del humilde Cura de Ars, digno émulo de San Francisco de Asís, de quien
fue fiel discípulo en la Orden Tercera [18]. Rico para dar a los demás, mas pobre para sí, vivió con total
despego de los bienes de este mundo y su corazón verdaderamente libre se abría generosamente a todas
las miserias materiales y espirituales que a él llegaban. «Mi secreto —decía él — es sencillísimo: dar todo
y no conservar nada» [19]. Su desinterés le hacía muy atento hacia los pobres, sobre todo a los de su
parroquia, con los cuales mostraba una extremada delicadeza, tratándolos «con verdadera ternura, con
muchas atenciones y, en cierto modo, con respeto»[20]. Recomendaba que nunca se dejara atender a los
pobres, pues tal falta sería contra Dios; y cuando un pordiosero llamaba a su puerta, se consideraba feliz
en poder decirle, al acogerlo con bondad: «Yo soy pobre como vosotros; hoy soy uno de los
vuestros» [21]. Al final de su vida, le gustaba repetir: «Estoy contentísimo; ya no tengo nada y el buen Dios
me puede llamar cuando quiera»[22].

Por todo esto podréis comprender, Venerables Hermanos, con qué afecto exhortamos a Nuestros caros
hijos en el sacerdocio católico a que mediten este ejemplo de pobreza y caridad. «La experiencia cotidiana
demuestra —escribía Pío XI pensando precisamente en el Santo Cura de Ars —, que un sacerdote
verdadera y evangélicamente pobre hace milagros de bien en el pueblo cristiano»[23]. Y el mismo
Pontífice, considerando la sociedad contemporánea, dirigía también a los sacerdotes este grave aviso:
«En medio de un mundo corrompido, en el que todo se vende y todo se compra, deben mantenerse (los
sacerdotes) lejos de todo egoísmo, con santo desprecio por las viles codicias de lucro, buscando almas,
no dinero; buscando la gloria de Dios, no la propia gloria»[24].

Queden bien esculpidas estas palabras en el corazón de todos los sacerdotes. Si los hay que
legítimamente poseen bienes personales, que no se apeguen a ellos. Recuerden, más bien, la obligación
enunciada en el Código de Derecho Canónico, a propósito de los beneficios eclesiásticos, de destinar lo
sobrante para los pobres y las causas piadosas[25]. Y quiera Dios que ninguno merezca el reproche del
Santo Cura a sus ovejas: «¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de
hambre!» [26]. Mas Nos consta que hoy muchos sacerdotes viven efectivamente en condiciones de
pobreza real. La glorificación de uno de ellos, que voluntariamente vivió tan despojado y que se alegraba
con el pensamiento de ser el más pobre de la parroquia [27], les servirá de providencial estímulo para
renunciar a sí mismos en la práctica de una pobreza evangélica. Y si Nuestra paternal solicitud les puede
servir de algún consuelo, sepan que Nos gozamos vivamente por su desinterés en servicio de Cristo y de
la Iglesia.

Verdad es que, al recomendar esta santa pobreza, no entendemos en modo alguno, Venerables
Hermanos, aprobar la miseria a la que se ven reducidos, a veces, los ministros del Señor en las ciudades
o en las aldeas. En el Comentario sobre la exhortación del Señor al desprendimiento de los bienes de este
mundo, San Beda el Venerable nos pone precisamente en guardia contra toda interpretación abusiva:
«Mas no se crea —escribe— que esté mandado a los santos el no conservar dinero para su uso propio o
para los pobres; pues se lee que el Señor mismo tenía, para formar su Iglesia, una caja... ; sino más bien
que no se sirva a Dios por esto, ni se renuncie a la justicia por temor a la pobreza» [28]. Por lo demás el
obrero tiene derecho a su salario [29]; y Nos, al hacer Nuestra la solicitud de Nuestro inmediato
Predecesor [30], pedimos con insistencia a todos los fieles que respondan con generosidad al llamamiento
de los Obispos, con tanta razón preocupados por asegurar a sus colaboradores los convenientes recursos.

San Juan María Vianney, pobre en bienes, fue igualmente mortificado en la carne. «No hay sino una
manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio —decía— y es darse
enteramente»[31]. Y durante toda su vida practicó en grado heroico la ascesis de la castidad.

37
Su ejemplo en este punto aparece singularmente oportuno, pues en muchas regiones, por desgracia, los
sacerdotes están obligados, a vivir, por razón de su oficio, en un mundo en el que reina una atmósfera de
excesiva libertad y sensualidad. Y es demasiado verdadera para ellos la expresión de Santo Tomás de
Aquino: «Es a veces muy difícil vivir bien en la cura de almas, por razón de los peligros exteriores»[32].
Añádase a ello que muchas veces se hallan moralmente solos, poco comprendidos y poco sostenidos por
los fieles a los que se hallan dedicados. A todos, pero singularmente a los más aislados y a los más
expuestos, Nos les dirigimos aquí un cálido llamamiento para que su vida íntegra sea un claro testimonio
rendido a esta virtud que San Pío X llamaba «ornamento insigne de nuestro Orden»[33]. Y con viva
insistencia, Venerables Hermanos, os recomendamos que procuréis a vuestros sacerdotes, en la mejor
forma posible, condiciones de vida y de trabajo tales que sostengan su generosidad. Necesario es, por lo
tanto, combatir a toda costa los peligros del aislamiento, denunciar las imprudencias, alejar las tentaciones
de ocio o los peligros de exagerada actividad. Recuérdese también, a este propósito, las magníficas
enseñanzas de Nuestro Predecesor en su encíclica Sacra Virginitas [34].

En su mirada brillaba la castidad, se ha dicho del Cura de Ars [35]. En verdad, quien le estudia queda
maravillado no sólo por el heroísmo con que este sacerdote redujo su cuerpo a servidumbre[36], sino
también por el acento de convicción con que lograba atraer tras de sí la muchedumbre de sus penitentes.
El conocía, a través de una larga práctica del confesionario, las tristes ruinas de los pecados de la carne:
«Si no hubiera algunas almas puras —suspiraba— para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos
castigados». Y hablando por experiencia, añadía a su llamamiento esta advertencia fraternal: «¡La
mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ...
¡En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso!»[37].

Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de
corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es
puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente
del amor que es Dios». ¡Gran beneficio para la sociedad el tener en su seno hombres que, libres de las
preocupaciones temporales, se consagran por completo al servicio divino y dedican a sus propios
hermanos su vida, sus pensamientos y sus energías! ¡Gran gracia para la Iglesia los sacerdotes fieles a
esta santa virtud! Con Pío XI, Nos la consideramos como «la gloria más pura del sacerdocio católico y
como la mejor respuesta a los deseos del Corazón Sacratísimo de Jesús y sus designios sobre el alma
sacerdotal»[38]. En estos designios del amor divino pensaba el Santo Cura de Ars, cuando exclamaba: «El
sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» [39].

Del espíritu de obediencia del Santo son innumerables los testimonios, pudiendo afirmarse que para él la
exacta fidelidad al promitto de la Ordenación fue la ocasión para una renuncia continuada durante
cuarenta años. En efecto; durante toda su vida aspiró a la soledad de un santo retiro y la responsabilidad
pastoral le fue carga demasiado pesada, de la que muchas veces intentó liberarse. Mas su obediencia
total al Obispo fue todavía más admirable. Escuchemos, Venerables Hermanos, algunos testigos de su
vida: «Desde la edad de quince años —dice uno de ellos— este deseo (de la soledad) estaba en su
corazón, para atormentarlo y quitarle las alegrías de que hubiere podido disfrutar en su posesión» [40];
pero «Dios no permitió —afirma otro— que pudiera realizar su designio, pues la divina Providencia quería
indudablemente que, al sacrificar su propio gusto a la obediencia, el placer al deber, tuviese en ello
Vianney una continua ocasión para vencerse a sí mismo»[41]. Y un tercero concluye que «Vianney
continuó siendo Cura de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte» [42].

Esta sumisión total a la voluntad de sus Superiores era —justo es precisarlo bien— totalmente
sobrenatural en sus motivos: era un acto de fe en la palabra de Cristo que dice a sus apóstoles: «Quien a
vosotros oye, a mí me oye»[43]; y para permanecer fiel a ello, continuamente se ejercitaba en renunciar a
su voluntad, aceptando el duro ministerio del confesionario y todas las demás tareas cotidianas en las que
la colaboración entre compañeros hace más fructuoso el apostolado.

Nos place presentar aquí esta rígida obediencia como ejemplo para los sacerdotes, con la confianza de
que comprenderán toda su grandeza, logrando, el placer espiritual de ella. Mas si alguna vez estuvieran
tentados a dudar de la importancia de esta virtud capital, hoy tan desconocida, sepan que en contra están
las claras y precisas afirmaciones de Pío XII, quien aseveró que «la santidad de la vida propia, y la eficacia
del apostolado se fundan y se apoyan, como sobre sólido cimiento, en el respeto constante y fiel a la
sagrada Jerarquía»[44]. Y bien recordáis, Venerables Hermanos, la energía con que Nuestros últimos
38
Predecesores denunciaron los grandes peligros del espíritu de independencia en el clero, así en lo relativo
a la enseñanza doctrinal como en lo tocante a métodos de apostolado y a la disciplina eclesiástica.

Ya no queremos insistir más sobre este punto. Preferimos más bien exhortar a Nuestros hijos sacerdotes a
que desarrollen en sí mismos el sentimiento filial de pertenecer a la Iglesia, nuestra Madre. Se decía del
Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como, brizna de paja perdida en ardiente
brasero. Sacerdotes de Jesucristo, estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu
Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obramos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos
ha conferido; gocemos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser
servida[45].

II. ORACIÓN Y CULTO EUCARÍSTICO

Hombre de penitencia, San Juan María Vianney había comprendido igualmente que «el sacerdote ante
todo ha de ser hombre de oración»[46]. Todos conocen las largas noches de adoración que, siendo joven
cura de una aldea, entonces poco cristiana, pasaba ante el Santísimo Sacramento.

El tabernáculo de su Iglesia se convirtió muy pronto en el foco de su vida personal y de su apostolado, de


tal suerte que no sería posible recordar mejor la parroquia de Ars, en los tiempos del Santo, que con estas
palabras de Pío XII sobre la parroquia cristiana: «El centro es la iglesia, y en la iglesia el tabernáculo, y a
su lado el confesionario: allí las almas muertas retornan a la vida y las enfermas recobran la salud»[47].

A los sacerdotes de hoy, tan fácilmente atraídos por la eficacia de la acción y tan fácilmente tentados por
un peligroso activismo, ¡cuán saludable es este modelo de asidua oración en una vida íntegramente
consagrada a las necesidades de las almas! «Lo que nos impide a los sacerdotes —decía— ser santos es
la falta de reflexión; no entra uno en sí mismo; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión, la
oración, la unión con Dios?». Y él mismo —afirma uno de sus contemporáneos— se hallaba en estado de
continua oración, sin que de él lo distrajeran ni la pesada fatiga de las confesiones ni las demás
obligaciones pastorales. «Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente
ocupada» [48].

Escuchémoslo aún. Inagotable es cuando habla de las alegrías y de los beneficios de la oración. «El
hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios»[49]. «¡Cuántas almas podríamos
convertir con nuestras oraciones!» [50]. Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la
tierra»[51]. Felicidad ésta que el mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada iluminada por la fe
contemplaba los misterios divinos y, con la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y
pura hacia la Santísima Trinidad, objeto supremo de su amor. Y los peregrinos que llenaban la iglesia de
Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secreto de su vida interior en aquella
frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la
presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!»[52].

Nos quisiéramos, Venerables Hermanos, que todos los sacerdotes de vuestras diócesis se dejaran
convencer por el testimonio del Santo Cura de Ars, de la necesidad de ser hombres de oración y de la
posibilidad de serlo, por grande que sea el peso, a veces agobiante, de las ocupaciones ministeriales. Mas
se necesita una fe viva, como la que animaba a Juan María Vianney y que le llevaba a hacer maravillas:
«¡Qué fe! —exclamaba uno de sus compañeros—, con ella bastaría para enriquecer a toda una
diócesis»[53].

Esta fidelidad a la oración es, por lo demás, para el sacerdote un deber de piedad personal, donde la
sabiduría de la Iglesia ha precisado algunos puntos importantes, como la oración mental cotidiana, la visita
al Santísimo Sacramento, el Rosario y el examen de conciencia [54]. Y es también una estricta obligación
contraída con la Iglesia, la tocante al rezo cotidiano del Oficio divino [55]. Tal vez por haber descuidado
algunas de estas prescripciones, algunos miembros del Clero poco a poco se han visto víctimas de la
inestabilidad exterior, del empobrecimiento interior y expuestos un día, sin defensa, a las tentaciones de la
vida. Por lo contrario, «trabajando continuamente por el bien de las almas, Vianney no olvidaba la suya. Se
santificaba a sí mismo, para mejor poder santificar a los demás»[56].

39
Con San Pío X «tenemos, pues, que estar persuadidos de que el sacerdote, para poder estar a la altura de
su dignidad y de su deber, necesita darse de lleno a la oración... Mucho más que nadie, debe obedecer al
precepto de Cristo: Es preciso orar siempre, precepto del que San Pablo se hace eco con tanta insistencia:
Perseverar en la oración, velando en ella con acción de gracias. Orad sin cesar»[57]. Y de buen grado,
como para concluir este punto, hacemos Nuestra la consigna que Nuestro inmediato Predecesor Pío XII,
ya en el alba de su Pontificado, daba a los sacerdotes: «¡Orad, orad más y más, orad con mayor
insistencia»[58].

La oración del Cura de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su iglesia,
donde le retenían sus innumerables, penitentes, era, sobre todo, una oración eucarística. Su devoción a
nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, era verdaderamente extraordinaria: «Allí
está —decía— Aquel que tanto nos ama; ¿por qué no habremos de amarle nosotros?» [59]. Y ciertamente
que él le amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el Sagrario: «No es necesario hablar mucho
para orar bien —así explicaba a sus parroquianos—. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo
Tabernáculo: abrámosle el corazón, alegrémonos de su presencia. Esta es la mejor oración»[60]. En todo
momento inculcaba él a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia eucarística, invitándoles a
acercarse con frecuencia a la santa mesa, y él mismo les daba ejemplo de esta tan profunda piedad:
«Para convencerse de ello —refieren los testigos— bastaba verle celebrar la santa Misa, y verle cómo se
arrodillaba cuando pasaba ante el Tabernáculo»[61].

«El admirable ejemplo del Santo Cura de Ars conserva también hoy todo su valor», afirma Pío XII  [62]. En
la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La
adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los
hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan sucesivamente al
sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y hacia los hombres que
esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el
sacerdote aumenta su vida espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más
valerosos.

Es preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta piedad de sus sacerdotes
y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma—
dadles personalmente el primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sacerdote arrodillado ante el
tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el pueblo ejemplo de edificación, una
advertencia, una invitación para que el pueblo le imite»[63]. La oración fue, por excelencia, el arma
apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.

Mas no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la palabra, es el Santo
Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables Hermanos, especialmente sobre este punto, porque
toca a uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.

Y no es que tengamos intención de repetir aquí la exposición de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre
el sacerdocio y el sacrificio eucarístico; Nuestros Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales
documentos, han recordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos resta sino exhortaros a que los
hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así es como se disiparán
las incertidumbres y audacias de pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.

Mas conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profundo con que, el Santo Cura de Ars, heroicamente
fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser propuesto a los pastores de almas como ejemplo
suyo, y ser proclamado su celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter
del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico,
éste no cesará, en todo el decurso de su vida, de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal
santificación. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.

De hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial, sino el de realizar,
doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y
purificado? Precisamente entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha
recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación realizada sobre el
Calvario para la redención del mundo y para la glorificación de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al
40
Padre celestial la Víctima divina por medio del sacerdote y aprenden a inmolarse ellos mismos como
«hostias vivas, santas, gratas a Dios» [64]. Allí es donde el pueblo de Dios, iluminado por la predicación de
la fe, alimentado por el cuerpo de Cristo, encuentra su vida, su crecimiento y, sí es necesario, refuerza su
unidad. Allí es, en una palabra, donde por generaciones y generaciones, en todas las tierras del mundo, se
construye en la caridad el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

A este propósito, puesto que el Santo Cura de Ars cada día estuvo más exclusivamente entregado a la
enseñanza de la fe y a la purificación de las conciencias, y porque todos los actos de su ministerio
convergían hacia el altar, su vida debe ser proclamada como eminentemente sacerdotal y pastoral. Verdad
les que en Ars los pecadores afluían espontáneamente a la iglesia, atraídos por la fama espiritual del
pastor, mientras otros sacerdotes han de emplear esfuerzos muy largos y laboriosos para reunir a su grey;
verdad es también que otros tienen un cometido más misionero, y se encuentran apenas en el primer
anuncio de la buena nueva del Salvador; mas estos trabajos apostólicos y, a veces, tan difíciles no pueden
hacer olvidar a los apóstoles el fin al que deben tender y al que llegaba el Cura de Ars cuando en su
humilde iglesia rural se consagraba a las tareas esenciales de la acción pastoral.

Más aún. Toda la santificación personal del sacerdote ha de modelarse sobre el sacrificio que celebra,
según la invitación del Pontifical Romano: «Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis». Mas cedamos
aquí la palabra a Nuestro, inolvidable Predecesor en su exhortación Menti Nostrae: «Como toda la vida del
Salvador estuvo orientada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote —que debe
reproducir en sí mismo la imagen de Cristo—, debe ser con El, por El y en El un sacrificio aceptable... Por
lo tanto, no se contentará con celebrar la Santa Misa, sino que la vivirá íntimamente; sólo de esta manera
podrá alcanzar la fuerza sobrenatural que le transformará y le hará participar en cierto modo de la vida de
expiación del mismo Divino Redentor»[65]. Y el mismo Pontífice concluía así: «El sacerdote debe tratar de
reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su
ministro debe inmolarse con El; así como Jesús expía los pecados de los hombres, también él, siguiendo
el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación»[66].

La Iglesia tiene presente esta elevada doctrina cuando invita a sus ministros a una vida de ascesis y les
recomienda que celebren con profunda piedad el sacrificio eucarístico. Y ¿no es tal vez por no haber
comprendido bastante bien el estrecho nexo, y casi reciprocidad que une el don cotidiano de sí mismo con
la obligación de la Misa por lo que algunos sacerdotes poco a poco han llegado a perder la prima
caritas de la Ordenación? Tal era la experiencia del Cura de Ar. «La causa —decía— de la tibieza en el
sacerdocio es que no se pone atención a la Misa». Y el Santo, que, tenía esta «costumbre de ofrecerse en
sacrificio por los pecadores»[67], derramaba abundantes lágrimas «pensando en la desgracia de los
sacerdotes que no corresponden a la santidad de su vocación»[68].

Con afecto paternal, Nos pedimos a Nuestros amados sacerdotes que periódicamente se examinen sobre
la forma en que celebran los santos misterios, y sobre las espirituales disposiciones con que ascienden al
altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él. El Centenario de este admirable sacerdote, que
del «consuelo y fortuna de celebrar la santa Misa»[69] lograba ánimos para su propio sacrificio, les invita a
ello; Nos abrigamos la firme esperanza de que su intercesión les obtendrá abundantes gracias de luz y de
fuerza.

III. CELO PASTORAL

La vida fervorosa de ascesis y oración, de que os hemos hablado, Venerables Hermanos, manifiesta
además el secreto del celo pastoral de San Juan María Vianney y la sorprendente eficacia sobrenatural de
su ministerio. «Recuerde, además, el sacerdote —escribía Nuestro Predecesor, de f.m., Pío XII— que su
ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción
por el espíritu de Cristo»[70]. La vida del Cura de Ars confirma una vez más esta gran ley de todo
apostolado, fundado en la palabra misma de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer»[71].

Es evidente que no se trata aquí de recordar toda la admirable historia de este humilde cura de pueblo,
cuyo confesionario durante treinta años se vio asediado por multitudes tan numerosas que algunos
espíritus fuertes de la época osaron acusarle de perturbar el siglo XIX [72], tampoco creemos oportuno
tratar aquí de sus métodos de apostolado, no siempre aplicables al apostolado contemporáneo. Nos basta
recordar sobre este punto que el Santo Cura fue en su tiempo un modelo de celo pastoral en aquella aldea
41
de Francia, donde la fe y las costumbres se resentían todavía de los trastornos de la Revolución. «No, hay
mucho amor de Dios en esa parroquia; ya lo introducirá usted»[73], le dijeron al enviarle a ella. Apóstol
infatigable, lleno de iniciativas para ganar la juventud y santificar los hogares, atento a las humanas
necesidades de sus ovejas, cercano a su vida, solícito en prodigarse sin medida por la fundación de
escuelas cristianas y en favor de las misiones parroquiales, él fue, en verdad, para su pequeña grey, el
buen pastor que conoce a sus ovejas, que las libera de los peligros y las guía con autoridad y con
prudencia. Sin darse cuenta, tejía tal vez su propio elogio, cuando así exclamó en uno de sus sermones:
«Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede
conceder a una parroquia»[74].

El ejemplo del Cura de Ars conserva un valor permanente y universal en tres puntos esenciales que Nos
place, Venerables Hermanos, proponer ahora a vuestra consideración.

Lo que primeramente llama la atención es el sentido profundo que él tenía de su responsabilidad pastoral.
La humildad y el conocimiento sobrenatural que tenía sobre el valor de las almas, le hicieron llevar con
temor su oficio de párroco. «Amigo mío —confiaba en cierto día a un compañero—, ¡no sabéis lo que es
para un párroco presentarse ante el tribunal de Dios!»[75]. Y bien conocido es su deseo, que tanto tiempo
le atormentó, de retirarse a un lugar solitario para llorar allí su pobre vida, y cómo la obediencia y el celo de
las almas le hicieron volver cada vez a su puesto.

Pero si en algunos momentos estuvo tan agobiado por la carga que le resultaba excepcionalmente
pesada, fue, en verdad, a causa de la idea heroica que tenía de su deber y de su responsabilidad de
pastor. «Dios mío —oraba en sus, primeros años—, concededme la conversión de mi parroquia; acepto
sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida» [76]. Obtuvo del cielo aquella conversión. Pero más
tarde declaraba: «Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto
me hubiese muerto de aprensión» [77]. A ejemplo de los apóstoles de todos los tiempos, veía en la cruz el
gran medio sobrenatural para cooperar a la salvación de las almas que le estaban confiadas. Sin
lamentarse, por ellas sufría las calumnias, las incomprensiones, las contradicciones; por ellas aceptó el
verdadero martirio físico y moral de una presencia casi ininterrumpida en el confesionario, día por día,
durante treinta años; por ellas luchó como atleta del Señor contra los poderes infernales; por ellas,
mortificó su cuerpo. Y bien conocida es la respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de
la poca eficacia de su ministerio: «Habéis orado, habéis llorado, gemido y suspirado. Pero ¿habéis
ayunado, habéis velado, habéis dormido en el suelo, os habéis disciplinado? Mientras a ello no neguéis,
no creáis haberlo hecho todo» [78].

Nos dirigimos a todos los sacerdotes con cura de almas y les conjuramos a que escuchen estas palabras
tan vehementes. Cada uno, según la sobrenatural prudencia que debe siempre regular nuestras acciones,
examine su propia conducta con relación al pueblo confiado a su pastoral solicitud. Sin dudar nunca de la
divina misericordia que viene en ayuda de nuestra debilidad, considere a la luz de los ejemplos de San
Juan María Vianney su propia responsabilidad. «La gran desgracia para nosotros los párrocos —deploraba
el Santo— es que el alma se atrofia», y él entendía por esto un peligroso habituarse del pastor al estado
de pecado en que viven muchas de sus ovejas. Y aún más, para mejor seguir en la escuela del Cura de
Ars, que «estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles» [79], que cada
uno se pregunte a sí mismo, sobre la caridad de que está animado hacia aquellos por los que ha de
responder ante Dios y por los que Cristo murió.

Bien es cierto que la libertad de los hombres o determinados acontecimientos independientes de su


voluntad pueden a veces oponerse a los esfuerzos de los mayores santos. Pero el sacerdote tiene el
deber de recordar que, según los designios insondables de la Divina Providencia, la suerte de muchas
almas está ligada a su celo pastoral y al ejemplo de su vida. Y este pensamiento ¿no bastará para
provocar una saludable inquietud en los tibios y para estimular a los más fervorosos?

«Siempre dispuesto a responder a las necesidades de las almas»[80], San Juan María Vianney brilló como
buen pastor en procurarles con abundancia el alimento primordial de la verdad religiosa. Durante toda su
vida fue predicador y catequista.

Bien conocido es el trabajo ímprobo y perseverante que se impuso para satisfacer plenamente a este
deber de oficio, primum et maximum officium, según el Concilio de Trento. Sus estudios, hechos
42
tardíamente, fueron laboriosos; y sus sermones le costaron al principio muchas vigilias. Pero ¡qué ejemplo
para los ministros de la palabra de Dios! Algunos se apoyarían de buen grado en la poca instrucción de
San Juan María, para disculparse a sí mismos de la falta de interés por los estudios. Mejor sería que
imitasen el esfuerzo del Santo Cura, para hacerse digno de un tan gran ministerio, según la medida de los
dones que le habían sido conferidos; por otra parte, éstos no eran tan escasos como a veces se anda
diciendo, porque «él tenía una inteligencia muy serena y clara»[81]. En todo caso, cada sacerdote tiene el
deber de adquirir y cultivar los conocimientos generales y la ciencia teológica proporcionada a su
capacidad y a sus funciones. ¡Quiera Dios que los pastores de almas hagan siempre cuanto el Cura de Ars
hizo para desarrollar las posibilidades de su inteligencia y memoria. y sobre todo para sacar luces del libro
más rico de ciencia que pueda leerse, la cruz de Cristo! Su Obispo decía de él a algunos de sus
detractores: «No sé si es docto, pero es claro» [82].

Con mucha razón, pues, Nuestro Predecesor, de f. m., Pío XII, no dudaba en señalar a este humilde cura
de pueblo como modelo para los predicadores de la Ciudad Eterna. «El Santo Cura de Ars no tenía
ciertamente el genio natural de un Segneri o de un Bossuet, pero la convicción viva, clara, profunda de que
estaba animado, vibraba, brillaba en sus ojos, sugería a su fantasía y a su sensibilidad ideas, imágenes,
comparaciones justas, apropiadas, deliciosas, que habrían cautivado a un San Francisco de Sales. Tales
predicadores conquistan verdaderamente a su auditorio. Quien está lleno de Cristo, no encontrará difícil
ganar a los demás para Cristo»[83]. Estas palabras describen maravillosamente al Cura de Ars como
catequista y predicador. Y cuando, al final ya de su vida, su voz debilitada no podía llegar a todo el
auditorio, todavía su mirada de fuego, sus lágrimas, sus exclamaciones de amor a Dios, y sus expresiones
de dolor ante el solo pensamiento del pecado, convertían a los fieles aglomerados a los pies del púlpito.
¿Cómo no quedar cautivados por el testimonio de una vida tan totalmente consagrada al amor de Cristo?

Hasta su santa muerte, San Juan María Vianney fue de ese modo fiel en instruir a su pueblo y a los
peregrinos que llenaban su iglesia, denunciando «opportune, importune»[84] el mal bajo todas sus formas
y, sobre todo, elevando las almas hacia Dios, porque «prefería mostrar el aspecto atrayente de la virtud
más bien que la fealdad del vicio»[85]. Este humilde sacerdote había en realidad comprendido en grado no
común la dignidad y la grandeza del ministerio de la palabra de Dios: «Nuestro Señor que es la misma
Verdad —decía— no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo».

Bien se comprende, pues, la alegría de Nuestros Predecesores al ofrecer este pastor de almas como
modelo a los sacerdotes, porque es de suma importancia que el clero sea, siempre y doquier, fiel a su
deber de enseñar. «Importa mucho —decía a propósito San Pío X— asentar bien e insistir en este punto
esencial: que para todo sacerdote éste es el deber más grave, más estricto, que le obliga»[86].

Este vibrante llamamiento, constantemente renovado por Nuestros Predecesores, y del que se hace eco el
Derecho Canónico [87], también Nos, a Nuestra vez, os lo dirigimos, Venerables Hermanos, en este
Centenario del santo catequista y predicador de Ars. Estimulamos los intentos, hechos con prudencia y
bajo vuestra vigilancia, en diversos países para mejorar las condiciones de la enseñanza religiosa, así
para jóvenes como para adultos, en sus diferentes formas y teniendo cuenta de los diversos ambientes.
Mas, por muy útiles que sean tales trabajos, Dios nos recuerda en este Centenario del Cura de Ars el
irresistible poder apostólico de un sacerdote que, tanto con su vida como con sus palabras, da testimonio
de Cristo crucificado «non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et
virtutis»[88].

Nos queda, finalmente, evocar, en la vida de San Juan María Vianney, aquella forma de ministerio
pastoral, que le fue como un largo martirio, y es su gloria: la administración del sacramento de la
Penitencia donde brilló con particular esplendor y produjo frutos muy copiosos y saludables.
«Ordinariamente pasaba él unas quince horas en el confesionario. Este trabajo cotidiano comenzaba a la
una o dos de la mañana y no terminaba si no de noche» [89]. Y cuando cayó, agotado ya, cinco días antes
de su muerte, los últimos penitentes se apiñaban junto a la cabecera del moribundo. Se calcula que hacia
el final de su vida el número anual de los peregrinos alcanzaba la cifra de ochenta mil.[90]

Con dificultad se imaginan las molestias, las incomodidades, los sufrimientos físicos de estas interminables
"sentadas" en el confesionario para un hombre ya agotado, por los ayunos, mortificaciones, enfermedades,
falta de reposo y de sueño. Pero, sobre todo, él estuvo moralmente como oprimido por el dolor. Escuchad
este lamento suyo: «Se ofende tanto al buen Dios, que vendría la tentación de invocar el fin del mundo.
43
Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer
sino llorar y rezar». Se olvidaba el Santo de añadir que también él tomaba sobre sí mismo una parte de la
expiación: «Cuanto a mí —confiaba a uno que lo pedía consejo— les señalo una pequeña penitencia, y el
resto lo cumplo yo en su lugar»[91].

Y en verdad que el Cura de Ars no vivía sino para los pobres pecadores, como él decía, con la esperanza
de verlos convertirse y llorar. Su conversión era el fin al que convergían todos sus pensamientos y la obra
en la que consumía todo su tiempo y todas sus fuerzas [92]. Y todo esto porque bien conocía él por la
práctica del confesionario toda la malicia del pecado y sus ruinas espantosas en el mundo de las almas.
Hablaba de ello en términos terribles: «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado
mortal, nos moriríamos de terror»[93]

Mas lo acerbo de su pena y la vehemencia de su palabra provienen menos del temor de las penas eternas
que amenazan al pecador impenitente, que de la emoción experimentada por el pensamiento del amor
divino desconocido y ofendido. Ante la obstinación del pecador y su ingratitud hacia un Dios tan bueno, las
lágrimas manaban de sus ojos. «Oh, amigo mío –decía—, lloro yo precisamente por lo que no lloráis
vos»[94]. En cambio, ¡con qué delicadeza y con qué fervor hace renacer la esperanza en los corazones
arrepentidos! Para ellos se hace incansablemente ministro de la misericordia divina, la cual, como él decía,
es poderosa «como, un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso»[95] y más tierna que la
solicitud de una madre, porque Dios está «pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar
del fuego a un hijo suyo»[96].

Los pastores de almas se esforzarán, pues, a ejemplo del Cura de Ars, por consagrarse, con competencia
y entrega, a este ministerio tan importante, porque fundamentalmente es aquí donde la misericordia divina
triunfa sobre la malicia de los hombres y donde el pecador se reconcilia con su Dios.

Téngase también presente que Nuestro predecesor Pío XII ha condenado con fuertes palabras la opinión
errónea, según la cual no se habría de tener muy en cuenta la confesión de los pecados veniales: «Para
progresar cada día con mayor fervor en el camino de la perfección, queremos recomendar con mucho
encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración
del Espíritu Santo»[97]. Finalmente, Nos queremos confiar que los ministros del Señor serán ellos mismos
los primeros, según las prescripciones del Derecho Canónico [98], en acudir regular y fervientemente al
sacramento de la Penitencia, tan necesario para su propia santificación, y que tendrán muy en cuenta las
apremiantes insistencias de Pío XII, que muchas veces y entrañablemente creyó deber suyo el dirigirles
sobre esto[99].

CONCLUSIÓN

Al terminar esta Carta, Venerables Hermanos, deseamos deciros toda Nuestra muy dulce esperanza de
que, con la gracia de Dios, este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars pueda despertar en cada
sacerdote el deseo de cumplir más generosamente su ministerio y, sobre todo, su «primer deber de
sacerdote, esto es, el deber de alcanzar la propia santificación»[100].

Cuando, desde estas alturas del Supremo Pontificado, donde la Providencia Nos ha querido colocar,
consideramos la inmensa expectación de las almas, los graves problemas de la evangelización en tantos
países y las necesidades religiosas de las poblaciones cristianas, siempre y doquier se presenta a Nuestra
mirada la figura del sacerdote. Sin él, sin su acción cotidiana, ¿qué sería de las iniciativas, aun las más
adaptadas a las necesidades de la hora presente? ¿Qué harían aún los más generosos apóstoles del
laicado? Y precisamente a estos sacerdotes tan amados y sobre los que se fundan tantas esperanzas
para el progreso de la Iglesia, Nos atrevemos a pedirles, en nombre de Cristo Jesús, una íntegra fidelidad
a las exigencias espirituales de su vocación sacerdotal.

Avaloren Nuestro llamamiento estas palabras, llenas de sabiduría, de San Pío X: «Para hacer reinar a
Jesucristo en el mundo, ninguna cosa es tan necesaria como la santidad del clero, para que con su
ejemplo, con la palabra y con la ciencia sea guía de los fieles» [101]. Casi lo mismo decía San Juan María
Vianney a su Obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros
párrocos».

44
A vosotros, Venerables Hermanos, que tenéis la responsabilidad de la santificación de vuestros
sacerdotes, os recomendamos que les ayudéis en las dificultades, a veces muy graves, de su vida
personal y de su ministerio. ¿Qué, no puede hacer un Obispo que ama a sus sacerdotes, si se ha
conquistado su confianza, si los conoce, si los sigue de cerca y los guía con autoridad siempre firme y
siempre paternal? Pastores de todas las diócesis, sedlo sobre todo y de modo particular para quienes tan
estrechamente colaboran con vosotros y con quienes os unen vínculos tan sagrados.

A todos los fieles pedimos también en este año centenario, que rueguen por los sacerdotes y que
contribuyan, en cuanto puedan, a su santificación. Hoy los cristianos fervientes esperan mucho del
sacerdote. Ellos quieren ver en él —en un mundo donde triunfan el poder del dinero, la seducción de los
sentidos, el prestigio de la técnica— un testigo del Dios invisible, un hombre de fe, olvidado de sí mismo y
lleno de caridad. Sepan tales cristianos que ellos pueden influir mucho en la fidelidad de sus sacerdotes a
tal ideal, con el religioso respeto a su carácter sacerdotal, con una más exacta comprensión de su labor
pastoral y de sus dificultades y con una más activa colaboración a su apostolado.

Finalmente, dirigimos una mirada llena de afecto y repleta de esperanza a la juventud cristiana. La mies es
mucha, mas los operarios son pocos[102]. En muchas regiones los apóstoles, consumidos por las fatigas,
con vivísimo deseo esperan a quien les sustituirá. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual, mucho
más grave aún que la material; ¿quién les llevará el celestial alimento de la verdad y de la vida? Tenemos
firme confianza de que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento
del Maestro que la de los tiempos pasados. No cabe duda de que a veces la situación del sacerdote es
difícil. No es de maravillar que sea el primer expuesto en la persecución de los enemigos de la Iglesia,
porque, decía el Cura de Ars, cuando se trata de destruir la religión, se comienza atacando al sacerdote.
Mas, no obstante estas gravísimas dificultades, nadie dude de la suerte, altamente dichosa que es la
herencia del sacerdote fervoroso, llamado por Jesús Salvador a colaborar en la más santa de las
empresas: la redención de las almas y el crecimiento del Cuerpo Místico. Las familias cristianas valoren,
pues, su responsabilidad, y con alegría y agradecimiento den sus hijos para el servicio de la Iglesia. No
pretendemos desarrollar aquí este llamamiento, que también es el vuestro, Venerables Hermanos. Porque
estamos bien seguros de que comprenderéis y participaréis en la angustia de Nuestro corazón y en la
fuerza de convicción que en Nuestras palabras desearíamos poner. A San Juan María Vianney confiamos
esta causa tan grave, de la cual depende lo futuro de tantos millares de almas.

Y ahora dirigimos Nuestra mirada hacia la Virgen Inmaculada. Poco antes de que el Cura de Ars terminase
su carrera tan llena de méritos. Ella se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y
pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien
conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era
anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de
Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima
Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta
fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854 [103].

También Nos complacemos en unir Nuestro pensamiento y Nuestra gratitud hacia Dios en estos dos
Centenarios, de Lourdes y de Ars, que providencialmente se suceden y que tanto honran a la Nación
querida de Nuestro corazón, a la que pertenecen aquellos lugares santísimos. Acordándonos de los
muchos beneficios recibidos y con la esperanza de nuevos favores, hacemos Nuestra la invocación
mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:

«Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios!
¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón
Inmaculado!» [104].

Con la viva esperanza de que este Centenario de la muerte de San Juan María Vianney pueda suscitar en
todo el mundo una renovación de fervor entre los sacerdotes y entre los jóvenes llamados al sacerdocio, y
consiga también atraer, más viva y operante, la atención de todo fiel hacia los problemas que se refieren a
la vida y al ministerio de los sacerdotes, a todos, y en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos,
impartimos de corazón, como prenda de las gracias celestiales y testimonio de Nuestra benevolencia, la
Bendición Apostólica.

45
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de agosto de 1959, año primero de Nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII

* AAS 51 (1959) 745-579.

[1] AAS 17 (1925), 224.

[2] Carta apostólica Anno Iubilari: AAS 21 (1929) 313.

[3] Acta Pio X, IV, pp. 237-264.

[4] AAS 28 (1936), 5-53.

[5] AAS 42 (1950), 357-702.

[6] AAS 46 (1954), 131-317, y 666-667.

[7] Cf. Osservatore Romano 17 oct. 1958.

[8] Pontificale Romanum: cf. Jn. 15, 15.

[9] Exhortación Haerent animo; Acta Pii X, 238

[10] Oración de la Misa de la fiesta de S. Juan María Vianney.

[11] Cf. Archivo secreto Vaticano C. SS. Rituum, Processus, t, 227, p. 196.

[12] Alocución Annus sacer: AAS 43 (1950), 29

[13] Ibíd.

[14] Sto. Thomas, Sum. Th. II-II, q. 184, a 8, in. C.

[15] Pío XII: Discurso, 16 de abril 1953: AAS 45 (1953) 288.

[16] Mt 16 24.

[17] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 227, p. 42.

[18] Cf. Ibíd., t. 227, p. 137.

[19] Cf. Ibíd., t. 227, p. 92.

[20] Cf. Ibíd., t. 3897, p. 510.

[21] Cf. Ibid., t. 227, p. 334.

[22] Cf. Ibid., t. 227, p. 305.

[23] Encíclica Divini Redemptoris: AAS 29 (1937), 99.

[24] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.

46
[25] C.I.C., can. 1473.

[26] Cf. Sermons du B. Jean B-M. Vianney, 1909, t. I, 364.

[27] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 91.

[28] In. Lucae evang. Expositio, IV, in c. 12: PL 92, 494-5.

[29] Cf. Lc. 10,7.

[30] Cf. Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 697-699.

[31] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 27 91.

[32] Sto. Tomas, Sum Th., l. c.

[33] Cf. Exhortación Haerent animo: Acta Pii X, 4, 260.

[34] AAS 46 (1954), 161-191.

[35] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 536.

[36] Cf. 1 Cor 9, 27.

[37] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 304.

[38] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.

[39] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 29.

[40] Cf. Ibid., t. 227,p. 74.

[41] Cf. Ibid., t. 227, p. 39.

[42] Cf. Ibid., t. 3895, p.153.

[43] Lc 10, 16.

[44] Exhortación In auspicando: AAS 40 (1948), 375.

[45] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 136.

[46] Cf. Ibid., 227, p. 33.

[47] Discurso, 11 de enero 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di S. S Pio XII, t.14, p. 452.

[48] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 131.

[49] Cf. Ibid., t. 227, p. 1100.

[50] Cf. Ibid., t. 227, p. 54.

[51] Cf. Ibid., t. 227, p. 45

[52] Cf. Ibid., t. 227, p. 29

47
[53] Cf. Ibid., t. 227, p. 976.

[54] C.I.C., can. 125.

[55] Ibid., can. 135.

[56] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 36.

[57] Exhortación Haerent animo: Acta Pii X , 4, 248-249.

[58] Discurso, 24 de junio 1939. AAS 31 (1939), 249.

[59] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 1103.

[60] Cf. Ibid., t. 227, p. 45.

[61] Cf. Ibid., t. 227, p. 459.

[62] Cf. Mensaje, 25 de junio 1956: AAS 48 (1956), 579

[63] Cf. Discurso, 13 de marzo 1943: AAS 35 (1943), 114-115.

[64] Rom 12, 1.

[65] Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 666-667

[66] Ibid., 667-668.

[67] Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 319.

[68] Cf. Ibid., t . 227, p. 47.

[69] Cf. Ibid., pp. 667- 668.

[70] Menti Nostrae, AAS 42 (1950) 676.

[71] Jn 15,5.

[72] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 629.

[73] Cf. Ibid., t. 227, p. 15.

[74] Cf. Sermons, l.c., t 2, 86.

[75] Cf Archivo secreto Vaticano t. 227, p. 1210.

[76] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.

[77] Cf. Ibid., t. 227, p. 991.

[78] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.

[79] Cf. Ibid., t. 227, p. 1002.

[80] Cf. Ibid., t. 227, p. 580.

48
[81] Cf. Ibid., t. 3897, p. 444.

[82] Cf. Ibid., t. 3897, p. 272.

[83] Cf. Discurso, 16 de marzo 1946: AAS 38 (1946), 186.

[84] 2 Tim 4, 2.

[85] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 185.

[86] Cf. Encíclica Acerbo nimis; Acta Pii X, 2, 75.

[87] C.I.C. can. 1330-1332.

[88] 1 Cor 2, 4.

[89] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 18.

[90] Cf. Ibidem.

[91] Cf. Ibid., t. 227, p. 1018.

[92] Cf. Ibid., t. 227, p. 18.

[93] Cf. Ibid., t. 227, p. 290.

[94] Cf. Ibid., t. 227, p. 999.

[95] Cf. Ibid., t. 227, p. 978.

[96] Cf. Ibid., t. 3900, p. 1554.

[97] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235.

[98] C.I.C. can 125 §1.

[99] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235; encíclica Mediator Dei; AAS 39 (1947), 585; exhort.
apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 674.

[100] Exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 677.

[101] Cf. Epist. La ristorazione; Acta Pii X, I, p. 257.

[102] Cf. Mt 9, 37.

[103] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 90.

[104] Cf. Archivo secreto Vaticano,  t. 227, p.1021.

49
CARTA ENCÍCLICA
GRATA RECORDATIO*
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN XXIII
SOBRE EL REZO DEL SANTO ROSARIO

Desde los años de nuestra juventud, a menudo vuelve a nuestro ánimo el grato recuerdo de aquellas
cartas encíclicas[1] que nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII, siempre cerca del mes de
octubre, dirigió muchas veces al mundo católico para exhortar a los fieles, especialmente durante aquel
mes, a la piadosa práctica del santo rosario: encíclicas, varias por su contenido, ricas en sabiduría,
encendidas siempre con nueva inspiración y oportunísimas para la vida cristiana. Eran una fuerte y
persuasiva invitación a dirigir confiadas súplicas a Dios a través de la poderosísima intercesión de la
Virgen Madre de Dios, mediante el rezo del santo rosario. Éste, como todos saben, es una muy excelente
forma de oración meditada, compuesta a modo de mística corona, en la cual las oraciones del «Pater
norter», del «Ave Maria» y del «Gloria Patri» se entrelazan con la meditación de los principales misterios
de nuestra fe, presentando a la mente la meditación tanto de la doctrina de la Encarnación como de la
Redención de Jesucristo, nuestro Señor.

Este dulce recuerdo de nuestra juventud no nos ha abandonado en el correr de los años, ni se ha
debilitado; por el contrario —y lo decimos con toda sencillez—, tuvo la virtud de hacernos cada vez más
querido a nuestro espíritu el santo rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del
año; y que deseamos, sobre todo, rezar con particular piedad en el próximo mes de octubre.

Durante el curso de este primer año —que toca a su fin— de nuestro pontificado nunca Nos faltó ocasión
de exhortar reiteradamente al clero y al pueblo cristiano para elevar públicas y privadas plegarias; mas
ahora pretendemos hacerlo con una más viva exhortación, diríamos conmovida también, por los muchos
motivos que brevemente expondremos en esta nuestra encíclica.

I. En el próximo octubre se cumple el primer aniversario del piadosísimo tránsito de nuestro predecesor
Pío XII, de viva memoria, cuya existencia brilló con tantos y tan grandes méritos. Veinte días después, sin
mérito alguno por nuestra parte, fuimos elevados, por arcano designio de Dios, al supremo Pontificado.
Dos Sumos Pontífices se tienden la mano, como para transmitirse la sagrada herencia de la mística grey y
para proclamar conjuntamente la continuidad de su ansiosa solicitud pastoral y de su amor por todos los
pueblos.

¿No son acaso estas dos fechas —una de tristeza, otra de júbilo— clara demostración ante todos de que,
en medio de las ruinas humanas, el Pontificado romano sobrevive a través de los siglos, aunque cada Jefe
visible de la Iglesia católica, cumplido el tiempo fijado por la Providencia, sea llamado a dejar este destierro
terrenal?

