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Título original inglés: Dash & Lily’s book of dares.

© del texto, Rachel Cohn, 2010.


© del texto, David Levithan, 2010.
© de la traducción: María Luisa Menéndez.
© de esta edición digital: RBA Libros, S. A., 2013.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO139


ISBN: 978-84-272-0098-2
COMPOSICIÓN DIGITAL: El Taller Editorial

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de
reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será
sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

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Índice
uno
dos
tres
cuatro
cinco
seis
siete
ocho
nueve
diez
once
doce
trece
catorce
quince
dieciséis
diecisiete
dieciocho
diecinueve
veinte

2
Para la verdadera mamá de Dash

3
uno

–Dash–
21 de diciembre

Imagínate lo siguiente:
Estás en tu librería favorita, repasando una a una las estanterías.
Llegas a la sección donde se encuentran los libros de uno de tus
escritores preferidos y allí, alojado entre los lomos de los títulos que
te resultan tan familiares, descubres un cuaderno rojo.

¿Qué haces?
Creo que resulta obvio:
Coges el cuaderno y lo abres.
Y luego haces lo que te pida.

Nueva York estaba ya en plena época navideña, el periodo más


detestable del año. Las manadas de gente, las eternas visitas de los
familiares más desafortunados, la alegría fingida, los tristes intentos
de ser felices; en este contexto, mi natural aversión al contacto
humano no podía más que intensificarse. Siempre iba a
contracorriente: no deseaba asegurar la «salvación» mediante el
«ejército»; nunca me importó la pureza de la Navidad; yo era un
decembrista, un bolchevique, un delincuente de carrera, un filatélico

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atrapado por la angustia inescrutable. Deseaba ser todo lo que no
fueran los demás. Caminaba sigilosamente, tratando de hacerme
invisible a los ojos de las hordas pavlovianas, de los exhaustos
trabajadores que tanto habían esperado esas vacaciones de
invierno, de los extranjeros que habían atravesado medio mundo
para estar presentes en el momento en que se alumbrara el árbol,
sin saber que ese acto es en realidad totalmente pagano.
El único aspecto luminoso de esa época sombría era que la
escuela estaba cerrada (presumiblemente para que todo el mundo
pudiera comprar ad náuseam y descubrir que la familia, como el
arsénico, es mejor tomarla en pequeñas dosis a no ser que uno
quiera morir). Esas navidades había conseguido convertirme en un
huérfano voluntario: le había dicho a mi madre que las pasaría con
mi padre y a mi padre, que las pasaría con mi madre, así que tanto
el uno como el otro reservaron unos días de vacaciones no
reembolsables con sus amantes posdivorcio. Mis padres no se
hablaban desde hacía ocho años, lo que me dio mucho margen de
maniobra en el momento de llevar a cabo mi plan y me permitió
también disfrutar de mucho tiempo para mí.
Iba alternando entre el piso de mi padre y el de mi madre mientras
ellos estaban fuera, pero lo cierto es que pasaba la mayor parte del
tiempo en la Strand, ese excitante bastión de erudición. Más que
una librería, la Strand parecía producto de la colisión de un centenar
de librerías distintas: había restos literarios esparcidos a lo largo de
veintinueve kilómetros de estanterías. Los empleados deambulaban
sin rumbo, distraídamente, vestidos con tejanos desgastados y
camisas de segunda mano. Actuaban como hacen siempre los
hermanos mayores: nunca te hacen caso cuando sus amigos están

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por ahí y siempre están. Hay librerías que se empeñan en hacerte
creer que son un centro social, como si, para venderte un Proust,
tuviesen que ofrecerte un curso para aprender a hacer galletas.
Pero en la Strand te dejan totalmente solo, a merced de las fuerzas
enfrentadas de la organización y la excentricidad más absoluta,
entre las que siempre sale victoriosa la última. En otras palabras,
era justo donde querría morir.
Generalmente, cuando iba a la Strand no buscaba nada en
concreto. A veces, decidía que una letra protagonizaría la tarde y
me pasaba por todas las secciones para echar un vistazo a los
libros de los autores cuyos apellidos empezasen con esa letra. En
otras ocasiones, decidía concentrarme en una sola sección, o
investigar los tomos que habían llegado recientemente y que se
amontonaban en contenedores que nunca respetaban el orden
alfabético. O tal vez buscaba sólo libros con cubiertas verdes,
porque hacía ya mucho tiempo que no leía un libro con cubiertas
verdes.
Podría haber quedado con mis amigos, pero la mayoría había
salido con sus familias o con sus Wiis. (¿Wiis? ¿Wii? ¿Cómo es el
plural?) Yo prefería pasar la tarde con libros agotados o en vías de
agotarse: libros usados, un adjetivo que nunca emplearíamos para
una persona, a no ser que quisiéramos ser algo crueles. («Mira a
Clarissa... es una chica usada.»)
Yo era horriblemente libresco, hasta el punto de manifestarlo en
público, aun sabiendo que hacerlo no era socialmente aceptable.
Libresco..., un adjetivo que me gustaba especialmente y que los
demás utilizaban tan a menudo como baqueta o acuache o
malandrín.

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Ese día en concreto, decidí echar un vistazo a algunos de mis
autores favoritos, para ver si había aparecido alguna edición rara
procedente de la biblioteca de algún difunto reciente. Cuando estaba
repasando la estantería de uno de mis escritores preferidos (cuyo
nombre no desvelaré por si en el futuro me vuelvo en su contra), vi
algo rojo asomando entre los libros: era un Moleskine, el cuaderno
preferido de todos aquellos compañeros que sienten la necesidad
de escribir un diario de su puño y letra. Puedes descubrir mucho de
una persona a partir del tipo de cuaderno que elige para escribir su
diario. Yo, por ejemplo, era un hombre de papel pautado: carecía de
talento para el dibujo y mi escritura era un continuo de garabatos
microscópicos que se perdían en el interlineado. Las páginas
blancas solían ser las más populares. Sólo tenía un amigo que
empleara cuadernos con hojas cuadriculadas: Thibaud. O por lo
menos lo hizo hasta que su tutor le confiscó todos los diarios para
demostrar que había estado conspirando para asesinar a nuestro
profesor de historia. (Esta historia es real.)
No había nada escrito en el lomo de ese Moleskine rojo. Tuve que
sacarlo de la estantería para ver la cubierta, donde, en un trozo de
cinta adhesiva, se leían las palabras «¿TE ATREVES?» escritas con
un rotulador negro. Cuando abrí la tapa, encontré una nota en la
primera página.

He dejado algunas pistas para ti.


Si quieres leerlas, pasa la página.
Si no quieres, por favor, deja el cuaderno en la estantería.

Era la letra de una chica. Eh, que se puede distinguir. Esa cursiva

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con aire romántico.
En cualquier caso, estaba dispuesto a pasar la página.

Pues aquí estamos.

1. Empecemos con French Pianism.


En realidad no sé lo que es,
pero me imagino
que nadie se lo va a llevar de la estantería.
Charles Timbrell es tu hombre.
88/7/2
88/4/8
No pases la página
hasta que completes el espacio
(por favor, no escribas en el cuaderno).
____________________ ____________________

Debo reconocer que nunca había oído hablar del pianismo


francés, aunque si alguien me hubiera parado por la calle (sin duda
un hombre con bombín) y me hubiera preguntado si creía que los
franceses eran una especie pianística, probablemente habría
respondido que sí.
Como me conocía la librería Strand mejor que mi propia casa (o
casas), sabía exactamente dónde empezar: en la sección de
música. Incluso me pareció que no había jugado limpio al darme el
nombre del autor. ¿Me consideraba un memo, un vago, un zoquete?
Esperaba un poco más de respeto, aunque aún no me lo hubiera
ganado.

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Era un libro fácil de localizar —es decir, para alguien que
dispusiera de catorce minutos— y era exactamente tal como me lo
había imaginado: el típico libro que puede quedarse en la estantería
durante años. El editor ni siquiera se había molestado en poner una
ilustración en la portada. Sólo había las palabras French Pianism:
An Historical Perspective, Charles Timbrell, y, a continuación, justo
abajo, Prólogo de Gaby Casadesus.
Supuse que los números que había leído en el cuaderno
Moleskine eran fechas —1988 debía de haber sido un año crucial
para el pianismo francés—, pero no pude encontrar ninguna
referencia de 1988..., ni de 1888..., ni de 1788..., ni de cualquier otro
88 para este tema. Estaba bloqueado... Hasta que me di cuenta de
que mi facilitadora de pistas había recurrido al antiguo mantra
librero: página/línea/palabra. Fui a la página 88 y comprobé la línea
7, palabra 2, y luego la línea 4, palabra 8.
¿Vas?
¿Iba a qué? Tenía que averiguarlo. Rellené los espacios
(mentalmente, respetando los espacios vírgenes, como ella había
pedido) y volví la página del diario.

De acuerdo. Sin trampas.


¿Qué te ha molestado de la cubierta de este libro
(además de la ausencia de ilustraciones)?
Piénsalo. Después pasa la página.

Bueno, esto era fácil. Me molestaba terriblemente que hubieran


utilizado la construcción An Historical, cuando claramente tendría

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que haber sido A Historical, puesto que la H de Historical es
aspirada.
Pasé la página.

Si has dicho que era la frase mal escrita


«An Historical»,
continúa, por favor.
Si no, por favor, devuelve este cuaderno
a su estantería.

Una vez más, pasé página.


2. Jerga sexual de la reina del baile
64/4/9
119/3/8
____________________ ____________________

Esta vez sin autor. Eso no me ayudaba mucho.


Cogí French Pianism (nos habíamos hecho íntimos; no lo podía
dejar) y fui al mostrador de información. Juraría que al tío que había
allí sentado le habían echado litio en la Coca-Cola Zero que se
estaba bebiendo.
—Estoy buscando Jerga sexual de la reina del baile —declaré.
No respondió.
—Es un libro —dije—. No una persona.
No. Nada.
—Por lo menos, ¿podrías decirme el autor?
Miró la pantalla del ordenador que tenía delante, como si la
máquina pudiese comunicarme algo sin su intervención.

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—¿Llevas auriculares invisibles? —pregunté.
Se rascó la parte interna del codo.
—¿Acaso me conoces? —insistí—. ¿Te di una somanta en la
guardería y ahora obtienes un placer sádico con esta venganza
insignificante? Stephen Little, ¿eres tú? ¿No? Entonces era mucho
más joven y fue una locura haber tratado de ahogarte en aquella
fuente. Debo decir en mi favor que haber destruido el trabajo que
había hecho sobre ese libro fue un acto de agresión totalmente
injustificado.
Por fin hubo respuesta. El empleado del mostrador de información
negó con su cabeza melenuda.
—¿No? —dije.
—No se me permite revelar la localización de Jerga sexual de la
reina del baile —explicó—. Ni a ti ni a nadie. Y, aunque yo no soy
Stephen Little, deberías avergonzarte por lo que le hiciste.
Vale, la cosa iba a ser más difícil de lo que creía. Intenté cargar
Amazon en mi teléfono para hacer una comprobación rápida, pero
no había conexión en ningún rincón de la tienda. Me imaginé que
era poco probable que Jerga sexual de la reina del baile fuera un
libro de no ficción (¡ojalá que lo fuera!), por lo que fui a la sección de
literatura y empecé a escudriñar las estanterías. Como resultó inútil,
pensé en la sección de literatura juvenil, que estaba arriba, y me fui
corriendo hacia allí. Me salté todos los lomos que no tuvieran ni
pizca de rosa. Mi instinto me decía que Jerga sexual de la reina del
baile tendría, como mínimo, algún detalle en rosa. Y, mira por
dónde, llegué a la sección M y ahí estaba.
Busqué las páginas 64 y 119 y encontré:

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a ponerte

Volví la página del Moleskine.

Muy ingenioso.

Ahora que has encontrado éste en la sección de juvenil,


debo preguntarte:
¿eres un chico adolescente?

Si es sí, pasa la página.


Si no, por favor, devuelve el cuaderno adonde lo encontraste.

Yo tenía dieciséis años y estaba equipado con los genitales


apropiados, por lo que superé ese obstáculo sin problema.
Página siguiente.

3. The Joy of Gay Sex


(¡tercera edición!)
66/12/5
181/18/7
____________________ ____________________

Bueno, estaba claro en qué sección encontrar eso: en «Sexo y


Sexualidad», donde las miradas eran tanto furtivas como
desafiantes. La verdad es que eso de comprar un manual de sexo
(de cualquier sexualidad) usado me hacía sentir incómodo. Quizá
por eso había cuatro ejemplares de The Joy of Gay Sex en la

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estantería. Fui a la página 66, busqué la línea 12, la palabra 5 y
encontré:
polla
Volví a contar y comprobé de nuevo el resultado.
¿Vas a ponerte polla?
Avancé hasta la página 181, con cierto temor.
Hacer el amor sin ruido es como tocar un piano enmudecido. Está
bien para practicar, pero te pierdes el placer de oír los gloriosos
resultados.
Nunca pensé que una sola frase pudiera conseguir que me diera
tanto repelús hacer el amor y tocar el piano, pero ahí estaba.
Afortunadamente, el texto no iba acompañado de ilustraciones. Y
encontré mi séptima palabra:
jugar
Lo cual me dejó con:
¿Vas a ponerte polla jugar?
No funcionaba. Era gramaticalmente incorrecto.
Volví a mirar la página del diario resistiéndome a seguir leyendo.
Al fijarme con más atención en esa la letra de niña, me di cuenta de
que había tomado el 5 por un 6. La página que tenía que buscar era
la 66 (la versión reducida del número del diablo).
a
Eso ya tenía más sentido.
¿Vas a ponerte a jugar…?
—¿Dash?
Me volví y me encontré con Priya, una compañera de la escuela.
Era algo menos que una amiga y algo más que una conocida, una
conoamiga, como si dijéramos. Había sido amiga de mi ex novia,

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Sofía, que ahora se encontraba en España. (No por mí.) Priya no
tenía ningún rasgo de personalidad destacable, aunque la verdad es
que nunca me había molestado en buscar con detenimiento.
—Hola, Priya —saludé.
Miró los libros que tenía en las manos: un Moleskine rojo, French
Pianism, Jerga sexual de la reina del baile y, abierto por un dibujo
bastante explícito de dos hombres haciendo algo que hasta
entonces no sabía que fuera posible, The Joy of Gay Sex (tercera
edición).
Dada la situación, consideré que era preciso dar una explicación.
—Es para un trabajo que estoy haciendo—declaré, con la voz
cargada de una falsa convicción intelectual—. Sobre el pianismo
francés y sus efectos. Te asombraría saber hasta dónde ha llegado
la influencia del pianismo francés.
Priya, la pobre, parecía arrepentida de haber dicho mi nombre.
—¿Te quedas por aquí en vacaciones? —preguntó.
Si hubiera admitido que sí, quizás ella me habría salido con una
invitación a una fiesta con ponche de huevo, o a una salida en grupo
al cine, para ver Un reno atropelló a la abuela, la película de las
vacaciones, en la que un actor negro hacía todos los papeles,
excepto el de un Rudolf hembra, la protagonista femenina. Como
me sentía intimidado por la sombra de una posible invitación, me
incliné por la prevaricación preventiva. En otras palabras, mentir
para poder liberarme más tarde.
—Me marcho mañana a Suecia —respondí.
—¿Suecia?
No parecía (ni parezco) sueco, así que unas vacaciones con la

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familia quedaban fuera de cuestión. A modo de explicación,
simplemente dije:
—Me encanta Suecia en diciembre. Los días son cortos… las
noches son largas… y su diseño no tiene ninguna ornamentación.
Priya asintió.
—Parece divertido.
Nos quedamos ahí de pie, sin decir nada más. Sabía que, de
acuerdo con las normas de la conversación, había llegado mi turno
de intervenir. Pero también sabía que negarme a seguir esas reglas
podría conllevar la marcha de Priya, lo cual deseaba con toda mi
alma.
Después de treinta segundos, ella ya no lo pudo soportar más.
—Bueno, he de irme —dijo.
—Feliz Jánuca —contesté.
Porque siempre me gustaba mencionar la fiesta equivocada, sólo
para ver cómo reaccionaba la otra persona.
Priya se lo tomó bastante bien.
—Diviértete en Suecia —repuso. Y se fue.
Reordené mis libros y, en cuanto hube colocado el cuaderno rojo
encima de los demás, pasé a la página siguiente.

El hecho de que estés en la Strand con


The Joy of Gay Sex en las manos
es un buen presagio para nuestro futuro.

Sin embargo, si ya tienes este libro


o si te parece útil para tu vida,
me temo que nuestro tiempo juntos

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debe acabar aquí.
Esta chica sólo puede funcionar con chico-chica,
así que si lo que a ti te gusta es
chico-chico, lo apoyo totalmente,
pero no veo dónde podría encajar yo.

Ahora, un último libro.


4. What the Living Do, de Marie Howe
23/1/8
24/5/9, 11, 12, 13, 14, 15

¿__________ __________ __________


__________ __________ __________ __________?

Me dirigí inmediatamente a la sección de poesía, totalmente


intrigado. ¿Quién era esa extraña lectora de Marie Howe que me
había convocado? Parecía demasiada coincidencia que los dos
conociéramos la misma poeta. De verdad, la mayor parte de la
gente de mi círculo no conocía a ningún poeta. Intenté recordar si
había hablado con alguien sobre Marie Howe, pero no me vino
nadie a la cabeza. Sólo Sofía, y esa no era la letra de Sofía.
(Además, ella estaba en España.)
Repasé la H. Nada. Recorrí toda la sección de poesía. Nada. Y
cuando estaba a punto de gritar de frustración, lo vi, en la estantería
superior, a más de cuatro metros del suelo. Asomaba tímidamente,
pero su delgadez y el oscuro color ciruela del lomo me dijeron que
ese era el libro que estaba buscando. Acerqué una escalera y
emprendí la peligrosa escalada. Era una ascensión polvorienta

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hacia alturas inalcanzables envueltas en la niebla del desinterés, y
el aire resultaba cada vez más irrespirable. Finalmente, conseguí
tener el volumen en mis manos. No pude esperar, busqué
rápidamente las páginas 23 y 24 y encontré las siete palabras que
necesitaba.

por la pura emoción del deseo incondicional

Casi me caí de la escalera.

¿Vas a ponerte a jugar por la pura emoción del deseo


incondicional?

La verdad es que la frase despertó mi curiosidad.


Descendí los escalones con cuidado. Cuando volví a tocar el
suelo, cogí el Moleskine y pasé la página.

Pues aquí estamos.


Ahora, lo que hagamos (o no hagamos) depende de ti.
Si estás interesado en seguir esta conversación,
por favor, escoge un libro, cualquiera, y
deja en su interior un trozo de papel con tu dirección de e-mail.
Entrégale el libro a Mark, en el mostrador de información.

Si le haces a Mark cualquier pregunta sobre mí,


no hará circular el libro.
Así que nada de preguntas.

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Una vez le hayas entregado tu libro a Mark,
por favor, devuelve este cuaderno a la estantería
donde lo encontraste.

Si haces todo lo que te he pedido,


es muy probable que vuelvas a tener noticias mías.
Gracias.
Lily

De repente, por primera vez desde que tenía memoria, deseaba


que llegaran las vacaciones de invierno, y era un alivio que a la
mañana siguiente no me enviasen a Suecia.
No quería preocuparme demasiado por qué libro dejar. Si
pensaba en una segunda opción, pensaría en una tercera, y luego
en una cuarta, y ya nunca me iría de la Strand. Así que escogí un
libro casi sin pensar y, en lugar de dejar dentro sólo mi dirección de
e-mail, decidí dejar algo más. Me imaginé que a Mark (mi nuevo
amigo del mostrador de información) le llevaría algo de tiempo darle
el libro a Lily, y eso me daría cierta ventaja. Se lo di sin mediar
palabra. Él asintió y lo metió en un cajón.
Sabía que el siguiente paso era devolver el cuaderno rojo para
que alguien más tuviera la oportunidad de encontrarlo. Sin embargo,
me lo quedé. Es más, fui a la caja para comprar los ejemplares de
French Pianism y Jerga sexual de la reina del baile que aún tenía en
las manos.
Había decidido que ese juego sólo lo podían jugar dos.

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dos

(Lily)
21 de diciembre

Me encanta la Navidad.
Me gusta todo de ella: las luces, la alegría, las grandes reuniones
de familia, las galletas, los regalos amontonados al pie del árbol, los
buenos deseos para todo el mundo. Sé que la expresión correcta es
buenos deseos para todos los hombres, pero prefiero eliminar el
hombres porque me parece segregacionista, elitista, sexista y un
montón de -istas de los malos. Los buenos deseos no deberían
dedicarse sólo a los hombres, sino también a las mujeres y a los
niños, y, por supuesto, a todos los animales, incluso a los
asquerosos, como las ratas del metro. Yo ni siquiera limitaría los
buenos deseos a las criaturas vivientes: los haría extensivos a los
seres que nos han dejado; y, si les incluimos ellos, también
deberíamos incluir a los no muertos, esos seres supuestamente
míticos como los vampiros, y, ya que estamos, también a los elfos,
las hadas y los gnomos. ¡Qué diablos! Si queremos ser realmente
generosos, ¿por qué no desearles también lo mejor a esos objetos
supuestamente inanimados como las muñecas y los peluches
(especialmente a Ariel, mi sirena, que preside la raída almohada

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flower power de mi cama: ¡te quiero, chica!). Estoy segura de que
Papá Noel estaría de acuerdo. Buenos deseos para todos.
Me gusta tanto la Navidad que este año he organizado mi propio
grupo de villancicos. El hecho de que viva inmersa en el ambiente
entre burgués y bohemio del East Village no significa que me
considere demasiado moderna y sofisticada para cantar villancicos.
Al contrario. Me gusta tanto que, cuando este año los miembros de
mi propia familia decidieron disolver nuestro grupo de villancicos
porque todo el mundo estaba «viajando», o «demasiado ocupado»,
o «absorto en su vida» o «convencido de que a estas alturas ya
habrías dejado esto atrás, Lily», le di una solución algo anticuada al
problema. Hice mi propio cartel y lo colgué en los cafés de mi calle.

¡Atención!
¿Eres de los que cantan en privado?
¿Te gustaría entonar alguna canción navideña?
¿De verdad? ¡A mí también! Hablemos.*
Atentamente, Lily.

*Interesados abstenerse. Mi abuelo conoce


a todo el mundo en este barrio
y más de uno te dará la espalda
si no eres sincero en tu respuesta.**
Gracias otra vez. Muy sinceramente, Lily
**Siento ser tan cínica, pero esto es Nueva York.

Este ha sido el cartel que me ha permitido formar mi troupe de


cantantes de villancicos esta Navidad. Estamos yo, Melvin (un

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informático), Roberta (profesora de coral de instituto jubilada),
Shee’nah (travesti coreógrafa/camarera a tiempo parcial) y su novio
Antwon (secretario de dirección en Home Depot), Aryn la indignada
(vegetariana alborotadora y estudiante de cine de la NYU) y Mark
(mi primo, porque le debe un favor al abuelo y el abuelo lo avisó).
Los cantantes me llaman Lily Tercera Estrofa porque soy la única
que recuerda la letra de los villancicos a partir de la tercera estrofa.
Aparte de Aryn (a la que le trae sin cuidado), soy también la única
que no tiene edad para beber, así que, con la cantidad de chocolate
caliente con licor de menta que mi feliz troupe de villancicos hace
circular en la botella de Roberta, no es de extrañar que sea la única
que recuerda la tercera estrofa.

Nos enseñó a amarnos unos a otros


Su ley amor, su evangelio trae paz
Nos enseñó que hermanos somos todos
Y de opresión El nos lleva a Su luz
Gozosos hoy con gratitud cantando
Al nombre dulce del Señor load
Hoy su poder y gloria proclamando,
A Cristo dad gloria y honor y majestad
Dad gloria eterna a Cristo el Salvador.
Hoy su poder y gloria proclamando,
A Cristo dad gloria y honor y majestad
Dad gloria eterna a Cristo el Salvador.

¡Aleluya, tercera estrofa!


La verdad, debería admitir que he investigado gran parte de las
pruebas científicas que rechazan la existencia de Dios, como
resultado de lo cual sospecho que creo firmemente en él, del mismo
modo que creo en Papá Noel. Le canto a Dios decididamente y con
todo el corazón entre Acción de Gracias y Nochebuena, pero, a

21
partir del día de Navidad, una vez abiertos los regalos, mi relación
con él se interrumpe durante un año, hasta el día en que me planto
fuera de los almacenes Macy’s para contemplar su nuevo desfile
navideño.
Me gustaría ser la persona que se pasa las vacaciones de
Navidad ante las puertas de Macy’s, vestida con un vistoso traje rojo
y haciendo sonar una campana a la espera de conseguir algún
donativo para el Ejército de Salvación, pero mamá no me deja. Dice
que esa gente de la campana son unos fanáticos religiosos y que
nosotros sólo somos católicos en vacaciones, y apoyamos la
homosexualidad y el derecho a decidir de la mujer. No nos
quedamos en la puerta de Macy’s pidiendo dinero. Ni siquiera
compramos en Macy’s.
Quizá vaya a pedir limosna a Macy’s, en señal de protesta: mi
familia, por primera vez en mis dieciséis años, pasará las Navidades
separada. Mis padres nos han abandonado a mí y a mi hermano por
Fiji, donde han decidido celebrar su vigésimo quinto aniversario de
boda. Cuando se casaron, acababan de licenciarse y no pudieron
pagarse una luna de miel, así que este año han tirado la casa por la
ventana para sus bodas de plata. Yo creo que los aniversarios de
boda están hechos para celebrarlos con los hijos, pero, por lo que
parece, mi opinión no pesa demasiado. Según todo el mundo —
excepto yo, claro—, si mi hermano y yo nos apuntáramos a sus
vacaciones, no sería tan «romántico». No veo qué hay de
«romántico» en pasar una semana en un paraíso tropical con el
hombre al que llevas viendo a diario durante un cuarto de siglo. No
puedo imaginarme que algún día alguien quiera estar tanto tiempo a
solas conmigo.

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Langston, mi hermano, me dijo:
—Lily, tú no lo entiendes porque nunca has estado enamorada. Si
tuvieras novio, lo entenderías.
Langston tiene un novio nuevo, y lo único que veo en esa relación
es un lamentable estado de codependencia. Además, no es del todo
cierto que nunca haya estado enamorada. En primero de primaria
tuve un jerbo, Spazzy, al que quería con locura. Nunca me
perdonaré habérmelo llevado al colegio para enseñárselo a todo el
mundo y hablar de él: Edgar Thibaud se dejó abierta la jaula cuando
yo no miraba y Spazzy conoció a Tiger, el gato de Jessica
Rodríguez y... Bueno, el resto es historia. Mis mejores deseos para
Spazzy, que debe de estar en el cielo de los jerbos. Lo siento, lo
siento, lo siento. Dejé de comer carne el mismo día de la masacre,
como penitencia por lo que le había hecho a Spazzy. He sido
vegetariana desde los seis años, todo por amor a un jerbo.
Y llevo desde los ocho años literariamente enamorada de Sport,
un personaje de Harriet la espía. Empecé a escribir mi propio diario
al estilo Harriet —en cuadernos Moleskine rojos que el abuelo me
compra en la Strand— en cuanto leí ese libro por primera vez, sólo
que yo no escribo observaciones desagradables sobre la gente,
como hacía Harriet a veces. Suelo hacer ilustraciones y escribir citas
o pasajes memorables de libros que he leído, o ideas para recetas o
pequeñas historias que me invento cuando me aburro. Quiero
demostrarle al Sport adulto que me he esforzado todo lo que he
podido en no perjudicar a los demás escribiendo chismorreos y esas
cosas.
Langston ha estado enamorado. Dos veces. Su primer gran
romance acabó tan mal que tuvo que dejar Boston tras su primer

23
año de universidad y volver a casa para que su corazón pudiera
curarse. Así de mala fue la ruptura. Espero no querer nunca a nadie
tanto como para que puedan herirme como hirieron a Langston.
Estaba tan dolido que lo único que hacía era llorar, y rondar por la
casa, y pedirme que le preparase sándwiches de crema de
cacahuete y plátano, y que jugase con él a Boggle, lo cual, por
supuesto, siempre hacía. Porque generalmente hago todo lo que
Langston me pide. Finalmente, Langston se recuperó y ahora está
enamorado de nuevo. Creo que este está bien. Su primera cita fue
en la sinfónica. ¿Cómo puede ser malo un tío a quien le guste
Mozart? Bueno, espero que no lo sea.
Desgraciadamente, ahora que Langston vuelve a tener novio, se
ha olvidado de mí por completo. Tiene que estar con Benny todo el
rato. Para Langston, que mis padres y el abuelo se hayan ido por
Navidades es un auténtico regalo; para mí, en cambio, es una
faena. Le expresé a Langston mis protestas sobre el hecho de que,
durante las vacaciones, le concediera a Benny el permiso de
residencia permanente en nuestra casa. Le recordé que ya que
mamá y papá iban a estar en Fiji por navidades y el abuelo, en su
apartamento de invierno en Florida, era él quien tenía la
responsabilidad de hacerme compañía. Después de todo, yo
siempre había estado ahí para ayudarlo cuando me había
necesitado.
Pero Langston repetía:
—Lily, es que tú no lo entiendes. Lo que necesitas es a alguien
que te mantenga ocupada. Necesitas un novio.
Sí, claro. ¿Quién no necesita un novio? Pero seamos realistas.
Esas criaturas exóticas son difíciles de encontrar. Al menos, las de

24
calidad. Voy a una escuela de chicas, pero no tengo ningún interés
en encontrar allí a una compañera romántica, con todo el respeto
por mis hermanas sáficas. La mayoría de las criaturas del sexo
opuesto que conozco o están emparentadas conmigo o son gais. Y
las pocas que no lo son, por lo general, están demasiado apegadas
a sus Xbox como para fijarse en mí, o consideran que una chica de
mi edad debe tener el aspecto y el comportamiento que dicta la
revista Maxim o simplemente ser como uno de esos personajes de
videojuego.
También está el problema del abuelo. Hace muchos años, era el
dueño de un negocio familiar, una tienda de barrio de ultramarinos
situada en la Avenida A, en el East Village. Vendió el negocio, pero
se quedó con el edificio, en el que crió a su familia. Mi familia vive
ahora en ese edificio, y mi abuelo ocupa el cuarto piso, lo que él
llama el «ático», un espacio que en su día había sido una buhardilla.
En la planta baja, donde en tiempos de mi abuelo había la tienda de
ultramarinos, hay ahora un restaurante japonés. El abuelo ha
presidido el barrio desde siempre, tanto cuando no era más que un
refugio económico para las familias inmigrantes, como ahora, que se
ha convertido en un enclave yupi. Todos le conocen. Cada mañana
se reúne con sus amigotes en la panadería italiana del barrio, donde
esos fornidos hombretones beben café expreso en pequeñas y
delicadas tacitas. Y como todo el mundo le tiene mucho afecto al
abuelo, todos protegen a su mascota: yo, el bebé de la familia, la
más joven de sus diez nietos. Así que, según dice Langston, los
pocos chicos de la zona que han mostrado algún interés por mí han
sido rápidamente «persuadidos» de que yo soy demasiado joven
para salir. Es como si llevase un abrigo invisible de inaccesibilidad

25
para chicos monos cuando paseo por el barrio. Es un auténtico
problema.
Así que Langston ha decidido (1) asignarme un proyecto que me
mantenga ocupada y le permita tener a Benny para él solo durante
las navidades y (2) llevar ese proyecto al este de la Primera
Avenida, lejos del escudo protector del abuelo. Langston ha cogido
el último cuaderno Moleskine rojo que el abuelo me había comprado
y, con la ayuda de Benny, ha trazado una serie de pistas para
encontrarme a un compañero a mi medida. O eso es lo que me
habían dicho. Pero las pistas no podían ser más contrarias a lo que
yo era. Quiero decir, ¿pianismo francés? Tal vez suena un poco
pícaro. ¿The Joy of Gay Sex? Me sonrojo sólo de pensarlo.
Definitivamente pícaro. ¿Jerga sexual de la reina del baile? Por
favor. Pero si jerga sexual me parece una palabrota de las
malsonantes. Nunca osaría pronunciar esa palabra, y mucho menos
leer un libro que la incluyera en el título.
En serio, estaba convencida de que lo del cuaderno era la idea
más estúpida que Langston había tenido nunca hasta que ha
mencionado dónde pensaba dejarlo: en la Strand, la librería a la que
solían llevarnos nuestros padres los domingos y por cuyos pasillos
deambulábamos libremente, como si fueran nuestro patio particular.
Es más, lo ha colocado junto a mi libro-himno personal, Franny y
Zooey.
—Si en algún lugar hay un tío perfecto para ti —dijo Langston—,
lo encontraremos a la caza de ediciones antiguas de Salinger.
Empezaremos por ahí.
Si hubieran sido unas navidades normales, en las que mis amigos
hubieran estado por aquí y en las que se hubieran celebrado las

26
tradiciones normales, nunca hubiera accedido a la idea de Langston
del cuaderno rojo. Pero la perspectiva de pasar un día de Navidad
sin abrir regalos ni disfrutar de otras celebraciones es realmente
triste. Además, no soy precisamente la reina de la popularidad en la
escuela, así que tampoco eran muchas las posibilidades de tener
compañía durante las vacaciones. Necesitaba hacer algo.
Pero nunca pensé que alguien —y mucho menos un cliente
potencial de esa altamente codiciada, pero extremadamente
escurridiza especie, Chico Adolescente Que Realmente Lee y Pasa
el Rato en la Strand— encontraría el cuaderno y respondería a sus
desafíos. Como tampoco pensé que mi grupo de villancicos recién
formado me abandonaría, después de cantar sólo dos noches en la
calle, para interpretar canciones de taberna irlandesas en un pub de
la Avenida B. Nunca imaginé que alguien descifraría las pistas
crípticas de Langston y que devolvería el favor.
Sin embargo, ahí estaba, en mi móvil: un mensaje de mi primo
Mark confirmando que dicha persona podría existir.

Lily, tienes un interesado en la Strand. Te ha dejado algo a cambio. Lo he dejado


allí para ti en un sobre marrón.

No me lo podía creer. Respondí: ¿¡¿¡QUÉ ASPECTO TENÍA!?!?


Mark respondió: Cargante. Se hace el interesante.

Intenté imaginarme a mí misma haciendo amistad con un chico


cargante que se hacía el interesante y no podía. Soy una buena
chica. Una chica tranquila (excepto por los villancicos). Saco buenas
notas. Soy la capitana del equipo de fútbol de mi escuela. Quiero a
mi familia. No sé nada de lo que se supone que está «a la última»

27
en el centro de la ciudad. Soy bastante aburrida y un poco bicho
raro, la verdad, y no lo digo para hacerme la interesante. Es como si
tomaras a Harriet la espía, esa espía niña prodigio marimacho de
once años, y te la imaginaras unos pocos años después: con tetas,
camisa de uniforme de colegio inglés que lleva incluso los días que
no hay clase, y los tejanos que su hermano ha tirado. Añade al
conjunto algunos collares con animalitos, unas Chucks gastadas en
los pies y gafas de empollona de montura negra, y ya me tienes
retratada. A veces mi abuelo me llama Lily la cándida, porque todos
piensan que soy dulce y delicada.
A veces me pregunto qué sentiría si me aventurara a descubrir el
lado oscuro...
Hice un sprint hasta la Strand para recuperar lo que fuera que el
misterioso tomador del cuaderno había dejado para mí. Mark se
había ido, pero había garabateado un mensaje en el sobre que
había dejado para mí: En serio, Lily. El tipo es muy plomo.
Rasgué el paquete para abrirlo y ¿¡¿¡qué!?!? El señor Cargante
me había dejado un ejemplar de El Padrino, junto con una carta de
comida para llevar de Two Boots Pizza. La carta estaba llena de
huellas sucias, indicando que quizá procedía del suelo de la Strand.
Para seguir con el tema antihigiénico, el libro ni siquiera era un
ejemplar nuevo de El Padrino, sino un ejemplar andrajoso que olía a
humo de cigarrillo y tenía páginas arrugadas y una encuadernación
a las puertas de la muerte.
Llamé a Langston para descifrar este sinsentido. Sin respuesta.
Ahora que mis padres nos habían enviado un mensaje para
decirnos que habían llegado sanos y salvos al paraíso Fiji,
probablemente Benny se habría trasladado oficialmente a casa, así

28
que la puerta de la habitación de Langston debía de estar cerrada y
su teléfono, apagado.
No me quedaba otra opción que ir a picar algo y reflexionar sola
sobre el cuaderno rojo. ¿Qué más podía hacer? Ante la duda,
ingiere carbohidratos.
Fui a la dirección del Two Boots que había en la carta: estaba en
la Avenida A, justo por encima de Houston. Le pregunté a la
persona que había en el mostrador:
—¿Conoce a un chico cargante a quien le gusta El Padrino?
—Ojalá lo conociera. ¿Sencilla o pepperoni?
—Calzone, por favor —respondí.
Two Boots hace unas pizzas muy especiadas. No son para mí y
mi sensible sistema digestivo.
Me senté en un banco de un rincón y hojeé el libro que el señor
Cargante había dejado para mí, pero no encontré ninguna pista.
«Bien —pensé—, creo que este juego se ha acabado tan pronto
como ha empezado.» Era demasiado inocente y pura como para
descifrarlo.
Pero entonces la carta que había escondido entre las páginas del
libro cayó al suelo y descubrí que de su interior asomaba un Post-it
que no había visto antes. Lo recogí. Definitivamente, garabatos de
chico: cambiantes, extraños y apenas legibles.
He aquí el lado aterrador. Conseguí descifrar el mensaje.
Contenía un poema de Marie Howe, uno de los poemas favoritos de
mi madre. Mamá es profesora de inglés, especializada en literatura
norteamericana del siglo XX, y cuando Langston y yo éramos
pequeños, en lugar de leernos cuentos, nos torturaba regularmente

29
con fragmentos de poesía. Así que mi hermano y yo somos muy
buenos conocedores de la poesía norteamericana moderna.
La nota era un pasaje de un poema de Marie Howe, uno de los
preferidos de mi madre, y se trataba de un poema que siempre me
ha gustado. Tiene un pasaje en el que la poetisa se ve a sí misma
reflejada en el escaparate de un videoclub, unos versos que siempre
me habían divertido: me imaginaba a una poetisa loca deambulando
por las calles y contemplando furtivamente su imagen reflejada en el
escaparate de un videoclub junto a carteles de Jackie Chan o
Sandra Bullock o de alguien superfamoso y probablemente nada
poeta. El chico Cargante estaba empezando a gustarme y me gustó
todavía más cuando descubrí que había subrayado mi parte favorita
del poema:
Vivo. Te recuerdo.
No tenía ni idea de cómo podían estar conectados Marie Howe,
Two Boots Pizza y El Padrino. Intenté llamar a Langston de nuevo.
Seguía sin responder.
Leí y releí el pasaje. Vivo. Te recuerdo. Realmente no me atrae la
poesía, pero tenía que reconocerlo: era bonito.
Dos personas se sentaron en el banco que había junto a mí,
dejando sobre su mesa algunos vídeos de alquiler. Fue entonces
cuando me di cuenta de la conexión: escaparate del videoclub de la
esquina. Ese local de Two Boots tenía anexo un videoclub.
Me abalancé sobre la sección de vídeos como quien va al baño
tras haber ingerido accidentalmente un pedazo de pizza cargado de
salsa picante. Fui directa adonde se encontraba El Padrino. La
película no estaba allí. Le pregunté a la empleada dónde podía
encontrarla.

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—No está —contestó ella.
De todas formas regresé a la sección P y encontré, mal colocada,
El Padrino III. Abrí la caja y, ¡sí!, otro Post-it con los garabatos de
Cargante:
Nunca nadie comprueba El Padrino III. Sobre todo cuando está
mal archivado. ¿Quieres otra pista? Si es así, busca Sin pistas.
También mal archivada, donde el dolor se encuentra con la piedad.
Volví a la empleada del mostrador.
—¿Dónde se encuentra el dolor con la piedad? —pregunté,
esperando una respuesta existencial.
La empleada no levantó la mirada del cómic que estaba leyendo.
—Documentales extranjeros.
Oh.
Fui a la sección de documentales extranjeros. Y, sí, junto a una
película llamada El dolor y la piedad, ¡había un ejemplar de Sin
pistas! En el interior de la caja de Sin pistas encontré otra nota:
No esperaba que llegases tan lejos. ¿Acaso también eres fan de
películas francesas deprimentes sobre masacres? Si es así, ya me
gustas. Si no, ¿por qué no? ¿También odias las películas de Woody
Allen? Si quieres recuperar tu cuaderno Moleskine rojo, te sugiero
que le dejes las instrucciones junto con una película que elijas a
Amanda, la chica de la recepción. Por favor, nada de películas de
Navidad.
Fui de nuevo a la recepción.
—¿Eres Amanda? —le pregunté a la empleada.
Ella levantó la vista, enarcando una ceja.
—Sí.
—¿Puedo dejarte algo para alguien? —pregunté.

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Estuve a punto de guiñarle el ojo, pero no podía caer en algo tan
trillado.
—Sí —dijo ella.
—¿Tienes una copia de Milagro en la calle 34? —le consulté.

32
tres

–Dash–
22 de diciembre

—¿Es una broma? —le pregunté a Amanda.


Pero, por la forma en que me miró, supe que no lo era.
¡Vaya! Tendría que haber sido más listo y no mencionar las
películas de Navidad. Estaba claro que el sarcasmo de Lily afloraba
con la menor provocación. Leí la nota:

5. Busca las cálidas manoplas de lana


adornadas con un reno, por favor.

¿Había alguna duda de cuál era mi próximo destino?


Macy’s.
Dos días antes de Nochebuena.
También podría haber envuelto mi cabeza en papel de regalo y
rellenarlo con dióxido de carbono. O colgarme de un gancho para
resguardos de tarjetas de crédito. Dos días antes de Nochebuena,
los grandes almacenes son como una ciudad en estado de sitio:
pasillos repletos de consumidores con ojos desorbitados peleándose
entre ellos para conseguir la última bola de cristal en forma de
caballito de mar que pensaban regalarle a sus respectivas tías
abuelas.

33
No podía hacerlo.
Y no lo haría.
Tenía que hacerlo.

Intenté distraerme pensando en otras cosas, pero en cuanto subí las


escaleras y pisé Herald Square, me engulleron la multitud y sus
bolsas de la compra. Era un espectáculo deprimente que no hizo
más que empeorar cuando oí la campana del Ejército de Salvación.
Estaba convencido de que, si no me escapaba pronto, aparecería
uno de esos coros infantiles y me cantaría villancicos hasta hacerme
perder la razón.
Entré en Macy’s y me enfrenté a la patética visión: un gran
almacén lleno de consumidores que no compraban para sí mismos.
Al no disfrutar de la gratificación instantánea que proporciona la
compra para uno mismo, todo el mundo avanzaba presa del estupor
táctico de los que están financieramente obligados. La temporada
estaba tocando a su fin y todos echaban mano de los últimos
recursos: una corbata para papá, un fular para mamá y jerséis para
los niños, les gustasen o no. Yo había hecho todas mis compras
online, de 2 a 4 de la madrugada, el 3 de diciembre. Mis regalos
reposaban ya en sus respectivas casas, esperando a ser abiertos
para Año Nuevo. Mi madre me había dejado sus regalos en su casa,
para que los abriera allí, mientras que mi padre me había entregado
un billete de cien dólares para que me fuera a la ciudad. De hecho,
sus palabras exactas fueron:
—No te lo gastes todo en alcohol y mujeres.
Si hubiera existido una forma de dar una tarjeta regalo para

34
alcohol y mujeres, estoy seguro de que habría mandado a su
secretaria que corriese a buscarme una en su pausa para comer.
Los vendedores estaban tan traumatizados que una pregunta del
estilo «¿Dónde puedo encontrar las cálidas manoplas de lana
adornadas con un reno?» no parecía en absoluto extraña.
Finalmente, me encontré en la sección Prendas de Exterior,
preguntándome qué debía de considerarse Prenda de Interior, a
excepción de un tapón para los oídos.
Siempre he pensado que ponerse manoplas es dar unos cuantos
pasos atrás en la escala de la evolución. ¿Por qué querríamos
convertirnos en una versión menos ágil de una langosta? Pero mi
desprecio hacia las manoplas fue a más en cuanto vi las ofertas de
Macy’s. Había manoplas con el aspecto de galletas de jengibre en
forma de muñecos y manoplas decoradas con espumillón. Vi un par
que imitaba el pulgar de un autostopista cuyo destino, al parecer,
era el Polo Norte. Justo delante de mis ojos, una mujer de mediana
edad las cogió y las colocó encima del montón que se había ido
formando sobre sus brazos.
—¿Está segura? —me encontré diciendo en voz alta.
—¿Cómo dice? —repuso ella, irritada.
—Dejando a un lado las consideraciones estéticas y prácticas —
respondí—, esas manoplas no tienen ningún sentido. ¿Por qué
querría usted hacer autostop hasta el Polo Norte? ¿Acaso no está la
gracia de las navidades en que hay entrega a domicilio? Cuando
llegue usted ahí arriba, lo único que va a encontrar es una pandilla
de elfos exhaustos y quejicas. Suponiendo, por supuesto, que crea
usted en la presencia mítica de un taller allí arriba, cuando todos

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sabemos que ni siquiera hay un polo en el Polo Norte y que, con el
calentamiento global, pronto no habrá ni hielo.
—¿Por qué no te vas a la mierda? —espetó la mujer.
Entonces cogió sus manoplas y se fue de allí.
Este es el milagro de esta época, la capacidad que tiene de hacer
aflorar los a la mierda que hay en nuestros corazones. Puedes
ensañarte con un extraño, o con alguien más cercano a ti. Los a la
mierda pueden soltarse por una pequeña razón: me has quitado la
plaza de aparcamiento, o has cuestionado mi gusto por las
manoplas o me ha costado dieciséis horas encontrar el palo de golf
que tú querías y tú a cambio me regalas una invitación para
McDonald’s; o pueden salir a la luz después de haberse escondido
durante años en nuestro interior: siempre insistes en cortar tú el
pavo, pero soy yo quien ha estado horas cocinándolo, o no puedo
pasar otras vacaciones fingiendo estar enamorado de ti, o quieres
que herede tu pasión por el alcohol y las mujeres, en ese orden,
pero más que un padre eres un modelo a no seguir para mí.
Es por esto por lo que no deberían haberme permitido entrar en
Macy’s. Porque cuando conviertes un corto periodo de tiempo en
una «época», consigues que todo lo que se asocia a ella se
amplifique. Una vez que estás dentro, es difícil escapar.
Empecé a palpar a todas las manoplas con adornos de reno,
convencido de que Lily habría escondido algo dentro de una de
ellas. Por supuesto, en el quinto par encontré una bola de papel.
Tiré del trocito de papel.

