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APÉNDICE DE TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA CON CITAS DE BARTH

1. La vigilancia del centinela


“EL PRISIONERO se convierte en el centinela que... aguarda con ansia el día que amanece...
El justo es el prisionero convertido en guardián,... apostado en el umbral de la realidad
divina”.
Karl Barth
La condición en el mundo del hombre impío e incrédulo es virtualmente la de un prisionero
sentenciado a muerte que, esclavizado por el pecado, espera la ejecución definitiva de su
sentencia condenatoria (Sal. 79:11). Pero el evangelio de Cristo libera al prisionero (Sal.
102:19-21), de tal manera que, aunque continúa en el mundo, ya no pertenece a él (Jn.
17:15-16), pero debe aún permanecer en éste en una nueva condición: la de centinela. En
las antiguas ciudades amuralladas del A.T. el oficio y la actividad del centinela eran
absolutamente necesarios para advertir con tiempo a sus habitantes acerca de algún evento
inminente que pudiera afectar drásticamente sus vidas positiva o negativamente (Isa. 21:6-
8; Jer. 51:12). De ahí que el Señor acudiera a esta realidad tan conocida para transmitir e
ilustrar gráficamente verdades espirituales a su pueblo. En este sentido el profeta era por
excelencia el centinela de Dios (Jer. 6:17; Eze. 3:17; 33:7; Ose. 9:8; Hab. 2:1). Pero el A.T.
ya anticipa también la inclusión de todos los creyentes en Cristo dentro del grupo de
hombres que, como los centinelas del A.T., están siempre vigilantes, esperando
pacientemente la venida del Señor al tiempo que la anhelan con fervor (Isa. 52:8; 62:6-7;
Mr. 13:32-37; Lc. 12:35-38). Esta actitud es descrita de muchas formas tales como
“permanecer despierto” (Apo. 3:3; 16:15), aunque esta expresión tiene un claro sentido
figurado y no literal (Cnt. 5:2); “mantenerse alerta” (Hc. 20:31; 1 P. 5:8); estar “sobrios,
con la mente despejada” (1 P. 4:7); o en “sano juicio” (1 Tes. 5:6). Y, de manera especial,
se asocia con la perseverancia en la oración que debe caracterizar al creyente (Mr. 14:38;
Lc. 21:36; Efe. 6:18; 1 P. 4:7). Por lo tanto, todo auténtico cristiano debe estar en
condiciones de exclamar junto con el salmista:
“Espero al Señor con toda el alma, más que los centinelas la mañana. Como esperan los
centinelas la mañana”.
Salmo 130:6 NVI
2. Los suspiros del creyente
“LA RELIGIÓN... es una desdicha... cuya presión hace que un suspiro prolongado tan
conmovedor como la segunda carta a los Corintios quede plasmado en palabras... Ella es la
desdicha bajo la que probablemente tiene que suspirar en secreto todo el que se llama
hombre”.
Karl Barth
Los suspiros (Job 3:24), son los gemidos más leves, sutiles y breves de todos, pero son al
mismo tiempo los que tal vez expresan algunas de las emociones más profundas y
existenciales de las personas. Si existe algún gemido humano que esté diseñado para
expresar de la manera más exacta la angustia existencial, la congoja humana; ese es el
suspiro. Max Lucado dice que el suspiro es una combinación híbrida entre frustración y
tristeza. Es un gemido que se ubica en un punto medio entre un arranque de enojo y un
estallido de llanto. Y continua diciendo que, en efecto, todos cumplimos con nuestra cuota
diaria de suspiros. Si tiene hijos adolescentes, seguramente ha suspirado. Igualmente, si ha
tratado de resistir una tentación, o si alguien lo ha calumniado o ha puesto en tela de juicio
sus motivos y ha dañado su reputación. Y Jesús de Nazaret, Dios con nosotros, también
suspiró en su paso por este mundo (Mr. 7:31-35). El desequilibrio de todo el sistema
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provocó el lánguido gemido del Maestro. Era una forma de decir: “No se planeó de esta
manera”. Pero mientras llega el momento de restaurar el orden original, suspira sobre todo
por nuestra dureza de corazón (Mr. 8:11-12), suspira cuando experimenta nuestro rechazo,
pues sólo Él puede darle un propósito sublime a nuestros suspiros. Sólo Él puede poner en
orden nuestra vida, como lo hizo con el sordo tartamudo de modo que, como concluye
Barth, lleguemos a suspirar por la redención a causa, precisamente, de que ya estemos
redimidos. Sólo Él puede darnos una visión tan clara y segura de nuestra patria celestial que
pueda sustentarnos mientras se realiza plenamente (Heb. 12:22-24, 28; Rom. 8:18),
haciendo brotar de nuestro corazón suspiros que, a pesar de ser tales, no son sin embargo
resignados sino esperanzadores.