Volviendo la mirada, ya a Pío XII, ya a su humilde sucesor, en quienes se perpetúa el oficio de Supremo
Pastor confiado a San Pedro, los fieles eleven a Dios la misma plegaria: «Ut Domnum Apostolicum et
omnes ecclesiasticos ordines in sancta religione conservare digneris, te rogamus audi nos» (Lit.
Sanctorum.).

Nos complace, además, recordar aquí que también nuestro inmediato predecesor, con la
encíclica Ingruentium malorum [2] exhortó ya a los fieles de todo el mundo, como hacemos Nos ahora, al
piadoso rezo del santo rosario, especialmente en el mes de octubre. En aquella encíclica hay una
advertencia que muy gustosamente repetimos aquí: «Con mayor confianza acudid gozosos a la Madre de
Dios, junto a la cual el pueblo cristiano siempre ha buscado el refugio en las horas de peligro pues Ella ha
sido constituida "causa de salvación para todo el género humano"»[3].

II. El 11 de octubre tendremos suma alegría en hacer entrega del Crucifijo a un nutrido grupo de jóvenes
misioneros que, dejando la patria querida, asumirán la ardua tarea de llevar la luz del Evangelio a pueblos
lejanos. El mismo día por la tarde es nuestro deseo subir al Janículo para celebrar —junto con sus
superiores y alumnos— el primer centenario de la fundación del Colegio Americano del Norte, con felices
auspicios.
50
Las dos ceremonias, aunque no señaladas intencionadamente para el mismo día, tienen igual significado,
es decir, de afirmación neta y decidida de los principios sobrenaturales que impulsan toda actividad de la
Iglesia católica y de la voluntariosa y generosa entrega de sus hijos a la causa del mutuo respeto, de la
fraternidad y de la paz entre los pueblos.

El maravilloso espectáculo de estas juventudes que, superadas innumerables dificultades y


contrariedades, se ofrecen a Dios para que también los otros lleguen a poseer a Cristo (Cf. Flp 3, 8), ya en
las más lejanas tierras todavía no evangelizadas, ya en las inmensas ciudades industriales —donde en el
vertiginoso ritmo de la vida moderna los espíritus aridecen a veces y se dejan oprimir por las cosas
terrenales—; este espectáculo, repetimos, es tal, que forzosamente conmueve y acrecienta la esperanza
de días mejores.

Florece en los labios de los ancianos, que hasta aquí han llevado el peso de estas graves
responsabilidades, brota la oración tan ardiente de San Pedro: «Concede a tus siervos el anunciar con
toda seguridad la palabra de Dios» (cf. Hch 4, 29).

Deseamos, por lo tanto, vivamente que durante el próximo mes de octubre todos estos nuestros hijos —y
sus apostólicas labores— sean encomendados con fervientes plegarias a la augusta Virgen María.

III. Hay, además, otra intención que nos impulsa a dirigir más ardientes súplicas a Jesucristo y a su
amorosísima Madre. A ella invitamos al Sacro Colegio de Cardenales y a vosotros, venerables hermanos;
a los sacerdotes y a las vírgenes consagradas al Señor; a los enfermos y a los que sufren, a los niños
inocentes y a todo el pueblo cristiano. Dicha intención es ésta: que los hombres responsables del destino
así de las grandes como de las pequeñas naciones, cuyos derechos y cuyas inmensas riquezas
espirituales deben ser escrupulosamente conservados intactos, sepan valorar cuidadosamente su grave
tarea en la hora presente.

Rogamos, pues, al Señor para que ellos se esfuercen por conocer a fondo las causas que originan las
pugnas y con buena voluntad las superen: sobre todo, valoren el triste balance de ruinas y de daños de los
conflictos armados —¡que el Señor mantenga lejos!— y no pongan en ellos esperanza alguna; ajusten la
legislación civil y social a las necesidades reales de los hombres, sin olvidarse en ello de las leyes eternas
que provienen de Dios y son el fundamento y el quicio de la misma vida civil; no olviden asimismo del
destino ultraterreno de cada una de las almas, creadas por Dios para alcanzarle y gozarle un día.

También es preciso recordar cómo se han difundido hoy posiciones filosóficas y actitudes prácticas, que
son absolutamente inconciliables con la fe cristiana. Con serenidad, precisión y firmeza continuaremos
Nos siempre afirmando tal inconciliabilidad.

¡Dios ha hecho a los hombres y a las naciones para salvarse! (cf. Sab 1, 14). Por ello esperamos que,
desechados los áridos postulados de un pensamiento y de una acción penetrados de laicismo y de
materialismo, busquen el oportuno remedio en aquella sana doctrina, que cada día es más confirmada por
la experiencia; en ella han de encontrarlo. Ahora bien: esta doctrina proclama que Dios es el autor de la
vida y de sus leyes, que es vindicador de los derechos y de la dignidad de la persona humana; por
consiguiente, que Dios es «nuestra salvación y redención» (Sagrada Liturgia.).

Nuestra mirada se alarga a todos los continentes, allí donde los pueblos todos están en movimiento hacia
tiempos mejores: en ellos vemos un despertar de energías profundas que hace esperar en un decidido
empeño de las conciencias rectas por promover el verdadero bien de la sociedad humana.

A fin de que esta esperanza se cumpla del modo más consolador, es decir, con el triunfo del reino de la
verdad, de la justicia, de la paz y de la caridad, deseamos ardientemente que todos nuestros hijos formen
«un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), y eleven comunes y fervientes súplicas a la celestial Reina
y Madre nuestra amantísima durante el mes de octubre, meditando estas palabras del Apóstol de las
Gentes: «Por todas partes se nos oprime, pero no nos vencen; no sabemos qué nos espera, pero no
desesperamos; perseguidos, pero no abandonados; se nos pisotea, pero no somos aniquilados. Llevamos
siempre y doquier en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que la misma vida de
Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos» (2 Cor 4, 8-10).

51
Antes de terminar esta carta encíclica, venerables hermanos, deseamos invitaros a rezar el rosario con
particular devoción también por estas otras intenciones que tanto llevamos en el corazón; es decir, para
que el Sínodo de Roma sea fructuoso y saludable a esta nuestra Santa Ciudad y a fin de que del próximo
Concilio ecuménico —en el que vosotros participaréis con vuestra presencia y vuestro consejo— obtenga
toda la Iglesia una afirmación tan maravillosa que el vigoroso reflorecer de todas las virtudes cristianas que
Nos esperamos de él sirva de invitación y de estímulo incluso para todos aquellos nuestros hermanos e
hijos que se encuentran separados de esta Sede Apostólica.

Con tan dulce esperanza y con gran afecto os damos a vosotros, venerables hermanos, a los fieles todos
que os están confiados, y de modo especial a cuantos con piedad y buena voluntad acogerán esta nuestra
invitación, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 26 de septiembre de 1959, primero de nuestro pontificado.

IOANNES PP. XXIII

* AAS LI (1959) 672- 678.

[1] Cf. Ep. enc. Supremi Apostolatus: AL 3, 280 ss.; Ep. enc. Superiore anno: AL 4, 123 ss.; Ep.
enc. Quamquam pluries: AL 9, 175 ss.; Ep. enc. Octobri mense:: AL 11, 299 ss.; Ep. enc. Magnae Dei
Matris: AL 12, 221 ss.; Ep. enc. Laetitiae sanctae: AL 13, 283 ss.; Ep. enc. Iucunda semper: AL 14, 305
ss.; Ep. enc. Adiutricem populi; AL 15, 300 ss.; Ep. enc. Fidentem piumque: AL 16, 278 ss.; Ep.
enc. Augustissimae Virginis: AL 17, 285 ss.; Ep. enc. Diuturni temporis: AL 18, 153 ss.

[2] Die 15 sept. a. 1951 AAS, 53, 577 ss.

[3] S. Iren. Adv haer. 3, 22 PG 7, 959

52
ENCÍCLICA

PRINCEPS PASTORUM

DE SU SANTIDAD

JUAN XXIII

SOBRE EL APOSTOLADO MISIONERO

INTRODUCCIÓN

La preocupación misionera del Papa

1. El Príncipe de los Pastores (1Pe 5, 4) nos confió los «corderos» y las «ovejas», esto es, toda la grey de
Dios (cf. Jn 21, 15-57) doquier que more en el mundo, para apacentarla y regirla, y, por ello, Nos
respondimos a su dulce llamamiento de amor, tan conscientes de nuestra humildad como confiados en su
potentísimo auxilio; y desde aquel mismo momento siempre tuvimos ante nuestro pensamiento la
grandeza, hermosura y gravedad de las Misiones católicas [1]; por lo cual nunca dejamos de consagrarles
nuestra máxima preocupación y cuidado. Al cumplirse el primer aniversario de nuestra coronación, en la
homilía, señalamos como uno de los más gozosos acontecimientos de nuestro Pontificado el día aquél,
cuando, el 11 de octubre, se reunieron en la sacrosanta Basílica Vaticana más de cuatrocientos
misioneros, para recibir de nuestras manos el Crucifijo antes de dirigirse a las más lejanas tierras a fin de
iluminarlas con la luz de la fe cristiana.

Y ciertamente que, en sus arcanos y amables designios, la Providencia divina ya desde los primeros
tiempos de nuestro ministerio sacerdotal lo quiso enderezar al campo misional. Porque, apenas terminada
la primera guerra mundial, nuestro predecesor, de venerable memoria, Benedicto XV nos llamó desde
nuestra nativa diócesis a Roma, para colaborar en la «Obra de la Propagación de la Fe», a la que de buen
grado consagramos cuatro muy felices años de nuestra vida sacerdotal. Todavía recordamos gratamente
la memorable Pentecostés del año 1922, cuando tuvimos la alegría de participar aquí, en Roma, en la
celebración del tercer centenario de la Fundación de la Sagrada Congregación «de Propaganda Fide»,
que precisamente tiene cual propio cometido el de hacer que la verdad y la gracia del Evangelio brillen
hasta los últimos confines de la tierra.

Años aquéllos, en los que también nuestro predecesor, de venerable memoria, Pío XI, nos animó con su
ejemplo y con su palabra en el apostolado misional. Y, en vísperas del Cónclave, en el que había de
resultar elegido Sumo Pontífice, pudimos escuchar de sus propios labios que «nada mayor podría
esperarse de un Vicario de Cristo, quienquiera fuese el elegido, que cuanto en este doble ideal se
contiene: irradiación extraordinaria de la doctrina evangélica por todo el mundo; procurar y consolidar entre
todos los pueblos una paz verdadera [2].

Cuadragésimo aniversario de «Maximum illud»

2. Llena la mente de estos y otros dulces recuerdos, consciente nuestro ánimo de los grandes deberes que
atañen al Supremo Pastor de la grey de Dios, deseamos, venerables hermanos —con ocasión del
cuadragésimo aniversario de la memorable carta apostólica Maximum illud (cf. AAS 11 [1919] 440ss.) con
la que nuestro predecesor, de piadosa memoria, Benedicto XV, dio nuevo y decisivo impulso a la acción
misionera de la Iglesia—, hablaros sobre la necesidad y las esperanzas de la dilatación del Reino de Dios
en aquella considerable parte del mundo, donde se desarrolla la preciosa labor de los Misioneros, que
trabajan infatigablemente para que surjan nuevas comunidades cristianas exuberantes en saludables
frutos.

Materia ésta sobre la que nuestros predecesores, Pío XI y Pío XII, de feliz recordación, han dado normas y
exhortaciones muy oportunas por medio de encíclicas [3], que Nos mismo hemos querido «confirmar con
nuestra autoridad y con igual caridad» en nuestra primera encíclica [4]. Mas nunca se hará bastante para

53
lograr que se realice plenamente el deseo del Divino Redentor, de que todas las ovejas formen parte de
una sola grey bajo la guía de un solo Pastor (cf. Jn 10,16).

Visión misionera de conjunto

3. Cuando convertimos singularmente nuestra atención a los sobrenaturales intereses de la Iglesia en las
tierras de Misión, donde todavía no ha llegado la luz del Evangelio, también se nos presentan regiones
exuberantes en mieses, y otras en las que el trabajo de la viña del Señor resulta arduo en extremo,
mientras no faltan las que conocen la violencia, porque la persecución y regímenes hostiles al nombre de
Dios y de Cristo se afanan por ahogar la semilla de la palabra del Señor (cf. Mt 13,19). Doquier nos
apremia la urgente necesidad de procurar la salud de las almas en la mejor forma posible; doquier surge la
llamada "¡Ayudadnos!" (Hch 16,9) que llega a nuestros oídos. Así, pues, a todas estas innumerables
regiones, fecundadas por la sangre y el sudor apostólico de los heroicos heraldos del Evangelio
procedentes «de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Ibíd., 2,5)), y en las que ya germinan ahora
como floración y fruto de gracia apóstoles nativos, deseamos que les llegue nuestra afectuosa palabra,
tanto de alabanza y de ánimo como de adoctrinamiento, alimentada por una gran esperanza que no teme
ser confundida, porque está cimentada en la promesa infalible del Divino Maestro: «Mirad que yo estoy
con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). «Tened confianza; yo he
vencido al mundo» (Jn 16,33).

I. LA JERARQUÍA Y EL CLERO LOCAL

Llamamiento de Benedicto XV

4. Luego de terminar la tremenda guerra mundial primera, que a una gran parte de la humanidad causó
tantas muertes, destrucciones y tristezas, la carta apostólica, que ya hemos recordado, de nuestro
predecesor Benedicto XV, Maximum illud (cf. AAS 11 [1919] 440ss.), resonó cual desgarradora llamada
paterna que quería despertar a todos los católicos para lograr doquier las nuevas y pacíficas conquistas
del Reino de Dios; del Reino de Dios —decimos—, único que puede dar y asegurar a todos los hombres,
hijos del Padre celestial, una paz duradera y una genuina prosperidad. Y desde entonces, durante
cuarenta años de actividad misionera, tan intensos como fecundos, un hecho de la máxima importancia ha
coronado los ya felices progresos de las Misiones: el desarrollo de la Jerarquía y del clero local.

Conforme al «fin último» del trabajo misional que es, según Pío XII, «el de constituir establemente la
Iglesia entre otros pueblos y confiarla a una Jerarquía propia, escogida de entre los cristianos de allí
nacidos»[5], esta Sede Apostólica siempre oportuna y eficazmente ha provisto, y en estos últimos tiempos
con expresiva largueza, el establecer o restablecer la Jerarquía eclesiástica en aquellas regiones donde
las circunstancias permitían y aconsejaban la constitución de sedes episcopales, confiándolas siempre que
era posible a prelados nativos de cada lugar. Por lo demás, nadie ignora cómo éste ha sido siempre el
programa de acción de la S. Congregación «de Propaganda Fide». Mas fue precisamente la
epístola Maximum illud la que puso bien de manifiesto, como nunca hasta entonces, toda la importancia y
urgencia del problema, recordando una vez más, con tiernos y apremiantes acentos, el urgente deber —
por parte de los responsables de las Misiones— de procurar vocaciones y la educación de aquel que
entonces se llamaba «clero indígena», sin que este calificativo haya significado jamás discriminación o
peyoración, que siempre han de excluirse del lenguaje de los Romanos Pontífices y de los documentos
eclesiásticos.

Nuevo llamamiento del Papa

5. Llamamiento éste de Benedicto XV, renovado por sus sucesores Pío XI y Pío XII, de venerable
memoria, que ya ha tenido sus providenciales y visibles frutos, y por ello os invitamos a dar gracias con
Nos al Señor, que ha suscitado en las tierras de Misión una numerosa y selecta pléyade de obispos y de
sacerdotes, dilectísimos hermanos e hijos nuestros, abriendo así nuestro corazón a las más dulces
esperanzas.

Pues una rápida ojeada aun tan solo a las estadísticas de los territorios confiados a la Sagrada
Congregación de Propaganda Fide, sin contar los actualmente sometidos a la persecución, nos dice que el

54
primer obispo de raza asiática y los primeros vicarios apostólicos de estirpe africana fueron nombrados en
el 1939. Y, hasta el 1959, se cuentan ya 68 obispos de estirpe asiática y 25 de estirpe africana. El clero
nativo ha pasado de 919 miembros, en el 1918, a 5.553, en 1957, para Asia, y de 90 miembros a 1.811, en
el mismo espacio de tiempo, para África. Así es como «el Señor de la mies» (cf. Mt 9,58) ha querido
premiar las fatigas y méritos de todos cuantos, con la acción directa y con la múltiple colaboración, se han
consagrado al trabajo de las Misiones según las repetidas enseñanzas de la Sede Apostólica. No sin
razón, pues, podía afirmar así, con legítima satisfacción, nuestro predecesor Pío XII, de venerable
memoria: «Tiempo hubo en que la vida eclesiástica, en cuanto es visible, se desarrollaba preferentemente
en los países de la vieja Europa, de donde se difundía, cual río majestuoso, a lo que podría llamarse la
periferia del mundo; hoy aparece, por lo contrario, como un intercambio de vida y energía entre todos los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo en la tierra. No pocas regiones de otros continentes han
sobrepasado hace ya mucho tiempo el periodo de la forma misionera de su organización eclesiástica,
siendo regidos ya por una propia jerarquía y dando a toda la Iglesia bienes espirituales y materiales,
mientras que antes solamente los recibían» [6].

Al Episcopado y al clero de las nuevas iglesias deseamos dirigir nuestra paternal exhortación para que
rueguen y obren de suerte que su sacerdocio se torne fecundo, mediante la decisión de hablar siempre
que sea posible, en las explicaciones catequísticas y en la predicación, sobre la dignidad, la belleza, la
necesidad y los grandes merecimientos del estado sacerdotal, hasta mover a todos cuantos Dios quisiere
llamar a tan excelso honor a que correspondan sin vacilación y con gran generosidad a la vocación divina.
Y hagan también que las almas a ellos confiadas rueguen por ello, mientras la Iglesia toda, según la
exhortación del Divino Redentor, no cesa de suplicar al Cielo por la mismas intenciones, para que el Señor
«envíe operarios a su mies» (Lc 10,2), singularmente en estos tiempos, cuando «la mies es mucha y son
pocos los operarios» (Ibíd.).

Colaboración entre nativos y misioneros

6. Las Iglesias locales de los territorios de Misión, aun las fundadas y establecidas con su propia
Jerarquía, ya sea por la extensión del territorio, ya por el creciente número de los fieles y la ingente
multitud de los que esperan la luz del Evangelio, aún continúan teniendo necesidad de la colaboración de
los misioneros venidos de otros países.

De ellos, por lo demás, puede muy bien decirse, con las mismas palabras de nuestro predecesor: «En
realidad ellos no son extranjeros, puesto que todo sacerdote católico en el cumplimiento de sus propias
misiones se encuentra como en su patria, doquier que el reino de Dios florezca o se encuentre en sus
principios» [7]. Luego trabajen todos juntos, en la armonía de una fraternal, sincera y delicada caridad,
firme reflejo del amor que ellos tienen al Señor y a su Iglesia, en perfecta, gozosa y filial obediencia a los
obispos «que el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20,28), agradeciendo cada
uno al otro por la colaboración ofrecida, «cor unum et anima una» (Ibíd., 4,32), para que del modo como
ellos se aman brille a los ojos de todos como son verdaderamente discípulos de Aquel que ha dado a los
hombres como primero y máximo precepto «nuevo» y suyo, el del mutuo amor (cf. Jn 13,34; 15,12).

II. LA FORMACIÓN DEL CLERO LOCAL

Primacía de la formación espiritual

7. Nuestro recordado predecesor, Benedicto XV, en la Maximum illud insistió en inculcar a los directores
de Misión que su más asidua preocupación había de ser dirigida a la «completa y perfecta» (AAS 11
[1919] 445) formación del clero local ya que, «al tener comunes con sus connacionales el origen, la índole,
la mentalidad y las aspiraciones, se halla maravillosamente preparado para introducir en sus corazones la
Fe, porque conoce mejor que ningún otro las vías de la persuasión» (Ibíd.).

Apenas si es necesario recordar que una perfecta educación sacerdotal ante todo ha de estar dirigida a la
adquisición de las virtudes propias del santo estado, ya que éste es el primer deber del sacerdote, «el
deber de atender a la propia santificación» [8]. El nuevo clero nativo entrará, pues, en santa competencia
con el clero de las más antiguas diócesis, que desde hace ya tanto tiempo ha dado al mundo sacerdotes
que, por el heroísmo de sus esplendentes virtudes y la viva elocuencia de sus ejemplos, han merecido ser

55
propuestos como modelos para el clero de toda la Iglesia. Porque principalmente con la santidad es como
el clero puede demostrar que es «luz y sal de la tierra» (cf. Mt 5,13-14), esto es, de su propia nación y de
todo el mundo; puede convencer de la belleza y poder del Evangelio; puede eficazmente enseñar a los
fieles que la perfección de la vida cristiana es una meta a la cual pueden y deben tender con todo esfuerzo
y con perseverancia los hijos de Dios, cualquiera sea su origen, su ambiente, su cultura y su civilización.
Con paternal corazón ansiamos llegue el día en que el clero local pueda doquier dar sujetos capaces de
educar para la santidad a los alumnos mismos del santuario, siendo sus guías espirituales. A los obispos y
a los superiores de las Misiones, Nos dirigimos también la invitación de que ya desde ahora no duden
escoger, de entre su clero local, sacerdotes que por sus virtudes y prudencia den seguridad de ser, para
sus seminaristas connacionales, sus seguros maestros y sus guías en la formación espiritual.

Formación cultural y ambiental

8. Bien sabéis, además, venerables hermanos, cómo la Iglesia siempre ha exigido que sus sacerdotes
sean preparados para su ministerio mediante una educación sólida y completa del espíritu y del corazón. Y
que de ello sean capaces los jóvenes de toda raza y procedentes de cualquier parte del mundo, ni siquiera
vale la pena de recordarlo: los hechos y la experiencia lo han demostrado con toda claridad. Natural es
que en la formación del clero local se tenga buena cuenta de los factores ambientales propios de las
diversas regiones.

Para todos los candidatos al sacerdocio vale la sapientísima norma, según la cual ellos no han de
formarse «en un ambiente demasiado retirado del mundo» [9], porque entonces «cuando vayan en medio
del mundo podrán encontrar serias dificultades en las relaciones con el pueblo y con el laicado culto, y
puede así ocurrir o que tomen una actitud equivocada o falsa hacia los fieles, o que consideren
desfavorablemente la formación recibida» [10]. Habrán ellos de ser sacerdotes espiritualmente perfectos,
pero también «gradualmente y con prudencia insertados en la parte del mundo» [11] que les hubiere
tocado en suerte, a fin de que la iluminen con la verdad y la santifiquen con la gracia de Cristo.

A tal fin, aun en lo que atañe al régimen mismo del seminario, conviene insistir sobre la manera de vivir
local, mas no sin aprovechar todas aquellas facilidades ya técnicas, ya materiales, que hace mucho tiempo
son bien y patrimonio de todas las culturas, pues que representan un real progreso para un tenor de vida
más elevado y para una más conveniente salvaguarda de las fuerzas físicas.

Educar al sentido de responsabilidad

9. La formación del clero autóctono, decía Nuestro venerado predecesor Benedicto XV, ha de encaminarse
a hacerle capaz de tomar regularmente en sus manos, tan pronto sea posible, el gobierno de las iglesias y
guiar, con la enseñanza y su ministerio, a los propios connacionales por el camino de la salvación [12]. A
tal fin, nos parece muy oportuno que todos cuantos, ya sean misioneros, ya nativos, se cuidan de tal
formación, se consagren concienzudamente a desarrollar en sus alumnos el sentido de la responsabilidad
y el espíritu de iniciativa [13], de suerte que éstos se hallen en grado de tomar muy pronto y
progresivamente todas las cargas, aun las más importantes, inherentes a su ministerio, en perfecta
concordia con el clero misionero, pero también con igual autoridad. Y ésta será, en realidad, la prueba de
la eficacia plena de la educación a ellos dada y constituirá la coronación y el premio mayor de todos
cuantos a ella hayan contribuido.

Los estudios de Misionología

10. Precisamente, en atención a una formación intelectual que tenga presentes las reales necesidades y la
mentalidad de cada pueblo, esta Sede Apostólica siempre ha recomendado los estudios especiales de
Misionología, y ello no sólo a los misioneros, sino también al clero nativo.

Así, nuestro predecesor Benedicto XV decretaba la institución de las enseñanzas de las materias
misionales en la Universidad Romana «de Propaganda Fide» [14], y Pío XII aprobó con satisfacción la
erección del Instituto Misionero Científico en el mismo Ateneo Urbaniano y la institución, tanto en Roma
como en otras partes, de facultades y cátedras de Misionología [15]. Para ello, los programas de los
seminarios locales en tierras de Misión no dejarán de asegurar cursos de estudio en las varias ramas de

56
Misionología y la enseñanza de los diversos conocimientos y técnicas especialmente útiles para el
ministerio futuro del clero de aquellas regiones. Por lo tanto, se organizará una enseñanza tal que, dentro
del espíritu de la más genuina y sólida tradición eclesiástica, sepa formar cuidadosamente el juicio de los
sacerdotes sobre los valores culturales locales, especialmente los filosóficos y los religiosos, en sus
relaciones con la enseñanza y la religión cristiana. «La Iglesia Católica —ha escrito nuestro inmortal
predecesor Pío XII— ni desprecia ni rechaza completamente el pensamiento pagano, sino que más bien,
luego de haberlo purificado de toda escoria de error, lo completa y lo perfecciona con cristiana prudencia.
Ello, en igual forma que ha acogido el progreso en el campo de las ciencias y de las artes..., y en igual
forma consagró las particulares costumbres y las antiguas tradiciones de los pueblos; aun las mismas
fiestas paganas, transformadas, sirvieron para celebrar las memorias de los mártires y los divinos
misterios» [16]. Y Nos mismo ya hemos tenido ocasión de manifestar sobre esta materia nuestro
pensamiento: «Doquier haya auténticos valores del arte y del pensamiento, que pueden enriquecer a la
familia humana, la Iglesia está pronta a favorecer ese trabajo del espíritu. Y ella misma [la Iglesia] no se
identifica con ninguna cultura, ni siquiera con la cultura occidental, aun hallándose tan ligada a ésta su
historia. Porque su misión propia es de otro orden: el de la salvación religiosa del hombre. Pero la Iglesia,
llena de una juventud sin cesar renovada al soplo del Espíritu, permanece dispuesta a reconocer siempre,
a acoger y aun a sumar todo lo que sea honor de la inteligencia y del corazón humano en cualesquiera
tierras del mundo, distintas de las mediterráneas que fueron la cuna providencial del cristianismo» [17].

Apóstoles en el campo cultural

11. Los sacerdotes nativos bien preparados y adiestrados en este campo tan importante y difícil, en el que
pueden contribuir tan eficazmente, podrán dar vida, bajo la dirección de sus obispos, a movimientos de
penetración aun entre las clases cultas, singularmente en las naciones de antigua y profunda cultura, a
ejemplo de los famosos misioneros entre los que basta citar, por todos, al P. Mateo Ricci. También el clero
nativo es el que ha de «reducir toda inteligencia en homenaje a Cristo» (cf. Cor 10,5), como decía aquel
incomparable misionero que fue San Pablo, y así «atraerse en su patria la estimación aun de las
personalidades y de los doctos» [18]. A juicio suyo, los obispos procuren oportunamente constituir, para
las necesidades de una o más regiones, centros de cultura donde los sacerdotes —los misioneros y los
nativos— tengan ocasión de hacer que fructifique su preparación intelectual y su experiencia en beneficio
de la sociedad en la que viven por elección o por nacimiento. Y a este propósito necesario es también
recordar lo que sugería nuestro inmediato predecesor Pío XII, que es deber de los fieles el «multiplicar y
difundir la prensa católica en todas sus formas» [19], así como preocuparse «por las técnicas modernas de
difusión y de cultura, pues conocida es la importancia de una opinión pública formada e iluminada» [20]. Y
aunque no todo se podrá intentar doquier, necesario es aprovechar toda ocasión buena de proveer a estas
reales y urgentes necesidades, aunque a veces «quien siembra no sea el mismo que haya de recoger»
(Jn 4,37).

Obras sociales y asistenciales

12. La difusión de la verdad y de la caridad de Cristo es la verdadera misión de la Iglesia, que tiene el
deber de ofrecer a los pueblos «en la medida más grande posible, las sustanciales riquezas de su doctrina
y de su vida, mantenedoras de un orden social cristiano»[21]. Ella, por ende, en los territorios de Misión,
provee con toda largueza posible aun a las iniciativas de carácter social y asistencial que son de suma
conveniencia a las comunidades cristianas y a los pueblos entre los que ellas viven. Mas cuídese bien de
no agobiar el apostolado misionero con un conjunto de instituciones de orden puramente profano. Bastará
con aquellos servicios indispensables de fácil mantenimiento y de utilidad práctica, cuyo funcionamiento
pueda lo antes posible ser puesto en manos del personal local, y que se dispongan las cosas de tal suerte
que al personal propiamente misionero se le ofrezca la posibilidad de dedicar las mejores energías al
ministerio de la enseñanza de la santificación y de la salvación.

Caridad universal

13. Si es verdad que, para un apostolado lo más ampliamente fructuoso, es de primaria importancia que el
sacerdote nativo conozca y sepa con sano criterio y justa prudencia estimar los valores locales, aún será
mayor verdad que para él vale lo que nuestro inmediato predecesor decía a todos los fieles: «Las
perspectivas universales de la Iglesia serán las perspectivas normales de su vida cristiana» [22]. Para ello
el clero local, no sólo habrá de estar informado de los intereses y vicisitudes de la Iglesia universal, sino
57
que habrá de estar educado en un íntimo y universal espíritu de caridad. San Juan Crisóstomo decía de
las celebraciones litúrgicas cristianas: «Al acercarnos al altar, primero oramos por el mundo entero y por
los intereses colectivos» [23]; y gráficamente afirmaba San Agustín: «Si quieres amar a Cristo, extiende tu
caridad a toda la tierra, porque los miembros de Cristo están por todo el mundo» [24].

Y precisamente para salvaguardar en toda su pureza este espíritu católico que debe animar la obra de los
misioneros, nuestro predecesor Benedicto XV no dudó en denunciar con las más severas expresiones un
peligro que podía hacer perder de vista los altísimos fines del apostolado misionero y así comprometer su
eficacia: «Cosa bien triste sería —así escribía él en la epístola Maximum illud— que algún misionero de tal
modo descuidara su dignidad que pensara más en su patria terrena que en la celestial, y se preocupara
con exceso por dilatar su poderío y extender su gloria. Tal modo de obrar constituiría un daño funestísimo
para el apostolado, y en el misionero apagaría todo impulso de caridad hacia las almas y disminuiría su
propio prestigio a los ojos aun de su propio pueblo» [25].

Peligro, que podría hoy repetirse bajo otras formas, por el hecho de que en muchos territorios de Misión se
va generalizando la aspiración de los pueblos al autogobierno y a la independencia, y cuando la conquista
de las libertades civiles puede, por desgracia, ir acompañada de excesos no muy acordes con los
auténticos y profundos intereses espirituales de la humanidad.

Nos mismo confiamos plenamente que el clero nativo, movido por sentimientos y propósitos superiores
que se conformen a las exigencias universalistas de la religión cristiana, contribuirá también al bienestar
real de la propia nación.

«La Iglesia de Dios es católica y no es extranjera en ningún pueblo o nación» [26], decía nuestro mismo
predecesor, y ninguna Iglesia local podrá expresar su vital unión con la Iglesia universal, si su Clero y su
pueblo se dejaran sugestionar por el espíritu particularista, por sentimientos de malevolencia hacia otros
pueblos, por un malentendido nacionalismo que destruyese la realidad de aquella caridad universal que es
el fundamento de la Iglesia de Dios, la única y verdadera «católica».

III. EL LAICADO EN LAS MISIONES

Laicos nativos

14. Insistiendo en la necesidad de preparar con el mayor celo el surgir del clero autóctono y de formarlo
con la máxima diligencia, nuestro venerado predecesor Benedicto XV no quería, ciertamente, excluir la
importancia, también ella muy fundamental, de un laicado nativo a la altura de su propia vocación cristiana
y consagrado al apostolado. Que es lo que hizo expresamente, realzándolo por completo, nuestro
inmediato predecesor, de venerable memoria, Pío XII [27], al volver muchas veces sobre este tema que,
hoy más que nunca, se impone a la consideración y requiere ser resuelto doquier en la mayor amplitud
posible.

El mismo Pío XII —y de ello le resulta singular mérito y loa— con abundante doctrina y con renovadas
exhortaciones [28] ha avisado y animado a los laicos a tomar solícitos su puesto activo en el campo del
apostolado colaborando con la Jerarquía eclesiástica: pues, en verdad, ya desde los principios de la
historia cristiana y en todas las épocas sucesivas, esta colaboración de los fieles ha logrado que los
obispos y el clero pudieran eficazmente desarrollar su labor entre los pueblos así en el campo propiamente
religioso como en el de la vida social. Y ello puede y debe cumplirse también en nuestros tiempos, que
presentan aún mayores necesidades, proporcionadas a una humanidad numéricamente más vasta y con
exigencias espirituales multiplicadas y complejas. Por lo demás, doquier que sea fundada la Iglesia, allí
debe estar ella siempre presente y activa con toda su estructura orgánica, y, por lo tanto, no sólo con la
Jerarquía en sus varios grados, sino también con el laicado; pues por medio del clero y de los seglares es
como ella necesariamente tiene que desarrollar su obra de salvación.

Número y selección

15. En las nuevas cristiandades se trata, no tanto de procurar con las conversiones y bautismos un gran
número de ciudadanos para el reino de Dios, cuanto de hacerlos también aptos, con la conveniente

58
educación y formación cristiana, para asumir cada uno, según su propia condición y sus posibilidades
propias, su responsabilidad en la vida y en el porvenir de la Iglesia. De poco serviría el número de los
cristianos, si les faltase la calidad; si faltara la firmeza de los fieles mismos en la profesión cristiana y si les
faltase profundidad en su propia vida espiritual; si, después de haber nacido a la vida de la fe y de la
gracia, no fueran ayudados a progresar en la juventud y en la madurez del espíritu que da impulso y
prontitud para el bien. Porque la profesión de la fe cristiana no puede reducirse a un dato estadístico, sino
que ha de revestir y modificar al hombre en su profundidad (cf. Ef 4,24), dando significado y valor a todas
sus acciones.

Pero a dicha madurez no podrán llegar los seglares si tanto el clero misionero como el nativo no se
propusieren el programa sugerido ya en sus líneas esenciales por el primer Papa. «Sois una raza
escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo salvado, para que anunciéis las alabanzas de
Aquél que desde las tinieblas os ha llamado a su admirable luz» (1Pe 2,9).

Una instrucción y educación cristiana que se diera por satisfecha con haber enseñado y haber hecho
aprender las fórmulas del catecismo y los preceptos fundamentales de la moral cristiana con una sumaria
casuística, sin traducirse en la conducta práctica, correría el riesgo de procurar a la Iglesia de Dios una
grey, por decirlo así, pasiva. La grey de Cristo, por lo contrario, está formada por ovejitas que no sólo
escuchan a su Pastor, sino que están en grado de reconocerlo y de reconocer su voz (cf. Jn 10,4.14), de
seguirle fielmente y con plena conciencia por los pastos de la vida eterna (cf. ibíd., 10,9.10) a fin de
merecer un día del Príncipe de los Pastores «la corona inmarcesible de la gloria» (1Pe 5,4); ovejuelas que,
conociendo y siguiendo al Pastor que por ellas ha dado su vida (cf. Jn 10,11), estén prontas a dedicarle su
vida y a cumplir su voluntad de conducir también a hacer parte del único redil, a otras ovejas que no le
siguen, sino que vagan, separadas de El, «camino, verdad y vida» (Ibíd., 14,6).

El celo apostólico pertenece esencialmente a la profesión de la fe cristiana: en verdad que «cada uno está
obligado a difundir su fe entre los demás, ya para instruir y confirmar a los otros fieles, ya también para
rechazar los ataques de los infieles» [29], especialmente en tiempos, como los nuestros, en los que el
apostolado es un deber urgente a causa de las difíciles circunstancias que envuelven a la humanidad y a
la Iglesia.

Para que sea posible una completa e intensa educación cristiana se requiere que los educadores sean
capaces de encontrar las maneras y los medios más apropiados para penetrar en las varias psicologías,
facilitando así en los nuevos cristianos la asimilación profunda de la verdad con todas sus exigencias. Y es
que nuestro Salvador ha impuesto a cada uno de nosotros la realización de este supremo mandamiento:
«Amarás a tu Señor Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia« (Mt 22,37). Ante
los ojos de los fieles debe, pues, brillar muy pronto con todo su esplendor la sublimidad de la vocación
cristiana, de suerte que pronta y eficazmente se encienda en su corazón el deseo y el propósito de una
vida virtuosa y activa, modelada en la misma vida del Señor Jesús, que, habiendo asumido la humana
naturaleza, nos ha mandado seguir sus ejemplos (cf. 1Pe 2,21; Mt 11,29; Jn 13,15).

Deber de todo cristiano

16. Todo cristiano tiene que estar convencido de su deber primero y fundamental, el ser testigo de la
verdad en que cree y de la gracia que le ha transformado. «Cristo —decía un gran Padre de la Iglesia—
nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que
cumplamos nuestro deber de levadura; para que nos comportemos como ángeles, como anunciadores
entre los hombres; para que seamos adultos entre los menores, hombres espirituales entre los carnales, a
fin de ganarlos; que seamos simiente y demos numerosos frutos. Ni siquiera sería necesario exponer la
doctrina, si nuestra vida fuese tan irradiante; ni sería necesario recurrir a las palabras, si nuestras obras
dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos
cristianos» [30].

Fácil es de comprender que tal es el deber de todos los cristianos de todo el mundo.

Y fácil es de entender cómo en los países de Misión podría dar frutos especiales y singularmente
preciosos para la dilatación del reino de Dios aun junto a quienes no conocen la belleza de nuestra fe y la

59
sobrenatural potencia de la gracia, según ya exhortaba Jesús: «Que vuestras obras brillen de tal suerte
ante los hombres, que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»
(Mt 5,16), y San Pedro amonestaba amorosamente a los fieles: «Amados, os exhorto a que os abstengáis
de los deseos carnales, que hacen guerra al alma, y a que en medio de los gentiles tengáis una buena
conducta, de suerte que, aunque os calumnien como a malhechores, la vista de vuestras buenas obras les
conduzca a glorificar a Dios, en el día de su visitación» (1Pe 2,12).

Comunidad eclesial misionera

17. Mas el testimonio de cada uno debe ser confirmado y ampliado por el de toda la comunidad cristiana,
como sucedía en la floreciente primavera de la Iglesia, cuando la compacta y perseverante unión de todos
los fieles «en la enseñanza de los apóstoles y en la común fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42)
y en el ejercicio de la más generosa caridad era motivo de profunda satisfacción y de mutua edificación; y
ellos «alababan a Dios, y eran bien vistos de todo el pueblo. Y luego el Señor aumentaba cada día los que
venían a salvarse» (Ibíd., 2,47).

La unión en la plegaria y en la participación activa de los divinos misterios en la liturgia de la Iglesia,


contribuye en forma particularmente eficaz a la plenitud y riqueza de la vida cristiana en los individuos y en
la comunidad, siendo medio admirable para educar en aquella caridad que es signo distintivo del cristiano;
caridad, que rechaza toda discriminación social lingüística y racista, y que abre los brazos y el corazón a
todos, hermanos y enemigos. Sobre esto Nos place hacer Nuestras las palabras de Nuestro predecesor
San Clemente Romano:

«Cuando [los gentiles] nos oyen que Dios dice: "No es mérito vuestro si amáis a los que os aman, pero es
mérito si amáis a los enemigos y a los que os odian" (cf Lc 6,32-35), al oír estas palabras ellos admiran el
altísimo grado de caridad. Pero cuando ven que no sólo no amamos a los que nos odian, sino que ni
siquiera a los que nos aman, se ríen de nosotros y el nombre [de Dios] es blasfemado» [31].

El mayor de los misioneros, San Pablo apóstol, al escribir a los Romanos, en el momento en que se
disponía a evangelizar el Extremo Occidente, exhortaba «a la caridad sin ficción» (Rom 12,9ss), luego de
haber elevado un himno sublime a esta virtud «sin la cual ser cristiano es nada» (1Cor 13,2).

Ayudas materiales

18. La caridad se hace visible, además, en el socorro material, como afirma Nuestro inm. predecesor Pío
XII:

«El cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal modo estén trabados entre sí que
mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos
los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los
diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se
ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el Cuerpo
místico» [32].

Mas, por cuanto las necesidades materiales de los fieles alcanzan también a la vida e instituciones de la
Iglesia, bueno es que los fieles nativos se habitúen a sostener espontáneamente, según fuere su
posibilidad, sus iglesias, sus instituciones y su clero que plenamente está dedicado a ellos. Ni importa si
esta contribución puede no ser notable; lo importante es que sea testimonio sensible de una viva
conciencia cristiana.

IV. NORMAS PARA EL APOSTOLADO LAICO EN LAS MISIONES

Formación desde la primera juventud

19. Los fieles cristianos, pues que son miembros de un organismo vivo, no pueden mantenerse cerrados
en sí mismos, creyendo les baste con haber pensado y proveído en sus propias necesidades espirituales,
para cumplir todo su deber. Cada uno, por lo contrario, contribuya de su propia parte al incremento y a la
60
difusión del reino de Dios sobre la tierra. Nuestro predecesor Pío XII ha recordado a todos este su deber
universal:

«La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia: hasta el punto que un cristiano no es
verdaderamente devoto y afecto a la Iglesia si no se siente igualmente apegado y devoto de su
universalidad, deseando que eche raíces y florezca en todos los lugares de la tierra» [33].

Todos deben entrar en porfía de santa emulación y dar asiduos testimonios de celo por el bien espiritual
del prójimo, por la defensa de la propia fe, para darla a conocer a quien la ignora del todo o a quien no la
conoce bien y, por ello, malamente la juzga. Ya desde la niñez y la adolescencia, en todas las
comunidades cristianas, aun en las más jóvenes, se necesita que clero, familias y las varias
organizaciones locales de apostolado inculquen este santo deber. Y se dan ciertas ocasiones
singularmente felices, en las que tal educación para el apostolado puede encontrar el puesto más
adaptado y su más conveniente expresión. Tal es, por ejemplo, la preparación de los jovencitos o de los
recién bautizados al sacramento de la confirmación, «con el cual se da a los creyentes nueva fortaleza,
para que valientemente amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe recibida de ella» [34]; preparación,
decimos, sumamente oportuna, y de modo especial donde existan, entre las costumbres locales,
determinadas ceremonias de iniciación para preparar a los jóvenes a entrar oficialmente en su propio
grupo social.

Los catequistas

20. Ni podemos menos de realzar, justamente, la obra de los catequistas, que en la larga historia de las
Misiones católicas han demostrado ser unos auxiliares insustituibles. Siempre han sido el brazo derecho
de los obreros del Señor, participando en sus fatigas y aliviándolas hasta tal punto que nuestros
predecesores podían considerar su reclutamiento y su muy bien cuidada preparación entre los «puntos
más importantes para la difusión del Evangelio» [35] y definirlos «el caso más típico del apostolado
seglar»[36]. Les renovamos los más amplios elogios; y les exhortamos a meditar cada vez más en la
espiritual felicidad de su condición y a no perdonar nunca esfuerzo alguno para enriquecer y profundizar,
bajo la guía de la Jerarquía, su instrucción y formación moral. De ellos han de aprender los catecúmenos
no sólo los rudimentos de la fe, sino también la práctica de la virtud, el amor grande y sincero a Cristo y a
su Iglesia. Todo cuidado que se dedicare al aumento del número de estos valiosísimos cooperadores de la
Jerarquía y a su adecuada formación, así como todo sacrificio de los mismos catequistas para cumplir en
la forma mejor y más perfecta su deber, será una contribución de inmediata eficacia para la fundación y el
progreso de las nuevas comunidades cristianas.

Apostolado seglar

21. En nuestra primera encíclica ya hemos recordado los graves motivos por los que se impone hoy, en
todos los países del mundo, el reclutar a los seglares «para el ejército pacífico de la Acción Católica, para
ayudar en las obras de apostolado a la Jerarquía eclesiástica» [37]. También hemos manifestado nuestra
complacencia al considerar «las muchas obras realizadas ya, aun en los países de misión, por estos
preciosos colaboradores de los obispos y de los sacerdotes» [38]; y ahora queremos renovar con toda la
vehemencia de la caridad que nos apremia (cf 2Cor 5,14), el aviso y llamamiento de nuestro predecesor
Pío XII «sobre la necesidad de que los seglares todos, en las Misiones, afluyendo numerosísimos a las
filas de la Acción Católica, colaboren activamente con la Jerarquía eclesiástica en el apostolado» [39].

Los obispos de las tierras de Misión, el clero secular y el regular, los fieles más generosos y preparados,
han llevado a cabo los más nobles esfuerzos para traducir en hechos esta voluntad del Sumo Pontífice; y
puede decirse que ya existe doquier una floración de iniciativas y de obras. Mas nunca se insistirá
bastante sobre la necesidad de adaptar convenientemente esta forma de apostolado a las condiciones y
exigencias locales. No basta transferir a un país lo ya hecho en otro; sino que, bajo la guía de la Jerarquía
y con un espíritu de la más alegre obediencia a los sagrados Pastores, precisa obrar de tal suerte que la
organización no se convierta en sobrecarga que cohíba o malbarate preciosas energías, con movimientos
fragmentarios y de excesiva especialización, que, si son necesarios en otras partes, podrían resultar
menos útiles en ambientes, donde las circunstancias y las necesidades son totalmente diversas.

61
Prometimos, en nuestra primera encíclica, volver a tratar con mayor amplitud este tema de la Acción
Católica, y a su tiempo también los países de Misión podrán sacar de ello utilidad e impulsos nuevos.
Hasta entonces, trabajen todos en plena concordia y con espíritu sobrenatural, convencidos de que tan
sólo así podrán gloriarse de poner sus fuerzas al servicio de la causa de Dios, de la espiritual elevación y
del mejor progreso de sus pueblos.