6. He dejado algo para ti bajo la almohada.

Siguiente parada: ropa de cama. Personalmente, prefería la

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palabra encamar. ¿Podría indicarme la sección de camas? no tiene
comparación con ¿Te encamas conmigo? ¿En serio nos vamos a
encamar? En realidad, sabía que estas frases funcionaban mejor en
mi cabeza que en ningún otro sitio. Sofía nunca entendió lo que yo
decía, aunque probablemente se debía a que no era una hablante
nativa. Incluso la animé a que me soltara algún juego de palabras
rebuscado en español, pero lo cierto es que tampoco en este caso
sabía a qué me refería.
Pero era guapa. Como una flor. Echo de menos aquello.
Cuando llegué a la sección de ropa de cama, me pregunté si Lily
se había dado cuenta del montón de camas que había para
explorar. Podían acoger allí a todo un orfanato, con algunas camas
extra para que las monjas juguetearan a su alrededor. (¡A ver si
puedes tirar de mi toca! ¡A VER SI PUEDES!) La única forma en que
iba a ser capaz de examinar todas las camas era dividir la planta en
cuadrantes y moverme en el sentido de las agujas del reloj,
empezando por el norte.
En la primera cama, con sábanas de un estampado de cachemir,
había apiladas cuatro almohadas. Introduje inmediatamente la mano
bajo los cojines en busca de la nota siguiente.
—¿Disculpe? ¿Puedo ayudarle?
Me volví y vi a un vendedor, con una expresión entre divertida y
alarmada en el rostro. Se parecía mucho a Barney Rubble, aunque
en el pelo tenía restos de un tinte en espray que hubiera sido
imposible encontrar en la prehistoria. Me solidaricé con él. No por el
tinte —nunca haría una porquería así—, sino porque pensé que ser
vendedor de camas era un trabajo perversamente paradójico.
Quiero decir que ahí estaba él, forzado a aguantar de pie durante

37
ocho o nueve horas al día, rodeado de montones de camas. Y no
sólo eso: además estaba rodeado de compradores que veían las
camas y no podían evitar pensar: «Tío, me encantaría acostarme en
esa cama un segundo». Así que no sólo debía retenerse para no
acostarse, sino que también tenía que impedir que los demás lo
hicieran. Sabía que de haber sido él, yo habría estado desesperado
por tener compañía humana. Así que decidí ganarme su confianza.
—Estoy buscando algo —dije. Miré rápidamente su dedo anular.
Bingo—. Es usted un hombre casado, ¿no?
Él asintió.
—Bueno, pues esto es lo que ocurre —empecé a explicar—: mi
madre estaba mirando las camas y dejó caer la lista de los regalos
bajo una de las almohadas. Así que ahora está arriba, en la sección
de cuberterías, preocupada porque no puede recordar qué había
decidido comprarle a cada uno y mi padre está a punto de quemar
su último fusible, porque ir de compras le gusta tanto como ser
víctima del terrorismo o pagar los impuestos estatales. Así que él
me ha mandado bajar para buscar la lista y, si no la encuentro
rápido, habrá una hecatombe enorme en la quinta planta.
Barney Rubble Supertinte se puso el dedo en la sien para poder
pensar mejor.
—Creo que la recuerdo —dijo—. Yo miraré en esas almohadas
mientras tú miras debajo de estas, ¿vale? Pero, por favor, procura
ponerlas de nuevo en su sitio y trata de no arrugar las sábanas.
—¡Oh, tranquilo! —le aseguré.
A riesgo de decir algo legalmente demandable, he de confesar
que encontré cosas alucinantes bajo las almohadas en Macy’s.
Caramelos de palo a medio comer. Juguetes para que muerdan los

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bebés. Tarjetas de visita. Había un objeto que tanto podía ser una
medusa muerta como un condón, pero aparté los dedos antes de
averiguarlo. De hecho, el pobre Barney dejó escapar un gritito
cuando encontró un roedor en descomposición. Cuando se esfumó
para hacer desaparecer el cadáver y llevar a cabo una desinfección
a fondo, encontré el trocito de papel que estaba buscando.

7. Te desafío a que le preguntes a Papá Noel cuál es tu próximo mensaje.

No. No, joder, no, no, no.


Si no hubiera apreciado su sadismo, me habría largado corriendo.
Pero, en lugar de desaparecer, me fui directo a ver a Papá Noel.
Aunque no resultaba tan fácil. Bajé a la planta baja, al País de las
Maravillas de Papá Noel, y la cola era larguísima, por lo menos de
diez clases. Los niños se colgaban de los brazos de los padres y se
movían inquietos mientras los mayores hablaban por los móviles, o
se quejaban constantemente de los cochecitos, o se tambaleaban
de un lado a otro como muertos vivientes.
Por suerte, yo siempre viajo con un libro, por si tengo que hacer
cola para hablar con Papá Noel u otros inconvenientes de ese tipo.
Más de un padre me lanzó miradas extrañas. Les podía ver
haciendo el cálculo mental: yo era demasiado mayor para creer en
Papá Noel, pero demasiado joven para andar detrás de sus hijos.
Así que, aunque era sospechoso, estaba a salvo.
Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar al principio de la cola.
Los niños llevaban sus cartas en la mano, y galletas, y cámaras
digitales, mientras que yo sólo sostenía un ejemplar de Cuerpos
Viles. Por fin me llegó el turno. Vi que la niña que tenía delante
terminaba y empecé a avanzar.

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—¡Un segundo! —ordenó una voz áspera y dictatorial.
Bajé la vista y me encontré con el cliché menos satisfactorio de la
historia de Navidad: un elfo forzudo.
—¿CUÁNTOS AÑOS TIENES? —ladró.
—Trece —mentí.
Sus ojos eran tan hirientes como el verde de su ridículo sombrero.
—Lo siento —dijo, aunque su voz no lo sentía—, pero el límite es
doce.
—Prometo que no estaré mucho rato —dije.
—¡EL LÍMITE ES DOCE!
La niña había agotado su tiempo con Papá Noel. Era mi turno. Era
mi turno, con todo el derecho.
—Sólo tengo que preguntarle una cosa a Papá Noel —dije—. Eso
es todo.
El elfo me bloqueó el camino con su cuerpo.
—Apártate de la cola ahora mismo —exigió.
—Oblígame —respondí.
Ahora todo el mundo estaba pendiente de nosotros. Los niños
abrían los ojos como platos, asustados. La mayoría de los papás, y
algunas mamás, se estaban preparando para abalanzarse sobre mí
si yo intentaba algo.
—Seguridad —dijo el elfo, pero no pude distinguir a quién se
dirigía.
Avancé, golpeando su hombro con mi muslo y cuando ya casi
había llegado hasta Papá Noel, sentí un tirón en el culo. El elfo se
había agarrado al bolsillo trasero de mis tejanos y trataba de tirar de
mí.
—Suél-ta-me —dije golpeándolo de nuevo.

40
—¡Eres MALO! —gritó el elfo—. ¡Muy MALO!
Atrajimos la atención de Papá Noel. Me echó un vistazo y
después dijo riendo:
—¡Ho, ho, ho! ¿Qué problema hay?
—Me ha enviado Lily —contesté.
Papá Noel, detrás de esa poblada barba, comprendió. Entretanto,
el elfo estaba a punto de bajarme los pantalones.
—¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! ¡Suéltale, Desmond!
El elfo me soltó.
—Llamaré a seguridad —insistió.
—Si lo haces —masculló Papá Noel—, volverás tan rápido a
doblar toallas que ni siquiera tendrás tiempo de quitarte los
cascabeles de las botas.
Fue una suerte que en ese momento el elfo no estuviera
envolviendo alguna de esas palas de juguete, porque, de lo
contrario, ese día en Macy’s habría tenido un final muy distinto.
—Bien, bien, bien —dijo Papá Noel cuando el elfo se hubo
retirado—. Ven y siéntate en mis rodillas, pequeño.
La barba de ese Papá Noel era real, al igual que su pelo. Se lo
tomaba en serio.
—En realidad no soy un niño pequeño —señalé.
—Entonces, sube a mis rodillas, niño grande.
Me subí encima de él. No quedaba mucho regazo libre bajo su
barriga. Y, aunque intentó disimularlo, os aseguro que cuando me
subí se recolocó el paquete.
—¡Ho, ho, ho! —rió con ganas.
Me senté en sus rodillas cautelosamente, como lo haría en uno de
esos asientos de metro que tienen algún chicle pegado.

41
—¿Has sido un niño bueno este año? —preguntó.
No creía que fuese yo la persona indicada para determinar mi
propia bondad o maldad, pero, con el fin de acelerar este encuentro,
le dije que sí.
Él cabeceó con alegría.
—¡Bueno, bueno! Entonces, ¿qué te puedo traer esta Navidad?
Me parecía que era obvio.
—Un mensaje de Lily —contesté—. Eso es lo que quiero para
Navidad. Pero lo quiero ahora mismo.
—¡Qué impaciente! —dijo Papá Noel bajando la voz y
susurrándome en el oído—. Pero Papá Noel tiene una cosita para ti
—añadió moviéndose un poco sobre su asiento—, justo por debajo
de su abrigo. Si quieres tener tu regalo, tendrás que frotar la barriga
de Papá Noel.
—¿Qué? —exclamé.
Él bajó los ojos en dirección a su estómago.
—Adelante.
Miré con atención y vi el perfil pálido de un sobre bajo su abrigo
de terciopelo rojo.
—Vamos, que ya no puedes esperar más —susurró él.
La única forma que tenía de sobrevivir a eso era considerarlo
como lo que era: un desafío.
«A la mierda, Lily. No puedes intimidarme.»
Metí la mano bajo el abrigo de Papá Noel. Para horror mío,
descubrí que no llevaba nada debajo. Estaba caliente, sudoroso,
cubierto de pelo... y su barriga era ese enorme obstáculo que me
impedía llegar al sobre. Tuve que inclinarme para doblar el brazo y

42
poder alcanzar mi objetivo, mientras Papá Noel no dejaba de reírse
junto a mi oído:
—¡Oh, ho ho, ho ho, oh ho!
Oí que el elfo gritaba:
—¡Qué demonios!
Y algunos padres que empezaron a impacientarse. Sí, estaba
sobando a Papá Noel. Y tenía la punta del sobre en la mano. Él
intentó alejarlo de mí meneándose, pero lo cogí fuerte y tiré hacia
fuera, arrancando con él algún que otro pelo blanco.
—¡Au, ho ho! —gritó Papá Noel.
Salté de sus rodillas.
—¡El de seguridad está aquí! —proclamó el elfo.
Tenía el sobre en la mano, húmedo, pero intacto.
—¡Ha tocado a Papá Noel! —dijo chillando un niño.
Corrí. Salté. Zigzagueé. Me zambullí entre los turistas hasta que
me refugié en un probador de la sección de caballeros. Me sequé la
mano y el sobre con un chándal púrpura de terciopelo que alguien
había dejado allí, y me dispuse a descubrir las siguientes palabras
de Lily.

8. ¡Eso es valor!
Ahora, todo lo que quiero para Navidad
(o para el 22 de diciembre)
es tu mejor recuerdo de Navidad.
También quiero que me devuelvas mi cuaderno rojo,
así que déjalo, con tu recuerdo incluido,
en mi calcetín de la segunda planta.

Abrí el Moleskine por la primera página en blanco disponible y


empecé a escribir.

43
Mi mejor Navidad la viví cuando tenía ocho años. Mis padres se
acababan de separar y me dijeron que tenía mucha suerte, porque
ese año iba a tener dos navidades en lugar de una. Lo llamaron
Navidad australiana, porque una noche yo recibiría regalos en casa
de mi madre y, a la mañana siguiente, en casa de mi padre. Y
estaría bien, porque en ambos casos sería Navidad en Australia. Me
pareció genial y, sinceramente, me sentí afortunado. ¡Dos
navidades! Cenas al completo, los parientes de cada parte en la
Navidad que les correspondía. Debieron de partir mi lista de
Navidad por la mitad, porque tuve todo lo que había pedido, sin
repeticiones. Pero la segunda noche, mi padre cometió el gran error.
Yo estaba despierto y era tarde, muy tarde, y todos se habían ido a
casa. Él estaba bebiendo algo de color marrón-dorado —
probablemente brandy—, me arrastró junto a él y me preguntó si me
gustaba tener dos navidades. Le contesté que sí y me dijo de nuevo
lo afortunado que era. Entonces me preguntó si deseaba algo más.
Le dije que también quería que mamá estuviera con nosotros. Y él
ni pestañeó. Dijo que vería lo que podía hacer. Y le creí. Estaba
convencido de que tenía suerte y de que dos navidades eran mejor
que una, y creía que, aunque Papá Noel no era real, mis padres
todavía podían hacer magia. Así que por eso fue mi mejor Navidad.
Porque fue la última en la que creí de verdad.

Planteas una pregunta, y obtienes una respuesta. Pensé que si Lily


no podía entender eso, no había ninguna razón para continuar.
En la segunda planta, tras dar un gran rodeo para evitar el puesto
de Papá Noel y los guardias de seguridad, encontré el lugar donde

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vendían los calcetines de Navidad personalizados. Efectivamente,
había un colgador de calcetines Lily, justo entre LINAS y LIVINIA.
Dejaría el cuaderno ahí...
...pero primero tenía que ir al cajero automático para comprarle a
Lily una entrada para la sesión de las 10 de la mañana del día
siguiente de Un reno atropelló a la abuela.

45
cuatro

(Lily)
23 de diciembre

Nunca he ido sola al cine. Generalmente, cuando voy a ver una


película, me acompaña mi abuelo, o mi hermano y mis padres, o mis
primos. Lo mejor es cuando vamos todos juntos, como un ejército de
zombis ansiosos de palomitas que se ríen de la misma forma, se
quedan boquiabiertos de la misma forma y les importa tan poco
estar en contacto con los gérmenes de los demás que están
dispuestos a compartir una Coca-Cola gigante con una sola pajita.
La familia es muy útil en estos casos.
Había pensado convencer a Langston y a Benny para que me
acompañasen a ver Un reno atropelló a la abuela en la sesión de las
10 de la mañana. Pensé que era su responsabilidad acompañarme,
puesto que fueron ellos los que empezaron con toda esta historia.
Decidí despertarlos temprano, a las 8, para decírselo y para que
tuvieran tiempo suficiente tanto de pensar qué camiseta irónica
ponerse como de peinarse de ese modo estudiadamente
desenfadado.
Pero cuando traté de despertar a Langston me arrojó su
almohada y no se movió de la cama.
—¡Sal de mi habitación, Lily! —refunfuñó—. ¡Vete sola al cine!

46
Benny se dio la vuelta y miró el despertador que Langston tenía
junto a su cama.
—¡Ay, pero ¿qué hora es?! ¿Las ocho? Merde, merde, merde, ¿y
en vacaciones de Navidad? ¡Pero si en esta época es casi una ley
dormir hasta las doce! Ay, ¡VUELVE A DORMIR!
Benny se acostó boca abajo y se puso la almohada sobre la
cabeza, dispuesto a reanudar sus sueños.
Yo estaba bastante cansada: me había levantado a las 4 de la
mañana para hacerle a mi misterioso amigo Cargante un regalo
especial. No me habría importado echarme en el suelo, junto a
Langston, para dar una cabezadita, como cuando éramos
pequeños, pero sospechaba que si sugería algo parecido esa
mañana con esa compañía en particular, Langston repetiría su
estribillo de reserva:
—¿Me has oído, Lily? ¡FUERA DE MI HABITACIÓN!
En realidad dijo eso. No lo estaba imaginando.
—Pero no me permiten ir sola al cine —le recordé a Langston.
Al menos, esa era la regla cuando tenía ocho años. Mamá y papá
nunca aclararon si la regla iba a modificarse en cuanto fuera
cumpliendo años.
—Por supuesto que puedes ir al cine tú sola. Y, aunque no
pudieras, yo estoy al frente mientras mamá y papá estén fuera, y te
autorizo a ir. Y, cuanto antes dejes mi habitación, antes consentiré
que tu toque de queda se amplíe de las once a las doce de la
noche.
—Mi toque de queda es a las diez y no puedo salir sola de noche.
—¿Sabes qué? Tu nuevo toque de queda es que no hay toque de
queda y puedes estar fuera tanto como quieras, con quien quieras,

47
incluso puedes estar fuera sola, no me importa; tú limítate a tener
encendido el teléfono para que yo pueda llamarte y asegurarme de
que sigues viva. Y eres libre de emborracharte hasta arriba y de
divertirte con chicos y...
—LA, LA, LA, LA, LA —dije tapándome los oídos con las manos
para evitar oír las guarradas que sin duda estaba diciendo Langston.
Me volví dispuesta a salir de la habitación, pero cambié de idea y
pregunté—: ¿Qué vamos a hacer para la cena de pre-Nochebuena?
Había pensado que podríamos asar algunas castañas y...
—¡FUERA! —berrearon Langston y Benny.
Se acabó la alegría del día antes de Nochebuena. Cuando
éramos pequeños, la cuenta atrás de Navidad empezaba una
semana antes, y Langston y yo comenzábamos ese día diciendo:
«¡Buenos días! ¡Y feliz día antes del día antes del día antes del día
antes de Navidad!». Y así hasta el auténtico día de Navidad.
Me preguntaba qué clase de monstruos se escondían en los cines
dispuestos a abalanzarse sobre la gente que se sentaba sola
porque sus hermanos no habían querido levantarse de la cama para
llevarles al cine. Pensé que lo mejor sería aprender a ser mala a
toda velocidad para estar preparada ante cualquier situación. Me
vestí, envolví mi regalo especial, y me planté frente al espejo del
baño para practicar caras de miedo que disuadieran a cualquier
monstruo devorador de personas que se sientan solas.
Cuando practicaba mi cara más malvada —lengua fuera, nariz
arrugada, ojos con mirada de mucho odio—, descubrí que Benny
estaba justo detrás de mí, en el vestíbulo del baño.
—¿Por qué haces caras de gatito en el espejo? —preguntó
bostezando.

48
—¡Son caras malas! —proferí.
Benny dijo:
—Mira, ese modelito que llevas da más miedo que tu cara de
gatito malo. Pero ¿qué te has puesto, el vestido de la Quinceañera
que se ha Vuelto Chalada?
Bajé la mirada para contemplar mi atuendo: camisa de uniforme
de escuela inglesa metida por dentro de una falda de fieltro de color
verde lima que me llegaba hasta las rodillas y que llevaba bordado
un reno, calcetines retorcidos color caramelo y, en los pies, unas
Chucks trituradas.
—¿Qué le pasa a mi atuendo? —pregunté frunciendo el ceño—. A
mí me parece que llevo una ropa perfectamente adecuada para el
día antes del día antes de Navidad. Y para una película sobre un
reno. Además, ¿tú no querías seguir durmiendo?
—He hecho una pausa para ir al baño. —Benny me inspeccionó
de la cabeza a los pies y dijo—: No. Los zapatos no encajan. Si vas
a ir con esa ropa, deberías cambiarte los zapatos. Ven conmigo.
Me cogió de la mano y me arrastró hasta el armario de mi
habitación. Estudió atentamente los montones de deportivas
Converse.
—¿No tienes otro tipo de zapatos? —dijo.
—En el viejo baúl de la ropa de vestir —contesté bromeando.
—Perfecto —replicó.
Benny se precipitó sobre el viejo baúl que había en el rincón de mi
habitación y empezó a sacar tutús de tul, montones de vestidos
floreados, gorras de béisbol de FAN N.º 1, cascos de bombero,
zapatillas de princesa, zapatos de plataforma, un número alarmante
de Crocs... Hasta que finalmente dio con las botas de majorette con

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borlas de la tía abuela Ida, con plaquitas de claqué en las punteras y
los tacones.
—¿Estas te sirven? —preguntó Benny.
Me las probé.
—Me vienen algo grandes, pero creo que sí.
Las botas alegraban agradablemente mis calcetines color
caramelo. Me gustaba.
—Alucinante. Te quedarán geniales con tu gorro de invierno.
Como accesorio de invierno para calentarme la cabeza elegí un
gorro de época tejido en rojo, con pompones que colgaban de las
orejas. Era «de época», porque lo hice en cuarto, para un
espectáculo de Navidad de la escuela titulado Villancicos de
Navidad a gogó. Era un musical disco inspirado en Dickens y tuve
que presionar enormemente al director de la escuela para que nos
autorizara a representarlo. Algunas personas son estrictamente
laicas.
Una vez listo mi conjunto, me dirigí al metro. Estuve a punto de
volver para cambiarme las botas de majorette por mis viejas y
conocidas Chucks, pero el sonido metálico que hacían mis pies al
golpear el pavimento era realmente festivo, así que no lo hice,
aunque las botas me venían algo grandes y tenía la sensación de
que iba a perderlas al caminar. Tenía que reconocer que, a pesar de
lo emocionada que estaba por seguir la pista de un cargante
misterioso, era poco probable que un chico que me había dejado
una entrada para ver Un reno atropelló a la abuela resultara ser un
buen plan. El título, sencillamente, me ofendía. Langston dice que
debería tomarme estas cosas más alegremente, pero no veo qué
hay de divertido en la idea de que un reno persiga a uno de nuestros

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mayores. Es un hecho conocido que los renos son herbívoros y que
no les gusta la carne, así que me cuesta imaginar que vayan a
atacar a la abuela de alguien. Me molestaba pensar en un reno
haciéndole daño a una abuela, porque todos sabemos que si eso
ocurriera en el mundo real, el Departamento de Fauna perseguiría a
ese reno y acabaría con el pobre animal, ¡cuando lo más probable
es que la culpa la tuviera la abuela por haberse cruzado en su
camino! La gente mayor siempre olvida ponerse las gafas, y por
culpa de la osteoporosis camina encorvada y más lentamente. ¡Son
como una diana andante para el querido y viejo Bambi!
Pensé que el objetivo de tomarme la molestia de ir a ver la
película sería, posiblemente, llegar a ver al chico misterioso. Pero
los desafíos que dejó en el interior de mi calcetín, junto con mi
cuaderno Moleskine, en un Post-it pegado sobre la entrada del cine,
decían:

NO leas lo que he escrito en el cuaderno hasta que estés en el cine.


ESCRIBE tu peor recuerdo de Navidad en el cuaderno.
NO te dejes el más mínimo detalle horrible.
DEJA el cuaderno para mí, detrás del trasero de mamá.
Gracias.

Creo en el honor. No leí el cuaderno antes de entrar en el cine


(habría sido como rebuscar a hurtadillas en el armario de tus padres
para encontrar tu regalo), y juré posponer la lectura hasta que
hubiera terminado la película.
Estaba preparada para que no me gustase Un reno atropelló a la
abuela, pero no para lo que me encontré en el cine. Fuera de la

51
sala, había filas de cochecitos dispuestos en formación uniforme
contra la pared. En el interior, el caos era total. Al parecer, la sesión
de las 10 era la de «Mami y Yo en el cine»: las mamás podían llevar
a sus hijos pequeños y a sus bebés a ver películas realmente
inapropiadas, mientras que los pequeños balbuceaban, eructaban y
lloraban hasta la saciedad. El cine era una cacofonía de «bua, bua»
y «Mami, quiero...» y «¡no!» y «¡mío!». Apenas tuve oportunidad de
prestar atención a la película: me lanzaron a la cabeza galletas y
crackers, vi piezas de Lego volando por los aires, y tuve que
despegar las suelas de la tía abuela Ida del líquido pegajoso que
había salido de un vaso que rodaba por el suelo.
Los niños me asustan. Quiero decir, me parecen estéticamente
monos, pero son criaturas muy exigentes, nada razonables y a
menudo huelen raro. No puedo creer que yo fuera uno de ellos.
Cuesta creerlo, pero estaba más deprimida por lo que había visto en
el cine que por la película. Estuve veinte minutos contemplando a un
actor negro que interpretaba el papel de una mamá gorda en la
pantalla, mientras hileras de mamás intentaban terciar con sus
bebés en los asientos, hasta que ya no lo resistí más.
Me levanté del asiento y salí de la sala con la esperanza de
encontrar algo de paz y tranquilidad en el vestíbulo y poder así leer
el cuaderno. Pero dos mamás que volvían de llevar a sus niños al
váter me abordaron antes de que pudiera sumergirme en la lectura.
—Me encantan tus botas. ¡Son adorables!
—¿Dónde conseguiste ese sombrero? ¡Adorable!
—¡NO SOY ADORABLE! —chillé—. ¡SOY SÓLO LILY!
Las mamás retrocedieron.
—Lily, por favor, dile a tu madre que te consiga una receta de

52
Adderall —me dijo una de ellas mientras la otra negaba con la
cabeza.
Apremiaron rápidamente a sus diablillos para que volvieran a la
sala y se alejaran de Lily la Chillona.
Encontré un escondite tras una enorme figura de cartón de la
película Un reno atropelló a la abuela. Me senté con las piernas
cruzadas detrás de la figura y abrí el cuaderno. ¡Por fin!
Sus palabras me pusieron muy triste.
Pero tras leerlas me alegré especialmente de haberme levantado
a las cuatro esa mañana para prepararle mis galletas. Mamá y yo
nos habíamos pasado todo el mes preparando la masa y
almacenándola en el congelador, por lo que todo lo que tuve que
hacer fue descongelar diferentes sabores, colocarlos en el molde de
galletas y cocerlos. Voilà! Preparé una lata repleta de galletas de
todos los sabores disponibles (una clara muestra de fe de que
Cargante sería merecedor de dichos esfuerzos): copos de
chocolate, ponche de huevo, jengibre, con especias, beso de menta
y calabaza. Había decorado las galletas con gránulos y caramelos,
según el sabor de cada una, y até un lazo alrededor de la lata de
galletas.
Saqué mis auriculares y me puse El Mesías de Haendel en el
iPod para poder concentrarme en lo que iba a escribir. Me resistí al
deseo de dejar que mi boli escribiera libremente. Y me limité a
contestar a la pregunta del Chico Misterio.

Mi única Navidad mala la viví cuando yo tenía seis años.


Fue el año en que mi jerbo murió en un terrible incidente durante

53
una demostración de la escuela, alrededor de una semana antes de
las vacaciones de Navidad.
Ya sé, ya sé, parece divertido. No lo fue. De hecho, fue una
masacre atroz.
Lo siento, pero, a pesar de que me has pedido que NO lo hiciera,
debo dejar de lado los detalles terribles. El recuerdo sigue siendo
muy vivo y preocupante para mí.
La parte que realmente me hirió —además de la culpabilidad y la
pérdida de mi mascota, por supuesto— fue que me gané un mote
después del incidente. Cuando ocurrió, grité un montón, pero la
rabia y el dolor que sentía eran tan intensos y tan reales, incluso
para una persona de tan poca edad, que no podía PARAR de gritar.
En la escuela, a cualquiera que intentara tocarme o hablarme,
simplemente le gritaba. Era como un instinto básico. No podía
evitarlo.
Esa fue la semana en que me hice famosa como la Chillona. Me
quedé con ese apodo durante primaria y secundaria, hasta que mis
padres decidieron que haría el bachillerato en una escuela privada,
y me cambiaron de escuela.
Pero esa Navidad en concreto fue mi primera semana como la
Chillona. Esas vacaciones lloré no sólo la pérdida de mi jerbo, sino
también de esa extraña inocencia que tienen los niños y que los
lleva a creer que pueden encajarlo siempre todo.
Fue la Navidad en que finalmente comprendí lo que los miembros
de mi familia susurraban sobre mí con preocupación: que yo era
demasiado sensible, demasiado delicada. Distinta.
Fue la Navidad en que me di cuenta de que la Chillona era la
razón por la que no me invitaban a las fiestas de cumpleaños o por

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la que siempre me escogían la última cuando había que formar un
equipo.
Fue la Navidad en que me di cuenta de que era una chica rara.

Cuando acabé de escribir mi respuesta, me levanté. Caí en la


cuenta de que no tenía ni idea de qué quería decir el Chico Misterio
al pedirme que dejara el cuaderno detrás del trasero de mamá. ¿Se
suponía que debía dejarlo en el escenario, delante de la pantalla
sobre la que se proyectaba la película?
Eché un vistazo al puesto de palomitas, preguntándome si debía
pedir ayuda. Las palomitas tenían un aspecto delicioso, así que fui a
comprarme una bolsa llevada por la repentina necesidad de mi
estómago hambriento, y casi derribo la figura de cartón tras la que
me había escondido. Fue entonces cuando lo vi: el trasero de
mamá. Yo ya estaba detrás de él. La figura de cartón era una foto
del hombre negro haciendo de mamá gorda, cuya retaguardia era
especialmente enorme.
Escribí nuevas instrucciones en el cuaderno y lo coloqué tras el
trasero de mamá, donde probablemente nadie lo vería, a excepción
de quien fuera a buscarlo. Dejé el Moleskine rojo junto con la caja
de galletas y una postal turística que se había quedado pegada a un
pedazo de chicle en el suelo del cine. La postal era de Madame
Tussaud, mi trampa favorita para turistas de Times Square.
Escribí en la postal:

¿Qué quieres para Navidad?


No, en serio, no te lo tomes a broma. ¿Qué supercalifragiquieres
de verdad, de verdad, de verdad?

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Por favor, entrega la información al respecto, junto con el
cuaderno, a la señora de seguridad que vigila a Honest Abe.*
Gracias.
Atentamente,
Lily

*P.D. No te preocupes, te prometo que la vigilante de seguridad no


intentará sobarte como puede haberlo hecho el tío Sal en Macy’s. Te
aseguro que no había nada sexual, es sólo que él es de ese tipo de
personas a quien le gusta abrazar de verdad.

P.P.D. ¿Cómo te llamas?

56
cinco

–Dash–
23 de diciembre

A las doce, justo cuando los espectadores de Un reno atropelló a la


abuela debían de estar saliendo del cine, sonó el timbre de la
puerta. De manera que mi primer pensamiento (irracional, lo admito)
fue que, de alguna forma, Lily había conseguido seguirme. Su tío de
la CIA habría comprobado mis huellas dactilares y aquí estaban,
dispuestos a arrestarme por ocupar el lugar de alguien que sí
merecía el interés de Lily. Avancé por el pasillo con la sensación de
recorrer el corredor de la muerte. Cuando alcancé la puerta, miré
por la mirilla y, en lugar de encontrarme a una chica o a la CIA, vi a
Boomer saltando de un lado a otro.
—Boomer —dije.
—¡Estoy aquí afuera! —respondió.
Boomer. Abreviatura de Boomerang. Un mote que no se ganó por
su tendencia a volver tras haber sido lanzado, sino por su carácter,
increíblemente parecido al del tipo de perro que corre tras el
susodicho bumerán, una y otra vez, incansablemente. También
resultaba que era mi amigo más antiguo. Antiguo en cuanto al
tiempo que hacía que nos conocíamos, no en cuanto a madurez,
desde luego. Teníamos un rito pre-Navidad que se remontaba a

57
cuando teníamos siete años: el día 23 íbamos juntos al cine. Los
gustos de Boomer no han cambiado tanto desde entonces, así que
estaba bastante convencido de la película que mi amigo iba a
escoger.
Por supuesto, tan pronto como saltó por la puerta gritó:
—¡Ey! ¿Estás listo para ir a ver Cortejo?
Cortejo era, claro está, la nueva película de dibujos animados de
Pixar. Trataba de un sujetapapeles que se enamora perdidamente
de una hoja de papel, y consigue que sus amigos, todos objetos de
escritorio, se unan para persuadirla. Oprah Winfrey era la voz del
portacelo y un animado Will Ferrell era el conserje que no paraba de
entremeterse entre los enamorados.
—Mira —dijo Boomer vaciando sus bolsillos—, he estado
comiendo Happy Meals durante semanas. ¡Los tengo todos excepto
Lorna, la adorable taladradora de tres agujeros!
Puso los juguetes de plástico en mis manos para que yo pudiera
examinarlos.
—¿No es este el taladro de tres agujeros? —pregunté.
Él se dio con la mano en la frente.
—¡Tío, pensaba que era el archivador extensible, Frederico!
Por cosas del destino, daban Cortejo en el mismo cine al que
envié a Lily. De forma que pude mantener mi cita lúdica con Boomer
e interceptar el siguiente mensaje de Lily antes de que cualquier
desaprensivo lo cogiera.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Boomer.
—En su clase de baile —mentí.
Si hubiera llegado a sospechar que mis padres estaban fuera de

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la ciudad, le habría faltado tiempo para avisar a su mamá y yo me
habría ganado unas Muy Boomer Fiestas.
—¿Te ha dejado dinero? Si no tienes, supongo que podré
pagártelo.
—No te preocupes, amigo mío —contesté rodeándole con el
brazo cuando ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el abrigo
—. Hoy pago yo la película.

No tenía intención de contarle a Boomer lo del mensaje de Lily, pero


no hubo manera de librarme de él, así que cuando me agaché tras
la figura de cartón y encontré el botín, me preguntó:
—¿Estás bien? ¿Has perdido las lentillas?
—No. Alguien ha dejado algo para mí aquí.
—¡Ooh!
Boomer no era un tipo fornido, pero tendía a ocupar mucho
espacio, porque no paraba de moverse de un lado a otro. Se quedó
mirando detenidamente por encima del hombro de la abuela de
cartón, y supe que los empleados del puesto de palomitas no
tardarían en echarnos.
El Moleskine rojo estaba exactamente donde yo lo había dejado.
También había una lata al lado.
—Esto es lo que estaba buscando —le dije a Boomer sosteniendo
el diario.
Él cogió la lata.
—¡Uau! —exclamó abriendo la tapa con la mirada fija en el interior
—. Este debe de ser un escondite especial. ¿No es curioso que
alguien deje una caja de galletas en el mismo sitio en que tu amigo
te ha dejado el cuaderno?

59
—Creo que las galletas también son de ella.
(Mi conjetura quedó confirmada cuando leí el Post-it que había
pegado sobre el cuaderno y que decía: Las galletas son para ti.
¡Feliz Navidad! Lily.)
—¿En serio? —dijo él sacando una galleta de la lata—. ¿Cómo lo
sabes?
—Me lo imagino.
Boomer dudaba.
—¿No debería llevar tu nombre? —preguntó—. Quiero decir, si es
tuya.
—Ella no sabe mi nombre.
Boomer devolvió la galleta inmediatamente a la caja y cerró la
tapa.
—¡No puedes comer galletas de alguien que no sabe tu nombre!
—exclamó—. ¿Qué pasa si dentro hay, pongamos, cuchillas de
afeitar?
Los niños afluían junto con sus padres a la sala: estaba claro que
si no nos dábamos prisa nos tocarían asientos de primera fila.
Le enseñé el Post-it.
—¿Ves? Son de Lily.
—¿Quién es Lily?
—Una chica.
—Ooh, ¡una chica!
—Ya no estamos en tercero. No se dice: «Ooh, ¡una chica!».
—¿Qué? ¿Te la tiras?
—Vale, Boomer, tienes razón. En realidad me ha encantado eso
de «ooh, ¡una chica!». Quedémonos con «ooh, ¡una chica!».
—¿Vais al mismo colegio?

60
—No lo creo.
—¿No lo crees?
—Mira, será mejor que cojamos un asiento o nos quedaremos sin
sitio.
—¿Te gusta?
—Ya veo que esta mañana te has tomado tus píldoras para la
insistencia. Claro que me gusta. Pero en realidad todavía no la
conozco.
—Yo no me drogo, Dash.
—Ya lo sé, Boomer. Es un modo de hablar. Como cuando se dice
«ponerse la gorra de pensar». En realidad, no hay ninguna gorra de
pensar.
—¡Claro que la hay! —exclamó Boomer—. ¿No te acuerdas?
Y sí, de repente, me acordé. Teníamos dos viejos gorros de
esquiar (el suyo era azul y el mío, verde) que utilizábamos como
gorras de pensar cuando estábamos en primero. Esto era lo raro de
Boomer. Si le hubiera preguntado por sus profesores del internado
de ese último semestre, seguro que se habría olvidado de sus
nombres. Pero podía recordar exactamente la marca y el color de
cada uno de los coches Matchbox con los que siempre habíamos
jugado.
—Mal ejemplo —respondí—. Claro que existen gorras de pensar.
Acepto la corrección.
En cuanto encontramos nuestros asientos (tal vez demasiado
cerca de primera fila, pero con una hermosa barrera de abrigos que
me separaba del enano de nariz mocosa que se sentaba a mi
izquierda), nos tiramos de cabeza a la lata de galletas.
—¡Uau! —exclamé tras comer un copo de nieve de chocolate—.

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Esto es tan dulce como los dulces sueños.
Boomer mordisqueó las seis variedades, contemplando cada una
de ellas y pensando en qué orden debería comerlas.
—Me gusta la marrón y la marrón más clara y la casi marrón. La
de sabor a menta no me convence del todo. Pero la de especias es
la mejor.
—¿Cuál?
—La de especias. —Me la mostró—. Esta.
Empezaron los anuncios previos a la película y, mientras Boomer
se extasiaba con las «primicias exclusivas» de los programas sobre
crímenes, en los que aparecían estrellas que habían deslumbrado
(aunque no demasiado) en la década de 1980, aproveché para leer
lo que Lily había escrito en el diario. Pensé que incluso a Boomer le
gustaría la historia de Chillona, aunque seguramente se sentiría muy
mal por ella. Entonces me di cuenta: era genial que fuera la chica
rara. Estaba empezando a comprender tan bien a Lily y su retorcido
y perverso sentido del humor, incluso entendía ese clásico
supercalifragiquieres. Me parecía una chica irónica, germánica, sexy
y poco convencional. Y además hacía unas galletas de muerte...
Incluso estuve a punto de contestar su ¿Qué quieres para Navidad?
con un simple Más galletas, ¡por favor!
Pero no. Me había pedido que no me lo tomara a broma y, aunque
esa respuesta habría sido totalmente sincera, temía que Lily
pensase que me estaba riendo de ella o, peor, dándole coba.
Era una pregunta complicada, especialmente si tenía que dejar a
un lado el sarcasmo. Estaba la respuesta «paz para el mundo»,
típica de los desfiles de belleza, aunque probablemente debería
expresarla respetando el nivel del lenguaje típico de los desfiles y

62
decir más bien «paz por el mundo». También podría jugar la carta
del huérfano llorón y decir que deseaba que se reuniera toda mi
familia, pero en realidad eso era lo último que quería, especialmente
en esas fechas.
La película no tardó en empezar. Algunas partes eran divertidas, y
la verdad es que me sorprendió la ironía: una película distribuida por
Disney en la que se criticaba la cultura corporativa. Y no había
historia de amor. Después de todas las heroínas Disney
marginalmente feministas de principios y mediados de la década de
1990, la heroína de Cortejo era, literalmente, una hoja de papel en
blanco. De acuerdo, podía plegarse y convertirse en un avión de
papel para poder llevarse a su novio sujetapapeles a hacer un
romántico planeo por una sala de conferencias mágica, y su
confrontación final tipo piedra-papel-tijera con el desdichado
conserje mostraba una gran valentía... Pero, a diferencia de
Boomer, el sujetapapeles y todos los niños y padres del público, yo
no podía enamorarme de ella.
Me preguntaba si lo que de verdad quería para Navidad era
encontrar a alguien que fuera la hoja de papel para mi
sujetapapeles. O, espera, ¿por qué no podía ser yo la hoja de
papel? Quizá lo que yo buscaba era un sujetapapeles. O la pobre
alfombrilla del ratón, que estaba claramente enamorada del
sujetapapeles, pero no podía conseguir que este la mirase con otros
ojos.
Lo único con lo que había conseguido quedar hasta entonces era
con una serie de sacapuntas, a excepción de Sofía, que era más
bien una goma de borrar agradable.
Pensé que la única forma de encontrar el auténtico significado de

63
mis propias necesidades personales para Navidad era largarme al
Madame Tussaud: ¿acaso podía haber mejor barómetro que un
tropel de turistas fotografiando estatuas de cera de personajes
públicos?
Boomer es de los que se apuntaría a una bombardeo, así que, en
cuanto el sujetapapeles y la hoja de papel empezaron a divertirse
sobre los créditos finales (acompañados por los dulces tonos de
Celine Dion y su «You Supply My Love»), lo saqué del cine y me lo
llevé a la calle Cuarenta y dos.
—¿Por qué hay tanta gente aquí fuera? —preguntaba Boomer
mientras tratábamos de adentrarnos en la multitud.
—Compras de Navidad —expliqué.
—¿Ya? ¿No es pronto para estar devolviendo cosas?
La verdad, no entendía cómo funcionaba su mente.
La única vez que había estado en Madame Tussaud había sido el
año anterior, cuando tres amigos y yo tratamos de conseguir el
récord mundial de fotos más sugerentes junto a estatuas de cera de
personalidades de segunda fila y personajes históricos. La verdad
es que me daba cierto repelús meterme entre esas figuras de cera,
especialmente acercarme a la de Nicholas Cage, que ya me daba
repelús al natural. Pero mi amiga Mona quería incluir las fotos en su
proyecto final de la escuela. Mientras no hubiera contacto físico con
las estatuas, los guardias no decían nada. Lo cual me llevó a
exponer una de mis teorías más tempranas: Madame Tussaud
había sido una madame de verdad y había empezado todo su
negocio con un burdel de figuras de cera situado en algún lugar
cerca de Paris, Texas. A Mona le encantaba esta teoría, pero no

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pudimos encontrar ninguna prueba y, por lo tanto, no pudo incluirla
en el trabajo.
La entrada estaba custodiada por una réplica en cera de Morgan
Freeman, y me pregunté si eso sería alguna especie de
compensación cósmica: cada vez que un actor con un mínimo de
talento vendía su alma para aparecer en una película de acción de
Hollywood con un gran presupuesto y un valor social nulo, su rostro
traicionero se acuñaba en cera y se exhibía en el exterior del
Madame Tussaud. O quizá los propietarios de Madame Tussaud
creían que Morgan Freeman le gustaba a todo el mundo, así que
¿por qué no querrían posar con el actor para hacerse una fotografía
rápida antes de pasar adentro?
Extrañamente, las dos figuras de cera que nos encontramos a
continuación eran la de Samuel L. Jackson y Dwayne «la Roca»
Johnson. Ambas confirmaban mi teoría y me hicieron pensar que tal
vez Madame Tussaud dejaba deliberadamente en el vestíbulo a
todas las estatuas negras. Qué curioso. No parecía que Boomer se
hubiera percatado de nada. Todo lo contrario: actuaba como si
estuviera viendo a celebridades de verdad, exclamando con alegría
cada vez que veía a alguien:
—¡Uau! ¡Es Halle Berry!
Estuve a punto de poner el grito en el cielo al ver el precio de la
entrada, y le hice una nota a Lily para decirle que, la próxima vez
que quisiera que soltase veinticinco pavos para ver una estatua de
cera de Honest Abe, tendría que dejarme algo de pasta en el diario
para cubrir mis gastos.
El interior del museo era una auténtica locura. La última vez que
había visitado el Madame Tussaud, casi no había ni un alma. Pero

65
estaba claro que las vacaciones habían causado desesperación en
las familias, porque había todo tipo de gente junto a las figuras más
inverosímiles. Quiero decir, ¿realmente valía la pena dar empujones
para ver a Uma Thurman? ¿O a Jon Bon Jovi?
Sinceramente, ese sitio me deprimía. Las figuras de cera parecían
reales, desde luego. Pero es que la cera se funde, demonios. Hay
algo permanente en las estatuas de verdad. Ahí no. Y no sólo por la
cera. En ese edificio debía de haber algún armario lleno de estatuas
desechadas, reproducciones de gente que había dejado de estar en
el candelero. Como los miembros de la banda *NSYNC cuyas
iniciales no eran JT; o los Backstreet Boys y las Spice Girls. ¿Acaso
la gente seguía queriendo fotografiarse junto a la escultura de
Seinfeld? ¿Se había detenido Keanu Reeves junto a su propia
estatua alguna vez, aunque sólo fuera para recordar cuándo la
gente pensaba en él?
—¡Mira, Miley Cyrus! —exclamó Boomer.
Al menos una docena de niñas preadolescentes lo siguieron para
contemplar estúpidamente a esa pobre chica congelada en una
abochornante (aunque lucrativa) adolescencia. Ni siquiera se
parecía a Miley Cyrus. Había en la estatua algo diferente… Se
parecía más bien a Riley, el primo lejano de Miley Cyrus,
haciéndose pasar por Miley. Detrás de ella, asomaban los Jonas
Brothers, algo apretujados. ¿No debería decirles alguien que el
Armario de Estatuas Olvidadas les estaba esperando?
Por supuesto, antes de encontrar a Honest Abe necesitaba
pensar qué quería para Navidad.
Un poni.
Una tarjeta de metro ilimitada.

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Una promesa de que Sal, el tío de Lily, nunca volvería a trabajar
cerca de niños.
Un sofá verde lima para fardar.
Una nueva gorra de pensar.
No conseguía encontrar una respuesta seria. Lo que realmente
quería para Navidad era que la Navidad desapareciera. Tal vez Lily
lo entendería, pero tal vez no. He observado que incluso las chicas
más duras se ablandan con Papá Noel. No podía culparla por creer,
porque había imaginado que debía de ser agradable tener aún
intacta esa ilusión. No la de creer en Papá Noel, sino la de creer que
una sola festividad pudiera ser el comienzo de una humanidad
guiada por la buena voluntad.
—¿Dash?
Levanté la vista y ahí estaba Priya, con más de dos hermanos
menores a remolque.
—Ey, Priya.
—¿Es ella? —preguntó Boomer, apartando su atención de la
figura de Jackie Chan durante tiempo suficiente para hacerme sentir
incómodo.
—No, ella es Priya —expliqué—. Priya, este es mi amigo Boomer.
—Creía que estabas en Suecia —dijo Priya.
No logré distinguir si estaba irritada conmigo o con uno de sus
hermanos, que no dejaba de tirarle de la manga.
—¿Tú estabas en Suecia? —preguntó Boomer.
—No —contesté—. El viaje se canceló en el último momento. Por
la agitación política.
—¿En Suecia?
Priya parecía escéptica.