“... suspiramos, anhelando ser revestidos de nuestra morada celestial... Realmente, vivimos
en esta tienda de campaña, suspirando...”
2 Corintios 5:1-4 NVI
3. La fe victoriosa
“LA VICTORIA está ganada, pero aún no ha sido proclamada. El jaque mate del enemigo ya
es inevitable, pero ha de continuar jugando su partida hasta el final para convencer a todos
de que ha sido derrotado. La hora ha sonado ya, pero el péndulo debe seguir girando”
Karl Barth
Triunfar en la vida es una de las cosas que da sentido y propósito a la existencia humana La
satisfacción de la victoria es usualmente una experiencia grata, no tanto en su aspecto
competitivo por el cual aspiramos a alcanzar la meta antes que otros que se encuentran en
nuestra misma condición (1 Cor. 9:24-27), sino por el hecho de saber que al lograrlo
obtenemos beneficios personales invaluables y permanentes (Fil. 3:14). El evangelio es un
mensaje de victoria sobre los poderes cósmicos del mal en todas sus formas (1 Jn. 5:4-5),
ya sea la impersonal que llamamos pecado, o la personal que identificamos con Satanás y
sus demonios. La imagen del Cristo Victorioso, recogida por el teólogo luterano Gustaf
Aulén en su obra clásica Christus Victor, es una de las más características y
representativas de la historia de la Iglesia, ilustrada gráficamente en la Biblia al mejor estilo
de las marchas triunfales de los ejércitos antiguos (Sal. 68:18; Efe. 4:8; Col. 2:15-15), y
confirmada además por la experiencia y el testimonio de los creyentes (1 Jn. 4:4), pues
éstos comparten y participan de la victoria obtenida por Cristo en la cruz del Calvario a su
favor (2 Cor. 2:14), una victoria que si bien es definitiva y completa al punto de no requerir
de nuestra parte ningún aporte suplementario (Jn. 19:28, 30), aún no disfrutamos en toda su
plenitud. Los embates actuales del enemigo son tan sólo “patadas de ahogado”, intentos
desesperados y estériles para no reconocer su derrota. Por eso, la razón por la cual debemos
mantenernos todavía peleando la batalla de la fe (1 Tim. 6:12), no es porque la victoria final
no esté ya completamente garantizada por la obra de Cristo en la cruz, sino para
adiestrarnos mediante el sometimiento de esos reductos de resistencia (Jc. 3:1-2), propósito
en el cual nuestra responsabilidad no es vencer sino tan sólo “pelear la buena batalla,
terminar la carrera, mantenerse en la fe” (2 Tim. 4:7) con la seguridad anticipada de que:
“… en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”
Romanos 8:37 NVI
4. La auto-crítica en la iglesia
“Los que están fuera tienen... un fino olfato para percibir la miseria y culpa de la Iglesia...