Acción católica

22. La Acción Católica es una organización de seglares «con propias y responsables funciones
ejecutivas» [40]; por lo tanto, los seglares componen sus cuadros directivos. Ello exige la formación de
hombres capaces de imprimir a las varias asociaciones el impulso apostólico y asegurarlas en su mejor
funcionamiento; hombres y mujeres, por lo tanto, que, para ser dignos de verse confiar por la Jerarquía la
dirección primaria o la secundaria de las asociaciones, deben ofrecer las más amplias garantías de una
formación cristiana intelectual y moral solidísima, por la cual puedan «comunicar a los demás lo que ya
poseen ellos mismos, con el auxilio de la divina gracia» [41].

Bien puede decirse que el lugar apropiado para esta formación de los dirigentes laicos de Acción Católica
es la escuela. Y la escuela cristiana justificará su razón de existir en la medida en que sus maestros —
sacerdotes y seglares, religiosos y seculares— lograren formar sólidos cristianos.

Nadie ignora la importancia que siempre ha tenido y tendrá la escuela en los países de Misión y cuánta
energía ha empleado la Iglesia en la fundación de escuelas de todo orden y grado, y en la defensa de su
existencia y de su prosperidad. Pero un programa de formación de dirigentes de Acción Católica, como es
obvio, difícilmente puede encuadrarse en los cursos escolares, y así las más de las veces habrá de
realizarse necesariamente en iniciativas extraescolares que recojan a los jóvenes de mejores esperanzas
para instruirlos y formarlos en el apostolado. Por lo tanto, los Ordinarios procurarán estudiar la forma mejor
de dar vida a escuelas de apostolado, cuyos métodos educativos son ya de por sí distintos de los métodos
escolásticos propiamente dichos. A veces tocará también el preservar de falsas doctrinas a los niños y
jóvenes, obligados a frecuentar escuelas no católicas; en todo caso será necesario contrapesar la
educación humanista y técnica, recibida en las escuelas públicas, con una educación espiritual
particularmente inteligente e intensa, no sea que la instrucción logre individuos falsamente formados, pero
llenos de pretensiones y más bien nocivos que útiles a la Iglesia y a los pueblos. Su formación especial
sea proporcionada al grado de desarrollo intelectual, encaminada a prepararlos para vivir católicamente en
su ambiente social y profesional y para ocupar oportunamente su puesto en la vida católica organizada.
Por ello, siempre que los jóvenes cristianos sean obligados a dejar su comunidad para asistir en otras
ciudades a escuelas públicas, será muy oportuno pensar en la organización de «pensionados» y lugares
de reunión que les aseguren un ambiente religiosa y moralmente sano, propio y adaptado para enderezar
sus capacidades y energías hacia los ideales apostólicos. Al atribuir a las escuelas una misión singular y
particularmente eficaz en la formación de los directivos de la Acción Católica, no querríamos ciertamente
sustraer a las familias su parte de responsabilidad, ni negar su influjo, que puede ser aún más vigoroso y
eficaz que el de la escuela, tanto en alimentar a sus hijos con la llama del apostolado como en el
procurarles una formación cristiana cada vez más madura y abierta a la acción. En verdad que la familia es
una escuela ideal e insustituible.

En la vida pública y social

23. La «buena batalla» (2Tim 4,7)) por la fe se combate no tan sólo en el secreto de la conciencia o en la
intimidad de la casa, sino también en la vida pública en todas sus formas. En todos los países del mundo
se plantean hoy problemas de varia naturaleza, cuyas soluciones se intentan apelando, lo más
frecuentemente, tan sólo a recursos humanos y obedeciendo a principios no siempre acordes con las
exigencias de la fe cristiana. Muchos territorios de Misión, además, atraviesan actualmente «una fase de
evolución social, económica y política, que está saturada de consecuencias para su porvenir» [42].
Problemas que en otras naciones ya están resueltos o que en la tradición encuentran elementos de
solución, se presentan a otros países con urgencia que no está exenta de peligros, en cuanto podría
aconsejar soluciones apresuradas y derivadas, con deplorable ligereza, de doctrinas que no tienen en
ninguna cuenta, o directamente les contradicen, los intereses religiosos de los individuos y de los pueblos.
Los católicos, por su bien privado y por el bien público de la Iglesia, no pueden ignorar tales problemas, ni

62
esperar les sean dadas soluciones perjudiciales que en lo por venir exigirían esfuerzo mucho más grande
de enderezamiento y derivarían en ulteriores obstáculos para la evangelización del mundo.

En el campo de la actividad pública es donde los laicos de los países de Misión tienen su más directa y
preponderante acción, y es necesario proveer con gran premura y urgencia para que las comunidades
cristianas ofrezcan a sus patrias terrenales, para bien común de ellas, hombres que honren primero las
diversas profesiones y actividades, y luego, con su sólida vida cristiana, a la Iglesia que los ha regenerado
a la gracia, de suerte que los sagrados Pastores puedan repetirles, como dirigidas también a ellos, la
alabanza que leemos en los escritos de San Basilio:

«He dado gracias a Dios Santísimo por el hecho de que, aun estando ocupados en los negocios públicos,
no habéis descuidado los de la Iglesia; al contrario, cada uno de vosotros se ha preocupado de ella como
si se tratara de un asunto personal, del cual dependa su propia vida» [43].

Concretamente, en el campo de los problemas y de la organización de la escuela, de la asistencia social


organizada, del trabajo, de la vida política, la presencia de expertos católicos nativos podrá tener la más
feliz y bienhechora influencia si ellos saben —como es deber suyo personal, que no podrían descuidar sin
realidad de traición— inspirar sus intenciones y sus actos en los principios cristianos que una muy larga
historia demuestra eficaces y decisivos para procurar el bien común.

A este fin, como ya exhortaba nuestro predecesor, de venerable memoria, Pío XII, no será difícil
convencerse de la utilidad y de la importancia del auxilio fraternal que las Organizaciones Internacionales
Católicas podrán dar al apostolado seglar en lo países de Misión, ya en el terreno científico, con el estudio
de la solución cristiana que haya de darse a problemas específicamente sociales de las nuevas naciones,
ya en el terreno apostólico, sobre todo, mediante la organización del laicado cristiano activo. Bien sabemos
cuánto ya se ha hecho y se va haciendo por parte de laicos misioneros, que han preferido temporal o
definitivamente abandonar su patria para contribuir con múltiple actividad al bien social y religioso de los
países de Misión, y al Señor rogamos ardientemente que multiplique las pléyades de estos espíritus
generosos y los mantenga a través de las dificultades y fatigas que habrán de afrontar con espíritu
apostólico. Los Institutos Seculares podrán dar a las necesidades del laicado nativo en tierra de Misión una
ayuda incomparablemente fecunda, si con su ejemplo saben suscitar imitadores y poner a sus fuerzas
disposición del Ordinario, para así acelerar el proceso de madurez de las nuevas comunidades.

Se dirige nuestro llamamiento a todos aquellos laicos católicos que doquier ocupan lugares destacados en
las profesiones y en la vida pública: consideren seriamente la posibilidad de ayudar a sus hermanos recién
logrados, aun sin abandonar su propia patria. Su consejo, su experiencia, su asistencia técnica, podrán,
sin excesiva fatiga y sin graves incomodidades, aportar una cooperación a veces decisiva. Que no falte a
los buenos el espíritu de iniciativa para traducir a la práctica este Nuestro paternal deseo, dándolo a
conocer allí donde pueda ser acogido, estimulando las buenas disposiciones y logrando en ellas la mejor
utilización.

Jóvenes y estudiantes

24. Nuestro inmediato predecesor exhortó a los obispos para que, con espíritu de fraternal y desinteresada
colaboración, proveyesen a la asistencia espiritual de los jóvenes católicos venidos a sus diócesis desde
los países de Misión, con el fin de completar estudios o adquirir experiencias que les pongan en grado de
asumir funciones directivas en su propio país [44]. A cuán graves peligros intelectuales y morales se hallen
expuestos en una sociedad que no es la suya y que con frecuencia, desgraciadamente, no es capaz de
sostener su fe y animar su virtud, cada uno de vosotros, venerables hermanos, lo entienda perfectamente
y, movido por la conciencia del deber misionero que a todos los sagrados Pastores incumbe, proveerá con
la más solícita caridad y en los modos más apropiados. Ni os será difícil seguir a estos estudiantes,
confiarlos a sacerdotes y seglares particularmente dotados para este ministerio, asistirles espiritualmente,
hacerles sentir y experimentar la fragancia y los recursos de la caridad cristiana que a todos nos hace
hermanos, preocupados cada uno del otro. A tantas y tantas ayudas como dais a las Misiones, añádase
ésta, que os presenta más inmediatamente un mundo geográficamente alejado, pero espiritualmente
vuestro también.

63
A estos mismos estudiantes, ahora, Nos queremos significarles no sólo todo Nuestro amor, sino también
dirigirles un conmovedor y afectuoso ruego: lleven siempre muy alta la frente signada por la sangre de
Cristo y por la unción del santo Crisma, aprovechen su estancia en el extranjero no tan sólo para su propia
formación personal, sino también para ampliar y perfeccionar su formación religiosa. Podrán encontrarse
expuestos a muchos peligros, pero también tienen la buena ocasión de lograr muchas ventajas espirituales
de su estancia en las naciones católicas, pues que todo cristiano, cualquiera sea y doquier haya nacido,
tiene siempre el deber del buen ejemplo y de la mutua edificación espiritual.

CONCLUSIÓN

25. Luego de haberos hablado, venerables hermanos, sobre las necesidades actuales más características
de la Iglesia en las tierras de Misión, no podemos menos de expresar nuestra conmovida gratitud hacia
todos cuantos se prodigan por la causa de la propagación de la fe hasta los extremos confines del mundo.
A los queridos misioneros del clero secular y regular, a las religiosas tan ejemplarmente generosas y tan
excelentes para las varias necesidades de las Misiones, a los laicos misioneros que con tan santo
entusiasmo marchan a extender el reinado de la fe, Nos les aseguramos Nuestras muy singulares y
cotidianas oraciones y toda cuanta ayuda esté en Nuestro poder. El éxito de su obra, visible hasta en la
solidez espiritual de las nuevas comunidades cristianas, es señal de la gratitud y de la bendición de Dios, y
al mismo tiempo atestigua el acierto y la prudencia con que la Sagrada Congregación «de Propaganda
Fide» y la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental cumplen las difíciles tareas a ellas encomendadas.

A todos los obispos, al clero y a los fieles de las diócesis del mundo entero, que con oraciones y ofertas
contribuyen a las necesidades espirituales y materiales de las Misiones, les exhortamos a que
intensifiquen más aún esta necesaria colaboración. No obstante la escasez de clero que tanto preocupa a
los Pastores aun de las más pequeñas diócesis, que nunca se tenga la menor duda en animar las
vocaciones misioneras y en privarse de excelentes sujetos laicos para ponerlos a disposición de las
nuevas diócesis. No tardarán en recoger de tal sacrificio los frutos sobrenaturales. Que la santa porfía de
generosidad en que actualmente se hallan empeñados los fieles del mundo entero con las manifestaciones
de celo y de tangible caridad en beneficio de las Obras que, dependiendo de la Sagrada Congregación
«de Propaganda Fide», encaminan los socorros, procedentes de todas partes, hacia los destinos más
útiles y apremiantes, aumente tanto cuanto sin cesar crecen las necesidades. La caridad solícita y práctica
de los hermanos animará a los fieles de las jóvenes comunidades y les hará sentir el calor de un afecto
sobrenatural que la gracia alimenta en el corazón.

Muchas diócesis y comunidades cristianas de las tierras de Misión soportan sufrimientos y persecuciones
hasta sangrientas: a los sagrados Pastores que dan a sus hijos espirituales el ejemplo de una fe que no se
deja doblegar y de una lealtad que jamás falla ni aun a precio del sacrificio de la vida; a los fieles tan
duramente probados, mas tan amados por el Corazón de Jesucristo que ha prometido la felicidad y una
copiosa merced a quienes sufrieren persecuciones por causa de la justicia (cf. Mt 5,10-12), dirigimos
Nuestra exhortación para que perseveren en su santa batalla: el Señor, siempre misericordioso en sus
inescrutables designios, no dejará que les falte el socorro de las más preciosas gracias y de la íntima
consolación. Con los perseguidos se halla en comunión de oraciones y de sufrimientos toda la Iglesia de
Dios, segura de lograr la esperada victoria.

Invocando con toda el alma sobre las Misiones Católicas la válida asistencia de sus Santos Patronos y
Mártires, y muy especialmente la intercesión de María Santísima, amorosa Madre de todos nosotros y
Reina de las Misiones, a cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a todos cuantos de algún modo
colaboran en la propagación del Reino de Dios, con el mayor afecto impartimos la Bendición Apostólica,
que sea prenda y fuente de las gracias del Padre Celestial que se reveló en su Hijo Salvador del mundo, y
que en todos encienda y multiplique el celo misionero.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 28 de noviembre de 1959, año segundo de nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII

64
Notas

[1] Cf. Homilia in die Coronationis habita: AAS 50 (1958) 886.

[2] Cf. La propagazione della fede. Scritti di A. G. Roncalli, Roma, 1958, 103 ss. 

[3] Cf. Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 65ss.; Pío XII, Enc. Evangelii praecones: AAS 43
(1951) 497ss.; Fidei donum: AAS 49 (1957) 225ss.

[4] Enc. Ad Petri Cathedram: cf. AAS 51 (1959) 497ss.

[5] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 507.

[6] Cf. Nuntius radioph. Pii XII die Natali D. N. I. C. habitus: AAS. 38 (1946) 20.

[7]. Epist. Pii XII ad Emmum. Card. Adeodatum Piazza: AAS 47 (1955) 542.

[8] Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 677. 

[9] Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 686.

[10]  Ibíd.

[11] Ibíd. 687.

[12] Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 445.

[13] Cf. Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 686.

[14] Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS. 11 (1919) 448.

[15] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 500.

[16] Ibíd., 522.

[17] Cf. Discorso ai participanti al II Congresso mondiale degli scrittori e artisti neri: L'Os. Rom. (3-IV-1959),
1. (Allocutio...: AAS 51 (1959) 260.

[18] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 77.

[19] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 233.

[20] Ibíd.

[21] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 231.

[22] Ibíd., 238.

[23] Hom. 2 in 2 Cor: PG 61, 398.

[24] In ep. Ioan. ad Parthos 10, 5: PL 35, 2060.

[25]  Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 446.

[26] Ibíd. 445.

65
[27] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 510ss.

[28] Cf. Pío XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200-201; Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18
(1926) 78.

[29] Santo Tomás, Sum. Theol. 2. 2ae., 3, 2, ad 2.

[30]  San Juan Crisóstomo, Hom. 10 in 1 Tim: PG 62, 551.

[31] F. X. Funk, Patres Apostolici 1, 201.

[32] Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200.

[33]  Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 237.

[34] Pío XII Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 201.

[35] Cf. Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 78.

[36] Cf. Sermonem a Pio XII anno 1957 habito ad eos, qui alteri interfuerunt Conventui catholicorum ex
universo orbe pro laicorum Apostolatu: AAS 49 (1957) 937.

[37] Cf. Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 523.

[38] Ibíd., 523.

[39] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 513.

[40] Cf. Ep. Pii XII de Actione Catholica, die 11 oct. 1946 data: AAS 38 (1946) 422; Disc. e Rad. 8, 468.

[41] Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 524.

[42] Pío XII, Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 229.

[43] Ep. 288: PG 32, 855.

[44] Cf. Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 245. 

66
CARTA ENCÍCLICA
MATER ET MAGISTRA
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
SOBRE EL RECIENTE DESARROLLO DE LA CUESTIÓN SOCIAL
A LA LUZ DE LA DOCTRINA CRISTIANA

Venerables hermanos y queridos hijos, salud y bendición apostólica

INTRODUCCIÓN

1. Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el
transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos
cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. A esta Iglesia, columna y fundamente
de la verdad (1Tim 3,15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y la de
educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya
superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia.

2. La doctrina de Cristo une, en efecto, la tierra con el cielo, ya que considera al hombre completo, alma y
cuerpo, inteligencia y voluntad, y le ordena elevar su mente desde las condiciones transitorias de esta vida
terrena hasta las alturas de la vida eterna, donde un día ha de gozar de felicidad y de paz imperecederas.

3. Por tanto, la santa Iglesia, aunque tiene como misión principal santificar las almas y hacerlas partícipes
de los bienes sobrenaturales, se preocupa, sin embargo, de las necesidades que la vida diaria plantea a
los hombres, no sólo de las que afectan a su decoroso sustento, sino de las relativas a su interés y
prosperidad, sin exceptuar bien alguno y a lo largo de las diferentes épocas.

4. Al realizar esta misión, la Iglesia cumple el mandato de su fundador, Cristo, quien, si bien atendió
principalmente a la salvación eterna del hombre, cuando dijo en una ocasión : «Yo soy el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14,6); y en otra: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), al contemplar la multitud
hambrienta, exclamó conmovido: «Siento compasión de esta muchedumbre» (Mc 8,2), demostrando que
se preocupaba también de las necesidades materiales de los pueblos. El Redentor manifestó este cuidado
no sólo con palabras, sino con hechos, y así, para calmar el hambre de las multitudes, multiplicó más de
una vez el pan milagrosamente.

5. Con este pan dado como alimento del cuerpo, quiso significar de antemano aquel alimento celestial de
las almas que había de entregar a los hombres en la víspera de su pasión.

6. Nada, pues, tiene de extraño que la Iglesia católica, siguiendo el ejemplo y cumpliendo el mandato de
Cristo, haya mantenido constantemente en alto la antorcha de la caridad durante dos milenios, es decir,
desde la institución del antiguo diaconado hasta nuestros días, así con la enseñanza de sus preceptos
como con sus ejemplos innumerables; caridad que, uniendo armoniosamente las enseñanzas y la práctica
del mutuo amor, realiza de modo admirable el mandato de ese doble dar que compendia por entero la
doctrina y la acción social de la Iglesia.

7. Ahora bien, el testimonio más insigne de esta doctrina y acción social, desarrolladas por la Iglesia a lo
largo de los siglos, ha sido y es, sin duda, la luminosa encíclica Rerum novarum, promulgada hace setenta
años por nuestro predecesor de inmortal memoria León XIII para definir los principios que habían de
resolver el problema de la situación de los trabajadores en armonía con las normas de la doctrina cristiana
(Acta Leonis XIII, XI, 1891, pp. 97-144).

8. Pocas veces la palabra de un Pontífice ha obtenido como entonces resonancia tan universal por el peso
y alcance de su argumentación y la fuerza expresiva de sus afirmaciones. En realidad, las normas y
llamamientos de León XIII adquirieron tanta importancia que de ningún modo podrán olvidarse ya en los
sucesivo.

67
Se abrió con ellos un camino más amplio a la acción de la Iglesia católica, cuyo Pastor supremo, sintiendo
como propios los daños, los dolores y las aspiraciones de los humildes y de los oprimidos, se consagró
entonces completamente a vindicar y rehabilitar sus derechos.

9. No obstante el largo período transcurrido desde la publicación de la admirable encíclica Rerum


novarum, su influencia se mantiene vigorosa aun en nuestros días. Primero,. en los documentos de los
Sumos Pontífices que han sucedido a León XIII, todos los cuales, cuando abordan materias económicas y
sociales, toman siempre algo de la encíclica leoniana para aclarar su verdadero significado o para añadir
nuevo estímulo a la voluntad de los católicos.

Pero, además, la Rerum novarum mantiene su influjo en la organización pública de no pocas naciones.


Tales hechos constituyen evidente prueba de que tanto los principios cuidadosamente analizados como
las normas prácticas y las advertencias dadas con paternal cariño en la gran encíclica de nuestro
predecesor conservan también en nuestros días su primitiva autoridad.

Más aún, pueden proporcionar a los hombres de nuestra época nuevos y saludables criterios para
comprender realmente las proporciones concretas de la cuestión social, como hoy se presenta, y para
decidirlos a asumir las responsabilidades necesarias.

I. Enseñanzas de la encíclica Rerum novarum y su desarrollo posterior en el magisterio de Pío XI y


Pío XII

10. Las enseñanzas que aquel sapientísimo Pontífice dio a la humanidad brillaron con una luz tanto más
clara cuanto más espesas eran las tinieblas de aquella época de profundas transformaciones en lo
económico y en lo político y de terribles convulsiones en lo social.

Situación económica y social

11. Como es sabido, por aquel entonces la concepción del mundo económico que mayo difusión teórica y
vigencia práctica había alcanzado era una concepción que lo atribuía absolutamente todo a las fuerzas
necesarias de la naturaleza y negaba, por tanto, la relación entre las leyes morales y las leyes
económicas.

Motivo único de la actividad económica, se afirmaba, es el exclusivo provecho individual. La única ley
suprema reguladora de las relaciones económicas entre los hombres es la libre e ilimitada competencia.
Intereses del capital, precios de las mercancías y de los servicios, beneficios y salarios han de
determinarse necesariamente, de modo casi mecánico, por virtud exclusiva de las leyes del mercado.

El poder público debe abstenerse sobre todo de cualquier intervención en el campo económico. El
tratamiento jurídico de las asociaciones obreras variaba según las naciones: en unas estaban prohibidas,
en otras se toleraban o se las reconocía simplemente como entidades de derecho privado.

12. En el mundo económico de aquel entonces se consideraba legítimo el imperio del más fuerte y
dominaba completamente en el terreno de las relaciones comerciales. De este modo, el orden económico
quedó radicalmente perturbado.

13. Porque mientras las riquezas se acumulaban con exceso en manos de unos pocos, las masas
trabajadoras quedaban sometidas a una miseria cada día más dura. Los salarios eran insuficientes e
incluso de hambre; los proletarios se veían obligados a trabajar en condiciones tales que amenazaban su
salud, su integridad moral y su fe religiosa.

Inhumanas sobre todo resultaban las condiciones de trabajo a las que eran sometidos con excesiva
frecuencia los niños y las mujeres. Siempre amenazador se cernía ante los ojos de los asalariados el
espectro del paro. la familia vivía sujeta a un proceso paulatino de desintegración.

14. Como consecuencia, ocurría, naturalmente, que los trabajadores, indignados de su propia suerte,
pensaban rechazar públicamente esta injusta situación; y cundían de igual modo entre ellos con mayor
68
amplitud los designios de los revolucionarios, quienes les proponían remedios muchos peores qué los
males que había que remediar.

La Rerum novarum , suma de la doctrina social católica

15. Llegada la situación a este punto, publicó León XIII, con la Rerum novarum, su mensaje social fundado
en las exigencias de la propia naturaleza humana e inspirado en los principios y en el espíritu del
Evangelio, mensaje que, si bien suscitó, como es frecuente, algunas discrepancias, obtuvo, sin embargo,
universal admiración y general aplauso.

En realidad, no era la primera vez que la Sede Apostólica, en lo relativo a intereses temporales, acudía a
la defensa de los necesitados. Otros documentos de nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria,
habían ya abierto camino al que acabamos de mencionar.

Fue, sin embargo, la encíclica Rerum novarum, la que formuló, pro primera vez, una construcción
sistemática de los principios y una perspectiva de aplicaciones para el futuro. Por lo cual, con toda razón
juzgamos que hay que considerarla como verdadera suma de la doctrina católica en el campo económico
y social.

16. Se ha de reconocer que la publicación de esta encíclica demostró no poca audacia. Porque mientras
algunos no tenían reparos en acusar a la Iglesia católica, como si ésta, ante la cuestión social, se limitase
a predicar a los pobres la resignación y a los ricos la generosidad, León XIII no vaciló en proclamar y
defender abiertamente los sagrados derechos de los trabajadores.

Al iniciar la exposición de los principios de la doctrina católica en materia social, declaró paladinamente:
«Confiados y con pleno derecho nuestro iniciamos el tratamiento de esta cuestión, ya que se trata de un
problema cuya solución viable será absolutamente nula si no se busca bajo los auspicios de la religión y
de la Iglesia» (cf. Acta Leonis XIII, XI, 1891, p. 107).

17. Os son perfectamente conocidos, venerables hermanos, los principios básicos expuestos por aquel
eximio Pontífice con tanta claridad como autoridad, a tenor de los cuales debe reconstruirse, por completo
la convivencia humana en lo que se refiere a las realidades económicas y sociales.

18. Primeramente, con relación al trabajo, enseña que éste de ninguna manera puede considerarse como
una mercancía cualquiera, porque procede directamente de la persona humana. Para la gran mayoría de
los hombres, el trabajo es, en efecto, la única fuente de su decoroso sustento.

Por esto no puede determinar su retribución la mera práctica del mercado, sino qué han de fijarla las leyes
de la justicia y de la equidad; en caso contrario, la justicia quedaría lesionada por completo en los
contratos de trabajo, aun cuando éstos se hubiesen estipulado libremente por ambas partes.

19. A lo dicho ha de añadirse que el derecho de poseer privadamente bienes, incluidos los de carácter
instrumental, lo confiere a cada hombre la naturaleza, y el Estado no es dueño en modo alguno de abolirlo.

Y como la propiedad privada lleva naturalmente intrínseca una función social, por eso quien disfruta de tal
derecho debe necesariamente ejercitarlo para beneficio propio y utilidad de los demás.

20. Por lo que toca al Estado, cuyo fin es proveer al bien común en el orden temporal, no puede en modo
alguno permanecer al margen de las actividades económicas de los ciudadanos, sino que, por el contrario,
la de intervenir a tiempo, primero, para que aquéllos contribuyan a producir la abundancia de bienes
materiales, «cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (Santo Tomás de Aquino, De regimine
principum, I, 15), y, segundo, para tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más
débiles, cuales son los trabajadores, las mujeres y los niños.

Por otra parte, el Estado nunca puede eximirse de la responsabilidad que le incumbe de mejorar con todo
empeño las condiciones de vida de los trabajadores.

69
21. Además, constituye una obligación del Estado vigilar que los contratos de trabajo se regulen de
acuerdo con la justicia y la equidad, y que, al mismo tiempo, en los ambientes laborales no sufra mengua,
ni en el cuerpo ni en el espíritu, la dignidad de la persona humana.

A este respecto, en la encíclica de León XIII se exponen las bases fundamentales del orden justo y
verdadero de la convivencia humana, que han servido para estructura, de una u otra manera, la legislación
social de los Estados en la época contemporánea, bases que, como ya observaba Pío XI, nuestro
predecesor de inmortal memoria, en la encíclica Quadragesimo anno, han contribuido no poco al
nacimiento y desarrollo de una nueva disciplina jurídica, el llamado derecho laboral.

22. Se afirma, por otra parte, en la misma encíclica que los trabajadores tienen el derecho natural no sólo
de formar asociaciones propias o mixtas de obreros y patronos, con la estructura que consideren más
adecuada al carácter de su profesión, sino, además, para moverse sin obstáculo alguno, libremente y por
propia iniciativa, en el seno de dichas asociaciones, según lo exijan sus intereses.

23. Por último, trabajadores y empresarios deben regular sus relaciones mutuas inspirándose en los
principios de solidaridad humana y cristiana fraternidad, ya qué tanto la libre competencia ilimitada que
el liberalismo propugna como la lucha de clases que el marxismo predica son totalmente contrarias a la
naturaleza humana y a la concepción cristiana de la vida.

24. He aquí, venerables hermanos, los principios fundamentales que deben servir de base a un sano
orden económico y social.

25. No ha de extrañarnos, por tanto, que los católicos más cualificados, sensibles al llamamiento de la
encíclica, hayan dado vida a múltiples obras para convertir en realidad prácticas el contenido de aquellos
principios. En la misma línea se han movido también, impulsados por exigencias objetivas de la
naturaleza, hombres eminentes de todos los países del mundo.

26. Con toda razón, pues, ha sido y es reconocida hasta hoy la encíclica Rerum novarum como la Carta
Magna de la instauración del nuevo orden económico y social.

La encíclica Quadragesimo anno

27. Pío XI, nuestro predecesor de feliz memoria, al cumplirse los cuarenta años de la publicación de aquel
insigne código, conmemoró esta solemnidad con la encíclica Quadragesimo anno.

28. En este documento, el Sumo Pontífice confirma, ante todo, el derecho y el deber de la Iglesia católica
de contribuir primordialmente a la adecuada solución de los gravísimos problemas sociales que tanto
angustian a la humanidad; corrobora después los principios y criterios prácticos de la encíclica de León
XIII, inculcando normas ajustadas a los nuevos tiempos; y aprovecha, en fin, la ocasión para aclarar
ciertos puntos doctrinales sobre los qué dudaban incluso algunos católicos y para enseñar cómo había de
aplicarse la doctrina católica en el campo social, en consonancia con los cambios de la época.

29. Dudaban algunos entonces sobre el criterio que debían sostener realmente los católicos acerca de la
propiedad privada, la retribución obligatoria de la mano de obra y, finalmente, la tendencia moderada del
socialismo.

30. En lo que toca al primer punto, nuestro predecesor reitera el origen natural del derecho de propiedad
privada, analizando y aclarando, además, el fundamento de su función social.

31. En cuanto al régimen del salariado, rechaza primero el augusto Pontífice la tesis de los que lo
consideran esencialmente injusto; reprueba a continuación las formas inhumanas o injustas con que no
pocas veces se ha llevado a la práctica, y expone, por ultimo, los criterios y condiciones que han de
observarse para que dicho régimen no se aparte de la justicia y de la equidad.

32. Enseña de forma clara, en esta materia, nuestro predecesor que en las presentes circunstancias
conviene suavizar el contrato de trabajo con algunos elementos tomados del contrato de sociedad, de tal
70
manera que los obreros y los empleados compartan el dominio y la administración o participen en cierta
medida de los beneficios obtenidos (cf. Acta Apostolicae Sedis 23 (1931) p. 199).

33. Es asimismo de suma importancia doctrinal y práctica la afirmación de Pío XI de que el trabajo no se
puede valorar justamente ni retribuir con equidad si no se tiene en cuanto su doble naturaleza, social e
individual (Ibíd., p. 200). Por consiguiente, al determinar la remuneración del trabajo, la justicia exige que
se consideren las necesidades de los propios trabajadores y de sus respectivas familias, pero también la
situación real de la empresa en que trabajan y las exigencias del bien común económico (Ibíd., p.201).

34. El Sumo Pontífice manifiesta además que la oposición entre el comunismo y el cristianismo es radical.
Y añade qué los católicos no pueden aprobar en modo alguno la doctrina del socialismo moderado. En
primer lugar, porque la concepción socialista del mundo limita la vida social del hombre dentro del marco
temporal, y considera, pro tanto, como supremo objetivo de la sociedad civil el bienestar puramente
material; y en segundo término, porque, al proponer como meta exclusiva de la organización social de la
convivencia humana la producción de bienes materiales, limita extraordinariamente la libertad, olvidando la
genuina noción de autoridad social.

Cambio histórico

35. No olvidó, sin embargo, Pío XI que, a lo largo de los cuarenta años transcurridos desde la publicación
de la encíclica de León XIII, la realidad de la época había experimentado profundo cambio. Varios hechos
lo probaba, entre ellos la libre competencia, la cual, arrastrada por su dinamismo intrínseco, había
terminado por casi destruirse y por acumular enorme masa de riquezas y el consiguiente poder económico
en manos de unos pocos, «los cuales, la mayoría de las veces, nos son dueños, sino sólo depositarios y
administradores de bienes, que manejan al arbitrio de su voluntad» (Ibíd., p.201ss).

36. Por tanto, como advierte con acierto el Sumo Pontífice, «la dictadura económica ha suplantado al
mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición del poder; la economía toda se ha
hecho horriblemente dura, inexorable, cruel» (Ibíd., p.211). De aquí se seguía lógicamente que hasta las
funciones públicas se pusieran al servicio de los económicamente poderosos; y de esta manera las
riquezas acumuladas tiranizaban en cierto modo a todas las naciones.

37. Para remediar de modo eficaz esta decadencia de la vida pública, el Sumo Pontífice señala como
criterios prácticos fundamentales la reinserción del mundo económico en el orden moral y la subordinación
plena de los intereses individuales y de grupo a los generales del bien común.

Esto exige, en primer lugar, según las enseñanzas de nuestro predecesor, la reconstrucción del orden
social mediante la creación de organismos intermedios de carácter económico y profesional, no impuestos
por el poder del Estado, sino autónomos; exige, además, que las autoridades, restableciendo su función,
atiendan cuidadosamente al bien común de todos, y exige, por último, en el plano mundial, la colaboración
mutua y el intercambio frecuente entre las diversas comunidades políticas para garantizar el bienestar de
los pueblos en el campo económico.

38. Mas los principios fundamentales que caracterizan la encíclica de Pío XI pueden reducirse a dos.
Primer principio: prohibición absoluta de que en materia económica se establezca como ley suprema el
interés individual o de grupo, o la libre competencia ilimitada, o el predominio abusivo de los
económicamente poderosos, o el prestigio de la nación, o el afán de dominio, u otros criterios similares.

39. Por el contrario, en materia económica es indispensable que toda actividad sea regida por la justicia y
la caridad como leyes supremas del orden social.

40. El segundo principio de la encíclica de Pío XI manda que se establezca un orden jurídico, tanto
nacional como internacional, qué, bajo en influjo rector de la justicia social y por medio de un cuadro de
instituciones públicas y privadas, permita a los hombres dedicados a las tareas económicas armonizar
adecuadamente su propio interés particular con el bien común.

El radiomensaje "La Solennità"


71
41. También ha contribuido no poco nuestro predecesor de inmortal memoria Pío XI a esta labor de definir
los derechos y obligaciones de la vida social. El 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés, dirigió un
radiomensaje al orbe entero «para llamar la atención del mundo católico sobre un acontecimiento digno de
ser esculpido con caracteres de oro en los fastos de la Iglesia; el quincuagésimo aniversario de la
publicación de la trascendental encíclica "Rerum novarum", de León XIII» (cf Acta Apostolicae Sedis 33
(1941) p. 196); y para rendir humildes gracias a Dios omnipotente por el don que, hace cincuenta años,
ofrendó a la Iglesia con aquella encíclica de su Vicario en la tierra, y para alabarle por el aliento del Espíritu
renovador que por ella, desde entonces en manera siempre creciente, derramó sobre todo el género
humano (Ibíd., p. 197).

42. En este radiomensaje, aquel gran Pontífice reivindica «para la Iglesia la indiscutible competencia de
juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios,
Creador y Redentor, ha promulgado por medio del derecho natural y de la revelación» ((Ibíd., p. 196);
confirma la vitalidad perenne y fecundidad inagotable de las enseñanzas de la encíclica de León XIII, y
aprovecha la ocasión para explicar más profundamente las enseñanzas de la Iglesia católica «sobre tres
cuestiones fundamentales de la vida social y de la realidad económica, a saber: el uso de los bienes
materiales, el trabajo y la familia, cuestiones todas que, por estar mutuamente entrelazadas y unidas, se
apoyan unas a otras» (Ibíd., p. 198s.).

43. Por lo que se refiere a la primera cuestión, nuestro predecesor enseña que el derecho de todo hombre
a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a
cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de
propiedad privada.

Es cierto, como advierte nuestro predecesor, que el derecho de propiedad privada sobre los bienes se
basa en el propio derecho natural; pero, según el orden establecido por Dios, el derecho de propiedad
privada no puede en modo alguno constituir un obstáculo «para que sea satisfecha la indestructible
exigencia de que los bienes creados por Dios para provecho de todos los hombres lleguen con equidad a
todos, de acuerdo con los principios de la justicia y de la caridad» (Ibíd., p. 199).

44. En orden al trabajo, Pío XII, reiterando un principio que se encuentra en la encíclica de León XIII,
enseña que ha de ser considerado como un deber y un derecho de todos y cada uno de los hombres. En
consecuencia, corresponde a ellos, en primer término, regular sus mutuas relaciones de trabajo: Sólo en el
caso de que los interesados no quieran o no puedan cumplir esta función, «es deber del Estado intervenir
en la división y distribución del trabajo, según la forma y medida que requiera el bien común, rectamente
entendido» (cf Acta Apostolicae Sedis 33 (1941) p. 201).

45. Por lo que toca a la familia, el Sumo Pontífice afirma claramente que la propiedad privada de los
bienes materiales contribuye en sumo grado a garantizar y fomentar la vida familiar, «ya que asegura
oportunamente al padre la genuina libertad qué necesita para poder cumplir los deberes qué le ha
impuesto Dios en lo relativo al bienestar físico, espiritual y religioso de la familia» (Ibíd., p. 202). De aquí
nace precisamente el derecho de la familia a emigrar, punto sobre el cual nuestro predecesor advierte a
los gobernantes, lo mismo a los de los países que permiten la emigración que a los que aceptan la
inmigración, «que rechacen cuanto disminuya o menoscabe la mutua y sincera confianza entre sus
naciones» (Ibíd., p. 203). Si unos y otros ponen en práctica esta política, se seguirán necesariamente
grandes beneficios para todos, con el aumento de los bienes temporales y el progreso de la cultura
humana.

Ulteriores cambios

46. El Estado de cosas, que, al tiempo de la conmemoración de Pío XII, había ya cambiado mucho con
relación a la época inmediatamente anterior, en estos últimos veinte años ha sufrido profundas
transformaciones en el interior de los países y en la esfera de sus relaciones mutuas.

47 En el campo científico, técnico y económico se registran en nuestros días las siguientes innovaciones:
el descubrimiento de la energía atómica y sus progresivas aplicaciones, primero en la esfera militar y
después en el campo civil; las casi ilimitadas posibilidades descubiertas por la química en el área de las

72
producciones sintéticas; la extensión de la automatización, sobre todo en los sectores de la industria y de
los servicios; la modernización progresiva de la agricultura; la casi desaparición de las distancias entre los
pueblos, sobre todo por obra de la radio y de la televisión; la velocidad creciente de los transportes de toda
clase y, por último, la conquista ya iniciada de los espacios interplanetarios.

48 En el campo social, ha aquí los avances de última hora: se han desarrollado los seguros sociales; en
algunas naciones económicamente más ricas, la previsión social ha cubierto todos los riesgos posibles de
los ciudadanos; en los movimientos sindicales se ha acentuado la conciencia de responsabilidad del
obrero ante los problemas económicos y sociales mas importantes.

Asimismo se registran la elevación de la instrucción básica de la inmensa mayoría de los ciudadanos; el


auge, cada vez más extendido, del nivel de vida; la creciente frecuencia con que actualmente pasan los
hombres de un sector de la industria a otro y la consiguiente reducción de separaciones entre las distintas
clases sociales; el mayor interés del hombre de cultura media por conocer los hechos de actualidad
mundial.

Pero, simultáneamente, cualquiera puede advertir que el gran incremento económico y social
experimentado por un creciente número de naciones ha acentuado cada día más los evidentes
desequilibrios que existe, primero entre la agricultura y la industria y los servicio generales; luego, entre
zonas de diferente prosperidad económica en el interior de cada país, y, por último, en el plano mundial,
entre los países de distinto desarrollo económico.

49 En el campo político son igualmente numerosas las innovaciones recientes: en muchos países todas
las clases sociales tienen acceso en la actualidad a los cargos públicos; la intervención de los gobernantes
en el campo económico y social es cada día más amplia; los pueblos afroasiáticos, después de rechazar el
régimen administrativo propio del colonialismo, han obtenido su independencia política; las relaciones
internacionales han experimentado un notable incremento, y la interdependencia de los pueblos se está
acentuando cada días más; han surgido con mayor amplitud organismos de dimensiones mundiales que,
superando un criterioestrictamente nacional, atienden a la utilidad colectiva de todos los pueblos en el
campo económico, social, cultural, científico o político.

Motivos de esta nueva encíclica

50 Nos, por tanto, a la vista de lo anteriormente expuesto, sentimos el deber de mantener encendida la
antorcha levantada por nuestros grandes predecesores y de exhortar a todos a que acepten como luz y
estímulo las enseñanzas de sus encíclicas, si quieren resolver la cuestión social por los caminos más
ajustados a las circunstancias de nuestro tiempo.

Juzgamos, por tanto, necesaria la publicación de esta nuestra encíclica, no ya sólo para conmemorar
justamente la Rerum novarum, sino también para que, de acuerdo con los cambios de la época,
subrayemos y aclaremos con mayor detalle, por una parte, las enseñanzas de nuestros predecesores, y
por otra, expongamos con claridad el pensamiento de la Iglesia sobre los nuevos y más importantes
problemas del momento.

II. Puntualización y desarrollo de las enseñanzas sociales de los Pontífices anteriores

Iniciativa privada e intervención de los poderes públicos en el campo económico

51. Como tesis inicial, hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa
privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para
procurar sus intereses comunes.

52. Sin embargo, por las razones que ya adujeron nuestros predecesores, es necesaria también la
presencia activa del poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción
creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los ciudadanos.

73
53. Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en
el principio de la función subsidiaria (cf. Acta Apostolicae Sedis 23 (1931) p. 203), formulado por Pío XI en
la encíclica Quadragesimo anno: «Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e
inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden
realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el
recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por
sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud
de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni
absorberlos» (Ibíd., p. 203).

54. Fácil es comprobar, ciertamente, hasta qué punto los actuales progresos científicos y los avances de
las técnicas de producción ofrecen hoy día al poder público mayores posibilidades concretas para reducir
el desnivel entre los diversos sectores de la producción, entre las distintas zonas de un mismo país y entre
las diferentes naciones en el plano mundial; para frenar, dentro de ciertos límites, las perturbaciones que
suelen surgir en el incierto curso de la economía y para remediar, en fin, con eficacia los fenómenos del
paro masivo.

Por todo lo cual, a los gobernantes, cuya misión es garantizar el bien común, se les pide con insistencia
que ejerzan en el campo económico una acción multiforme mucho más amplia y más ordenada que antes
y ajusten de modo adecuado a este propósito las instituciones, los cargos públicos, los medios y los
métodos de actuación.

55. Pero manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de las autoridades públicas en el
campo económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los
particulares, sino que, por el contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa,
salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana.

Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada persona corresponde de ser normalmente
el primer responsable de su propia manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas
económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de
producción.

56. Por lo demás, la misma evolución histórica pone de relieve, cada vez con mayor claridad, que es
imposible una convivencia fecunda y bien ordenada sin la colaboración, en el campo económico, de los
particulares y de los poderes públicos, colaboración que debe prestarse con un esfuerzo común y
concorde, y en la cual ambas partes han de ajustar ese esfuerzo a las exigencias del bien común en
armonía con los cambios que el tiempo y las costumbres imponen.

57. La experiencia diaria, prueba, en efecto, que cuando falta la actividad de la iniciativa particular surge la
tiranía política. No sólo esto. Se produce, además, un estancamiento general en determinados campos de
la economía, echándose de menos, en consecuencia, muchos bienes de consumo y múltiples servicios
que se refieren no sólo a las necesidades materiales, sino también, y principalmente, a las exigencias del
espíritu; bienes y servicios cuya obtención ejercita y estimula de modo extraordinario la capacidad
creadora del individuo.

58. Pero cuando en la economía falta totalmente, o es defectuosa, la debida intervención del Estado, los
pueblos caen inmediatamente en desórdenes irreparables y surgen al punto los abusos del débil por parte
del fuerte moralmente despreocupado. Raza esta de hombres que, por desgracia, arraiga en todas las
tierras y en todos los tiempos, como la cizaña entre el trigo.

La socialización

Definición, naturaleza y causas

59. Una de las notas más características de nuestra época es el incremento de las relaciones sociales, o
se la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchas

74
formas de vida y de actividad asociada, que han sido recogidas, la mayoría de las veces, por el derecho
público o por el derecho privado.

Entre los numerosos factores que han contribuido actualmente a la existencia de este hecho deben
enumerarse el progreso científico y técnico, el aumento de la productividad económica y el auge del nivel
de vida del ciudadano.

60. Este progreso de la vida social es indicio y causa, al mismo tiempo, de la creciente intervención de los
poderes públicos, aun en materias que, por pertenecer a la esfera más íntima de la persona humana, son
de indudable importancia y no carecen de peligros.

Tales son, por ejemplo, el cuidado de la salud, la instrucción, y educación de las nuevas generaciones, la
orientación profesional, los métodos para la reeducación y readaptación de los sujetos inhabilitados física
o mentalmente.

Pero es también fruto y expresión de una tendencia natural, casi incoercible, de los hombres, que los lleva
a asociarse espontáneamente para la consecución de los objetivos que cada cual se propone y superan la
capacidad y los medios de que puede disponer el individuo aislado.

Esta tendencia ha suscitado por doquiera, sobre todo en los últimos años, una serie numerosa de grupos,
de asociaciones y de instituciones para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos,
profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial.

Valoración

61. Es indudable que este progreso de las realciones sociales acarrea numerosas ventajas y beneficios.
En efecto, permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los
llamados económico-sociales, los cuales atienden fundamentalmente a las exigencias de la vida humana:
el cuidado de la salud, una instrucción básica más profunda y extensa, una formación profesional más
completa, la vivienda, el trabajo, el descanso conveniente y una honesta recreación.

Además, gracias a los incesantes avances de los modernos medios de comunicación —prensa, cine,
radio, televisión—, el hombre de hoy puede en todas partes, a pesar de las distancias, estar casi presente
en cualquier acontecimiento.

62. Pero, simultáneamente con la multiplicación y el desarrollo casi diario de estas nuevas formas de
asociación, sucede que, en muchos sectores de la actividad humana, se detallan cada vez más la
regulación y la definición jurídicas de las diversas relaciones sociales.

Consiguientemente, queda reducido el radio de acción de la libertad individual. Se utilizan, en efecto,


técnicas, se siguen métodos y se crean situaciones que hacen extremadamente difícil pensar por sí
mismo, con independencia de los influjos externos, obrar por iniciativa propia, asumir convenientemente
las responsabilidades personales y afirmar y consolidar con plenitud la riqueza espiritual humana.