67
—Sí; ¿no es extraña la cobertura que le está dando el Times? La
mitad del país está en huelga por eso que dijo el príncipe heredero
sobre Pippi Calzaslargas. Lo que significa que nada de albóndigas
para Navidad, ya sabes lo que quiero decir.
—¡Qué triste! —apuntó Boomer.
—Bueno, si estás por aquí —dijo Priya—, voy a invitar a algunos
amigos a casa el día después de Navidad. Sofía estará.
—¿Sofía?
—Sabes que ha vuelto a la ciudad, ¿no? Para las vacaciones.
Os aseguro que parecía que Priya se estuviera divirtiendo con la
situación. Hasta sus insignificantes hermanos parecían divertirse.
—Claro que lo sabía —fingí—. Es sólo que… Bueno, creía que yo
estaría en Suecia. Ya sabes cómo va esto.
—Es a las seis. Tráete a tu amigo si quieres. —Sus hermanos
empezaron a tirar de ella otra vez—. Te veré entonces, espero.
—Sí —dije—. Claro. Sofía.
No había sido mi intención decir esa última palabra en voz alta.
De hecho, a juzgar por lo deprisa que se la habían llevado sus
hermanos, ni siquiera estaba seguro de que Priya la hubiese oído.
—Me gustaba Sofía —dijo Boomer.
—Sí —le contesté—. A mí también.
Parecía un poco extraño haberme encontrado dos veces con
Priya durante mi búsqueda de Lily, pero tuve que considerarlo una
coincidencia. No conseguía encontrar de qué modo Priya o Sofía
podían encajar en lo que estaba haciendo Lily. Por supuesto, podría
ser una gran broma, pero ni Sofía ni sus amigos gastaban nunca
bromas.
Naturalmente, la consideración siguiente fue: ¿quería yo a Sofía

68
para Navidad? Envuelta con un lazo. Bajo el árbol. Diciéndome lo
genial que yo era.
No. En realidad, no.
Me gustaba, claro. Habíamos sido una buena pareja, o al menos
encajábamos a la perfección con el modelo de pareja que tenían
nuestros amigos (bueno, más bien los suyos). Fuimos la cuarta
pareja que se forjó en la cuarta cita. Éramos buenos compañeros de
juegos de mesa. Nos mandábamos mensajes mutuamente a la hora
de irnos a la cama. Ella sólo llevaba tres años en Nueva York, así
que tuve que ponerla al día de los referentes culturales populares, y
ella me explicó un montón de historias sobre España. Avanzamos
hacia la tercera base, pero nos quedamos bloqueados ahí. Como si
supiéramos que el catcher nos marcaría si intentábamos dirigirnos a
nuestra base.
Me sentí aliviado (un poco) cuando me dijo que tenía que
trasladarse de nuevo a España. Nos prometimos que nos
mantendríamos en contacto, y así fue durante aproximadamente un
mes. Ahora leo las actualizaciones de su perfil online y ella, las
mías. Y eso es lo que éramos el uno para el otro.
Yo deseaba querer algo más que Sofía para Navidad. ¿Sería Lily,
quizás? En realidad no podía saberlo. Desde luego, lo último que le
escribiría sería: Lo único que quiero para Navidad eres tú.
—¿Qué quiero para Navidad? —le pregunté a Angelina Jolie.
Sus labios carnosos no se separaron para resonderme.
—¿Qué quiero para Navidad? —le planteé a Charlize Theron. E
incluso añadí—: ¡Ey, bonito vestido! —Pero ella tampoco respondió.
Me incliné sobre su escote y pregunté—: ¿Son de verdad?
Ni siquiera se movió para abofetearme.

69
Finalmente, me volví hacia Boomer.
—¿Qué quiero para Navidad?
Se quedó pensando durante unos instantes y dijo:
—¿La paz mundial?
—¡No me sirve!
—Bueno, ¿qué hay en tu cajón de la esperanza amazónico? —
preguntó Boomer.
—¿Mi QUÉ?
—Ya sabes, en Amazon. Tu cajón de la esperanza.
—¿Quieres decir mi lista de deseos?
—Sí, eso.
Y así, de repente, supe lo que quería. Algo que siempre había
deseado. Pero era tan poco realista que ni siquiera estaba en mi
lista de deseos.
Necesitaba un banco para sentarme, pero en el único que
encontré estaban encaramados Elizabeth Taylor, Hugh Jackman y
Clark Gable, esperando un autobús.
—Será sólo un segundo —le dije a Boomer antes de agacharme
tras Ozzy Osbourne y toda su familia (circa 2003) para escribir en el
Moleskine.

Nada de bromas.
¿La verdad?
Lo que quiero para Navidad es un OED. Completo.
Por si no eres una loca de las palabras como yo:
O = Oxford
E = English
D = Dictionary

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No el conciso. No el que viene con los CD. (¡Por favor!) No.
Veinte volúmenes.
22.000 páginas.
600.000 entradas.
Más o menos el mayor logro de la lengua inglesa.
No es barato, casi mil dólares, creo. Lo cual es, lo admito, mucho
para un libro. Pero, Dios, menudo libro. Es la genealogía completa
de cada una de las palabras que utilizamos, de la más insignificante
a la más distinguida.
¿Lo ves? En el fondo me muero por ser arcano, esotérico. Me
encantaría confundir a la gente con su propio lenguaje.
Aquí tienes una adivinanza:
Mi nombre es un conector de palabras en inglés.
Sé que es una broma infantil (la verdad es que me encantaría
dejar que se mantuviera el misterio, aunque sólo fuera un poquito
más). Digo esto únicamente para resaltar el hecho de que, aunque
mis padres no lo sabían (y estoy convencido de que, de haberlo
sospechado, mi padre habría hecho lo posible para evitarlo), en
cierta forma me dieron ese nombre para que supiera que, así como
otros niños se entretenían con el deporte, la farmacia o las
conquistas sexuales, yo estaba destinado a entregarme a las
palabras. Preferiblemente leídas o escritas.
Nota: En caso de que fueras una heredera deseosa de concederle
un deseo navideño a un misterioso chico solitario/agitador de masas
lingüístico, debes saber que no quiero que me regalen el OED, sino
que desearía tener uno. En realidad quiero ganármelo o, por lo
menos, ganar el dinero (mediante las palabras, de algún modo) para
conseguirlo. Entonces sería incluso más especial.

71
Esto es todo lo lejos que puedo llegar sin que se me escape algo
de sarcasmo. Pero antes de que eso ocurra, debo decir, con total
sinceridad, que tus galletas son tan buenas que devolverían a la
vida a algunas de estas estatuas de cera. Muchas gracias. Una vez
hice madalenas de maíz para un proyecto de cuarto sobre
Williamsburg y me quedaron como pelotas de béisbol. Así que no sé
muy bien cómo corresponderte, pero, créeme, lo haré.

Estaba preocupado, porque tal vez había mostrado demasiado mi


obsesión por las palabras…, pero luego pensé que una chica que
había dejado un Moleskine en los estantes de la Strand
probablemente lo entendería.
Y entonces llegó la parte difícil. La próxima misión.
Miré por encima de los Osbourne (eran una familia
sorprendentemente reducida, por lo menos en cera) y vi a Boomer
haciendo chocar el puño con el presidente Obama.
Sobresaliendo por encima del resto de políticos estaba Honest
Abe, que, a juzgar por la cara que ponía, consideraba que los
turistas europeos que no paraban de hacerle fotos eran peor
compañía que John Wilkes Booth. Junto a Abe había una figura que
se me antojó como Mary Todd… hasta que se movió y me di cuenta
de que se trataba de la vigilante que debía buscar. Parecía una
versión mayor y menos barbuda del amistoso sobón tío Sal. Al
parecer, el número de familiares dispuestos a trabajar por Lily no
tenía límite.
—Oye, Boomer —dije—. ¿Qué te parecería hacer algo por mí en
FAO Schwarz?
—¿La tienda de juguetes? —preguntó.

72
—No, la farmacia.
Me miró atónito.
—Sí, la tienda de juguetes —corregí.
—¡Alucinante!
Sólo tenía que asegurarme de que estuviera libre para
Nochebuena…

73
seis

(Lily)
24 de diciembre

Cuando me desperté la mañana de Nochebuena, me embargó una


intensa emoción: «¡Sí! Por fin estamos en vísperas de Navidad. ¡El
día antes del mejor día del año!». Pero entonces tuve un recuerdo
penoso: «Vaya, y no tengo a nadie con quien compartirlo». ¿Por qué
dejé que mis padres se fueran de luna de miel con veinticinco años
de retraso? Ese comportamiento egoísta no era apropiado para la
época de Navidad.
El día no empezaba nada bien, y Grunt, el gato multicolor del
abuelo, parecía pensar lo mismo: se restregó enérgicamente contra
la parte delantera de mi cuello, deslizó la cabeza por mi hombro y, a
continuación, soltó junto a mi oreja ese inconfundible gruñido que
empleaba para decir: «¡Sal inmediatamente de la cama y dame de
comer, humano!».
Como Langston se había perdido con Benny, yo pasé la noche en
el «colchón Lily», en el apartamento del abuelo. El colchón Lily es
un antiguo diván cubierto con una colcha de estambre y situado bajo
la claraboya del apartamento del último piso del edificio. El abuelo
convirtió esa buhardilla en su hogar de jubilado en cuanto hubo
vendido su negocio de la planta baja y mi familia se hubo mudado al

74
apartamento del tercer piso, donde el abuelo y la abuela habían
criado a mi madre y a mis tíos. La abuela murió justo antes de que
yo naciera, así que quizás es por eso por lo que soy la niña especial
del abuelo. Me pusieron su nombre, y, justo cuando yo llegué al
apartamento del tercer piso, mi abuelo se estaba trasladando al de
arriba. De manera que, aunque perdió a una Lily, ganó a otra. El
abuelo dijo que había decidido renovar el apartamento de arriba
como si fuera su piso de soltero tardío, porque subir las escaleras
cada día le mantendría joven.
Cuando el abuelo va a Florida, yo cuido de su gato. Grunt es un
gato irascible, pero últimamente me gusta más que Langston.
Mientras lo alimente y no ahogue su peluda cabeza con demasiados
besos no deseados, Grunt nunca me dejará plantada por otro chico.
Grunt es lo que más se parece a la mascota que no me dejan tener
en casa.
Cuando era pequeña, tuve dos gatos rescatados, Holly y Hobbie,
que desaparecieron muy de repente. Ambos murieron de leucemia
felina, sólo que yo no lo entendí en ese momento. Me dijeron que
Holly y Hobbie se habían graduado y estaban en «la universidad»,
por eso ya no les veía. Holly y Hobbie se fueron a la universidad
sólo un par de años después del incidente del jerbo, de modo que
es comprensible que mantuvieran en secreto el auténtico motivo de
su desaparición. Pero todos se habrían ahorrado mucho dolor si
hubieran sido sinceros en ese momento. Porque cuando cumplí
ocho años y fui con el abuelo a visitar a mi primo Mark, que
estudiaba en Williams College, me pasé todo el fin de semana
recorriendo los pasillos y escudriñando las rendijas que encontré en
las estanterías de la biblioteca en busca de mis dos gatos. Fue

75
entonces cuando, nada menos que en el comedor público, Mark
tuvo que desvelarme la razón de que las pobres criaturas no
estuvieran de hecho en la facultad de Mark, ni en ninguna otra, sino
en la gran facultad que hay arriba en el cielo. Y entonces empezó el
incidente Chillona, segunda parte. Digamos simplemente que
Williams College apreciará que no les presente mi solicitud.
Desde entonces, llevo años pidiendo adoptar un gatito, una
tortuga, un perro, un loro o un lagarto, pero todas las peticiones han
sido denegadas. Y, sin embargo, les he permitido a mis padres que
se fueran de vacaciones por Navidad, libres de culpabilidad. ¿Quién
es la parte agraviada aquí? Pregunto.
Me gusta considerarme una persona optimista, sobre todo en
vacaciones, pero no podía negar que esas navidades se habían
convertido en un periodo frío y difícil. Mis padres se habían ido a Fiji,
Langston sólo tenía ojos para Benny, el abuelo se encontraba en
Florida y prácticamente todos mis primos estaban diseminados lejos
de Manhattan. El 24 de diciembre —que debería haber sido el Día
Más Emocionante Antes del Día Realmente Más Emocionante del
Año— me parecía una trivialidad.
Supongo que era una de esas situaciones en las que me habría
sido de ayuda tener amigas con las que salir, pero en la escuela me
siento cómoda siendo una don nadie, excepto en el campo de fútbol,
donde me convierto en una superestrella. Curiosamente, mi
habilidad para marcar esos goles que tantos partidos han salvado
nunca me ha ayudado a ganar popularidad. Respeto, sí. Invitaciones
al cine y socialización postescuela, no. (Mi padre es el subdirector
de mi colegio y probablemente eso no ayuda. Me temo que corre un
riesgo político quien confraterniza.) Gracias a mi habilidad atlética,

76
combinada con mi total apatía social, me eligieron capitana del
equipo de fútbol. Soy la única persona que se lleva bien con todo el
mundo, probablemente porque no soy amiga de nadie.
La mañana de Nochebuena decidí que mi propósito de Año
Nuevo sería trabajar esta deficiencia. Debía tratar de ser menos
Chillona y más Frívola. Aprender a ser más amable con las chicas
para poder contar con su apoyo durante las vacaciones, en caso de
que mi familia me abandonara de nuevo alguna vez.
No me habría importado tener a alguien especial con quien pasar
la Navidad.
Pero todo lo que tenía era un cuaderno Moleskine rojo.
A pesar de que el Sin Nombre del juego del cuaderno conseguía
intrigarme tanto que me sentía empequeñecer cada vez que
descubría que me había devuelto el cuaderno, resultaba también
para mí un motivo de preocupación. Cuando no uno, ni dos de mis
parientes, sino tres, e independientemente el uno del otro (el primo
Mark en la Strand, el tío Sal en Macy’s y la tía abuela Ida en
Madame Tussaud), utilizaron la misma palabra —cargante— para
describir al misterioso chico del cuaderno, que pensaba que era
demasiado «esotérico» y «arcano» como para desvelarme algo tan
sencillo como su nombre, empecé a preguntarme por qué me
molestaba en seguir adelante con esa farsa. A ninguno se le había
ocurrido mencionar si era mono.
¿Es malo desear ese tipo de amor idealista, puro, como el de la
película de dibujos animados Cortejo? Oh, cuánto me gustaría ser la
hoja de papel que planea por la sala de juntas con el sujetapapeles
a cuestas, obsequiándolo con vistas impresionantes de los
rascacielos de la ciudad y los informes anuales sobre las

77
previsiones de ganancias, mientras esquivamos a Dante, el malvado
teléfono de la mesa de la sala de juntas, doblado por Christopher
Walken. Secretamente, me gustaría caer prisionera de Dante para
que un sujetapapeles me rescatara. Creo que quiero que alguien...
me sujete con fuerza. (¿Es eso atrevido por mi parte? ¿O anti-
feminista? No pretendo serlo.)
Probablemente, Cargante no sea ningún sujetapapeles de
ensueño, pero creo me gustará de todas formas. Incluso aunque
sea demasiado pretencioso como para decirme su nombre.
Me gusta que quiera un OED para Navidad. Es tan friqui. Me
pregunto cómo reaccionaría si supiera que sé el modo de darle lo
que quiere. Y gratis. Pero tendrá que demostrarme que lo vale. Y ni
siquiera es capaz de decirme su nombre... No sé.
Mi nombre es un conector de palabras en inglés.
¿¡¿¡¿Qué demonios significa eso?!?!? Oye, Cargante, no soy
Einstein.

La única otra cosa que quiero para Navidad, además del OED, es
que me digas lo que realmente quieres para Navidad. Pero no una
cosa. Más bien sentimiento. Algo que no se pueda comprar en una
tienda, que no se pueda envolver en una bonita caja. Por favor,
escríbelo en el cuaderno y deposita el Moleskine con las abejas
obreras del departamento Confecciona Tu Propio Títere, en FAO
Schwarz, a las doce del mediodía del día de Nochebuena. Buena
suerte. (Y sí, genio malvado, FAO Schwarz el día antes de Navidad
es mi venganza por Macy’s.)
El señor Cargante debería considerarse afortunado de que este
año se haya convertido en mis Navidades de Mierda. Porque

78
normalmente, en este día estaría: (1) ayudando a mamá a preparar
la comida para la cena de Navidad de la noche siguiente mientras
escuchábamos y cantábamos villancicos; (2) ayudando a papá a
envolver regalos y disponerlos alrededor del árbol; (3) considerando
la posibilidad de poner algún sedante en la botella de agua de
Langston para que se duerma pronto y no me ponga problemas
cuando al día siguiente le vaya a despertar a las cinco de la mañana
para que abra los regalos conmigo; (4) preguntándome si al abuelo
le gustará el jersey que le tejí (mediocremente, pero mejoro cada
año, y de todas formas él todavía los lleva, no como Langston) y (5)
esperando y rezando para tener una BICI NUEVA u otro regalo
igualmente caro, a la mañana siguiente.
Se me pusieron los pelos de punta cuando leí que Cargante me
había llamado «genio malvado». Aunque no soy nada de eso, el
cumplido era muy personal. Como si hubiera estado pensando en
mí. Quiero decir en mí de verdad, no en el que aparece en el
cuaderno.
Tras darle de comer a Grunt, me dirigí a la puerta de cristal que
daba a la terraza del apartamento del abuelo para regar las plantas.
Contemplé la fría ciudad desde detrás del cristal: me detuve unos
instantes en el Empire State Building, que durante las noches de
Navidad se iluminaba de rojo y verde, después miré al este, hacia el
edificio Chrysler del centro de la ciudad, más cerca de FAO
Schwarz, adonde debería ir en caso de que decidiera aceptar el
desafío. (Por supuesto que aceptaría. ¿A quién quería engañar?
¿Acaso Chillona no se la había jugado para conseguir el Moleskine
rojo que el Sin Nombre había depositado para ella en Madame
Tussaud? No mucho.)

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Fuera, en el suelo de la terraza, vi mi viejo saco de dormir, el saco
de dormir en el que Langston y yo solíamos acurrucarnos en
Nochebuena, cuando éramos muy pequeños, para que papá, según
sus propias palabras, pudiera «cerrar la cremallera para dejar la
emoción encerrada hasta la madrugada de Navidad». Vi a Langston
y Benny juntos en el mismo saco de dormir, con la colcha azul de la
cama de Langston echada por encima.
Salí. Se estaban despertando.
— ¡Feliz día de Nochebuena! —triné—. ¿Habéis dormido los dos
aquí esta noche? No os oí entrar. ¡Os habéis tenido que congelar!
Hagamos un gran desayuno esta mañana, ¿qué os parece? Huevos
y tostadas y tortitas y...
— Zumo de naranja —tosió Langston—. Por favor, Lily. Vete a la
tienda de la esquina y cómpranos zumo de naranja recién hecho.
Benny también tosió:
—¡Y equinácea!
—Dormir fuera en pleno invierno no es tan buena idea, ¿eh?
—Anoche, bajo las estrellas, parecía romántico —suspiró
Langston. Y estornudó. Otra vez. Y otra vez, en esta ocasión con
una tos de caballo—. Prepáranos una sopa, por favor, por favor, por
favor, Lily.
Entonces lo vi claro: al permitirse caer enfermo, mi hermano había
arruinado por completo la Navidad. Cualquier esperanza de vivir una
experiencia remotamente parecida a una Navidad decente se había
desvanecido. Y pensé que, ya que había escogido dormir fuera con
su novio en lugar de jugar al Boggle con su Lily como ella le había
pedido, y como ella hacía siempre que su hermano se lo pedía,
Langston tendría que afrontar solo esa crisis.

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—Preparaos vosotros la sopa —les dije—. Y vete tú a buscar ese
zumo de naranja. Tengo que hacer un recado en el centro.
Me volví y me metí dentro dejando a esos dos con sus
repugnantes resfriados. Pirados. Esto les enseñaría a no andar por
ahí de discotecas cuando podrían estar en casa jugando a Boggle
conmigo.
—¡Lo lamentarás el año que viene, cuando estés viviendo en Fiji y
yo siga en Manhattan, donde uno puede pedir comida y zumo en la
bodega de la esquina y mandar que se la hagan llegar en cualquier
momento del día! —exclamó Langston.
Me volví otra vez.
—¿Perdona? ¿Qué acabas de decir?
Langston se cubrió la cabeza con la colcha.
—Nada. Olvídalo —dijo desde debajo.
Lo cual significaba que era algo serio.
—¿DE QUÉ ESTÁS HABLANDO, LANGSTON? —dije consciente
de que se acercaba un momento de pánico al estilo Chillona.
Benny también ocultó su cabeza bajo las mantas. Oí que le decía
a Langston:
—Ahora se lo tienes que decir. No puedes soltárselo y dejarla
colgada así.
—¿SOLTAR EL QUÉ, LANGSTON?
Estaba casi a punto de llorar. Pero había decidido ser menos
Chillona para Año Nuevo y, aunque todavía faltaba una semana,
tenía que empezar en algún momento. Y ese era un momento tan
bueno como cualquier otro. Hice de tripas corazón y, aunque no
pude evitar temblar, conseguí ahogar las lágrimas.
La cabeza de Langston reemergió de debajo de la colcha.

81
—Mamá y papá están en Fiji por su segunda luna de miel, pero
también aprovechan para visitar un internado de allí que le ha
ofrecido a papá un puesto de director para los próximos dos años.
—¡Mamá y papá nunca querrán vivir en Fiji! —dije furiosa—. Tal
vez sea un paraíso para ir de vacaciones. Pero la gente no vive allí.
—Mucha gente vive allí, Lily. Y esa escuela está dedicada a niños
cuyos padres, como los de papá, trabajan en el servicio diplomático,
en Indonesia, Micronesia...
—¡Para con todas esas –esias! —dije—. ¿Por qué los padres
diplomáticos enviarían a sus hijos a una estúpida escuela de Fiji?
—Por lo que he oído, es una escuela impresionante. Es para
padres que no quieren enviar a sus hijos a las escuelas locales del
lugar al que los han destinado, pero tampoco quieren mandarlos
lejos, a Estados Unidos o Reino Unido. Para ellos es una buena
alternativa.
—No voy a ir —anuncié.
Langston dijo:
—También sería una buena oportunidad para mamá. Se podría
tomar unos años sabáticos y trabajar en su investigación y su libro.
—No voy a ir —repetí—. Me gusta vivir aquí, en Manhattan. Viviré
con el abuelo.
Langston volvió a taparse la cabeza con la colcha.
Lo cual sólo podía querer decir que había más cosas.
—¿¡¿¡¿QUÉ?!?!? —exigí, sintiéndome ahora verdaderamente
asustada.
—El abuelo le va a pedir a la abuela que se case con él. En
Florida.
La abuela, como le gusta que la llamen, es la novia del abuelo, y

82
la razón por la que nos ha abandonado por Navidad. Dije:
—¡Se llama Mabel! ¡Nunca la llamaré abuela!
—Llámala como quieras. Pero probablemente pronto será la Sra.
Abuelo. Cuando eso ocurra, me temo que el abuelo se trasladará a
Florida permanentemente.
—No te creo.
Langston se sentó, de manera que pude ver su cara. Incluso
enfermo, era patéticamente sincero.
—Créeme.
—¿Por qué nadie me ha dicho nada?
—Trataban de protegerte. Para que no te preocupases antes de
tiempo. Querían estar seguros de que todo eso iba a ocurrir.
Así fue precisamente como nació Chillona, gracias a gente que
intentaba «protegerme».
—¡PROTÉGETE TÚ! —grité levantándole a Langston mi dedo
corazón.
—¡Chillona! —me reprendió—. Eso no es propio de ti.
—¿Qué es propio de mí? —pregunté.
Salí airada de la terraza, le gruñí al pobre Grunt, que estaba
lamiéndose las zarpas después del desayuno, y continué mi marcha
airada, escaleras abajo, hasta mi apartamento, mi habitación, en mi
ciudad, Manhattan.
—Nadie me va a llevar a Fiji —murmuré mientras me vestía para
salir.
No podía pensar en la catástrofe que estaba siendo esa Navidad.
Simplemente, no podía. Era demasiado.
Ahora me sentía especialmente agradecida de poder
desahogarme con mi Moleskine rojo. Saber que Cargante estaba en

83
el otro extremo para leerlo —para preocuparse, posiblemente—
inspiraba a mi bolígrafo, que se movió rápidamente para dar
respuesta a su pregunta. Me senté en un banco de la estación Astor
Place a esperar el metro que debía conducirme al destino que me
había indicado Cargante. Disponía de un montón de tiempo, puesto
que el notablemente lento tren número 6 parecía tomarse su
eternidad habitual para llegar.
Escribí:

Lo que quiero para Navidad es creer.


Quiero creer que, a pesar de todas las pruebas que indican lo
contrario, hay razones para confiar. Escribo esto mientras un
vagabundo está durmiendo en el suelo bajo una manta sucia, a
unos pocos metros del banco donde estoy sentada, en la parada de
metro Astor Place, en la parte alta de la ciudad, desde donde puedo
ver una tienda Kmart, a través de los andenes de la entrada. ¿Es
esto relevante? En realidad no, excepto que cuando empecé a
escribirte esto, vi a ese hombre y dejé de escribir para salir
corriendo hacia la tienda para comprarle una bolsa de barritas
Snickers «tamaño gigante», que deslicé por debajo de su manta, y
eso me puso supertriste, porque sus zapatos están gastados y él
está sucio y huele mal y no creo que esa bolsa de Snickers le sirva
de nada. Sus problemas son demasiado grandes para que pueda
arreglarlos una bolsa de Snickers. A veces no sé cómo procesar
estas cosas... Aquí, en Nueva York, vemos grandeza y ostentación,
sobre todo en esta época del año, pero vemos también mucho
sufrimiento. Los demás viajeros que están aquí en el andén
simplemente ignoran a este tío, como si no existiera, y no sé cómo

84
puede ser posible. Quiero creer que no estoy loca por esperar que
ese hombre se despierte y que un asistente social se lo lleve a un
albergue para que se dé una ducha caliente, coma y duerma y,
entonces, el asistente social lo ayudará a encontrar un trabajo y un
apartamento y ¿ves? es demasiado para procesar. Toda esta
esperanza en algo —o en alguien— quizás es algo sin esperanza.
Me resulta difícil procesar aquello en lo que se supone que debo
creer, si es que realmente debo creer en ello. Hay demasiada
información y gran parte de ella no me gusta.
Y, en cambio, por alguna razón que toda evidencia científica
debería hacer realmente imposible, me siento como si tuviera
esperanza de verdad. Confío en que el calentamiento global
desaparecerá. Confío en que la gente no estará sin hogar. Confío en
que el sufrimiento no existirá. Quiero creer que mi esperanza no es
en vano.
Quiero creer que, aunque confío en cosas que son tan
magnánimas (una buena palabra del OED, ¿eh?), no soy una mala
persona por querer creer en algo que es puramente egoísta.
Quiero creer que ahí fuera hay alguien sólo para mí. Quiero creer
que yo existo para estar ahí para ese alguien.
¿Recuerdas en Franny y Zooey (un libro que supongo que has
leído y te ha encantado, considerando el lugar donde encontraste el
Moleskine en la Strand) cómo Franny era esa chica de la década de
1950 que flipaba sobre cuál es el significado de la vida porque
pensaba que estaba grabado en una oración de la que alguien le
había hablado? Y aunque ni su hermano Zooey ni su madre
entendían por lo que estaba pasando Franny, creo que yo sí. Porque
me gustaría que con una oración se me explicara el significado de la

85
vida, y probablemente yo también fliparía si pensara en la
posibilidad de lograr que esa plegaria existiera, aunque estuviera
fuera del alcance de mi comprensión. (Especialmente si ser Franny
implicara que yo también tuviera que llevar ropa de época adorable,
aunque tengo dudas sobre si querría al novio de Yale llamado Lane,
que probablemente es algo gilipollas, pero la gente me admiraría por
salir con él. Creo que preferiría estar con alguien más... eh...
arcano.) Al final del libro, cuando Zooey llama a Franny haciéndose
pasar por su hermano Buddy, para tratar de animarla, hay una frase
en la que Zooey le dice a Franny que, de camino al teléfono, se ha
hecho un poco «más joven a cada paso», porque en realidad le está
ocurriendo lo contrario. Ella va a estar bien. Al menos, así es como
yo lo entendí.
Quiero eso. Rejuvenecer a cada paso por creer en la esperanza.
Con oración o sin ella, quiero creer que, a pesar de que todo
parece indicar lo contrario, cualquiera puede encontrar esa persona
especial. Esa persona con la que pasar la Navidad o junto a la que
envejecer o, simplemente, con la que dar un simple paseo por
Central Park. Alguien que no juzgue al otro por sus frases
inacabadas o inacabables y que, a su vez, no sea juzgado por el
esnobismo de las inclinaciones etimológicas de su lenguaje. (Te he
pillado con la elección de palabras, ¿verdad? Lo sé, a veces incluso
me sorprendo a mí misma.)
Creencia. Eso es lo que quiero para Navidad. Búscala. Quizá
tenga más significados aparte del que yo puedo comprender. ¿Tal
vez me lo podrías explicar?
Continué escribiendo en el cuaderno en cuanto subí al tren y
terminé mi aportación justo al llegar a la Cincuenta y nueve con Lex.

86
Mientras salía del tren arrastrada por la oleada de gente que se
apresuraba a subir a Bloomingdale’s o a la calle, me esforzaba para
no pensar en lo que había decidido no pensar.
Traslado. Cambio.
No, os digo que no pensaba en eso.

Rodeé Bloomingdale’s y me dirigí directamente a FAO Schwarz,


donde comprendí lo que Cargante había querido decir con eso de la
«venganza». Me saludó una cola que salía de la tienda y se
extendía a lo largo de la calle. ¡Había cola sólo para entrar en la
tienda! Tardé veinte minutos en llegar a la puerta.
Pero, a pesar de todo, me encanta la Navidad; de verdad, de
verdad, de verdad que sí. No me importó estar apretujada como una
sardina entre dos millones de compradores navideños desquiciados.
No, no me importó en absoluto. De hecho, me encantó la
experiencia que viví, desde el primer momento en que entré en la
tienda: las campanas que sonaban por los altavoces, la emoción de
infarto que sentí al ver todos los juguetes presentados a un tamaño
mucho mayor que el natural. Fue una experiencia divertida, pasillo
tras pasillo, planta tras planta. Quiero decir que, si me envió a FAO
Schwarz, la meca de todo lo que había de Grandioso y Bonito en las
vacaciones, es que Cargante ya debía de conocerme bastante bien,
quizás a un nivel algo psíquico. A Cargante debía de gustarle la
Navidad tanto como a mí, resolví.
Fui al mostrador de información.
—¿Dónde está el taller Confecciona tu propio títere? —pregunté.
—Lo siento —me dijo la chica del mostrador—. Ese taller está

87
cerrado durante las vacaciones. Necesitábamos espacio para los
expositores de los muñecos articulados de Cortejo.
—¿Hay muñecos articulados de la hoja de papel y del
sujetapapeles? —pregunté.
¿Cómo no se me había ocurrido incluir esto en mi lista para Papá
Noel?
—Sí. Te daré un consejo: si quieres encontrar a Frederico y a
Dante, quizá tengas más suerte en Office Max, en la Tercera
Avenida. Aquí se agotaron el primer día que se pusieron a la venta.
Pero yo no te he dicho nada.
—Pero, por favor... —insistí—. Tiene que haber un taller de
títeres. Lo pone en el Moleskine.
—¿Cómo dices?
—No importa —suspiré.
Seguí mi camino y, tras dejar atrás la Tienda de Caramelos, el
Salón de Helados y la Galería Barbie, subí las escaleras donde
había expuestos los escenarios de guerra Lego y las pistolas de
juguete para niños, pasé a través de laberintos de gente y de
productos, y finalmente aterricé en el rincón Cortejo.
—Por favor —le dije a la vendedora—. ¿Hay aquí un taller de
títeres?
—Lo dudo —me soltó y, con todo el desprecio de quien piensa:
«Pero bueno, ¡si eso lo sabe todo el mundo!», añadió—: Eso es en
abril.
—¡Lo siento! —contesté.
Deseé que los padres de alguien la enviasen a Fiji las próximas
navidades.
Cuando, casi perdida toda mi confianza en el Moleskine, me

88
disponía a dejarlo correr, sentí que alguien me daba una palmada en
el hombro. Me volví y vi a una chica que parecía tener edad
universitaria, vestida como Hermione Potter. Supuse que era una
empleada de la tienda.
—¿Eres tú la que busca el taller de los títeres? —preguntó.
—¿Soy yo? —respondí.
No sé por qué lo dije como una pregunta... Tal vez no estaba
segura de querer que Hermione se enterara de mis asuntos.
Siempre he sentido cierto resentimiento por Hermione, porque lo
que yo más deseaba en el mundo era ser ella y ella nunca pareció
valorar como debería el hecho de que le había tocado ser ella. Tuvo
la suerte de vivir en Hogwarts, y ser amiga de Harry, y besar a Ron,
lo cual se suponía que debía pasarme a mí.
—Ven conmigo —me pidió Hermione.
Como habría sido una estupidez no obedecer las órdenes de una
sabihonda como Hermione, dejé que me guiase al rincón más
alejado y oscuro de la tienda, allí donde estaban las cosas que ya
nadie quería, como los juegos Silly Putty y Boggle. Se detuvo ante
una estantería gigante abarrotada de jirafas y golpeó la pared que
había tras los animales. De repente la pared se abrió, porque de
hecho era una puerta camuflada por las jirafas.
Seguí a Hermione hacia el interior de una pequeña habitación
parecida a un armario, donde había montada una mesa de trabajo
con cabezas y partes de títeres (ojos, narices, gafas, camisas, pelo,
etc.). Un chico adolescente que parecía un chihuahua —aunque de
un tamaño mayor— estaba sentado a una mesa de cartas, al
parecer esperándome.
—¡Tú eres ELLA! —dijo señalándome—. ¡Eres muy distinta de

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cómo me esperaba, aunque lo cierto es que no me imaginaba cómo
serías!
Incluso su voz sonaba como la de un chihuahua: temblorosa e
hiperactiva a la vez, pero simpática.
Mi madre siempre me enseñó que era de mala educación señalar
con el dedo.
Pero, como estaba en Fiji en su propia misión secreta y no podía
personarse allí para reñirme, señalé al chico.
—¡Soy YO! —dije.
Hermione nos hizo callar.
—Por favor, ¡bajad la voz y sed discretos! Sólo os puedo dejar la
habitación durante quince minutos. —Me inspeccionó con recelo—.
No fumas, ¿verdad?
—¡Claro que no! —exclamé.
—No intentéis nada. Pensad que este armario es como el lavabo
de un avión. Haced lo que tengáis que hacer, pero tened presente
que hay detectores de humo y otros artilugios que lo controlan todo.
El chico dijo:
—¡Alerta terrorista! ¡Alerta terrorista!
—Cállate, Boomer —dijo Hermione—. No la asustes.
—Tú no me conoces lo suficiente para llamarme Boomer —dijo (el
aparentemente) Boomer—. Me llamo John.
—Mis instrucciones decían Boomer, Boomer —replicó Hermione.
—Boomer —interrumpí—, ¿por qué estoy aquí?
—¿Tienes un cuaderno para devolverle a alguien? —preguntó.
—Quizás. ¿Cómo se llama? —le pedí.
—¡Información prohibida! —contestó Boomer.
—¿En serio? —suspiré.

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—¡En serio! —repuso.
Miré a Hermione, confiando poder invocar algún poder solidario
entre chicas. Ella negó con la cabeza.
—No, no —dijo—. No me lo sacarás.
—Entonces, ¿para qué todo esto? —pregunté.
—¡Para Hacer Tu Propio Títere! —dijo Boomer—. Diseñado
expresamente para ti. Tu amigo especial. Lo ha organizado para ti.
Mi día, hasta ahora, había sido realmente una mierda y, a pesar
de las intenciones aparentemente buenas, no estaba segura de
tener ganas de jugar. Nunca en mi vida había deseado un cigarrillo,
pero de repente quise encender uno, aunque sólo fuera para poner
en marcha la alarma que tal vez me sacaría de esa situación.
Había demasiado en lo que no pensar. Estaba cansada de no
pensar para nada en eso. Quería irme a casa e ignorar a mi
hermano y ver Nos vemos en St. Louis y llorar cuando la pequeña y
dulce Margaret O’Brien deja el muñeco de nieve hecho trizas (la
mejor parte). Quería no pensar en Fiji, ni en Florida, ni en nada —ni
nadie— más. Si «Boomer» no iba a revelar el nombre de Cargante
ni ninguna otra cosa sobre él, ¿qué sentido tenía que yo estuviera
ahí?
Como si hubiera sabido que necesitaba que me subieran la moral,
Boomer me acercó una caja de Sno-Caps, mi caramelo para
películas favorito.
—Son de tu amigo —dijo Boomer—. Él te los ha enviado. A
cuenta de un regalo mayor. Potencialmente.
Está bien, está bien, está bien, jugaría. («¡Cargante me ha
enviado caramelos! ¡Oh, cómo me va a gustar!»)
Me senté junto a la mesa de trabajo. Decidí hacer un títere que se

91
pareciera a la imagen que me había formado de Cargante. Escogí
una cabeza y un cuerpo azules, un poco de pelo negro peinado al
estilo del inicio de los Beatles, unas gafas negras tipo Buddy Holly
(no muy distintas a las mías) y una camiseta de jugar a bolos color
púrpura. Le pegué una nariz rosa parecida a una pelota de golf
cubierta de pelusa. Después corté algo de fieltro rojo para darle
forma a los labios y los coloqué en el lugar de la boca.
Recordé que cuando tenía diez años —no hace tanto tiempo,
ahora que lo pienso—, me gustaba ir al salón de belleza de la tienda
American Girl para que le arreglaran el pelo a mi muñeca y, en una
ocasión, le pedí al director de la tienda si podía diseñar mi propia
American Girl. Yo ya me la había imaginado: LaShonda Jones, una
campeona de patines de doce años de Skokie, Illinois, nacida en
1978. Conocía su historia y sabía qué ropa querría llevar. Pero
cuando le pregunté al director de la tienda si podrían ayudarme a
crear a LaShonda justo allí, en el palacio de American Girl, el
director me miró como si hubiera cometido un sacrilegio: cualquiera
diría que era una joven revolucionaria pidiendo educadamente si
podía hacer explotar las sedes de Mattel, Hasbro, Disney y Milton
Bradley a la vez.
Aunque su nombre fuera información clasificada, quería abrazar a
Cargante. Sin darse cuenta, había hecho que uno de mis sueños se
hiciera realidad: ¡iba a crear mi propia muñeca en la sede de una de
las mecas de los juguetes!
—¿Juegas a fútbol? —me preguntó Hermione mientras doblaba la
ropa que no había utilizado para mi muñeco.
La doblaba con tanta habilidad que me pregunté si habría
trabajado en una tienda de ropa.

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—Sí —respondí.
—Ya me lo parecía —dijo ella—. Ahora estoy en primero de
universidad, pero creo que el año pasado, cuando era una sénior, mi
instituto jugó contra el tuyo. Te recuerdo porque tu equipo no era
demasiado bueno, pero tú defendías tan bien la portería que no
importaba mucho que las demás jugadoras parecieran más
interesadas en retocarse el lápiz de labios que en darle al balón: tú
no estabas dispuesta a dejar marcar al contrario. Eres capitana,
¿no? Yo también lo era.
Cuando estuve a punto de preguntarle a Hermione en qué
escuela jugaba, me dejó caer esto:
—Eres muy distinta de Sofía. Pero quizá pareces más interesante.
¿Lo que llevas debajo de ese jersey con renos es la camisa del
uniforme de tu escuela? Qué raro. Sofía lleva ropa fantástica. De
España. ¿Hablas catalán?
—No.
Dije no en catalán, pero como la palabra es igual en inglés,
Hermione no se dio cuenta.
Estaba empezando a preguntarme qué idioma hablaban en Fiji.
—¡Se acabó el tiempo! —exclamó Hermione.
Levanté el muñeco.
—Te bautizo con el nombre de Cargante —le dije. Entregué a
Cargante al chico llamado Boomer—. Por favor, dale esto a El de
Nombre Inescrutable. —Y, alargándole el Moleskine rojo, añadí—:
Esto también. Y no leas el cuaderno, Boomer. Es personal.
—¡No lo haré! —prometió Boomer.
—Creo que lo hará —murmuró Hermione.
Tenía tantas preguntas.

93
¿Por qué no puedo saber su nombre?
¿Qué aspecto tiene?
¿Quién demonios es Sofía y por qué habla catalán?
Es más, ¿qué estoy haciendo aquí?
Pensé que obtendría las respuestas en el cuaderno, si Cargante
decidía continuar con nuestro juego.
Como este año el abuelo no estaba aquí para acompañarme a
hacer mi vista de Navidad favorita —las superdecoradísimas casas
de Dyker Heights, Brooklyn, que cada año por esta época se
engalanan con tantas luces que probablemente el barrio se puede
ver desde el espacio—, pensé que lo mínimo que Cargante podría
hacer sería hablarme de la experiencia. En el cuaderno ya le había
desafiado, dejándole el nombre de una calle de Dyker Heights y
estas palabras: la Casa de Cascanueces.
Me di cuenta de que quería añadir algo a las instrucciones que
había escrito en el cuaderno, por lo que intenté quitárselo a Boomer.
—¡Ey! —dijo tratando de bloquearme el acceso a mi propio
Moleskine—. Es mío.
—No es tuyo —dijo Hermione—. Tú sólo eres el mensajero.
Los capitanes de fútbol se cuidan mutuamente.
—Sólo quiero añadir algo —le dije a Boomer. Amablemente,
intenté arrancar el cuaderno de las garras de Boomer, pero él no lo
soltaba—. Te lo devolveré. Lo prometo.
—¿Lo prometes? —preguntó Boomer.
—¡Acabo de decir que lo prometo! —exclamé.
—¡Acaba de decir que lo promete! —dijo Hermione.
—¿Lo prometes? —repitió Boomer.
Estaba empezando a ver por qué John se había ganado el mote.

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Hermione le arrancó el cuaderno de las manos y me lo dio.
—Date prisa, antes de que se vuelva loco. Esta es mucha
responsabilidad para él.
Rápidamente, después de las palabras la Casa de Cascanueces,
añadí una línea a las instrucciones:
Trae al muñeco Cargante. O no.

95
siete

–Dash–
24 de diciembre / 25 de diciembre

Boomer se negó a decirme nada.


—¿Es alta?
Negó con la cabeza.
—¿Así que es baja?
—No, no te lo voy a decir.
—¿Guapa?
—No te lo digo.
—¿Endemoniadamente fea?
—No te lo diría ni aunque supiera lo que quiere decir eso.
—¿El pelo rubio le tapaba los ojos?
—Un momento, espera, estás intentando hacerme caer, ¿verdad?
No digo nada, excepto que quiso que te diera esto.
Junto con el cuaderno había un... ¿títere?
—Es como si Animal y Peggy se hubieran liado —pensé en voz
alta—. Y esto fuera el feto.
—¡Es verdad! —gritó Boomer—. ¡Es verdad! ¡Ahora que lo has
dicho no puedo verlo de otro modo!
Miré el reloj.
—Deberías ir a casa antes de que empiecen a servir la cena —

96
dije.
—¿Tu madre y Giovanni llegarán pronto a casa? —preguntó.
Asentí.
—¡Un abrazo de Navidad! —pidió.
E inmediatamente me vi atrapado en lo que sólo podía llamarse
de un modo: un abrazo de Navidad.
Se suponía que debía aumentar la temperatura del fondo de mi
corazón, pero nada asociado con la cultura de la Navidad podía
conseguirlo. No cuando era una farsa. Abracé a Boomer como si
sintiera cada apretón. Pero lo que realmente llenaba mi corazón era
que tendría el apartamento para mí solo de nuevo.
—Bueno, así que te veré para esa fiesta del día después de
Navidad, ¿no? —preguntó Boomer—. ¿Es el veintisiete?
—El veintiséis.
—Debería anotarlo.
Cogió un bolígrafo que había en la mesa que tenemos junto a la
puerta y escribió «EL 26» en su brazo.
—¿No tienes que escribir qué ocurre el veintiséis?
—Oh, no. Eso lo recordaré. ¡Es la fiesta de tu novia!
Podría haberle corregido, pero sabía al cabo de cinco minutos
tendría que hacerlo de nuevo.
Le di a Boomer tiempo suficiente para salir del edificio y gocé del
silencio. Era Nochebuena y no tenía ningún sitio donde ir. Me quité
los zapatos, y luego, los pantalones. La idea de desnudarme me
divirtió, y me quité la camisa. Y finalmente la ropa interior. Iba de
una habitación a otra desnudo como el día que nací, pero sin la
sangre ni el líquido amniótico. Era extraño. Ya había estado solo en
casa en otras ocasiones, pero nunca me había paseado desnudo

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por el piso. Estaba empezando a coger frío, pero la verdad es que
era divertido. Saludé a los vecinos. Me comí un yogur. Puse el disco
de mi madre de la banda sonora de Mamma Mia y di unas pocas
vueltas. Quité el polvo de los muebles por encima.
Después me acordé del cuaderno. No me parecía correcto abrir el
Moleskine desnudo. Así que volví a ponerme la ropa interior. Y la
camisa (desabrochada). Y los pantalones.
Después de todo, Lily se merecía algo de respeto.
Me dejó bastante hecho polvo lo que había escrito. En especial la
parte sobre Franny. Porque siempre he sentido debilidad por Franny.
Vale, es verdad, al igual que la mayoría de los personajes de
Salinger, no sería tan desastre si no siguieran ocurriéndole esas
cosas tan jodidas. Quiero decir que uno nunca desearía que
acabase con Lane, que era un miserable. Y si hubiera acabado
yendo a Yale, uno habría querido que le pegara fuego a ese lugar.
Sabía que estaba empezando a confundir a Lily con Franny. Sólo
que Lily no se enamoraría de Lane. Se enamoraría de... Bueno, no
tengo ni idea de quién se enamoraría, o si resultaría que él se
parecería a mí.
Creo en las cosas equivocadas, escribí, utilizando el mismo
bolígrafo con el que Boomer se había escrito «el 26» en el brazo.
Eso es lo que más me frustra. No la falta de creencia, sino la
creencia en cosas equivocadas. ¿Quieres significados? Bien, los
significados están ahí fuera. Lo que ocurre es que somos expertos
en interpretarlos mal.
Quería parar aquí. Pero continué.