Lo que hay que decir desde Dios contra la Iglesia se dirá de hecho, con razón o sin ella,
contra ella desde el mundo”
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Karl Barth
La Iglesia de Cristo no puede darse el lujo de prescindir de su capacidad de auto-crítica,
pues al hacerlo da pie a las incisivas, implacables y, aún a su pesar, veraces acusaciones
de sus contradictores en el mundo, los cuales poseen en muchos casos, de manera
providencial, una gran perspicacia para percibir y señalar las miserias y culpas de una
iglesia auto-complaciente. El apóstol Pedro dijo que “… es tiempo de que el juicio
comience por la familia de Dios” (1 P. 4:17) y en efecto, cuando el profeta Ezequiel recibió
la visión del juicio de Dios sobre Israel, consignó en su libro la orden divina dada a los
verdugos encargados de ejecutarlo para que “comiencen en el templo” (Eze. 9:5-6). En
relación con el creyente individual, “… cada uno debe examinarse a sí mismo…”, pues “Si
nos examináramos a nosotros mismos, no se nos juzgaría…” (1 Cor. 11:28, 31-32). Dios
utilizó en el Antiguo Testamento a naciones paganas e impías como Asiria y Babilonia,
entre otras, para ejecutar sus juicios sobre Israel, generando desconcierto aún entre los
profetas (Hab. 1:5-6, 13). Y en nuestra historia reciente pensadores hostiles al cristianismo
como Nietzsche, Marx y Freud han atacado de forma inclemente a la religión en general,
justificados en buena medida por las distorsiones exentas de auto-crítica en las que ha
incurrido el judaísmo y el cristianismo a través de los tiempos. Es así como Nietzsche se
pronunció acertadamente en contra del indigno concepto utilitario de Dios que ha
caracterizado a buena parte de la Iglesia en la historia. Marx hace una necesaria denuncia del
cristianismo cuando éste se convierte en simple ideología al servicio del establecimiento,
encubriendo situaciones de injusticia social. Y Freud nos permite identificar las
deformaciones neuróticas del cristianismo, especialmente entre el pueblo latinoamericano,
dadas las condiciones de evangelización a sangre y fuego que se dieron en nuestro continente.
La mayor o menor lucidez que se aprecia en sus críticas hacen que vuelva a cumplirse en la
Iglesia lo dicho por Moisés a Israel:
“… haré que… sientan envidia de los que no son nación; voy a irritarlos con una nación
insensata”
Romanos 10:19 NVI
5. Las torres humanas y la Torre divina
“TORRES que al aire su orgullo levantaron, a su gran pesadumbre se rindieron”
Rodrigo de Caro
El 11 de septiembre pasará a la historia como el fatal día en que las magníficas Torres
Gemelas de Nueva York, símbolos indiscutibles de la sociedad capitalista occidental, se
vinieron al piso estruendosamente ante los condenables ataques terroristas ordenados por el
extremista musulmán Osama Bin Laden, ocasionando la muerte de miles de personas. Pero
lamentando esta absurda pérdida de vidas, no podemos pasar por alto el impacto indeleble
que estas imágenes grabaron en nuestra memoria, y proceder a revisar nuestros proyectos
personales de vida que el mismo Señor Jesucristo comparó con la construcción de torres
que pueden estar condenadas al fracaso al quedar inconclusas, o lo que es lo mismo,
desplomarse sin remedio a medio camino (Lc. 14:28-30). La Biblia registra varios
incidentes históricos en los cuales las torres cumplieron un papel central, con una gran
carga de contenido simbólico para los hombres de todas las épocas. Es así como Babel es
por excelencia la torre del orgullo humano (Gén. 11:4-8). La de Peniel representa a su vez
la censurable indiferencia e insolidaridad entre los hombres (Jc. 8:8-17). La de Siquén
simboliza la contienda, la agresión, hostilidades y violencias mutuas (Jc. 9:46-56). La del
viñedo es un recordatorio de la mezquina y suprema ingratitud del hombre hacia Dios y
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hacia sus semejantes (Mt. 21:33-43). Y la de Siloé hace alusión al infructuoso intento de la
humanidad por justificarse ante Dios comparándose con los demás (Lc. 13:4-5). De todos
estos vanos intentos de justificación, Barth identificaba a la religión como la torre más alta
de todas las engañosas y estériles justificaciones ideadas por el hombre para presentarse
ante Dios, que sin embargo no logra mucho más que aquellas. Se refería a ella como “la
más alta de las posibilidades humanas”, para concluir haciendo referencia a las torres de
las iglesias con el siguiente comentario punzante y descorazonado: “Todo lo nuevo que se
pueda emprender en la cima de las posibilidades humanas estará rematado siempre por un
campanario”. Ante este sombrío panorama, sólo una torre es confiable y permanece para
siempre:
“Torre inexpugnable es el nombre del Señor; a ella corren los justos y se ponen a salvo”
Proverbios 18:10 NVI

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