¿Habrá que deducir de esto que el continuo aumento de las realciones sociales hará necesariamente de
los hombres meros autómatas sin libertad propia? He aquí una pregunta a la que hay que dar respuesta
negativa.

63. El actual incremento de la vida social no es, en realidad, producto de un impulso ciego de la
naturaleza, sino, como ya hemos dicho, obra del hombre, se libre, dinámico y naturalmente responsable de
su acción, que está obligado, sin embargo, a reconocer y respetar las leyes del progreso de la civilización
y del desarrollo económico, y no puede eludir del todo la presión del ambiente.

64. Por lo cual, el progreso de las relaciones sociales puede y, por lo mismo, debe verificarse de forma que
proporcione a los ciudadanos el mayor número de ventajas y evite, o a lo menos aminore, los
inconvenientes.

75
65. Para dar cima a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes
profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto de condiciones
sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección.

Juzgamos además necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que
integran principalmente este incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan
a sus fines específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del
bien común.

Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de
auténticas comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados
en ellos como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes.

66. En el progreso creciente que las relaciones sociales presentan en nuestros días, el recto orden del
Estado se conseguirá con tanta mayor facilidad cuanto mayor sea el equilibrio que se observe entre estos
dos elementos: de una parte, el poder de que están dotados así los ciudadanos como los grupos privados
para regirse con autonomía, salvando la colaboración mutua de todos en las obras; y de otra parte, la
acción del Estado que coordine y fomente a tiempo la iniciativa privada.

67. Si las relaciones sociales se mueven en el ámbito del orden moral y de acuerdo con los criterios
señalados, no implicarán, por su propia naturaleza, peligros graves o excesivas cargas sobre los
ciudadanos: todo lo contrario, contribuirán no sólo a fomentar en éstos la afirmación y el desarrollo de la
personalidad humana, sino también a realizar satisfactoriamente aquella deseable trabazón de la
convivencia entre los hombres, que, como advierte nuestro predecesor Pío XI, de grata memoria, en la
encíclica Quadragesimo anno, es absolutamente necesaria para satisfacer los derechos y las obligaciones
de la vida social.

La remuneración del trabajo

Situación actual

68. Una profunda amargura embarga nuestro espíritu ante el espectáculo inmensamente doloroso de
innumerables trabajadores de muchas naciones y de continentes enteros a los que se remunera con
salario tan bajo, que quedan sometidos ellos y sus familias a condiciones de vida totalmente infrahumana.
Hay que atribuir esta lamentable situación al hecho de que, en aquellas naciones y en aquellos
continentes, el proceso de la industrialización está en sus comienzos o se halla todavía en fase no
suficientemente desarrollada.

69. En algunas de estas naciones, sin embargo, frente a la extrema pobreza de la mayoría, la abundancia
y el lujo desenfrenado de unos pocos contrastan de manera abierta e insolente con la situación de los
necesitados; en otras se grava a la actual generación con cargas excesivas para aumentar la
productividad de la economía nacional, de acuerdo con ritmos acelerados que sobrepasan por entero los
límites que la justicia y la equidad imponen; finalmente, en otras naciones un elevado tanto por ciento de la
renta nacional se gasta en robustecer más de lo justo el prestigio nacional o se destinan presupuestos
enormes a la carrera de armamentos.

70. Hay que añadir a esto que en las naciones económicas más desarrolladas no raras veces se observa
el contraste de que mientras se fijan retribuciones altas, e incluso altísimas, por prestaciones de poca
importancia o de valor discutible, al trabajo, en cambio, asiduo y provechoso de categorías enteras de
ciudadanos honrados y diligentes se le retribuye con salarios demasiado bajos, insuficientes para las
necesidades de la vida, o, en todo caso, inferiores a lo que la justicia exige, si se tienen en la debida
cuenta su contribución al bien de la comunidad, a las ganancias de la empresa en que trabajan y a la renta
total del país.

71. En esta materia, juzgamos deber nuestro advertir una vez más que, así como no es lícito abandonar
completamente la determinación del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito que

76
su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta materia deben guardarse a toda costa las
normas de la justicia y de la equidad.

Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida
verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es necesario,
además, que al determinar la remuneración justa del trabajo se tengan en cuenta los siguientes puntos:
primero, la efectiva aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la situación
financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva
comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la
nación; y, por último, las exigencias del bien común universal, o sea de las comunidades internacionales,
diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen.

72. Es evidente que los criterios expuestos tienen un valor permanente y universal; pero su grado de
aplicación a las situaciones concretas no puede determinarse si no se atiende como es debido a la riqueza
disponible; riqueza que, en cantidad y calidad, puede variar, y de hecho varía, de nación a nación y, dentro
de una misma nación, de un tiempo a otro.

Necesidad de adaptación entre el desarrollo económico y el progreso social

73. Dado que en nuestra época las economías nacionales evolucionan rápidamente, y con ritmo aún más
acentuado después de la segunda guerra mundial, consideramos oportuno llamar la atención de todos
sobre un precepto gravísimo de la justicia social, a saber: que el desarrollo económico y el progreso social
deben ir juntos y acomodarse mutuamente, de forma que todas las categorías sociales tengan
participación adecuada en el aumento de la riqueza de la nación.

En orden a lo cual hay que vigilar y procurar, por todos los medios posibles, que las discrepancias que
existen entre las clases sociales por la desigualdad de la riqueza no aumenten, sino que, por el contrario,
se atenúen lo más posible.

74. «La economía nacional —como justamente enseña nuestro predecesor, de feliz memoria Pío XII—, de
la misma manera que es fruto de la actividad de los hombres que trabajan unidos en la comunidad del
Estado, así también no tiene otro fin que el de asegurar, sin interrupción, las condiciones externas que
permitan a cada ciudadano desarrollar plenamente su vida individual. Donde esto se consiga de modo
estable, se dirá con verdad que el pueblo es económicamente rico, porque el bienestar general y, por
consiguiente, el derecho personal de todos al uso de los bienes terrenos se ajusta por completo a las
normas establecidas por Dios Creador» (cf. Acta Apostolicae Sedis 33 (1941) p. 200).

De aquí se sigue que la prosperidad económica de un pueblo consiste, más que en el número total de los
bienes disponibles, en la justa distribución de los mismos, de forma que quede garantizado el
perfeccionamiento de los ciudadanos, fin al cual se ordena por su propia naturaleza todo el sistema de la
economía nacional.

75 En este punto hay que hacer una advertencia: hoy en muchos Estados las estructuras económicas
nacionales permiten realizar no pocas veces a las empresas de grandes o medianas proporciones rápidos
e ingentes aumentos productivos, a través del autofinanciamiento, que renueva y completa su equipo
industrial. Cuando esto ocurra, juzgamos puede establecerse que las empresas reconozcan por la misma
razón, a sus trabajadores un título de crédito, especialmente si les pagan una remuneración que no
exceda la cifra del salario mínimo vital.

76 En tales casos conviene recordar el principio propuesto por nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío
XI en la encíclica Quadragesimo anno: «Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo
que es resultado conjunto de la eficaz cooperación de ambos; y es totalmente injusto que el capital o el
trabajo, negando todo derecho a la otra parte, se apropie la totalidad del beneficio económico».

77. Este deber de justicia puede cumplirse de diversas maneras, como la experiencia demuestra. Una de
ellas, y de las más deseables en la actualidad, consiste en hacer que los trabajadores, en la forma y el
grado que parezcan más oportunos, puedan llegar a participar poco a poco en la propiedad de la empresa

77
donde trabajan, puesto que hoy, más aún, que en los tiempos de nuestro predecesor, «con todo el
empeño posible se ha de procurar que, al manos para el futuro, se modere equitativamente la acumulación
de las riquezas en manos de los ricos, y se repartan también con la suficiente profusión entre los
trabajadores» (Ibíd., p.198).

Exigencias del bien común nacional e internacional

78. Pero hay que advertir, además, que la proporción entre la retribución del trabajo y los beneficios de la
empresa debe fijarse de acuerdo con las exigencias del bien común, tanto de la propia comunidad política
como de la entera familia humana.

79. Por lo que concierne al primer aspecto, han de considerarse como exigencias del bien común nacional:
facilitar trabajo al mayor número posible de obreros; evitar que se constituyan, dentro de la nación e
incluso entre los propios trabajadores, categorías sociales privilegiadas; mantener una adecuada
proporción entre salario y precios; hacer accesibles al mayor número de ciudadanos los bienes materiales
y los beneficios de la cultura; suprimir o limitar al menos las desigualdades entre los distintos sectores de
la economía —agricultura, industria y servicios—; equilibrar adecuadamente el incremento económico con
el aumento de los servicios generales necesarios, principalmente por obra de la autoridad pública; ajustar,
dentro de lo posible, las estructuras de la producción a los progresos de las ciencias y de la técnica; lograr,
en fin, que el mejoramiento en el nivel de vida no sólo sirva a la generación presente, sino que prepare
también un mejor porvenir a las futuras generaciones.

80. Son, por otra parte, exigencias del bien común internacional: evitar toda forma de competencia desleal
entre los diversos países en materia de expansión económica; favorecer la concordia y la colaboración
amistosa y eficaz entre las distintas economías nacionales, y, por último, cooperar eficazmente al
desarrollo económico de las comunidades políticas más pobres.

81. Estas exigencias del bien común, tanto en el plano nacional como en el mundial, han de tenerse en
cuanta también cuando se trata de determinar la parte de beneficios que corresponde asignar, en forma de
retribución, a los dirigentes de empresas, y en forma de intereses o dividendos, a los que aportan el
capital.

Estructuras económicas

Deben ajustarse a la dignidad del hombre

82. Los deberes de la justicia han de respetarse no solamente en la distribución de los bienes que el
trabajo produce, sino también en cuanto afecta a las condiciones generales en que se desenvuelve la
actividad laboral.

Porque en la naturaleza humana está arraigada la exigencia de que, en el ejercicio de la actividad


económica, le sea posible al hombre sumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo.

83. De donde se sigue que si el funcionamiento y las estructuras económicas de un sistema productivo
ponen en peligro la dignidad humana del trabajador, o debilitan su sentido de responsabilidad, o le impiden
la libre expresión de su iniciativa propia, hay que afirmar que este orden económico es injusto, aun en el
caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance un alto nivel y se distribuya según criterios
de justicia y equidad.

84. No es posible definir de manera genérica en materia económica las estructuras más acordes con la
dignidad del hombre y más idóneas para estimular en el trabajador el sentido de su responsabilidad. Esto
no obstante, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII trazó con acierto tales normas prácticas: «La
pequeña y la mediana propiedad en la agricultura, en el artesanado, en el comercio y en la industria deben
protegerse y fomentarse; las uniones cooperativas han de asegurar a estas formas de propiedad las
ventajas de la gran empresa; y por lo que a las grandes empresas se refiere, ha de lograrse que el
contrato de trabajo se suavice con algunos elementos del contrato de sociedad» (Radiomensaje del 1 de
sept. de 1944; cf Acta Apostolicae Sedis 36 81944) p. 254).
78
La empresa artesana y la empresa cooperativa

85. Deben, pues, asegurarse y promoverse, de acuerdo con las exigencias del bien común y las
posibilidades del progreso técnico, las empresas artesanas, y las agrícolas de dimensión familiar, y las
cooperativas, las cuales pueden servir también para completar y perfeccionar las anteriores.

86. Más adelante hablaremos de la empresa agrícola. Aquí creemos oportuno hacer algunas indicaciones
sobre la empresa artesana y la empresa cooperativa.

87. Ante todo, hay que advertir que ambas empresas, si quieren alcanzar una situación económica
próspera, han de ajustarse incesantemente, en su estructura, funcionamiento y métodos de producción, a
las nuevas situaciones que el progreso de las ciencias y de la técnica y las mudables necesidades y
preferencias de los consumidores plantean conjuntamente: acción de ajuste que principalmente han de
realizar los propios artesanos y los miembros de las cooperativas.

88. De aquí la gran conveniencia de dar a unos y otros formación idónea, tanto en el aspecto puramente
técnico como en el cultural, y de que ellos mismos se agrupen en organización de tipo profesional. Es
asimismo indispensable que por parte del Estado se lleve a cabo una adecuada política económica en los
capítulos referentes a la enseñanza, la imposición fiscal, el crédito, la seguridad y los seguros sociales.

89. Por lo demás, esta acción del Estado en favor del artesanado y del movimiento cooperativo halla
también su justificación en el hecho de que estas categorías laborales son creadoras de auténticos bienes
y contribuyen eficazmente al progreso de la cultura.

90. Invitamos, por ello, con paternal amor a nuestros queridísimos hijos del artesanado y del
cooperativismo, esparcidos por todo el mundo, a que sientan claramente la nobilísima función social que
se les ha confiado en la sociedad, ya que con su trabajo pueden despertar cada día más en todas las
clases sociales el sentido de la responsabilidad y el espíritu de activa colaboración y encender en todos el
entusiasmo por la originalidad, la elegancia y la perfección del trabajo.

Presencia activa de los trabajadores en las empresas grandes y medianas

91. Además, siguiendo en esto la dirección trazada por nuestros predecesores, Nos estamos convencido
de la razón que asiste a los trabajadores en la vida de las empresas donde trabajan. No es posible fijar con
normas ciertas y definidas las características de esta participación, dado que han de establecerse, más
bien, teniendo en cuanta la situación de cada empresa; situación que varía de unas a otras y que, aun
dentro de cada una, está sujeta muchas veces a cambios radicales y rapidísimos.

No dudamos, sin embargo, en afirmar que a los trabajadores hay que darles una participación activa en los
asuntos de la empresa donde trabajan, tanto en las privadas como en las públicas; participación que, en
todo caso, debe tender a que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia
bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones
y obligaciones.

92. Esto exige que las relaciones mutuas entre empresarios y dirigentes, por una parte, y los trabajadores
por otra, lleven el sello del respeto mutuo, de la estima, de la comprensión y, además, de la leal y activa
colaboración e interés de todos en la obra común; y que el trabajo, además de ser concebido como fuente
de ingresos personales, lo realicen también todos los miembros de la empresa como cumplimiento de un
deber y prestación de un servicio para la utilidad general.

Todo ello implica la conveniencia de que los obreros puedan hacer oír su voz y aporten su colaboración
para el eficiente funcionamiento y desarrollo de la empresa. Observaba nuestro predecesor, de feliz
memoria, Pío XII que «la función económica y social que todo hombre aspira a cumplir exige que no esté
sometido totalmente a una voluntad ajena el despliegue de la iniciativa individual» (Alocución del 8 de oct.
de 1956; cf Acta Apostolicae Sedis 48 (1956) p. 799-800).

79
Una concepción de la empresa que quiere salvaguardar la dignidad humana debe, sin duda alguna,
garantizar la necesaria unidad de una dirección eficiente; pero de aquí no se sigue que pueda reducir a
sus colaboradores diarios a la condición de meros ejecutores silenciosos, sin posibilidad alguna de hacer
valer su experiencia, y enteramente pasivos en cuanto afecta a las decisiones que contratan y regulan su
trabajo.

93. Hay que hacer notar, por último, que el ejercicio de esta responsabilidad creciente por parte de los
trabajadores en las empresas no solamente responde a las legítimas exigencias propias de la naturaleza
humana, sino que está de perfecto acuerdo con el desarrollo económico, social y político de la época
contemporánea.

94. Aunque son grandes los desequilibrios económicos y sociales que en la época moderna contradicen a
la justicia y a la humanidad, y profundos errores se deslizan en toda la economía, perturbando gravemente
sus actividades, fines, estructura y funcionamiento, es innegable, sin embargo, que los modernos sistemas
de producción, impulsados por el progreso científico y técnico han avanzado extraordinariamente y su
ritmo de crecimiento es mucho más rápido que en épocas anteriores.

Esto exige de los trabajadores una aptitud y unas cualidades profesionales más elevadas. Como
consecuencia, es necesario poner a su disposición mayores medios y más amplios márgenes de tiempo
para que puedan alcanzar una instrucción más perfecta y una cultura religiosa, moral y profana más
adecuada.

95. Se hace así también posible un aumento de los años destinados a la instrucción básica y a la
formación profesional de las nuevas generaciones.

96. Con la implantación de estas medidas se irá creando un ambiente que permitirá a los trabajadores
tomar sobre sí las mayores responsabilidades aun dentro de sus empresas. Por lo que al Estado toca, es
de sumo interés que los ciudadanos, en todos los sectores de la convivencia, se sientan responsables de
la defensa del bien común.

Presencia activa de los trabajadores en todos los niveles

97. Es una realidad evidente que, en nuestra época, las asociaciones de trabajadores han adquirido un
amplio desarrollo, y, generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en los diversos
países e incluso en el plano internacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha
de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de
acuerdos establecidos entre las asociaciones de trabajadores y de empresarios.

Hay que advertir, además, que es necesario, o al manos muy conveniente, que a los trabajadores se les
dé la posibilidad de expresar su parecer e interponer su influencia fuera del ámbito de su empresa, y
concretamente en todos los órdenes de la comunidad política.

98. La razón de esta presencia obedece a que las empresas particulares, aunque sobresalgan en el país
por sus dimensiones, eficiencia e importancia, están, sin embargo, estrechamente vinculadas a la situación
general económica y social de cada nación, ya que de esta situación depende su propia prosperidad.

99. Ahora bien, ordenar las disposiciones que más favorezcan la situación general de la economía no es
asunto de las empresas particulares, sino función propia de los gobernantes del Estado y de aquellas
instituciones que, operando en un plano nacional o supranacional, actúan en los diversos sectores de la
economía.

De aquí se sigue la conveniencia o la necesidad de que en tales autoridades e instituciones, además de


los empresarios o de quienes les representan, se hallen presentes también los trabajadores o quienes por
virtud de su cargo defienden los derechos, las necesidades y las aspiraciones de los mismos.

80
100. Es natural, por tanto, que nuestro pensamiento y nuestro paterno afecto se dirijan de modo principal a
las asociaciones que abarcan profesiones diversas y a los movimientos sindicales que, de acuerdo con los
principios de la doctrina cristiana, están trabajando en casi todos los continentes del mundo.

Conocemos las muchas y graves dificultades en medio de las cuales estos queridos hijos nuestros han
procurado con eficacia y siguen procurando con energía la reivindicación de los derecho del trabajador, así
como su elevación material y moral, tanto en el ámbito nacional como en el plano mundial.

101. Pero, además, queremos tributar a la labor de estos hijos nuestros la alabanza que merece, porque
no se limita a los resultados inmediatos y visibles que obtiene, sino que repercute también en todo el
inmenso mundo del trabajo humano, con la propagación general de un recto modo de obrar y de pensar y
con el aliento vivificador de la religión cristiana.

102. Idéntica alabanza paternal queremos rendir asimismo a aquellos de nuestros amados hijos que,
imbuidos en las enseñanzas cristianas, prestan un admirable concurso en otras asociaciones
profesionales y movimientos sindicales que siguen las leyes de la naturaleza y respetan la libertad
personal en materia de religión y moral.

103. No podemos dejar de felicitar aquí y de manifestar nuestro cordial aprecio por la Organización
Internacional del Trabajo —conocida comúnmente con las siglas O.L.L., I.L.O u O.I.T.—, la cual, desde
hace ya muchos años, viene prestando eficaz y valiosa contribución para instaurar en todo el mundo un
orden económico y social inspirado en los principios de justicia y de humanidad, dentro del cual
encuentran reconocimiento y garantía los legítimos derechos de los trabajadores.

La propiedad

Nuevos aspectos de la economía moderna

104. En estos últimos años, como es sabido, en las empresas económicas de mayor importancia se ha ido
acentuando cada vez más la separación entre la función que corresponde a los propietarios de los bienes
de producción y la responsabilidad que incumbe a los directores de la empresa.

Esta situación crea grandes dificultades a las autoridades del Estado, las cuales han de vigilar
cuidadosamente para que los objetivos que pretenden los dirigentes de las grandes organizaciones, sobre
todo de aquellas de mayor influencia ejercen en la vida económica de todo el país, no se desvíen en modo
alguno de las exigencias del bien común.

Son dificultades que, como la experiencia demuestra, se plantean igualmente tanto si los capitales
necesarios para las grandes empresas son la propiedad privada como si pertenecen a entidades públicas.

105. Es cosa también sabida que, en la actualidad, son cada día más lo que ponen en los modernos
seguros sociales y en los múltiples sistemas de la seguridad social la razón de mirar tranquilamente el
futuro, la cual en otros tiempos se basaba en la propiedad de un patrimonio, aunque fuera modesto.

106. Por último, es igualmente un hecho de nuestro días que el hombre prefiere el dominio de una
profesión determinada a la propiedad de los bienes y antepone el ingreso cuya fuente es el trabajo, o
derechos derivados de éste, al ingreso que proviene del capital o de derechos derivados del mismo.

107. Esta nueva actitud coincide plenamente con el carácter natural del trabajo, el cual, por su procedencia
inmediata de la persona humana, debe anteponerse a la posesión de los bienes exteriores, que por su
misma naturaleza son de carácter instrumental; y ha de ser considerada, por tanto, como una prueba del
progreso de la humanidad.

108. Tales nuevos aspectos de la economía moderna han contribuido a divulgar, la duda sobre si, en la
actualidad, ha dejado de ser válido, o ha perdido, al menos, importancia, un principio de orden económico
y social enseñado y propugnado firmemente por nuestros predecesores; esto es, el principio que establece
que los hombres tienen un derecho natural a la propiedad privada de bienes, incluidos los de producción.
81
Reafirmación del carácter natural del derecho de propiedad

109. Esta duda carece en absoluto de fundamento. Porque el derecho de propiedad privada, aún en lo
tocante a bienes de producción, tiene un valor permanente, ya que es un derecho contenido en la misma
naturaleza, la cual nos enseña la prioridad del hombre individual sobre la sociedad civil, y , por
consiguiente, la necesaria subordinación teológica de la sociedad civil al hombre.

Por otra parte, en vano se reconocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo
económico si no le fuese dada al mismo tiempo la facultad de elegir y emplear libremente las cosas
indispensables para el ejercicio de dicho derecho.

Además, la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los
particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio
de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio
de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad.

110. Esto es lo que explica el hecho de que ciertos movimientos políticos y sociales que quieren conciliar
la libertad con la justicia, y que eran, hasta ahora, contrarios al derecho de propiedad privada de los bienes
de producción, hoy, aleccionados más ampliamente por la evolución social, han rectificado algo sus
propias opiniones y mantienen respecto de aquel derecho una actitud positiva.

111. Nos es grato, por tanto, repetir las observaciones que en esta materia hizo nuestro predecesor, de
feliz memoria, Pío XII: «Al defender la Iglesia el principio de la propiedad privada, persigue un alto fin ético-
social. No pretende sostener pura y simplemente el actual estado de cosas, como si viera en él la
expresión de la voluntad divina; ni proteger por principio al rico y al plutócrata contra el pobre e indigente.
Todo lo contrario: La Iglesia mira sobre todo a lograr que la institución de la propiedad privada sea lo que
debe ser, de acuerdo con los designios de la divina Sabiduría y con lo dispuesto por la naturaleza»
(Radiomensaje del 1 de sept. de 1944; cf Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 253). Es decir, la propiedad
privada debe asegurar los derechos que la libertad concede a la persona humana y, al mismo tiempo,
prestar su necesaria colaboración para restablecer elrecto orden de la sociedad.

112. Como ya hemos dicho, en no pocas naciones los sistemas económicos más recientes progresan con
rapidez y consiguen una producción de bienes cada día más eficaz. En tal situación, la justicia y la equidad
exigen que, manteniendo a salvo el bien común, se incremente también la retribución del trabajo, lo cual
permitirá a los trabajadores ahorrar con mayor facilidad y formarse así un patrimonio.

Resulta, por tanto, extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del derecho de propiedad,
que halla en la fecundidad del trabajo la fuente perpetua de la eficacia; constituye, además, un medio
eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos
los campos de la actividad económica; y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación
para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado.

La difusión de la propiedad privada es necesaria

113. No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada, de los
bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda
a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho.

114. Como acertadamente afirma nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, por una parte, la dignidad
de la persona humana «exige necesariamente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de
los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar una propiedad privada, en
cuanto sea posible, a todos» (Radiomensaje de Navidad, 24 de diciembre de 1942; cf. Acta Apostolicae
Sedis 34 (1942) p. 17), y, por otra parte, la nobleza intrínseca del trabajo exige, además de otras cosas, la
conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad segura, aunque
sea modesta, a todas las clases del pueblo (Ibíd., p.20).

82
115. Hoy, más que nunca, hay que defender la necesidad de difundir la propiedad privada, porque, en
nuestros tiempos, como ya hemos recordado, los sistemas económicos de un creciente número de países
están experimentando un rápido desarrollo.

Por lo cual, con el uso prudente de los recursos técnicos, que la experiencia aconseje, no resultará difícil
realizar una política económica y social, que facilite y amplíe lo más posible el acceso a la propiedad
privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria;
utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas
grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones,
económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.

Propiedad pública

116. Lo que hasta aquí hemos expuesto no excluye, como es obvio, que también el Estado y las demás
instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuanto éstos «llevan
consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro del bien
común» (Quadragesimo anno).

117. Nuestra época registra una progresiva ampliación de la propiedad del Estado y de las demás
instituciones públicas. La causa de esta ampliación hay que buscarla en que el bien común exige hoy de la
autoridad pública el cumplimiento de una serie creciente de funciones.

Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria,
ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones
públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común y se excluye el
peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima
completamente.

118. Hay que afirmar, por último, que las empresas económicas del Estado o de las instituciones públicas
deben ser confiadas a aquellos ciudadanos que sobresalgan por su competencia técnica y su probada
honradez y que cumplan con suma fidelidad sus deberes con el país.

Más aún, la labor de estos hombres debe quedar sometida a un ciudadano y asiduo control, a fin de evitar
que, en el seno de la administración del propio Estado, el poder económico quede en manos de unos
pocos, lo cual sería totalmente contrario al bien supremo de la nación.

Función social de la propiedad

119. Pero neutros predecesores han enseñado también de modo constante el principio de que al derecho
de propiedad privada le es intrínsecamente inherente una función social. En realidad, dentro del plan de
Dios Creador, todos los bienes de la tierra están destinados, en primer lugar, al decoroso sustento de
todos los hombres, como sabiamente enseña nuestro predecesor de feliz memoria León XIII en la
encíclica Rerum novarum: «Los que han recibido de Dios mayor abundancia de bienes, ya sean corporales
o externos, ya internos y espirituales, los han recibido para que con ellos atiendan a su propia perfección y,
al mismo tiempo, como ministros de la divina Providencia, al provecho de los demás. "Por lo tanto, el que
tenga aliento, cuide de no callar; el que abunde en bienes, cuide de no ser demasiado duro en el ejercicio
de la misericordia; quien posee un oficio de qué vivir, afánese por compartir su uso y utilidad con el
prójimo"».

120. Aunque, en nuestro tiempo, tanto el Estado como las instituciones públicas han extendido y siguen
extendiendo el campo de su intervención, no se debe concluir en modo alguno que ha desaparecido, como
algunos erróneamente opinan, la función social de la propiedad privada, ya que esta función toma su
fuerza del propio derecho de propiedad.

Añádase a esto el hecho complementario de que hay siempre una amplia gama de situaciones
angustiosas, de necesidades ocultas y al mismo tiempo graves, a las cuales no llegan las múltiples formas
de la acción del Estado, y para cuyo remedio se halla ésta totalmente incapacitada; por lo cual, siempre
83
quedará abierto un vasto campo para el ejercicio de la misericordia y de la caridad cristiana por parte de
los particulares. Por último, es evidente que para el fomento y estímulo de los valores del espíritu resulta
más fecunda la iniciativa de los particulares o de los grupos privados que la acción de los poderes
públicos.

121. En ésta ocasión oportuna para recordar, finalmente, cómo la autoridad del sagrado Evangelio
sanciona, sin duda, el derecho de propiedad privada de los bienes, pero , al mismo tiempo, presenta, con
frecuencia, a Jesucristo ordenando a los ricos que cambien en bienes espirituales los bienes materiales
que poseen y los den a los necesitados: «No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los
corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín
corroen y donde los ladrones no horadan ni roban» (Mt 6, 19-20). Y el Divino Maestro declara que
considera como hecha o negada a sí mismo la caridad hecha o negada a los necesitados: «Cuantas veces
hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

III. Los aspectos recientes más importantes de la cuestión social

122. El desarrollo histórico de la época actual demuestra, con evidencia cada vez mayor, que los
preceptos de la justicia y de la equidad no deben regular solamente las relaciones entre los trabajadores y
los empresarios, sino además las que median entre los distintos sectores de laeconomía, entre las zonas
de diverso nivel de riqueza en el interior de cada nación y, dentro del plano mundial, entre los países que
se encuentran en diferente grado de desarrollo económico y social.

Relaciones entre los distintos sectores de la economía

La agricultura, sector deprimido

123. Comenzaremos exponiendo algunos puntos sobre la agricultura. Advertimos, ante todo, que la
población rural, en cifras absolutas, no parece haber disminuido. Sin embargo, indudablemente son
muchos los campesinos que abandonan el campo para dirigirse a poblaciones mayores e incluso centros
urbanos. Este éxodo rural, por verificarse en casi todos los países y adquirir a veces proporciones
multitudinarias, crea problemas de difícil solución por lo que toca a nivel de vida digno de los ciudadanos.

124. A la vista de todos está el hecho de que, a medida que progresa la economía, disminuye la mano de
obra dedicada a la agricultura, mientras crece el porcentaje de la consagrada a la industria y al sector de
los servicios. Juzgamos, sin embargo, que el éxodo de la población agrícola hacia otros sectores de la
producción se debe frecuentemente a motivos derivados del propio desarrollo económico. Pero en el
inmensa mayoría de los casos responde a una serie de estímulos, entre los que han de contarse como
principales el ansia de huir de un ambiente estrecho sin perspectivas de vida más cómoda; el prurito de
novedades y aventuras de que tan poseída está nuestra época; el afán por un rápido enriquecimiento; la
ilusión de vivir con mayor libertad, gozando de los medios y facilidades que brindan las poblaciones más
populosas y los centros urbanos. Pero también es indudable que el éxodo del campo se debe al hecho de
que el sector agrícola es, en casi todas partes, un sector deprimido, tanto por lo que toca al índice de
productividad del trabajo como por lo que respecta al nivel de vida de las poblaciones rurales.

125. Por ello, ante un problema de tanta importancia que afecta a casi todos los países, es necesario
investigar, primeramente, los procedimientos más idóneos para reducir las enormes diferencias que en
materia de productividad se registran entre el sector agrícola y los sectores de la industrial y de los
servicios; hay que buscar, en segundo término, los medios más adecuados para que el nivel de vida de la
población agrícola se distancie lo menos posible del nivel de vida de los ciudadanos que obtienen sus
ingresos trabajando en los otros sectores aludidos; hay que realizar, por último, los esfuerzos
indispensables para que los agricultores no padezcan un complejo de inferioridad frente a los demás
grupos sociales, antes, pro el contrario, vivan persuadidos de que también dentro del ambiente rural
pueden no solamente consolidar y perfeccionar su propia personalidad mediante el trabajo del campo, sino
además mirar tranquilamente el provenir.

84
126. Nos parece, por lo mismo, muy oportuno indicar en esta materia algunas normas de valor
permanente, a condición de que se apliquen, como es obvio, en consonancia con lo que las circunstancias
concretas de tiempo y de lugar permitan, aconsejen o absolutamente exijan.

Desarrollo adecuado de los servicios públicos más fundamentales

127 En primer lugar, es necesario que todos, y de modo especial las autoridades públicas, procuren con
eficacia que en el campo adquieran el conveniente grado de desarrollo los servicios públicos más
fundamentales, como, por ejemplo, caminos, transportes, comunicaciones, agua potable, vivienda,
asistencia médica y farmacéutica, enseñanza elemental y enseñanza técnica y profesional, condiciones
idóneas para la vida religiosa y para un sano esparcimiento y, finalmente, todo el conjunto de productos
que permitan al hogar del agricultor estar acondicionado y funcionar de acuerdo con los progresos de la
época moderna.

Cuando en los medios agrícolas faltan estos servicios, necesarios hoy para alcanzar un nivel de vida
digno, el desarrollo económico y el progreso social vienen a ser en aquéllos o totalmente nulos o
excesivamente lentos, lo que origina como consecuencia la imposibilidad de frenar el éxodo rural y la
dificultad de controlar numéricamente la población que huye del campo.

Desarrollo gradual y armónico de todo el sistema económico

128 Es indispensable, en segundo lugar, que el desarrollo económico de los Estados se verifique de
manera gradual, observando la debida proporción entre los diversos sectores productivos. Hay que
procurar así con especial insistencia que, en la medida permitida o exigida por el conjunto de la economía,
tengan aplicación también en la agricultura los adelantos más recientes en lo que atañe a las técnicas de
producción, la variedad de los cultivos y la estructura de la empresa agrícola, aplicación que ha de
efectuarse manteniendo en lo posible la proporción adecuada con los sectores de la industria y de los
servicios.

129 La agricultura, en consecuencia, no sólo consumirá una mayor cantidad de productos de la industria,
sino que exigirá una más cualificada prestación de servicios generales. En justa reciprocidad, la agricultura
ofrecerá a la industria, a los servicios y a toda la nación una serie de productos que en cantidad y calidad
responderán mejor a las exigencias del consumo, contribuyendo así a la estabilidad del poder adquisitivo
de la moneda, la cual es uno de los elementos más valiosos para lograr un desarrollo ordenado de todo el
conjunto de la economía.

130 Con estas medidas se obtendrá, entre otras, las siguientes ventajas: la primera, la de controlar con
mayor facilidad, tanto en la zona de salida como en la de llegada, el movimiento de las fuerzas laborales
que abandonan el campo a consecuencia de la progresiva modernización de la agricultura; la segunda, la
de proporcionarles una formación profesional adecuada para su provechosa incorporación a otros sectores
productivos, y la tercera, la de brindarles ayuda económica y asistencia espiritual para su mejor integración
en los nuevos grupos sociales.

Necesidad de una adecuada política económica agraria

131. Ahora bien, para conseguir un desarrollo proporcionado entre los distintos sectores de la economía es
también absolutamente imprescindible una cuidadosa política económica en materia agrícola por parte de
las autoridades públicas, política económica que ha de atender a los siguientes capítulos: Imposición
fiscal, crédito, seguros sociales, precios, promoción de industrias complementarias y, por último, el
perfeccionamiento de la estructura de la empresa agrícola.

1.° Imposición fiscal

132. Por los que se refiere a los impuestos, la exigencia fundamental de todo sistema tributario justo y
equitativo es que las cargas se adapten a la capacidad económica de los ciudadanos.

85
133. Ahora bien, en la regulación de los tributos de los agricultores, el bien común exige que las
autoridades tengan muy presente el hecho de que los ingresos económicos del sector agrícola se realizan
con mayor lentitud y mayores riesgos, y , por tanto, es más difícil obtener los capitales indispensables para
el aumento de estos ingresos.

2.° Capitales a conveniente interés

134. De lo dicho se deriva una consecuencia: la de que los propietarios del capital prefieren colocarlo en
otros negocios antes que en la agricultura. Por esta razón., los agricultores no pueden pagar intereses
elevados. Más aún, ni siquiera pueden pagar, por lo regular, los intereses normales del mercado para
procurarse los capitales que necesitan el desarrollo y funcionamiento normal de sus empresas. Se precisa,
por tanto, por razones de bien común, establecer una particular política, crediticia para la agricultura y
crear además instituciones de crédito que aseguren a los agricultores los capitales a un tipo de interés
asequible.

3.° Seguros sociales y seguridad social

135. Es necesario también que en la agricultura se implanten dos sistemas de seguros: el primero, relativo
a los productos agrícolas, y el segundo, referente a los propios agricultores y a sus respectivas familias.
Porque, como es sabido, la renta per capita del sector agrícola es generalmente inferior a la renta per
capita de los sectores de la industria y de los servicios, y, por esto, no parece ajustado plenamente a las
normas de la justicia social y de la equidad implantar sistemas de seguros sociales o de seguridad social
en los que el trato dado a los agricultores sea substancialmente inferior al que se garantiza a los
trabajadores de la industria y de los servicios. Las garantías aseguradoras que la política social establece
en general, no deben presentar diferencias notables entre sí, sea el que sea el sector económico donde el
ciudadano trabaja o de cuyos ingresos vive.

136. Por otra parte, como los sistemas de los seguros sociales y de seguridad social, pueden contribuir
eficazmente a una justa y equitativa redistribución de la renta total de la comunidad política, deben, por ello
mismo, considerarse como vía adecuada para reducir las diferencias entre las distintas categorías de los
ciudadanos.

4.° Tutela de los precios

137. Dada la peculiar naturaleza de los productos agrícolas, resulta indispensable garantizar la seguridad
de sus precios, utilizando para ello los múltiples recursos que tienen hoy a su alcance los economistas. En
este punto, aunque es sumamente eficaz que los propios interesados ejerzan esta tutela, imponiéndose a
sí mismos las normas oportunas,no debe, sin embargo, faltar la acción moderadora de los poderes
públicos.

138. No ha de olvidarse tampoco que el precio de los productos agrícolas constituye generalmente una
retribución del trabajo, más bien que una remuneración del capital empleado.

139. Por esto observa con razón nuestro predecesor de feliz memoria Pío XI, en la
encíclica Quadragesimo anno, que a la realización del bien de la comunidad «contribuye en gran manera
la justa proporción entre los salarios»; pero añade a renglón seguido: »Con ello se relaciona a su vez
estrechamente la justa proporción de los precios de venta de los productos obtenidos por los distintos
sectores de la economía, cuales son la agricultura, la industria y otros semejantes».

140. Y como los productos del campo están ordenados principalmente a satisfacer las necesidades
humanas más fundamentales, es necesario que sus precios se determinen de tal forma que se hagan
asequibles a la totalidad de los consumidores. De lo cual, sin embargo, se deduce evidentemente que
sería sin duda injusto forzar a toda una categoría de ciudadanos, la de los agricultores, aun estado
permanente de inferioridad económica y social, privándoles de un poder de compra imprescindible para
mantener un decoroso nivel de vida, lo cual evidentemente está en abierta contradicción con el bien
común.

86
5.° Completar los ingresos de la familia agrícola

141. Es oportuno también promover, en las zonas campesinas, las industrias y los servicios relacionados
con la conservación, transformación y transporte de los productos agrícolas. A lo cual hay que añadir
necesariamente en dichas zonas la creación de actividades relacionadas con otros sectores de la
economía y de las profesiones. Con la implantación de estas medidas se da a la familia agrícola la
posibilidad de completar sus ingresos en los mismos ambientes en que vive y trabaja.

6.° Reforma de la empresa agrícola

142. Por último, nadie puede establecer en términos genéricos las líneas fundamentales a que debe
ajustarse la empresa agrícola, dada la extremada variedad que en este sector de la economía presentan
las distintas zonas agrarias de una misma nación y, sobre todo, los diversos países del mundo. Esto no
obstante, quienes tienen una concepción natural y, sobre todo, cristiana de la dignidad del hombre y de la
familia, consideran a la empresa agrícola, y principalmente a la familiar, como una comunidad de personas
en la cual las relaciones internas de los diferentes miembros y la estructura funcional de la misma han de
ajustarse a los criterios de la justicia y al espíritu cristiano, y procuran, por todos los medios, que esta
concepción de la empresa agrícola llegue a ser pronto una realidad, según las circunstancias concretas de
lugar y de tiempo.

143. La firmeza y la estabilidad de la empresa familiar dependen, sin embargo, de que puedan obtenerse
de ella ingresos suficientes para mantener un decoroso nivel de vida en la respectiva familiar. Para lo cual
es de todo punto preciso que los agricultores estén perfectamente instruidos en cuanto concierne a sus
trabajos, puedan conocer los nuevos inventos y se hallen asistidos técnicamente en el ejercicio de su
profesión. Es indispensable, además, que los hombres del campo establezcan una extensa red de
empresas cooperativas, constituyan asociaciones profesionales e intervengan con eficacia en la vida
pública, tanto en los organismos de naturaleza administrativa como en las actividades de carácter político..

Los agricultores deben ser los protagonistas de su elevación económica y social

144. Estamos persuadidos, sin embargo, de que los autores principales del desarrollo económico, de la
elevación cultural y del progreso social del campo deben ser los mismo interesados, es decir, los propios
agricultores. Estos deben poseer una conciencia clara y profunda de la nobleza de su profesión. Trabajan,
en efecto, en el templo majestuoso de la Creación, y realizan su labor, generalmente, entre árboles y
animales, cuya vida, inagotable en su capacidad expresiva e inflexible en sus leyes, es rica en recuerdos
del Dios creador y providente. Además, la agricultura no sólo produce la rica gama de alimentos con que
se nutre la familia humana, sino proporciona también un número cada vez mayor de materias primas a la
industria.

145. Más aún, el trabajo del campo está dotado de una específica dignidad, ya que utiliza y pone a su
servicio una serie de productos elaborados por la mecánica, la química y la biología, productos que han de
ponerse al día, sin interrupción alguna, de acuerdo con las necesidades de la época, dada la repercusión
que en la agricultura alcanzan los progresos científicos y técnicos.

Y no es esto todo. Es un trabajo que se caracteriza también por una intrínseca nobleza, ya que exige del
agricultor conocimiento certero del curso del tiempo, capacidad de fácil adaptación al mismo, paciente
espera del futuro, sentido de la responsabilidad y espíritu perseverante y emprendedor.

Solidaridad y colaboración

146. Hay que advertir también que en el sector agrícola, como en los demás sectores de la producción, es
muy conveniente que los agricultores se asocien, sobre todo si se trata de empresas agrícolas de carácter
familiar. Los cultivadores del campo deben sentirse solidarios los unos de los otros y colaborar todos a una
en la creación de empresas cooperativas y asociaciones profesionales, de todo punto necesarias, porque
facilitan al agricultor las ventajas de los progresos científicos y técnicos y contribuyen de modo decisivo a
la defensa de los precios de los productos del campo.

87
Con la adopción de estas medidas, los agricultores quedarán situados en un plano de igualdad respecto a
las categorías económicas profesionales, generalmente organizadas, de los otros sectores productivos, y
podrán hacer sentir todo el peso de su importancia económica en la vida política y en la gestión
administrativa. Porque, como con razón se ha dicho, en nuestra época las voces aisladas son como voces
dadas al viento.

Subordinación a las exigencias del bien común

147. Con todo, los trabajadores agrícolas, de la misma manera que los de los restantes sectores de la
producción, al hacer sentir todo el peso de su importancia económica deben proceder necesariamente sin
quebranto alguno del orden moral y del derecho establecido, procurando armonizar sus derechos y sus
intereses con los derechos y los intereses de las demás categorías económicas profesionales, y
subordinar los unos y los otros a las exigencias del bien común.

Más aún, los agricultores que viven consagrados a elevar la riqueza del campo, pueden pedir con todo
derecho que los gobernantes ayuden y completen sus esfuerzos, con tal que ellos, por su parte, se
muestren sensibles a las exigencias del bien común y contribuyan a su realización efectiva.

148. Por esta razón, nos es grato expresar nuestra complacencia a aquellos hijos nuestros que, en
diversas partes del mundo, se esfuerzan por crear y consolidar empresas cooperativas y asociaciones
profesionales para que todos los que cultivan la tierra, al igual que los demás ciudadanos, disfruten del
debido nivel de vida económico y de una justa dignidad social.

Nobleza del trabajo agrícola

149. En el trabajo del campo encuentra el hombre todo cuanto contribuye al perfeccionamiento decoroso
de su propia dignidad. Por eso, el agricultor debe concebir su trabajo como un mandato de Dios y una
misión excelsa. Es preciso, además, que consagre esta tarea a Dios providente, que dirige la historia hacia
la salvación eterna del hombre. Finalmente, ha de tomar sobre sí la tarea de contribuir con su personal
esfuerzo a la elevación de sí mismo y de los demás, como una aportación a la civilización humana.

Relaciones entre las zonas de desigual desarrollo de un país

Servicios públicos fundamentales y política económica adecuada

150. Con mucha frecuencia, en el seno de una misma nación se observan diferencias económicas y
sociales entre las distintas clases de ciudadanos, debidas, principalmente, al hecho de que unos y otros
viven y trabajan en zonas de desigual desarrollo económico. En situaciones como ésta, la justicia y la
equidad piden que los gobernantes procuren suprimir del todo, o a lo menos disminuir, tales diferencias. A
este fin se debe intentar que en las zonas económicamente menos desarrolladas se garanticen los
servicios públicos fundamentales más adecuados a las circunstancias del tiempo y lugar y de acuerdo, en
lo posible, con la común manera de vida. Para ello, es absolutamente imprescindible que se emprenda la
política apropiada, que atienda con diligencia a la ordenación de los siguientes puntos: la contratación
laboral, la emigración interior, los salarios, los impuestos, los créditos y las inversiones industriales
destinadas principalmente a favorecer el desarrollo de otras actividades. Todas estas medidas son
plenamente idóneas, no sólo para promover el empleo rentable de la mano de obra y estimular la iniciativa
empresarial, sino para explotar también los recursos locales de cada zona.

Iniciativa privada e intervención del Estado

151. Sin embargo, es preciso que los gobernantes se limiten a adoptar tan sólo aquellas medidas que
parezcan ajustadas al bien común de los ciudadanos. Las autoridades deben cuidar asiduamente, con la
mira puesta en la utilidad de todo el país, de que el desarrollo económico de los tres sectores de la
producción —agricultura, industria y servicios— sea, en lo posible, simultáneo y proporcionado; con el
propósito constante de que los ciudadanos de las zonas menos desarrolladas se sientan protagonistas de
su propia elevación económica, social y cultural. Porque el ciudadano tiene siempre el derecho de ser el
autor principal de su propio progreso.
88
152. Por consiguiente, es indispensable que también la iniciativa privada contribuya, en cuanto está de su
parte, a establecer una regulación equitativa de la economía del país. Más aún, las autoridades, en virtud
del principio de la función subsidiaria, tienen que favorecer y auxiliar a la iniciativa privada de tal manera,
que sea ésta, en la medida que la realidad permita, la que continúe y concluya el desarrollo económico por
ella iniciado.