Eso no te lo van a explicar en una oración. Y yo no voy a ser capaz

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de explicártelo. No sólo porque sea tan ignorante, optimista y
selectivamente ciego como el tío de al lado, sino porque no creo que
el significado sea algo que se pueda explicar. Tienes que entenderlo
por ti mismo. Es como cuando empiezas a leer. Primero, aprendes
las letras. Después, una vez que conoces qué sonido corresponde a
cada letra, las utilizas para vocalizar palabras. Sabes que g-a-t-o
lleva a gato y p-e-r-r-o lleva a perro. Pero entonces tienes que hacer
un salto más para comprender que la palabra, el sonido, el «gato»
está relacionado con un gato de verdad, y que «perro» está
relacionado con un perro de verdad. Es ese salto, ese
entendimiento, lo que conduce al significado. Y en la vida, gran
parte del tiempo seguimos simplemente vocalizando cosas.
Sabemos las frases y cómo decirlas. Conocemos las ideas y cómo
presentarlas. Conocemos las oraciones y qué palabras decir y en
qué orden. Pero eso es sólo ortografía.
No pretendo que esto suene a desesperado. Porque, de la misma
forma que un niño se puede dar cuenta de lo que significa «g-a-t-o»,
creo que podemos encontrar las verdades que habitan tras nuestros
mundos. Desearía poder recordar el momento en que, siendo aún
un niño, descubrí que las letras se unían para formar palabras y que
esas palabras señalaban a cosas reales. ¡Qué descubrimiento debió
de haber sido! No tenemos palabras para expresarlo, puesto que
todavía no habíamos aprendido las palabras. Debió de haber sido
asombroso, como si te dieran la llave del reino y la vieras girar tan
fácilmente en tu mano.

Mis manos empezaron a temblar un poco: no sabía que supiera


todas esas cosas. El hecho de tener un cuaderno para escribirlas, y

99
de poder escribírselas a alguien, permitió que afloraran a la
superficie.
Luego estaba también estaba el otro aspecto de la cuestión, es
decir, el quiero creer que ahí fuera hay alguien sólo para mí, y quiero
creer que la razón de mi existencia es estar ahí para ese alguien.
Tenía que admitir que, para mí, esa era una preocupación menor,
porque todo lo demás me parecía mucho más importante. A pesar
de ello, sentía cierto deseo para que eso ocurriera y no quería
disiparlo. En resumen: no quería decirle a Lily que, en mi opinión,
todos habíamos dejado engañarnos por Platón y la idea del alma
gemela. Sólo por si acaso resultaba que Lily era la mía.
Demasiado. Demasiado pronto. Demasiado deprisa. Dejé el
cuaderno, y me puse a deambular por el apartamento. Había en el
mundo demasiados derrochadores, personas sin hogar, aduladores
y espías, y todos empleaban las palabras inadecuadamente; como
consecuencia de ello, la gente terminaba desconfiando por completo
de lo que se decía o se escribía. Quizás era esto lo que resultaba
tan desconcertante de Lily: la confianza que se requería para hacer
lo que estábamos haciendo.
Es mucho más difícil mentirle a alguien a la cara.
Pero.
También es mucho más difícil decirle a alguien la verdad a la cara.
Las palabras me fallaban... No estaba seguro de poder encontrar
las palabras que le parecieran adecuadas. Así que dejé el cuaderno
y reflexioné sobre la dirección que ella me había dado (no tenía ni
idea de dónde estaba Dyker Heights) y el fantasmagórico muñeco
que la acompañaba. Trae al muñeco Cargante, había escrito ella.
—¿Puedes decirme qué aspecto tiene? —le pregunté a Cargante.

100
Él sólo gruñó. La respuesta no fue muy útil.
Me sonó el móvil: era mamá, que quería saber cómo iba la
Navidad en casa de papá. Le dije que bien y le pregunté si ella y
Giovanni estaban tomando la cena tradicional de Nochebuena. Mi
madre soltó una risita nerviosa y me dijo que no, que no veía ningún
pavo por ahí, pero que ya le iba bien. Me gustó el sonido de su risa
—la verdad es que los niños no suelen oír reírse de ese modo a sus
padres muy a menudo—. Enseguida colgué el teléfono: quería evitar
que mi madre sintiera la necesidad de pasárselo a Giovanni para
que nos saludáramos por simple educación. Sabía que mi padre no
llamaría hasta el mismo día de Navidad. Sólo llamaba cuando la
obligación era tan imperiosa que incluso un gorila lo captaría.
Me imaginé lo que habría pasado si lo que le había dicho a mi
madre hubiera sido verdad. Es decir, si en ese momento estuviera
con papá y Leeza, disfrutando de un retiro en un centro de yoga
californiano. En mi opinión, el yoga no era algo en lo que refugiarse,
sino más bien de lo que huir, de modo que me imaginaba a mí
mismo sentado de piernas cruzadas con un libro abierto en el
regazo mientras los demás hacían el Avestruz Alas Extendidas. En
el par de años que papá y Leeza llevan juntos, he ido sólo una vez
de vacaciones con ellos: fuimos todos a un spa y yo me pasé todos
los días haciendo de carabina mientras ellos se besaban con sus
mascarillas de barro. Con una vez me bastó para esta vida y para
las tres o cuatro siguientes.
Mamá y yo decoramos el árbol antes de que ella y Giovanni se
fueran. Aunque no me gustaba la Navidad, el árbol me
proporcionaba algo de satisfacción. Cada año, mamá y yo
sacábamos los recuerdos de nuestras infancias y los repartíamos

101
por las ramas del árbol. Yo no se lo había pedido, pero mamá sabía
que Giovanni no debía tener sitio en ese ritual. Éramos sólo mi
madre y yo: sacábamos la diminuta mecedora que mi bisabuela le
había hecho a mamá para su casa de muñecas y la colgábamos de
un lazo, luego buscábamos la manopla de baño gastada de cuando
yo era un bebé, cuya cara de león asomaba entre las cajas, y la
colocábamos encima de una rama. Cada año añadíamos algo, y
este mi madre se echó a reír cuando me vio sacar una de mis
posesiones más preciadas, una minibotella Canadian Club que
mamá se había bebido de un trago en el avión que nos llevaba a
visitar a mis abuelos paternos y que yo había conservado (con
asombro) durante el resto de las vacaciones.
Era una historia divertida y quería explicársela a Lily, la chica que
apenas conocía.
Pero dejé el cuaderno donde estaba. Sabía que podía haberme
abrochado la camisa, haberme puesto los zapatos de nuevo y
haberme dirigido al misterioso Dyker Heights. Pero mi autorregalo
para esa Nochebuena era un retiro completo del mundo. No encendí
la tele. No llamé a ningún amigo. No comprobé mi mail. Ni siquiera
miré por la ventana. Simplemente me deleité en la soledad. Si Lily
quería creer que ahí afuera había alguien sólo para ella, yo quería
creer que yo podía ser alguien para mí. Me preparé la cena. Comí
lentamente, tratando de tomarme tiempo para degustar realmente la
comida. Cogí Franny y Zooey y disfruté nuevamente de su
compañía. Luego me sumergí en mis estanterías, una y otra vez:
primero un poema de Marie Howe, luego una historia de John
Cheever. Un antiguo ensayo de E. B. White, después un pasaje de
Trumpet of the Swans. Fui a la habitación de mi madre y leí algunas

102
de las páginas que ella había doblado. Siempre hacía eso cuando
leía una frase que le gustaba y, cada vez que yo abría el libro,
trataba de averiguar qué frase se le había quedado grabada. ¿Era la
cita de Logan Pearsall Smith «aunque no sea más que el martilleo
de un viejo piano, la infatigable búsqueda de una perfección
inalcanzable es lo que por sí solo da sentido a nuestra vida en esta
estrella vana», de la página 202 del The Tender Bar, de J. R.
Moehringer, o unas líneas más abajo, la frase «estar solo no tiene
nada que ver con cuánta gente hay alrededor»? ¿Del Revolutionary
Road, de Richard Yate, era «admiraba la antigua delicadeza de los
edificios y las sutiles explosiones verdes de las farolas de la calle
sobre los árboles» o «el lugar le había llenado de un sentido de
sabiduría inalcanzable, de una gracia inefable que esperaba al
doblar la esquina, pero él siguió caminando por las interminables
calles tristes y todos los que sabían cómo hay que vivir habían
guardado para sí su tentador secreto»? ¿En la página 82 de El
encuentro, de Anne Enright, era «pero no es sólo el sexo, o el sexo
recordado, lo que me hace pensar que quiero a Michael Weiss de
Brooklyn, ahora, diecisiete años demasiado tarde. Es la forma en
que se negó a poseerme, a pesar de lo mucho que intenté que me
poseyera. Era la forma en que no me tomaría: sólo se encontraría
conmigo, y apenas»? ¿O era «creo que ahora estoy preparada para
ello. Creo que estoy preparada para que alguien me encuentre»?
Me pasé horas haciendo esto. No dije ni una palabra, pero no era
consciente de mi silencio. El sonido de mi propia vida, mi propia vida
interior, era todo lo que necesitaba.
Tenía la sensación de que era un día festivo, pero eso no tenía

103
nada que ver con Jesús o con el calendario o con lo que los demás
estuvieran haciendo en el mundo.
Antes de irme a la cama, regresé a mi rutina habitual: abrí el
(tristemente conciso) diccionario que tengo junto a mi cama y traté
de encontrar una palabra que gustara.

licuable. (Del lat. liquab˘ılis).


adj. Que se puede licuar.

Licuable. Traté de quedarme dormido pensando en ella.


Cuando ya casi me había dormido, me di cuenta de lo que había
hecho: había abierto el libro al azar y había aterrizado a unas pocas
páginas de donde habría estado la palabra Lily.

No había dejado fuera ni galletas ni leche para Papá Noel. No


teníamos chimenea; ni siquiera había un hogar. No había mandado
ninguna lista, ni había recibido ningún diploma por mi bondad. Y, sin
embargo, al mediodía del día siguiente, cuando me desperté, los
regalos de mi madre me estaban esperando.
Los desenvolví bajo el árbol, uno a uno, porque sabía que mi
madre lo habría querido así. Entonces sentí remordimientos, sólo
durante esos diez minutos, por no haber podido entregarle a ella sus
regalos. No encontré nada sorprendente bajo el papel: una serie de
libros que yo quería, uno o dos artilugios para añadir algo de
diversidad al conjunto y un jersey azul que no parecía tan mal.
—Gracias, mamá —dije al vacío.
Aún era demasiado pronto para llamar a la zona horaria donde se
encontraba mi madre.

104
Dejé que uno de los libros me absorbiera por completo, hasta que
sonó el teléfono.
—¿Dashiell? —entonó mi padre.
¿Quién si no yo podía tener mi propia voz y responder además al
teléfono en el apartamento de mi madre?
—Sí, ¿papá?
—Leeza y yo queríamos desearte una feliz Navidad.
—Gracias, papá. Lo mismo para vosotros.
[pausa embarazosa]
[pausa todavía más embarazosa]
—Espero que tu madre no te esté causando ningún problema.
«Oh, papá, me encanta cuando juegas a este juego.»
—Me dijo que si sacaba todas las cenizas de la chimenea,
después podría ayudar a mis hermanas a prepararse para el baile.
—Es Navidad, Dashiell. ¿Puedes dejar un poco esa actitud?
—Feliz Navidad, papá. Y gracias por los regalos.
—¿Qué regalos?
—Oh, lo siento... Esos eran de mamá, ¿verdad?
—Dashiell...
—Tengo que irme. Las figuritas de jengibre están ardiendo.
—Espera, Leeza quiere desearte una feliz Navidad.
—El humo se está haciendo muy espeso. De verdad que tengo
que colgar.
—Bueno, feliz Navidad.
—Sí, papá. Feliz Navidad.
Pensé que parte de culpa la tenía yo por haber contestado el
teléfono. Pero sólo quería acabar con aquello y ahora que lo había
conseguido, el acabado era yo. Me dejé caer hacia el cuaderno rojo

105
y estuve a punto de desahogarme con él, pero luego pensé que no
quería agobiar a Lily con mis sentimientos, aún no. Con eso sólo
conseguiría que el otro cargase con la injusticia, y Lily sería incluso
más incapaz que yo de detener lo que había pasado.
Eran sólo las cinco, pero fuera ya estaba oscuro. Decidí que había
llegado el momento de ir a Dyker Heights.
Esto implicaba tomar el tren D hasta donde nunca hasta entonces
había llegado con el tren D. Después de las masas enloquecidas de
la semana anterior, la ciudad estaba casi vacía el día de Navidad. Lo
único que estaba abierto eran los cajeros automáticos, las iglesias,
los restaurantes chinos y los cines. Todo lo demás estaba a oscuras,
descansando del ajetreo de los días anteriores. Incluso el metro
estaba más vacío; sólo había unas pocas personas dispersas por el
andén, una delgada fila de pasajeros en los asientos. Sí, había
señales de que era Navidad: niñas encantadas con sus vestidos,
niños que parecían prisioneros de sus pequeños trajes, y las
miradas, que en lugar de ser hostiles, expresaban cordialidad. Pero,
para ser un lugar que había estado invadido de turistas, no había ni
una sola guía a la vista y todas las conversaciones se hacían en voz
baja. Estuve leyendo mi libro desde Manhattan hasta Brooklyn. Pero
cuando el tren D salió a la superficie, lo dejé para poder mirar por la
ventana, desde donde fui echando miradas furtivas a las ventanas
de las casas a medida que el tren avanzaba traqueteando.
Seguía sin saber cómo iba a encontrar la Casa de Cascanueces.
Sin embargo, cuando llegué a la parada del metro, me quedó
bastante claro hacia dónde podía estar. Un número
desproporcionado de pasajeros había bajado conmigo, y todos,

106
grupos de familias, parejas cogidas de la mano, personas mayores
en peregrinación, parecían dirigirse a la misma dirección. Les seguí.
Al principio, me pareció que había algo raro en la atmósfera, como
si todo estuviera envuelto en un halo de luz, como en Times Square.
Sólo que no estábamos precisamente cerca de Times Square, así
que no tenía mucho sentido. Pero entonces me fijé en las casas,
cada una más iluminada que la anterior. Allí no había sólo las típicas
luces de Navidad. Eso era un gran espectáculo de ornamentación,
tanto de los jardines como de las casas. Cada una de las casas,
hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierta y rodeada de luces.
Luces de todos los colores, luces de todas las formas. Perfiles de
renos y Papá Noel con su trineo. Cajas con lazos, ositos de peluche,
muñecas gigantes, todos envueltos por las luces de Navidad. Si
José y María hubieran iluminado así su establo, lo habrían visto
incluso en Roma.
Al observar todo eso, me invadieron sentimientos contradictorios.
Por un lado, pensé que era un abuso alucinante de energía, un
testimonio del ingenioso derroche que inspira la Navidad americana.
Por otro lado, sin embargo, me impresionó ver a toda una
comunidad tan iluminada, porque lo cierto es que parecía realmente
una comunidad. Podías imaginarte a todos los vecinos
desempaquetando las luces el mismo día y celebrando juntos el
momento en que las encendían. Los niños caminaban embelesados,
como si sus vecinos se hubiesen convertido en portadores de una
magia exquisita. Y la gente no paraba de conversar. Lo cierto es que
lo que decían no me incumbía, pero me sentía feliz de estar allí.
No fue difícil encontrar la Casa de Cascanueces. Los soldados de
Cascanueces que montaban guardia tenían al menos un metro y

107
medio de alto, el Rey de los ratones amenazaba las celebraciones y
Clara bailaba sin parar. Examiné las manos de Clara en busca de un
rollo de papel y comprobé que no hubiera alguna tarjeta encima de
los regalos profusamente iluminados. Y entonces la vi en el suelo:
una nuez ligeramente moteada del tamaño de una pelota de
básquet que estaba algo abierta, lo justo para poder introducir en
ella la mano.
La nota que encontré dentro era breve y clara.
Dime lo que ves.
Así que me senté en el bordillo y le hablé a Lily de mis
sentimientos contradictorios, la sensación de despilfarro y al mismo
tiempo de alegría. Después le dije que prefería el espectáculo
tranquilo que ofrecía una librería bien repleta al voltaje de esta calle
en concreto. No es que lo uno estuviera mal y lo otro bien. Era sólo
una cuestión de preferencia. Le dije que estaba contento de que se
acabara la Navidad y después le expliqué el porqué. Volví a
examinar la calle tratando de fijarme en todos los detalles para
poder contárselos a Lily: el bostezo de un niño de tres años, vencido
por el cansancio de tantas emociones. La pareja que había viajado
conmigo en el tren y que había recorrido por fin todo el camino hasta
la manzana... Pensé que probablemente llevaban haciendo ese
paseo desde siempre y que no sólo veían tanto las casas que
brillaban ante sus ojos, sino también las del pasado. Imaginé que
todas sus frases debían de empezar con «te acuerdas cuando».
Después le dije a Lily lo que no veía. A saber, que no la veía a
ella.
Podrías estar de pie a unos cuantos metros, ser la compañera de
baile de Clara, o estar al otro lado de la calle haciéndole una foto a

108
Rudolf antes de que levantase el vuelo. Me podría haber sentado a
tu lado en el metro, o pasar rozándote al salir de la estación. Pero
estés aquí o no, estás aquí. Porque estas palabras son para ti y no
existirían si, en cierta forma, no estuvieras aquí. Este cuaderno es
un instrumento extraño. El músico no conoce la melodía hasta que
la toca.
Sé que quieres saber cómo me llamo. Pero si te dijera mi nombre,
aunque sólo fuera el nombre de pila, podrías ir a Internet y encontrar
todas esas descripciones incorrectas e incompletas que hacen de
mí. (Si me llamase John o Michael, eso no sería un problema.) Y
aunque me jurases que no ibas a buscarme en la red, la tentación
siempre estaría ahí. Por eso me gustaría mantenerme en ese
delicado punto, para que puedas llegar a conocerme sin la
distracción del ruido de otras personas. Espero que te parezca bien.
La próxima misión en la lista de cosas a hacer (o no) es sensible
al tiempo. Es decir, sería mejor que la hicieses esta misma noche.
Porque en este club que cambia de nombre más o menos cada mes
(le di la dirección), esta noche se celebra una fiesta y está a punto
de empezar. El tema (estacionalmente apropiado) es la Séptima
Noche de Jánuca. El telonero es una banda judía (¿Ezequiel?
¿Ariel?) y, sobre las dos de la madrugada, tocará ese grupo judío
gay dancepop/indie/punk llamado Rabino Tonto, los Engaños Son
para Niños. Entre la actuación del telonero y la principal, busca el
escrito en el lavabo.

Las fiestas en clubes nocturnos no eran exactamente mi ambiente,


así que sabía que debía hacer un par de llamadas antes de

109
completar el plan. Metí el Moleskine en la nuez y saqué a Muñeco
Cargante de mi mochila.
—Vigílalo, ¿de acuerdo? —le dije.
Y mi pequeño centinela se quedó ahí, entre los soldados de
Cascanueces.

110
ocho

(Lily)
25 de diciembre

Este año había decidido hacerme un regalo de Navidad: me pasaría


el día hablando sólo con animales (reales y de peluche), los
humanos estrictamente necesarios, siempre y cuando no fuesen mis
padres o Langston, y Cargante, a través de mi Moleskine rojo, si es
que me lo devolvía.
Cuando tuve edad suficiente para leer y escribir, mis padres me
dieron una pizarra que guardé en mi habitación. La idea era que,
cuando estuviese frustrada, en lugar de dejar que la Lily demoníaca
transmitiese sus sentimientos a gritos, yo, la Lily normal, debía
escribir en la pizarra palabras que me permitieran expresarlos. Se
suponía que era una herramienta terapéutica.
La mañana de Navidad, rescaté la pizarra de su retiro para hablar
con mis padres en una videoconferencia. Casi no los reconocí en la
pantalla del ordenador. Los muy traidores tenían un aspecto sano,
bronceado y relajado. En absoluto navideño.
—¡Feliz Navidad, Lily, cariño! —dijo mamá.
Estaba sentada en la terraza de su cabaña, o lo que fuera, y tenía
a sus espaldas las suaves olas del océano. Parecía diez años más
joven que la semana anterior, cuando se había ido de Manhattan.

111
Papá acercó su rostro radiante al de mamá, entorpeciendo la
visión del océano.
—¡Feliz Navidad, Lily, cariño! —repitió él.
Garabateé en la pizarra y la coloqué ante la pantalla del
ordenador para que ellos la vieran: Feliz Navidad para vosotros
también.
Mamá y papá fruncieron el ceño al ver la pizarra.
—Oh-oh... —dijo mamá.
—Oh-oh... —repitió papá—. Lily está un poco enfadada hoy,
¿verdad? ¿A pesar de que te hemos estado preparando para
nuestro viaje de aniversario desde las navidades pasadas y de que
tú nos aseguraste que estarías bien esta Navidad sin nosotros?
Borré mi última afirmación y la reemplacé por: Langston me ha
hablado del puesto en el internado.
Pusieron caras largas.
—¡Que se ponga Langston! —exigió mamá.
Escribí: Está enfermo en la cama. Ahora está durmiendo.
Papá preguntó:
—¿Qué temperatura tiene?
—38,3.
La cara de mamá pasó del mosqueo a la preocupación.
—Pobrecito... ¡Y el día de Navidad! Lo mejor será que no
abramos los regalos hasta que lleguemos a casa para Año Nuevo.
No sería nada divertido abrirlos estando Langston en la cama,
¿verdad?
Negué con la cabeza.
¿Os vais a trasladar a Fiji?
Papá dijo:

112
—No hemos decidido nada. Hablaremos de esto en familia
cuando volvamos a casa.
Mis manos borraron rápidamente mi última frase y reescribieron.
Estoy ENFADADA porque no me lo habíais dicho.
Mamá contestó:
—Lo siento, Lily, cariño. No queríamos que te preocupases hasta
que no hubiera razón para ello.
—¿DEBERÍA PREOCUPARME?
Empezaba a tener la mano cansada de tanto borrar y escribir.
Papá añadió:
—Es Navidad. Por supuesto que no deberías preocuparte.
Tomaremos esta decisión en familia...
Mamá le interrumpió:
—¡Queda sopa de pollo en el congelador! Puedes
descongelársela a Langston en el microondas.
Empecé a escribir: Langston se merece estar enfermo. Pero lo
borré y, en lugar de eso, escribí: De acuerdo. Le prepararé un poco
de sopa.
Mamá continuó:
—Si le sube más la temperatura, necesitaré que le lleves al
médico. ¿Podrás hacerlo, Lily?
Mi voz se liberó.
—¡Claro que puedo hacerlo! —solté de golpe.
¡Caramba! ¿Qué edad pensaban que tenía? ¿Once años?
Tanto la pizarra como mis esfuerzos por contenerme se enfadaron
ante la traición de mi voz.
Papá dijo:
—Lamento que esta Navidad no haya resultado bien, cariño. Te

113
prometo que te compensaremos para Año Nuevo. Cuida bien de
Langston y que tengas una buena cena de Navidad en casa de la tía
abuela Ida esta noche. Eso te hará sentir mejor, ¿verdad?
Me quedé en silencio, afirmando con la cabeza.
Mamá intervino:
—¿Qué has estado haciendo, cielo?
No deseaba hablarle del cuaderno. No porque estuviera
ENFADADA por lo de Fiji, sino porque hasta el momento había sido
lo mejor de la Navidad. Me lo quería reservar para mí.
Oí un lamento que procedía de la habitación de mi hermano.
—Lillllllllllllyyyy...
Apremiada por la urgencia, en lugar de seguir escribiendo en la
pizarra, tecleé un mensaje para mis padres.

Vuestro hijo enfermo me está llamando desde su lecho. Debo ir enseguida. Feliz
Navidad, padres. Os quiero. Por favor, no nos traslademos a Fiji.
—¡Te queremos! —chillaron desde su lado del mundo.
Me desconecté y caminé hacia la habitación de mi hermano. Me
detuve primero en el baño para sacar del botiquín de emergencia
una mascarilla y uno guantes desechables para mí. No estaba
dispuesta a ponerme enferma yo también. No cuando el cuaderno
debía de estar a punto de regresar a mis manos.
Entré en la habitación de Langston y me senté junto a su cama.
Benny había decidido estar enfermo en su propio apartamento, cosa
que le agradecía, porque tener que cuidar no de uno, sino de dos
pacientes el día de Navidad, me hubiera puesto de los nervios.
Langston no había tocado el zumo de naranja ni las galletas saladas
que le había dejado unas pocas horas antes la última vez que había
gritado «Lilllllllllllyyyy...» desde su habitación, aproximadamente

114
cuando, en una mañana normal de Navidad, habríamos estado
abriendo nuestros regalos.
—Lee para mí —me pidió Langston—. ¡Por favor!
Ese día no le dirigía la palabra a Langston, pero le leería. Cogí el
libro en el punto en el que él lo había dejado la noche anterior. Leí
en alto Canción de Navidad.
—«Es una adecuación justa, equilibrada y noble de las cosas el
hecho de que, aunque en la enfermedad existe la infección y el
lamento, no hay en el mundo nada más irresistiblemente contagioso
que la risa y el buen humor.»
—Es una bonita cita —dijo Langston—. ¿Puedes subrayarla y
doblar la página?
Hice lo que me pidió. Nunca sé qué pensar de mi hermano y sus
citas de pasajes de libros. A veces me molesta no poder abrir nunca
un libro sin encontrar alguna anotación de Langston. Me gustaría
imaginar qué pensaría de las palabras por mí misma, sin haber visto
junto a ellas los comentarios de mi hermano: adorable, chorrada
pretenciosa... Claro que a veces es interesante encontrar sus notas,
releerlas, e intentar descifrar por qué le intrigó o le inspiró ese
pasaje en concreto. Es una forma tranquila de meterse en el interior
del cerebro de mi hermano.
Llegó un mensaje de texto al teléfono de Langston.
—¡Benny! —dijo abalanzándose sobre él.
Los pulgares de Langston se hiperactivaron para escribir su
respuesta. Sabía que el señor Dickens y yo habíamos acabado por
el momento.
Salí de su habitación.
Langston ni siquiera se había molestado en preguntar si

115
debíamos intercambiar regalos. Les habíamos prometido a mis
padres que esperaríamos a Año Nuevo para dar los regalos, pero
estaba deseando hacer trampa, si me lo pedía.
Regresé a mi habitación y vi que tenía cinco mensajes en el
contestador de mi teléfono: dos del abuelo, uno del primo Mark, uno
del tío Sal y uno de la tía abuela Ida. Había empezado el gran
tiovivo de llamadas de Navidad.
No escuché ninguno de los mensajes. Apagué el teléfono. Decidí
que esa Navidad estaba en huelga.
Cuando el año pasado les dije a mis padres que no me importaba
que el siguiente año celebrásemos tarde la Navidad, no lo decía de
verdad. ¿Cómo es posible que no lo entendieran?
Esa tendría que haber sido una auténtica mañana de Navidad;
deberíamos haberla pasado abriendo los regalos, tomándonos un
copioso desayuno y riendo y cantando con mi familia.
Me sorprendió darme cuenta de que, sin embargo, había algo que
deseaba más que todo eso.
Quería que volviera el cuaderno rojo.
No tenía nada que hacer, ni nadie con quien salir, así que me
eché en la cama y me pregunté qué tal le iría la Navidad a Cargante.
Me lo imaginé viviendo en Chelsea, en algún loft de artistas, con su
madre y su nuevo novio, ambos geniales, supermarchosos, con
peinados asimétricos y tal vez hablando en alemán. Me los imaginé
sentados alrededor de su chimenea navideña, bebiendo sidra
caliente y comiendo galletas de especias mientras el pavo se asaba
en el horno. Cargante tocaba la trompeta para ellos, con una boina
en la cabeza, porque de repente quise que fuese un prodigio
musical que llevase un sombrero. Y cuando hubo acabado de tocar

116
la pieza que había compuesto como regalo de Navidad, los dos
lloraban diciendo: Danke! Danke! La pieza era tan hermosa, y la
interpretación tan exquisita, que incluso el muñeco Cargante se
sentaría junto a la chimenea y aplaudiría con sus manos de títere,
como si el sonido dulce de la trompeta le hubiese devuelto la vida.
Como no podía hablar con Cargante y averiguar cómo le iba la
Navidad, decidí vestirme y dar un paseo por Tompkins Square Park.
Conozco todos los perros de allí. Tras los incidentes con el jerbo y el
gato, mis padres acordaron que era mejor que no tuviese mis
propios animales domésticos, porque que me encariñaba
demasiado con ellos. Accedieron a que aceptara trabajos como
paseadora de perros del barrio, siempre que ellos o el abuelo
conociesen a los dueños. Este arreglo había funcionado bien en los
dos últimos años, puesto que he pasado muy buenos momentos con
más perros de los que hubiera llegado a conocer si yo hubiera
tenido el mío propio. Y además me he ganado un dinerillo.
El tiempo era extrañamente cálido y soleado para un día de
Navidad. Parecía más junio que diciembre, un signo más de la poca
autenticidad de ese día de Navidad. Me senté en un banco y,
mientras la gente paseaba con sus perros, y yo susurraba: «¡Hola
perrito!» a todos los perros que conocía, y también a los que no
conocía. Pero a los primeros además les acariciaba y les daba las
galletas de perro en forma de hueso que había preparado la noche
anterior, y que había decorado con colorante para alimentos verde y
rojo para darles un aspecto más festivo. No hablaba con humanos
salvo lo necesario, pero les escuchaba, y gracias a ello descubrí que
la Navidad de la demás gente del barrio no era una porquería como

117
la mía. Vi sus jerséis y sombreros nuevos, sus nuevos relojes y
anillos, les oí hablar de sus teles y portátiles nuevos.
Pero yo sólo podía pensar en Cargante. Me lo imaginé rodeado
de unos padres que le adoraban, abriendo los regalos que tanto
había deseado. Le vi desenvolviendo tristes jerséis negros de cuello
cisne y novelas furiosas de jóvenes furiosos, y un equipo de esquí
(sólo porque me gustaría pensar que existe la posibilidad de que un
día vayamos juntos a esquiar, aunque yo no sé esquiar), y ni un solo
diccionario inglés-catalán.
¿Habría ido ya Cargante a Dyker Heights? Como había apagado
mi teléfono y lo había dejado en casa, la única forma de averiguarlo
sería ir a ver a la tía abuela Ida, que estaba en mi lista del día de
personas con quien hablar.
La tía abuela Ida vive en una casa en la calle Veintidós Este,
cerca de Gramercy Park. Los cuatro miembros de mi familia vivimos
en un apartamento pequeño y apretujado de East Village (sin
animales, grrrrr) que mis padres académicos pueden pagar sólo
porque el abuelo es el propietario del edificio. Todo nuestro
apartamento tiene más o menos el tamaño de una sola planta de la
casa de la tía abuela Ida, en la que vive ella sola. Nunca se casó ni
tuvo hijos propios. En su momento fue propietaria de una galería de
arte de mucho éxito. Se ganó tan bien la vida que se pudo permitir
comprar su propia casa en Manhattan. (Aunque el abuelo siempre
señala que compró esa casa cuando la ciudad estaba en plena
agitación económica y que los ocupantes anteriores prácticamente
le dieron dinero para que les quitara la casa de encima. ¡Mujer con
suerte!) A pesar de tener una casa elegante, en un barrio elegante,
la tía abuela Ida no se ha vuelto nada snob. De hecho, es tan poco

118
snob que, aun teniendo un montón de dinero, sigue trabajando en el
Madame Tussaud un día a la semana. Dice que necesita hacer algo
y que le gusta salir con celebridades. Pero a mí me parece que está
escribiendo un libro revelador sobre lo que pasa entre las figuras de
cera cuando nadie mira.
Langston y yo la llamamos señora Basil E., por el libro que tanto
nos gustaba cuando éramos pequeños, From the Mixed-up Files of
Mrs. Basil E. Frankweiler. La señora Basil E. de ese libro es una
vieja dama que envía a los hermanos del libro, niño y niña, a la caza
de un tesoro en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
Cuando Langston y yo éramos niños, nuestra señora Basil E. solía
llevarnos a los museos a vivir aventuras los días que no teníamos
clase y que nuestros padres tenían que trabajar. Nuestras aventuras
siempre terminaban con una visita a la heladería. ¿Acaso no es
estupenda una tía abuela que deja que su sobrina y su sobrino
coman helado para cenar? No, es superestupenda.
La tía abuela Ida, alias señora Basil E., me envolvió en un abrazo de
Navidad gigante cuando llegué a su casa. Me encantaba cómo olía,
entre lápiz de labios y perfume con clase. Y siempre va muy
elegante, incluso el día de Navidad, cuando podría holgazanear por
casa en pijama.
—¡Hola, Lily! —dijo la señora Basil E.—. Veo que encontraste mis
viejas botas de majorette de mis días de instituto, en Washington
Irving High.
Mi incliné hacia ella para recibir otro abrazo. Me encantan sus
abrazos.
—Sí —asentí en su hombro, agradecida—. Las encontré en
nuestro viejo baúl de ropa de vestir. Me quedaban un poco grandes,

119
pero con estos calcetines gordos sobre las medias voy la mar de
cómoda. Son mis botas nuevas favoritas.
—Me gusta la cinta dorada que les has puesto a las borlas —
respondió—. ¿Piensas seguir abrazada a mí hasta Año Nuevo?
La solté a desgana.
—Ahora, por favor, sácate mis botas —dijo—. No quiero que las
plaquitas de las suelas rayen mi suelo de madera.
—¿Qué hay para cenar? —pregunté.
La tradición de la señora Basil E. es tener un montón de invitados
para Navidad y comida suficiente para otro montón más.
—Lo de siempre —contestó ella.
—¿Puedo ayudar? —pregunté.
—Ven conmigo —dijo dirigiéndose a la cocina.
Pero no la seguí. Se volvió.
—¿Sí, Lily? —inquirió.
—¿Te ha devuelto el cuaderno?
—Todavía no, cariño. Pero estoy segura de que lo hará.
—¿Qué aspecto tiene? —le pregunté, una vez más.
—Lo tendrás que descubrir por ti misma —respondió.
Además de ser irritante, Cargante no debía de ser un monstruo
total, porque, de haberlo sido, la señora Basil E. no habría accedido
a ser cómplice en la última entrega.
Nos fuimos a la cocina.
La señora Basil E. y yo cocinamos y cantamos hasta las seis,
mientras los demás trabajadores preparaban la grandiosa casa para
su gran fiesta. Yo seguía queriendo gritar: ¿Y QUÉ PASA SI NO ME
DEVUELVE EL CUADERNO? Pero no lo hice. Porque mi tía abuela

120
no parecía muy preocupada. Como si tuviera fe en él, así que pensé
que yo también debía tenerla.
Finalmente, a las siete de esa tarde —quizá la espera más larga
de toda mi vida— llegó el contingente Dyker Heights de la familia. El
tío Carmine, su mujer y su extensa prole entraron cargados de
regalos.
No me molesté en abrir el mío. El tío Carmine sigue pensando
que tengo ocho años y siempre me regala accesorios para la
muñeca American Girl. Que lo cierto es que todavía me gusta, pero
no es exactamente un misterio lo que contienen los paquetes
envueltos que me regala. Así que le pregunté:
—¿Lo tienes?
—Tendrás que pagar —contestó ofreciéndome la mejilla.
Le di un beso de Navidad. Una vez pagado el peaje, se sacó el
cuaderno rojo de la bolsa de regalos de cosas buenas y me lo
entregó.
De pronto, no supe cómo iba a sobrevivir ni un segundo más sin
absorber el último contenido del cuaderno. Necesitaba estar sola.
—¡Adiós a todos! —gorjeé.
—¡Lily! —reprendió la señora Basil E.—. ¿No estarás pensando
en irte?
—¡Olvidé decirte que en realidad hoy no hablo con nadie! ¡Estoy
más o menos en huelga! Y como Langston está en casa enfermo,
probablemente debería comprobar cómo va. —Le lancé un beso con
la mano—. ¡Muaaa!
La tía abuela Ida negó con la cabeza.
—Esta niña —le dijo a Carmine—. Está chiflada —añadió
levantando los brazos antes de devolverme un beso aéreo—. ¿Qué

121
debo decirles a los amigos de los villancicos que invitaste a cenar
esta noche?
—¡Deséales una feliz Navidad! —grité al salir.

Langston estaba dormido cuando llegué a casa. Le llené el vaso de


agua, dejé algunos Tylenol junto a su cama y me fui a mi habitación
para leer el cuaderno en privado.
Al menos lo tenía, el regalo de Navidad que había estado
deseando todo el día, aun sin haberme percatado. Sus palabras.
Sentía hacia él un intenso deseo que no había experimentado por
nadie en toda mi vida, ni siquiera por una mascota.
Me parecía extraño que pasara la Navidad solo y que
aparentemente le gustase. Tampoco parecía que pensase que los
demás debían sentir lástima por él.
Yo también había pasado la Navidad básicamente sola por
primera vez en mi vida.
Me había compadecido de mí misma.
Pero, en realidad, no había sido tan terrible.
Decidí que, en el futuro, afrontaría la soledad de forma más
entusiasta, siempre que tuviera la posibilidad de pasear por el
parque, acariciar a algunos perros y darles caprichos.
¿Qué te han regalado para Navidad?, me preguntaba él en el
cuaderno.
Escribí:
Este año no nos hemos dado regalos por Navidad. Lo reservamos
para Año Nuevo. (Es una larga historia. ¿Tal vez te gustaría oírla en
persona algún día?)

122
Pero no me podía concentrar en escribir en el cuaderno. Quería
vivir las historias que contenía, no limitarme a escribir en él.
¿Qué clase de chica pensaba que era para mandarme a un club
de música en mitad de la noche?
Mis padres nunca me dejarían ir.
Pero no estaban ahí para negarse.
Volví al cuaderno. Me ha gustado lo que has dicho, mi nuevo
amigo sin nombre. ¿Somos eso? ¿Amigos? Eso espero. Sólo
estaría dispuesta a salir por un amigo a las DOS DE LA
MADRUGADA la noche de Navidad, o cualquier otra noche. No es
que me dé miedo la oscuridad, sino que... en realidad no salgo
tanto. No tengo ese tipo de salidas adolescentes. ¿Vale?
No estoy segura de cómo debe funcionar esto de Ser una
Adolescente. ¿Existe un manual de instrucciones? Creo que tengo
implantado el músculo taciturno, pero no suelo ejercitarlo mucho. A
menudo me siento tan llena de AMOR hacia la gente que conozco
—y todavía más hacia los perros que paseo en Tompkins Square
Park— que tengo la sensación de hincharme como un globo gigante
que terminará elevándose hacia el cielo. Sí, todo ese amor. Pero
¿otros adolescentes? Nunca me he relacionado demasiado. En
séptimo, mis padres me hicieron entrar en el equipo de fútbol de mi
escuela para forzarme a socializar con otras chicas de mi edad.
Resulta que yo era bastante buena en fútbol, pero no tanto en lo de
socializar. No te preocupes, no es que sea un bicho raro total con el
que nadie quiera hablar. Es más bien que las demás chicas me
hablan, pero poco después me miran como diciendo: «¿EH? ¿Qué
acabas de decir?». Entonces vuelven a sus grupos, donde estoy
segura de que utilizan un idioma secreto de popularidad y yo

123
regreso a dar patadas sola a la pelota y a tener conversaciones
imaginarias con mis perros y mis personajes literarios favoritos.
Todo el mundo sale ganando.
No me importa ser la chica rara: puede que incluso sea una
especie de alivio. Sin embargo, en el idioma del fútbol tengo una
gran fluidez. Eso es lo que me gusta del deporte. No importa que los
que participan en el juego hablen idiomas totalmente distintos: en el
campo, en la sala, donde quiera que jueguen, el idioma de los
movimientos, los pases y los tantos es siempre el mismo. Universal.
¿Te gusta el deporte? No te imagino muy deportista. ¡YA SÉ! Te
apellidas Beckham, ¿verdad?
No estoy segura de que esta noche recuperes el cuaderno. No
estoy segura de poder aceptar tu última misión. Como mis padres
están fuera, aún puedo considerarlo. Pero nunca he estado en un
club musical de madrugada. ¿Y salir sola en mitad de la noche, en
medio de Manhattan? Uau. Debes de tener mucha fe en mí. Lo cual
agradezco. Aunque no estoy segura de compartirla.
Paré de escribir para echarme una siesta. No estaba segura de
que me correspondiera a mí aceptar la tarea de Cargante, pero, si
era así, primero necesitaba descansar.
Soñé con Cargante. En mi sueño, Cargante tenía la cara de
Eminem y cantaba una y otra vez «me llamo...», mientras sostenía
el cuaderno para mostrarme una página en la que aparecían varios
nombres.
Me llamo... Ypsilanti.
Me llamo... Ezequiel.
Me llamo... Mandela.
Me llamo... Yao Ming.

124
A la una de la madrugada sonó el despertador.
Cargante se había infiltrado en mi subconsciente. Obviamente, el
sueño era una señal: Cargante resultaba demasiado tentador para
resistirme.
Fui a ver primero cómo estaba Langston (inconsciente), y luego
me puse mi mejor atuendo de Navidad, un minivestido de terciopelo
dorado. Me sorprendió descubrir que había desarrollado más
tetamen y caderas desde la última vez que me lo había puesto, la
pasada Navidad, pero decidí no preocuparme de lo ajustado que me
quedaba. Probablemente el club estaría a oscuras. ¿Quién se fijaría
en mí? Completé el conjunto con medias rojas y las botas de
majorette de la señora Basil E. y sus cintas doradas. Me puse el
gorro de punto rojo del que colgaban un par de pompones a la altura
de las orejas y me dejé caer sobre la frente, cubriéndome uno de los
ojos, algún que otro mechón rubio, para poder tener un aire
misterioso por una vez. Silbé para parar un taxi.
Cargante debía de haber formulado algún conjuro, porque la Lily
de la época precuaderno nunca habría aceptado el reto de salir a
escondidas en mitad de la noche, nada menos que la noche de
Navidad, para ir a un antro del Lower East Side. Pero, de alguna
forma, saber que el Moleskine estaba oculto en mi bolsa, con
nuestros pensamientos y nuestras pistas, con nuestras huellas, me
hacía sentir segura, como si pudiera vivir esa aventura sin perderme
y sin tener que llamar a mi hermano para que viniera a salvarme.
Podía hacerlo yo sola y no volverme loca pensando que no tenía ni
idea de lo que me esperaba al otro lado de esa noche.

125
—Feliz Navidad. Cuéntame tus penas.
La petición de la gorila de la entrada del club me hubiera
confundido antes de Acción de Gracias, pero como hacía un par de
semanas había conocido a Shee’nah en mi grupo de villancicos,
comprendí cómo funcionaba la cosa.
Shee’nah, orgullosa componente de esa «nueva próxima ola de
fabulosidad» del entorno de clubs del centro, había explicado que
las drag-damas tenían algo de drag queens, y algo de dragones,
que estaban ahí para liberarte de tus penas.
Así que le lloriqueé a la enorme gorila del club, vestida de lamé
dorado y con el rostro oculto por una máscara de dragón:
—No me han regalado nada por Navidad.
—Por Dios, esto es un espectáculo Jánuca. ¿A quién le importan
tus regalos de Navidad? Vamos, esfuérzate un poco. ¿Cuál es tu
problema?
—Puede que dentro de este club se encuentre, o no, una persona
de nombre y rostro desconocidos que quizá me esté buscando.
—Aburrido.
La puerta no se abrió.
Me incliné hacia la dama de las penas y susurré:
—Nunca me han besado. De esa forma.
La dama abrió los ojos como platos.
—¿En serio? ¿Con esas tetas?
¿Perdón?
Me cubrí el pecho con las manos, lista para escapar.
—¡Lo dices en serio! —dijo la drag-dama, abriéndome finalmente
la puerta—. ¡Entra de una vez! ¡Y mazel tov!
Entré en el club sin apartar las manos de mis pechos. Dentro, sólo

126
vi a gente loca gritando, sacudiéndose, y bailando salvajemente.
Olía a cerveza y a vómito. Era lo más parecido al infierno que me
podía imaginar. Deseé inmediatamente volver a fuera y pasarme la
noche charlando con la drag-dama y escuchando las desgracias de
los demás.
¿Acaso Cargante había decidido enviarme a un tugurio como ese
para gastarme una especie de broma cósmica?
Francamente, estaba aterrorizada.
En la escuela, a menudo me sentía intimidada al tratar de
mantener una conversación con un destacamento de chicas de
dieciséis años con brillo de labios, pero eso era un juego de niños
comparado con el formidable grupo de amigos del club.
Conoce [«por favor, redoble de tambor»] a los sofisticados punkis.
Probablemente yo era la persona más joven de allí y, por lo que
podía ver, la única que estaba sola. Y, para ser una fiesta Jánuca,
nadie iba vestido adecuadamente. Creo que nadie salvo yo iba
vestido de fiesta. Todos llevaban tejanos ajustados y camisetas
desastrosas. Al igual que las chicas adolescentes, los sofisticados
se congregaban en grupos que se creían mejor que tú y sus rostros
exhibían también expresiones de aburrimiento, pero, a diferencia de
las chicas adolescentes que yo conocía, no creía que ninguno de
ellos tuviera la intención de pedirme los deberes para copiárselos o
de querer jugar a fútbol. Las caras de desprecio de los sofisticados
al mirarme me clasificaron como Una Que No Es De Los Suyos. No
puedo decir que no estuviera agradecida por ello.
Quería irme a casa, refugiarme en la seguridad de mi cama, mis
muñecos de peluche y las personas que conocía de toda la vida. No
tenía nada que decirle a nadie y recé fervientemente para que nadie

127
me dijera nada. Estaba empezando a odiar a Cargante por haberme
mandado a esta guarida de leones. El peor golpe que le había
asestado era la visita al Madame Tussaud. Pero las figuras de cera
no te juzgan, ni se dicen unas a otras cuando camino:
—¿Qué lleva esa chica? ¿Tiene plaquitas de claqué en las botas?
No lo creo.
Ah, pero... la música. Cuando el grupo de chicos jasídicos punkis
subieron a escena —un guitarrista, un bajo, unas trompas, unos
violines y, extrañamente, ningún batería— y dieron rienda suelta a
su explosión de sonidos, entonces comprendí el plan maestro de
Cargante.
El grupo tocaba un tipo de música que ya había escuchado antes,
cuando uno de mis primos eligió música judía para amenizar su
boda. En la fiesta, tocó una banda klezmer, que, según me dijo
Langston, era una especie de fusión judía punk-jazz. La música de
ese club era una especie de mezcla entre... ¿la danza horah y
Green Day tocando para un desfile de Mardi Gras? La guitarra y el
bajo aportaban la base, mientras las trompas y los violines
fraseaban, y las voces de los miembros del grupo reían y lloraban y
cantaban, todo a la vez.
Era una locura. Me encantaba. Dejé de ocultarme el pecho con
las manos. ¡Necesitaba moverme! Bailé sin importarme lo que
pensaran los demás. Me puse a dar vueltas como una loca, me
sacudí el pelo en todas direcciones y salté con todas mis fuerzas.
También hice sonar las plaquitas de mis botas contra el suelo como
si yo formara parte de la música, sin importarme lo que pensaran los
demás.
Los sofisticados que se entregaban salvajemente al baile y que se

128
movían a mi alrededor como si estuviéramos en un baile horah punk
parecían pensar lo mismo que yo de la música. Tal vez la música
klezmer fuera un lenguaje universal, como el fútbol. No me podía
creer lo bien que me lo estaba pasando.
Entonces me di cuenta de que Cargante me había brindado
justamente lo que había pedido para Navidad: esperanza y creencia.
Siempre había esperado tener una aventura como esa yo sola, pero
nunca lo había creído posible. Una aventura propia. Y que me
gustara. Y finalmente había ocurrido. El cuaderno lo había hecho
posible.
Me entristeció un poco que terminara la actuación del grupo, pero
no lo suficiente para ahogar la alegría que me embargaba. El ritmo
de mi corazón tenía que bajar. Y tenía que encontrar su próximo
mensaje.

Mientras los teloneros dejaban el escenario, fui al lavabo, siguiendo


las instrucciones.
Sólo debo decir que, si alguna vez en mi vida tengo que volver a
ese lavabo, llevaré una botella de Clorox.
Cogí una toalla de papel del lavabo y la coloqué encima del
retrete para poder sentarme. ¿Cómo iba a utilizar ese váter? Había
cosas escritas por todas las paredes: restos de grafitis y citas,
mensajes para amantes y amigos, para ex y enemigos. Era casi un
muro de lamentaciones, un lugar donde vaciar tu corazón. Si no
estuviera tan sucio ni oliera tan mal, casi podría haber hecho la
doble función de instalación artística. Tantas palabras y
sentimientos, tantos estilos diversos de escritura, algunos escritos

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con Magic Marker, otros con bolígrafos de diferentes colores, lápices
de ojos, pintura de uñas, aplicadores de brillo.
Me sentí especialmente identificada con esta frase:

PORQUE ESTOY FUERA DE LA ONDA, Y ASUSTADO

Pensé: «Bien por ti, señor Fuera de la onda-asustado. A pesar de


todo, has llegado hasta aquí. ¡Tal vez hayas ganado ya la mitad de
la batalla!».
Me pregunté qué le habría pasado a aquella persona. Me
pregunté si podría dejarle un cuaderno rojo para averiguarlo.
Mi garabato favorito estaba escrito con un Magic Marker negro.
Decía:

The Cure. Para los Ex. Lo siento, Nick. ¿Me volverás a besar?

En cuanto lo hube leído, sentada en un retrete asqueroso de un


lavabo que apestaba, sudada de tanto bailar, sentí el deseo de que
alguien me besara. Con una intensidad que nunca hasta entonces
había sentido. No era una simple fantasía. Eso había quedado
reemplazado por la esperanza y la creencia de que podía ocurrir, de
verdad.
(Nunca había besado a nadie de verdad, de forma romántica. No
le había mentido a la drag-dama. No creo que mi almohada cuente.)
(¿Debería confesarle esto a Cargante en el cuaderno?
¿Sinceridad total para ser justa y darle la oportunidad de huir?)
(No.)
Había tantos mensajes en la pared del lavabo que nunca podría
encontrar el suyo, salvo si reconocía su letra. El mensaje estaba

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unas pocas líneas por debajo del mensaje del beso The Cure. Había
pintado una banda blanca de fondo y alternado las palabras con
Magic Marker azul y negro. Un bonito mensaje tematizado Jánuca,
supuse. Así que, en secreto, Cargante era un sentimental. ¿O
quizás en parte judío?
El mensaje decía:

Por favor, devuelve el cuaderno al detective atractivo


que lleva un sombrero de fieltro.

Vaya, me quedé de una pieza.


¿Estaba ahí Cargante?
¿O me iba a encontrar otra vez con un niño llamado Boomer?
Volví de nuevo al club. A pesar de tanto pantalón y camiseta
negros y la falta de iluminación, identifiqué por fin a dos hombres
con sombreros de fieltro, aunque uno tenía una kipá por encima del
sombrero. Los dos tíos llevaban gafas de sol. Vi que el que no tenía
la kipá se agachaba y se rascaba con un clip un pedazo de chicle
que tenía pegado en el zapato. (Creo que utilizó un clip. ¡Dios!
Espero que no se lo rascara con la uña, ¡qué asco!)
En la oscuridad del club, era imposible distinguir sus caras.
Saqué el cuaderno. Después cambié de idea y lo metí en el bolso
por seguridad, por si eran los tipos equivocados. Si fueran los tipos
correctos, ¿no deberían decirme algo así como: «¡Ey! Estamos aquí
por el cuaderno»?
Pero no, lo único que hicieron fue dedicarme sus miradas
vidriosas de sofisticado punki.
Estaba totalmente muda, afectada por el pánico.

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Salí corriendo del club tan deprisa como pude.
Y se me salió una de las botas. ¡Menuda humillación! Me había
olvidado de ponerme calcetines por encima de las medias para que
las botas me quedaran bien ajustadas y, como una Cenicienta
Chillona del baile gay-judío, me quedé sin una de mis botas.
No iba a volver a por ella de ninguna de las maneras.
Cuando el taxi se detuvo ante mi casa y saqué mi monedero para
pagar, me di cuenta de lo que había hecho: en lugar del cuaderno, le
había dejado una de mis botas al detective.
El cuaderno seguía en mi bolso.
No le había dado a Cargante ninguna pista para que me
encontrara de nuevo.

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nueve

–Dash–
26 de diciembre

Me desperté a las ocho de la mañana al oír porrazos en la puerta.


Fui a trompicones hasta el vestíbulo, entorné un ojo para mirar por
la mirilla y me encontré a Dov y Yohnny mirándome con sus
sombreros de fieltro ladeados.
—¡Ey, tíos! —dije tras abrir la puerta—. ¿No es un poco pronto
para vosotros?
—¡Todavía no nos hemos acostado! —dijo Dov—. Estamos hasta
arriba de Red Bull y Coca-Cola Diet, ya sabes lo que quiero decir.
—¿Podríamos quedarnos aquí? —preguntó Yohnny—. Quiero
decir, en breve. Pongamos dentro de unos... dos minutos.
—¿Cómo podría echaros? —pregunté—. ¿Qué tal el
espectáculo?
—Deberías haberte quedado —respondió Dov—. Rabino Tonto
fue alucinante. Vale, no son Puñado de Idiotas, pero suenan
dieciocho veces mejor que Ozrael. Oye, y tu chica se marcó unos
bailes, tío.
Sonreí.
—¿De verdad?
—¡Fue genial! —exclamó Dov.

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Yohnny negó con la cabeza.
—No, fue más que genial, fue increíble, fue...
Dov golpeó a Yohnny en el hombro con lo que parecía una bota.
—¡Eh, que estaba hablando! —gritó Dov.
—Esta noche habrá alguien que no llegará a romper la copa —
musitó Yohnny.1
Avancé un paso.
—¡Tíos! ¿Tenéis algo para mí?
—Sí —dijo Dov sosteniendo la bota—. Esto.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Dov me miró con cara de palo.
—¿Qué es esto? Bueno, veamos.
—No había ningún cuaderno —dijo Yohnny—. Tu chica se lo
mostró a Dov, pero después salió corriendo sin entregárnoslo y
perdió la bota por el camino. No me preguntes cómo. Diría que un
pie cayéndose de una bota es algo que desafía la ley de la física.
Así que quizá quería dejarla para ti.
—¡Cenicienta! —exclamó Dov—. ¡Suéltate el pelo!
—Sí —prosiguió Yohnny—. Creo que es hora de irnos a la cama.
¿Te importa que nos quedemos?
—Podéis utilizar la habitación de mi madre —dije.
Después le cogí la bota a Dov y miré dentro.
—No hay nada dentro —dijo Yohnny—. Yo también pensé en eso.
Incluso busqué por el suelo, cosa que no fue una experiencia
agradable. Puedo asegurarte que, si el cuaderno se hubiese caído,
no hubiera ido lejos. Se habría quedado pegado justo donde
hubiese caído.
—Qué asco. Lo siento. Quiero decir, gracias.

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Les conduje hasta la habitación de mi madre. Me pareció un poco
mal tomar prestada su cama, pero era también la cama de Giovanni
y me encantaba la idea de mencionarle, como quien no quiere la
cosa, que dos gais judíos no ortodoxos hechos polvo se habían
cobijado ahí juntos mientras él estaba fuera. Saqué la colcha
mientras Yohnny mantenía a Dov apuntalado. La simple visión de un
lugar donde dormir había drenado todo el Red Bull que corría por
sus venas.
—¿A qué hora queréis que os ponga el despertador? —pregunté.
—¿Vas a la fiesta de Priya esta noche? —dijo Yohnny.
Asentí.
—Bueno, despiértanos un poco antes.
Yohnny se sacó delicadamente el sombrero y después se lo sacó
a Dov. Les deseé buenas noches, aunque ya había empezado a
amanecer.
Examiné la bota. La estudié. Busqué mensajes secretos incrustados
en la piel. Saqué la plantilla para ver si había una nota debajo. Le
hice preguntas a la bota. Jugué con su borla. Tenía la sensación de
que Lily me la había jugado.
Si no hubiera dejado nada, habría pensado: «Vaya. Ya está. Se
acabó». Pero la bota era una pista y, si había una pista, eso quería
decir que el misterio permanecía intacto.
Decidí revisar mis pasos. Macy’s habría abierto pronto el día
después de Navidad, así que les llamé enseguida... y me dejaron en
espera durante quince minutos.
Finalmente, una voz exasperada contestó:
—Macy’s. ¿En qué le puedo ayudar?
—Hola —contesté—. Me preguntaba si Papá Noel todavía estaría

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por ahí.
—Señor, Navidad fue ayer.
—Lo sé, pero ¿habría alguna forma de localizar a Papá Noel?
—Señor, no tengo tiempo para esto.
—No, usted no lo entiende. De verdad que necesito hablar con el
hombre que hacía de Papá Noel hace cuatro días.
—Señor, le agradezco su deseo de hablar con Papá Noel, pero
este es el día del año de más trabajo y tengo otras llamadas que
debo atender. Quizá debería escribirle una carta. ¿Necesita la
dirección?
—¿Polo Norte, número uno? —especulé.
—Precisamente. Que tenga un buen día, señor.
Y entonces colgó.
La Strand, por supuesto, no abría pronto el día después de
Navidad. Tuve que esperar hasta las nueve y media para poder
hablar con alguien de allí.
—Hola —saludé—. Me preguntaba si Mark estaría por ahí.
—¿Mark? —preguntó una voz masculina aburrida.
—Sí. Trabaja en el mostrador de información.
—Aquí hay unos veinte Mark. ¿Podrías ser más específico?
—Pelo oscuro. Gafas. Indiferencia irónica. Desaliñado.
—No me encaja.
—Creo que es un poco más gordo que los demás.
—Oh, creo que ya sé qué Mark quieres decir. Hoy no está aquí.
Veamos... Sí, mañana le toca.
—¿Me podrías decir su apellido?
—Lo siento —contestó el tipo bastante agradablemente—, pero

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no desvelamos información personal a los acosadores. Si quieres
dejar un mensaje, se lo puedo hacer llegar mañana.
—No, está bien.
—Me lo imaginaba.
No había progresado mucho. Pero al menos sabía que Mark
estaría por allí al día siguiente.
Como último recurso, dejé a Dov y a Yohnny dormidos en la cama
de mi madre y solté otros veinticinco pavos para visitar a las
celebridades de cera. Pero no conseguí dar con la mujer vigilante.
Tal vez la habían trasladado a la habitación trasera, con las estatuas
del reparto de Vigilantes de la playa.
Cuando regresé al apartamento, decidí escribir a Lily de todas
formas.
Me temo que me has superado, porque ahora me encuentro con
que estas palabras no tienen un lugar adonde ir. Es difícil responder
a una pregunta que no te han hecho. Es difícil mostrar que lo has
intentado, a no ser que acabes consiguiéndolo.
Me detuve. No era lo mismo sin el cuaderno. No parecía una
conversación. Parecía como si estuviera hablando con el silencio.
Ojalá hubiera estado allí para verla bailar. Observarla allí. Llegar a
conocerla de esa forma.
Podría haber buscado todas las Lilys de Manhattan. Podría
haberme presentado en las puertas de todas las Lilys de Brooklyn.
Podría haber buscado por todas partes las Lilys de Staten Island,
cribar las Lilys del Bronx y tratar a las Lilys de Queens como si
fueran de la realeza. Pero sentía que se suponía que no debía
encontrarla de esa forma. No era una aguja. Esto no era un pajar.

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Nosotros éramos personas, y las personas tenían maneras de
encontrarse mutuamente.
Podía oír el sonido del sueño que procedía de la habitación de mi
madre: Dov roncando, Yohnny murmurando. Llamé a Boomer para
recordarle lo de la fiesta, y entonces me recordé a mí mismo quién
iba a estar allí.
Sofía. Era extraño que no me hubiese dicho que iba a estar en la
ciudad, pero, al fin y al cabo, tampoco tanto. Tuvimos la ruptura más
fácil que se pueda imaginar. Ni siquiera parecía una ruptura, sólo
una despedida. Ella debía regresar a España, y nadie esperaba que
siguiéramos juntos después de eso. Nuestro amor había sido
agradable. Nuestros sentimientos habían sido ordinarios, no
shakesperianos. Todavía sentía afecto por ella. Afecto, esa
agradable y desprendida mezcla de admiración y cariño, aprecio y
nostalgia.
Intentaba prepararme para la conversación inevitable. El titubeo
embarazoso. Las sonrisas simples. En otras palabras, un regreso a
nuestras antiguas formas. Nada de golpes de química bruscos, sólo
el lento zumbido de conocer nuestro lugar. Celebramos su fiesta de
despedida en casa de Priya, y la recordaba ahora. Aunque ya
habíamos hablado de que nuestra relación se acabaría cuando ella
se fuera, yo seguía situado en la posición de novio. Tras estar junto
a ella en todas y cada una de las despedidas, sentí la nuestra con
mayor intensidad. Cuando prácticamente todo el mundo se había
ido ya, los sentimientos de afecto casi me desbordaban. No sólo
afecto hacia ella, sino afecto hacia nuestros amigos, hacia el tiempo
que habíamos pasado juntos y hacia el futuro con ella, que nunca
había deseado demasiado.

138
—Pareces triste —me dijo ella.
Estábamos solos en la habitación de Priya, con unos pocos
abrigos que aún quedaban sobre la cama.
—Pareces agotada —le contesté yo—. Cansada de las
despedidas.
Ella asintió y dijo: «Sí». Una pequeña redundancia que siempre
había advertido en ella, sin ni siquiera decir algo al respecto. Ella
asentía y decía: «Sí». Negaba con la cabeza y decía: «No».
Si no hubiéramos acabado, la habría abrazado. Si no hubiéramos
acabado, la habría besado. Pero me sorprendí a mí mismo, y a ella,
al decir:
—Te echaré de menos.
Era uno de esos momentos en los que sientes el futuro hasta tal
punto que el presente se desvanece. La ausencia de Sofía era
palpable, aunque aún estuviera en la habitación.
—Yo también te echaré de menos —dijo ella. Y, de pronto, dejó
atrás nuestro momento al añadir—: Os echaré de menos a todos.
Nunca nos habíamos mentido (al menos que yo supiera). Pero
tampoco nos habíamos salido de lo establecido para mostrarnos tal
cual éramos. En su lugar, dejábamos que los hechos hablasen por
sí mismos. «Creo que me apetece comida china. Ahora tengo que
irme para poder acabar los deberes. Me gustó mucho esa película.
Mi familia se traslada de nuevo a España, así que creo que eso
significa que nos vamos a separar.»
No habíamos prometido escribirnos cada día y no nos escribimos
cada día. No habíamos jurado sernos fieles el uno al otro, porque no
había tanto sobre lo que ser fiel. De vez en cuando, me la
imaginaría ahí, en un país que sólo había visto en sus álbumes de

139
fotos. Y entonces, de vez en cuando, le escribiría para decirle hola,
para estar al día, para mantenerme en su vida simplemente por
afecto. Le explicaba cosas de nuestros amigos comunes que ella ya
sabía y ella me decía cosas sobre sus amigos de España que en
realidad yo no necesitaba saber. Al principio, le había preguntado
cuándo vendría de visita. Quizás ella llegó a decir que posiblemente
para las vacaciones. Pero lo había olvidado. No porque ahora
hubiera un océano entre nosotros, sino porque siempre había
habido algo de por medio. Probablemente Lily supo más sobre mí
en cinco días de idas y vueltas de lo que Sofía había sabido en
cuatro meses de salir juntos.
«Tal vez —pensé—, la distancia no es el problema, sino cómo la
manejas.»
Cuando Dov, Yohnny y yo llegamos a casa de Boomer, pasadas las
seis y media, lo encontramos vestido como un boxeador profesional.
—¡Pensé que sería una buena forma de celebrar el Boxing Day!2
—dijo.
—No es una fiesta de disfraces, Boomer —señalé—. Ni siquiera
has de llevar calzones.
—Dash, a veces le quitas toda la gracia a las cosas divertidas —
dijo Boomer con un suspiro. Y añadió—: ¿Y sabes lo que queda?
Nada.
Se arrastró hasta su habitación, volvió con una camiseta Manta
Ray y unos tejanos, y procedió a ponerse los pantalones por encima
de los calzones de boxeador.
Mientras avanzábamos por la acera, nuestro Rocky ensayaba lo
que se suponía que debían ser los movimientos de un boxeador. No
paraba de dar puñetazos al aire alocadamente hasta que,

140
accidentalmente, le dio al carrito de ultramarinos de una señora
mayor, y ambos cayeron al suelo. Mientras Dov, Yohnny y yo les
ayudábamos a ponerse en pie, Boomer no paraba de decir:
—¡Lo siento mucho! ¡Es que no controlo mi fuerza!
Por suerte, Priya no vivía tan lejos. Mientras esperábamos a que
nos dejaran entrar, Dov preguntó:
—Ey, ¿has traído la bota?
No la había traído. Pensé que si veía a una chica cojeando por
llevar una sola bota, sabría hacer una correspondencia mental.
—¿Qué bota? —inquirió Boomer.
—La de Lily —explicó Dov.
—¡Has conocido a Lily! —exclamó Boomer.
—No, no he conocido a Lily —repliqué.
—¿Quién es Lily? —preguntó Priya.
Ni siquiera la había visto aparecer en la entrada.
—¡Una chica! —respondió Boomer.
—Bueno, en realidad no es una chica —corregí.
Priya enarcó una ceja.
—¿Una chica que en realidad no es una chica?
—Es una drag queen —dijo Dov.
—Lily Pad —canturreó Yohnny—. Hace la versión más alucinante
de «No es Fácil Ser Verde». Me hace saltar las lágrimas cada vez
que la canta.
—Lágrimas —repitió Dov.
—¡Y Dash tiene su bota! —exclamó Boomer.
—Hola, Dash.
Allí estaba ella. Asomando tras el hombro de Priya. Oculta en la
luz tenue del vestíbulo.

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—Hola, Sofía.
Y entonces, justo cuando necesitaba que Boomer hiciera una de
sus interrupciones, se quedó en silencio. Todo el mundo se quedó
en silencio.
—Me alegro de verte.
—Sí, yo también me alegro de verte.
Tuve la sensación de que todo el tiempo que habíamos estado
separados se aglutinaba en cada palabra. Allí, en el vestíbulo de la
casa, contemplamos todos los meses que habían transcurrido. Sofía
llevaba el cabello más largo y tenía la piel algo más oscura... Y aún
había algo más. Pero no podía explicarlo. Estaba en sus ojos: ya no
me miraba como solía hacerlo antes.
—Pasad —dijo Priya—. Algunos de los invitados ya están dentro.
Era curioso. Habría querido que Sofía me hubiera esperado, como
lo habría hecho cuando salíamos juntos. Pero avanzó hacia la fiesta,
junto con Priya, Boomer, Dov y Yohnny.
En el interior, me encontré con algo parecido a una fiesta de
colegio. Los padres de Priya no eran partidarios de dejarle el
apartamento a su hija para que celebrase una fiesta. Y tenían la
idea de que la bebida más fuerte que se debía ofrecer era la
gaseosa. Y con moderación.
—Estoy tan contenta de que hayas podido venir —decía Priya—.
Y de que no estés en Suecia. Sé que Sofía habría tenido una
decepción.
No había razón para que Priya me desvelara esa información, así
que sospeché que sus palabras escondían algo más. «Sofía habría
tenido una decepción.» ¿Significaba eso que realmente quería
verme? ¿Que se habría quedado hecha polvo si yo no hubiera

142
aparecido? Y ¿era en realidad esa la razón por la que Priya había
organizado la fiesta?
Sabía que eso suponía dar un buen salto, pero cuando volví a
mirar a Sofía, encontré cierta respuesta por su parte. Se estaba
riendo de algo que le decía Dov, pero me miraba a mí, como si él
fuera la distracción y yo, aquel con quien mantenía la conversación.
Me hizo un gesto con la cabeza señalándome la mesa de las
bebidas. Avancé para reunirme con ella allí.
—¿Fanta, gaseosa o Rite Diet? —pregunté.
—Tomaré una Fanta —respondió.
—Fan-tástico —repliqué.
Mientras cogía un poco de hielo y me servía una gaseosa, ella
dijo:
—Bueno, ¿y qué tal estás?
—Bien —contesté—. Ocupado. Ya sabes.
—No, no lo sé —dijo ella cogiéndome el vaso de plástico de la
mano—. Explícame.
Su voz tenía un tono desafiante.
—Bien —expliqué sirviéndome una gaseosa—, se suponía que
tenía que ir a Suecia, pero se canceló en el último momento.
—Sí, me lo dijo Priya.
—Esta gaseosa lleva mucho gas, ¿no? —dije señalando la
espuma que casi rebosaba del vaso—. Quiero decir que, cuando
esta montaña de espuma desaparezca, no quedarán más que dos
dedos de gaseosa en el vaso. Me voy a pasar la noche sirviéndome
gaseosa.
Estaba justo dando un sorbo cuando Sofía añadió:
—Priya también me dijo que estabas estudiando las delicias del

143
sexo gay.
Estuve a punto de soltar la gaseosa por la nariz.
Cuando acabé de toser, dije:
—Apuesto a que no te habló del pianismo francés, ¿verdad?
Seguro que eso lo omitió del todo.
—¿Estás estudiando penes franceses?
—Pianismo. Por favor, ¿no os enseñan nada en Europa?
Era una broma, pero no lo pareció del todo, y Sofía se ofendió. Y
así como las chicas norteamericanas expresan el sentimiento de
ofensa de un modo agridulce, las chicas europeas ofendidas tienen
una cierta tendencia oculta al asesinato. Al menos si me baso en mi
limitada experiencia.
—Te puedo asegurar que, aunque considero que el sexo entre
gays es algo bonito, alegre —le dije—, no creo que a mí me
divirtiera, de ahí que mi lectura sobre sus delicias formase parte de
una búsqueda más amplia.
Sofía me miró con expresión pícara.
—Ya veo.
—¿Desde cuándo tienes esa expresión pícara? —pregunté—.
También he notado una cierta susceptibilidad en tu voz que, hasta
ahora, había pasado por alto. Es un toque extremadamente
atractivo, pero no encaja con la Sofía que conocía antes.
—Vamos a la habitación —respondió.
—¿QUÉ?
Me señaló la media docena de personas que esperaban para
conseguir algo de gaseosa y me dijo:
—Estamos en medio... Y tengo un regalo para ti.
El camino hacia la habitación fue algo accidentado. A cada dos

144
pasos que dábamos, alguien paraba a Sofía para darle la
bienvenida, preguntarle cómo le iba por España, decirle lo bonito
que tenía el pelo. Me mantuve a su lado, una vez más en la posición
novio. Y me sentí igual de incómodo que cuando había sido su novio
de verdad.
Parecía que Sofía había abandonado el plan de la habitación,
pero, cuando fui a servirme un poco más de gaseosa, ella me cogió
de la manga y logramos salir de la cocina.
La puerta de Priya estaba cerrada y, cuando la abrimos,
encontramos a Dov y Yohnny dándose el lote.
—¡Chicos! —grité.
Dov y Yohnny se volvieron a cerrar rápidamente las chaquetas y
se colocaron de nuevo los sombreros sobre sus kipás.
—Lo siento —dijo Yohnny.
—Es sólo que no habíamos tenido oportunidad de... —prosiguió
Dov.
—¡Os habéis pasado todo el día en la cama!
—Sí, pero estábamos agotados —argumentó Dov.
—Completamente destrozados —coreó Yohnny.
—Y...
—... Era la cama de tu madre.
Salieron corriendo de la habitación.
—¿Pasa esto mucho en España? —le pregunté a Sofía.
—Sí. Sólo que allí son católicos.
Se acercó a lo que supuse que era su bolso y sacó un libro.
—Toma —dijo—. Esto es para ti.
—En realidad, yo no te he comprado nada —farfullé—. Quiero
decir, no sabía que fueras a estar aquí y...

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— No te preocupes. Lo que cuenta es que te sientes incómodo
por no haber pensado en ello.
Me dejó totalmente desarmado.
Sofía sonrió y me ofreció el libro. La cubierta exclamaba:
«¡LORCA!». Y ese era el título: ¡LORCA! Lo cual no era muy
¡SUTIL! Empecé a hojearlo.
—Oh, mira —dije—. ¡Es poesía! ¡Y en un idioma que no hablo!
—Sé que saldrás a comprarte una traducción, sólo para hacerme
creer que lo has leído.
—Touché. Totalmente cierto.
—Pero, en serio. Es un libro que significa mucho para mí. Es un
autor precioso. Y creo que te gustará.
—Tendrás que darme clases de español.
Ella rió.
—¿Al igual que tú me dabas clases de inglés?
—¿Por qué te acabas de reír?
Ella negó con la cabeza y dijo:
—No, era agradable cuando hacías eso. Bueno, agradable y
condescendiente.
—¿Condescendiente?
Ella empezó a imitar mi voz, de forma no muy acertada, pero lo
suficiente como para saber que estaba imitando mi voz.
—¿Cómo? ¿No sabes lo que es una rosquilla de pasta de pizza?
¿Necesitas que te explique de dónde proviene la palabra
proveniencia? ¿Va todo dabuten, quiero decir, bien?
—Yo nunca he dicho eso. Nunca he dicho nada de eso.
—Quizá no. Eso es lo que parecía. Para mí.
—Vaya —exclamé—. Podrías haber dicho algo.

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—Lo sé. Pero no era lo mío «decir algo». Y me gustaba que no te
importase explicarme cosas. Me parecía que necesitaba
explicaciones sobre muchas cosas.
—¿Y ahora?
—No tanto.
—¿Por qué?
—¿Quieres saberlo realmente?
—Sí.
Sofía suspiró y se sentó en la cama.
—Me enamoré. No funcionó.
Me senté junto a ella.
—¿Todo eso en los tres últimos meses?
Ella asintió.
—Sí, todo eso en los tres últimos meses.
—No mencionaste...
—¿En mis correos? No. Él no quería que hablase contigo y
mucho menos que hablase contigo sobre él.
—¿Tanta amenaza era yo?
Ella se encogió de hombros.
—Al principio exageré un poco sobre ti. Para ponerle celoso.
Funcionó en lo de ponerle celoso, pero no sirvió para que me
quisiera más.
—¿Fue por eso por lo que no me dijiste que venías?
Negó con la cabeza.
—No. Supe que venía justo la semana pasada. Convencí a mis
padres de que echaba mucho de menos Nueva York, y tuvieron que
traerme por vacaciones.
—Pero, en realidad, ¿tú querías huir de él?

147
—No, eso no hubiera funcionado. Sólo pensé que estaría bien ver
a gente. En cualquier caso, ¿y tú? ¿Estás enamorado de alguien?
—No estoy seguro.
—Ah. Entonces hay alguien. ¿The Joy of Gay Sex?
—Sí —dije—. Pero no de la forma que piensas.
Así que se lo conté. Le hablé del cuaderno. De Lily. A veces
miraba a Sofía mientras hablaba. A veces le hablaba a la habitación,
a mis manos, al aire. Era demasiado: estar tan cerca de Sofía y, al
mismo tiempo, intentar expresar lo próximo que me sentía de Lily.
—Oh, vaya —dijo Sofía cuando hube acabado—. Crees que por
fin has encontrado a la chica que hay en tu mente.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a que, como casi todos los tíos, llevas a esa chica en
tu cabeza, que es exactamente quien tú quieres que sea. La
persona que crees que querrás más. Y mides a cada chica con la
que estás con esa chica de tu cabeza. Así que esta chica del
cuaderno rojo... tiene sentido. Si no llegas a conocerla nunca, nunca
tendrás que medirla. Puede ser la chica de tu cabeza.
—Haces que parezca como si yo no quisiera conocerla.
—Claro que quieres conocerla. Pero, al mismo tiempo, quieres
sentir como si ya la conocieras. Que la reconocerás al instante. Es
como un cuento de hadas.
—¿Un cuento de hadas?
Sofía me sonrió.
—¿Crees que los cuentos de hadas son sólo para chicas? Aquí
tienes una pista: pregúntate quién los ha escrito. Te lo aseguro, no
fueron sólo mujeres. Es la gran fantasía masculina. Un baile es todo
lo que se necesita para saber que es ella. Todo lo que se necesita

148
es el sonido de su canción desde la torre o mirar su rostro dormido.
Y lo sabes al instante: esta es la chica de tu cabeza, durmiendo o
bailando o cantando ante ti. Sí, las chicas quieren a sus príncipes,
pero los chicos desean también a sus princesas. Y no quieren un
noviazgo muy largo. Quieren saberlo inmediatamente.
Hasta me puso la mano sobre la pierna y la presionó.
—¿Lo ves, Dash?, yo nunca fui la chica de tu cabeza. Y tú nunca
fuiste el chico de mi cabeza. Creo que los dos lo sabíamos. Pero el
problema llega cuando intentamos hacer real a la chica o al chico de
nuestra cabeza. Yo hice eso con Carlos y fue un fracaso total. Ten
cuidado con lo que haces, porque nadie será nunca quien quieres
que sea. Y cuanto menos los conoces, más probabilidades tienes de
confundirlos con la chica o el chico de tu cabeza.
—Ilusiones —dije.
Sofía asintió.
—Sí. Nunca deberíamos vivir de ilusiones.

149
diez

(Lily)
26 de diciembre

—Estás castigada.
El abuelo me miraba con toda seriedad. No pude evitar echarme a
reír.
Los abuelos regalan bicicletas a sus nietos, y les dan dinero y
abrazos. Pero ¡no los castigan! Todo el mundo lo sabe.
Inesperadamente, el abuelo había decidido volver a NY, y se
había pasado todo el día y toda la noche conduciendo. Cuando llegó
a casa, lo primero que hizo fue buscarnos a mi hermano y a mí para
ver cómo estábamos, y lo que se encontró fue a mi hermano
inconsciente en la cama, sepultado bajo una montaña de mantas y
Kleenex usados, y algo aún peor: su Lily no estaba arriba, en su
«colchón Lily», ni tampoco en casa de sus padres.
Por suerte, llegué a casa hacia las tres de la madrugada, pocos
minutos después de que el abuelo hubiera descubierto mi
desaparición. Había tenido el tiempo justo de estar a punto de sufrir
un infarto y de buscarme en todos y cada uno de los armarios y por
todos los rincones de la casa. Aparecí despreocupadamente por la
puerta, aún sin aliento y sonrojada por las emociones vividas en el
club nocturno, antes de que mi abuelo hubiera tenido oportunidad de

150
llamar a la policía, a mis padres y unos cuantos miles de parientes, y
desatar así el pánico a escala casi mundial.
Lo primero que me dijo el abuelo al verme no fue: «¿Dónde has
estado?». Eso vino en segundo lugar. Primero me preguntó:
—¿Por qué llevas sólo una bota? Y, ¡Dios mío!, ¿es esa la vieja
bota de majorette de cuando mi hermana iba al instituto?
Estaba echado en el suelo de la cocina de casa de mis padres, al
parecer tratando de determinar si me escondía bajo el fregadero.
—¡Abuelo! —exclamé.
Corrí hacia él para cubrirle de besos, besos del día después de
Navidad. Estaba muy contenta de verle, y también excitada por mi
salida nocturna, a pesar de que hubiera acabado perdiendo uno de
los zapatos de mi tía abuela y de que hubiera olvidado devolver el
cuaderno para Cargante.
El abuelo no quería mi cariño. Apartó la cara y me soltó el «estás
castigada». Al ver que sus palabras no me afectaban mucho, frunció
el ceño y preguntó:
—¿Dónde has estado? ¡Son las cuatro de la madrugada!
—Las tres y media —le corregí—. Son las tres y media de la
madrugada.
—Te has metido en un buen lío, jovencita —dijo.
Me reí.
—¡Lo digo en serio! —respondió—. Será mejor que tengas una
buena explicación para esto.
«Bien, he estado manteniendo correspondencia con un completo
desconocido por medio de un cuaderno, explicándole mis
sentimientos y pensamientos más profundos y, después, he ido a
ciegas a los lugares misteriosos a los que él me ha desafiado a ir...»

151
No, eso no colaría demasiado.
Por primera vez en mi vida, le mentí a mi abuelo.
—Esa amiga de mi equipo de fútbol celebraba una fiesta en la que
su grupo hacía un espectáculo Jánuca. Fui a oírles.
—¿Y PARA ESCUCHAR SU MÚSICA TIENES QUE VOLVER A
CASA A LAS CUATRO DE LA MADRUGADA?
—Las tres y media —dije de nuevo—. Es por una cuestión
religiosa. El grupo no puede tocar antes de medianoche la noche
después del día de Navidad.
—Ya veo —dijo el abuelo con escepticismo—. ¿Y acaso tú no
tienes una hora de llegada, jovencita?
La invocación —no una, sino dos veces— del temido término
jovencita debería haberme puesto en guardia, pero estaba
demasiado aturdida por las aventuras de la noche como para que
me importara.
—Estoy bastante segura de que mi toque de queda se suspende
durante las vacaciones —respondí—. Como las normas de
aparcamiento en la calle, para aparcar en lados alternos.
—¡LANGSTON! —gritó el abuelo—. ¡VEN AQUÍ!
Tardó algunos minutos, pero finalmente mi hermano apareció
abatido en la cocina, arrastrando una colcha, con el mismo aspecto
de quien acaba de despertarse de un coma.
—¡Abuelo! —resopló Langston sorprendido—. ¿Qué haces en
casa?
Estaba segura de que Langston se sintió aliviado de estar
enfermo, porque, de no haberlo estado, lo más probable es que
Benny hubiera pasado la noche allí, y los representantes de la
autoridad designados todavía no habían autorizado la presencia de

152
compañeros sentimentales en nuestra cama. Nos hubieran pillado a
Langston y a mí.
—No te preocupes por mí —dijo el abuelo—. ¿Le has dado
permiso a Lily para que, la noche de Navidad, fuera al concierto de
música de su amiga?
Langston y yo compartimos una mirada de complicidad: nuestros
secretos necesitaban mantenerse así, en secreto. Inicié nuestro
código de cobertura de la infancia, batiendo mis párpados arriba y
abajo para que Langston supiera que debía confirmar lo que se le
acababa de preguntar.
—Sí —tosió Langston—. Como estoy enfermo, quería que Lily
saliera e intentara divertirse un poco en vacaciones. El grupo tocaba
en el sótano de la casa de de alguien, en el Upper East Side. Me he
encargado de que un taxi la trajera a casa. Totalmente seguro,
abuelo.
Pensaba rápido para ser un tarado. A veces quiero a mi hermano
con toda mi alma.
El abuelo nos observó a los dos con recelo, temeroso de haber
caído en la red de engaño de los hermanos.
—A la cama —ladró el abuelo—. Los dos. Me encargaré de
vosotros por la mañana.
—¿Por qué estás en casa, abuelo? —pregunté.
—Olvídalo. A la cama.

No podía quedarme dormida después de la noche que había


pasado, así que me puse a escribir en el cuaderno.
Siento no haberte devuelto el cuaderno. Era una tarea tan

153
simple... Sin embargo, la pifié. Te estoy escribiendo y no tengo ni
idea de cómo devolvértelo... No lo sé. Sencillamente hay algo de ti
—y de este cuaderno— que me da fe.
¿Has estado esta noche en el club? Al principio pensé que quizá
serías uno de esos chicos detectives, pero rápidamente me di
cuenta de que era imposible. Por una cosa: esos dos chicos
parecían demasiado alegres. No es que imagine que eres una
persona triste, pero tampoco te veo del tipo de los que se ríen
abiertamente. Tengo la sensación de que, si hubieras estado allí
cerca, lo habría sabido como una especie de percepción sensorial.
Y por otra cosa: aunque todavía no sé cómo imaginarte (cada vez
que lo intento sostienes un cuaderno Moleskine rojo delante de la
cara), estoy convencida de que no te cuelgan tirabuzones de las
sienes. Es sólo una corazonada. (Pero si los tienes, ¿podré
trenzarlos alguna vez?)
Así que te dejé con una bota y sin cuaderno. O, más bien, se la
dejé a dos completos desconocidos.
No me pareces un desconocido.
Llevaré la bota que me queda en todo momento, por si acaso me
buscas.
Cenicienta era tan idiota. En el baile dejó tras de sí el zapato de
cristal, y se fue directa a casa de su madrastra. Creo que debería
haber llevado siempre el zapato de cristal, para que fuera más fácil
encontrarla. Yo siempre esperaba que, después de que el príncipe
la hubiera encontrado y la hubiera subido a su magnífico carruaje,
Cenicienta se volviera hacia él y le dijera: «¿Podrías dejarme más
adelante, por favor? Ahora que por fin me he librado de una vida de
abusos, me gustaría ver algo de mundo, ¿sabes? ¿Tal vez recorrer

154
Europa y Asia con una mochila a cuestas? Te alcanzaré más tarde,
Príncipe, cuando haya encontrado mi propio camino. ¡Gracias por
encontrarme, de todos modos! Ha sido un detalle por tu parte. Y te
puedes quedar con los zapatos. Probablemente me saldrán juanetes
si sigo llevándolos».
Quizá me habría gustado compartir un baile contigo. Si me
permites el atrevimiento.

Ni la lluvia, ni el aguanieve, ni la tristeza del día después de Navidad


podían impedir que el abuelo se reuniera con sus amigotes para el
café de primera hora de la tarde.
Fui con él: tenía la sensación de que el abuelo necesitaba apoyo
moral.
Estando en Florida, donde generalmente pasa los inviernos, el
abuelo debió de pedirle la mano a Mabel, que vive allí, en una
urbanización, todo el año. Nunca me ha gustado Mabel. Además de
pedirnos siempre que la llamemos abuela, su lista de fracasos como
aspirante-a-abuelastra es larga. He aquí sólo una muestra: (1) los
caramelos del bol de su salón siempre están pasados; (2) siempre
intenta ponerme pintalabios o colorete, aun sabiendo que no me
gusta el maquillaje; (3) es una pésima cocinera; (4) su lasaña
vegetariana, que, tal como repitió un millón de veces, había hecho
porque tengo la manía de no querer comer carne, sabe a
pegamento con calabacines rallados; (5) me da ganas de vomitar;
(6) su lasaña también; (7) y los caramelos de su salón.
Sorprendentemente, ¡Mabel rechazó la proposición del abuelo!
Creía que mi mañana de Navidad había sido asquerosa, pero la del

155
abuelo había sido mucho peor. ¡Cuando el abuelo le regaló el anillo,
Mabel le dijo que le gustaba la vida de soltera y que, aunque le
gustaba tener al abuelo como compañero de invierno, tenía a otros
compañeros durante el resto del año, al igual que él tenía a otras
chicas en los meses de verano! Ella le aconsejó que recuperara el
dinero del anillo y que lo empleara en organizarle unas vacaciones
estupendas en algún sitio distinguido.
El abuelo nunca se habría imaginado que Mabel rechazaría su
proposición, así que, en lugar de considerar la lógica de su
respuesta, se volvió a Nueva York ¡con el corazón totalmente
destrozado! Y encima, cuando llegó a casa, se encontró con que su
pequeña y dulce Lily había salido para pasar una noche loca en la
ciudad. Era como si, en veinticuatro horas, todo su mundo se
hubiera puesto patas arriba.
Aunque creo que fue una suerte para el abuelo.
Él, sin embargo, parecía realmente deprimido. Por eso esa tarde
lo acompañé a su reunión con sus amigotes, todos ellos antiguos
propietarios de negocios del barrio ya retirados que tomaban el café
juntos desde que mi madre era un bebé y que, por tanto, estaban
autorizados a opinar sobre la desgracia de Navidad del abuelo. Los
nombres de la mayoría de sus amigotes son complicados y tienen
muchas sílabas, de ahí que Langston y yo siempre los hayamos
llamado por los nombres de sus antiguos negocios.
La mesa redonda sobre Mabel discurrió como sigue:
El señor Cannoli le dijo al abuelo:
—Arthur, dale tiempo. Recapacitará.
El señor Dumpling:
—¡Arthur, tú eres un hombre viril! ¡Esta mujer no te quiere, ya te

156
querrá alguien mejor!
El señor Borscht suspiró:
—Arthur, ¿acaso merece tu corazón una mujer que rechaza una
proposición de matrimonio en un día tan sagrado para vosotros, los
no judíos? Yo creo que no.
El señor Curry exclamó:
—¡Yo te encontraré a otra, amigo!
—Él tiene muchas otras amigas aquí, en Nueva York —recordé al
grupo—. Pero, al parecer —empecé a decir deseosa de dar esa
información— quiere a Mabel para siempre.
Asombrosamente, conseguí terminar la frase sin atragantarme
con el Lilyccino (leche espumosa con chocolate rallado por encima,
cortesía del yerno del señor Cannoli, que regenta ahora la
panadería del señor Cannoli). La cara del abuelo —siempre tan
alegre y entusiasta— parecía inusualmente abatida. No podía
soportarlo.
—¡¿Y sabéis lo que ha hecho esta?! —exclamó el abuelo
señalándome mientras seguía sentada a su lado—. ¡Anoche se fue
a una fiesta! ¡Estuvo fuera hasta bien pasada su hora de llegada!
Como si mi Navidad no hubiera sido suficientemente pésima, llego a
casa y me entra el pánico, porque no encuentro a Lily por ningún
lado. Y, unos pocos minutos después, ¡a las cuatro de la
madrugada!, ella aparece aparentemente sin preocuparse por nada
en el mundo.
—Tres y media—declaré. De nuevo.
El señor Dumpling preguntó:
—¿Había chicos en esa fiesta?
El señor Borscht añadió:

157
—Arthur, ¿esta niña debería salir tan tarde por la noche?
El señor Cannoli dijo:
—Mataré al chico que…
El señor Curry:
—Una jovencita como Dios manda no…
—¡Tengo que ir a pasear a los perros! —corté.
Si pasaba más tiempo con esos hombres mayores en su Casa del
Café de los Lamentos, seguro que acabarían conspirando para
encerrarme en mi habitación, lejos de los chicos, hasta que tuviera
treinta años.
Dejé a los caballeros con sus quejas y me fui a jugar a pillar con
mis clientes perrunos favoritos.

Paseé por el parque con mis dos perros preferidos, Lola y Dude, un
pequeño chihuahua faldero y un labrador gigante color chocolate.
Los une un amor verdadero, tal como demuestra el afán con que se
husmean mutuamente el trasero.
Llamé al abuelo desde mi móvil.
—Tienes que aprender a hacer concesiones —dije.
—¿Cómo dices? —inquirió.
—Dude solía odiar a Lola porque era tan pequeña y tan mona que
atraía la atención de todo el mundo. Entonces aprendió a ser
agradable con ella y consiguió así llamar su atención. Dude hizo
concesiones, y tú deberías hacer lo mismo. ¡Aunque Mabel haya
rechazado tu proposición, no tienes por qué dejarlo con ella!
Y esa era sin duda una gran concesión por mi parte.
—¿Se supone que debo recibir consejos amorosos de una chica

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de dieciséis años? —dijo el abuelo.
—Sí.
Colgué antes de que el abuelo pudiera descubrir lo poco
cualificada que estaba para soltar un consejo así.
Tengo que aprender a dejar de ser la dulce Lily y transformarme
en una dura negociadora.
Por ejemplo.
Si estoy obligada a trasladarme a Fiji el próximo septiembre, que
es cuando Langston dijo que empezaría el nuevo trabajo de papá,
en caso de que lo aceptara, exigiré un cachorro. Estoy empezando a
darme cuenta de que en esta situación hay una gran dosis de
culpabilidad parental para explotar y planeo utilizarla en beneficio de
mi reino animal.
Me senté en un banco mientras Lola corría detrás de Dude en el
recinto para perros.
En el banco de al lado vi a un chico adolescente que llevaba una
gorra de rombos inclinada hacia atrás; me miraba entornando los
ojos, como si me conociera.
—¿Lily? —preguntó.
Le miré más detenidamente.
—¡Edgar Thibaud! —gruñí.
Se acercó a mi banco. ¿Cómo se atrevía Edgar Thibaud a
reconocerme y cómo tenía la audacia de dirigirse a mí, después del
infierno en que convirtió mis años de colegio en la Escuela Pública
41?
Además.
¿Cómo se había atrevido estos últimos años a hacerse tan…
alto? ¿Y… guapo?