Eliminar o disminuir la desproporción entre tierra y población

153. Es ésta ocasión oportuna para advertir que no son pocas las naciones en las cuales existe una
manifiesta desproporción entre el terreno cultivable y la población agrícola. Efectivamente, en algunas
naciones hay escasez de brazos y abundancia de tierra laborables, mientras que en otras abunda la mano
de obra y escasean las tierras de cultivo.

154. Más aún, hay naciones en las cuales, a pesar de la riqueza potencial de su suelo, el estado
rudimentario y anticuado de sus sistemas de cultivo no permite producir la cantidad de bienes suficientes
para satisfacer las necesidades más elementales de las respectivas poblaciones; en otros países, por el
contrario, el alto grado de modernización alcanzado por la agricultura determina una superproducción de
bienes agrícolas que provoca efectos negativos en las respectivas economías nacionales.

155. Es evidente, por tanto, que así la universal solidaridad humana como el sentimiento de la fraternidad
cristiana exigen, de manera absoluta, que los pueblos se presten activa y variada ayuda mutua, de la cual
se seguirá no sólo un más fácil intercambio de bienes, capitales y hombres, sino además una reducción de
las desigualdades que existen entre las diversas naciones. Pero de este problema hablaremos luego con
mayor atención.

156. Queremos, sin embargo, expresar aquí nuestra gran estima por la obra que la F.A.O. viene realizando
para alimentar a los pueblos y estimular el desarrollo de la agricultura. Las finalidades específicas de este
organismo son fomentar las relaciones mutuas entre los pueblos, promover la modernización del campo en
las naciones poco desarrolladas y ayudar a los países que sufren el azote del hambre.

Relaciones entre los países de desigual desarrollo económico

Es el problema mayor de nuestros días

157. Pero el problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse
entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que están aún en vías de desarrollo
económico: las primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen durísima escasez.
La solidaridad social que hoy día agrupa a todos los hombres en una única y sola familia impone a las
naciones que disfrutan de abundante riqueza económica la obligación de no permanecer indiferentes ante
los países cuyos miembros, oprimidos por innumerables dificultades interiores, se ven extenuados por la
miseria y el hambre y no disfrutan, como es debido, de los derechos fundamentales del hombre. Esta
obligación se ve aumentada por el hecho de que, dada la interdependencia progresiva que actualmente
sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda si las diferencias
económicas y sociales entre ellos resultan excesivas.

158. Nos, por tanto, que amamos a todos los hombres como hijos, juzgamos deber nuestro repetir en
forma solemne la afirmación manifestada otras veces: «Todos somos solidariamente responsables de las
poblaciones subalimentadas (Alocución del 3 de mayo de 1960; cf. Acta Apostolicae Sedis 52 (1960) p.
465)... «(Por lo cual) es necesario despertar la conciencia de esta grave obligación en todos y en cada uno
y de modo muy principal en los económicamente poderosos» (Ibíd.).

159. Como es evidente, el grave deber, que la Iglesia siempre ha proclamado, de ayudar a los que sufren
la indigencia y la miseria, lo han de sentir de modo muy principal los católicos, por ser miembros del
Cuerpo místico de Cristo. «En esto —proclama Juan el apóstol— hemos conocido la caridad de Dios, en
que dio El su vida por nosotros, y así nosotros debemos estar prontos a dar la vida por nuestros
hermanos. Quien tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra las entrañas,
¿cómo es posible que habite en él la caridad de Dios?» (1Jn 3, 16-17).

89
160. Vemos, pues, con agrado cómo las naciones que disponen de más avanzados sistemas económicos
prestan ayuda a los países subdesarrollados para facilitarles el mejoramiento de su situación actual.

Las ayudas de emergencia son obligatorias

161. Como es sabido, hay naciones que tienen sobreabundancia de bienes de consumo,y particularmente
de productos agrícolas. Existen otras, en cambio, en las cuales grandes masas de población luchan contra
la miseria y el hambre. Por ello, tanto la justicia como la humanidad exigen que las naciones ricas presten
su ayuda a las naciones pobres. Por lo cual, destruir por completo o malgastar bienes que son
indispensables para la vida de los hombres en tan contrario a los deberes de la justicia como a los que
impone la humanidad.

162 Sabemos bien que la producción de excedentes, particularmente de los agrícolas, en un país, puede
perjudicar a determinadas categorías de ciudadanos. Pero de esto no se sigue en modo alguno que las
naciones que tienen exceso de bienes queden dispensadas del deber de ayudar a las víctimas de la
miseria y del hambre cuando surge una especial necesidad; sino que, pro el contrario, hay que procurar
con toda diligencia que esas dificultades nacidas de la superproducción de bienes se disminuyan y las
soporten de manera equitativa todos y cada uno de los ciudadanos.

Pero es también necesaria la cooperación científica, técnica y financiera

163. Con todo, estas ayudas no pueden eliminar de modo inmediato en muchos países las causas
permanentes de la miseria o del hambre. Generalmente, la causa reside en el retraso que acusan los
sistemas económicos de esos países. Para remediar este atraso hay que movilizar todos los medios
posibles, de suerte que, por una parte, los ciudadanos de estas naciones se instruyan perfectamente en el
ejercicio de las técnicas y en el cumplimiento de sus oficios, y, por otra, puedan poseer los capitales que
les permitan realizar por sí mismos el desarrollo económico, con los criterios y métodos propios de nuestra
época.

164. Sabemos perfectamente cómo en estos últimos años ha ido profundizándose en muchos hombres la
conciencia de la obligación que tienen de ayudar a los países pobres, que se hallan todavía en situación
de subdesarrollo, a fin de lograr que en éstos se faciliten los avances del desarrollo económico y del
progreso social.

165. Con objeto de alcanzar tan anhelados fines, vemos cómo organismos supranacionales y estatales,
fundaciones particulares y sociedades privadas ofrecen a diario con creciente liberalidad a dichos países
ayuda técnica para aumentar su producción. Por ello, se dan facilidades a muchísimos jóvenes para que,
estudiando en las grandes universidades de las naciones más desarrolladas, adquieran una formación
científica y técnica al nivel exigido por nuestro tiempo. Hay que añadir que determinadas instituciones
bancarias mundiales, algunos Estados por separado y la misma iniciativa privada facilitan con frecuencia
préstamos de capitales a los países subdesarrollados, para montar en ellos una amplia serie de
instituciones cuya finalidad es la producción económica. Nos complace aprovechar la ocasión para
expresar nuestro sincero aprecio por tan excelente obra. Es de desear, sin embargo, que en adelante las
naciones más ricas mantengan con ritmo creciente su esfuerzo por ayudar a los países que están
iniciando su desarrollo, para promover así el progreso científico, técnico y económico de estos últimos.

Hay que evitar los errores del pasado

166. En este punto juzgamos oportunas algunas advertencias.

167. La primera es que las naciones que todavía no han iniciado o acaban de iniciar su desarrollo
económico, obrarán prudentemente si examinan la trayectoria general que han recorrido las naciones
económicamente ya desarrolladas.

168. Producir mayor número de bienes, y producirlo por el procedimiento más idóneo, son exigencias de
un planeamiento razonable y de las muchas necesidades que existen. Sin embargo, tanto las necesidades
existentes como lajusticia exigen que las riquezas producidas se repartan equitativamente entre todos los
90
ciudadanos del país. Por lo cual, hay que esforzarse para que el desarrollo económico y el progreso social
avancen simultáneamente. Este proceso, a su vez, debe efectuarse de manera similar en los diferentes
sectores de la agricultura, la industria y los servicios de toda clase.

Respetar las características de cada pueblo

169. Es también un hecho de todos conocido que las naciones cuyo desarrollo económico está en curso
presentan ciertas notas características, nacidas del medio natural en que viven, de tradiciones nacionales
de auténtico valor humano y del carácter peculiar de sus propios miembros.

170. Las naciones económicamente desarrolladas, al prestar su ayuda, deben reconocer y respetar el
legado tradicional de cada pueblo, evitando con esmero utilizar su cooperación para imponer a dichos
países una imitación de su propia manera de vida.

Ayudar sin incurrir en un nuevo colonialismo

171. Es necesario, asimismo, que las naciones económicamente avanzadas eviten con especial cuidado la
tentación de prestar su ayuda a los países pobres con el propósito de orientar en su propio provecho la
situación política de dichos países y realizar así sus planes de hegemonía mundial.

172. Si en alguna ocasión se pretende llevar a cabo este propósito, débese denunciar abiertamente que lo
que se pretende, en realidad, es instaurar una nueva forma de colonialismo, que, aunque cubierto con
honesto nombre, constituye una visión más del antiguo y anacrónico dominio colonial, del que se acaban
de despojar recientemente muchas naciones; lo cual, por ser contrario a las relaciones que normalmente
unen a los pueblos entre sí, crearía una grave amenaza para la tranquilidad de todos los países.

173. Razones de necesidad y de justicia exigen, por consiguiente, que los Estados que prestan ayuda
técnica y financiera a las naciones poco desarrolladas lo hagan sin intención alguna de dominio político y
con el solo propósito de ponerlas en condiciones de realizar por sí mismas su propia elevación económica
y social.

174. Si se procede de esta manera, se contribuirá no poco a formar una especie de comunidad de todos
los pueblos, dentro de la cual cada Estado, consciente de sus deberes y de sus derechos, colaborará, en
plano de igualdad, en pro de la prosperidad de todos los demás países.

Salvaguardar el sentido moral de los pueblos subdesarrollados

175. No hay duda de que, si en una nación los progresos de la ciencia, de la técnica, de la economía y de
la prosperidad de los ciudadanos avanzan a la par, se da un paso gigantesco en cuanto se refiere a la
cultura y a la civilización humana. Mas todos deben estar convencidos de que estos bienes no son los
bienes supremos, sino solamente medios instrumentales para alcanzar estos últimos.

176. Por esta razón, observamos con dolorosa amargura cómo en las naciones económicamente
desarrolladas son pocos los hombres que vives despreocupados en absoluto de la justa ordenación de los
bienes, despreciando sin escrúpulos, olvidando por completo o negando con pertinacia los bienes del
espíritu, mientras apetecen ardientemente el progreso científico, técnico y económico, y sobrestiman de tal
manera el bienestar material, que lo consideran, por lo común, como el supremo bien de su vida. Esta
desordenada apreciación acarrea como consecuencia que la ayuda prestada a los pueblos
subdesarrollados no esté exenta de perniciosos peligros, ya que en los ciudadanos de estos países, por
efecto de una antigua tradición, tiene vigencia general todavía e influjo práctico en la conducta la
conciencia de los bienes fundamentales en que se basa la moral humana.

177 Por consiguiente, quienes intentan destruir, de la manera que sea, la integridad del sentido moral de
estos pueblos, realizan, sin duda, una obra inmoral. Por el contrario, este sentido moral, además de ser
honrado dignamente, debe cultivarse y perfeccionarse porque constituye el fudamento de la verdadera
civilización.

91
La aportación de la Iglesia

178. La Iglesia pertenece por derecho divino a todas las naciones. Su universalidad está probada en
realidad por el hecho de su presencia actual en todo el mundo y por su voluntad a acoger a todos los
pueblos.

179. Ahora bien, la Iglesia, al ganar a los pueblos para Cristo, contribuye necesariamente a su bienestar
temporal, así en el orden económico como en el campo de las relaciones sociales. La historia de los
tiempos pasados y de nuestra propia época demuestran con plenitud esta eficacia. Todos los que profesan
en público el cristianismo aceptan y prometen contribuir personalmente al perfeccionamiento de las
instituciones civiles y esforzarse por todos los medios posibles para que no sólo no sufra deformación
alguna la dignidad humana, sino que además se superen los obstáculos de toda clase y se promuevan
aquellos medios que conducen y estimulan a la bondad moral y a la virtud.

180. Más aún, la Iglesia, una vez que ha inyectado en las venas de un pueblo su propia vitalidad, no es ni
se siente como una institución impuesta desde fuera a dicho pueblo. Esto se debe al hecho de que su
presencia se manifiesta en el renacer o resucitar de cada hombre en Cristo; ahora bien, quien renace o
resucita en Cristo no se siente coaccionado jamás por presión exterior alguna; todo lo contrario, al sentir
que ha logrado la libertad perfecta, se encamina hacia Dios con el ímpetu de su libertad, y de esta manera
se consolida y ennoblece cuanto en él hay de auténtico bien moral.

181. «La Iglesia de Jesucristo —enseña acertadamente nuestro predecesor Pío XII—, como fidelísima
depositaria de la vivificante sabiduría divina, no pretende menoscabar o menospreciar las características
particulares que constituyen el modo de ser de cada pueblo; características que con razón defienden los
pueblos religiosa y celosamente como sagrada herencia. La Iglesia busca la profunda unidad, configurada
por un amor sobrenatural, en el que todos los pueblos se ejerciten intensamente; no busca una
uniformidad absoluta, exclusivamente externa, que debilite las propias fuerzas naturales. todas las normas
y disposiciones que sirven para el desenvolvimiento prudente y para el aumento equilibrado de las propias
energías y facultades —que nacen de las más recónditas entrañas de toda estirpe—, la Iglesia las aprueba
y favorece con amor de madre, con tal que no se opongan a las obligaciones que impone el origen común
y el común destino de todos los hombres» (Encíclica Summi Pontificatus; cf. Acta Apostolicae Sedis 31
(1939) p. 428-429).

182. Vemos, por tanto, con gran satisfacción de nuestro espíritu cómo los ciudadanos católicos de las
naciones subdesarrolladas no ceden, en modo alguno, a nadie el primer puesto en el esfuerzo que sus
países verifican para progresar, de acuerdo con sus posibilidades, en el orden económico y social.

183. Por otra parte, observamos cómo los católicos de los Estados más ricos multiplican sus iniciativas y
esfuerzos para conseguir que la ayuda prestada por sus países a las naciones económicamente débiles
facilite lo más posible su progreso económico y social. Dignas de aplauso son, en este aspecto, la múltiple
y creciente asistencia que vienen dispensando a los estudiantes afroasiáticos esparcidos por las grandes
Universidades de Europa y de América para su mejor formación literaria y técnica, y la atención que
dedican a la formación de individuos de todas las profesiones para que estén dispuestos a trasladarse a
las naciones subdesarrolladas y ejercer allí sus actividades técnicas y profesionales.

184. A estos queridos hijos nuestros, que en toda la tierra demuestran claramente la perenne eficacia y
vitalidad de la Iglesia con su esfuerzo extraordinario en promover el genuino progreso de las naciones e
inspirar la fuerza saludable de la auténtica civilización, queremos expresar nuestro aplauso y nuestro
agradecimiento.

Incremento demográfico y desarrollo económico

Desnivel entre población y medios de subsistencia

185. En estos últimos tiempos se plantea a menudo el problema de cómo coordinar los sistemas
económicos y los medios de subsistencia con el intenso incremento de la población humana, así en el
plano mundial como en relación con los países necesitados.

92
186. En el plano mundial observan algunos que, según cálculos estadísticos, la humanidad, dentro de
algunos decenios, alcanzará una cifra total de población muy elevada, mientras que la economía avanzará
con mucha mayor lentitud. De esto deducen que, si no se pone freno a la procreación humana, aumentará
notablemente en una futuro próximo la desproporción entre la población y los medios indispensables de
subsistencia.

187. Como es sabido, las estadísticas de los países económicamente menos desarrollados demuestran
que, a causa de la general difusión de los modernos adelantos de la higiene y de la medicina, se ha
prolongado la edad media del hombre al reducirse notablemente la mortalidad infantil. Y la natalidad en los
países en que ya es crecida permanece estacionaria, al menos durante un no corto período de tiempo. Por
otra parte, mientras las cifras de la natalidad exceden cada año a las de la mortalidad, los sistemas de
producción al incremento demográfico. Por ello, en los países más pobres lo peor no es que no mejore el
nivel de vida, sino que incluso empeore continuamente. Hay así quienes estiman que, para que tal
situación no llegue a extremos peligrosos, es preciso evitar la concepción o reprimir, del modo que sea, los
nacimientos humanos.

Situación exacta del problema

188. A decir verdad, en el plano mundial la relación entre el incremento demográfico, de una parte, y los
medios de subsistencia, de otra, no parece, a lo menos por ahora e incluso en un futuro próximo, crear
graves dificultades. Los argumentos que se hacen en esta materia son tal dudosos y controvertidos que no
permiten deducir conclusiones ciertas.

189. Añádese a esto que Dios, en su bondad y sabiduría, ha otorgado a la naturaleza una capacidad casi
inagotable de producción y ha enriquecido al hombre con una inteligencia tan penetrante que le permite
utilizar los instrumentos idóneos para poner todos los recursos naturales al servicio de las necesidades y
del provecho de su vida. Por consiguiente, la solución clara de este problema no ha de buscarse fuera del
orden moral establecido por Dios, violando la procreación de la propia vida humana, sino que, por el
contrario, debe procurar el hombre, con toda clase de procedimientos técnicos y científicos, el
conocimiento profundo y el dominio creciente de las energías de la naturaleza. Los progresos hasta ahora
realizados por la ciencia y por la técnica abren en este campo una esperanza casi ilimitada para el
porvenir.

190. No se nos oculta que en algunas regiones, y también en los países de escasos recursos, además de
estos problemas se plantean a menudo otras dificultades, debidas a que su organización económica y
social está montada de tal forma, que no pueden disponer de los medios precisos de subsistencia para
hacer frente al crecimiento demográfico anual, ya que los pueblos no manifiestan en sus relaciones
mutuas la concordia indispensable.

191. Aun concediendo que estos hechos sean reales, declaramos, sin embargo, con absoluta claridad, que
estos problemas deben plantearse y resolverse de modo que no recurra el hombre a métodos y
procedimientos contrarios a su propia dignidad, como son los que enseñan sin pudor quienes profesan una
concepción totalmente materialista del hombre y de la vida.

192. Juzgamos que la única solución del problema consiste en un desarrollo económico y social que
conserve y aumentos los verdaderos bienes del individuo y de toda la sociedad. Tratándose de esta
cuestión hay que colocar en primer término cuanto se refiere a la dignidad del hombre en general y a la
vida del individuo, a la cual nada puede aventajar. Hay que procurar, además, en este punto la
colaboración mutua de todos los pueblos, a fin de que, con evidente provecho colectivo, pueda
organizarse entre todas las naciones un intercambio de conocimientos, capitales y personas.

El respeto a las leyes de la vida

193. En esta materia hacemos una grave declaración: la vida humana se comunica y propaga por medio
de la familia, la cual se funda en el matrimonio uno e indisoluble, que para los cristianos ha sido elevado a
la dignidad de sacramento. Y como la vida humana se propaga a otros hombres de una manera
consciente y responsable, se sigue de aquí que esta propagación debe verificarse de acuerdo con las

93
leyes sacrosantas, inmutables e inviolables de Dios, las cuales han de ser concocidas y respetadas por
todos. Nadie, pues, puede lícitamente usar en esta materia los medidos o procedimientos que es lícito
emplear en la genética de las plantas o de los animales.

194. La vida del hombre, en efecto, ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su
mismo origen exige la acción creadora de Dios. Por tanto, quien se aparta de lo establecido por El, no sólo
ofende a la majestad divina y se degrada a sí mismo y a la humanidad entera, sino que, además, debilita
las energías íntimas de su propio país.

Educación del sentido de la responsabilidad

195. Por estos motivos es de suma importancia que no sólo se eduque a las nuevas generaciones con una
formación cultural y religiosa cada día más perfecta —lo cual constituye un derecho y un deber de los
padres—, sino que, además, es necesario que se les inculque un profundo sentido de responsabilidad en
todas las manifestaciones d ela vida y, por tanto, también en orden a la constitución de la familia y a la
procreación y educación de los hijos.

Estos, en efecto, deben recibir de sus padres una confianza permanente en la divina providencia y,
además, un espíritu firme y dispuesto a soportar las fatigas y los sacrificios, que no puede lícitamente
eludir quien ha recibido la noble y grave misión de colaborar personalmente con Dios en la propagación de
la vida humana y en la educación de la prole.

Para esta misión trascendental nada hay comparable a las enseñanzas y a los medios sobrenaturales que
la Iglesia ofrece, a la cual, también por este motivo, se le debe reconocer el derecho de realizar su misión
con plena libertad.

Al servicio de la vida

196. Ahora bien, como se recuerda en el Génesis, el Creador dio a la primera pareja humana dos
mandamientos, que se complementan mutuamente: el primero, propagar la vida, «creced y multiplicaos»
(Gén 1,28); el segundo, dominar la naturaleza: «Llenad ala tierra y enseñoreaos de ella» (Ibíd.).

197. El segundo de estos preceptos no se dio para destruir los bienes naturales, sino para satisfacer con
ellos las necesidades de la vida humana.

198. Con gran tristeza, por tanto, de nuestro espíritu observamos en la actualidad una contradicción entre
dos hechos: de una parte las estrecheces económicas se presentan a los ojos de todos en tal cerrazón,
que parece como si la vida humana estuviese a punto de fenecer bajo la miseria y el hambre; de otra
parte, los últimos descubrimientos de las ciencias, los avances de la técnica y los crecientes recursos
económicos se convierten en instrumentos con los que se expone a la humanidad a extrema ruina y
horrible matanza.

199. Dios, en su providencia, ha otorgado al género humano suficientes recursos para afrontar de forma
digna las cargas inherentes a la procreación de los hijos. Mas esto puede resultar de solución difícil o
totalmente imposible si los hombres, desviándose del recto camino y con perversas intenciones, utilizan
tales recursos contra la razón humana o contra la naturaleza social de estos últimos y, por consiguiente,
contra los planes del mismo Dios.

Colaboración en el plano mundial

Dimensión mundial de los problemas humanos más importantes

200. Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en todos
los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años. Por ello,
necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor.

94
201. Así, pues, los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y
social, político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan
necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones.

202. Sucede por esto que los Estados aislados, aun cuando descuellen por su cultura y civilización, el
número e inteligencia de sus ciudadanos, el progreso de sus sistemas económicos, la abundancia de
recursos y la extensión territorial, no pueden, sin embargo, separados de los demás resolver por si mismos
de manera adecuada sus problemas fundamentales. Por consiguiente, las naciones, al hallarse
necesitadas, de unas de ayudas complementarias y las otras de ulteriores perfeccionamientos, sólo
podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al provecho de los demás. Por lo cual es de
todo punto preciso que los Estados se entiendan bien y se presten ayuda mutua.

Desconfianza recíproca

203. Aunque en el ánimo de todos los hombres y de todos los pueblos va ganando cada día más terreno el
convencimiento de esta doble necesidad, con todo, los hombres, y principalmente los que en la vida
pública descuellan por su mayor autoridad, parecen en general incapaces de realizar esa inteligencia y esa
ayuda mutua tan deseadas por los pueblos. La razón de esta incapacidad no proviene de que los pueblos
carezcan de instrumentos científicos, técnicos o económicos, sino de que más bien desconfían unos de
otros. En realidad, los hombres, y también los Estados, se temen recíprocamente. Cada uno teme, en
efecto, que el otro abrigue propósitos de dominación y aceche el momento oportuno de conseguirlos. Por
eso los países hacen todos los preparativos indispensables para defender sus ciudades y territorio, esto
es, se rearman con el objeto de disuadir, así lo declaran, a cualquier otro Estado de toda agresión efectiva.

204. De aquí procede claramente el hecho de que los pueblos utilicen en gran escala las energías
humanas y los recursos naturales en detrimento más bien que en beneficio de la humanidad y de que,
además, se cree en los individuos y en las naciones un sentimiento profundo de angustia que retrasa el
debido ritmo de las empresas de mayor importancia.

Falta el reconocimiento común de un orden moral objetivo

205. La causa de esta situación parece provenir de que los hombres, y principalmente las supremas
autoridades de los Estados, tienen en su actuación concepciones de vida totalmente distintas. Hay, en
efecto, quienes osan negar la existencia de una ley moral objetiva, absolutamente necesaria y universal y,
por último, igual para todos. Por esto, al no reconocer los hombres una única ley de justicia con valor
universal, no pueden llegar en nada a un acuerdo pleno y seguro.

206. Porque, aunque el término justicia y la expresión exigencias de la justicia anden en boca de todos, sin


embargo, estas palabras nos tienen en todos la misma significación; más aún, con muchísima frecuencia,
la tienen contraria. Por tanto, cuando esos hombres de Estado hacen un llamamiento a la justicia o a
las exigencias de la justicia, no solamente discrepan sobre el significado de tales palabras, sino que
además les sirven a menudo de motivo para graves altercados; de todo lo cual se sigue que arraigue en
ellos la convicción de que, para conseguir los propios derechos e intereses, no queda ya otro camino que
recurrir a la violencia, semilla siempre de gravísimos males.

El Dios verdadero, único fundamento del orden moral estable

207. Para que la confianza recíproca entre los supremos gobernantes de las naciones subsista y se
afiance más en ellos, es imprescindible que ante todo reconozcan y mantengan unos y otros las leyes de
la verdad y de la justicia.

208. Ahora bien, la base única de los preceptos morales es Dios. Si se niega la idea de Dios, esos
preceptos necesariamente se desintegran por completo. El hombre, en efecto, no consta sólo de cuerpo,
sino también de alma, dotada de inteligencia y libertad. El alma exige, por tanto, de un modo absoluto, en
virtud de su propia naturaleza, una ley moral basada en la religión, la cual posee capacidad muy superior a
la de cualquier otra fuerza o utilidad material para resolver los problemas de la vida individual y social, así
en el interior de las naciones como en el seno de la sociedad internacional.

95
209. Sin embargo, no faltan hoy quienes afirmen que, gracias al extraordinario florecimiento de la ciencia y
de la técnica, pueden los hombres, prescindiendo de Dios y solamente con sus propias fuerzas, alcanzar
la cima suprema de la civilización humana.

La realidad es, sin embargo, que ese mismo progreso científico y técnico plantea con frecuencia a la
humanidad problemas de dimensiones mundiales que solamente pueden resolverse si los hombres
reconocen la debida autoridad de Dios, autor y rector del género humano y de toda la naturaleza.

210. La verdad de esta afirmación se prueba por el propio progreso científico, que está abriendo
horizontes casi ilimitados y haciendo surgir en la inteligencia de muchos la convicción de que las ciencias
matemáticas no pueden penetrar en la entraña de la materia y de sus transformaciones ni explicarlas con
palabras adecuadas, sino todo lo más analizarlas por medio de hipótesis.

Los hombres de hoy, que ven aterrados con sus propios ojos cómo las gigantescas energías de que
disponen la técnica y la industria pueden emplearse tanto para provecho de los pueblos como para su
propia destrucción, deben comprender que el espíritu y la moral han de ser antepuestos a todo si se quiere
que el progreso científico y técnico no sirva para la aniquilación del género humano sino para coadyuvar a
la obra de la civilización.

Síntomas esperanzadores

211. Entretanto, en las naciones más ricas, los hombres, insatisfechos cada vez más por la posesión de
los bienes materiales, abandonan la utopía de un paraíso perdurable aquí en la tierra. Al mismo tiempo, la
humanidad entera no solamente está adquiriendo una conciencia cada día más clara de los derechos
inviolables y universales de la persona humana, sino que además se esfuerza con toda clase de recursos
por establecer entre los hombres relaciones mutuas más justas y adecuadas a su propia dignidad. De aquí
se deriva el hecho de que actualmente los hombres empiecen a reconocer sus limitaciones naturales y
busquen las realidades del espíritu con el afán superior al de antes.

Todos estos hechos parecen infundir cierta esperanza de que tanto los individuos como las naciones
lleguen por fin a un acuerdo para prestarse múltiples y eficacísima ayuda mutua.

IV. La reconstrucción de las relaciones de convivencia en la verdad, en la justicia y en el amor

Ideologías defectuosas y erróneas

212. Como en el tiempo pasado, también en el nuestro los progresos de la ciencia y de la técnica influyen
poderosamente en las relaciones sociales del ciudadano. Por ello es preciso que, tanto en la esfera
nacional como en la internacional, dichas relaciones se regulen con un equilibrio más humano.

213. Con este fin se han elaborado y difundido por escrito muchas ideologías. Algunas de ellas han
desaparecido ya, como la niebla ante el sol. Otras han sufrido hoy un cambio completo. Las restantes van
perdiendo actualmente, poco a poco, su influjo en los hombres.

Esta desintegración proviene de hecho de que son ideologías que no consideran la total integridad del
hombre y no comprenden la parte más importante de éste. No tienen, además, en cuanta las indudables
imperfecciones de la naturaleza humana, como son, por ejemplo, la enfermedad y el dolor, imperfecciones
que no pueden remediarse en modo alguno evidentemente, ni siquiera por los sistemas económicos y
sociales más perfectos. Por último, todos los hombres se sienten movidos por un profundo e invencible
sentido religioso, que no puede ser jamás conculcado por la fuerza u oprimido por la astucia.

El sentido religioso, natural en el hombre

214. Porque la teoría más falsa de nuestros días es la que afirma que el sentido religioso, que la
naturaleza ha infundido en los hombres, ha de ser considerado como pura ficción o mera imaginación, la
cual debe, por tanto, arrancarse totalmente de los espíritus por ser contraria en absoluto al carácter de
nuestra época y al progreso de la civilización.
96
Lejos de ser así, esa íntima inclinación humana hacia la religión, resulta, prueba convincente de que el
hombre ha sido, en realidad, creado por Dios y tiende irrevocablemente hacia El, como leemos en San
Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
(Confesiones I, 1.).

215. Por lo cual, por grande que llegue a ser el progreso técnico y económico, ni la justicia ni la paz podrán
existir en la tierra mientras los hombres no tengan conciencia de la dignidad que poseen como seres
creados por Dios y elevados a la filiación divina; por Dios, decimos, que es la primera y última causa de
toda la realidad creada. El hombre, separado de Dios, se torna inhumano para sí y para sus semejantes,
porque las relaciones humanas exigen de modo absoluto la relación directa de la conciencia del hombre
con Dios, fuente de toda verdad, justicia y amor.

216. Es bien conocida la cruel persecución que durante muchos años vienen padeciendo en numerosos
países, algunos de ellos de rancia civilización cristiana, tantos hermanos e hijos nuestros, para Nos
queridísimos. Esta persecución, que demuestra a los ojos de todos los hombres la superioridad moral de
los perseguidos y la refinada crueldad de los perseguidores, aun cuando todavía no ha despertado en
éstos el arrepentimiento, sin embargo, les ha infundido gran preocupación.

217. Con todo, la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un
orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo,
prescindiendo de Dios, y querer exaltar la grandeza del hombre cegando la fuente de la que brota y se
nutre, esto es, obstaculizando y, si posible fuera, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios.

Los acontecimientos de nuestra época, sin embargo, que han cortado en flor las esperanzas de muchos y
arrancado lágrimas a no pocos, confirman la verdad de la Escritura: «Si el Señor no edifica la casa, en
vano trabajan los que la construyen» (Sal 127 (126), 1).

Perenne eficacia de la doctrina social de la Iglesia

218. La Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana que
posee indudablemente una perenne eficacia.

219. El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre es necesariamente
fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable
por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural.

220. De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa
Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el
último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los
criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de
la convivencia humana como el carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por esto
pueden ser aceptados por todos.

221. Sin embargo, hoy más que nunca, es necesario que esta doctrina social sea no solamente conocida y
estudiada, sino además llevada a la práctica en la forma y en la medida que las circunstancias de tiempo y
de lugar permitan o reclamen. Misión ciertamente ardua, pero excelsa, a cuyo cumplimiento exhortamos
no sólo a nuestros hermanos e hijos de todo el mundo, sino también a todos los hombres sensatos.

Instrucción social católica

222. Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo
inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana

223. Por esto deseamos intensamente que se estudie cada vez más esta doctrina. Exhortamos, en primer
lugar, a que se enseñe como disciplina obligatoria en los colegios católicos de todo grado, y principalmente
en los seminarios, aunque sabemos que en algunos centros de este género se está dando dicha
enseñanza acertadamente desde hace tiempo.
97
Deseamos, además, que esta disciplina social se incluya en el programa de enseñanza religiosa de las
parroquias y de las asociaciones de apostolado de los seglares y se divulgue también por todos los
procedimientos modernos de difusión, esto es, ediciones de diarios y revistas, publicación de libros
doctrinales, tanto para los entendidos como para el pueblo, y, por último, emisiones de radio y televisión.

224. Ahora bien, para la mayor divulgación de esta doctrina social de la Iglesia católica juzgamos que
pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares si la aprenden y la practican personalmente y,
además, procuran con empeño que los demás se convenzan también de su eficacia.

225. Los católicos seglares han de estar convencidos de que la manera de demostrar la bondad y la
eficacia de esta doctrina es probar que puede resolver los problemas sociales del momento.

Porque por este camino lograrán atraer hacia ella la atención de quienes hoy la combaten por pura
ignorancia. Más aún, quizá consigan también que estos hombres saquen con el tiempo alguna orientación
de la luz de esta doctrina.

Educación social católica

226. Pero una doctrina social no debe ser materia de mera exposición. Ha de ser, además, objeto de
aplicación práctica. Esta norma tiene validez sobre todo cuando se trata de la doctrina social de la Iglesia,
cuya luz es la verdad, cuyo fin es la justicia y cuyo impulso primordial es el amor.

227. Es, por tanto, de suma importancia que nuestros hijos, además de instruirse en la doctrina social, se
eduquen sobre todo para practicarla.

228. La educación cristiana, para que pueda calificarse de completa, ha de extenderse a toda clase de
deberes. Por consiguiente, es necesario que los cristianos, movidos por ella, ajusten también a la doctrina
de la Iglesia sus actividades de carácter económico y social.

229. El paso de la teoría a la práctica resulta siempre difícil por naturaleza; pero la dificultad sube de punto
cuando se trata de poner en práctica una doctrina social como la de la Iglesia católica. Y esto
principalmente por varias razones: primera, por el desordenado amor propio que anida profundamente en
el hombre; segunda, por el materialismo que actualmente se infiltra en gran escala en la sociedad
moderna, y tercera, por la dificultad de determinar a veces las exigencias de la justicia en cada caso
concreto.

230. Por ello no basta que la educación cristiana, en armonía con la doctrina de la Iglesia, enseñe al
hombre la obligación que le incumbe de actuar cristianamente en el campo económico y social, sino que,
al mismo tiempo, debe enseñarle la manera práctica de cumplir convenientemente esta obligación.

Intervención de las asociaciones del apostolado seglar en esta educación

231. Juzgamos, sin embargo, insuficiente esta educación del cristiano si al esfuerzo del maestro no se
añade la colaboración del discípulo y si a la enseñanza no se une la práctica a título de experimento.

232. Así como proverbialmente suele decirse que, para disfrutar honestamente de la libertad, hay que
saberla usar con rectitud, del mismo modo nadie aprende a actuar de acuerdo con la doctrina católica en
materia económica y social si no es actuando realmente en este campo y de acuerdo con la misma
doctrina.

233. Por este motivo, en la difusión de esta educación práctica del cristiano hay que atribuir una gran parte
a las asociaciones consagradas al apostolado seglar, especialmente a las que se proponen como objetivo
la restauración de la moral cristiana como tarea fundamental del momento presente, ya que sus miembros
pueden servirse de sus experiencias diarias para educarse mejor primero a sí mismos, y después a los
jóvenes, en el cumplimiento de estos deberes.

98
234. No es ajeno a este propósito recordar aquí a todos, tanto a los poderosos como a los humildes, que
es absolutamente inseparable del sentido que la sabiduría cristiana tiene de la vida la voluntad de vivir
sobriamente y de soportar, con la gracia de Dios, el sacrificio.

235. Mas, por desgracia, hoy se ha apoderado de muchos un afán inmoderado de placeres. No son pocos,
en efecto, los hombres para quienes el supremo objeto de la vida en anhelar los deleites y saciar la sed de
sus pasiones, con grave daño indudablemente del espíritu y también del cuerpo. Ahora bien, quien
considere esta cuestión, aun en el plano meramente natural del hombre, ha de confesar que es medida
sabia y prudente usar de reflexión y templanza en todas las cosas y refrenar las pasiones.

Quien, por su parte, considera dicha cuestión desde el punto de vista sobrenatural, sabe que el Evangelio,
la Iglesia católica y toda la tradición ascética exigen de los cristianos intensa mortificación de las pasiones
y paciencia singular frente a las adversidades de la vida, virtudes ambas que, además de garantizar el
dominio firme y equilibrado del espíritu sobre la carne, ofrecen medio eficaz de expiar la pena del pecado,
del que ninguno está inmune, salvo Jesucristo y su Madre inmaculada.

Necesidad de la acción social católica

236. Ahora bien, los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente
mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración
exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio
para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo
proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar.

237. De aquí se sigue la suma conveniencia de que los jóvenes no sólo reflexionen sobre este orden de
actividades, sino que, además, en lo posible, lo practiquen en la realidad. Así evitarán creer que los
conocimientos aprendidos deben ser objeto exclusivo de contemplación, sin desarrollo simultáneo en la
práctica.

238. Puede, sin embargo, ocurrir a veces que, cuando se trata de aplicar los principios, surjan divergencias
aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la
mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden
llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo
cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se
descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio.

239. Pero los católicos, en el ejercicio de sus actividades económicas o sociales, entablen a veces
relaciones con hombres que tienen de la vida una concepción distinta. En tales ocasiones, procuren los
católicos ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar compromisos que puedan
dañar a la integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo, mostrarse
animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas, plenamente desinteresados y dispuestos
a colaborar lealmente en la realización de aquellas obras que sean por su naturaleza buenas o, al menos,
puedan conducir al bien. Mas si en alguna ocasión la jerarquía eclesiástica dispone o decreta algo en esta
materia, es evidente que los católicos tienen la obligación de obedecer inmediatamente estas órdenes. A
la Iglesia corresponde, en efecto, el derecho y el deber de tutelar la integridad de los principios de orden
ético y religioso y, además, el dar a conocer, en virtud de su autoridad, públicamente su criterio, cuando se
trata de aplicar en la práctica estos principios.

Responsabilidad de los seglares en el campo de la acción social

240. Las normas que hemos dado sobre la educación hay que observarlas necesariamente en la vida
diaria. Es ésta una misión que corresponde principalmente a nuestros hijos del laicado, por ocuparse
generalmente en el ejercicio de las actividades temporales y en la creación de instituciones de idéntica
finalidad.

241. Al ejercitar tan noble función, es imprescindible que los seglares no sólo sean competentes en su
profesión respectiva y trabajen en armonía con las leyes aptas para la consecución de sus propósitos, sino

99
que ajusten su actividad a los principios y norma sociales de la Iglesia, en cuya sabiduría deben confiar
sinceramente y a cuyos mandatos han de obedecer con filial sumisión.

Consideren atentamente los seglares que si no observan con diligencia los principios y las normas sociales
dictadas por la Iglesia y confirmadas por Nos, faltan a sus inexcusables deberes, lesionan con frecuencia
los derechos de los demás y pueden llegar a veces incluso a desacreditar la misma doctrina, como si
fuese en verdad la mejor, pero sin fuerza eficazmente orientadora para la vida práctica.

Un grave peligro: el olvido del hombre

242. Como ya hemos recordado, los hombres de nuestra época han profundizado y extendido la
investigación de las leyes de la naturaleza; han creado instrumentos nuevos para someter a su dominio las
energías naturales; han producido y siguen produciendo obras gigantescas y espectaculares.

Sin embargo, mientras se empeñan en dominar y transformar el mundo exterior, corren el peligro de
incurrir por negligencia en el olvido de sí mismos y de debilitar las energías de su espíritu y de su cuerpo.

Nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI ya advirtió con amarga tristeza este hecho, y se quejaba de
él en su encíclica Quadragesimo anno con estas palabras: «Y así el trabajo corporal, que la divina
Providencia había establecido a fin de que se ejerciese, incluso después del pecado original, para bien del
cuerpo y del alma humana, se convierte por doquiera en instrumento de perversión; es decir, que delas
fábricas sale ennoblecida la inerte materia, pero los hombres se corrompen y envilecen».

243. Con razón afirma también nuestro predecesor Pío XII que la época actual se distingue por un claro
contraste entre el inmenso progreso realizado por las ciencias y la técnica y el asombroso retroceso que
ha experimentado el sentido de la dignidad humana. «La obra maestra y monstruosa, al mismo tiempo, de
esta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu,
reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno» (Radiomensaje navideño del 24 de diciembre de
1943; cf. Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 10).

244. Una vez más se verifica hoy en proporciones amplísimas lo que afirmaba el Salmista de los idólatras:
que los hombres se olvidan muchas veces de sí mismos en su conducta práctica, mientras admiran sus
propias obras hasta adorarlas como dioses: «Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres»
(Sal 114 (115), 4).

Reconocimiento y respeto de la jerarquía de los valores

245. Por este motivo, nuestra preocupación de Pastor universal de todas las almas nos obliga a exhortar
insistentemente a nuestros hijos para que en el ejercicio de sus actividades y en el logro de sus fines no
permitan que se paralice en ellos el sentido de la responsabilidad u olviden el orden de los bienes
supremos.

246. Es bien sabido que la Iglesia ha enseñado siempre, y sigue enseñando, que los progresos científicos
y técnicos y el consiguiente bienestar material que de ellos se sigue son bienes reales y deben
considerase como prueba evidente del progreso de la civilización humana.

Pero la Iglesia enseña igualmente que hay que valorar ese progreso de acuerdo con su genuina
naturaleza, esto es, como bienes instrumentales puestos al servicio del hombre, para que éste alcance con
mayor facilidad su fin supremo, el cual no es otro que facilitar su perfeccionamiento personal, así en el
orden natural como en el sobrenatural.

247. Deseamos, por ello, ardientemente que resuene como perenne advertencia en los oídos de nuestros
hijos el aviso del divino Maestro: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O
qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16,26).

Santificación de las fiestas

100
248. Semejante a las advertencias anteriores es la que hace la Iglesia con relación al descanso obligatorio
de los días festivos.

249. para defender la dignidad del hombre como ser creado por Dios y dotado de un alma hecha a imagen
divina, la Iglesia católica ha urgido siempre la fiel observancia del tercer mandamiento del Decálogo:
«Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Ex 20, 8).

Es un derecho y un poder de Dios exigir del hombre que dedique al culto divino un día a la semana, para
que así su espíritu liberado de las ocupaciones de la vida diaria, pueda elevarse a los bienes celestiales y
examinar en la secreta intimidad de su conciencia en qué situación se hallan sus relaciones personales,
obligatorias y inviolables, con Dios.

250. Mas constituye también un derecho y una necesidad para el hombre hacer una pausa en el duro
trabajo cotidiano, no ya sólo para proporcionar reposo a su fatigado cuerpo y honesta distracción a sus
sentidos, sino también para mirar por la unidad de su familia, la cual reclama de todos sus miembros
contacto frecuente y serena convivencia.

251. La religión, la moral y la higiene exigen, pues, conjuntamente el descanso periódico. La Iglesia
católica, por su parte, desde hace ya muchos siglos, ha ordenado que los fieles observen el descanso
dominical y asistan al santo sacrificio de la misa, que es el mismo tiempo memorial y aplicación a las
almas de la obra redentora de Cristo.

252. Sin embargo, con vivo dolor de nuestro espíritu observamos un hecho que debemos condenar. Son
muchos los que, tal vez sin propósito de conculcar esta santa ley, incumplen con frecuencia la santificación
de los días festivos, lo cual necesariamente origina graves daños, así a la salud espiritual como al vigor
corporal de nuestros queridos trabajadores.

253. En nombre de Dios, y teniendo a la vista el bienestar espiritual y material de la humanidad, Nos
hacemos un llamamiento a todos, autoridades, empresarios y trabajadores, para que se esmeren en la
observancia de este precepto de Dios y de la Iglesia y recuerden la grave responsabilidad que en esta
materia contraen ante Dios y ante la sociedad.

La perfección cristiana y el dinamismo temporal son compatibles

254. Nadie, sin embargo, debe deducir de cuanto acabamos de exponer con brevedad, que nuestros hijos,
sobre todo los seglares, obrarían prudentemente si colaborasen con desgana en la tarea específica de los
cristianos, ordenada a las realidades de esta vida temporal; por el contrario, declaramos una vez más que
esta tarea debe cumplirse y prestarse con afán cada día más intenso.

255. En realidad de verdad, Jesucristo, en la solemne oración por la unidad de su Iglesia hizo al Padre
esta petición en favor de sus discípulos: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal»
(Jn 17,15).

Nadie debe, por tanto, engañarse imaginando un contradicción entre dos cosas perfectamente
compatibles, esto es, la perfección personal propia y la presencia activa en el mundo, como si para
alcanzar la perfección cristiana tuviera uno que apartarse necesariamente de toda actividad terrena, o
como si fuera imposible dedicarse a los negocios temporales sin comprometer la propia dignidad de
hombre y de cristiano.

256. Por el contrario, responde plenamente al plan de la Providencia que cada hombre alcance su propia
perfección mediante el ejercicio de su diario trabajo, el cual para la casi totalidad de los seres humanos
entraña un contenido temporal. Por esto, actualmente la ardua misión de la Iglesia consiste en ajustar el
progreso de la civilización presente con las normas de la cultura humana y del espíritu evangélico. Esta
misión la reclama nuestro tiempo, más aún, la está exigiendo a voces, para alcanzar metas más altas y
consolidar sin daño alguno las ya conseguidas. Para ello, como ya hemos dicho, la Iglesia pide sobre todo
la colaboración de los seglares, los cuales, por esto mismo, están obligados a trabajar de tal manera en la
resolución de los problemas temporales, que al cumplir sus obligaciones para con el prójimo lo hagan en
101
unión espiritual con Dios por medio de Cristo y para aumento de la gloria divina, como manda el apóstol
san Pablo: «Ora, pues, comáis, ora bebáis, ora hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios»
(1Cor 10,31). Y en otro lugar: «Todo cuanto hiciereis, de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del
Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por mediación de El» (Col 3, 17).