159
Edgar Thibaud dijo:
—No estaba seguro de que fueras tú, pero entonces he visto que
llevabas esa bota en un pie y la Chuck gastada en el otro, y recordé
ese gorro de pompones. Sabía que sólo podías ser tú. ¿Cómo te
va?
«¿Cómo te va?» ¿Quería saberlo? ¿Como si nada? ¿Como si no
hubiera arruinado mi vida ni matado a mi jerbo?
Edgar Thibaud se sentó junto a mí. En sus ojos (verde oscuro y,
por cierto, bastante bonitos) había una mirada vaga, como si hubiera
estado fumando la pipa de la paz.
—Soy capitana de mi equipo de fútbol —anuncié.
En realidad, no sé muy bien cómo hablarles a los chicos. Cara a
cara. Lo cual es probablemente el motivo por el que me he vuelto
dependiente de un cuaderno en el que expresar mi naturaleza
potencialmente romántica.
Edgar se rió al oír mi respuesta idiota. Pero su sonrisa no fue
maliciosa, sino más bien amistosa.
—Por supuesto que sí. La misma Lily de siempre. Incluso llevas
gafas de montura negra, como las que llevabas en primaria.
—Oí que te echaron del instituto por algún complot.
—Sólo me suspendieron. De hecho, fueron como unas
vacaciones. Parece que has estado al loro de lo que me sucedía —
dijo Edgar Thibaud y, acercándose a mi oreja, añadió—: ¿Nadie te
ha dicho que al crecer te has vuelto muy mona? Pero mona tipo
inadaptada.
No sabía si sentirme halagada u ofendida.
Lo que sí sabía es que al sentir su respiración junto a mi oreja mi
cuerpo se estremeció como nunca lo había hecho.

160
—¿Qué haces aquí? —le pregunté tratando de entablar una
conversación trivial para poner freno a los pensamientos sórdidos
que mi mente había empezando a hilvanar en torno a Edgar
Thibaud… al que tan bien le quedaba esa camisa por fuera.
Sentía que la cara me ardía, que se me subían los colores. Pero
lo más subido de tono que se me ocurrió decir fue:
—¿No te has ido por Navidad, como todos los demás?
—Mis padres se fueron a esquiar a Colorado sin mí. Les
fastidiaba demasiado.
—Vaya, es terrible.
—No, lo hice a propósito. Vivir una semana sin tener que soportar
su hipocresía burguesa es como pasar una semana en el paraíso.
¿Era realmente Edgar Thibaud el que hablaba? No podía dejar de
mirarle. Era muy atractivo. ¿Cómo había podido cambiar tanto en
esos pocos años?
Dije:
—Diría que llevas una gorra de chica.
—¿De verdad? —repuso él—. Bien —dijo ladeando la cabeza,
complacido—. Me gustan las chicas. Y sus sombreros. —Alargó el
brazo para coger el gorro que yo llevaba puesto—. ¿Puedo?
Obviamente, Edgar Thibaud había evolucionado en los últimos
años: en lugar de arrebatarme el gorro y lanzárselo a los perros para
que jugasen, como habría hecho en sus días en el patio del colegio,
tuvo la decencia de pedírmelo.
Bajé la cabeza para que pudiera cogerlo. Se puso mi gorro rojo de
pompones y me puso a mí su gorra.
—¿Quieres venir conmigo a una fiesta esta noche? —preguntó
Edgar.

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—¡El abuelo seguramente no me dejará! —solté.
—¿Y? —dijo Edgar.
¡Exacto!
Ya iba siendo hora de que Lily tuviera el tipo de aventuras de
chico que, en el futuro, le permitirían dar consejos amorosos
legítimos.
Tal vez había llegado a Tompkins Square Park con Cargante en
mi corazón, pero, justo delante de mí, tenía a un Edgar Thibaud
auténtico, vivo.
La táctica secreta de un buen negociador duro es saber cuándo
hacer concesiones.
Por ejemplo.
Pediré un cachorro si me obligan a trasladarme a Fiji.
Pero me conformaré con un conejito.

162
once

–Dash–
27 de diciembre

Así que ahí estaba: otra vez en la Strand.


No había sido una noche larga. Las fiestas de Priya tendían a
decaer antes de la hora de Cenicienta y esa no fue una excepción.
Sofía y yo estuvimos juntos casi toda la noche, pero cuando salimos
de la habitación y empezamos a mezclarnos con los demás,
dejamos de hablar el uno con el otro y nos integramos en el grupo.
Yohnny y Dov se fueron a ver a su amigo Matthue en la lectura de
algunos de sus poemas y Thibaud no apareció. Habría esperado a
que Sofía y yo nos quedáramos solos de nuevo, pero Boomer se
había tomado unos trece vasos de Mountain Dew de más y
amenazaba con agujerear el techo con la cabeza. Sofía iba a estar
por Nueva York hasta Año Nuevo, así que le dije que teníamos que
quedar y ella estuvo de acuerdo. Lo dejamos ahí.
A las once de la mañana siguiente yo estaba de vuelta en la
librería, tratando de hacer oídos sordos al canto de sirenas de las
estanterías y concentrarme en encontrar —y, en caso necesario,
interrogar— a Mark. Avanzaba por la Strand con una bota de chica
bajo el brazo.
El tipo que estaba sentado tras el mostrador de información era

163
delgado y rubio, y llevaba gafas y una camisa estampada. En otras
palabras: no era el tipo que yo buscaba.
—¡Hola! —dije—. ¿Está Mark?
El tío apenas levantó la vista de la novela de Saramago que tenía
sobre las piernas.
—Oh —exclamó—, ¿eres tú el acosador?
—Tengo que hacerle una pregunta, eso es todo. Eso no me
convierte en un acosador.
Me miró.
—Depende de la pregunta, ¿no? Quiero decir, estoy seguro de
que los acosadores también tienen preguntas.
—Sí —concedí—, pero sus preguntas generalmente van en la
línea de «¿por qué no me quieres?» y «¿por qué no puedo morir
contigo?». Yo estoy más en la línea de: «¿Qué me puedes decir
acerca de esta bota?».
—No estoy seguro de poder ayudarte.
—Esto es el mostrador de información, ¿no? ¿No estás obligado
a darme información?
El tío suspiró.
—Bien. Está clasificando. Ahora déjame acabar este capítulo,
¿vale?
Le di las gracias, aunque no profusamente.
La Strand se anuncia con orgullo como la librería que alberga
veintinueve kilómetros de libros. No tengo ni idea de cómo se
calcula eso. ¿Se apilan todos los libros, uno encima de otro, hasta
alcanzar los veintinueve kilómetros de altura? ¿O los colocas uno
tras otro para crear un puente entre Manhattan y, digamos, Short
Hills, Nueva Jersey, a veintinueve kilómetros de distancia? ¿Había

164
realmente veintinueve kilómetros de estanterías? Nadie lo sabía.
Todos nos limitábamos a dar por buena la afirmación de la librería,
porque, si no puedes confiar en una librería, ¿en qué puedes
confiar?
Independientemente de los kilómetros de libros que tuviera, lo
cierto era que en la Strand había cantidad de pasillos para clasificar.
Lo cual significaba que me vi obligado a ir y venir por docenas de
espacios estrechos, sorteando clientes insatisfechos, escaleras, y
montones de libros apilados sin orden ni concierto, hasta que
encontré a Mark en la sección «Historia Militar». Iba algo encorvado
por el peso de una historia ilustrada de la guerra civil, pero, por lo
demás, tenía el mismo aspecto y el mismo comportamiento que la
primera vez que nos vimos.
—¡Mark!—dije en tono de camaradería, como si fuéramos un par
de miembros del mismo club gastronómico que nos hubiéramos
encontrado casualmente en el vestíbulo del mismo burdel.
Me miró durante un segundo y después se volvió hacia la
estantería.
—¿Has pasado unas felices Navidades? —continué—. ¿Has
celebrado la pascua gay?
Blandió un volumen de las memorias de Winston Churchill y me
apuntó con él amenazadoramente. El primer ministro con papada
miraba impasible desde la cubierta, como si fuera el juez de ese
torneo repentino.
—¿Qué quieres? —preguntó Mark—. No te voy a decir nada.
Me saqué la bota de debajo del brazo y la coloqué delante de la
cara de Churchill.
—Dime de quién es esta bota.

165
Se quedó sorprendido por la apariencia del calzado (Mark, no
Churchill) y, a juzgar por la información que intentaba esconder,
conocía la identidad de su propietaria.
Pero era obstinado, hasta el punto en que sólo los
verdaderamente miserables pueden serlo.
—¿Por qué debería decírtelo? —inquirió con no poca petulancia.
—Si me lo dices, te dejaré en paz —contesté—. Y si no me lo
dices, cogeré la primera novela romántica de James Patterson que
encuentre y te seguiré por toda la tienda leyéndola en voz alta hasta
que cedas. ¿Prefieres que te lea Los tres tiernos meses de Daphne
con Harold o La casa del amor eterno de Cindy y John? Te lo
garantizo, tu cordura y tu fama de rebelde no aguantarán ni un
capítulo. Y son capítulos muy, muy cortos.
El miedo asomaba tras su actitud desafiante.
—Eres malvado —dijo—. ¿Lo sabes?
Asentí, aunque generalmente yo reservaba la palabra malvado
para autores de genocidios.
—Y si te lo digo —prosiguió—, ¿dejarás de llamar y de aparecer
por aquí? ¿Aunque no te guste lo que encuentres?
Ese comentario no parecía hablar muy bien de Lily, pero no iba a
dejar que mi resentimiento controlara la situación.
—Dejaré de llamar —dije pausadamente—. Y, aunque nunca me
permitiré que me prohíban entrar en la Strand, prometo no buscar
información cuando estés sentado en ese mostrador y, si estás en la
caja, haré las maniobras necesarias para asegurarme de que no
seas tú el empleado que me cobre. ¿Bastará con esto?
—No es necesario complicarlo —dijo Mark.
—Eso no era complicarlo —señalé—. Ni siquiera remotamente. Si

166
quieres llevarlo al tema de la venta de libros, te aconsejaría que
hicieras la distinción entre una complicación y una frase bien
utilizada. No son la misma cosa.
Saqué un bolígrafo y le ofrecí la parte interior de mi brazo.
—Tú escribe la dirección y estaremos empatados.
Cogió el bolígrafo y escribió una dirección de la calle Veintidós
Este, presionando demasiado sobre mi piel.
—Gracias —le dije reclamando la bota—. ¡Me aseguraré de
hablarle bien de ti al señor Strand!
Al dejar el pasillo, un tratado sobre los infortunios de la marina
estadounidense pasó volando junto a mi cabeza. Lo dejé en el suelo
para que el lanzador lo recolocara.
Lo admito: había una parte de mí que quería lavarse el brazo. No
por la letra de Mark, un tipo de arañazo de pollo más asociado a los
convictos del corredor de la muerte que a los empleados de
librerías. No, no me sentía tentado de borrar la letra, sino la
información que contenía. Porque ahí estaba la llave para conocer a
Lily... y aún dudaba de querer introducirla en la cerradura.
Las palabras de Sofía me acosaban: ¿era Lily la chica que me
había imaginado? Y, si lo era, ¿acaso no estaba destinada la
realidad a ser decepcionante?
«No —tuve que asegurarme a mí mismo—, las palabras del
Moleskine rojo no fueron escritas por una chica que te hubieras
imaginado. Tienes que confiar en las palabras. No dicen más que lo
que dicen.»

Cuando llamé al timbre, lo oí resonar por toda la casa de piedra. Era

167
el tipo de timbre que te hace creer que un sirviente abrirá la puerta.
Durante al menos un minuto, la única respuesta fue el silencio. Me
pasaba la bota de una mano a otra mientras me debatía sobre si
llamar de nuevo. Mi contención fue producto de una rara victoria de
la educación sobre la conveniencia y, finalmente, fui recompensado
con el sonido de unos pies arrastrándose por el suelo y la
manipulación de cerraduras y pestillos.
La puerta no la abrió ni un mayordomo ni una doncella, sino una
vigilante del museo de Madame Tussaud.
—¡Yo la conozco! —balbuceé.
La anciana mujer me dedicó una larga y dura mirada.
—Y yo conozco esa bota —respondió.
—Sí —dije—. Aquí está.
No tenía ni idea de si me recordaba del museo. Pero entonces la
anciana abrió un poco más la puerta y me indicó con un gesto que
pasara.
Casi esperaba que me saludara una estatua de cera de Jackie
Chan. (En otras palabras, esperaba que ella se hubiese llevado a
casa parte de su trabajo.) Pero lo que me encontré fue un recibidor
que era una antecámara de antigüedades, como si de repente
hubiera retrocedido de golpe una docena de décadas, y ninguna de
ellas era posterior a 1940. Junto a la puerta había un expositor lleno
de paraguas, por lo menos una docena, cada uno con su mango de
madera tallada.
La vieja me pilló mirando.
—¿No habías visto nunca un paragüero? —preguntó con
arrogancia.
—Sólo estaba intentando imaginarme una situación en la que una

168
persona necesitase doce paraguas. Parece casi indecente tener
tantos, cuando hay tanta gente que no puede tener ninguno.
Ella asintió ante esto y entonces preguntó:
—¿Cómo te llamas, jovencito?
—Dash —le dije.
—¿Dash?
—Es la abreviatura de Dashiell —expliqué.
—No he dicho que no lo fuera —replicó tajantemente.
Me condujo a una estancia que sin ningún lugar a dudas era el
salón. La tapicería era tan gruesa y los muebles tan sólidos que casi
esperé encontrarme en un rincón a Sherlock Holmes y a Jane
Austen en pleno pulso. No estaba tan polvoriento ni lleno de humo
como se puede esperar de un salón, pero la madera era realmente
pesada y el tejido parecía empapado en vino. En los rincones y junto
a la chimenea, había esculturas que me llegaban hasta la rodilla, y,
en las estanterías, se agolpaban montones de libros, inclinados
hacia abajo, como viejos profesores demasiado cansados para
hablar entre sí.
Me sentí como en casa.
Siguiendo una indicación de la anciana, me senté en un sofá.
Cuando inspiré, me di cuenta de que el aire olía a dinero antiguo.
—¿Es esta la casa de Lily? —pregunté.
La mujer se sentó ante mí y se rió.
—¿Quién dice que Lily no sea yo? —preguntó ella.
—Bueno —dije—, algunos de mis amigos han conocido a Lily y
me gustaría pensar que, si tuviera ochenta años, me lo habrían
mencionado.
—¡Ochenta! —La anciana fingió asombro—. Te hago saber que

169
no paso de los cuarenta y tres.
—Con el debido respeto —dije—, si usted tiene cuarenta y tres,
entonces yo soy un feto.
La anciana apoyó la espalda en el respaldo de la silla y me
examinó como si estuviera contemplando una adquisición. Llevaba
el pelo sujeto en un moño, y yo me sentí a mi vez sujeto a su
escrutinio.
—En serio —seguí—. ¿Dónde está Lily?
—Necesito descubrir cuáles son tus intenciones antes de permitir
que pases el tiempo con mi sobrina.
—Yo simplemente quiero conocerla. En persona. Sabe, hemos
estado...
Ella levantó la mano para interrumpirme.
—Estoy al corriente de vuestro flirteo epistolar. Y me parece muy
bien, siempre y cuando esté bien. Quería hacerte algunas
preguntas, pero antes tal vez te apetezca tomar un té.
—Eso depende del tipo de té que me ofrezca.
—¡Ya veo que eres muy tímido! Supongamos que fuera Earl Grey.
Negué con la cabeza.
—Sabe a virutas de lápiz.
—Lady Grey.
—No tomo bebidas con nombres de monarcas decapitados. Me
parece de muy mal gusto.
—¿Manzanilla?
—También podría sorber alas de mariposa.
—¿Té verde?
—¿No lo dirá en serio?
La anciana asintió con aprobación.

170
—No.
—Porque ¿sabe cuando una vaca mastica hierba? ¿Y mastica y
mastica y mastica? Bueno, pues el té verde sabe como si besaras
en la boca a esa vaca después de haber rumiado toda esa hierba.
—¿Te apetecería un té a la menta?
—Sólo bajo coacción.
—English breakfast.
Di una palmada.
—¡Ahora la escucho!
La anciana no se movió para ir a preparar el té.
—Me temo que no me queda —dijo.
—No se preocupe —contesté—. ¿Quiere que le devuelva su
bota?
Alargué el brazo para entregársela, pero ella la cogió sólo un
momento y me la devolvió.
—Esto es de mis días de majorette —explicó.
—¿Estaba usted en el ejército?
—Un ejército de alegría, Dash. Estuve en un ejército de alegría.
La anciana estaba sentada justo delante de una estantería repleta
de urnas. Me preguntaba si eran decorativas o si contenían los
restos de algunos de sus parientes.
—¿Qué más puedo decirle? —pregunté—. Quiero decir, para
conseguir que me presente a Lily.
La anciana colocó los dedos en forma de triángulo bajo su
barbilla.
—Veamos. ¿Te haces pipí en la cama?
—¿Si me hago...?
—Pipí en la cama. Te pregunto si te haces pipí en la cama.

171
Sabía que estaba tratando de confundirme. Pero no lo iba a
conseguir.
—No, señora. Dejo la cama seca.
—¿Ni siquiera una gotita de vez en cuando?
—No alcanzo a entender a qué viene esta pregunta.
—Estoy calculando tu sinceridad. ¿Cuál es la última publicación
que leíste metódicamente?
—Vogue. Aunque, si debo serle sincero, fue porque estaba en el
baño de mi madre, enfrentándome a un movimiento de intestinos
bastante largo. Ya sabe, del tipo que requiere Lamaze.
—¿Cuál es el adjetivo con el que más te identificas?
Eso era fácil.
—Admitiré que tengo debilidad por el adjetivo extravagante.
—Pongamos que tengo un millón de dólares y que te lo ofrezco.
La única condición es que te impongo es que, si lo aceptas, un
hombre en China se caerá de la bicicleta y morirá. ¿Qué haces?
—No entiendo qué importa que esté en China o no. Y, por
supuesto, no cogería el dinero.
La anciana asintió.
—¿Crees que Abraham Lincoln era homosexual?
—Todo lo que puedo decir con seguridad es que nunca me tiró los
tejos.
—¿Te interesan los museos?
—¿Le interesan al papa las iglesias?
—Cuando ves una flor pintada por Georgia O’Keeffe, ¿qué te
viene a la cabeza?
—Eso es un truco para hacerme decir la palabra vagina, ¿verdad?
Ya está. Lo he dicho. Vagina.

172
—Cuando te bajas de un autobús público, ¿haces algo en
especial?
—Le doy las gracias al conductor.
—Bueno, bueno —dijo ella—. Ahora, explícame tus intenciones
respecto a Lily.
Hubo una pausa. Tal vez una pausa demasiado larga. Porque,
para ser franco, no había pensado en mis intenciones. Lo que
implicaba que tenía que pensar en voz alta mientras respondía.
—Bien —dije—, no es como si hubiera venido a llevármela al baile
del instituto o como si le pidiera que compartiéramos la cuchara para
la sopa, si se refiere a eso. Ya hemos establecido mis intenciones
con respecto a pasar el tiempo con ella, y por ahora son castas, con
alguna posibilidad de sentir un deseo empedernido, dependiendo de
la naturaleza de nuestras primeras interacciones. Una fuente de
sorprendente veracidad me ha dicho que debo ser consciente de
que probablemente Lily no se ajustará a la idea que me he formado
de ella, y trato de tenerlo presente. Pero ¿es así? Este territorio aún
no se ha explorado. Terra enigma. Tal vez nos espere un futuro
juntos, o tal vez todo esto no sea más que una locura. Si ella se
parece a usted, creo que nos podríamos llevar bien.
—Me parece que Lily todavía está forjando su modelo —me dijo la
mujer—. Así que no haré comentarios sobre su aspecto. A mí me
parece un encanto. Y, aunque a veces los encantos pueden cansar,
la mayoría de ellos son...
—¡Encantadores! —exclamé.
—Puros. Sus propias esperanzas les van dando forma.
Dejé escapar un suspiro.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó la anciana.

173
—Soy quisquilloso —confesé—. No hasta el punto de ser
cargante, pero aun así... Los encantadores y los quisquillosos no
acostumbran a combinar.
—¿Quieres saber por qué nunca me he casado?
—Bueno, no es precisamente la pregunta que ocupe el primer
lugar de mi lista —admití.
La anciana me miró a los ojos.
—Escúchame: nunca me he casado porque me aburría con
demasiada facilidad. Ese es un rasgo terrible, autodestructivo. Es
mucho mejor que te interesen las cosas con demasiada facilidad.
—Ya veo —contesté.
Pero no lo veía. No en ese momento. Aún no.
Me entretuve observando la habitación y pensé: «De todos los
lugares en los que he estado, este es el que se parece más al lugar
al que me podría arrastrar un cuaderno rojo».
—Dash —dijo la anciana.
Fue una afirmación simple, como si sostuviera mi nombre en su
mano y me lo entregara, tal como yo le entregué su bota.
—¿Sí? —respondí.
—¿Sí? —repitió.
—¿Cree usted que ha llegado el momento? —pregunté.
Ella se levantó de la silla y dijo:
—Déjame que haga una llamada.

174
doce

(Lily)
26 de diciembre

—¿Sigues matando jerbos? —le pregunté a Edgar Thibaud.


Estábamos ante el edificio donde vivía una de sus compañeras de
clase, una chica daba una fiesta esa misma noche.
Desde la calle veíamos la fiesta a través de la ventana del salón.
Todo parecía muy correcto. No se oían los típicos sonidos
estridentes esperables en la fiesta de una adolescente. Desde la
calle distinguimos a dos figuras parentales pululando por el salón,
con sendas bandejas plateadas repletas de vasos de zumo y
Mountain Dew, lo cual podía explicar el silencio y el hecho de que
las cortinas estuvieran descorridas.
—Esta fiesta va a ser un rollo —dijo Edgar Thibaud—. Vayamos a
otro sitio.
—No has respondido a mi pregunta —insistí—. ¿Sigues matando
jerbos, Edgar Thibaud?
Si me hubiera dado una respuesta sarcástica, nuestra reciente
tregua habría acabado tan abruptamente como había comenzado.
—Lily —empezó a decir Edgar Thibaud, destilando sinceridad. Me
cogió la mano, que se estremeció con su tacto—. Siento tanto lo de

175
tu jerbo. De verdad. Nunca le haría daño a propósito a un ser
sensible.
Sus labios posaron un beso de arrepentimiento sobre mis nudillos.
Da la casualidad que yo sabía que Edgar Thibaud se había
graduado en matanza de jerbos en primero, y había acabado
convirtiéndose en uno de los chicos de cuarto que emplean las
lupas para concentrar los rayos de sol sobre los gusanos y otros
insectos que merodean por los caminos.
Posiblemente es cierto lo que los amigotes del abuelo me han
dicho repetidamente: no se puede confiar en los chicos
adolescentes. Sus intenciones no son puras.
Debe de formar parte del plan maestro de la Madre Naturaleza
eso de que esos chicos sean tan irresistiblemente monos que la
pureza de sus intenciones termine siendo irrelevante.
—¿Adónde te gustaría ir, entonces? —le pregunté a Edgar—.
Tengo que estar en casa a las nueve; de lo contrario, mi abuelo se
va a volver loco.
Le mentí al abuelo por segunda vez. Le dije que el equipo de
fútbol en el que jugaba había decidido hacer algunos
entrenamientos de emergencia durante las vacaciones, porque
estaba pasando por una mala racha. Se lo tragó, sólo porque estaba
deprimido por esa señora Mabel.
Edgar Thibaud respondió imitando la voz de un bebé.
—¿El abuelo no deja a la pequeña Lily que se acueste tarde?
—¿Te estás riendo de mí?
—No —contestó volviendo a ponerse serio—. Te aplaudo a ti y a
tus toques de queda, Lily. Y pido disculpas por la breve e
innecesaria incursión en el habla de bebés. Si has de estar en casa

176
a las nueve, probablemente eso nos deja suficiente tiempo para ver
una película. ¿Has visto Un reno atropelló a la abuela?
—No —dije.
Estoy mejorando en esto de mentir.

«Intento aceptar el peligro.»


Una vez más, me vi encerrada en un baño, comunicándome con
Cargante. El baño del cine estaba un poco más limpio que el del
club musical de la noche anterior. Y en la sesión de la noche el cine
no estaba abarrotado de niños. Pero, de nuevo, la vida y la acción
salían a mi encuentro, cuando lo único que me apetecía hacer
realmente era escribir en un cuaderno rojo.

Supongo que el peligro aparece bajo muchas formas: saltar de un


puente o escalar montañas imposibles, para unos; embarcarse en
un romance cursi o gritarle al conductor de autobús que ha dejado
plantado en la parada a un grupo de adolescentes escandalosos,
para otros; o incluso hacer trampas con las cartas o comerse un
cacahuete sabiendo que se es alérgico.
Para mí, el peligro podría ser abandonar la protección de mi
familia y aventurarme a enfrentarme al mundo sola, aunque no sepa
qué —o quién— me espera. Desearía que formaras parte de este
plan. Pero ¿eres peligroso? No sé por qué, pero lo dudo. Me da
miedo que no seas más que un producto de mi imaginación.
Creo que ha llegado el momento de vivir la vida fuera del
cuaderno.

177
Cuando volví a mi asiento, Edgar Thibaud se reía a carcajadas de la
abuela de la pantalla. La película era tan estúpida que no tuve otra
elección que apartar la mirada de la pantalla y concentrarme en los
bíceps de Edgar Thibaud. Sus brazos están justo en su punto: ni
demasiado musculados ni demasiado escuálidos. Tienen la medida
justa. La verdad es que estaba fascinada.
La mano que Edgar tenía adherida al extremo del brazo empezó a
juguetear. Edgar no apartaba la mirada de la pantalla, pero su mano
aterrizó discretamente en mi muslo, mientras él seguía riéndose a
carcajadas de la macabra masacre de la que era víctima la pobre
abuela, mientras la cornamenta del reno seguía atacándola.
No podía creerme el descaro de la maniobra. (La del reno y la de
Edgar.) Estaba expuesta al peligro, y ni siquiera nos habíamos
besado todavía. (Quiero decir Edgar y yo, no yo y el reno. Quiero a
los animales, pero no tanto.)
Llevaba toda la vida esperando ese primer beso. No iba a
arruinarlo permitiendo que se saltara todas las reglas.
—Urf, urf —le ladré a Edgar Thibaud mientras su dedo se
paseaba por encima del caniche que yo llevaba bordado en la falda.
Volví a depositar su mano sobre el apoyabrazos: así podía
admirar de nuevo sus bíceps.

De regreso a casa, en el asiento trasero del taxi, dejé que Edgar me


desabrochara el jersey y me lo sacara. Yo misma me bajé la falda.
Debajo del jersey llevaba la camiseta de jugar a fútbol y bajo la

178
falda, el pantalón corto, por si el abuelo me esperaba al llegar a
casa. Me saqué una botella de agua del bolso y me mojé la cara y el
pelo para parecer sudorosa.
Cuando el taxi se detuvo delante de mi casa, el taxímetro
marcaba 6,50 $, 8:55 p.m.
Edgar se inclinó hacia mí. Sabía qué podía estar a punto de
pasar.
Soy consciente de que el primer beso no tiene por qué terminar
con un final feliz para siempre jamás. No creo esas tonterías del
Príncipe Encantador. Y también soy consciente de que no me
gustaría que ese beso ocurriera en el asiento trasero de un taxi
maloliente.
Edgar me susurró al oído:
—¿Tienes dinero para la mitad de la carrera? Estoy bastante
pelado y, si no me ayudas, no tendré bastante para pagarle al
taxista la carrera hasta mi casa.
Al terminar la frase, me pasó el dedo por el cuello. Lo aparté de
un empujón, aunque la verdad es que deseaba sus caricias. ¡Pero
no en un taxi, por el amor de Dios!
Le di cinco dólares a Edgar Thibaud y lo maldije en silencio un
millón de veces.
La boca de Edgar se acercó a la mía.
—La próxima vez pagaré yo la carrera —murmuró.
Yo aparté la cara.
—No me lo vas a poner fácil, ¿verdad, Lily? —dijo Edgar Thibaud.
Traté de no fijarme en sus lustrosos bíceps, que me observaban a
escondidas desde debajo de su ceñido jersey.
—Tú mataste a mi jerbo —le recordé.

179
—Me gusta la caza, Lily.
—Bien.
Bajé del taxi y cerré la puerta.
—¡Como al reno de la peli! —gritó Edgar desde la ventanilla
mientras el taxi avanzaba hacia su próximo destino.
27 de diciembre

¿Dónde ESTÁS?
Al parecer tenía la tendencia a comunicarme con Cargante a
través del cuaderno cuando me encerraba en un lavabo.
El lavabo de este día estaba en un pub irlandés de la calle Once
Este, en Alphabet City. Era uno de esos pubs que, durante el día,
atienden a las familias y, de noche, se convierten en bares de
copas. Era de día, así que el abuelo podía estar tranquilo.
No había querido mentirle de nuevo al abuelo, así que le dije la
verdad: había quedado con mi grupo de villancicos. Íbamos a
cantarle «Cumpleaños feliz» a Aryn, la vegetariana alborotadora,
que cumplía años el 27 de diciembre.
Omití la parte de que también había invitado a Edgar Thibaud. El
abuelo no me había preguntado si Edgar Thibaud iba a estar en la
fiesta de cumpleaños. Por lo tanto, no le había mentido.
Como era el vigésimo primer aniversario de Aryn, en lugar de
cantar los tradicionales himnos navideños, el grupo de villancicos se
había concentrado en las canciones de taberna para celebrar que la
vegetariana ya tenía la edad legal para beber. Para cuando llegué,
el grupo ya estaba en la cuarta ronda de cervezas. «Y Mary
McGregor / era una puta muy guapa», cantaban. Edgar aún no

180
había aparecido. Cuando les oí cantar esas ordinarieces, me
apresuré a excusarme, me metí en el baño y abrí el conocido
cuaderno rojo para escribir una nueva entrada.
Pero ¿qué quedaba por decir?
Yo seguía llevando una bota y una bamba, por si Cargante me
encontraba, pero si lo que quería era afrontarlo, tendría que
reconocer que, al olvidarme de devolverle el cuaderno rojo,
probablemente había acabado con Cargante. Tenía que quedarme
con el tipo de peligro que ofrecía Edgar Thibaud, como si fuera mi
premio de consolación más prometedor.
Me sonó el móvil, y vi en la pantalla la foto de una determinada
casa de Dyker Heights engalanada con una órbita celestial de luces
de Navidad. Respondí.
—Felices dos días después de Navidad, tío Carmine.
Me di cuenta de que el día de Navidad le había arrebatado el
cuaderno y, ni siquiera le había pedido ninguna pista sobre
Cargante.
—¿Llegaste a ver al chico que devolvió el cuaderno en tu casa?
—Tal vez, Lily —dijo el tío Carmine—. Pero no te he llamado para
hablar de eso. He oído que tu abuelo ha vuelto antes de Florida y
que las cosas no le han ido muy bien por allí. ¿Es cierto eso?
—Sí. Pero, sobre ese chico...
—No tengo información sobre él, cielo. Aunque el chico hizo una
cosa curiosa. ¿Sabes el cascanueces gigante que ponemos en el
césped, cerca del soldado rojo de cuatro metros y medio?
—¿El teniente Clifford Dog? Claro.
—Bueno, pues cuando tu amigo misterioso devolvió el cuaderno

181
rojo, depositó también algo más. El títere más feo que había visto en
mi vida.
No me lo podía creer.
—¿Parecía uno de los Beatle de los primeros tiempos
caracterizado como un personaje de una película de Barrio
Sésamo?
El tío Carmine dijo:
—Si tú lo dices... Era una caracterización realmente mala.
Volvió a sonarme el móvil; esta vez en la pantalla apareció mi foto
favorita de la señora Basil E., sentada en la magnífica biblioteca de
su casa de piedra, con las piernas cruzadas, bebiendo una taza de
té. ¿De qué podría querer hablar ahora la tía abuela Ida?
Seguramente también querría saber qué le había ocurrido al
abuelo..., pero yo tenía cosas mucho más importantes en la cabeza:
¡acababa de enterarme de que el títere que había creado
amorosamente, con mis propias manos, para Cargante, había
acabado dentro de un cascanueces, abandonado a su suerte!
Hice caso omiso de la llamada de la señora Basil E. y le dije al tío
Carmine:
—Sí. El abuelo. Deprimido. Por favor, vete a verle y dile que deje
de preguntarme todo el rato adónde voy. Y ¿podrías devolverme ese
precioso títere la próxima vez que vengas a la ciudad?
—Te quiero, sí, sí, sí —respondió el tío Carmine.
—Estoy muy ocupada —le dije al tío Carmine.
—She’s got a ticket to ride —cantó el tío Carmine—. But she don’t
care!
—Llama al abuelo. Se alegrará de oírte. Muá y adiós —le dije. Y,
sin poder evitarlo, le canté al tío Carmine—:Good day, sunshine.

182
—I feel good in a special way —repuso.
Y con eso acabó nuestra llamada. Vi que la señora Basil E. me
había dejado un mensaje en el contestador, pero no estaba con
humor para oírlo. Tenía que llorar el final del cuaderno y de la
idealización de un Cargante que se había librado de malas maneras
de mi Marioneta Cargante. Momento de avanzar en la vida.
Escribí una última entrada en el cuaderno y lo cerré, tal vez para
siempre.
Soy cautiva de un aprecio muy profundo.

La fiesta se había trasladado fuera, a una mesa del jardín, en la


parte trasera del pub. Por fin ese 27 de diciembre había empezado a
ser apropiadamente frío e invernal y ahora todo el mundo se
apretujaba con un ponche caliente en las manos.
Cantaban «I’m dreaming of a white Christmas». Era una canción
especialmente bonita para cantar. Una canción dulce y suave que
encajaba con el sentimiento que flotaba en el aire, como cuando la
nieve está a punto de caer y el mundo parece más silencioso, más
hermoso. Más dichoso.
Edgar Thibaud había llegado y se había unido al grupo mientras
yo estaba en el baño. Mientras ellos cantaban «Blanca Navidad», él
se colocó el puño junto a la boca y aportó la percusión a la canción
del grupo. Cuando vio que me acercaba a la mesa, Edgar se puso a
cantar con los demás, improvisando «como la Lily blanca que yo
conocí».
Cuando acabó la canción, la furiosa Aryn dijo:
—Ey, Lily. ¿Tu chovinista e imperialista amigo, Edgar Thibaud...?

183
—¿Sí? —pregunté, dispuesta a taparme las orejas con los
pompones rojos de mi gorro para no tener que oír la ristra de
calificativos que creía que iba a soltarme sobre un tal Edgar
Thibaud.
—Es un barítono decente. Para ser un hombre.
Shee’nah, Antwon, Roberta y Melvin levantaron sus copas.
—¡Por Edgar! —exclamaron antes de brindar.
Aryn levantó su copa.
—¡Es mi cumpleaños!
El grupo levantó de nuevo las copas.
—¡Por Aryn!
Edgar Thibaud hizo la versión Stevie Wonder de «Cumpleaños
feliz». Mientras cantaba «¡Cumpleaños feliz! Te
deseeeeaaaaamooos toooodos», cerró los ojos y, asintiendo sin
parar, puso las manos sobre la mesa, fingiendo ser un tío ciego
tocando el piano.
Estaba claro que a esas alturas Aryn estaba borracha, porque la
incorrección política de ese tipo de actuación por lo general la
hubiera sacado de sus casillas. En lugar de eso, vociferaba:
—Quiero que mi cumpleaños sea una fiesta nacional.
Se puso de pie sobre una silla y anunció a todos los que
estuvieran a su alcance:
—Escuchadme todos: ¡hoy os doy el día libre!
Me pareció absurdo recordarle que prácticamente todo el mundo
tenía ya el día libre: ¡era la semana entre Navidad y Año Nuevo!
—¿Qué estás bebiendo? —le pregunté a Aryn.
—¡Un cóctel llamado «bastón de caramelo»! —me dijo—.
¡Pruébalo!

184
Como había decidido coquetear con el peligro, tomé un sorbo.
Sabía a caramelo..., pero ¡mucho mejor! Comprendí por qué mis
compañeros del coro de villancicos se habían aficionado a pasarse
el frasco de licor de menta cuando hacíamos nuestras rondas en las
semanas previas a Navidad.
Qué rico.
Observé a Edgar. Estaba haciendo una foto de mis pies con su
móvil: uno calzado con una bota de majorette, y el otro, con una
bamba.
—Envío un aviso general para encontrar tu otra bota —dijo Edgar.
En la foto le dio al botón Enviar, como si fuera una Chica
Chismosa normal.
Los de los villancicos se reían.
—¡Por la bota de Lily! —exclamaron levantando las copas de
nuevo.
Quería más.
—Yo también quiero brindar —dije—. ¿Quién me deja darle un
sorbo a su ponche caliente?
Al acercarme a la copa de Melvin, el cuaderno rojo se me cayó del
bolso que aún llevaba colgado del hombro.
Dejé el cuaderno en el suelo.
¿Por qué preocuparse?

—¡Li-lyyyyyyyy! ¡Li-lyyyyyyyy! —coreaba el grupo, para entonces


acompañado ya de todo el bar.
Bailé encima de la mesa y canté a pleno pulmón un verso de una

185
canción de los Beatles versionada a lo punki, agitando mi puño
desafiante en el aire:
—It’s! Been! A! Long! Cold! Lonely! Winter!
—Here comes the sun —respondieron docenas de voces.
Convertirme en una auténtica chica de fiesta sólo me había
costado tres sorbos de licor de menta, cuatro sorbos de ponche
caliente y cinco sorbos de la bebida preferida de Shee’nah, el
Shirley Temple. Ya me sentía distinta.
Habían pasado tantas cosas desde Navidad. Todo empezó con el
cuaderno que decidí dejar tirado en el suelo del bar. Ahora era una
chica —no, una mujer— transformada.
Me había convertido en una mentirosa. Una Lily que flirteaba con
un asesino de jerbos. Una Mary MacGregor que, sólo con seis
sorbos al azar, desabrochaba los primeros botones de perla de su
jersey para dejar asomar un poco su escote.
Pero la auténtica Lily —la-de-dieciséis-años-demasiado-piripi-que-
necesita-dormir-y/o-vomitar— también estaba totalmente fuera de su
ambiente en esa fiesta-de-cumpleaños-convertida-en-desmadre, en
la que era el centro de atención.
La oscuridad temprana del invierno ya había llegado. Eran sólo
las seis, pero afuera estaba oscuro y, si no volvía pronto a casa, el
abuelo vendría a buscarme. Pero si iba a casa, el abuelo vería que
estaba ligeramente... ligeramente... ebria. Aunque en el pub ni había
pedido, ni se me había servido alcohol, que yo supiera. Sólo había
tomado sorbos de las bebidas de los otros. El abuelo también sabría
lo de Edgar Thibaud. ¿Qué hacer?
Llegó al bar un nuevo grupo de gente y me di cuenta de que tenía

186
que dejar de cantar y bailar sobre la mesa si no quería que también
se uniesen a la fiesta. Estaba más que pasada de vueltas.
El reloj seguía avanzando. Salté de la silla y arrastré a Edgar
hasta un rincón aislado del jardín exterior. Quería que me explicase
cómo iba a llevarme a casa y sin problemas.
Quería que me besara.
Quería que la nieve empezase por fin a caer, como prometían el
aire cortante de la noche y el cielo gris.
Quería mi otra bota, porque el pie de la bamba se estaba
quedando frío. Frío de verdad.
—Edgar Thibaud —murmuré intentando parecer sexy.
Me apoyé en su cuerpo cálido, sólido como una roca, y abrí mi
boca a sus labios, que se acercaban.
Así fue.
Por fin.
Estaba a punto de cerrar los ojos cuando, por el rabillo del ojo, vi
a un chico adolescente de pie cerca de allí, sosteniendo algo que yo
necesitaba.
Mi otra bota.
Edgar Thibaud se volvió hacia el chico.
—¿Dash? —preguntó confundido.
Este chico —aparentemente Dash— me miró de forma extraña.
—¿Ese cuaderno rojo que está tirado en el suelo es el nuestro?
—me preguntó.
¿Era posible que fuese él?
—¿Te llamas Dash? —dije. Eructé. Mis labios aún le obsequiaron
con otra perla de sabiduría—. ¡Si nos casáramos yo sería, digamos,
la señora Dash!

187
Me moría de risa yo sola.
Estoy casi segura de que después me desmayé en los brazos de
Edgar Thibaud.

188
trece

–Dash–
27 de diciembre

—¿Cómo es que conoces a Lily? —me preguntó Thibaud.


—En realidad no estoy muy seguro de conocerla —respondí—.
Pero bueno, ¿qué esperaba?
Thibaud negó con la cabeza.
—Cualquier cosa, tío. ¿Te pido algo? Aryn está que se sale: hoy
cumple veintiún años y nos invita a todos.
—Me parece que esta noche soy abstemio —contesté.
—Creo que el único té que tienen en este sitio es Long Island. Lo
tienes chungo, tío.
Como Lily, pensé. Thibaud había dejado lo que quedaba de ella
en el banco más cercano.
—¿Me vas a besar? —murmuró.
—Me temo que no —respondió él con un susurro.
Miré al cielo, tratando de localizar al genio que había acuñado el
término desperdiciada, porque los dos se merecían un aplauso por
representarlo tan bien. Una chica desperdiciada. Una esperanza
desperdiciada. Una noche desperdiciada.
En esa situación, un patán no habría dudado en irse cuanto antes.
Pero yo, que detestaba a los patanes, no podía tener el mal gusto

189
de hacer algo así. De modo que, sin casi planteármelo, le quité la
bamba a Lily y le puse la segunda bota de su tía.
—¡Ha vuelto! —murmuró entre dientes.
—Vamos —dije con suavidad, tratando de disimular el peso
aplastante de mi desilusión.
Pero Lily no estaba en condiciones de oírlo.
—Vale —contestó. Pero no se movía.
—He de llevarte a casa —le expliqué.
Lily a empezó a agitarse. Finalmente me di cuenta de que negaba
con la cabeza.
—A casa no. No puedo ir a casa. El abuelo me matará.
—Bueno, no tengo ningún deseo de contribuir a tu asesinato —
respondí—. Te llevaré a casa de tu tía.
—Esa es una buena buena buena idea.
Debo decir a favor de los amigos de Lily que estaban
preocupados por ella y querían asegurarse de que estaríamos bien.
Thibaud, en cambio, estaba demasiado ocupado intentando que la
chica del cumpleaños se probara el vestido que le habían regalado
para darse cuenta de nuestra partida.
—Drosófila —dije al recordar la palabra.
—¿Qué? —preguntó Lily.
—¿Por qué las chicas se enamoran siempre de tíos con el nivel
de atención de una drosófila?
—¿Qué?
—La mosca de la fruta. Tíos con el nivel de atención de la mosca
de la fruta.
—¿Porque están buenos?
—No es momento de ser sinceros —le dije.

190
Más bien era momento de parar un taxi. No fueron pocos los que
pasaron de largo: a Lily le costaba tenerse en pie, parecía una señal
de tráfico después de recibir la embestida de un coche. Finalmente,
un hombre decente se detuvo y nos llevó. Tenía la radio puesta y
sonaba una canción country.
—Veintidós Este, por Gramercy Park —le indiqué.
Pensé que Lily se quedaría dormida a mi lado, pero ocurrió algo
mucho peor.
—Lo siento —dijo. Fue como si de pronto alguien hubiera abierto
el grifo de sus emociones y sólo manara de él un único sentimiento
—. Lo siento mucho. Oh, Dios mío, no puedo creerlo, ¡cuánto lo
siento! No quería estropearlo, Dash. Y no quería... Quiero decir, lo
siento mucho. No pensaba que fueras a estar ahí. Yo simplemente
estaba ahí y... Dios, lo siento mucho. De verdad, de verdad que lo
siento. Si quieres bajarte del taxi ahora mismo, lo entenderé. Por
supuesto que pagaré toda la carrera. Toda. Lo siento. Me crees,
¿verdad? Lo siento mucho, mucho, MUCHO.
—No te preocupes —contesté—. En serio, no pasa nada.
Y, extrañamente, así era. Lo único a lo que echaba la culpa era a
mis ridículas expectativas.
—Sí, sí que pasa. De verdad, lo siento —volvió a decir
inclinándose hacia delante—. Conductor, ¿puede decirle que lo
siento? Se supone que yo no debería estar así. Lo juro.
—La chica lo siente —me dijo el conductor mirándome por el
retrovisor con una buena dosis de simpatía.
Lily volvió a apoyarse en el asiento.
—¿Ves? Estoy tan...
Sentí que tenía que desconectar. Me puse a contemplar a la gente

191
que iba por la calle, los coches que pasaban... Le fui diciendo al
taxista cuándo debía girar, aunque sin duda lo sabía perfectamente.
Seguía desconectado cuando nos detuvimos, cuando pagué el taxi
(a pesar de que esto me costó más disculpas), y cuando saqué a
Lily del vehículo con cuidado y la ayudé a subir las escaleras. Toda
la maniobra se convirtió en un problema de física: cómo evitar que
se golpeara la cabeza al salir del taxi, cómo ayudarla a subir las
escaleras sin que se me cayera la bamba que aún sostenía en mi
mano.
No volví a conectar con la realidad hasta que el cerrojo de la
puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. La tía de Lily
echó un vistazo y dijo un simple:
—Oh, ¡madre mía!
De repente, Lily derramó el río de disculpas sobre su tía abuela.
De no haber estado sujetando a Lily, habría aprovechado esa
oportunidad para irme.
—Sígueme —dijo la anciana.
Nos condujo hasta una habitación situada en la parte trasera de la
casa y me ayudó a sentar a Lily en la cama. Lily estaba a punto de
romper a llorar.
—Esto no es lo que se suponía que debía pasar —me dijo—. No
era esto.
—Vale —le contesté de nuevo—. No pasa nada.
—Lily —intervino su tía—, todavía debe de haber pijamas tuyos
en el segundo cajón. Acompañaré a Dash a la puerta mientras tú te
cambias. También voy a llamar a tu abuelo para decirle que estás
aquí conmigo, sana y salva. Ya pensaremos una coartada por la
mañana, cuando estés en mejores condiciones para recordarla.