Es necesaria una mayor eficacia en las actividades temporales

257. Cuando las actividades e instituciones humanas de la vida presente coadyuvan también el provecho
espiritual y a la bienaventuranza eterna del hombre, es necesario reconocer que se desarrollan con mayor
eficacia para la consecución de los fines a que tienden inmediatamente por su propia naturaleza. La
luminosa palabra del divino Maestro tiene un valor permanente: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y
su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Porque, quien ha sido hecho como luz en
el Señor (Ef 5, 8), y camina cual hijo de la luz (Ibíd.), capta con juicio más certero las exigencias de la
justicia en las distintas esferas de la actividad humana, aun en aquellas que ofrecen mayores dificultades a
causa de los egoísmos tan generalizados de los individuos, de las naciones o de las razas.

Hay que añadir a esto que, cuando se está animado de la caridad de Cristo, se siente uno vinculado a los
demás, experimentado como propias las necesidades, los sufrimientos y las alegrías extrañas, y la
conducta personal en cualquier sitio es firme, alegre, humanitaria, e incluso cuidadosa del interés ajeno,
«porque la caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es
descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la
verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1Cor 13, 4-7).

Miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo

258. No queremos, sin embargo, concluir esta nuestra encíclica sin recordaros, venerables hermanos, un
capítulo sumamente trascendental y verdadero de la doctrina católica, por el cual se nos enseña que
somos miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia: «Porque así como, siendo el cuerpo
uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así
es también Cristo» (1Cor 12, 12).

259. Exhortamos, pues, insistentemente a nuestros hijos de todo el mundo, tanto del clero como del
laicado, a que procuren tener una conciencia plena de la gran nobleza y dignidad que poseen por el hecho
de estar injertados en Cristo como los sarmientos en la vid: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos»
(Jn 15, 5), y porque se les permite participar de la vida divina de Aquél.

De esta incorporación se sigue que, cuando el cristiano está unido espiritualmente al divino Redentor, al
desplegar su actividad en las empresas temporales, su trabajo viene a ser como una continuación del de
Jesucristo, del cual toma fuerza y virtud salvadora: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho
fruto» (Ibíd.). Así el trabajo humano se eleva y ennoblece de tal manera que conduce a la perfección
espiritual al hombre que lo realiza y, al mismo tiempo, puede contribuir a extender a los demás los frutos
de la redención cristiana y propagarlos por todas partes. Tal es la causa de que la doctrina cristiana, como
levadura evangélica, penetre en las venas de la sociedad civil en que vivimos y trabajamos.

260. Aunque hay que reconocer que nuestro siglo padece gravísimos errores y está agitado por profundos
desórdenes, sin embargo, es una época la nuestra en la cual se abren inmensos horizontes de apostolado
para los operarios de la Iglesia, despertando gran esperanza en nuestros espíritus.

261. Venerables hermanos y queridos hijos hemos deducido una serie de principios y de normas a cuya
intensa meditación y realización, en la medida posible a cada uno, os exhortamos insistentemente.
Porque, si todos y cada uno de vosotros prestáis con ánimo decidido esta colaboración, se habrá dado
necesariamente un gran paso en el establecimiento del reino de Cristo en la tierra, el cual «es reino de
verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz » (Prefacio de la
festividad de Cristo Rey); reino del cual partiremos algún día hacia la felicidad eterna, para la que hemos
sido creados por Dios y a la cual deseamos ardientemente llegar.

102
262. Se trata, en efecto, de la doctrina de la Iglesia católica y apostólica, madre y maestra de todos los
pueblos, cuya luz ilumina, enciende, inflama; cuya voz amonestadora, por estar llena de eterna sabiduría,
sirve para todos los tiempos; cuya virtud ofrece siempre remedios tan eficaces como adecuados para las
crecientes necesidades de la humanidad y para las preocupaciones y ansiedades de la vida presente.

Con esta voz concuerda admirablemente la antigua palabra del Salmista, la cual no cesa de confirmar y
levantar los espíritus: «Yo bien sé lo que dirá Dios: que sus palabras serán palabras de paz para su pueblo
y para sus santos y para cuantos se vuelven a El de corazón. Sí, su salvación está cercana a los que le
temen, y bien pronto habitará la gloria en nuestra tierra. Se han encontrado la benevolencia y la fidelidad,
se han dado el abrazo la justicia y la paz. Brota de la tierra la fidelidad, y mira la justicia desde lo alto de
los cielos. Sí; el Señor nos otorgará sus bienes, y la tierra dará sus frutos. Va delante de su faz la justicia, y
la paz sigue sus pasos» (Sal 85 (84), 9-14).

263. Estos son los deseos, venerables hermanos, que Nos formulamos al terminar esta carta, a la cual
hemos consagrado durante mucho tiempo nuestra solicitud por la Iglesia universal; los formulamos, a fin
de que el divino Redentor de los hombres, «que ha venido a ser para nosotros, de parte de Dios,
sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Cor 1, 30), reine y triunfe felizmente a lo largo de los siglos,
en todos y sobre todo; los formulamos también para que, restaurado el recto orden social, todos los
pueblos gocen, al fin, de prosperidad, de alegría y de paz.

264 Sea presagio de estas deseables realidades y prenda de nuestra paterna benevolencia la bendición
apostólica que a vosotros, venerables hermanos; a todo los fieles confiados a vuestra vigilancia, y
particularmente a cuantos responderán con generosa voluntad a nuestras exhortaciones, impartimos de
corazón en el Señor.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de mayo del año 1961, tercero de nuestro pontificado.

JUAN PP. XXIII

103
CARTA ENCÍCLICA

AETERNA DEI SAPIENTIA*


DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN XXIII
SOBRE SAN LEÓN I MAGNO
PONTÍFICE MÁXIMO Y DOCTOR
DE LA IGLESIA, AL CUMPLIRSE
EL XV CENTENARIO DE SU MUERTE 

Venerables hermanos:

Salud y bendición apostólica.

La eterna sabiduría de Dios, que «se extiende, con poderío, de una punta a la otra del mundo, y que con
bondad gobierna todo el universo»[1], parece haber impreso con singular esplendor su imagen en el alma
de San León I, Sumo Pontífice. Pues «grandísimo entre los grandes» [2], como justamente lo llamó
nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria, apareció dotado en manera extraordinaria de intrépida
fortaleza y paternal bondad. Por este motivo Nos, llamados por la Divina Providencia a sentarnos en la
Cátedra de Pedro, que San León Magno tanto ilustró con la prudencia en el gobierno, con la riqueza de
doctrina, con su magnanimidad y con su inagotable caridad, sentimos el deber, venerables hermanos, con
ocasión del decimoquinto centenario de su venturoso tránsito, de recordar sus virtudes y méritos
inmortales, seguros, como estamos, de que esto contribuirá notablemente al provecho general de las
almas y a la exaltación de la religión católica. Pues la grandeza de este Pontífice no se debe únicamente al
gesto de intrépido coraje, con que él, inerme, revestido solamente con la majestad del Sumo Sacerdote,
hizo frente en el 452 al feroz Atila, rey de los hunos, junto al río Mincio, y lo convenció para que se retirara
más allá del Danubio. Fue indudablemente un gesto noble, digno de la misión pacificadora del Pontificado
Romano; pero en realidad no representa más que un episodio y una prueba de una vida enteramente
dedicada al bien religioso y social no solamente de Roma y de Italia, sino de la Iglesia universal.

S. León Magno, Pontífice, Pastor y Doctor de la Iglesia Universal

A su vida y a su laboriosidad se pueden bien aplicar las palabras de la Sagrada Escritura: «La vida del
justo es como la luz del alba que va creciendo hasta el mediodía» [3], con sólo considerar tres aspectos
distintivos y característicos de su personalidad: fiel servidor de la Sede Apostólica, Vicario de Cristo en la
tierra, Doctor de la Iglesia Universal.

Fiel servidor de la Sede Apostólica

«León, toscano de nacimiento, hijo de Quinzianno», como nos informa el Liber Pontificalis [4], nace hacia
el final del siglo IV. Pero habiendo vivido en Roma desde su primera juventud, justamente puede llamar a
Roma su patria [5], donde todavía joven fue adscrito al clero romano, llegando hasta el grado de diácono.
En el espacio que va desde el 430 al 439 ejerció un influjo considerable en los negocios eclesiásticos,
prestando sus servicios al Pontífice Sixto III. Tuvo relaciones amistosas con San Próspero de Aquitania y
con Casiano, fundador de la célebre abadía de San Víctor en Marsella; de éste, autor de la obra contra los
nestorianos De incarnatione Domini [6], León recibió un elogio verdaderamente singular tratándose de un
simple diácono: «Honor de la Iglesia y del Sagrado Ministerio» [7]. Mientras se encontraba en Francia,
enviado por el Papa a instancias de la corte de Rávena, para solucionar el conflicto entre el patricio Aecio
y el prefecto Albino, murió Sixto III. Fue entonces cuando la Iglesia de Roma pensó que no podía confiar a
un hombre mejor el puesto de Vicario de Cristo, que al diácono León, que se había revelado tanto como
seguro teólogo que como hábil diplomático. Recibió, pues, la consagración episcopal el 29 de septiembre
del 440, y su pontificado fue uno de los más largos de la antigüedad cristiana, e indudablemente uno de
los más gloriosos. Murió en noviembre del 461 y fue sepultado en el pórtico de la Basílica de San Pedro. El
104
Papa San Sergio I mandó trasladar, en el 688, sus restos mortales junto a "la roca de Pedro"; después de
la construcción de la nueva Basílica fueron colocados debajo del altar a él dedicado.

Y ahora, queriendo sencillamente indicar el carácter sobresaliente de su vida, no podemos dejar de


proclamar que rara vez el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos espirituales fue tan glorioso como
durante el pontificado de San León. Pues en el curso del siglo V brilla en el cielo de la cristiandad como
una estrella resplandeciente. Tal afirmación en ningún sentido puede ser desmentida, especialmente si se
considera el campo doctrinal de la fe católica; pues en él, su nombre se encuentra unido al de San Agustín
de Hipona y al de San Cirilo de Alejandría, Efectivamente, si San Agustín reivindicó contra la herejía
pelagiana la absoluta necesidad de la gracia para vivir santamente y conseguir la salvación eterna, si San
Cirilo de Alejandría, contra las erróneas afirmaciones de Nestorio, propugnó la divinidad de Jesucristo y la
divina maternidad de la Virgen María, San León, por su parte, heredero de la doctrina de estas dos
insignes lumbreras de la Iglesia de Oriente y Occidente fue el primero de todos sus contemporáneos en
afirmar estas fundamentales verdades de la fe católica. Como San Agustín es aclamado por la Iglesia
como Doctor de la gracia, y San Cirilo Doctor de la encarnación, San León es celebrado por todos como el
Doctor de la unidad de la Iglesia.

Pastor de la Iglesia Universal

Basta, en efecto, tender una rápida mirada sobre su prodigiosa actividad de pastor y escritor, a través del
largo período de su pontificado, para convencerse de que fue el portaestandarte y el defensor de la unidad
de la Iglesia, tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar. Si después pasamos al campo litúrgico, se
advierte fácilmente que promovió la unidad del culto, componiendo, o al menos inspirando, algunas de las
más devotas oraciones, que se contienen en el llamado Sacramentario Leoniano [8].

También intervino con prontitud y autoridad en la controversia sobre la unidad o duplicidad de naturaleza
en Jesucristo, obteniendo el triunfo de la verdadera doctrina relativa a la encarnación del Verbo de Dios:
hecho éste que inmortalizó su nombre para la posteridad. Se recuerda con este motivo la famosa Carta a
Flaviano, obispo de Constantinopla, en la cual San León, con admirable claridad y propiedad, expone la
doctrina sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, según la enseñanza de los profetas, del
Evangelio, de los escritos apostólicos y del símbolo de la fe [9]. De la cual parece oportuno recordar las
siguientes expresiones dignas de ser esculpidas: «Permaneciendo, pues, íntegras las propiedades de una
y otra naturaleza de la única persona, fue asumpta por la majestad divina la nimiedad humana, la debilidad
por el poder, la mortalidad por la eternidad, y con el fin de satisfacer el débito de nuestra condición, la
naturaleza inmutable se unió a una naturaleza pasible, de manera tal que, como justamente convenía para
nuestra salvación, el único e insustituible mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, pudiese,
de esta forma, morir según una naturaleza, pero no según la otra. Por tanto, el Verbo, asumiendo la
naturaleza íntegra y perfecta de verdadero hombre, nació verdadero Dios, completo en sus divinas
propiedades y completo también en las nuestras» [10].

Pero no se limitó a esto. A la carta a Flaviano en la cual había extensamente expuesto «cuanto la Iglesia
católica universalmente creía sobre el misterio de la encarnación del Señor» [11], San León añadió la
condena del Concilio de Efeso en el 449. En él, acudiendo a la ilegalidad y a la violencia se pretendía
hacer triunfar la errónea doctrina de Eutiques, el cual «muy desconsiderado y demasiado
ignorante» [12] se obstinaba en no querer reconocer más que una sola naturaleza, la divina, en Jesucristo.
Con derecho el Papa llamó a tal concilio «latrocinio» [13], puesto que, contraviniendo las claras
disposiciones de la Sede Apostólica, había osado por todos los medios «atacar la fe católica» [14] y
reforzar «la herejía del todo opuesta a la religión cristiana»[15].

El nombre de San León Magno está ligado, sobre todo, al célebre Concilio de Calcedonia del 451, cuya
convocatoria, solicitada por el emperador Marciano, fue aceptada por el Pontífice solamente con la
condición de que fuera presidido por sus legados [16]. Este Concilio, venerables hermanos, constituye una
de las páginas más gloriosas de la historia de la Iglesia católica. Pero no nos parece necesario hacer un
recuerdo detallado, ya que a esta grandiosa asamblea, durante la cual triunfaron con igual esplendor la
verdadera fe en las dos naturalezas del Verbo encarnado y el Primado de Magisterio del Romano
Pontífice, nuestro predecesor Pío XII dedicó una de sus más celebradas encíclicas, en el decimoquinto
centenario de tan memorable suceso [17].

105
No aparece menos evidente la solicitud de San León por la unidad y la paz de la Iglesia, cuando retrasó su
aprobación a las actas del Concilio. Este retraso no se debe a negligencia ni a una razón cualquiera de
carácter doctrinal, sino —como después declaró él mismo— a que con ello pretendió oponerse al canon
28, en el cual los padres conciliares, a pesar de la protesta de los legados pontificios y con el evidente
deseo de procurarse la benevolencia del emperador de Bizancio, habían reconocido a la Iglesia de
Constantinopla el primado sobre todas las iglesias de Oriente. Esta disposición era para San León como
una abierta afrenta contra los privilegios de otras Iglesias más antiguas y más ilustres, reconocidas
también por los padres del Concilio de Nicea, y además constituía un perjuicio para el prestigio de la
misma Sede Apostólica. Este peligro, más que en las palabras del canon 28, había sido entrevisto
agudamente por San León en el espíritu que las había dictado, como resulta claramente de las dos cartas,
una de las cuales fue dirigida a él por los obispos del Concilio [18], y otra dirigida por él al emperador. En
esta última, rechazando la argumentación de los padres conciliares, de esta forma amonesta: «Es distinto
el gobierno de las cosas del mundo al de las cosas de Dios; no hay estable estructura, fuera de la piedra,
que el Señor ha colocado como fundamento (Mateo 16, 18). Perjudica sus propios derechos el que habla
de lo que no le respecta»[19]. La dolorosa historia del cisma que separó de la Sede Apostólica a tantas
Iglesias de Oriente, demuestra claramente —como se deduce de lo citado— el fundamento de los temores
de San León con respecto a las futuras divisiones en el seno de la cristiandad.

Sería incompleta nuestra exposición sobre el celo pastoral de San León por la unidad de la Iglesia católica,
si no recordásemos también, aunque rápidamente, su intervención en la cuestión relativa a la fecha de la
Pascua, como su vigilante solicitud, para que las relaciones entre la Sede Apostólica y los príncipes
cristianos estuvieran animadas por la recíproca estima, confianza y cordialidad. Siempre mirando por la
paz de la Iglesia exhortó frecuentemente a los príncipes a cooperar con el episcopado «por la plena unidad
católica» [20], mereciendo de Dios así, «además de la corona real, la palma del Sacerdocio» [21].

Luminar de doctrina

Además de pastor vigilante de la grey de Cristo y animoso defensor de la fe ortodoxa, San León es
celebrado por los siglos como Doctor de la Iglesia, esto es, expositor y campeón excelente de la verdad
divina, de la que todo Romano Pontífice es centinela e intérprete. Esto se confirmó con las palabras de
nuestro inmortal predecesor Benedicto XIV, que en la constitución apostólica Militantis Ecclesiae, con la
que proclama a San León Doctor de la Iglesia, le tributó este espléndido elogio: «Por su eminente virtud,
por su sabiduría, por su celo intachable, mereció de los antiguos el apelativo de León Magno. La
excelencia de su doctrina, lo mismo para ilustrar los más altos misterios de nuestra fe y defenderlos contra
los errores, que para formular normas disciplinarias y morales, juntamente con la singular majestad y
riqueza de su verbo sacerdotal, brilla y se distingue de tal manera, ensalzado también por las alabanzas
de tantos hombres y por la exaltación entusiástica de los Concilios, de los Padres y de los escritores
eclesiásticos, que Pontífice tan sabio no se queda atrás, en fama o en estima, de ninguno de los santos
Doctores que han florecido en la Iglesia» [22].

Su fama de Doctor se atribuye a las Homilías y a las Cartas, que la posteridad nos ha conservado en


número no pequeño. El tema de las Homilías abarca diversos problemas, casi todos en conexión con el
ciclo de la Sagrada Liturgia. En estos escritos se revela, no tanto como exégeta, dedicado a la exposición
de un determinado libro inspirado, ni como teólogo, gustoso de profundas especulaciones en torno a la
verdad divina, sino, sobre todo, como un expositor fiel, perspicuo y abundante de los misterios cristianos,
siguiendo las interpretaciones transmitidas por los Concilios, los padres y, sobre todo, los Pontífices, sus
antecesores. Su estilo es sencillo y grave, elevado y persuasivo, digno como ningún otro de ser tenido
como modelo perfecto de clásica elocuencia. Sin embargo, no sacrifica a la elegancia de la dicción la
exactitud de la expresión de la verdad; no habla o escribe para hacerse admirar, sino para iluminar las
mentes e inflamar los corazones para conformar la vida práctica con la verdad profesada.

En las Cartas que ejercitando su oficio de Supremo Pastor dirigió a los obispos, príncipes, sacerdotes,
diáconos y monjes de la Iglesia universal, San León manifiesta dotes excepcionales de hombre de
gobierno, espíritu perspicaz y sumamente práctico, voluntad pronta a la acción, firmeza en las bien
maduradas decisiones, corazón abierto a la comprensión paternal, culmen de la caridad que San Pablo
aconseja a todos los cristianos como «el camino mejor» [23]. ¿Cómo no reconocer que tales sentimientos
de justicia y misericordia, de fortaleza unida a la clemencia, nacían en su corazón justamente de la misma
caridad que el Señor pedía a Pedro antes de confiarle la custodia de sus corderos y de sus ovejas?  [24].
106
Procuró siempre hacer de sí mismo una copia fiel del Buen Pastor, Cristo Jesús, como se deduce del
siguiente pasaje: «Tengamos, por un lado, mansedumbre y clemencia; por otro, rigor y justicia. Y puesto
que todos los caminos del Señor son de misericordia y verdad (fidelidad) (Ps. 24,10), por la bondad que es
propia de la Sede Apostólica estamos obligados a regular de tal manera nuestras decisiones que —bien
ponderada la naturaleza de los delitos, cuya catalogación es diversa—, procuremos que unas sean para
absolver y otras para extirpar» [25]. Tanto las Homilías, pues, como las Cartas constituyen un documento
elocuentísimo del pensamiento y de los sentimientos, de las palabras y de las actividades de San León,
siempre preocupado por asegurar el bien de la Iglesia, en la verdad, en la concordia y en la paz.

El XV centenario leoniano y el Concilio Vaticano II

Venerables hermanos, en la inminencia del Concilio Vaticano II, en el cual los obispos, unidos en torno al
Romano Pontífice y en íntima comunión con él, darán al mundo entero un más espléndido espectáculo de
la unidad católica, conviene más que nunca recordar, aunque rápidamente, las elevadas ideas que San
León tuvo de la unidad de la Iglesia. Este recuerdo será, al mismo tiempo, un homenaje a la memoria del
sapientísimo Pontífice y, en la proximidad del gran acontecimiento, alimento espiritual para las almas de
los fieles.

La unidad de la Iglesia en el pensamiento del Santo

Ante todo, San León nos enseña que la Iglesia es una, porque uno es su Esposo, Jesucristo: «Tal es, en
efecto, la Iglesia virgen, unida a un solo Esposo, Cristo, que no admite ningún error; por esto en todo el
mundo nos gozamos de una sola casta e íntegra unión» [26]. El Santo defiende también que esta
admirable unidad de la Iglesia comenzó con el nacimiento del Verbo encarnado, como aparece en estas
expresiones: «Es, pues, la Natividad de Cristo la que determina el origen del pueblo cristiano, el
nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo. Además, aunque cada uno de los llamados
(a la fe) viva en su época, aunque todos los hijos de la Iglesia estén distribuidos a lo largo de todos los
tiempos; sin embargo, el conjunto de los fieles, nacidos en la fuente bautismal, de la misma manera que
fueron crucificados con Cristo en su pasión, resurgieron en su resurrección, están colocados a la diestra
del Padre desde su ascensión, de esta misma manera fueron coengendrados en su nacimiento» [27]. En
este misterioso nacimiento del «cuerpo de la Iglesia» [28] ha participado íntimamente María; gracias a su
virginidad, fecundada por obra del Espíritu Santo. Por esto, San León ensalza a María como «Virgen,
esclava y madre del Señor» [29], «Madre de Dios» [30] y «Virgen Perpetua» [31].

Además, el sacramento del Bautismo, observa también San León, no solamente hace a todo cristiano
miembro de Cristo, sino también partícipe de su realeza y de su sacerdocio espiritual: «Todos aquellos,
pues, que han sido regenerados en Cristo, han sido hechos también reyes por el signo de la Cruz y
consagrados sacerdotes por la unción del Espíritu Santo» [32]. El sacramento de la Confirmación, llamado
«santificación del crisma» [33], corrobora tal asimilación a Cristo como cabeza, mientras en la Eucaristía
ésta encuentra su complemento: «La participación de la sangre y el cuerpo de Cristo no hace otra cosa
que transformarnos en lo que comemos; y llevamos en todo, en el cuerpo como en el alma, al mismo, con
el cual hemos muerto, hemos sido sepultados y resucitado» [34].

Pero se advierte bien que para San León no puede haber perfecta unión de los fieles con Cristo cabeza y
de los fieles entre sí, como miembros de un mismo organismo visible, si a los vínculos espirituales de las
virtudes, del culto y de los sacramentos no se añade la profesión externa de la misma fe: «Gran sostén es
la fe íntegra, la fe verdadera, a la cual nada puede ser añadido ni quitado por nadie, porque la fe, si no es
única, no existe de hecho» [35]. Porque a la unidad de la fe le es indispensable la unión de los maestros
de la verdad divina, esto es, la concordia de los obispos entre sí en comunión y sumisión al Romano
Pontífice: "La conexión de todo el cuerpo es lo que da origen a su salud y a su belleza; y esta misma
conexión, si requiere la unanimidad, exige, sobre todo, la concordia de los sacerdotes. Estos tienen en
común la dignidad sacerdotal, pero no el mismo grado de poder; porque también entre los Apóstoles hubo
igualdad de honor, pero diferencia de poder, en cuanto que a todos fue común la gracia de la elección,
pero a uno sólo le fue concedido el derecho de preeminencia sobre los demás" [36].

El Obispo de Roma, centro de la unidad visible

107
Centro, pues, y gozne de la unidad visible de toda la Iglesia católica es el Obispo de Roma, como sucesor
de San Pedro y Vicario de Jesucristo. Las afirmaciones de San León no son otra cosa que el eco fiel de los
testigos evangélicos y de la perenne tradición católica, como aparece en el pasaje siguiente: «En todo el
mundo solamente Pedro fue elegido para ser el encargado de la evangelización de todas las gentes, entre
todos los Apóstoles y entre todos los Padres de la Iglesia; de modo que, aunque en relación al pueblo de
Dios seamos muchos los pastores y muchos los sacerdotes, todos, sin embargo, están gobernados
propiamente por Pedro, como principalmente lo están por Cristo. De forma maravillosa y admirable,
queridísimos, Dios se dignó hacer partícipe a este hombre de su poder; y si quiso que los demás tuvieran
también alguna cosa de común con él, lo que concedió a los demás siempre lo concedió por medio
suyo» [37]. Sobre esta verdad, que es fundamental para la unidad católica, la del vínculo divino, indisoluble
entre el poder de Pedro y el de los Apóstoles, San León cree oportuno insistir: «Se extiende ciertamente
también a los demás Apóstoles este poder de atar y desatar (Mat. 16, 19), y fue transmitido a todos los
cabezas de la Iglesia; pero no en vano se recomienda a una sala persona lo que debe ser comunicado a
los demás. Pues este poder se le confía a Pedro singularmente, justamente, porque la figura de Pedro
está por encima de todos los que gobiernan la Iglesia» [38].

Prerrogativas del magisterio de San Pedro y de sus sucesores

Pero el Santo Pontífice no olvida el otro vínculo esencial de la unidad visible de la Iglesia, el supremo e
infalible magisterio, reservado personalmente a San Pedro y a sus sucesores por el Señor: «El Señor se
preocupa particularmente de Pedro, y ora de manera especial por la fe de Pedro, como si la perseverancia
de los demás estuviera plenamente garantizada, si el cabeza permanece invicto, En Pedro, por esto, se
encuentra salvaguardada la fortaleza de todos y la concesión de la gracia divina sigue este orden: la
fortaleza que por medio de Cristo es concedida a Pedro se confiere a los demás Apóstoles a través de
Pedro» [39].

Lo que San León afirma con tanta claridad e insistencia de San Pedro lo asegura también de sí mismo, no
por el estímulo de la ambición humana, sino por la íntima persuasión que tiene de ser, el Príncipe de los
Apóstoles, el Vicario de Cristo mismo, como aparece en este pasaje de sus sermones: «No es para
nosotros motivo de orgullo la solemnidad con que, llenos de agradecimiento a Dios por sus dones,
celebramos el aniversario de nuestro sacerdocio; porque con toda sinceridad confesamos que todo el bien
realizado por Nos en el desarrollo de nuestro ministerio es obra de Cristo, y no nuestra, que no podemos
nada sin Él pero de Él Nos gloriamos, de quien proviene toda la eficacia de nuestro trabajo» [40]. Con esto
San León, lejos de pensar que San Pedro sea extraño al gobierno de la Iglesia, desea, a su vez, asociar a
la confianza en la perenne asistencia de su divino fundador, la confianza en la protección de San Pedro,
de quien se profesa heredero y sucesor, y «de quien hace las veces» [41]. Por esto a los merecimientos
del Apóstol, más que a los propios, atribuye los frutos de su universal ministerio. Lo cual, entre otras
cosas, está claramente probado por las siguientes expresiones: «Por tanto, si hacemos algún bien, si
obtenemos algo de la misericordia de Dios con la oración cotidiana, se debe a las obras y a los
merecimientos de Él; en su sede perdura todavía su poder, domina su autoridad»[42].

En realidad, San León no enseña nada nuevo. Al par que sus predecesores San Inocencio I [43] y San
Bonifacio I [44], y en perfecta armonía con los conocidos textos evangélicos, por él mismo comentados
(Mat. 16, 17; Luc. 22. 31-32; Io. 21, 15-17), está persuadido de haber recibido de Cristo mismo el mandato
del supremo ministerio pastoral. Afirma, en efecto: «La solicitud que debemos tener con todas las iglesias
tiene su origen principalmente en un mandato divino» [45].

Grandeza espiritual de Roma

No hay, por tanto, que maravillarse si San León ama asociar a la exaltación del Príncipe de los Apóstoles
la de la ciudad de Roma. He aquí cómo se expresa en el sermón en honor de los Santos Pedro y Pablo:
«Estos son, en verdad, los héroes por obra de los cuales brilló en ti, Roma, el Evangelio de Cristo...; éstos
son los que te levantaron hasta esta gloria de ciudad santa, de pueblo escogido, de ciudad sacerdotal y
regia; de manera que, en virtud de la sagrada sede de Pedro, capital del mundo, extiendes tu imperio con
la religión divina más que lo extendiste con la dominación humana. Fuiste, en verdad, poderosa por
muchas victorias, afirmaste por tierra y mar el derecho del imperio; pero el que te ganó los hechos
guerreros es mucho menos que el que te ha ganado la paz cristiana» [46]. Recordando después a sus
oyentes el espléndido testimonio manifestado por San Pablo sobre la fe de los primeros cristianos de
108
Roma, el gran Pontífice con esta exhortación les estimula a conservar inmaculada, limpia de toda mancha
y error, su fe católica: «Vosotros, pues, queridos por Dios y dignos de la aprobación apostólica, a los que
el Apóstol Pablo, doctor de las gentes, dice: "Vuestra fe es celebrada en todo el mundo" (Rom. 1, 8),
custodiad lo que, como sabéis, tan gran predicador sintió de vosotros. Ninguno se haga indigno de esta
alabanza; de manera que ningún contagio de la impiedad de Eutiques contamine a los que, bajo la
custodia del Espíritu Santo, en tantos siglos no han conocido herejía» [47].

Vasta resonancia de sus obras admirables

Las obras verdaderamente insignes desarrolladas por San León, como salvaguarda de la autoridad de la
Iglesia de Roma, no fueron hechas en vano. Gracias al prestigio de su persona, la «ciudad del Apóstol
Pedro» fue alabada y venerada no solamente por los obispos de Occidente, presentes en los Concilios
reunidos en Roma, sino por más de quinientos miembros del Episcopado oriental reunidos en
Calcedonia [48], y por los emperadores de Constantinopla [49]. Antes, antes aun del célebre Concilio,
Teodoreto, obispo de Ciro, había tributado en el año 449 al Obispo de Roma y a su escogida grey estos
elevados elogios: «Vosotros tenéis el primer puesto en todo, por razón de las prerrogativas que adornan
vuestra sede. Las otras ciudades, en efecto, se glorían por su grandeza o por el número de sus
habitantes... El Dador de todo bien los ha concedido con sobreabundancia a vuestra ciudad. Puesto que
ella es la más grande y la más ilustre de todas las ciudades, gobierna el mundo, es rica en población...,
posee, además, los sepulcros de Pedro y Pablo, padres comunes y maestros de la verdad, que iluminan
las almas de los fieles. Estas dos santas luminarias tuvieron su origen en Oriente y difundieron sus rayos
por todas partes; pero por su espontánea voluntad pasaron el final de su vida en Occidente, y desde allí
ahora iluminan al mundo. Ellos hicieron noble a vuestra sede; este es el culmen de vuestros bienes. Pero
su Dios también ahora hace ilustre su sede, puesto que en ella ha puesto a vuestra santidad, que difunde
los rayos de la verdadera fe» [50].

Las eximias alabanzas que los representantes de la Iglesia de Oriente tributaron a León, no fueron menos
con motivo de su muerte. Pues la liturgia bizantina, en la fiesta del 18 de febrero, a él dedicada, lo exalta
como «jefe de la ortodoxia, doctor adornado de piedad y majestad, estrella del universo, ornato de los
ortodoxos, lira del Espíritu Santo» [51]. También son significativos los elogios que al gran Pontífice tributa
el Menologio Gelasiano: «Nuestro Padre León, admirable por sus muchas virtudes, la continencia y la
pureza, consagrado obispo de la gran Roma, hizo muchas otras cosas dignas de su virtud; pero brilla su
obra sobre todo por lo que respecta a la verdadera fe» [52].

Súplica por el retorno de los hermanos separados

Deseamos repetir, venerables hermanos, que el coro de alabanzas a la santidad del Sumo Pontífice San
León Magno, en la antigüedad fue concorde lo mismo en Oriente que en Occidente. ¡Vuelva él a escuchar
el aplauso de todos los representantes de la ciencia eclesiástica de las iglesias que no están en comunión
con Roma!

Superando de esta forma la dolorosa diversidad de opiniones sobre la doctrina y la actividad pastoral del
inmortal Pontífice, brillará con amplia luz la doctrina que ellos profesan: «No hay más que un solo Dios, y
un solo mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Jesucristo» [53].

En lo que a Nos respecta, como sucesor de San León en la sede episcopal de San Pedro, lo mismo que
profesamos con él la fe en el origen divino del mandato de la universal evangelización y de la salvación
confiado por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, de la misma forma, a la par con él, tenemos el vivo
deseo de ver a todos los pueblos entrar en el camino de la verdad, de la caridad y de la paz. Y es
justamente con el fin de hacer a la Iglesia más idónea para cumplir en los tiempos presentes su excelsa
misión por lo que Nos hemos propuesto convocar el II Concilio Ecuménico Vaticano, con la confianza de
que la imponente reunión de la jerarquía católica no solamente reforzará los vínculos de la unidad en la fe,
en el culto y en el gobierno, que son prerrogativas de la Iglesia verdadera [54], sino que atraerá, además,
la atención de innumerables creyentes en Cristo y les invitará a acogerse junto al «Gran Pastor de la
grey» [55], que ha confiado a Pedro y a sus sucesores su perenne custodia [56]. Nuestro cálido
llamamiento a la unidad quiere ser el eco de aquél, muchas más veces lanzado por San León en el siglo V,
suplicando lo que pidió a los fieles de toda la Iglesia San Ireneo, que la Providencia Divina había llamado
de Asia a regir la sede de Lyón y a ilustrarla con su martirio. Pues, después de haber reconocido la
109
ininterrumpida sucesión de los obispos de Roma, herederos del poder mismo de los Príncipes de los
Apóstoles [57], concluía exhortando: «Con esta Iglesia, a causa de su preeminente superioridad, debe
estar de acuerdo toda la Iglesia, todos los fieles del universo; por la comunión con ella, todos los fieles
(todas las cabezas de la Iglesia) han conservado la tradición apostólica» [58].

Pero nuestra llamada a la unidad quiere ser, sobre todo, el eco de la oración dirigida por nuestro salvador
a su Padre divino en la Ultima Cena: «Que todos seamos una sola cosa, como Tú, Padre, estás en Mí y
Yo en Ti, también ellos sean una sola cosa» [59]. Ninguna duda hay sobre la acogida de esta oración, así
como fue acogido el sacrificio cruento del Gólgota. ¿Acaso el Señor no afirmó que su Padre siempre le
escucha? [60]. Por esto nosotros creemos que la Iglesia, por la cual Él ha orado y se ha inmolado en la
Cruz, y a la cual ha prometido Su presencia perenne ha sido siempre, y es, una, santa, católica y
apostólica, así como fue instituida.

Sin embargo, como en el pasado, también debemos constatar con dolor que en el presente la unidad de la
Iglesia no corresponde, de hecho, a la comunión de todos los creyentes en una sola profesión de fe y en
una misma práctica de cultos y obediencia. Pero es motivo de ánimo y de dulce esperanza el espectáculo
de los generosos y crecientes esfuerzos que por diversas partes se hacen, con el fin de restaurar la
unidad, también visible, de todos los cristianos, para que dignamente respondan a la intención, al mandato
y al deseo del Salvador. Conscientes de que la unidad es el aliento del Espíritu Santo en tantas almas de
buena voluntad, no podrá plenamente y sólidamente realizarse hasta que no se haga, según la profecía
del mismo Cristo, «un solo rebaño y un solo pastor» [61], Nos pedimos a nuestro mediador y abogado
cerca del Padre [62] que conceda a todos los cristianos la gracia de reconocer las notas de su Iglesia
verdadera, para llegar a ser sus hijos devotos. ¡Que se digne el Señor hacer levantar pronto la aurora de
aquel día bendito de la universal reconciliación, en que un inmenso coro de amor jubiloso se eleve de la
única familia de los redimidos cantando, agradeciendo a la misericordia divina, con el salmista, el «ecce
quam bonum et quam jucundum, habitare frates in unum» [63].

El abrazo de paz entre los hijos del mismo Padre celestial, igualmente coherederos del mismo reino de la
gloria, señalará la celebración del triunfo del cuerpo místico de Cristo.

Exhortación final

Venerables hermanos, el XV centenario de la muerte de San León Magno encuentra a la Iglesia en


dolorosa situación, semejante a la que conoció en el siglo V. ¡Cuántos trabajos afligen en estos tiempos a
la Iglesia, y repercuten en nuestro corazón paterno, como claramente predijo el Divino Redentor! Vemos
que en muchas partes la «fe del Evangelio» [64] está en peligro, y no faltan tentativas que pretenden
apartar, la mayor parte de las veces en vano, gracias a Dios, a los obispos, sacerdotes y fieles del centro
de la unidad católica, de la Sede Romana. Pues bien: con el fin de conjurar tan graves peligros invocamos
confiados sobre la Iglesia militante el patrocinio del Santo Pontífice, que tanto trabajó, escribió y sufrió por
la causa de la unidad católica. Y a cuantos gimen pacientemente por la verdad y la justicia recordamos las
confortadoras palabras que San León dirigió al clero, a las autoridades y al pueblo de Constantinopla:
«Perseverad en el espíritu de la verdad católica y por medio nuestro recibid la exhortación
apostólica. Porque a vosotros, Cristo, os dio la gracia no solamente de creer en El, sino también de
padecer por Él (Filip. 1, 29)» [65].

A todos los que viven en la unidad católica, Nos, que, indignamente, hacemos en la tierra las veces del
Salvador Divino, hacemos nuestra su oración por sus discípulos y por todos los que creen en Él: «Padre
Santo... Te pido porque lleguen a la perfecta unidad» [66], Pedimos para todos los hijos de la Iglesia la
perfección de la unidad, la perfección que solamente la caridad, «que es vínculo de perfección» [67],
puede dar. De la encendida caridad hacia Dios y del ejercicio siempre pronto, alegre y generoso de todas
las obras de misericordia para con el prójimo, la Iglesia, «templo de Dios vivo» [68], se llena en todos y
cada uno de sus hijos de belleza sobrenatural. Por tanto, con San León os exhortamos: «Ya que todos los
fieles y cada uno en particular constituyen un solo y mismo templo de Dios, es preciso que sea perfecto en
cada uno como debe serlo perfecto en sí mismo; porque, también, si la belleza no es igual en todos los
miembros ni los merecimientos iguales en una tan gran variedad de partes, el vínculo de la caridad, sin
embargo, produce la comunión en la belleza. A los que un santo amor une, si no participan de los mismos
dones de la gracia, gozan, sin embargo, evidentemente de sus bienes, y a los que aman no puede serles
extraño, porque es aumentar las propias riquezas encontrar el gozo en el progreso de los demás» [69].
110
Al final de nuestra encíclica permítasenos renovar el ardiente deseo, que llenaba el corazón de San León,
de ver a todos los redimidos por la sangre de Cristo reunidos en la misma Iglesia militante, resistir unidos e
intrépidos a las potencias del mal, que de tantas partes continúan amenazando la fe cristiana. Porque «el
pueblo de Dios es poderoso, cuando los corazones de todos los fieles están acordes en la unidad de la
santa obediencia y en las filas de la milicia cristiana hay una igual preparación en todas partes, y todas
tienen la misma defensa» [70]. El príncipe de las tinieblas no prevalecerá si en la Iglesia de Cristo reina el
amor: «Porque las obras del demonio son destruidas con mayor poder cuando los corazones de los
hombres están encendidos en la caridad a Dios y al prójimo» [71].

Sea la bendición apostólica confirmación de nuestras esperanzas y auspicio de las gracias divinas, que a
todos vosotros, venerables hermanos, y a la grey confiada al celo ardiente de cada uno, de todo corazón
impartimos.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de noviembre de 1961, IV año de nuestro pontificado.

JUAN PP. XXIII

* AAS 53 (1961) 785-803;  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. IV, págs. 945-964.

Notas

[1] Sap. 8, 1.

[2] Cfr. Sermo habitus die 12 Oct. anno 1952: AAS 44 (1952), p. 831.

[3] Prov. 4, 18.

[4] Cfr. Ed. Duchesne, I, 238.

[5] Cfr. Ep. 31, 4, Migne, PL 54, 794.

[6] Migne, PL 59, 9-272.

[7] De Incarn. Domini, contra Nestorium libr. VII, prol. PL 50, 9.

[8] Migne, PL 55, 21-156.

[9] Cfr. Ibid. 54. 757.

[10] «Salva igitur proprietate utriusque naturae et substantiae, et in unam coeunte personam, suscepta est
a maiestate humilitas, a virtute infirmitas, ab aeternitate mortalitas: et ad resolvendum conditionis nostrae
debitum, natura inviolabilis naturae est unita passibili: ut, quod nostris remediis congruebat, unus atque
ídem mediator Dei et hominum, horno Iesus Christus, et mori posset ex uno, et mori non posset ex altero.
In integra ergo veri hominis perfectaque natura verus natus est Deus, totus in suis, totus in
nostris». Ibid. col. 759.

[11] «...quid catholica Ecclesia universaliter de sacramento Dominiacae incarnationis crederet et doceret».


Cfr. Ep. 29, ad Theodosium august., PL 54, 783.

[12] Cfr. Ep. 28, PL 54, 756.

[13] Cfr. Ep. 95, 2, ad Pulcheriam august., PL 54, 943.

[14] Cfr. Ibid.
111
[15] Cfr. lbid.

[16] Cfr. Ep. 89, 2, ad Marcianum imper. PL 54, 9311; Ep. 103, ad Episcopos Galliarum, PL 54, 988-991.

[17] Litt. Encycl. Sempiternus Rex, 8 sep. 1951, AAS vol. XXXXIII,  p. 625-644.

[18] Cfr. C. Kirch, Enchir. fontium hist. eccl. antiquae, Friburgi in Br. 4 ed. 1923, n. 943.

[19] «Alia tamen ratio est rerum saecularium, alía divinarum; nec praeter illam petram, quam Dominus in
fundamento posuit (Matth. 16, 18), stabilis erit ulla constructio. Prapria perdit, qui indebita concupiscit». Ep.
104, 3, ad Marcianum imper., PL 54, 9951; cfr. Ep. 106, ad Anatolium, episc. Constant., PL 54, 995.

[20] Ep. 114, 3, ad Marcianum imper., PL 54, 1022.

[21] Ibid.

[22] Const. apost. Militantis Ecclesiae, 12 oct. 1754: Benedicti Pp. XIV Bullarium, tom. III, pars II, p.
205 (Opera omnia, vol. 18, Prati 1847).

[23]. 1 Cor. 12, 31.

[24] Cfr. Io. 21, 15-17.

[25] «Circumstant nos hinc mansuetudo clementiae, hinc censura iustitiae. Et quia universae viae Domini,
misericordia et veritas, cogimur secundum Sedis Apostolicae pietatem ita nostram temperare sententiani,
ut trutinato pondere delictorum, quorum utique non una mensura est, quaedam credamus utcumque
toleranda, quaedam vero penitres amputanda». Ep. 12, 5, ad Episcopos africanos, PL 54, 652.

[26] «Illa est enim virgo Ecclesia, sponsa unius viri Christi, quae nullo patitur errore vitiari; ut per totum
mundum una nobis sit unius castae communionis integritas». Ep. 80, 1, ad Anatolium, episc.
Constant., PL 54, 913.

[27] «Generatio enim Christi origo est populi christiani, et natalis Capitis natalis est corporis. Habeant licet
singuli quique vocatorum ordinem suum, et omnes Ecclesiae filii temporum sint successione distincti,
universa tamen summa fidelium, fonte orta baptismatis, sicut cum Christo in passione crucifixi, in
resurrectione resuscitati, in ascensione ad dexteram Patris collocati, ita cum ipso sunt in hac nativitate
congeniti». Serm. 26, 2, in Nativ. Domini, PL 54, 213.

[28] Col. 1, 18.

[29] Ep. 165, 2, ad Leonem imper., PL 54, 1157.

[30] Cfr. Ibid.

[31] Cfr.Serm. 22, 2, in Nativ. Domini, PL 54, 195.

[32] «Omnes enim in Christo regeneratos, crucis signum efficit reges, Sancti vero Spiritus unctio consecrat
sacerdotes». Serm. 4, 1, in Nativ. Domini, PL 54, 149; cfr. Serm. 64, 6, de Passione Domini, PL 54, 357;
Ep. 69, 4, PL 54, 870.

[33] Serm. 66, 2, de Passione Domini, PL 54, 365-366.

[34] «Non enim aliud agit participatio Corporis et Sanguinis Christi, quam ut in id quod sumimus
transeamus; et in quo commortui, et consepulti, et conresuscitati sumus, ipsum per omnia et spiritu et
carne gestemus». Serm. 64, 7, de Passione Domini, PL 54, 357.

112
[35] «Magnum praesidium est fides integra, fides vera, in qua nec augeri ab ullo quidquam, nec minui
potest: quia nisi una est, fides non est». Serm. 24, 6, in Nativ. Domini, PL 54, 207.

[36] «Connexio totius corporis unam sanitatem, unam pulchritudinem facit; et hace connexio totius quidem
corporis unanimitatem requirit, sed praecipue exigit concordiam sacerdotum. Quibus cum dignitas sit
communis, non est tamen ordo generalis: quoniam et inter beatissimos apostolos in similitudine honoris fuit
discretio potestatis; et cum omnium par esset electio, uni tamen datum est ut caeteris praeemineret» Ep.
14, 11, ad Anastasium, episc. Thessal., PL 54, 676.

[37] «De toto mundo unus Petrus eligitur, qui et universarum gentium vocationi, et omnibus apostolis,
cunctisque Ecclesiae Patribus praeponatur: ut quamvis in populo Dei multi sacerdotes sint multique
pastores, omnes tamen proprie regat Petrus, quos principaliter regit et Christus. Magnum et mirabile,
dilectissimi, huic viro consortium potentiae suae tribuit divina dignatio; et si quid cum eo commune caeteris
voluit esse principibus, numquam nisi per ipsum dedit quidquid aliis non negavit. Serm. 4, 2, de natali
ipsius, PL 54, 149-150.

[38] «Transivit quidem etiam in alios apostolos ius potestatis istius» (hoc est, ligandi atque solvendi) «et ad
omnes Ecclesiae principes decreti huius constitutio commeavit; sed non frustra uni commendatur, quod
omnibus intimetur. Petro enim ideo hoc singulariter creditur, quia cunctis Ecclesiae rectoribus Petri forma
praeponitur». Ibid. col. 151; cfr. Serm. 83, 2, in natali S. Petri Apost., PL 54, 430.

[39] «Specialis a Domino Petri cura suscipitur, et pro fide Petri proprie supplicatur, tamquam aliorum status
certior sit futurus, si mens principis victa non fuerit. In Petro ergo omnium fortitudo munitur, et divinae
gratiae ita ordinatur auxilium, ut firmitas quae per Christum Petro tribuitur, per Petrum apostolis
conferatur». Serm. 4, 3, PL 54, 151-152; cfr. Serm. 83, 2, PL 54, 451.

[40] «Non est itaque nobis praesumptuosa festivitas qua suscep3, 3, in nat. S. Petri1 Apost., PL 54, 432.

[41] Cfr. Serm. 3, 4, de nat. ipsius, PL 54, 147.

[42] Serm. 3, 3, de nat. ipsius, PL 54, 146; cfr. Serm. 83, 3, in nat. S. Petri Apost., PL 54, 432.

[43] Ep. 30, 2, ad Concil. Milev., PL 20, 590.

[44] Ep. 13, ad Rufum episc. Thessaliae, 11 mart. 422, en C. Silva-Tarouca S. I. Epistolarum Romanorum
Pontificum collect. Thessal., Romae 1937, p. 27.

[45] «Curara quam universis Ecclesiis principaliter ex divina institutione debemus». Ep. 14, 1, ad
Anastasium, episcop. Thessal., PL 54, 668.

[46] «Isti enim sunt viri per quos tibi Evangelium Christi, Roma, resplenduit … Isti sunt qui te ad hanc
gloriam provexerunt, ut gens sancta, populus electus, civitas sacerdotalis et regia, per sacram beati Petri
sedem caput orbis effecta, latius praesideres religione divina quam dominatione terrena. Quamvis enim
multis aucta victoriis ius imperii tui terra marique protuleris, minus tamen est quod tibi bellicus labor
subdidit, quam quod pax Christiana subiecit». Serm. 82, 1, in nat. Apost. Petri el Pauli, PL 54, 422-423.

[47] «Vos ergo, dilecti Deo et apostolico testimonio comprobati, quibus beatus apostolus Paulus, doctor
gentimm,dicit: Quoniam fides vestra annunatiatur in universo mundo custodite in vobis quod tantum
praedicatorem agnoscitis sensisse de vobis. Nemo vestrum efficiatur huius laudis alienus, ut quos per tot
saecula docente Spiritu Sancto haeresis nulla violavit, ne Eutychianae quidem impietatis possint maculare
contagia». Serm. 86, 3, tract. contra haer. Eutychis, PL 54, 467.

[48] Mansi, Concil. ampliss, collect., VI, p. 913.

[49] Ep. 100, 3, Marciani imper. ad Leonem, episc. Romae, PL 54, 972; Ep. 77, 1, Pulcheriae aug. ad
Leonem, episc. Romae, PL 54, 907.

113
[50] Ep. 52, 1, Theodoreti episc, ad Leonem, episc. Romae, PL 54, 847.

[51] Μηναια ταυ ολον ενιαυτου III, Roma, 1896, pág. 612.

[52] Migne, PG 117, 319.

[53] 1 Tim. 2, 5.

[54] Cfr. Conc. Vat. I, Sess. III, .cap. 3 de fide.

[55] Hebr. 13, 20.

[56] Cfr. Io. 21, 15-17.

[57] Cfr. Advers. haeres. 1. III, c. 2, m. 2, PG 7, 848.

[58] Ibid.

[59] Io. 17, 21.

[60] Cfr. Io. 11, 42.

[61] Ibid. 10, 16.

[62] Cfr. 1 Tim. 2, 5; 1 Io. 2, 1.

[63] Ps. 132, 1.

[64] Cfr. Phil. 1, 27.

[65] «State igitur in spiritu catholicae veritatis, et apostolicam cohortationem ministerio nostri oris accipite».
Ep. 50, 2, ad Constantinopolitanos, PL 54, 843.

[66] Cfr. Io. 17, 11.20.23.

[67] Col. 3, 14.

[68] Cfr. 2 Cor. 6,16.

[69] «Cum igitur et omnes simul et singuli quique fidelium unum idemque Dei templum sint, sicut perfectum
hoc in universis, ita perfectum debet esse in singulis: quia etsi non eadem est membrorum omnium
pulchritudo, nec in tanta varietate partium meritorum potest esse parilitas, communionem tamen obtinet
decoris connexio charitatis. In sancto enim amore consortes, etiamsi non iisdem utuntur gratiae beneficiis,
gaudent tamen invicem bonis suis, et non potest ab eis extraneum esse quod diligunt, quia incremento
ditescunt proprio, qui profectu laetantur alieno». Serm. 48, 1, de Quadrag., PL 54, 298-299.

[70] «Tunc fit potentissimus Dei populus, quando in unitatem sanctae oboedientiae omnium fidelium corda
conveniunt, et in castris militiae christianae similis ex omni parte praeparatio, et eadem est ubique
munitio». Ep. 88, 2, PL 54, 441-442.

[71] «Quia tunc opera diaboli potentius destruuntur, cum ad Dei proximique dilectionem hominum corda
revocantur». Ep. 95, 2, ad Pulcheriam angust., PL 54, 943.

114
CARTA ENCICLICA

PAENITENTIAM AGERE *

DEL SUMO PONTÍFICE


JUAN XXIII

SOBRE LA IMPETRACIÓN DE MÉRITOS


MEDIANTE LA PENITENCIA
POR EL FELIZ ÉXITO
DEL CONCILIO VATICANO II

Venerables hermanos: Salud y Bendición Apostólica.

Hacer penitencia por nuestros propios pecados, según la explícita enseñanza de Nuestro Señor
Jesucristo, constituye para el hombre pecador el medio de obtener el perdón y de alcanzar la salvación
eterna. Es, pues, evidente cuán justificado está el designio de la Iglesia católica, dispensadora de los
tesoros de la divina Redención, la cual ha considerado siempre la penitencia como condición
indispensable para el perfeccionamiento de la vida de sus hijos y para su mejor futuro.

Por este motivo, en la Constitución Apostólica de indicción del Concilio Ecuménico Vaticano. II, quisimos
dirigir a los fieles una invitación a prepararse dignamente para el gran acontecimiento, no sólo con la
oración y con la práctica ordinaria de las virtudes cristianas, sino también con la mortificación voluntaria[1].

Aproximándose la apertura del Concilio, Nos parece muy natural renovar la misma exhortación con mayor
insistencia, ya que el Señor, aun estando presente en su Iglesia “todos los días hasta la consumación de
los siglos” (Mt 28, 20), se manifestará todavía más próximo a las mentes y a los corazones de los hombres
a través de la persona de sus representantes, según sus mismas palabras: “Quien a vosotros escucha, a
Mí me escucha” (Lc 10, 16).

Exhortación a la penitencia en el Antiguo Testamento.

El Concilio Ecuménico, siendo en realidad la reunión de los sucesores de los Apóstoles, a quienes el
Salvador divino confió el mandato de enseñar a todas las gentes, instruyéndolas en observar todas las
cosas que Él había mandado (cf. Mt 20, 19-20), quiere significar una más alta afirmación de los derechos
divinos sobre la humanidad redimida por la sangre de Cristo y de los deberes que conducen a los hombres
hacia su Dios y Salvador.

Ahora bien, sí interrogamos a los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, vemos que todos los gestos
de los más solemnes encuentros entre Dios y la humanidad —para expresarnos en lenguaje humano—
han estado siempre precedidos por una persuasiva exhortación a la oración y a la penitencia. En efecto,
Moisés no entrega al pueblo hebreo las tablas de la Ley divina sino después que éste ha hecho penitencia
por los pecados de idolatría y de ingratitud (cf Ex 32, 6-35; y 1Co 10, 7). Los profetas exhortan
incesantemente al pueblo de Israel para que supliquen a Dios con corazón contrito a fin de cooperar al
cumplimiento de los designios de la providencia que acompañan toda la historia del pueblo elegido.
Conmovedora es entre todas la voz del Profeta Joel que resuena en la sagrada liturgia cuaresmal: “Así,
pues, dice el Señor: Convertíos a Mí con todo vuestro corazón en el ayuno, en las lágrimas y en los
suspiros, y desgarrad vuestros corazones y no vuestros vestidos. Entre el vestíbulo y el altar, los
sacerdotes, ministros del Señor, llegarán y dirán: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no abandones tu
herencia al oprobio de ser dominada por las naciones” (Jl 2, 12-13, 17).

La penitencia en la enseñanza de Jesucristo y de los apóstoles

Más bien que atenuarse, tales invitaciones a la penitencia se hacen más solemnes con la venida del Hijo
de Dios a la tierra. He aquí, en efecto, cómo Juan Bautista, el precursor del Señor, da comienzo a su
predicación con el grito: “Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos se acerca” (Mt 3, 1). Y Jesús
mismo no inicia su ministerio con la revelación inmediata de las sublimes verdades de la fe, sino con la
115
invitación a purificar la mente y el corazón de cuanto pudiera impedir la fructuosa acogida de la buena
nueva: “Desde entonces en adelante comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque el
Reino de los Cielos está cerca” (Ibíd., 4, 17). Más aún que los profetas, el Salvador exige de sus oyentes
un cambio total de mentalidad mediante el reconocimiento sincero e integral de los derechos de Dios, “he
aquí que el Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17, 21); la penitencia es fuerza contra las
fuerzas del mal; lo mismo nos enseña Jesucristo: “El Reino de los Cielos se gana por la fuerza y es presa
de aquellos que le hacen violencia” (Mt 11, 12)).

Igual invitación resuena en la predicación de los Apóstoles. San Pedro, en efecto, habla a las turbas
después de Pentecostés, con objeto de disponerlas a recibir también ellas el Sacramento de la
regeneración en Cristo y los dones del Espíritu Santo, diciéndoles: “Haced penitencia y que cada uno se
bautice en el nombre de Jesucristo, para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu
Santo” (Hch 2, 38). Y el Apóstol de las Gentes advierte a los romanos que el Reino de Dios no consiste ni
en la prepotencia ni en los goces desenfrenados de los sentidos, sino en el triunfo de la justicia y de la paz
interior: “... porque el Reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”
(Rm 14, 17-18).

No debe pensarse que la invitación a la penitencia se dirija solamente a aquellos que por primera vez han
de entrar a formar parte del Reino de Dios. Todos los cristianos tienen realmente el deber y la necesidad
de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios enemigos espirituales o para conservar la
inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la gracia perdida mediante la transgresión de los divinos
preceptos. Pues si es cierto que todos aquellos que se han hecho miembros de la Iglesia mediante el
santo Bautismo participan de la belleza que Cristo le ha conferido, según las palabras de San Pablo:
“Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla, limpiándola con el lavado de
agua mediante la palabra de vida, para presentársela a sí gloriosa, sin mancha y sin arruga, o cualquier
otra cosa, para que siga siendo santa e inmaculada” (Ef 5, 26-27), es verdad también que cuantos han
manchado con graves culpas la cándida vestidura bautismal, deben temer mucho los castigos de Dios si
no procuran hacerse de nuevo cándidos y esplendorosos mediante la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14),
mediante el Sacramento de la penitencia y la práctica de las virtudes cristianas. También, pues, a ellos va
dirigida la severa advertencia del Apóstol San Pablo: “Si cualquiera que viola la Ley de Moisés, sobre la
deposición de dos o tres testimonios muere sin remisión alguna, ¿cuántos más acerbos suplicios habéis
de pensar que se merece quien hay ofendido al Hijo de Dios y tenido como profana la sangre del
Testamento con que fue santificado y haya hecho menosprecio al espíritu de gracia?... Cosa horrenda es
caer en las manos de Dios vivo” (Hb 10, 28-30).

El pensamiento y la práctica de la Iglesia

Venerables hermanos: La Iglesia, esposa amada del Salvador divino, ha permanecido siempre santa e
inmaculada en sí misma por la fe que la ilumina, por los sacramentos que la santifican, por las leyes que la
gobiernan, por los numerosos miembros que la embellecen con el decoro de heroicas virtudes. Pero hay
también hijos olvidadizos de su vocación y de su elección que prostituyen en sí mismos la belleza celestial
y no reflejan en sí la divina semblanza de Jesucristo. Pues bien, Nos queremos dirigir a todos, más que
palabras de reproche y de amenaza, una paternal exhortación a tener presente esta consoladora
enseñanza del Concilio de Trento, eco fidelísimo de la doctrina católica: “Revestidos de Cristo en el
Bautismo” (Ga 3, 27), por medio de él nos convertimos de hecho en una criatura nueva alcanzando la
plena e integral remisión de todos los pecados; a tal novedad e integridad no podemos llegar, sin embargo,
por medio del Sacramento de la penitencia sin nuestro gran dolor y fatiga, exigiéndose esto por la justicia
divina, de modo que la penitencia ha sido justamente llamada por los Santos Padres una especie de
laborioso bautismo[2].

El ejemplo de los precedentes Concilios

La exhortación a la penitencia, pues, como instrumento de purificación y de renovación espiritual no debe


resonar como voz nueva en el oído del cristiano, sino como invitación del mismo Jesús que ha sido
reiteradamente repetida por la Iglesia a través de la voz de la sagrada liturgia, de los Santos Padres y de
los Concilios. Así es desde los siglos en que la Iglesia viene suplicando a Dios durante el tiempo de
Cuaresma: “ut apud te meus nostra tuo desiderio fulgeat, quae se carnis maceratione castigat”[3], y
también: “ut terrenis affectibus mitigatis, facilius caelestia capiamus” [4].
116
No es de sorprender si nuestros predecesores, al preparar la celebración de los Concilios Ecuménicos, se
han preocupado de exhortar a los fieles a la penitencia saludable. Baste recordar algunos ejemplos:

Inocencio III, al aproximarse el Concilio Lateranense IV, exhortaba a los hijos de la Iglesia con estas
palabras: “A la oración añádase el ayuno y la limosna, a fin de que por medio de estas dos alas nuestra
oración vuele más fácil y más rápidamente a las oídos de Dios misericordiosísimo y nos escuche
benévolamente en el momento oportuno”[5].

Gregorio X, con una carta dirigida a todos sus prelados y capellanes, dispuso que la solemne apertura del
segundo Concilio Ecuménico de Lyón fuese precedida por tres días de ayuno[6].

Pío IX, por último, exhortó a todos los fieles a fin de que, en la purificación del alma de toda mancha de
culpa o reato de pena se preparasen dignamente y en perfecta alegría a la celebración del Concilio
Ecuménico Vaticano: “Pues es cosa manifiesta que las Plegarias de los hombres son más aceptas a Dios
si se di rigen a Él con corazón limpio, es decir, con el alma purificada de toda culpa”[7].

Oportunas sugerencias como preparación al Concilio Ecuménico Vaticano II

Siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, también Nos, venerables hermanos, deseamos


ardientemente invitar a todo el mundo católico —clero y laicado— a prepararse para la gran celebración
conciliar con la oración, las buenas obras y la penitencia. Y puesto que la oración pública es el medio más
eficaz para obtener las gracias divinas, según la promesa mismo de Cristo: “Donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 28, 20), es preciso, pues, que los fieles todos
sean “un corazón solo y un alma sola” (Hch 4, 32) como en los primeros tiempos de la Iglesia, e impetren
de Dios, mediante la oración y la penitencia, que este extraordinaria acontecimiento produzca aquellos
frutos saludables que están en la esperanza de todos, es decir, una tal reavivación de la fe católica, un tal
reflorecimiento de caridad y de las buenas costumbres cristianas, que despierte, incluso en los hermanos
separados, un vivo y eficaz deseo de unidad sincera y operante, en un único rebaño, bajo un solo pastor.
A este fin, os exhortamos, venerables hermanos, a promover en cada una de las parroquias de las
diócesis a cada uno de vosotros confiadas y en las proximidades del Concilio mismo, una solemne novena
en honor del Espíritu Santo para invocar sobre los Padres del Concilio la abundancia de las luces
celestiales y de las divinas gracias. A tal respecto, queremos poner a disposición de los fieles los bienes, el
tesoro espiritual de la Iglesia, y por ello concedemos, a todos aquellos que tomen parte en la dicha
novena, indulgencia plenaria, que se ganará en las condiciones acostumbradas.

Será también oportuno promover en cada una de las diócesis una función penitencial propiciatoria. Esta
función deberá ser una ferviente invitación, acompañada de un particular curso de predicación, a practicar
obras de misericordia y de penitencia mediante las cuales todos los fieles traten de hacerse propicios al
Dios omnipotente e implorar de Él aquella verdadera renovación del espíritu cristiano que es uno de los
principales objetivos del Concilio. Justamente observaba nuestro predecesor Pío XI, de venerada
memoria: “La oración y la penitencia son los dos potentes medios puestos por Dios a disposición de
nuestros tiempos para reconducir a Él a la humanidad miserable, aquí y allá errante y sin guía. Son dichos
medios los que restituyen y reparan la causa primera principal de toda subversión, es decir, la rebelión del
hombre contra Dios”[8].

Necesidad de la penitencia interna y externa

Ante todo es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios
pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con la asistencia al
sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán ser invitados todos los fieles durante la novena
al Espíritu Santo. Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no estuviesen
acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En
este sentido debe entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual
pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos fueron confiados!

Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al
imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El mismo San

117
Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de
sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que
pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las
mismas recomendaciones de esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el
mal, si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la penitencia,
de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito, unido a la limosna” [9].

La primera penitencia exterior que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y
confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que
comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro
trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para
purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso éxito del
próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos
pone ante los ojos la esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen
comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8, 18).

Cooperar en la divina redención

Además de las penitencias que necesariamente hemos de afrontar por los dolores inevitables de esta vida
mortal, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios también voluntarias
mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor, quien, según la expresión del Príncipe de los
Apóstoles, “murió una vez por todas por los pecados, el justo por los injustos, a fin de conducirnos a Dios,
llevado a la muerte en su carne, mas conducido a la vida en el espíritu” (1P 3, 18).

“Puesto que Cristo padeció en su carne”, revistámonos también nosotros “del mismo pensamiento” (Ibíd.,
4, 1). Sírvannos en esto de ejemplo y aliento los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en su cuerpo, a
menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden. Ante estos campeones de la
santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna privación o pena voluntaria por parte también de los
fieles que, quizá, tienen tantas culpas que expiar? Aquéllas son tanto más gratas a Dios cuanto que no
proceden de la enfermedad natural de nuestra carne y de nuestro espíritu, sino que son espontánea y
generosamente ofrecidas al Señor en holocausto de suavidad.

Es sabido, por último, que Concilio Ecuménico tiende a incrementar por nuestra parte la obra de la
Redención que Nuestro Señor Jesucristo “oblatus… quia ipse voluit” (Is 53, 7), vino a traer a los a hombres
no sólo con la revelación de su celestial doctrina, sino también con el derramamiento voluntario de su
preciosa sangre. Pues bien, pudiendo cada uno de nosotros afirmar con el Apóstol San Pablo: “Gozo en lo
que padezco... y cumplo en lo que falta a los padecimientos de Cristo en pro de su cuerpo, que es la
Iglesia” (Co 1, 24), debemos gozar también nosotros de poder ofrecer a Dios nuestros sufrimientos “para la
edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12), que es la Iglesia. Nos debemos sentir tanto más alegres y
honrados de ser llamados a esta participación redentora de la pobreza humana, muy a menudo desviada
de la recta vía de la verdad y de la virtud.

Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo
a todos sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome
todos los días su cruz y sígame” (Lc 9, 23), buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y
desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que
desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es preciso
que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la
Iglesia católica. De este modo todos podrán contribuir, según su estado particular, al mayor éxito del
Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe conducir precisamente a un reflorecimiento de la vida cristiana.

Invitación final

Tras estas paternas exhortaciones, Nos confiamos, venerables hermanos, que no sólo vosotros mismos
las acogeréis con entusiasmo, sino que estimularéis también a acogerlas a nuestros hijos del clero y del
laicado esparcidos por todo el mundo. Si, como esperan todos, el próximo Concilio Ecuménico ha de
aportar un grandísimo incremento de la religión católica; sí, en él resonará de modo aún más solemne el

118
“verbum regni” de que se habla en la parábola del sembrador (Mt 13, 19); si queremos que por medio de él
se consolide y se extienda cada vez más en el mundo el reino de Dios, el buen éxito de todo esto
dependerá en gran parte de las disposiciones de aquellos a quienes se impartirán las enseñanzas de la
verdad, de la virtud, del culto público y privado hacia Dios, de la disciplina, del apostolado misionero.

Por ello, venerables hermanos, procurad sin tardanza y por todos los medios a vuestro alcance que los
cristianos confiados a vuestro cuidado purifiquen su espíritu con la penitencia y se enciendan en un mayor
fervor de piedad, de modo que la buena simiente, que en aquellos días será más amplia y
abundantemente esparcida, no sea desperdiciada por ellos, ni sofocada, sino que sea acogida por todos
con ánimo bien dispuesto y perseverante, y obtengan del gran acontecimiento copiosos y duraderos frutos
para su eterna salvación.

Por último, Nos pensamos que en el próximo Concilio se pueden justamente aplicar las palabras del
Apóstol: “He aquí el tiempo aceptable, he aquí el día de la salud” (2Co 6, 2). Que responde a los designios
de la Divina providencia de Dios, cuyos dones se distribuyen según las disposiciones de ánimo de cada
uno. Por tanto, aquellos que quieren ser filialmente dóciles a Nos, que desde hace largo tiempo Nos
esforzamos por preparar los corazones de los cristianos para este grandioso acontecimiento, presten
diligentemente atención también a esta nuestra última invitación. Por ello, tras de Nuestro y vuestro
ejemplo, venerables hermanos, los fieles —y en primer lugar los sacerdotes, los religiosos, las religiosas,
los niños, los enfermos, los que sufren— eleven súplicas y realicen obras de penitencia a fin de obtener de
Dios para su Iglesia aquella abundancia de luces y de auxilios sobrenaturales de los que en aquellos días
tendrán especial necesidad. ¿Pues cómo podemos pensar que Dios no sea movido a una abundancia de
gracias celestiales cuando de parte de sus hijos recibe tal abundancia de dones, que inspiran fervor de
piedad y perfume de mirra?

Tras de todo, el pueblo cristiano, en obsequio a nuestra exhortación, dedicándose más intensamente a la
oración y a la práctica de la mortificación, ofrecerá un admirable y conmovedor espectáculo de aquel
espíritu de fe que debe animar indistintamente a todo hijo de la Iglesia. Esto no dejará de sacudir
saludablemente también el alma de aquellos que, excesivamente preocupados y distraídos por las cosas
terrenas, se han abandonado y descuidado en sus deberes religiosos.

Si todo esto se realiza, como es Nuestro deseo, y vosotros podéis mover a vuestras diócesis hacia Roma
para la celebración del Concilio, trayendo con vosotros un tan rico tesoro de bienes espirituales, se podrá
justamente esperar que surja una nueva y más fausta era para la iglesia católica.

Alentados con esta esperanza, impartimos de todo corazón a vosotros, venerables hermanos, al clero y al
pueblo confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica, prenda de los favores celestiales y
testimonio de nuestra paterna benevolencia.

Dado en Roma, junto al San Pedro, el 1 de julio de 1962, fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo, año cuarto de Nuestro Pontificado.

JUAN PP XXIII

* AAS 54 (1962) 481; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 916-926.

[1] Cf. Constitución Apostólica Humanae salutis; AAS 54 (1962) 12.

[2] Conc. Trid., Sess. XIV, doctrina de Sacramento Penitentiae, cap. 2; cf. S. Greg. Naz. Orat. 39,
17: PG 36, 356; S. Ion. Dam., De fide orth. 4, 9; PG 94, 11, 24.

[3] Orat. Fer. III post Dom. I Quadr.

[4] Orat. Fer. IV post Dom. IV Quadr.

119
[5] Epist. ad Concil. Later. IV spectantes, Epist. 28 ad fideles per Moguntinas provincias constitutos, in
Mansi, Amplissimi Coll. Conc. 22, Paris et Leipzig, 1903, col. 959.

[6] cf. Mansi, op. men. 24, col. 62.

[7] Cf. Act et Decr. sacr. Concil. recent., Coll. Lac. tom. VII, Friburgo Brisg. 1890, col. 10.

[8] Litt. Enc. Caritate compulsi, AAS 25 (1932) 191.

[9] Serm. 351, 5, 12; PL 39, 1549.

120
CARTA ENCÍCLICA

PACEM IN TERRIS

DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII

Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse


en la verdad, la justicia, el amor y la libertad

A los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y otros Ordinarios en paz y
comunión con la Sede Apostólica,
al clero y fieles de todo el mundo y a todos los hombres de buena voluntad

INTRODUCCIÓN

El orden en el universo

1. La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que
no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios.

2. El progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los seres vivos y en las
fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee una
intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados
para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.

3. Pero el progreso científico y los adelantos técnicos lo primero que demuestran es la grandeza infinita de
Dios, creador del universo y del propio hombre. Dios hizo de la nada el universo, y en él derramó los
tesoros de su sabiduría y de su bondad, por lo cual el salmista alaba a Dios en un pasaje con estas
palabras: ¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra! [1] . Y en otro texto
dice: ¡Cuántas son tus obras, oh Señor, cuán sabiamente ordenadas! [2] De igual manera, Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza [3], dotándole de inteligencia y libertad, y le constituyó señor del
universo, como el mismo salmista declara con esta sentencia: Has hecho al hombre poco menor que los
ángeles, 1e has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos. Todo lo
has puesto debajo de sus pies [4].

El orden en la humanidad

4. Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el
desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos
existen no pudieran regirse más que por 1a fuerza.

5. Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia
humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley
están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia[5]. Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro
modo? Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso
cuanto mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan[6].

6. Pero una opinión equivocada induce con frecuencia a muchos al error de pensar que las relaciones de
los individuos con sus respectivas comunidades políticas pueden regularse por las mismas leyes que rigen
las fuerzas y los elementos irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay
que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la naturaleza del
hombre.

7. Son, en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres, primero, cómo deben regular
sus mutuas relaciones en la convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los

121
ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los
Estados; finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados, y de otra, la
comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia urgente del bien común
universal.

I. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES CIVILES

8. Hemos de hablar primeramente del orden que debe regir entre los hombres.

La persona humana, sujeto de derechos y deberes

9. En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el
principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y
que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo
tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no
pueden renunciarse por ningún concepto[7].

10. Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas
por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han
sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y
herederos de la gloria eterna.

Los derechos del hombre

Derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida

11. Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos que éste
tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel
de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica
y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que
el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad,
vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios
para su sustento[8].

Derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura

12. El hombre exige, además, por derecho natural el debido respeto a su persona, la buena reputación
social, la posibilidad de buscar la verdad libremente y, dentro de los límites del orden moral y del bien
común, manifestar y difundir sus opiniones y ejercer una profesión cualquiera, y, finalmente, disponer de
una información objetiva de los sucesos públicos.

13. También es un derecho natural del hombre el acceso a los bienes de la cultura. Por ello, es igualmente
necesario que reciba una instrucción fundamental común y una formación técnica o profesional de acuerdo
con el progreso de la cultura en su propio país. Con este fin hay que esforzarse para que los ciudadanos
puedan subir, sí su capacidad intelectual lo permite, a los más altos grados de los estudios, de tal forma
que, dentro de lo posible, alcancen en la sociedad los cargos y responsabilidades adecuados a su talento
y a la experiencia que hayan adquirido[9].

Derecho al culto divino

14. Entre los derechos del hombre dé bese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta
norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en público. Porque, como bien enseña
Lactancio, para esto nacemos, para ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido homenaje; para
buscarle a El solo, para seguirle. Este es el vínculo de piedad que a El nos somete y nos liga, y del cual
deriva el nombre mismo de religión[10]. A propósito de este punto, nuestro predecesor, de inmortal
memoria, León XIII afirma: Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan
gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y
122
ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron
constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que
consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos [11].

Derechos familiares

15. Además tienen los hombres pleno derecho a elegir el estado de vida que prefieran, y, por consiguiente,
a fundar una familia, en cuya creación el varón y la mujer tengan iguales derechos y deberes, o seguir la
vocación del sacerdocio o de la vida religiosa[12].

16. Por lo que toca a la familia, la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble,
es necesario considerarla como la semilla primera y natural de la sociedad humana. De lo cual nace el
deber de atenderla con suma diligencia tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y
ética; todas estas medidas tienen como fin consolidar la familia y ayudarla a cumplir su misión.

17. A los padres, sin embargo, corresponde antes que a nadie el derecho de mantener y educar a los
hijos[13].

Derechos económicos

18. En lo relativo al campo de la economía, es evidente que el hombre tiene derecho natural a que se le
facilite la posibilidad de trabajar y a la libre iniciativa en el desempeño del trabajo[14].

19. Pero con estos derechos económicos está ciertamente unido el de exigir tales condiciones de trabajo
que no debiliten las energías del cuerpo, ni comprometan la integridad moral, ni dañen el normal desarrollo
de la juventud. Por lo que se refiere a la mujer, hay quedarle la posibilidad de trabajar en condiciones
adecuadas a las exigencias y los deberes de esposa y de madre[15].

20. De la dignidad de la persona humana nace también el derecho a ejercer las actividades económicas,
salvando el sentido de la responsabilidad[16]. Por tanto, no debe silenciarse que ha de retribuirse al
trabajador con un salario establecido conforme a las normas de la justicia, y que, por lo mismo, según las
posibilidades de la empresa, le permita, tanto a él como a su familia, mantener un género de vida
adecuado a la dignidad del hombre. Sobre este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII
afirma: Al deber de trabajar, impuesto al hombre por la naturaleza, corresponde asimismo un derecho
natural en virtud del cual puede pedir, a cambio de su trabajo, lo necesario para la vida propia y de sus
hijos. Tan profundamente está mandada por la naturaleza la conservación del hombre[17].

Derecho a la propiedad privada

21. También surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos los
de producción, derecho que, como en otra ocasión hemos enseñado, constituye un medio eficiente para
garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de
la actividad económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida
familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado[18].

22. Por último, y es ésta una advertencia necesaria, el derecho de propiedad privada entraña una función
social[19].

Derecho de reunión y asociación

23. De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de asociación; el de dar a
las asociaciones que creen la forma más idónea para obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de
ellas libremente y con propia responsabilidad, y el de conducirlas a los resultados previstos [20].

24. Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et magistra, es absolutamente preciso
que se funden muchas asociaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que os
particulares por sí solos no pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben
123
considerarse como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y libertad de la
persona humana, dejando a salvo el sentido de la responsabilidad[21].

Derecho de residencia y emigración

25. Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su


residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo
aconsejen justos motivos, emigrar a otros países y fijar allí su domicilio[22]. El hecho de pertenecer como
ciudadano a una determinada comunidad política no impide en modo alguno ser miembro de la familia
humana y ciudadano de la sociedad y convivencia universal, común a todos los hombres.

Derecho a intervenir en la vida pública

26. Añádase a lo dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar parte
activa en la vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII, el hombre como tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el
contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin[23].

Derecho a la seguridad jurídica

27. A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos; defensa
eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII con estas palabras: Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el
inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho,
protegida contra todo ataque arbitrario([24].

Los deberes del hombre

Conexión necesaria entre derechos y deberes

28. Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con
otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen,
mantenimiento y vigor indestructible.

29. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de
conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar
libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud.

El deber de respetar los derechos ajenos

30. Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un determinado derecho natural
de cada hombre corresponda en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier
derecho fundamental del hombre deriva su fuerza moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e
impone el correlativo deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus
deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la
otra construyen.

El deber de colaborar con los demás

31. Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con otros y procurar cada uno el bien
de los demás. Por esto, una convivencia humana rectamente ordenada exige que se reconozcan y se
respeten mutuamente los derechos y los deberes. De aquí se sigue también el que cada uno deba aportar
su colaboración generosa para procurar una convivencia civil en la que se respeten los derechos y los
deberes con diligencia y eficacia crecientes.

32. No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas necesarias para la vida si no se
procura, en la medida posible, que el hombre posea con suficiente abundancia cuanto toca a su sustento.
124
33. A esto se añade que la sociedad, además de tener un orden jurídico, ha de proporcionar al hombre
muchas utilidades. Lo cual exige que todos reconozcan y cumplan mutuamente sus derechos y deberes e
intervengan unidos en las múltiples empresas que la civilización actual permita, aconseje o reclame.

El deber de actuar con sentido de responsabilidad

34. La dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en sus actividades, proceda por
propia iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose de la convivencia civil, debe respetar los derechos,
cumplir las obligaciones y prestar su colaboración a los demás en una multitud de obras, principalmente en
virtud de determinaciones personales. De esta manera, cada cual ha de actuar por su propia decisión,
convencimiento y responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones que la mayoría de las
veces provienen de fuera. Porque una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de
calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en vez de
sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento.

La convivencia civil

Verdad, justicia, amor y libertad, fundamentos de la convivencia humana

35. Por esto, la convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad
humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San Pablo: Despojándoos de la mentira,
hable cada uno verdad con su prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros[25]. Esto ocurrirá,
ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los
deberes que tiene para con los demás. Más todavía: una comunidad humana será cual la hemos descrito
cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias
obligaciones; cuando estén movidos por el amor de tal manera, que sientan como suyas las necesidades
del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes, y procuren que en todo el mundo haya un
intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano. Ni basta esto sólo, porque la
sociedad humana se va desarrollando conjuntamente con la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten
a la dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta, por lo mismo,
responsable de sus acciones.

Carácter espiritual de la sociedad humana

36. La sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante todo,
como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la
verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus
deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus
manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a
asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y,
al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del
progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la
expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo.

37. El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la verdad, debe
practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por
último, respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana.

La convivencia tiene que fundarse en el orden moral establecido por Dios

38. Sin embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e inmutables, tiene su
origen único en un Dios verdadero, personal y que trasciende a la naturaleza humana. Dios, en efecto, por
ser la primera verdad y el sumo bien, es la fuente más profunda de la cual puede extraer su vida verdadera
una convivencia humana rectamente constituida, provechosa y adecuada a la dignidad del hombre[26]. A
esto se refiere el pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la razón humana sea norma de la humana
voluntad, por la que se mida su bondad, es una derivación de la ley eterna, la cual se identifica con la

125
razón divina... Es, por consiguiente, claro que la bondad de la voluntad humana depende mucho más de la
ley eterna que de la razón humana [27].

Características de nuestra época

39. Tres son las notas características de nuestra época.

La elevación del mundo laboral

40. En primer lugar contemplamos el avance progresivo realizado por las clases trabajadoras en lo
económico y en lo social. Inició el mundo del trabajo su elevación con la reivindicación de sus derechos,
principalmente en el orden económico y social. Extendieron después los trabajadores sus reivindicaciones
a la esfera política. Finalmente, se orientaron al logro de las ventajas propias de una cultura más refinada.
Por ello, en la actualidad, los trabajadores de todo el mundo reclaman con energía que no se les considere
nunca simples objetos carentes de razón y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás, sino como
hombres en todos los sectores de la sociedad; esto es, en el orden económico y social, en el político y en
el campo de la cultura.

La presencia de la mujer en la vida pública

41. En segundo lugar, es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida pública. Este fenómeno se
registra con mayor rapidez en los pueblos que profesan la fe cristiana, y con más lentitud, pero siempre en
gran escala, en países de tradición y civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una conciencia cada
día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o
un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la
vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana.

La emancipación de los pueblos

42. Observamos, por último, que, en la actualidad, la convivencia humana ha sufrido una total
transformación en lo social y en lo político. Todos los pueblos, en efecto, han adquirido ya su libertad o
están a punto de adquirirla. Por ello, en breve plazo no habrá pueblos dominadores ni pueblos dominados.

43. Los hombres de todos los países o son ya ciudadanos de un Estado independiente, o están a punto de
serlo. No hay ya comunidad nacional alguna que quiera estar sometida al dominio de otra. Porque en
nuestro tiempo resultan anacrónicas las teorías, que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales ciertas
clases recibían un trato de inferioridad, mientras otras exigían posiciones privilegiadas, a causa de la
situación económica y social, del sexo o de la categoría política.

44. Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción de que todos los
hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo cual, las discriminaciones raciales no
encuentran ya justificación alguna, a lo menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una
importancia extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios que hemos
recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia de los propios derechos, es necesario que
aflore también la de las propias obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene
asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los demás tienen el deber
de reconocerlos y respetarlos.

45. Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los derechos y de los deberes, los
hombres se abren inmediatamente al mundo de las realidades espirituales, comprenden la esencia de la
verdad, de la justicia, de la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal sociedad.
Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas causas, se sienten impulsados a
conocer mejor al verdadero Dios, que es superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las
relaciones que los unen con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la intimidad de
su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.

II. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS


126
La autoridad

Es necesaria

46. Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que
defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho
común del país. Toda la autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San
Pablo: Porque no hay autoridad que no venga de Dios [28]. Enseñanza del Apóstol que San Juan
Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha sido establecido por
Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque
el que existan las autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar
completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría[29].En efecto, como Dios ha creado a los
hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a
todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común,

resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma
sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor [30] .

Debe estar sometida al orden moral

47. La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la
autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su
fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso
advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden absoluto de los seres y de los
fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes
inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca también al Estado como sociedad necesaria,
revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir... Y como ese orden absoluto, a la luz de la
sana razón, y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios
personal, Creador nuestro, síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su
participación en la autoridad de Dios[31].

Sólo así obliga en conciencia

48. Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el
temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar
por el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del
hombre, que es un ser racional y libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza física;
por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del ciudadano, esto es, al deber que sobre cada
uno pesa de prestar su pronta colaboración al bien común. Pero como todos los hombres son entre sí
iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia, puede obligar a los demás a tomar una
decisión en la intimidad de su conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios, por ser el único que ve y
juzga los secretos más ocultos del corazón humano.

49. Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad está
unida a la de Dios y constituye una participación de la misma[32].

Y se salva la dignidad del ciudadano

50. Sentado este principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades
públicas no es, en modo alguno, sometimiento de hombre hombre, sino, en realidad, un acto de culto a
Dios, creador solícito de todo, quien ha ordenado que las relaciones de la convivencia humana se regulen
por el orden que El mismo ha establecido; por otra parte, al rendir a Dios la debida reverencia, el hombre
no se humilla, sino más bien se eleva y ennoblece, ya que servir a Dios es reinar[33].

La ley debe respetar el ordenamiento divino

127
51. El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los
gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por
consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada
pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres[34]); más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se
origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene
razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es manifiesto que procede de la
ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley,
sino más bien de violencia [35].

Autoridad y democracia

52. Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los
hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y
determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que
acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático[36].

El bien común

Obliga al ciudadano

53. Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración personal al bien
común. De donde se sigue la conclusión fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a
las necesidades de los demás, y la de que deben enderezar sus prestaciones en bienes o servicios al fin
que los gobernantes han establecido, según normas de justicia y respetando los procedimientos y límites
fijados para el gobierno. Los gobernantes, por tanto, deben dictar aquellas disposiciones que, además de
su perfección formal jurídica, se ordenen por entero al bien de la comunidad o puedan conducir a él.

Obliga también al gobernante

54. La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común. De donde se deduce
claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la naturaleza del propio bien común y
ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas a la situación real de las circunstancias[37]

Está ligado a la naturaleza humana

55. Sin duda han de considerarse elementos intrínsecos del bien común las propiedades características de
cada nación[38]; pero estas propiedades no definen en absoluto de manera completa el bien común. El
bien común, en efecto, está íntimamente ligado a la naturaleza humana. Por ello no se puede mantener su
total integridad más que en el supuesto de que, atendiendo a la íntima naturaleza y efectividad del mismo,
se tenga siempre en cuenta el concepto de la persona humana[39].

Debe redundar en provecho de todos

56. Añádase a esto que todos los miembros de la comunidad deben participar en el bien común por razón
de su propia naturaleza, aunque en grados diversos, según las categorías, méritos y condiciones de cada
ciudadano. Por este motivo, los gobernantes han de orientar sus esfuerzos a que el bien común redunde
en provecho de todos, sin preferencia alguna por persona o grupo social determinado, como lo establece
ya nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: No se puede permitir en modo alguno que la
autoridad civil sirva el interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de
todos[40]. Sin embargo, razones de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de
gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en condiciones de
inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses[41].

Abarca a todo el hombre

128
57. Hemos de hacer aquí una advertencia a nuestros hijos: el bien común abarca a todo el hombre, es
decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben
procurar dicho bien por las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto
orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del
espíritu[42].

58. Todos estos principios están recogidos con exacta precisión en un pasaje de nuestra encíclica Mater et
magistra, donde establecimos que el bien común abarca todo un conjunto de condiciones sociales que
permitan a los ciudadanos e1 desarrollo expedito y pleno de su propia perfección [43].

59. E1 hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer sus necesidades ni conseguir
en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta es 1a razón de que el bien común deba procurarse por tales
vías y con tales medios que no sólo no pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que, por
el contrario, le ayuden a conseguirla [44].

Deberes de los gobernantes en orden al bien común

1. Defender los derechos y deberes del hombre

60. En 1a época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los
derechos y deberes de 1a persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno
deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de
otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de
los derechos de 1a persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio
esencial de todo poder público [45].

61. Por eso, los gobernantes que no reconozcan los derechos del hombre o los violen faltan a su propio
deber y carecen, además, de toda obligatoriedad las disposiciones que dicten [46].

2. Armonizarlos y regularlos

62. Más aún, los gobernantes tienen como deber principal el de armonizar y regular de una manera
adecuada y conveniente los derechos que vinculan entre sí a los hombres en el seno de la sociedad, de tal
forma que, en primer lugar, los ciudadanos, al procurar sus derechos, no impidan el ejercicio de los
derechos de los demás; en segundo lugar, que el que defienda su propio derecho no dificulte a los otros
1a práctica de sus respectivos deberes, y, por último, hay que mantener eficazmente 1a integridad de los
derechos de todos y restablecerla en caso de haber sido violada[47].

3. Favorecer su ejercicio

63. Es además deber de quienes están a la cabeza del país trabajar positivamente para crear un estado
de cosas que permita y facilite al ciudadano la defensa de sus derechos y el cumplimiento de sus
obligaciones. De hecho, la experiencia enseña que, cuando falta una acción apropiada de los poderes
públicos en 1o económico, lo político o lo cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en nuestra
época, un mayor número de desigualdades en sectores cada vez más amplios, resultando así que los
derechos y deberes de 1a persona humana carecen de toda eficacia práctica.

4. Exigencias concretas en esta materia

64. Es por ello necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el desarrollo económico y el
progreso social avancen a mismo tiempo y para que, a medida que se desarrolla la productividad de los
sistemas económicos, se desenvuelvan también los servicios esenciales, como son, por ejemplo,
carreteras, transportes, comercio, agua potable, vivienda, asistencia sanitaria, medios que faciliten la
profesión de la fe religiosa y, finalmente, auxilios para el descanso del espíritu. Es necesario también que
las autoridades se esfuercen por organizar sistemas económicos de previsión para que al ciudadano, en el
caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una carga mayor en las obligaciones familiares contraídas, no
le falte lo necesario para llevar un tenor de vida digno. Y no menor empeño deberán poner las autoridades
129
en procurar y en lograr que a los obreros aptos para el trabajo se les dé la oportunidad de conseguir un
empleo adecuado a sus fuerzas; que se pague a cada uno el salario que corresponda según las leyes de
la justicia y de la equidad; que en las empresas puedan los trabajadores sentirse responsables de la tarea
realizada; que se puedan constituir fácilmente organismos intermedios que hagan más fecunda y ágil la
convivencia social; que, finalmente, todos, por los procedimientos y grados oportunos, puedan participar
en los bienes de la cultura.

5. Guardar un perfecto equilibrio en 1a regulación y tutela de los derechos

65. Sin embargo, el bien general del país también exige que los gobernantes, tanto en la tarea de
coordinar y asegurar los derechos de los ciudadanos como en la función de irlos perfeccionando, guarden
un pleno equilibrio para evitar, por un lado, que la preferencia dada a los derechos de algunos particulares
o de determinados grupos venga a ser origen de una posición de privilegio en la nación, y para soslayar,
por otro, el peligro de que, por defender los derechos de todos, incurran en la absurda posición de impedir
el pleno desarrollo de los derechos de cada uno. Manténgase siempre a salvo el principio de que la
intervención de las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo
no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el contrario, ha de garantizar la
expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la
persona humana [48].

66. Idéntica finalidad han de tener las iniciativas de todo género del gobierno dirigidas a facilitar al
ciudadano tanto la defensa de sus derechos como e1 cumplimiento de sus deberes en todos los sectores
de la vida social.

La constitución jurídico-política de la sociedad

67. Pasando a otro tema, no puede establecerse una norma universal sobre cuál sea la forma mejor de
gobierno ni sobre los sistemas más adecuados para el ejercicio de las funciones públicas, tanto en la
esfera legislativa como en 1a administrativa y en la judicial.