192
Cometí el error de volverme para mirarla una vez más antes de
salir de la habitación. Era una visión desoladora, de verdad: estaba
ahí sentada, conmocionada. Era como si se hubiera despertado en
un lugar extraño, sólo que ella sabía que aún no se había acostado
y que esa era la vida real.
—De verdad —dije—. No pasa nada.
Me saqué el cuaderno rojo del bolsillo y lo dejé sobre la cómoda.
—¡No me lo merezco! —protestó ella.
—Por supuesto que sí —le respondí amablemente—. Ninguna de
las palabras hubiera existido sin ti.
La tía de Lily, que nos observaba desde el vestíbulo, me hizo
señas para que saliera de la habitación. Cuando estábamos a una
distancia segura, dijo:
—Bueno, esto es bastante inhabitual.
—Ha sido todo una chiquillada —añadí—. Por favor, dígale que no
es necesario que se disculpe. Nos metimos en esto nosotros solos.
Yo nunca habría sido el chico que se imaginaba. Y ella nunca habría
sido la chica que me imaginaba yo. Y no pasa nada. En serio.
—¿Por qué no se lo dices tú?
—Porque no quiero hacerlo —respondí—. No por como está
ahora, sé que ella no es así. Era imposible que fuese tan fácil como
con el cuaderno. Ahora lo veo.
Fui hasta la puerta.
—Ha sido un placer conocerla —dije a modo de despedida—.
Gracias por el té que nunca me sirvió.
—El placer ha sido mío —contestó la anciana—. Vuelve pronto.
No supe qué responder a eso. Creo que los dos sabíamos que no
volvería.

193
Cuando estuve de vuelta en la calle, tuve deseos de hablar con
alguien. Pero ¿con quién? En momentos como ese, cuando más
necesitas a alguien, tienes la sensación de que tu mundo parece
más pequeño. Boomer nunca entendería por lo que estaba
pasando, ni en un millón de años. Yohnny y Dov tal vez lo
comprendieran, pero eran tan partidarios de la pareja que tuve
dudas de que pudiesen ver el bosque estando como estaban tan
ocupados emparejando árboles. Priya simplemente me miraría de
forma extraña, incluso por teléfono. Y Sofía no tenía teléfono. Ya no.
No en América.
¿Alguno de mis padres?
Con sólo pensarlo me partía de risa.
Empecé a caminar hacia casa y, al rato, me sonó el móvil.
Miré la pantalla:
Thibaud.
A pesar de mis más profundas reservas, contesté.
—¡Dash! —gritó—. ¿Dónde estáis, tíos?
—He llevado a Lily a casa, Thibaud.
—¿Está bien?
—Estoy seguro de que agradecerá tu preocupación.
—Es que miré y ya os habíais ido.
—Ni siquiera sé cómo empezar a tratar ese punto.
—¿Qué quieres decir?
Suspiré.
—Me refiero... Es decir, lo que en realidad no entiendo es cómo
consigues salir adelante siendo tan patán.

194
—Eso no es justo, Dash —dijo. Parecía verdaderamente herido—.
Me preocupo del todo. Por eso he llamado. Porque me preocupo.
—Pero, ves, ese es el lujo de ser un patán. Puedes elegir cuándo
preocuparte y cuándo no. A los demás nos come la desazón y tú
estás sólo ligeramente preocupado.
—Tío, piensas demasiado.
—Tío, ¿sabes qué? Tienes razón. Y tú no piensas lo suficiente. Lo
cual te convierte en un abusador perpetuo y, a mí, en un pringado
perpetuo.
—¿Así que está enfadada?
—¿De verdad te importa eso?
—¡Sí! Ha crecido mucho, Dash. Y pensaba que estaba bien. Por
lo menos hasta que se desmayó. En realidad, no puedes intentar
enrollarte con una chica cuando se ha desmayado. O incluso
cuando está a punto de desmayarse.
—Eso es sumamente caballeroso por tu parte.
—Dios, ¡estás enfadado! ¿Habéis estado saliendo o algo
parecido? Ella nunca te ha mencionado. Si lo hubiera sabido, te
prometo que no habría tonteado con ella.
—Estás hecho todo un caballero.
Otro suspiro.
—Mira, yo sólo quería asegurarme de que Lily estuviese bien. Eso
es todo. Sólo dile que la llamaré después, ¿de acuerdo? Y que
espero que no se encuentre demasiado mal por la mañana. Dile que
beba mucha agua.
—Tendrás que decírselo tú mismo, Thibaud —repuse.
—No ha contestado al móvil.
—Oye, ya no estoy allí. Me he ido, Thibaud. Lo he dejado.

195
—Pareces triste, Dash.
—Una de las pegas de la comunicación móvil es que el cansancio
a menudo suena parecido a la tristeza. Pero agradezco tu
preocupación.
—Seguimos aquí, por si quieres volver.
—Me temo que no hay vuelta atrás. Así que escojo seguir
adelante.
Y entonces colgué. Vivir me resultaba demasiado agotador para
seguir hablando. Al menos con Thibaud. Y, sí, estaba triste. Y
enfadado. Y confuso. Y decepcionado. Todo aquello era agotador.
Seguí caminando. No hacía demasiado frío para ser 27 de
diciembre y todos los que esa semana de vacaciones habían
acudido a la ciudad de visita habían salido en masa a la calle.
Recordé la dirección donde Sofía me había dicho que se alojaba su
familia —el Belvedere, en la calle Cuarenta y ocho— y dirigí mi
paseo en esa dirección. La luz de Times Square se proyectaba en el
aire, resplandeciente, visible desde las manzanas vecinas, y mis
pasos fueron decididos a su encuentro. El barrio seguía abarrotado
de turistas, pero, ahora que ya había pasado la Navidad, podía
soportar mejor su presencia. Todos estaban extasiados por el simple
hecho de estar ahí, especialmente en Times Square. Por cada alma
abatida como la mía, había por lo menos tres que sonreían,
absurdamente maravilladas por el brillo del neón. Deseaba tener el
más duro de los corazones, pero, al ser testigo de esa alegría
lastimera, me di cuenta de que en realidad era un barco humano
que hacía aguas.
Cuando llegué al Belvedere, me dirigí a la centralita y pedí que me
pasaran con la habitación de Sofía. El teléfono sonó seis veces

196
antes de que la voz anónima de un contestador respondiera. Colgué
el auricular y fui a sentarme en uno de los sillones del vestíbulo. No
es que estuviera esperando, sencillamente no sabía adónde ir. El
vestíbulo era un auténtico caos: huéspedes peleando unos con otros
después de haber pasado la tarde peleando con la ciudad, turistas
dispuestos a sumergirse de nuevo en las calles, padres arrastrando
a sus hijos, cansados de las vacaciones, parejas que criticaban lo
que habían o no habían hecho mientras otras se daban la mano
como adolescentes, a pesar de que habían dejado de serlo hacía ya
más de medio siglo... La música navideña ya no flotaba en el aire, lo
cual permitía que aflorase una ternura más auténtica. O quizás eran
imaginaciones mías. Tal vez todo lo que veía estaba en mi
imaginación.
Quería escribirlo. Quería compartirlo con Lily, aunque Lily no fuera
más que la idea que yo mismo había creado de Lily, el concepto de
Lily. Me dirigí a la pequeña tienda de regalos que había fuera del
vestíbulo y compré seis postales y un bolígrafo. Después me senté y
dejé que mis pensamientos fluyeran. Esta vez no iban dirigidos a
ella. En realidad no iban dirigidos. Serían como el agua, o la sangre.
Irían adonde tuvieran que ir.

Postal 1: ¡Saludos desde Nueva York!


He crecido aquí, y siempre me pregunto cómo debe de verse esta
ciudad siendo un turista. ¿Puede ser decepcionante alguna vez?
Quiero creer que Nueva York siempre está por encima de su
reputación. Los edificios son realmente tan altos. Las luces son tan
brillantes. Es cierto que hay una historia en cada esquina. Pero, a
pesar de ello, puede ser impactante darte cuenta de que sólo eres

197
una historia que camina entre millones, no fijarte en las luces
brillantes que llenan el aire, y, al ver los rascacielos, sentir
únicamente un profundo anhelo de contemplar las estrellas.

Postal 2: ¡Estoy en Broadway, baby!


¿Por qué es mucho más fácil hablar con un desconocido? ¿Por
qué necesitamos sentir esa desconexión para poder conectar? Si en
la parte superior de esta postal hubiera escrito «Querida Sofía» o
«Querido Boomer» o «Querida tía abuela de Lily», ¿no hubiera
cambiado eso las palabras siguientes? Por supuesto que sí. Pero la
cuestión es: cuando escribí «Querida Lily», ¿se trataba sólo de una
versión de «Querido Yo Mismo»? Sé que era más que eso. Pero
también era menos que eso.

Postal 3: La Estatua de la Libertad.


Por vos canto. Qué frase tan remarcable.

—¿Dash?
Levanté la vista y vi a Sofía ahí, sujetando un Playbill de Hedda
Gabler.
—Hola, Sofía. ¡Qué pequeño es el mundo!
—Dash...
—Quiero decir, pequeño en el sentido que ahora mismo sería feliz
si sólo existiéramos tú y yo. Y esto lo digo en un sentido
estrictamente coloquial.
—Siempre he valorado tu rigor.
Repasé el vestíbulo con la mirada en busca de sus padres.
—¿Mamá y papá te dejan sola? —pregunté.

198
—Han ido a tomar algo. Yo he decidido volver.
—Bien.
—Bien.
No me levanté. Ella no se sentó junto a mí. Sólo nos mirábamos
mutuamente y nos vimos mutuamente por un instante. Y después
otro instante, y otro instante más. No parecía que hubiese ninguna
duda sobre adónde nos llevaba esa situación. Ni siquiera
necesitábamos mencionarlo.

199
catorce

(Lily)
28 de diciembre

extravagante (Del b. lat. extrav ˘agans, -antis, part. act. de extravaga¯ ri).
1. adj. Que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar.
2. adj. Raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original.
Según la señora Basil E., es el adjetivo con el que Cargante —
quiero decir, Dash— más se identifica. Desde luego, eso explica, en
primer lugar, por qué contestó a la llamada del cuaderno rojo en la
Strand y por qué siguió el juego durante un cierto tiempo, hasta que
descubrió que la auténtica Lily, a diferencia de la que se había
imaginado, le haría menos extravagante y más adusto (2. adj. Poco
tratable, huraño, malhumorado).
Qué desperdicio.
A pesar de eso, el origen de la palabra «extravagante», que, en
inglés (fanciful), se remontaba hacia 1627, me permitió
reconciliarme con el adjetivo después de saberlo relacionado con
Cargante. (¡Quiero decir, DASH!) Me imaginaba a la señora Mary
Poppencock regresando a su hogar, la cabaña de piedra con tejado
de paja situada en Thamesburyshire, en la antigua Inglaterra, y
diciéndole a su marido: «Mi buen señor Bruce, ¿no sería maravilloso
tener un tejado sin goteras cuando llueva en nuestros verdes
condados». Y sir Bruce Poppencock le contestaba algo así como:

200
«Opino, señora, que hoy tenéis unas ideas muy extravagantes». A
lo cual la señora P. le respondía: «¡Bravo, maese P., habéis
inventado una palabra! ¿En qué año estamos? ¡Creo que estamos
cerca de 1627! Grabemos el año en una piedra para que nadie lo
olvide. ¡Extravagante! Querido marido, sois un genio. Estoy tan
contenta de que mi padre me obligara a casarme con vos y que os
permitiera fecundarme cada año».
Volví a colocar el diccionario en la estantería, junto a la edición de
tapa dura de Poetas contemporáneos, mientras la señora Basil E., a
quien le encantan los libros de consulta, volvía al salón con una
bandeja plateada y una taza humeante que, a juzgar por el olor,
contenía un café muy cargado.
—¿Qué hemos aprendido, Lily? —me preguntó la señora Basil E.
mientras me servía una taza.
—Tomar demasiados sorbos de las bebidas de los demás puede
traer consecuencias desastrosas.
—Obviamente —dijo con autoridad—. Pero ¿algo más
importante?
—No mezclar bebidas. Si vas a beber licor de menta, bebe sólo
licor de menta.
—Exacto.
Sus observaciones reposadas eran lo que más apreciaba del
mayor grado de distanciamiento que hay con una tía abuela: ella
podía reaccionar ante la situación con sensatez, pragmatismo, y sin
la innecesaria histeria absoluta en la que hubieran caído los padres
o los abuelos.
—¿Qué le has dicho al abuelo? —pregunté.
—Que anoche pasaste por aquí para cenar conmigo, pero que yo

201
te pedí que te quedaras para que me ayudaras a apartar la nieve de
la entrada por la mañana. Lo cual es totalmente cierto, aunque
durmieras durante la cena.
—¿Nieve? —Aparté las pesadas cortinas de brocado y observé la
calle a través de la ventana de delante.
¡¡¡¡¡¡¡¡NIEVE!!!!!!!!
Me había olvidado de los presagios de nieve de la noche anterior.
Y me maldije a mí misma por haberme perdido la nevada, por
haberme quedado frita víctima de mis excesos y mis esperanzas...
truncadas (por decirlo así). Y todo por mi culpa.
Esa mañana, las casas de Gramercy estaban cubiertas de nieve.
Había un grosor de unos cinco centímetros por lo menos. No era
mucho, pero bastaba para hacer un buen muñeco de nieve. El
manto blanco que cubría la calle, así como las montañas de algodón
que se acumulaban sobre los coches y las vallas, todavía tenían un
aspecto gloriosamente nuevo. La nieve aún no había perdido su
brillo bajo las múltiples huellas de pisadas, los cercos amarillos de
los perros y las cicatrices del humo de los motores.
Mi cerebro confuso se hizo una vaga idea.
—¿Puedo hacer un muñeco de nieve en el jardín de atrás? —le
pregunté a la señora Basil E.
—Puedes. Cuando hayas despejado el camino de la entrada. Te
fue bien haber recuperado mi otra bota, ¿eh?
Me senté enfrente de mi tía abuela y tomé un sorbo de café.
—¿Vienen tortitas con este café? —pedí.
—No estaba segura de que tuvieras hambre.
—¡Me muero de hambre!
—Pensaba que te levantarías con dolor de cabeza.

202
—¡Tenía! ¡Pero no mucho!
La cabeza me retumbaba; sentía un ligero golpeteo en las sienes
y un rumor continuo que no me dejaba pensar. Pero seguro que con
unas tortitas bañadas en jarabe de arce el dolor de cabeza y el
hambre se aliviarían enseguida. Como la noche anterior me había
saltado la cena, tenía mucho que recuperar.
A pesar del dolor de cabeza y el hambre, no pude evitar sentir una
cierta satisfacción.
Lo había hecho. Había abrazado el peligro.
La experiencia quizás había sido un desastre épico, pero seguía
siendo... una experiencia.
Guay.

—Dash —murmuré sobre una pila creciente de tortitas—. Dash,


Dash, Dash.
Necesitaba absorber su nombre mientras las tortitas absorbían la
mantequilla y el jarabe. No conseguía recordar qué aspecto tenía.
La imagen que tenía de él estaba envuelta en una niebla color
champán, dulce y confusa, turbia. Recordaba que era más bien alto,
que llevaba el pelo limpio y recién peinado, que iba con tejanos
normales y un tabardo, posiblemente antiguo, y que olía como un
chico, pero en el sentido agradable, no en el sentido ordinario.
También tenía los ojos más azules que había visto en mi vida y las
pestañas largas y negras, como las de una chica.
—Dash, abreviatura de Dashiell —había dicho la señora Basil E.
pasándome un vaso de zumo de naranja.
—¿Por qué no iba a serlo? —pregunté.

203
—Precisamente.
—Creo que entre él y yo no habrá amor de verdad —comprendí.
—¿Amor verdadero? Tonterías. Un concepto fabricado en
Hollywood.
Suspiré.
—¿Así que lo he fastidiado con él?
—Creo que será difícil que se recupere de esa primera impresión
que le causaste —dijo la señora Basil E.—. Pero también creo que,
si alguien merece una segunda oportunidad, esa eres tú.
—Pero ¿cómo consigo que me dé una segunda oportunidad?
—Ya pensarás en algo. Tengo fe en ti.
—A ti te gusta —bromeé.
La señora Basil E. hizo la siguiente declaración:
—En mi opinión, el joven Dashiell no es nada despreciable, para
ser un espécimen de adolescente masculino. Su meticulosidad en
las pequeñas cosas no es tan primorosa como él puede hacer creer,
pero, no obstante, tiene su encanto. Se podría definir como un
defecto, tal vez..., pero es un delito menor perdonable y, me
atrevería a decir, admirable.
No tenía ni idea de lo que acababa de decir.
—Entonces, ¿ se merece una segunda oportunidad o no?
—La pregunta más idónea, querida mía, es: ¿te la mereces tú?
Era una buena pregunta.
Como si fuera el héroe sacapuntas de Cortejo, o incluso mejor,
Dash no sólo me había entregado mi otra bota cuando los dedos de
mis pies estaban a punto de congelarse, sino que me la puso
cuando me desmayé y se aseguró de que llegase a casa sana y

204
salva. ¿Qué había hecho yo por él, aparte de truncar sus
esperanzas?
Esperaba haberme disculpado con él.

Le envié un mensaje al asesino de jerbos, Edgar Thibaud.

¿Dónde puedo encontrar a Dash?


¿Eres una acosadora?
Probablemente.
Alucinante. Su madre vive en la calle Nueve E con University.
¿Qué edificio?
Un buen acosador no necesita preguntar.

Quería preguntarle a Edgar: ¿nos besamos anoche?


Me lamí los labios. Mi boca parecía intacta y lo único que encontré
fue el delicioso rastro de las tortitas y el jarabe.

¿Quieres volver a armarla esta noche?

De Edgar Thibaud.
De repente recordé a Edgar ligando con Aryn, mientras Dash
ayudaba a lo que quedaba de mí a salir del pub.

1. No. Me retiro de ese juego. 2. Y menos contigo. Saludos, Lily

La nieve crujía bajo mis botas cuando iba de camino a casa esa
tarde. La calle Nueve Este, en University Place, era una parada
bastante conveniente entre la casa de la señora Basil E., en
Gramercy Park, y mi apartamento en el East Village y disfruté del
paseo invernal durante todo el camino. Me gusta la nieve por la

205
misma razón por la que me gusta la Navidad: reúne a la gente
mientras el tiempo se detiene. Las parejas vagaban lentamente por
las calles, los niños arrastraban sus trineos y los perros corrían
detrás de bolas de nieve. Nadie parecía tener prisa por hacer nada
más que disfrutar de la gloria del día, unos con otros, donde y como
fuera.
Había cuatro edificios de apartamentos distintos en cada esquina
de la Nueve Este con University. Me acerqué al primero y le
pregunté al portero:
—¿Vive aquí Dash?
—¿Por qué? ¿Quién quiere saberlo?
—A mí me gustaría saberlo, por favor.
—Que yo sepa, aquí no vive ningún Dash.
—Entonces, ¿por qué me preguntó quién quería saberlo?
—¿Por qué preguntas por Dash si no sabes dónde vive?
Saqué de mi bolso la bolsita de galletas de especias que me
quedaba y se la di al portero.
—Creo que le irá bien comer algunas de estas —dije—. Feliz 28
de diciembre.
Crucé la calle para ir al edificio siguiente. No había ningún portero
uniformado, sólo un hombre sentado detrás del mostrador del
vestíbulo, mientras algunas personas mayores, con andadores, se
paseaban por el pasillo que había tras él.
—¡Hola! —le dije—. Me preguntaba si Dash vive aquí.
—¿Es ese Dash un cantante de cabaret retirado de ochenta
años?
—Estoy bastante segura de que no.
—Entonces no hay ningún Dash aquí, muchacha. Esto es una

206
residencia.
—¿Viven aquí personas ciegas? —pregunté.
—¿Por qué?
Le di mi tarjeta.
—Porque me gustaría leer para ellos. Para los trabajos de mi
facultad. Además, me gusta la gente mayor.
—Qué generoso por tu parte. La guardaré por si me entero de
algo —dijo bajando la vista para leer mi tarjeta—. Encantado de
conocerte, Lily Paseadora de Perros.
—¡Lo mismo digo!
Atravesé la calle para ir al tercer edificio. Fuera estaba el portero
apartando la nieve.
—¡Hola! ¿Necesita ayuda?
—No —dijo él mirándome con recelo—. Normas del sindicato.
Nada de ayuda.
Le di al portero una de las tarjetas regalo de Starbucks que uno
de mis clientes de paseos de perros me había regalado antes de
Navidad.
—Tómese un café a mi salud durante el descanso, señor.
—¡Gracias! Y ahora dime, ¿qué quieres?
—¿Dash vive aquí?
—Dash. ¿Dash qué?
—No estoy segura de su apellido. Es un chico adolescente, más
bien alto, con unos ojos azules de locura. Tabardo. Compra en la
Strand, cerca de aquí, así que probablemente lleva bolsas de allí.
—No me suena.
—Parece un poco... ¿cargante?
—Oh, ese chaval. Claro. Vive en ese edificio.

207
El portero señaló al edificio de la cuarta esquina.
Caminé hasta ese edificio.
—Hola —le dije al portero que estaba leyendo un ejemplar del
New Yorker—. Dash vive aquí, ¿verdad?
El hombre levantó la vista de su revista.
—¿16E? ¿La madre es una loquera?
—Exacto —contesté.
Claro, ¿por qué no?
El portero metió la revista en un cajón.
—Salió hace una hora más o menos. ¿Quieres dejarle algún
mensaje?
Saqué un paquete de mi bolso.
—¿Le podría dejar esto?
—Por supuesto.
—Gracias —repliqué.
También le di mi tarjeta. La miró.
—No se admiten animales en este edificio —dijo.
—Eso es terrible —contesté.
No me extrañaba que Dash fuera tan enrevesado.

El paquete que había dejado para Dash contenía una caja regalo de
té English breakfast y el cuaderno rojo.

Querido Dash:
Haberte conocido mediante este cuaderno ha significado mucho
para mí. Especialmente en esta Navidad.
Pero sé que eché a perder ese gran momento mágico.

208
Lo siento mucho.
Lo que siento no es haber sido una idiota piripi cuando me
encontraste. Lamento eso, obviamente, pero lo que más lamento es
que mi estupidez nos haya hecho perder una gran oportunidad. No
me imagino que me hubieras conocido y que te hubieras enamorado
de mí locamente, pero me gustaría pensar que, si hubieras tenido la
suerte de conocerme en circunstancias distintas, podría haber
pasado algo así de agradable.
Nos podríamos haber hecho amigos.
Se acabó el juego. Lo entiendo.
Pero si alguna vez quieres una nueva amiga Lily (sobria), yo soy
tu chica.
Tengo la impresión de que debes de ser una persona especial y
amable. Y desearía que conocer a gente especial y amable se
convirtiera en mi cometido. Sobre todo si son chicos de mi edad.
Gracias por ser un auténtico héroe sacapuntas.
En el jardín de la casa de mi tía abuela hay un muñeco de nieve a
quien le gustaría conocerte. Si te atreves.
Saludos,
Lily
P.D. No te tendré en cuenta que te relaciones con Edgar Thibaud y
espero que tengas la misma gentileza conmigo.
Debajo de mi desafío grapé mi tarjeta profesional de Lily
Paseadora de Perros. No perdía la esperanza de que Dash aceptara
mi oferta del muñeco de nieve, o de que intentara llamarme alguna
vez, pero pensé que si él quería volver a ponerse en contacto
conmigo directamente, lo menos que yo podía hacer era no obligarle
a pasar por varios de mis familiares.

209
Tras mi última anotación en el cuaderno, recorté y pegué una
parte de una página del libro de consulta Poetas contemporáneos,
de la biblioteca del salón de la señora Basil E.
Strand, Mark
[Bla, bla, bla información biográfica, tachada con bolígrafo
Sharpie.]
Leemos la historia de nuestras vidas
como si estuviéramos en ella,
como si la hubiésemos escrito.

210
quince

–Dash–
28 de diciembre

Me desperté junto a Sofía. En algún momento de la noche, se


apartó de mí, pero buscó con la mano el contacto de la mía. El sol
asomaba tras las cortinas de la habitación de hotel, indicando que
ya había amanecido. Sentía el contacto de su mano, y también
nuestra respiración. De pronto pensé que era afortunado y me
invadió un sentimiento de gratitud. Se oía el ruido del tráfico, junto
con fragmentos de conversaciones. Me fijé en su cuello, y aparté
suavemente sus cabellos para besarlo. Ella se movió. Yo me quedé
extasiado.
No nos quitamos la ropa en ningún momento. Nos habíamos
acurrucado juntos en busca de consuelo, no de sexo. Y nos
quedamos dormidos juntos con más facilidad de la que jamás me
hubiese imaginado.
Toc. Toc. Toc.
PAM. PAM. PAM.
La puerta. Tres golpes en la puerta.
Y luego la voz de un hombre:
—¿Sofía? ¿Estás lista?
Su mano buscó la mía. Me dio un apretón.

211
—¡Un minuto, papá! —gritó ella.
Por suerte las empleadas de la limpieza del Belvedere habían
hecho un buen trabajo, porque cuando me escondí debajo de la
cama, no me atacaron ni ratas ni ácaros. Sólo me asaltó el miedo a
un padre vengativo irrumpiendo en una habitación de hotel.
Más golpes. Sofía se fue hacia la puerta.
Me di cuenta, demasiado tarde, de que mis zapatos
holgazaneaban por el suelo a un brazo de distancia de mí. Como el
padre de Sofía se movía pesadamente —era un hombre corpulento,
más o menos del tamaño de un autobús escolar—, hice un intento
desesperado de agarrarlos, pero sólo conseguí recibir una patada
de los pies descalzos de Sofía. Y, a continuación, el impacto de mis
zapatos: Sofía los lanzó debajo de la cama, directamente a mi cara.
Involuntariamente, dejé escapar un grito de dolor, que Sofía disimuló
diciéndole a su padre a gritos que ya estaba casi lista para salir.
Si se dio cuenta de que Sofía llevaba la misma ropa que el día
anterior, no dijo nada. Pero sus pies se acercaron cada vez más a la
cama. Antes de que pudiera moverme, dejó caer todo su peso sobre
el colchón y me encontré cara a cara con el hundimiento de su gran
trasero.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Sofía.
Cuando se agachó para coger sus zapatos, me lanzó una dura
mirada que me ordenaba: «No te muevas». Como si pudiera elegir.
Estaba clavado en el suelo y la frente me sangraba tras el ataque de
mi propio zapato.
—En el vestíbulo, esperando.
—¿Por qué no vas con ella? Bajaré en un segundo.
La verdad es que no estaba nada pendiente de la conversación,

212
sólo rezaba para que fuera corta. El peso que me estaba aplastando
desapareció de pronto: el padre de Sofía se había levantado. Tuve
la sensación de que el espacio de debajo de la cama tenía el
tamaño de un loft del centro. Quería rodar de un lado a otro,
simplemente por el placer de hacerlo.
Tan pronto como se fue su padre, Sofía se metió conmigo bajo la
cama.
—Ha sido divertida esta llamada despertador, ¿verdad? —
comentó. Después me echó el pelo hacia atrás para mirarme la
frente—. Madre mía, tienes una herida. ¿Cómo ha sido?
—Me he golpeado la cabeza —contesté—. Es un riesgo laboral
que debes asumir cuando tu profesión es pasar la noche con ex
novias.
—¿Se paga bien?
—Sin duda.
Me acerqué a ella para besarla y me golpeé de nuevo en la
cabeza.
—Vamos —dijo Sofía deslizándose por el suelo hacia el final de la
cama—. Vamos a buscarte un lugar más seguro.
Salí reptando detrás de ella y entré en el baño para asearme.
Entretanto, en la otra habitación, ella se cambiaba de ropa. Eché
algunas miradas furtivas al espejo del armario.
—Te puedo ver tan bien como me ves tú a mí —señaló.
—¿Supone un problema? —pregunté.
—De hecho —dijo sacándose la camisa por la cabeza—, no.
Tuve que recordarme a mí mismo que su padre la estaba
esperando. Así que no era el momento de besuquearse, por muy
intenso que fuera el deseo.

213
Sofía se puso una camisa limpia, se acercó a mí, y puso la cara
junto a la mía en el reflejo del espejo del baño.
—Hola —dijo.
—Hola —respondí.
—Cuando salíamos juntos de verdad, nunca resultó tan divertido,
¿verdad? —preguntó.
—Te lo aseguro —dije—, nunca fue tan divertido.
Sabía que ella se marchaba. Y sabía también que nunca íbamos
a ser novios de larga distancia. Era además consciente de que,
cuando salíamos juntos, nunca hubiéramos sido capaces de ser así,
de modo que era inútil lamentar lo que no había ocurrido.
Sospechaba que las cosas que ocurren en las habitaciones de los
hoteles pocas veces duran fuera de ellas. Sospechaba que cuando
algo era a la vez un principio y un final, eso significaba que sólo
podía existir en el presente.
Y, a pesar de todo, yo quería algo más.
—Hagamos planes —aventuré.
Y Sofía sonrió y dijo:
—No, dejémoslo al azar.

Fuera caía la nieve, llenando el ambiente de un asombro silencioso


que todos los transeúntes compartían. Cuando regresé al
apartamento de mi madre, sentía una mezcla de felicidad
electrizante y aturdimiento visceral: no quería dejar nada al azar,
nada que estuviera relacionado con Sofía y, al mismo tiempo,
disfrutaba del momento como si nada de aquello me hubiera
ocurrido a mí. Me fui tarareando al baño, examiné la herida que me

214
había causado ese zapato y después me dirigí a la cocina, donde, al
abrir la nevera, descubrí que se habían terminado los yogures. Me
puse un gorro de rayas, una bufanda de rayas y guantes de rayas —
vestirse para la nieve puede ser el regreso al jardín de infancia más
entusiasta y admisible—, caminé tranquilamente por University, y
atravesé Washington Square Park hasta llegar a la Morton Williams.
Al regresar me tropecé con los rufianes. No era consciente de
haber hecho nada para provocarles. De hecho, me gustaría creer
que no hubo provocación de ningún tipo. Su objetivo era tan
arbitrario como la finalidad de su mal comportamiento.
—¡El enemigo! —gritó uno de ellos.
Antes de tener tiempo de proteger la bolsa de yogures, recibí una
descarga de bolas de nieve.
Al igual que los perros y los leones, los niños pequeños detectan
el miedo de los demás. El más mínimo respingo, la más leve
aversión, y saltarán sobre ti para devorarte. La nieve me golpeaba el
cuerpo, las piernas, la compra. Ninguno de los niños me resultaba
familiar. Eran nueve, tal vez diez, y tenían unos nueve o diez años.
—¡Al ataque! —gritaron—. ¡Ahí está! —chillaban, aunque yo no
intentaba esconderme—. ¡A por él!
«Bien», pensé, agachándome para recoger algo de nieve,
consciente de que esa maniobra dejaba mi espalda al descubierto
frente a una posible ofensiva.
No es fácil lanzar bolas de nieve mientras sostienes la bolsa de la
compra, así que no es de extrañar que mis primeros esfuerzos
fueran inútiles y no alcanzaran el objetivo. Los nueve o diez niños de
nueve-o-diez-años me estaban dejando en ridículo. Si me volvía
para darle a uno, otros cuatro me rodeaban y me atacaban por los

215
lados y por la espalda. Lo cierto es que yo estaba pidiendo guerra:
un adolescente más desdeñoso se habría largado y uno más
agresivo habría dejado la bolsa y le habría arreado una patada en el
trasero preadolescente de alguno de los chicos. Yo, en cambio,
seguí respondiendo a las bolas de nieve con bolas de nieve,
riéndome como si estuviera jugando con Boomer en el patio de la
escuela, lanzando mis esferas con desenfreno invernal, deseando
que Sofía estuviese aquí, junto a mí...
Hasta que le di en el ojo a uno de los niños.
No era mi intención. Simplemente le lancé la bola de nieve y —puf
— se cayó. Los otros niños me arrojaron sus últimas bolas de nieve
y corrieron hacia él para ver qué había ocurrido.
Yo también me acerqué y le pregunté si estaba bien. No parecía
conmocionado y el ojo lo tenía bien. Pero la venganza empezó a
extenderse por las caras de los nueve-diez chicos y no se trataba de
una venganza pequeñita. Algunos sacaron los móviles, hicieron
fotos y llamaron a sus madres. Otros empezaron a rearmarse con
bolas de nieve, asegurándose de que contuvieran nieve y grava.
Huí. Corrí por la Quinta Avenida, di un rodeo por la calle Ocho, y
decidí esconderme en un Au Bon Pain hasta que hubiera pasado la
pandilla de escuela elemental.
Cuando regresé al edificio de mi madre, el portero tenía un
paquete para mí. Le di las gracias, pero decidí no abrirlo hasta llegar
al apartamento, porque ese portero era famoso por «diezmar» a los
residentes robándonos una de cada diez revistas y no quería
compartir con él ninguno de mis bienes potenciales.
Cuando estaba entrando en el apartamento, sonó el teléfono.
Boomer.

216
—Ey —dijo después de que yo respondiera—. ¿Tenemos planes
para hoy?
—No lo creo.
—Bueno, pues deberíamos.
—Claro. ¿En qué piensas?
—¡Estoy siguiendo tu fama! ¡Te envío un link!
Me saqué las botas y las manoplas, me desenrollé la bufanda del
cuello, dejé a un lado mi gorro y me dirigí al portátil. Abrí el e-mail de
Boomer.
—¿MamásWashingtonSquare? —pregunté cogiendo de nuevo el
teléfono.
—Sí, clícalo.
La web era un blog de mamás y, en la página de inicio, un titular
vociferaba:

¡ALERTA ROJA!
ATACANTE EN EL PARQUE
Enviado 11:28 a.m., 28 de diciembre
por elizabethbennettvive

Activo la alerta roja porque un


hombre joven —unos dieciocho o veintipocos—
asaltó a un niño en el parque hace diez minutos.
Por favor, estudiad estas fotos y, si le veis,
avisad a la policía de inmediato. Sabemos
que compra en Morton Williams (véase la bolsa)
y se le vio por última vez en la calle Ocho.
No dudará en utilizar la fuerza contra
vuestros hijos, ¡¡así que estad atentas!!

empujadoramaclaren añade:
tendrían que disparar a la gente así.

217
zacephron añade:
pirvirtido

cristollevaarmani añade:
¿me podéis recordar la diferencia entre
la alerta roja y la fucsia? ¡Nunca sé
diferenciarlas!

Las fotos que se adjuntaban no mostraban mucho más que mi


sombrero y mi bufanda.
—¿Cómo has sabido que era yo? —le pregunté a Boomer.
—Por la ropa, la marca de yogur y la pésima puntería. Bueno, por
lo menos le diste a ese niño.
—Por cierto, ¿qué hacías tú en MamásWashingtonSquare?
—Me gusta lo malas que son entre ellas —dijo Boomer—. Lo
tengo en favoritos.
—Bien, si no te importa salir con el causante de una alerta roja,
vente.
—No me importa. De hecho, ¡me parece muy emocionante!
En cuanto colgué el teléfono, desenvolví el paquete (papel marrón
atado con un cordel): el Moleskine rojo había vuelto a mí.
Sabía que Boomer no tardaría en llegar, así que me sumergí en él
de inmediato.

Siento no haberte devuelto el cuaderno.

Eso ya me parecía tan lejano.

No me pareces un desconocido.

218
Quería preguntarle: «¿Qué pinta tienen los desconocidos?». Pero
no quería ser demasiado crítico o sarcástico. Porque deseaba saber
si había alguna diferencia, si había alguna forma de que te
conocieran de verdad, si no había siempre algo que te condenaba a
seguir siendo un extraño, incluso para la gente para la que no lo
eras.

Yo siempre esperaba que, después de que el príncipe la hubiera


encontrado y la hubiera subido a su magnífico carruaje, Cenicienta
se volviera hacia él y le dijera: «¿Podrías dejarme más adelante, por
favor? Ahora que por fin me he librado de una vida de abusos, me
gustaría ver algo de mundo, ¿sabes?».

Tal vez el príncipe se sentiría aliviado. Quizás estaba cansado de


que le preguntaran siempre con quién se casaría. Tal vez lo único
que deseaba era regresar a su biblioteca y leer un centenar de
libros, pero todos le interrumpían constantemente, diciéndole que no
podía quedarse solo.

Quizá me habría gustado compartir un baile contigo. Si me


permites el atrevimiento.

Pensé:
«Pero ¿acaso no es esto un baile? ¿No es eso lo que hacemos
con las palabras? ¿No bailamos cuando hablamos, cuando
discutimos, cuando hacemos planes o lo dejamos todo al azar?
Parte de ello está coreografiado. La humanidad lleva siglos dando
algunos de los pasos. Y el resto... el resto es espontáneo. El resto

219
se tiene que decidir en la pista de baile, en el momento, antes de
que acabe la música.»

Intento aceptar el peligro...

Yo no soy peligroso. Sólo las historias son peligrosas, las ficciones


que nosotros creamos, sobre todo cuando se convierten en
expectativas.

Creo que ha llegado el momento de vivir la vida fuera del


cuaderno.

Pero ¿no te das cuenta? Eso es lo que estamos haciendo.


Lo siento mucho.

No es necesario disculparse. No es necesario decir se acabó el


juego. Tu decepción me entristece.
Y en esas, Mark Strand:

Leemos la historia de nuestras vidas


como si estuviéramos en ella,
como si la hubiésemos escrito.

Mark Strand, cuyos tres versos más famosos son:

En un campo
yo soy la ausencia
del campo

220
Así que cogí mi cuarta postal y escribí:

Postal 4: Times Square, víspera de Año Nuevo


En un campo, yo soy la ausencia del campo. En una multitud, yo
soy la ausencia de la multitud. En un sueño, yo soy la ausencia de
sueño. Pero no quiero vivir como una ausencia. Me esfuerzo por
mantener las cosas enteras. Porque a veces siento que estoy ebrio
de positivismo. A veces me asombra el lío de palabras y vidas y
quiero formar parte de ese lío. «Se acabó el juego», dices tú, y no
sé qué me ofende más, que digas que se acabó o que digas que es
un juego. Sólo se acaba cuando uno de nosotros se queda el
cuaderno para siempre. Es sólo un juego si hay ausencia de
significado. Y ya hemos llegado demasiado lejos para eso.

Sólo quedaban dos postales.

Postal 5: El Empire State Building al amanecer


Nosotros SOMOS la historia de nuestras vidas. Y el cuaderno rojo
sirve para nuestra narración. La cual, en el caso de las vidas, es lo
mismo que decir la verdad. O lo más próximo a ello que podamos
llegar. No quiero que el cuaderno o nuestra amistad acaben sólo
porque hayamos tenido un encuentro desafortunado. Digamos que
ha sido un incidente menor y sigamos adelante. No creo que
debamos tratar de volver a encontrarnos: así podemos ser libres.
Pero dejemos que nuestras palabras sigan encontrándose. (Véase
postal siguiente.)

221
Reservé la última postal para el próximo destino del cuaderno. Sonó
el timbre (era Boomer), y garabateé las instrucciones
precipitadamente.
—¿Estás ahí? —gritaba Boomer.
—¡No! —respondí a voz en cuello mientras pegaba con celo cada
postal en una página del cuaderno.
—Oye, ¿estás ahí? —dijo Boomer golpeando la puerta de nuevo.
Le había pedido a Boomer que fuera a verme sólo para charlar un
rato, pero, al leer el cuaderno, supe que le mandaría a otra misión.
Porque, aunque sentía curiosidad por ver el muñeco de nieve de
Lily, sabía que si hablaba de nuevo con su tía abuela, o si volvía a
poner un pie en esa casa, probablemente acabaría quedándome allí
durante mucho tiempo. Y eso era exactamente lo que no le
convenía al cuaderno.
—Boomer, amigo mío —dije—, ¿te gustaría ser mi Apolo?
—Pero ¿no tienes que ser negro para cantar allí? —fue la
respuesta de Boomer.
—Mi mensajero. Mi correo. Mi delegado.
—No me importa ser un mensajero. ¿Tiene esto relación con Lily?
—Sí, por supuesto que la tiene.
—Bien, ella me gusta —sonrió Boomer.
Después del incidente de la noche anterior con Thibaud, era
estimulante que uno de mis amigos masculinos rebosara
amabilidad.
—¿Sabes qué, Boomer?
—¿Qué, Dash?
—Tú me devuelves la fe en la humanidad. Y últimamente he

222
estado pensando que un tipo puede hacer cosas peores, mucho
peores, que rodearse de personas que le devuelvan la fe en la
humanidad.
—Como yo.
—Como tú. Y Sofía. Y Yohnny. Y Dov. Y Lily.
—¡Lily!
—Sí, Lily.
Estaba intentando escribir la historia de mi vida. No se trataba
tanto de un argumento, sino más bien de un personaje.

223
dieciséis

(Lily)
29 de diciembre

No hay especie más incomprensible que la masculina.


El amigo Dash nunca vino a ver su muñeco de nieve. Si alguien
me hubiese hecho un muñeco de nieve, yo no habría dudado en ir a
verlo Pero yo soy una fémina, claro.
La señora Basil E. llamó para decirme que el muñeco de nieve se
había fundido. Pensé: «Qué pena, Dash. Una chica te ha hecho un
muñeco de nieve sólo para ti y ha empleado galletas de especias
para representar los ojos, la nariz y la boca. Ni siquiera sabes lo que
te has perdido». Aunque, según la señora Basil E., la defunción del
hombre de nieve no tenía por qué ser un motivo de preocupación.
—Si el muñeco de nieve se funde —dijo—, sencillamente haces
otro.
Las mujeres representan lo lógico.
El ilógico de Langston se despertó de su gripe y, cuando se enteró
de que Benny se iba dos semanas a Puerto Rico a ver a su abuelita,
rompió con él. Langston y Benny decidieron que su reciente relación
todavía era demasiado frágil para resistir una ausencia de dos
semanas, así que consideraron que la solución era romper del todo.
Se prometieron que quizá volverían a salir juntos cuando Benny

224
volviera, pero que, si uno de los dos conocía a otra persona en ese
paréntesis de dos semanas, tenía luz verde para seguir adelante.
Para mí eso no tiene ningún sentido. De acuerdo con esa lógica, se
merecen el uno al otro... o más bien no tenerse el uno al otro, según
sea el caso. Los chicos están locos. ¡Menudo desastre!
¿La peor muestra de la indecisión masculina? El abuelo. Se va a
pasar las navidades en Florida para pedirle a Mabel que se case
con él; ella lo rechaza, así que le da una pataleta y, convencido de
que la relación se ha acabado, decide volverse a Nueva York el
mismo día de Navidad. Cuatro días después, el 29 de diciembre,
cambia por completo de idea y se sube al coche para irse a Florida
de nuevo.
—Voy a resolver este tema con Mabel —nos anunció el abuelo a
Langston y a mí en el desayuno—. Me marcho dentro de un par de
horas.
Aunque no me emocionaba la idea de que el abuelo y Mabel
formaran una pareja más permanente, pensé que podría
acostumbrarme, si eso hacía feliz al viejo. Y, considerándolo desde
un punto de vista práctico, la verdad era que no tener al abuelo en la
ciudad tendría el beneficio añadido de que le resultaría imposible
estar preguntándome a cada momento adónde iba, justo cuando las
cosas empezaban a ponerse interesantes.
—¿Cómo pretendes arreglar las cosas? —preguntó Langston.
Mi hermano estaba aún muy pálido y tenía la voz ronca y la nariz
floja, pero se estaba comiendo su segundo huevo revuelto y ya
había devorado una pila de tostadas con mermelada, así que no
cabía duda de que empezaba a encontrarse mucho mejor.
—¿En qué estaría pensando con eso de tener que casarnos? —

225
dijo el abuelo—. Concepto desfasado. Voy a proponerle a Mabel que
ella y yo seamos, simplemente, exclusivos el uno para el otro. Nada
de anillo, nada de boda, sólo... asociación. Yo sería su único novio.
—¿Adivinas quién tiene novio, abuelo? —preguntó Langston
amenazadoramente—. ¡Lily!
—¡No tengo! —exclamé con mesura, sin recurrir al estilo Chillona.
El abuelo se volvió hacia mí.
—No tienes permiso para salir con chicos durante los próximos
veinte años, Lily. De hecho, tu madre sigue sin tener permiso para
salir, si no me falla la memoria. Pero, no sé cómo, se escabulló.
Al oír su nombre, me di cuenta de que echaba de menos a mamá.
Mucho. La última semana había estado demasiado ocupada con el
cuaderno y otras desgracias aleatorias y no había tenido tiempo de
pensar en echar de menos a mis padres. Pero, de repente, los
quería en casa ya. Quería oírles decir por qué era una buena idea
trasladarnos a Fiji, quería ver sus caras desgraciadamente
bronceadas y quería salir con ellos, explicarnos historias, reírnos
juntos. Quería ABRIR YA MIS REGALOS DE NAVIDAD.
Seguro que empezaban a echarme de menos tanto como yo a
ellos. Y no cabía duda de que se sentían realmente mal por
haberme abandonado en Navidad y, posiblemente, también por
obligarme a trasladarme a un rincón perdido del otro extremo del
mundo sabiendo que estaba encantada de vivir justo aquí, en la isla
de Manhattan, el centro del mundo.
(Pero tal vez sería interesante probar un lugar nuevo. Quizás.)
Estaba convencida de que la verdad era autoevidente: seguro que
podría sacar un cachorro de esa situación. Cuanto mayor fuera el
sentimiento de culpabilidad parental, mayor sería mi necesidad de

226
tener un perro. Y creía que podría argumentar a mi favor que no
sólo había evolucionado como paseadora de perros, sino también
como persona y como propietaria canina. Esta vez podría asumir lo
que significa tener una mascota.
Feliz Navidad, Lily.
Pero no me iba a conformar con un simple conejito, de eso nada.

Cuando apenas había tenido tiempo de buscar páginas web de


perreras en Fiji donde adoptar un chucho apropiado, recibí un
mensaje de mi primo Mark.

Lily: Marc, mi compañero de trabajo, tiene que irse al norte del estado para
atender a su madre, que se ha intoxicado con ponche de huevo. ¿Tienes un hueco
para ocuparte de su perro, Boris? Necesita que le den de comer y le saquen dos
veces al día. Sólo durante un par de días.