División de funciones y de poderes

68. En realidad, para determinar cuál haya de ser la estructura política de un país o el procedimiento apto
para el ejercicio de las funciones públicas, es necesario tener muy en cuenta la situación actual y las
circunstancias de cada pueblo; situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de las
épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del hombre una organización de
la convivencia compuesta por las tres clases de magistraturas que mejor respondan a la triple función
principal de 1a autoridad pública; porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada
magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa pública quedan definidas en
términos jurídicos. Tal estructura política ofrece, sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el
ejercicio de sus derechos como en el cumplimiento de sus deberes.

Normas generales para e1 ejercicio de los tres poderes

69. Sin embargo, para que esta organización jurídica y política de la comunidad rinda las ventajas que le
son propias, es exigencia de la misma realidad que las autoridades actúen y resuelvan las dificultades que
surjan con procedimientos y medios idóneos, ajustados a las funciones específicas de su competencia y a
la situación actual del país. Esto implica, además, la obligación que el poder legislativo tiene, en el
constante cambio que 1a realidad impone, de no descuidar jamás en su actuación las normas morales, las
bases constitucionales del Estado y las exigencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la
administración pública resuelva todos los casos en consonancia con el derecho, teniendo a la vista la
legislación vigente y con cuidadoso examen crítico de la realidad concreta. Exige, por último, que el poder
judicial dé a cada cual su derecho con imparcialidad plena y sin dejarse arrastrar por presiones de grupo
alguno. Es también exigencia de la realidad que tanto el ciudadano como los grupos intermedios tengan a
su alcance los medios legales necesarios para defender sus derechos y cumplir sus obligaciones, tanto en
el terreno de las mutuas relaciones privadas como en sus contactos con los funcionarios públicos[49] .

130
Cautelas y requisitos que deben observar los gobernantes

70. Es indudable que esta ordenación jurídica del Estado, la cual responde a las normas de la moral y de
la justicia y concuerda con el grado de progreso de la comunidad política, contribuye en gran manera al
bien común del país.

71. Sin embargo, en nuestros tiempos, la vida social es tan variada, compleja y dinámica, que cualquier
ordenación jurídica, aun la elaborada con suma prudencia y previsora intención, resulta muchas veces
inadecuada frente a las necesidades.

72. Hay que añadir un hecho más: el de que las relaciones recíprocas de los ciudadanos, de los
ciudadanos y de los grupos intermedios con las autoridades y, finalmente, de las distintas autoridades del
Estado entre sí, resultan a veces tan inciertas y peligrosas, que no pueden encuadrarse en determinados
moldes jurídicos. En tales casos, la realidad pide que los gobernantes, para mantener incólume la
ordenación jurídica del Estado en sí misma y en los principios que la inspiran, satisfacer las exigencias
fundamentales de la vida social, acomodar las leyes y resolver los nuevos problemas de acuerdo con los
hábitos de la vida moderna, tengan, lo primero, una recta idea de la naturaleza de sus funciones y de los
límites de su competencia, y posean, además, sentido de la equidad, integridad moral, agudeza de ingenio
y constancia de voluntad en grado bastante para descubrir sin vacilación lo que hay que hacer y para
llevarlo a cabo a tiempo y con valentía[50].

Acceso del ciudadano a la vida pública

73. Es una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con pleno derecho dedicarse
a la vida pública, si bien solamente pueden participar en ella ajustándose a las modalidades que
concuerden con la situación real de la comunidad política a la que pertenecen.

74. Por otra parte, de este derecho de acceso a la vida pública se siguen para los ciudadanos nuevas y
amplísimas posibilidades de bien común. Porque, primeramente, en las actuales circunstancias, los
gobernantes, al ponerse en contacto y dialogar con mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden conocer
mejor los medios que más interesan para el bien común, y, por otra parte, la renovación periódica de las
personas en los puestos públicos no sólo impide el envejecimiento de la autoridad, sino que además le da
la posibilidad de rejuvenecerse en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad humana[51].

Exigencias de la época

Carta de los derechos del hombre

75. De todo 1o expuesto hasta aquí se deriva con plena claridad que, en nuestra época, lo primero que se
requiere en la organización jurídica del Estado es redactar, con fórmulas concisas y claras, un compendio
de los derechos fundamentales del hombre e incluirlo en la constitución general del Estado.

Organización de poderes

76. Se requiere, en segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos, se elabore una constitución
pública de cada comunidad política, en la que se definan los procedimientos para designar a los
gobernantes, los vínculos con los que necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de
sus respectivas competencias y, por último, las normas obligatorias que hayan de dirigir el ejercicio de sus
funciones.

Relaciones autoridad-ciudadanos

77. Se requiere, finalmente, que se definan de modo específico los derechos y deberes del ciudadano en
sus relaciones con las autoridades y que se prescriba de forma clara como misión principal delas
autoridades el reconocimiento, respeto, acuerdo mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos y
deberes del ciudadano.

131
Juicio crítico

78. Sin embargo, no puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o
de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano,
proviene la fuerza obligatoria de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del
Estado para mandar[52].

79. No obstante, estas tendencias de que hemos hablado constituyen también un testimonio indudable de
que en nuestro tiempo los hombres van adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su propia
dignidad y se sienten, por tanto, estimulados a intervenir en la ida pública y a exigir que sus derechos
personales e inviolables se defiendan en la constitución política del país. No basta con esto; los hombres
exigen hoy, además, que las autoridades se nombren de acuerdo con las normas constitucionales y
ejerzan sus funciones dentro de los términos establecidos por las mismas.

III. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Las relaciones internacionales deben regirse por la ley moral

80. Nos complace confirmar ahora con nuestra autoridad las enseñanzas que sobre el Estado expusieron
repetidas veces nuestros predecesores, esto es, que las naciones son sujetos de derechos y deberes
mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la
activa solidaridad y la libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los
ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas.

81. Este principio es evidente para todo el que considere que los gobernantes, cuando actúan en nombre
de su comunidad y atienden al bien de la misma, no pueden, en modo alguno, abdicar de su dignidad
natural, y, por tanto, no les es lícito en forma alguna prescindir de la ley natural, a la que están sometidos,
ya que ésta se identifica con la propia ley moral.

82. Es, por otra parte, absurdo pensar que los hombres, por el mero hecho de gobernar un Estado, puedan
verse obligados a renunciar a su condición humana. Todo lo contrario, han sido elevados a tan
encumbrada posición porque, dadas sus egregias cualidades personales, fueron considerados como los
miembros más sobresalientes de la comunidad.

83. Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad
rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin
derrumbarse inmediatamente, al quedar privada de su propio fundamento. Es un aviso del mismo
Dios: Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended; aprended vosotros los que domináis los confines de la tierra.
Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las
naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor, y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará
vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos[53].

84. Finalmente, es necesario recordar que también en la ordenación de las relaciones internacionales la
autoridad debe ejercerse de forma que promueva el bien común de todos, ya que para esto precisamente
se ha establecido.

85. Entre las exigencias fundamentales del bien común hay que colocar necesariamente el principio del
reconocimiento del orden moral y de la inviolabilidad de sus preceptos. El nuevo orden que todos los
pueblos anhelan... hade alzarse sobre la roca indestructible e inmutable de la ley moral, manifestada por el
mismo Creador mediante el orden natural y esculpida por El en los corazones de los hombres con
caracteres indelebles... Como faro resplandeciente, la ley moral debe, con los rayos de sus principios,
dirigir la ruta de la actividad de los hombres y de los Estados, los cuales habrán de seguir
sus amonestadoras, saludables y provechosas indicaciones, sí no quieren condenar a la tempestad y al
naufragio todo trabajo y esfuerzo para establecer un orden nuevo[54].

Las relaciones internacionales deben regirse por la verdad

132
86. Hay que establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben regirse por la
verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se evite toda discriminación racial y que, por
consiguiente, se reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son
iguales en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la existencia, al
propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable
en procurar y alcanzar todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena
fama y a que se le rindan los debidos honores.

87. La experiencia enseña que son muchas y muy grandes las diferencias entre los hombres en ciencia,
virtud, inteligencia y bienes materiales. Sin embargo, este hecho no puede justificar nunca el propósito de
servirse de la superioridad propia para someter de cualquier modo a los demás. Todo lo contrarío: esta
superioridad implica una obligación social más grave para ayudar a los demás a que logren, con el
esfuerzo común, la perfección propia.

88. De modo semejante, puede suceder que algunas naciones aventajen a otras en el grado de cultura,
civilización y desarrollo económico. Pero esta ventaja, lejos de ser una causa lícita para dominar
injustamente a las demás, constituye más bien una obligación para prestar una mayor ayuda al progreso
común de todos los pueblos.

89. En realidad, no puede existir superioridad alguna por naturaleza entre los hombres, ya que todos ellos
sobresalen igualmente por su dignidad natural. De aquí se sigue que tampoco existen diferencias entre las
comunidades políticas por lo que respecta a su dignidad natural. Cada Estado es como un cuerpo, cuyos
miembros son los seres humanos. Por otra parte, 1a experiencia enseña que los pueblos son sumamente
sensibles, y no sin razón, en todas aquellas cosas que de alguna manera atañen a su propia dignidad.

90. Exige, por último, la verdad que en el uso de los medios de información que la técnica moderna ha
introducido, y que tanto sirve para fomentar y extender el mutuo conocimiento de los pueblos, se observen
de forma absoluta las normas de una serena objetividad. Lo cual no prohíbe, ni mucho menos, a los
pueblos subrayar los aspectos positivos de su vida. Pero han de rechazarse por entero los sistemas de
información que, violando los preceptos de la verdad y de la justicia, hieren la fama de cualquier país [55].

Las relaciones internacionales deben regirse por la justicia

91. Segundo principio: las relaciones internacionales deben regularse por las normas de la justicia, lo cual
exige dos cosas: el reconocimiento de los mutuos derechos y el cumplimiento de los respectivos deberes.

92. Y como las comunidades políticas tienen derecho a la existencia, al propio desarrollo, a obtener todos
los medios necesarios para su aprovechamiento, a ser los protagonistas de esta tarea y a defender su
buena reputación y los honores que les son debidos, de todo ello se sigue que las comunidades políticas
tienen igualmente el deber de asegurar de modo eficaz tales derechos y de evitar cuanto pueda
lesionarlos. Así como en las relaciones privadas los hombres no pueden buscar sus propios intereses con
daño injusto de los ajenos, de la misma manera, las comunidades políticas no pueden, sin incurrir en
delito, procurarse un aumento de riquezas que constituya injuria u opresión injusta de las demás naciones.
Oportuna es a este respecto la sentencia de San Agustín: Si se abandona la justicia, ¿qué son los reinos
sino grandes latrocinios?[56].

93. Puede suceder, y de hecho sucede, que pugnen entre sí las ventajas y provechos que las naciones
intentan procurarse. Sin embargo, las diferencias quede ello surjan no deben zanjarse con las armas ni por
el fraude o el engaño, sino, como corresponde a seres humanos, por la razonable comprensión recíproca,
el examen cuidadoso y objetivo de la realidad y un compromiso equitativo de los pareceres contrarios.

El problema de las minorías étnicas

94. A este capítulo de las relaciones internacionales pertenece de modo singular la tendencia política
quedes del siglo XIX se ha ido generalizando e imponiendo, por virtud de la cual los grupos étnicos aspiran
a ser dueños de sí mismos y a constituir una sola nación. Y como esta aspiración, por muchas causas, no

133
siempre puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia de minorías étnicas dentro de los límites
de una nación de raza distinta, lo cual plantea problemas de extrema gravedad.

95. En esta materia hay que afirmar claramente que todo cuanto se haga para reprimir la vitalidad y el
desarrollo de tales minorías étnicas viola gravemente los deberes de la justicia. Violación que resulta
mucho más grave aún si esos criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza.

96. Responde, por el contrario, y plenamente, a lo que la justicia demanda: que los gobernantes se
consagren a promover con eficacia los valores humanos de dichas minorías, especialmente en lo tocante a
su lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas económicas[57].

97. Hay que advertir, sin embargo, que estas minorías étnicas, bien por la situación que tienen que
soportar a disgusto, bien por la presión de los recuerdos históricos, propenden muchas veces a exaltar
más de lo debido sus características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores
comunes propios de todos los hombres, como si el bien de la entera familia humana hubiese de
subordinarse al bien de una estirpe. Lo razonable, en cambio, es que tales grupos étnicos reconozcan
también las ventajas que su actual situación les ofrece, ya que contribuye no poco a su perfeccionamiento
humano el contacto diario con los ciudadanos de una cultura distinta, cuyos valores propios puedan ir así
poco a poco asimilando. Esta asimilación sólo podrá lograrse cuando las minorías se decidan a participar
amistosamente en los usos y tradiciones de los pueblos que las circundan; pero no podrá alcanzarse si las
minorías fomentan los mutuos roces, que acarrean daños innumerables y retrasan el progreso civil de las
naciones.

Las relaciones internacionales deben regirse por el principio de la solidaridad activa

Asociaciones, colaboración e intercambios

98. Como las relaciones internacionales deben regirse por las normas de la verdad y de la justicia, por ello
han de incrementarse por medio de una activa solidaridad física y espiritual. Esta puede lograrse mediante
múltiples formas de asociación, como ocurre en nuestra época, no sin éxito, en lo que atañe a la
economía, la vida social y política, la cultura, la salud y el deporte. En este punto es necesario tener a la
vista que la autoridad pública, por su propia naturaleza, no se ha establecido para recluir forzosamente al
ciudadano dentro de los límites geográficos de la propia nación, sino para asegurar ante todo el bien
común, el cual no puede ciertamente separarse del bien propio de toda la familia humana.

99. Esto implica que las comunidades políticas, al procurar sus propios intereses, no solamente no deben
perjudicar a las demás, sino que también todas ellas han de unir sus propósitos y esfuerzos, siempre que
la acción aislada de alguna no baste para conseguirlos fines apetecidos; en esto hay que prevenir con todo
empeño que lo que es ventajoso para ciertas naciones no acarree a las otras más daños que utilidades.

100. Por último, el bien común universal requiere que en cada nación se fomente toda clase de
intercambios entre los ciudadanos y los grupos intermedios. Porque, existiendo en muchas partes del
mundo grupos étnicos más o menos diferentes, hay que evitar que se impida la comunicación mutua entre
las personas que pertenecen a unas u otras razas; lo cual está en abierta oposición con el carácter de
nuestra época, que ha borrado, o casi borrado, las distancias internacionales. No ha de olvidarse tampoco
que los hombres de cualquier raza poseen, además de los caracteres propios que los distinguen de los
demás, otros e importantísimos que les son comunes con todos los hombres, caracteres que pueden
mutuamente desarrollarse y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne a los valores del espíritu.
Tienen, por tanto, el deber y el derecho de convivir con cuantos están socialmente unidos a ellos.

101. Es un hecho de todos conocido que en algunas regiones existe evidente desproporción entre la
extensión de tierras cultivables y el número de habitantes; en otras, entre las riquezas del suelo y los
instrumentos disponibles para el cultivo; por consiguiente, es preciso que haya una colaboración
internacional para procurar un fácil intercambio de bienes, capitales y personas[58].

102. En tales casos, juzgamos lo más oportuno que, en la medida posible, el capital busque al trabajador,
y no al contrario. Porque así se ofrece a muchas personas la posibilidad de mejorar su situación familiar,

134
sin verse constreñidas a emigrar penosamente a otros países, abandonando el suelo patrio, y emprender
una nueva vida, adaptándose a las costumbres de un medio distinto.

La situación de los exiliados políticos

103. El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos hace sentir una profunda
aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de
estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos
e increíbles dolores.

104. Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los
límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana.
Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o incluso
queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de la sociedad civil se subvierte; por
que la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad,
cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos.

105. Por esta causa, no está de más recordar aquí a todos que los exiliados políticos poseen la dignidad
propia de la persona y se les deben reconocer los derechos consiguientes, los cuales no han podido
perder por haber sido privados de la ciudadanía en su nación respectiva.

106. Ahora bien, entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda
lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a sí mismo y a su
familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en
cuanto lo permita el verdadero bien de su comunidad, favorecerlos propósitos de quienes pretenden
incorporarse a ella como nuevos miembros.

107. Por estas razones, aprovechamos la presente oportunidad para alabar públicamente todas las
iniciativas promovidas por la solidaridad humana o por la cristiana caridad y dirigidas a aliviarlos
sufrimientos de quienes se ven forzados a abandonar sus países.

108. Y no podemos dejar de invitara todos los hombres de buen sentido a alabar las instituciones
internacionales que se consagran íntegramente a tan trascendental problema.

La carrera de armamentos y el desarme

109. En sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más desarrolladas
se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una
suma inmensa de energías espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los
ciudadanos de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy graves, otros pueblos, en
cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su progreso económico y social.

110. La razón que suele darse para justificar tales preparativos militares es que hoy día la paz, así dicen,
no puede garantizarse sí no se apoya en una paridad de armamentos. Por lo cual, tan pronto como en
alguna parte se produce un aumento del poderío militar, se provoca en otras una desenfrenada
competencia para aumentar también las fuerzas armadas. Y si una nación cuenta con armas atómicas, las
demás procuran dotarse del mismo armamento, con igual poder destructivo.

111. La consecuencia es clara: los pueblos viven bajo un perpetuo temor, como si les estuviera
amenazando una tempestad que en cualquier momento puede desencadenarse con ímpetu horrible. No
les falta razón, porque las armas son un hecho. Y si bien parece difícilmente creíble que haya hombres
con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción
que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de
improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico. Y, además, aunque el poderío monstruoso de
los actuales medios militares disuada hoy a los hombres de emprender una guerra, siempre se puede, sin
embargo, temer que los experimentos atómicos realizados con fines bélicos, si no cesan, pongan en grave
peligro toda clase de vida en nuestro planeta.
135
112. Por lo cual la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que
cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan
simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un
acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías. No se debe
permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial,
con sus ruinas económicas y sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez
sobre la humanidad[59].

113. Todos deben, sin embargo, convencerse que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción
de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es
absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por
colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la
guerra. Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy se sigue para mantenerla paz se
sustituya por otra completamente distinta, en virtud de la cual se reconozca que una paz internacional
verdadera y constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino únicamente en la
confianza recíproca. Nos confiamos que es éste un objetivo asequible. Se trata, en efecto, de una
exigencia que no sólo está dictada por las normas de la recta razón, sino que además es en sí misma
deseable en grado sumo y extraordinariamente fecunda en bienes.

114. Es, en primer lugar, una exigencia dictada por la razón. En realidad, como todos saben, o deberían
saber, las relaciones internacionales, como las relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de
las armas, sino por las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia y de una
activa solidaridad.

115. Decimos, en segundo lugar, que es un objetivo sumamente deseable. ¿Quién, en efecto, no anhela
con ardentísimos deseos que se eliminen los peligros de una guerra, se conserve incólume la paz y se
consolide ésta con garantías cada día más firmes?

116. Por último, este objetivo es extraordinariamente fecundo en bienes, porque sus ventajas alcanzan a
todos sin excepción, es decir, a cada persona, a los hogares, a los pueblos, a la entera familia humana.
Como lo advertía nuestro predecesor Pío XII con palabras de aviso que todavía resuenan vibrantes en
nuestros oídos: Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra[60].

117. Por todo ello, Nos, como vicario de Jesucristo, Salvador del mundo y autor de la paz, interpretando
los más ardientes votos de toda la familia humana y movido por un paterno amor hacia todos los hombres,
consideramos deber nuestro rogar y suplicar a 1a humanidad entera, y sobre todo a los gobernantes, que
no perdonen esfuerzos ni fatigas hasta lograr que el desarrollo de la vida humana concuerde con la razón
y la dignidad del hombre.

118. Que en las asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo la manera de lograr que las
relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo a un equilibrio más humano, o sea a un equilibrio
fundado en la confianza recíproca, la sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones
acordadas. Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto de
arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y fecundos.

119.Por nuestra parte, Nos no cesaremos de rogar a Dios para que su sobrenatural ayuda dé prosperidad
fecunda a estos trabajos.

Las relaciones internacionales deben regirse por la libertad

120. Hay que indicar otro principio: el de que las relaciones internacionales deben ordenarse según una
norma de libertad. El sentido de este principio es que ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente
a otras o a interponerse de forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas
presten ayuda a las demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia cada vez mayor de sus
propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y actúen como protagonistas de su propio desarrollo
en todos los sectores.

136
121. Habida cuenta de la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin sobrenatural que vincula
mutuamente a todos los hombres y los llama a constituir una sola familia cristiana, hemos exhortado en la
encíclica Mater et magistra a las comunidades políticas económicamente más desarrolladas a colaborar
de múltiples formas con aquellos países cuyo desarrollo económico está todavía en curso[61].

122. Reconocemos ahora, con gran consuelo nuestro, que tales invitaciones han tenido amplia acogida, y
confiamos que seguirán encontrando aceptación aún más extensa todavía en el futuro, de tal manera que
aun los pueblos más necesitados alcancen pronto un desarrollo económico tal, que permita a sus
ciudadanos llevar una vida más conforme con la dignidad humana.

123. Pero siempre ha de tenerse muy presente una cautela: que esa ayuda a las demás naciones debe
prestarse de tal forma que su libertad quede incólume y puedan ellas ser necesariamente las protagonistas
decisivas y las principales responsables de la labor de su propio desarrollo económico y social.

124. En este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII dejó escrito un saludable aviso: Un
nuevo orden, fundado sobre los principios morales, prohíbe absolutamente la lesión de la libertad, de la
integridad y de la seguridad de otras naciones, cualesquiera que sean su extensión territorial y su
capacidad defensiva. Si es inevitable que los grandes Estados, por sus mayores posibilidades y su
poderío, tracen el camino para la constitución de grupos económicos entre ellos y naciones más pequeñas
y más débiles, es, sin embargo, indiscutible -como para todos en el marco del interés general- el derecho
de éstas al respeto de su libertad en el campo político, a la eficaz guarda de aquella neutralidad en los
conflictos entre los Estados que les corresponde según el derecho natural y de gentes, a la tutela de su
propio desarrollo económico, pues tan sólo así podrán conseguir adecuadamente el bien común, el
bienestar material y espiritual del propio pueblo [62].

125. Así, pues, es necesario que las naciones más ricas, al socorrer de múltiples formas a las más
necesitadas, respeten con todo esmero las características propias de cada pueblo y sus instituciones
tradicionales, e igualmente se abstengan de cualquier intento de dominio político. Haciéndolo así, se
contribuirá no poco a formar una especie de comunidad de todos los pueblos, dentro de la cual cada
Estado, consciente de sus deberes y de sus derechos, colaborará, en plano de igualdad, en pro de la
prosperidad de todos los demás países[63].

Convicciones y esperanzas de la hora actual

126. Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de que las
diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio
de negociaciones y convenios.

127. Esta convicción, hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de los casos, de la terrible potencia
destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que
tales armamentos acarrearían. Por esto, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica,
resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.

128. Sin embargo, vemos, por desgracia, muchas veces cómo los pueblos se ven sometidos al temor
como a ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes presupuestos en gastos militares. justifican este
proceder -y no hay motivo para ponerlo en duda- diciendo que no es el propósito de atacar el que los
impulsa, sino el de disuadir a los demás de cualquier ataque.

129. Esto no obstante, cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos
institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la naturaleza humana los une
entre sí y a comprender con claridad creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza
humana hay que colocar el de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor y no al
temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y múltiple colaboración
material y espiritual, de la que tantos bienes pueden derivarse para ellos.

IV. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES MUNDIALES

137
La interdependencia de los Estados en lo social, político y económico

130. Los recientes progresos de la ciencia y de la técnica, que han logrado repercusión tan profunda en la
vida humana, estimulan a los hombres, en todo el mundo, a unir cada vez más sus actividades y asociarse
entre sí. Hoy día ha experimentado extraordinario aumento el intercambio de productos, ideas y
poblaciones. Por esto se han multiplicado sobremanera las relaciones entre los individuos, las familias y
las asociaciones intermedias de las distintas naciones, y se han aumentado también los contactos entre
los gobernantes de los diversos países. Al mismo tiempo se ha acentuado la interdependencia entre las
múltiples economías nacionales; los sistemas económicos de los pueblos se van cohesionando
gradualmente entre sí, hasta el punto de quede todos ellos resulta una especie de economía universal; en
fin, el progreso social, el orden, la seguridad y la tranquilidad de cualquier Estado guardan necesariamente
estrecha relación con los de los demás.

131.En tales circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de los otros, atender como es
debido a su provecho y alcanzar de manera completa su perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el
progreso de cada país son en parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás
pueblos.

La autoridad política es hoy insuficiente para lograr el bien común universal

132. Ninguna época podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que consta de individuos que
poseen con igual derecho una misma dignidad natural. Por esta causa, será siempre necesario, por
imperativos de la misma naturaleza, atender debidamente al bien universal, es decir, al que afecta a toda
la familia humana.

133. En otro tiempo, los jefes de los Estados pudieron, al parecer, velar suficientemente por el bien común
universal; para ello se valían del sistema de las embajadas, las reuniones y conversaciones de sus
políticos más eminentes, los pactos y convenios internacionales. En una palabra, usaban los métodos y
procedimientos que señalaban el derecho natural, el derecho de gentes o el derecho internacional común.

134. En nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido grandes cambios. Porque, de una parte,
el bien común de todos los pueblos plantea problemas de suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata
solución, sobre todo en lo referente a la seguridad y la paz del mundo entero; de otra, los gobernantes de
los diferentes Estados, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen las reuniones y los
esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo logran en grado suficiente, no porque les falten
voluntad y entusiasmo, sino porque su autoridad carece del poder necesario.

135. Por consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad, tanto la constitución y forma de los
Estados como el poder que tiene la autoridad pública en todas las naciones del mundo deben considerarse
insuficientes para promover el bien común de los pueblos.

Es necesaria una autoridad pública de alcance mundial

136. Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien común, y, por
otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe
una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública
para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda lograrlo
efectivamente. De aquí nace que las instituciones civiles -en medio de las cuales la autoridad pública se
desenvuelve, actúa y obtiene su fin- deben poseer una forma y eficacia tales que puedan alcanzar el bien
común por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas situaciones de la realidad.

137.Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las
naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder,
estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial,
resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad
pública general.

138
La autoridad mundial debe establecerse por acuerdo general de las naciones

138. Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios
idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las
naciones y no imponerse por la fuerza. La razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad
desempeñar eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los
partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las grandes potencias impusieran por
la fuerza esta autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o
estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia de su actividad quedarían
comprometidos. Aunque las naciones presenten grandes diferencias entre sí en su grado de desarrollo
económico o en su potencia militar, defienden, sin embargo, con singular energía la igualdad jurídica y la
dignidad de su propia manera de vida. Por esto, con razón, los Estados no se resignan a obedecer a los
poderes que se les imponen por la fuerza, o a cuya constitución no han contribuido, o a los que no se han
adherido libremente.

La autoridad mundial debe proteger los derechos de la persona humana

139. Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la persona humana,
lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la autoridad pública mundial ha de tender
principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se
conserven incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede
realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo permite, o bien creando en todo el
mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones
con mayor facilidad.

El principio de subsidiariedad en el plano mundial

140. Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad
pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la
acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas
de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta
autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el
orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud
extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver
satisfactoriamente los gobernantes de cada nación.

141. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia
propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en
todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino
también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones,
cumplir sus deberes y defender sus derechos[64].

La organización de las Naciones Unidas

142. Como es sabido, e1 26 de junio de 1945 se creó 1a Organización de las Naciones Unidas, conocida
con la sigla ONU, a la que se agregaron después otros organismos inferiores, compuestos de miembros
nombrados por la autoridad pública de las diversas naciones; a éstos les han sido confiadas misiones de
gran importancia y de alcance mundial en lo referente a la vida económica y social, cultural, educativa y
sanitaria. Sin embargo, el objetivo fundamental que se confió a la Organización de las Naciones Unidas es
asegurar y consolidar la paz internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los
pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple colaboración en todos los
sectores de la actividad humana.

143. Argumento decisivo de la misión de la ONU es la Declaración universal de los derechos del
hombre, que la Asamblea general ratificó el 10 de diciembre de 1948. En el preámbulo de
esta Declaración se proclama como objetivo básico, que deben proponerse todos los pueblos y naciones,

139
el reconocimiento y el respeto efectivo de todos los derechos y todas las formas de la libertad recogidas en
tal Declaración.

144. No se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas objeciones
fundadas. juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe considerarse un primer paso introductorio
para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo. En dicha
Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona
humana y se afirman todos los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, respetar las
normas morales, cumplir los deberes de la justicia, observar una vida decorosa y otros derechos
íntimamente vinculados con éstos.

145. Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir
acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos. ¡Ojalá
llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre!,
derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales,
inviolables e inmutables. Tanto mas cuanto que hoy los hombres, por participar cada vez más activamente
en los asuntos públicos de sus respectivas naciones, siguen con creciente interés la vida de los demás
pueblos y tienen una conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran
comunidad mundial.

V. NORMAS PARA LA ACCIÓN TEMPORAL DEL CRISTIANO

Presencia activa en todos los campos

146. Al llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros hijos a participar activamente en la vida pública y
colaborar en el progreso del bien común de todo el género humano y de su propia nación. Iluminados por
la luz de la fe cristiana y guiados por la caridad, deben procurar con no menor esfuerzo que las
instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres obstáculos, les
presten ayuda positiva para su personal perfeccionamiento, así en el orden natural como en el
sobrenatural.

Cultura, técnica y experiencia

147. Sin embargo, para imbuir la vida pública de un país con rectas normas y principios cristianos, no
basta que nuestros hijos gocen de la luz sobrenatural de la fe y se muevan por el deseo de promover el
bien; se requiere, además, que penetren en las instituciones de la misma vida pública y actúen con
eficacia desde dentro de ellas.

148. Pero como la civilización contemporánea se caracteriza sobre todo por un elevado índice científico y
técnico, nadie puede penetrar en las instituciones públicas si no posee cultura científica, idoneidad técnica
y experiencia profesional.

Virtudes morales y valores del espíritu

149. Todas estas cualidades deben ser consideradas insuficientes por completo para dar a las relaciones
de la vida diaria un sentido más humano, ya que este sentido requiere necesariamente como fundamento
la verdad; como medida, la justicia; como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la libertad.

150. Para que los hombres puedan practicar realmente estos principios han de esforzarse, lo primero, por
observar, en el desempeño de sus actividades temporales, las leyes propias de cada una y los métodos
que responden a su específica naturaleza; lo segundo, han de ajustar sus actividades personales al orden
moral y, por consiguiente, han de proceder como quien ejerce un derecho o cumple una obligación. Más
aún: la razón exige que los hombres, obedeciendo a los designios providenciales de Dios relativos a
nuestra salvación y teniendo muy en cuenta los dictados de la propia conciencia, se consagren a la acción
temporal, conjugando plenamente las realidades científicas, técnicas y profesionales con los bienes
superiores del espíritu.

140
Coherencia entre la fe y la conducta

151. Es también un hecho evidente que, en las naciones de antigua tradición cristiana, las instituciones
civiles florecen hoy con un indudable progreso científico y poseen en abundancia los instrumentos precisos
para llevar a cabo cualquier empresa; pero con frecuencia se observa en ellas un debilitamiento del
estímulo y de la inspiración cristiana.

152. Hay quien pregunta, con razón, cómo puede haberse producido este hecho. Porque a la institución de
esas leyes contribuyeron no poco, y siguen contribuyendo aún, personas que profesan la fe cristiana y
que, al menos en parte, ajustan realmente su vida a las normas evangélicas. La causa de este fenómeno
creemos que radica en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es, por consiguiente, necesario que se
restablezca en ellos la unidad del pensamiento y de la voluntad, de tal forma que su acción quede anima
da al mismo tiempo por la luz de la fe y el impulso de la caridad.

153. La inconsecuencia que demasiadas veces ofrecen los cristianos entre su fe y su conducta, juzgamos
que nace también de su insuficiente formación en la moral y en la doctrina cristiana. Porque sucede con
demasiada frecuencia en muchas partes que los fieles no dedican igual intensidad a la instrucción religiosa
y a la instrucción profana; mientras en ésta llegan a alcanzar los grados superiores, en aquélla no pasan
ordinariamente del grado elemental. Es, por tanto, del todo indispensable que la formación de la juventud
sea integral, continua y pedagógicamente adecuada, para que la cultura religiosa y la formación del
sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con el incesante progreso de la técnica. Es,
además, necesario que los jóvenes se formen para el ejercicio adecuado de sus tareas en el orden
profesional[65].

Dinamismo creciente en la acción temporal

154. Es ésta, sin embargo, ocasión oportuna para hacer una advertencia acerca de las grandes
dificultades que supone el comprender correctamente las relaciones que existen entre los hechos
humanos y las exigencias de la justicia; esto es, la determinación exacta de las medidas graduales y de las
formas según las cuales deban aplicarse los principios doctrinales y los criterios prácticos a la realidad
presente de la convivencia humana.

155. La exactitud en la determinación de esas medidas graduales y de esas formas es hoy día más difícil,
porque nuestra época, en la que cada uno debe prestar su contribución al bien común universal, es una
época de agitación acelerada. Por esta causa, el esfuerzo por ver cómo se ajustan cada vez mejor las
realidades sociales a las normas de la justicia es un trabajo de cada día. Y, por lo mismo, nuestros hijos
deben prevenirse frente al peligro de creer que pueden ya detenerse y descansar satisfechos del camino
recorrido.

156. Por el contrario, todos los hombres han de pensar que lo hasta aquí hecho no basta para lo que las
necesidades piden, y, por tanto, deben acometer cada día empresas de mayor volumen y más adecuadas
en los siguientes campos: empresas productoras, asociaciones sindicales, corporaciones profesionales,
sistemas públicos de seguridad social, instituciones culturales, ordenamiento jurídico, regímenes políticos,
asistencia sanitaria, deporte y, finalmente, otros sectores semejantes. Son todas ellas exigencias de esta
nuestra época, época del átomo y de las conquistas espaciales, en la que la humanidad ha iniciado un
nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi infinita.

Relaciones de los católicos con los no-católicos

Fidelidad y colaboración

157. Los principios hasta aquí expuestos brotan de la misma naturaleza de las cosas o proceden casi
siempre de la esfera de los derechos naturales. Por ello sucede con bastante frecuencia que los católicos,
en la aplicación práctica de estos principios, colaboran dé múltiples maneras con los cristianos separados
de esta Sede Apostólica o con otros hombres que, aun careciendo por completo de la fe cristiana,
obedecen, sin embargo, a la razón y poseen un recto sentido de la moral natural. En tales ocasiones
procuren los católicos ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás

141
compromisos que puedan dañar la integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo
tiempo, mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas, plenamente
desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización de aquellas obras que sean por
naturaleza buenas o al menos puedan conducir al bien[66]

Distinguir entre el error y el que lo profesa

158. Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que
desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la
moral práctica. Porque el hombre que yerra no que da por ello despojado de su condición de hombre, ni
automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta.
Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de buscar el
camino de la verdad. Por otra parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta
materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe o profesa doctrinas
equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina, abrazar la verdad. En efecto, si los católicos, por
motivos puramente externos, establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en El
deforma equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un estímulo para
alcanzarla verdad.

Distinguir entre filosofías y corrientes históricas

159. En segundo lugar, es también completamente necesario distinguir entre las teorías filosóficas falsas
sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del hombre y las corrientes de carácter económico y
social, cultural o político, aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías filosóficas.
Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida, ya no cambia. Por el contrario, las corrientes
referidas, al desenvolverse en medio de condiciones mudables, se hallan sujetas por fuerza a una continua
mudanza. Por lo demás, ¿quién puede negar que, en la medida en que tales corrientes se ajusten a los
dictados de la recta razón y reflejen fielmente las justas aspiraciones del hombre, puedan tener elementos
moralmente positivos dignos de aprobación?

Utilidad de estos contactos

160. Por las razones expuestas, puede a veces suceder que ciertos contactos de orden práctico que hasta
ahora parecían totalmente inútiles, hoy, por el contrario, sean realmente provechosos o se prevea que
pueden llegar a serlo en el futuro. Pero determinar si tal momento ha llegado o no, y además establecer
las formas y las etapas con las cuales deban realizarse estos contactos en orden a conseguir metas
positivas en el campo económico y social o en el campo cultural o político, son decisiones que sólo puede
dar la prudencia, virtud moderadora de todas las que rigen la vida humana, así en el plano individual como
en la esfera social. Por lo cual, cuando se trata delos católicos, la decisión en estas materias corresponde
principalmente a aquellas personas que ocupan puestos de mayor influencia en el plano político y en el
dominio específico en que se plantean estas cuestiones. Sólo se les impone una condición: la de que
respeten los principios del derecho natural, observen la doctrina social que la Iglesia enseña y obedezcan
las directrices de las autoridades eclesiásticas. Porque nadie debe olvidar que la Iglesia tiene el derecho y
al mismo tiempo el deber de tutelarlos principios de la fe y de la moral, y también el de interponer su
autoridad cerca de los suyos, aun en la esfera del orden temporal, cuando es necesario juzgar cómo
deben aplicarse dichos principios a los casos concretos[67].

Evolución, no revolución

161. No faltan en realidad hombres magnánimos que, ante situaciones que concuerdan poco o nada con
las exigencias de la justicia, se sienten encendidos por un deseo de reforma total y se lanzan a ella con tal
ímpetu, que casi parece una revolución política.

162. Queremos que estos hombres tengan presente que el crecimiento paulatino de todas las cosas es
una ley impuesta por la naturaleza y que, por tanto, en el campo de las instituciones humanas no puede
lograrse mejora alguna si no es partiendo paso a paso desde el interior delas instituciones. Es éste
precisamente el aviso queda nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, con las siguientes

142
palabras: No en la revolución, sino en una evolución concorde, están la salvación y la justicia. La violencia
jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y
escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos a la
dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la
discordia[68].

Llamamiento a una tarea gloriosa y necesaria

163. Por tanto, entre las tareas más graves de los hombres de espíritu generoso hay que incluir, sobre
todo, la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida
de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad: primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los
ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los
individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y de otro, la comunidad
mundial. Tarea sin duda gloriosa, porque con ella podrá consolidarse la paz verdadera según el orden
establecido por Dios.

164. De estos hombres, demasiado pocos sin duda para las necesidades actuales, pero
extraordinariamente beneméritos de la convivencia humana, es justo que Nos hagamos un público elogio y
al mismo tiempo les invitemos con urgencia a proseguir tan fecunda empresa. Pero al mismo tiempo
abrigamos la esperanza de que otros muchos hombres, sobre todo cristianos, acuciados por un deber de
conciencia y por la caridad, se unirán a ellos. Porque es sobremanera necesario que en la sociedad
contemporánea todos los cristianos sin excepción sean como centellas de luz, viveros de amor y levadura
para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios.

165. Porque la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada
hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido. A este
respecto pregunta San Agustín:

¿Quiere tu alma ser capaz de vencer las pasiones? Que se someta al que está arriba y vencerá al que
está abajo; y se hará la paz en ti; una paz verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál es el orden de esta paz?
Dios manda sobre el alma; el alma, sobre la carne; no hay orden mejor [69].

Es necesario orar por la paz

166. Las enseñanzas que hemos expuesto sobre los problemas que en la actualidad preocupan tan
profundamente a la humanidad, y que tan estrecha conexión guardan con el progreso de la sociedad, nos
las ha dictado el profundo anhelo del que sabemos participan ardientemente todos los hombres de buena
voluntad; esto es, la consolidación de la paz en el mundo.

167. Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien el anuncio profético proclamó Príncipe de la Paz[70],
consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a
procurar este bien común universal. Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden
cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra
encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado
y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad.

168. Débese, sin embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de esta empresa son tales,
que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales del hombre,
aunque esté movido por una buena y loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo
lo más perfecto posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural del cielo.

169. Exige, por tanto, la propia realidad que en estos días santos nos dirijamos con preces suplicantes a
Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su muerte no sólo borró los pecados, fuente principal de
todas las divisiones, miserias y desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre,
reconcilió al género humano con su Padre celestial, aportándole los dones de la paz: Pues El es nuestra
Paz, que hizo de los pueblos uno... Y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca[71].

143
170. En la sagrada liturgia de estos días resuena el mismo anuncio: Cristo resucitado, presentándose en
medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La paz sea con vosotros. Aleluya». Y los discípulos se
gozaron viendo al Señor[72]. Cristo, pues, nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi
paz os doy. No como el mundo la da os la doy yo[73]./p>

171. Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que El mismo nos trajo. Que El
borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad,
de la justicia y del amor fraterno. Que El ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las
naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus
compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los
hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrecharlos vínculos
de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan
injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y
florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.

172. Por último, deseando, venerables hermanos, que esta paz penetre en la grey que os ha sido
confiada, para beneficio, sobre todo, de los más humildes, que necesitan ayuda y defensa, a vosotros, a
los sacerdotes de ambos cleros, a los religiosos y a las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles
cristianos y nominalmente a aquellos que secundan con entusiasmo estas nuestras exhortaciones,
impartimos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica. Para todos los hombres de buena
voluntad, a quienes va también dirigida esta nuestra encíclica, imploramos de Dios salud y prosperidad.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de jueves Santo, 11 de abril del año 1963, quinto de nuestro
pontificado.

IOANNES PP. XXIII

Notas

[1] Sal 8,1.

[2]Sal 104 (V. 103), 24.

[3] Cf. Gén 1,26.

[4] Sal 8,5-6.

[5] Rom 2,15.

[6] Cf. Sal 18,8-11.

[7]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24; Juan XXIII, discurso del 4 de enero de
1963: AAS 55 (1963) 89-91.

[8]Cf Pío XI, Diυini Redemptoris: AAS 29 (1937) 78; y Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta
de Pentecostés: AAS 33 (1941) 195-202.

[9]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.

[10] Divinae Institutiones 1.4 c.28 n.2: ML 6,535.

[11] León XIII, Libertas praestantissimum: AL 8,237-238 (Roma 1888).

[12] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.

144
[13]Cf. Pío XI, Casti connubii: AAS 22 (1930) 539-592; y Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35
(1943) 9-24.

[14] Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.

[15] Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,128-129 (Roma 1891).

[16] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 422.

[17] Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.

[18] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 428.

[19] Cf. ibid., 430.

[20] Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,134-142 (Roma 1891); Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23
(1931) 199-200; y Pío XII, Sertum laetitiae: AAS 31 (1939) 635-644.

[21] Cf. AAS 53 (1961) 430.

[22] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1952: AAS 45 (1953) 33-46.

[23] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 12.

[24] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 21.

[25] Ef 4,25.

[26] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 14.

[27] Summa Theologiae I-II q.19 a.4; cf. etiam a.9.

[28] Rom 13,1-6.

[29] In Epist. ad Rom. c.13,1-2 hom.23: MG 60,615.

[30] León XIII, Immortale Dei: AL 5,120 (Roma 1885).

[31] Pío XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 15.

[32] Cf León XIII, Diuturnum illud: AL 2,274 (Roma1881).

[33] Cf ibíd., 278; e Immortale Dei: AL 5,130 (Roma1885).

[34] Hech 5,29.

[35] Summa Theologiae I-II q.93 a.3 ad 2; cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 5-
23.

[36] Cf. León XIII, Diuturnum illud: AL 2,271-272 (Roma1881); y Pío XII, radiomensaje navideño de


1944: AAS 37 (1945) 5-23.

[37]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943). 13; y León XIII, Immortale Dei: AL 5,120
(Roma 1885).

[38] Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 412-453.


145
[39] Cf. Pío XI, Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 159; y Divini Redemptoris; AAS 29 (1937) 65-106.

[40] León XIII, Immortale Dei: AL 5,121 (Roma 1885).

[41] Cf. León XIII, Rerum novarum: AL 11,133-134 (Roma 1891).

[42] Cf. Pío XII, Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 433.

[43] AAS 53 (1961) 19.

[44] Cf. Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 215.

[45] Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 200.

[46]Cf. Pío XI, Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 159; Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 79; y Pío
XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.

[47] Cf. Pío XI, Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 81; y Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35
(1943) 9-24.

[48] Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 415.

[49] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 21.

[50] Cf. Pio XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 15-16.

[51] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 12.

[52] Cf. León XIII, Annum ingressi: AL 22.52-80 (Roma 1902-1903).

[53] Sab 6,2-4.

[54] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1941: AAS34 (1942) 16.

[55] Cf Pío XII, radiomensaje navideño de 1940: AAS33 (1941) 5-14.

[56] De civitate Dei1.4 c.4: ML 41,115. Cf Pío XII, radiomensaje navideño de 1939: AAS (1940) 5-13.

[57] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1941: AAS34 (1942) 10-21.

[58] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS53 (1961) 439.

[59] Cf. Pío XII, radiomensaje de 1941: AAS 34 (1942) 25; y Benedicto XV, Exhortación a los gobernantes
de las naciones en guerra, 1 de agosto de 1917: AAS 9 (1917) 18.

[60] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1939: AAS31 (1939) 334.

[61] Cf. AAS 53 (1961) 440-441.

[62] Pío XII, radiomensaje navideño de 1941: AAS 34 (1942) 16-17.

[63] Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 443.

[64] Pío XII, alocución a los jóvenes de la Acción Católica Italiana, 12 de septiembre de 1948: AAS 40
(1948) 412.

146
[65] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 454.

[66] Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 456.

[67] Cf. Juan XXIII, Mater et magistra: AAS 53 (1961) 456. Cf. etiam León XIII, Immortale Dei: AL 5,128
(Roma 1885); Pío XI, Ubi arcano: AAS14 (1922) 698; y Pío XII, alocución al Congreso internacional de
mujeres católicas, 11 de septiembre de 1947: AAS39 (1947) 486.

[68] Pío XII, alocución a los trabajadores italianos en la fiesta de Pentecostés, 13 de junio de 1943: AAS35
(1943) 175.

[69] Miscelanea Augustiпiana...: Sancti Augustini, Sermones post Maurino reperti p.633 (Roma 1930).

[70] Cf. Is 9,6.

[71] Ef 2,14-17

[72] Responsorio de maitines del viernes de la semana de Pascua.

[73] Jn 14,27.

147

S-ar putea să vă placă și