Claro, le respondí con otro mensaje. Lo cierto es que parte de mí


habría deseado que en su mensaje Mark me hubiera dicho algo
acerca de Dash, pero un nuevo trabajo con perros sería una buena
distracción.

¿Puedes venir a la tienda y recoger sus llaves?

Llego enseguida.

Como siempre, la Strand era una mezcla habitual de clientes


ajetreados y lectores lacónicos que se instalaban en los pasillos.
Cuando llegué, Mark no estaba en el mostrador de información, así
que decidí echar una hojeada. Primero fui a la sección de animales,

227
pero ya había leído casi todos los libros de allí y lo único que habría
podido hacer era mirar fotos de cachorros sin tener ninguno al que
cuidar. Fui paseando por la librería hasta que me encontré en el
sótano, donde, en las profundidades de la parte trasera, encima de
una estantería, un cartel anunciaba SEXO Y SEXUALIDAD EMPIEZA EN LA
ESTANTERÍA IZQUIERDA. El cartel me hizo pensar en The Joy of Gay
Sex (tercera edición), me sonrojé, y después pensé en J. D.
Salinger. Volví arriba, a «Ficción», y allí encontré un tipo muy
curioso colocando el conocido cuaderno rojo entre Franny y Zooey y
Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una
introducción.
—¿Boomer? —dije.
Sorprendido, y con aire culpable, como si le hubieran pillado
robando en una tienda, arrancó el cuaderno de la estantería
torpemente y varias ediciones de tapa dura de Nueve cuentos
cayeron ruidosamente al suelo. Boomer sujetaba el cuaderno rojo
contra el pecho, como si fuera una Biblia.
—¡Lily! No esperaba verte aquí. Quiero decir, en parte lo
esperaba, pero después no te encontré, así que me acostumbré a
eso, pero aquí estás, justo cuando estaba pensando que no te iba a
ver y...
Extendí las manos.
—¿Es para mí ese cuaderno? —pregunté.
Quería arrancarle el cuaderno de las manos y leerlo a toda prisa,
pero intenté parecer despreocupada, estilo: «Ah, sí, ese trasto viejo.
Ya lo leeré cuando lo tenga. Puede que tarde. Estoy superocupada,
no tengo tiempo de pensar en Dash, ni en el cuaderno, ni en nada».
—¡Sí! —dijo Boomer.

228
Pero no hizo ademán de dármelo.
—¿Lo puedo coger?
—¡No!
—¿Por qué no?
—¡Porque no! ¡Tienes que descubrirlo en la estantería! ¡Cuando
yo no esté aquí!
No sabía que existiera un manual de normas para el intercambio
del cuaderno.
—Bueno, ¿y qué tal si me voy, tú pones el cuaderno de nuevo en
la estantería y, cuando te hayas ido, yo vuelvo y lo recojo?
—¡Vale!
Me volví dispuesta a ejecutar el plan, pero Boomer me llamó.
—¡Lily!
—¿Sí?
—¡Max Brenner está al otro lado de la calle! ¡Me había olvidado
de eso!
Boomer se refería a un restaurante que estaba a una manzana de
la Strand, un lugar para comer extravagancias de chocolate. Una
trampa para turistas, desde luego, pero de las mejores, no como
Madame Tussaud.
—¿Quieres que nos partamos una pizza de chocolate? —le
pregunté a Boomer.
—¡Sí!
—Te veo allí dentro de diez minutos —dije mientras me iba.
—¡No te olvides de volver a por el cuaderno cuando yo no mire!
—me recordó Boomer.
Me desconcertaba y me intrigaba a la vez que una persona tan
aparentemente huraña como Dash pudiera tener como amigo a una

229
persona tan excitable como Boomer. Sospechaba que el hecho de
que Dash pudiera apreciar a un tipo como Boomer hablaba bien de
él.
—No me olvidaré —repliqué.
Recluté a mi primo Mark para que se uniera a nosotros en Max
Brenner: llevar a un adulto con nosotros significaba que se haría
cargo de la factura, aunque después se la haría pagar al abuelo.
Boomer y yo pedimos una pizza de chocolate, un dulce tibio,
delgado, con forma de pizza, con chocolate fundido en lugar de
salsa, decorado con nubes fundidas y trocitos de avellanas
caramelizadas, cortado en porciones triangulares, como una
auténtica pizza. Mark pidió la jeringuilla de chocolate, que era
exactamente lo que su nombre indica: una jeringuilla rellena de
chocolate que te podías vaciar directamente en la boca.
—Pero ¡podríamos compartir nuestra pizza contigo! —le dijo
Boomer después de que Mark hubiera pedido la jeringuilla—. Es
más divertido cuando la infusión de azúcar es una auténtica
experiencia común.
—Gracias, chico, pero estoy intentando reducir los carbohidratos
—respondió Mark—. Me conformo con inyectarme chocolate puro.
No necesito añadir más grasa a mi cintura. —La camarera nos dejó
y Mark se volvió hacia Boomer con toda seriedad—. Y ahora
cuéntanoslo todo sobre tu amigo gamberro Dash.
—¡No es un gamberro! ¡De hecho es bastante honrado!
—¿Sin antecedentes? —dijo Mark.
—No, ¡a no ser que cuentes la alerta roja!
—¿La qué? —exclamamos Mark y yo a la vez.
Boomer sacó su teléfono y nos mostró una web llamada

230
MamásWashingtonSquare.
Mark y yo leímos toda la entrada de la alerta roja, examinando las
pruebas de la web.
—¿Come yogur? —preguntó Mark—. ¿Qué clase de adolescente
es?
—¡Tolerante a la lactosa! —dijo Boomer—. A Dash le encanta el
yogur y todo lo que tenga nata y, sobre todo, le gustan los quesos
españoles.
Mark se volvió hacia mí para consolarme.
—Lily. Cielo. ¿Te das cuenta de que ese Dash puede que no sea
normal?
—¡Claro que es normal! —proclamó Boomer—. Tiene una ex
novia superguapa que se llama Sofía, por la que creo que todavía
siente algo, y, además, en séptimo, cuando jugamos a ese juego de
hacer girar la botella y me tocó el turno de hacerla girar, la botella
señaló a Dash, pero no me dejó que le besara de nuevo.
—Eso no prueba nada —musitó Mark.
¿Sofía? ¿Sofía?
Necesitaba un paréntesis lavabo.

No creo que debamos tratar de volver a encontrarnos: así


podemos ser libres.

Y ahora, como colofón final, Dash me había insultado.

Postal 6: El Metropolitan Museum of Art


encontrado, participio de ENCONTRAR encontrar \enkontrar\ 1 a:

231
entrar en presencia de: COINCIDIR b: reunirse con, especialmente en
un momento o lugar concreto c: entrar en contacto o conjunción con:
CONSIDERAR d: aparecer a la percepción de...

—¿Estás bien, Lily? —preguntó una voz procedente del lavabo


contiguo al mío, mientras yo leía el último mensaje inexplicable (que
no tiene sentido; véase: CHICOS) de Dash.
Cerré el cuaderno rojo y levanté la mirada. Ahí, reflejada en el
espejo, vi a Alice Gamble, una chica de la escuela que estaba en mi
equipo de fútbol.
—Ah, hola, Alice —dije—. ¿Qué haces aquí? —pregunté casi
convencida de que me daría la espalda y me dejaría ahí plantada
por no formar parte de la «peña guay» de la escuela.
Pero no lo hizo, quizá porque estábamos en vacaciones.
—Vivo en la esquina —respondió Alice—. Mis hermanas
pequeñas, las gemelas, adoran este sitio, así que me arrastran
hasta aquí cada vez que los abuelos vienen a la ciudad.
—No hay quien entienda a los chicos —le dije.
—¡Y que lo digas! —contestó Alice, visiblemente satisfecha de
poder hablar de algo más interesante que hermanos pequeños y
abuelos. Miró el cuaderno rojo con curiosidad y añadió—: ¿Piensas
en algún chico en concreto?
—¡No lo sé!
Y lo cierto es que no lo sabía. Tras leer el último mensaje de
Dash, no tenía claro si quería que nos encontráramos de nuevo o
que mantuviéramos correspondencia a través del cuaderno. Ni
siquiera entendía por qué me preocupaba. Sobre todo, si había otra
chica llamada Sofía.
—¿Quieres que mañana quedemos para tomar un café y

232
analicemos la situación en profundidad? —preguntó Alice.
—¿Tanto te aburres con tus abuelos?
Me costaba imaginar que Alice quisiera salir conmigo para hacer
cosas de chicas como hablar de chicos interminablemente: tenía
que estar realmente desesperada.
—Mis abuelos son bastante guais —dijo Alice—. Pero nuestro
piso es pequeño y, con la de gente que ha venido a visitarnos en
vacaciones, está a reventar. Necesito salir de casa. Y estaría bien,
ya sabes, llegar a conocerte finalmente.
—¿En serio? —pregunté sorprendida.
Me preguntaba si ese tipo de invitaciones habían estado siempre
disponibles para mí y yo no me había dado cuenta.
—¡En serio! —aseguró Alice.
—¡A mí también me gustaría! —afirmé yo.
Quedamos para tomar café al día siguiente.
¿Quién necesitaba a Dash?
Yo no, desde luego.

Cuando volví a nuestra mesa, mi primo Mark se estaba inyectando


el chocolate que contenía la jeringuilla de plástico directamente en la
boca.
—¡Fantástico! —exclamó sorbiendo con ruido.
—Pero aquí no debe de haber chocolate de comercio justo —
explicó Boomer.
—¿Te he pedido tu opinión? —preguntó Mark.
—¡No! —respondió Boomer—. ¡Pero me trae sin cuidado que no
me la hayas pedido!

233
Había un tema sobre el que estaba ansiosa de conocer la opinión
de Boomer.
—¿Le gustó a Dash el títere que le hice?
—¡No mucho! Dijo que parecía el hijo de la señorita Piggy y
Animal.
—¡Dios mío! —exclamó Mark—. Vaya pensamiento más
asqueroso. Los adolescentes tenéis unas ideas tan pervertidas —
dijo Mark dejando la jeringuilla de chocolate—. Me has hecho perder
el apetito, Boomer.
—¡Mi madre siempre me dice lo mismo! —confirmó Boomer. Se
volvió hacia mí—. ¡Tu familia debe de ser exactamente como la mía!
—Lo dudo —dijo Mark.
Mi pobre Cargante. Me prometí rescatar a mi amorcito de fieltro y
darle el hogar acogedor que Dash nunca le daría.
—Este Dash —prosiguió Mark—. Lo siento, Lily. Simplemente, no
me gusta.
—¿Acaso lo conoces? —preguntó Boomer.
—Sé lo suficiente sobre él para emitir un juicio —replicó Mark.
—Dash es un buen tipo, de verdad —continuó Boomer—. Me
parece que la palabra que utiliza su madre para describirle es
quisquilloso, lo cual es cierto, pero creedme, es buena gente. ¡El
mejor! Sobre todo si tenemos en cuenta que sus padres tuvieron un
divorcio realmente desagradable y ya ni siquiera se hablan para
nada. ¿A que es extraño? Probablemente, a él no le gustaría que os
dijera esto, pero Dash se vio metido en una terrible lucha por su
custodia cuando era un crío: su padre trataba de conseguir la
custodia sólo para fastidiar a su madre, y Dash tenía que estar en
todas esas conversaciones con abogados y jueces y trabajadores

234
sociales. Fue horrible. Si te tocara vivir todo eso, ¿serías después
una persona superamigable? Dash es el tipo de tío que siempre ha
tenido que apañárselas solo. Pero ¿sabéis qué es lo guay de él?
¡Que lo ha hecho! Es el amigo más leal que alguien pueda tener.
Cuesta mucho ganarse su confianza, pero cuando lo consigues, lo
daría todo por ti. A veces puede comportarse como un tipo solitario,
pero no es porque sea un asesino en serie que espera que pase
algo, sino porque, a veces, su mejor compañía es él mismo. Y él se
siente a gusto así. Me parece que no hay nada malo en eso.
Admito que, a pesar de seguir enfadada por lo del títere, me
emocionó el modo en que Boomer defendió a Dash; Mark, en
cambio, se encogió de hombros y dijo:
—Psah.
—¿No te gusta Dash porque en el fondo piensas que es antipático
o porque hay en ti algo del abuelo que no quiere que yo tenga
nuevos amigos? —le pregunté a mi primo.
—Yo soy tu nuevo amigo, Lily —declaró Boomer.
—Psah —repitió Mark.
La respuesta estaba clara: podía soportar a Dash siempre y
cuando no fuera alguien en quien yo pudiera estar potencialmente
interesada. Boomer también.
Boris, el perro que necesitaba pasear, resultó ser más bien un poni
que necesitaba correr. Era un bullmastiff que me llegaba a la cintura,
un joven macho con toneladas de energía que me arrastraba
literalmente por todo Washington Square Park. Boris apenas me
dejó tiempo de pegar en el árbol el cartel que había hecho. En
medio había puesto la foto de la alerta roja junto con un mensaje
que decía: SE BUSCA este adolescente, que no es un pervertido ni

235
un matón, sino un chico a quien le gusta el yogur. SE BUSCA a este
chico para que se explique.
Sin embargo, no hubiera sido necesario colgar el cartel.
Porque, cinco minutos después de haberlo colgado, justo cuando
me disponía a recoger el excremento de perro más grande que
había visto jamás, Boris empezó a ladrar como un loco al ver que un
chico que se nos acercaba.
—¿Lily?
Levanté la mirada de la bolsa de plástico repleta de caca.
Por supuesto.
Era Dash.
¿Quién más podría encontrarme justo en ese momento? Primero
me había visto borracha, y ahora me sorprendía limpiando la caca
de un poni ladrador que estaba a punto de atacarle.
Perfecto.
No me extraña que nunca haya tenido novio.
—Hola —dije, intentando parecer superrelajada, pero consciente
de que hablaba en un tono algo más agudo del habitual.
—¿Qué estás haciendo por aquí? —preguntó Dash, retrocediendo
algunos pasos—. ¿Y por qué tienes tantas llaves? —añadió
señalando el enorme llavero que llevaba colgado del bolso y que
reunía las llaves de todos los clientes a los que les paseaba el perro
—. ¿Eres la portera de algún edificio o algo así?
—¡PASEO A PERROS! —grité tratando de superar los ladridos de
Boris.
—¡CLARO! —respondió chillando Dash—. ¡Pero parece más bien
que él te pasea a ti!
Boris pasó a la acción de un salto, arrastrándome tras él, mientras

236
Dash corría junto a nosotros, algo alejado, como si no estuviera
demasiado seguro de querer participar en ese espectáculo.
—¿Qué estás haciendo por aquí? —le pregunté a Dash.
—Me he quedado sin yogur —contestó Dash—. He salido a
comprar más.
—¿Y a defender tu buen nombre?
—Oh, no. ¿Te has enterado de la alerta roja?
—¿Y quién no? —dije.
No debía de haber visto todavía mi cartel. ¿Podría arrancarlo
antes de que llegásemos a ese árbol?
Tiré de la correa de Boris para ir en dirección opuesta,
alejándonos del arco de Washington Square y yendo en dirección al
centro. Por alguna misteriosa razón, el cambio de rumbo calmó a
Boris, que dejó de correr a galope tendido para trotar a velocidad
moderada.
Lógicamente, basándome en lo que sabía de los chicos en
general, y de Dash en particular, habría esperado que Dash
aprovechara ese momento para tomar la dirección opuesta.
En lugar de eso, preguntó:
—¿Adónde vas?
—No lo sé.
—¿Puedo venir?
«¿En serio?»
—Eso sería alucinante —dije—. ¿Adónde crees que deberíamos
ir?
—Caminemos simplemente y veremos qué pasa —respondió
Dash.

237
diecisiete

–Dash–
29 de diciembre

Era bastante raro, en el sentido en que ambos dudábamos entre la


posibilidad de algo y la posibilidad de nada.
—Bueno, entonces ¿por dónde vamos? —preguntó Lily.
—No lo sé, ¿por dónde quieres ir?
—Por donde sea.
—¿Estás segura?
Decididamente, me gustaba más estando sobria, como la mayoría
de la gente. Era atractiva, pero inteligentemente atractiva, no
superficialmente atractiva.
—Podríamos ir a High Line —propuse.
—Con Boris no.
Ah, Boris. Parecía que estaba perdiendo la paciencia con
nosotros.
—¿Sigues alguna ruta en concreto cuando paseas a los perros?
—pregunté.
—Sí. Pero no tenemos por qué hacerla.
Estancamiento. Estancamiento total. Ella, a hurtadillas, me miró
de reojo. Yo, a hurtadillas, la miré de reojo. Vacilamos unos
instantes, y luego volvimos a vacilar.

238
Al final, uno de nosotros tomó la decisión.
Y no fui yo, ni tampoco Lily.
Fue como si una orquesta de silbatos de perro se hubiera puesto
a tocar de repente la Obertura 1812. O como si un ejército de
ardillas se estuviera paseando por el otro extremo de Washington
Square Park embadurnado con algún aceite apetitoso. Fuese cual
fuese la provocación, Boris salió disparado. A Lily la pilló por
sorpresa y la arrastró hacia un charco de aguanieve, donde perdió
por completo el equilibrio. La bolsa de caca salió volando por los
aires. Para gran satisfacción mía, cuando Lily cayó, dejó escapar un
estridente «¡LA MADRE QUE TE MATRICULÓ!», un insulto que no
había oído nunca hasta entonces.
Lily aterrizó sin gracia, pero al menos no se hizo daño. La bolsa
de caca le pasó rozando la sien. Entre tanto, había soltado la correa
de Boris, así que me lancé a ciegas para cogerla y lo conseguí.
Ahora era yo quien tenía la sensación de hacer esquí acuático sobre
el pavimento.
—¡Párale! —vociferaba Lily, como si hubiera algún botón que
pudiese apagar al perro.
Para lo único para lo que serví fue para cargar al perro con un
peso que no le impedía seguir adelante.
Estaba claro que tenía un objetivo en mente. Se dirigía en tromba
hacia un grupo de madres, cochecitos y niños. Descubrí con horror
que se había fijado en la presa más vulnerable: un niño con un
parche en un ojo que masticaba una barrita de avena.
—¡No, Boris, no! —grité.
Pero Boris sólo seguía su camino, completamente ajeno a mí.
Cuando el niño le vio llegar, soltó un alarido que, la verdad, me

239
pareció más propio de una niña con la mitad de sus años. Antes de
que su madre pudiese apartarlo del peligro, Boris lo alcanzó y lo tiró
al suelo, haciéndome caer también a mí.
—Lo siento mucho —dije mientras tiraba de Boris para tratar de
detenerle.
Era como jugar al juego de la cuerda en una fiesta de jardín de
jugadores de rugby.
—¡Es él! —chirrió el niño—. ¡ES EL ATACANTE!
—¿Estás seguro? —preguntó una mujer que sólo podía ser su
madre.
El niño se levantó el parche del ojo, dejando al descubierto un ojo
perfectamente sano.
—Es él, lo juro —respondió.
Otra mujer se acercó con algo que parecía un cartel de «se
busca» en el que había pegada mi foto.
—¡ALERTA ROJA! —gritó—. ESTO YA PASA DE MANGO!
Una madre que se disponía a sacar a su bebé del cochecito, lo
dejó para hacer sonar un silbato; se oyeron cuatro pitadas cortas,
que imaginé que correspondían al rojo.
Hacer sonar el silbato no fue una idea muy sensata. Boris lo oyó,
se volvió y fue a la carga.
La mujer se apartó de un salto. El cochecito no pudo. Yo me tiré al
suelo, tratando de oponer la mayor resistencia posible. Boris,
confundido, chocó directamente con el cochecito y el bebé que
había dentro salió disparado. Le vi volar, a cámara lenta, con una
expresión de horror en el rostro.
Quería cerrar los ojos. No podría alcanzar ese bebé a tiempo.
Todos estábamos paralizados. Incluso Boris se paró a mirar.

240
Por el rabillo del ojo percibí un movimiento. Luego oí un grito. Y, a
continuación, tuve una magnífica visión: Lily volando por el aire, con
los cabellos ondeando al viento y los brazos extendidos, totalmente
ajena a su aspecto, sólo pendiente de lo que estaba haciendo. Un
salto volador. Un salto volador sincero, de buena fe. No había miedo
en su rostro. Sólo determinación. Se colocó por debajo de ese bebé
y lo atrapó. Tan pronto como aterrizó en sus brazos, se puso a llorar.
—Dios mío —murmuré.
Nunca había visto nada tan paralizante.
Pensé que la multitud se pondría a aplaudir. Pero cuando Lily,
recuperándose de su salto volador, dio unos cuantos pasos más,
una mujer vociferó:
—¡Ladrona de niños! ¡Detenedla!
Las madres y todos los que habían contemplado la escena
sacaron sus móviles. Algunas mujeres del círculo de mamás
discutían sobre quién enviaba la alerta roja y quién llamaba a la
policía. Lily, entretanto, seguía disfrutando de su momento de gloria,
ajena a la agitación. Se aferraba al bebé, tratando de calmarlo
después de su vuelo traumático.
Intenté levantarme del suelo, pero de pronto sentí un peso
enorme en la espalda.
—Tú no vas a ninguna parte —dijo una de las madres sentándose
sobre mí con firmeza—. Esto es un arresto ciudadano.
Dos madres más y el niño del parche se me sentaron también
encima. Casi solté la correa. Por suerte, parecía que Boris ya había
tenido bastantes emociones y ahora se dedicaba simplemente a
ladrar.
—¡La policía está de camino! —gritó alguien.

241
La mamá del bebé corrió hacia Lily, que no tenía ni idea de que
esa mujer era la madre del niño. La vi decirle: «Un segundo»,
mientras trataba que el bebé dejase de llorar. Cuando me pareció
que la madre le estaba dando las gracias, llegaron otras madres y le
cerraron el paso a Lily.
—Lo vi en Dateline —decía una de las madres más chillonas—.
Distraen la atención y después ¡roban el bebé! ¡A plena luz del día!
—¡Eso es absurdo! —grité.
El niño empezó a saltar sobre mi coxis.
Llegaron dos agentes de policía e, inmediatamente, fueron
asediados con distintas versiones de la historia. La verdad estuvo
muy mal representada. Lily devolvió el bebé. Parecía confusa: ¿no
había hecho lo correcto? La policía le preguntó si me conocía y ella
les dijo que por supuesto que sí.
—¿Veis? —cacareó una madre—. ¡Un cómplice!
El suelo estaba frío y húmedo, y el peso de esas madres estaba
empezando a reventar algunos de mis órganos internos de primera
necesidad. Habría sido capaz de confesar un delito que no hubiese
cometido con tal de salir de ahí.
No estaba claro si nos iban a arrestar o no.
—Creo que deberíais venir con nosotros —dijo uno de los
agentes.
Parecía que «de hecho, preferiría no hacerlo» no era la respuesta
apropiada.
No nos esposaron, pero nos escoltaron hasta el coche patrulla y
nos mandaron sentarnos detrás, con Boris. Hasta que no cerraron
las puertas, mientras algunas de las madres pedían venganza y la

242
mamá del bebé volador se aseguraba de que su hijo estaba bien, no
tuve la oportunidad de decirle algo a Lily.
—Buena recepción —le dije.
—Gracias —respondió.
Estaba impresionada, mirando por la ventanilla.
—Ha sido bonito. De verdad. Una de las cosas más bonitas que
he visto.
Me miró como si fuera la primera vez. Nos quedamos así durante
unos cuantos segundos. El coche patrulla se alejó del parque. No se
molestaron en poner las sirenas.
—Me parece que ahora ya sé adónde vamos —comentó.
—El azar tiene una extraña manera de hacer planes —confirmé.

Lily tenía familiares en los cinco distritos, pero, desgraciadamente,


ninguno de ellos trabajaba en la policía.
Me enumeró a muchos de esos parientes, tratando de averiguar
cuál sería el más apropiado para sacarnos de ese lío.
—El tío Murray estuvo encausado, lo cual es justamente lo que
menos nos conviene. Mi tía abuela, la señora Basil E., salió durante
algún tiempo con alguien de la oficina del fiscal del distrito, pero me
parece que no acabaron bien. Uno de mis primos estuvo en la CIA,
pero no se me permite decir cuál de ellos. ¡Esto es muy frustrante!
Afortunadamente, no estábamos encerrados en una celda. Nos
habían llevado a una sala de interrogatorios, pero nadie había
pensado en interrogarnos todavía. Quizás estaban mirando por el
espejo, esperando que dijéramos algo que nos inculpara.
Me sorprendió lo bien que Lily se tomaba nuestra encarcelación.

243
No parecía un animalito atemorizado. Más bien era yo el que estaba
al borde de la histeria cuando nos detuvieron. Los agentes de policía
no parecían especialmente impresionados por el hecho de que
ninguno de los dos tuviésemos a nuestros padres a una distancia
suficiente para pagar la fianza. Lily acabó llamando a su hermano y
yo llamé a Boomer, que resulta que en ese momento estaba con
Yohnny y Dov.
—¡Ha salido todo en las noticias! —me dijo Boomer—. Algunos os
llaman héroes y otros dicen que sois delincuentes. Los vídeos están
en la web. Creo que incluso saldréis en las noticias de las seis.
No era exactamente el modo como había previsto pasar el día.
No nos habían leído nuestros derechos a ninguno de los dos, ni
tampoco nos habían ofrecido un abogado, así que empecé a pensar
que, en realidad, todavía no nos habían acusado de nada.
Mientras tanto, Boris tenía hambre.
—Ya sé, ya sé —le decía Lily como respuesta a sus gemidos—.
Por suerte, tu papá no tiene Internet allí donde está.
Intentaba encontrar algún tema de conversación interesante. ¿La
habían llamado así por la flor? ¿Cuánto tiempo hacía que paseaba a
perros? ¿No se sentía aliviada de que ninguno de los agentes
hubiera utilizado la porra contra nosotros?
—Estás inusualmente callado —dijo sentándose a la mesa de
interrogatorios, mientras se sacaba el cuaderno rojo del bolsillo de la
chaqueta—. ¿Quieres escribir algo y pasármelo después?
—¿Tienes un boli? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Está en mi bolso. Y me han quitado el bolso.
—Supongo que entonces tendremos que hablar —respondí.

244
—O podríamos acogernos a la quinta enmienda.
—¿Es la primera vez que estás en la cárcel? —inquirí.
Lily asintió.
—¿Y tú?
—Una vez mi madre tuvo que pagarle la fianza a mi padre y,
como no había nadie en casa para cuidarme, la acompañé. Yo
debía de tener siete u ocho años. Al principio me dijo que mi padre
había tenido un pequeño accidente, lo cual me hizo pensar que se
había meado en algún lugar poco apropiado. Después me contaron
que le habían acusado de tener una «conducta desordenada».
Nunca fue a juicio, así que no ha quedado constancia escrita de
nada.
—Es terrible —dijo Lily.
—Sí lo es. En ese momento, me parecía algo normal. Pero poco
después se divorciaron.
Boris empezó a ladrar.
—Ya veo, no eres fan del divorcio —observé.
—Sus golosinas también están en mi bolsa —dijo Lily soltando un
suspiro.
Cerró los ojos durante un minuto o dos. Allí estaba, simplemente
sentada, dejando que todo lo demás se alejase flotando,
desapareciera. No me importó que yo también me desvaneciera
para ella. Al parecer, Lily necesitaba un descanso y yo estaba
dispuesto a dárselo.
—Aquí, Boris —dije intentando ser amable con el animal.
Me miró desconfiado y entonces empezó a lamer el suelo.
—Creo que estoy nerviosa por tener que hablar contigo —dijo Lily
tras un largo rato, con los ojos aún cerrados.

245
—Lo mismo digo —le aseguré—. Pienso que muy raramente
estoy a la altura de mis palabras. Y, como tú me conoces
esencialmente a través de mis palabras, te puedo decepcionar de
muchas formas.
Ella abrió los ojos.
—No es sólo eso. Es por la última vez que me viste...
—... No eras tú. ¿Crees que no lo sé?
—Desde luego. Pero ¿no es posible que fuera yo misma en ese
momento? Quizás es esa quien se supone que debo ser y resulta
que no la dejo salir demasiado.
—Creo que me gusta más la Lily paseadora-de-perros, receptora-
de-bebés, que-dice-la-verdad —afirmé—. Creo que vale la pena.
Y esa era la cuestión, ¿no? ¿Qué valía la pena?
—Esa Lily nos ha metido en la cárcel —señaló Lily.
—Bueno, tú querías peligro, ¿no? Y, en realidad, ha sido Boris el
que nos ha metido en la cárcel. O es el cuaderno rojo lo que nos ha
metido en la cárcel. Por cierto, el cuaderno rojo fue una idea
excelente.
—Fue idea de mi hermano —admitió Lily—. Lo siento.
—Bueno, pero eres tú quien lo ha seguido, ¿verdad?
Lily asintió.
—Para lo que vale.
Moví la silla para que pudiéramos estar uno junto al otro en la
mesa de interrogatorios.
—Sin duda alguna, vale algo —dije—. Mucho. Todavía no nos
conocemos, ¿verdad? Y debo admitir que... antes pensaba que
sería mejor limitarnos a escribir en el cuaderno e írnoslo pasando el

246
uno al otro hasta los noventa años. Pero es evidente que no tenía
que ser así. ¿Y quién soy yo para luchar contra el viento?
Lily se sonrojó.
—«¿Y qué hiciste en tu primera cita, Lily?» «Bueno, fuimos hasta
la comisaría y cogimos dos vasos de plástico.» «Eso parece muy
romántico.» «Oh, lo fue.»
Hice una pausa y proseguí:
—«¿Y entonces qué hiciste en la segunda cita?» «Bueno,
pensamos que tendríamos que atracar un banco. Lo único es que
resultó ser un banco de esperma y las futuras mamás de la sala de
espera nos insultaron. Así que acabamos regresando a la cárcel.»
«Parece emocionante.» «Oh, lo fue. Y la cosa no se terminó aquí.
Ahora, cuando quiero recordar una fecha, todo lo que tengo que
hacer es consultar mis antecedentes penales.»
—«¿Y qué te atrajo de ella?» —preguntó Lily.
—«Bueno —le respondí al entrevistador fantasma—, debo admitir
que fue su modo de atrapar a los bebés. Tiene un gran estilo, de
verdad. ¿Y a ti? ¿Qué te hizo pensar: “Uau, este tío es un buen
plan”?»
—«Me gustan los hombres que no sueltan la correa, aunque eso
los lleve a la ruina.»
—Bien dicho —dije—. Bien dicho.
Pensé que a Lily le gustarían mis cumplidos, pero suspiró
profundamente y se hundió en su silla.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Qué hay de Sofía? —dijo.
—¿Sofía?
—Sí. Boomer mencionó a Sofía.

247
—Ah, Boomer.
—¿La quieres?
Negué con la cabeza.
—No puedo quererla. Vive en España.
—Creo que ganas puntos por tu sinceridad —se rió Lily.
—No, en serio —respondí—. Creo que ella es estupenda. Y,
sinceramente, ahora me gusta veinte veces más que cuando
salíamos. Pero el amor necesita tener futuro. Y Sofía y yo no
tenemos futuro. Sólo lo hemos pasado bien compartiendo el
presente. Eso es todo.
—¿De verdad crees que el amor necesita tener futuro?
—Por supuesto.
—Bien —dijo Lily—. Yo también.
—Bien —repetí inclinándome hacia delante—. Tú también.
—No repitas lo que digo —repuso dándome un manotazo en el
brazo.
—No repitas lo que digo —murmuré sonriendo.
—Vamos, no seas tonto —me dijo en un tono más serio.
—Vamos, no seas tonta —le dije.
—Lily es la chica más estupenda del mundo.
Me acerqué más.
—Lily es la chica más estupenda del mundo.
Creo que, por un momento, nos olvidamos de dónde estábamos.
Y entonces volvieron los agentes y nos lo recordaron de nuevo.

—Bien —dijo el agente White, que era negro—, os alegrará saber


que los vídeos de vuestras hazañas de esta tarde se han visto ya

248
doscientas mil veces en YouTube. Y os han filmado desde casi
todos los ángulos posibles. Es impresionante que la estatua de
George Washington no sacara de repente un iPhone para enviar las
fotos por mail a sus amigos.
—Hemos revisado con atención todas las filmaciones —prosiguió
el agente Black, que era blanco—, y hemos llegado a la conclusión
de que sólo hay un culpable en esta habitación.
—Lo sé, señor —me avancé—. Todo ha sido culpa mía. De
verdad, ella no ha tenido nada que ver en esto.
—No, no, no —discrepó Lily—. Fui yo la que colgó ese cartel. Era
una broma. Pero al verlo las mamás se volvieron locas.
—En serio —dije volviéndome hacia Lily—, lo único que hiciste
fue ayudar. Me buscaban a mí.
—No, ellas creían que yo estaba robando al bebé. Y créeme, ni
siquiera deseo un bebé.
—Ninguno de vosotros tiene la culpa —interrumpió el agente
White.
—Si alguien tiene la culpa, es el bicho de cuatro patas —informó
el agente Black señalando a Boris.
Boris se sacudió la culpabilidad. El agente White me miró.
—Por lo que respecta a Johnny el Tuerto, no parece que tenga
ningún problema. Así que, aunque llegaras a darle con una bola de
nieve en mitad de una batalla de bolas de nieve (y que conste que
no estoy diciendo que lo hicieras o no), si no hay lesiones, no hay
falta.
—¿Eso significa que nos podemos ir? —preguntó Lily.
El agente Black asintió.
—Hay todo un ejército esperándoos ahí fuera.

249
El agente Black no bromeaba. Boomer no estaba allí no sólo con
Yohnny y Dov, sino también con Sofía y Priya. Y parecía que la
familia de Lily esperaba al completo, presidida por la señora Basil E.
—¡Echa un vistazo! —exclamó Boomer sosteniendo dos hojas
impresas, una de la web del Post y otra de la del Daily News.
Ambas mostraban una foto deslumbrante del bebé cayendo en los
brazos de Lily.
¡NUESTRA HEROÍNA! proclamaba el Daily News.
¡LADRONA DE BEBÉS! anunciaba a gritos el Post.
—Afuera esperan los reporteros —nos informó la señora Basil E.
—, la mayor parte bastante indecentes.
El agente Black se volvió hacia nosotros.
—Bien, entonces, ¿queréis ser unas celebridades o no?
Lily y yo nos miramos.
La respuesta estaba bastante clara.
—No —respondí.
—Por supuesto que no —confirmó Lily.
—¡Entonces salid por la puerta trasera! —dijo el agente Black—.
Seguidme.
Era tanta la gente que había venido a buscarnos, que Lily y yo
nos perdimos el uno al otro en medio de la confusión. Sofía me
preguntaba si estaba bien, Boomer estaba entusiasmado de que Lily
y yo por fin nos hubiéramos conocido y los demás hablaban de todo
esto.
Ni siquiera tuvimos oportunidad de despedirnos. Las puertas se
abrieron y la policía nos dijo que nos diéramos prisa, porque los

250
reporteros podrían descubrir la puerta trasera en cualquier
momento.
Lily se fue con su gente y yo, con la mía.
Noté un peso en el bolsillo.
Chica lista. Había metido allí el cuaderno.

251
dieciocho

(Lily)
30 de diciembre

Las noticias vuelan, y hasta muy lejos. Incluso hasta Fiji.


Mis padres no lo sabían, pero yo iba bajando el volumen de los
altavoces de mi ordenador mientras se desgañitaban desde el otro
lado de la pantalla.
Conectaba los altavoces de vez en cuando para oír pedacitos de
su discurso:
—¿Cómo podemos dejarte sola en confianza, Lily, si...?
Silencio.
Sus manos revoloteaban como locas desde el otro extremo del
mundo, mientras las mías se concentraban en hacer punto.
—¿Quién es ese Dash? ¿El abuelo está al corriente de...?
Silencio.
Contemplaba a papá y a mamá tratando de cerrar las maletas de
mala manera mientras le gritaban al ordenador.
—¡Vamos con retraso! Tendremos suerte si cogemos ese vuelo.
¿Sabes cuántas llamadas hemos...?
Silencio.
Al parecer papá le gritaba a su teléfono por sonar de nuevo.
Mamá escudriñaba la pantalla del ordenador.

252
—¿Dónde ha estado Langston todo este tiempo...?
Silencio.
Seguí trabajando en mi creación más reciente: un jersey de perro
para Boris, a rayas, con el estampado de un uniforme de preso.
Levanté la mirada y vi el índice de mamá agitándose hacia mí.
Subí el volumen.
—¡Y una cosa más, Lily! —exclamó mamá acercando la cara
tanto como podía a la pantalla del ordenador.
Nunca me había dado cuenta, pero tenía unos poros
descomunales, que sin duda presagiaban mi propio proceso de
envejecimiento.
—¿Sí, mamá? —pregunté mientras papá se sentaba en la cama
del hotel, agitando las manos, explicándole de nuevo la situación a
alguien que le había llamado por teléfono.
—Cuando lo pillaste al vuelo fue maravilloso, cariño.

Cuando el abuelo conducía por Delaware (la capital del peaje del
mundo de las autopistas, dice él), el señor Borscht lo llamó al móvil
para explicarle lo de los titulares y, a continuación, recibió las
llamadas de los escandalizados señores Curry y Cannoli: casi le dio
un ataque al corazón al volante. Transcurridos unos instantes, el
abuelo decidió irse a un McDonald’s en busca de un Big Mac para
calmarse. A continuación, llamó a Langston y le echó la bronca por
permitir que me detuvieran y me convirtiera en una celebridad
internacional en las pocas horas que llevaba siendo responsable de
mí, desde que el abuelo se había marchado a Florida. Entonces el
abuelo dio media vuelta, emprendió el camino de regreso a

253
Manhattan, y llegó a casa justo en el momento en el que Langston y
la señora Basil E. me traían de la comisaría.
—¡Estás castigada hasta que tus padres lleguen a casa para
ocuparse de este jaleo! —me dijo el abuelo a gritos. Y, señalando al
pobre Boris, añadió—: ¡Y mantén a ese perro terrorífico alejado de
mi gato!
Boris se puso a ladrar escandalosamente, y me pareció que
estaba dispuesto a derribar también al abuelo.
—Siéntate, Boris —le ordené.
Boris se dejó caer al suelo y apoyó la cabeza sobre mis pies. Dejó
escapar un largo gruñido dirigido al abuelo.
—Me parece que Boris y yo no estamos de acuerdo con el castigo
—le repliqué al abuelo.
—No tiene sentido, Arthur —intervino la señora Basil E.—. Lily no
ha hecho nada malo. Todo fue un gran malentendido. ¡Ella salvó al
bebé! No es como si hubiera robado un coche y se hubiese ido de
paseo.
—¡Todo el mundo sabe que no puede salir nada bueno de una
jovencita que aparece en la portada del New York Post! —bramó el
abuelo, y, señalándome con el dedo, añadió—: ¡Castigada!
—Vete a tu habitación, Lily —me susurró la señora Basil E. al oído
—. Me voy a ocupar de esto ahora mismo. Llévate a ese poni
contigo.
—Por favor, no le digas al abuelo lo de Dash —le respondí
murmurando.
—No lo puedo mantener en secreto —dijo en voz alta.

254
Tras la histeria parental y abuelística, se concluyó que,
técnicamente, no estaba castigada. Me dijeron, eso sí, que
mantuviera un perfil bajo hasta que mis padres volvieran de Fiji para
Año Nuevo. Se recomendaba que, por el momento, me quedase en
casa para que las cosas se enfriasen un poco.
No es que tuviera ninguna intención de hablar con la prensa, pero
me dieron instrucciones estrictas de que no debía hablar con la
prensa, ni airear mis trapos sucios, ni tampoco plantearme lo bien
que quedaría en la portada de la revista People (una exclusiva que,
dicho sea de paso, podría pagarme todos mis años de universidad)
y, si llamaba Oprah, primero tenía que hablar con mi madre, no
conmigo. Toda mi familia esperaba con ansia que muriese alguna
celebridad o que se descubriera que estaba involucrada en algún
escándalo de mal gusto para que la prensa amarilla se olvidara de
Lily Paseadoradeperros.
Por mi propio bienestar emocional, se me había sugerido que no
me buscara en Google.
Según los supervisores familiares, en este mundo hay pocas
personas ajenas a la familia en las que puedas confiar. Lo mejor,
según ellos, era que me refugiase en el tierno seno familiar hasta
que pasaran todos los problemas.
Pero yo estaba segura de una cosa: siempre puedes confiar en un
perro.
A Boris le gustaba Dash.
Puedes saber mucho de una persona por la forma en que trata a
los animales. Dash no dudó en abalanzarse sobre la correa de Boris
cuando estalló la crisis. Desde luego, era un tipo firme (como

255
comprobaron las mamás de la alerta roja que se le sentaron
encima).
Y a Boomer, que se parece bastante a un perro, también le gusta
Dash.
El instinto del perro nunca se equivoca.
Dash debe de ser muy agradable.
Había decidido que el mundo ofrecía muchas posibilidades. Dash.
Boris. Tenía que estar atenta a lo que pudiera ocurrir y no pensar
que el mundo era un lugar sin esperanza en caso de que no
ocurriera lo que yo deseaba. Porque, entretanto, podría ocurrir algo
incluso mejor.
El veredicto sobre Boris era, pues, inequívoco: es un buen
guardián.
El propietario de Boris, Marc, compañero de trabajo de mi primo
Mark en la Strand, había acogido al perro en su estudio ilegalmente,
puesto que en su edificio no se admitían animales. Hasta entonces,
había conseguido escabullirse porque el edificio lo administraba una
empresa y ni el propietario ni el administrador vivían allí. Pero, ahora
que Boris era tan famoso (según una encuesta online del New York
Post, el 64 % de los que respondieron pensaba que Boris era una
amenaza para la sociedad, el 31 % consideraba que era una víctima
involuntaria de su propia fuerza y el 5 % creía que Boris debía
reunirse con su creador por un procedimiento que no puedo ni
mencionar), obviamente Marc no podía llevarse a Boris «a casa».
Y eso me venía muy bien, porque había tomado la decisión de
que Boris iba a vivir en mi casa. En las escasas veinticuatro horas
que llevaba bajo mi cuidado, había aprendido a obedecer a las
órdenes «Siéntate», «Échate», «No pidas durante la comida» y

256
«Suelta» (en referencia a los zapatos del abuelo que sus dientes
estaban a punto de hacer desaparecer). Estaba claro: el problema
era que el propietario de Boris no le prestaba la atención necesaria
para que prosperara y se convirtiera en un destacado miembro de la
sociedad. Además, según Internet, Marc no era un recogedor-de-
cacas muy fiable y utilizaba a Boris como anzuelo para conocer a
chicas. Y, lo que aún era más preocupante, Marc me había enviado
varios mensajes de texto diciéndome que no le importaba que me
quedase con Boris tanto tiempo como quisiera. Era un perro que
costaba mucho mantener. Y, para empezar, Marc nunca se lo había
merecido.
Boris y yo pasamos juntos una noche de arresto domiciliario.
Estamos unidos para la eternidad. Bueno, y pasamos juntos algunas
horas en una sala de interrogatorios de la comisaría, en compañía
de un chico extremadamente mono. Así que intimamos bastante.
Desde aquello el hogar de Boris estaba conmigo, y tanto mis padres
como los demás tendrían que acostumbrarse. La familia cuida de la
familia y Boris era mi familia.

Mi equipo de gestión de crisis resultó ser Alice Gamble, junto con


Heather Wong y Nikesha Johnson, otras dos chicas de mi equipo de
fútbol.
Cuando estábamos en mi habitación, Alice dijo:
—Bueno, Lily. Aunque hace mucho que nos conocemos, en
realidad nunca hemos llegado a conocerte de verdad. Así que, como
tu abuelo nos invitó a esta fiesta de pijamas para impedir que
salieras...

257
—La fiesta de pijamas fue idea mía —interrumpí—. El abuelo sólo
se preocupó de esconder convenientemente mi móvil antes de que
yo tuviera tiempo de llamarte.
—¿Dónde encontraste tu teléfono? —preguntó Alice.
—En la caja de galletas. Era tan obvio... Es como si ni siquiera se
hubiera esforzado.
—Las chicas y yo también hemos preparado algo para ti —dijo
sonriendo. Se sentó con mi ordenador portátil y pinchó un vídeo en
YouTube—. Como no te permiten aparecer en los medios para
defenderte, hemos decidido que tu equipo de fútbol podría hacerlo
por ti.
—¿Eh?
—¡Eres una portera increíble! —intervino Nikesha—. Y ¿quién
sino una portera increíble podría atrapar tan bien un bebé al vuelo?
Una portera atrapa bebés por su instinto natural. ¡No porque quiera
robarlo! Ellos están intentando tapar eso.
Heather dijo: «Observa», e hizo clic en el vídeo de YouTube.
Y ahí estaba. Mis compañeras de equipo habían reunido una serie
de fotos y videoclips que, con la melodía de «Stop», de las Spice
Girls de fondo, me mostraban en plena acción en el campo:
corriendo, refunfuñando, dando patadas, dando brincos, saltando,
volando.
No tenía ni idea de que jugara tan bien.
No tenía ni idea de que mis compañeras de equipo se hubieran
dado cuenta alguna vez o de que les importara.
Quizá nunca me había molestado en considerarlas como mis
compañeras de equipo. Quizá yo misma había sido la principal
causante de ese paréntesis de amistad.

258
Como dice el refrán, el equipo somos todos.
Cuando el vídeo acabó, las chicas me envolvieron en un abrazo
victorioso como nunca me habían dado en el campo. Yo estaba
llorando. No era un llanto a moco tendido, sino unas absurdas y, sin
embargo, sentidas lágrimas de alegría y también de gratitud.
—Uau, chicas. Gracias —balbuceé entre lloriqueos.
—Escogimos la canción «Stop» porque eso es lo que haces,
parar los goles del otro equipo —dijo Heather—. Igual que paraste a
ese bebé para que no se golpeara contra el suelo.
—Y también como un homenaje a Beckham —añadió Nikesha.
—Cómo no —respondimos Alice y yo.
—Si lees los comentarios —explicó Heather—... Bueno, hasta
ahora hay 845, así que casi mejor que no los leas todos. Pero les
eché un vistazo cuando colgamos esto para defender tu buen
nombre y, Lily, ya tienes cinco peticiones de matrimonio, por lo
menos hasta que paré de leer. Mira, 95.223 visitas... No, ahora
mismo acaba de pasar a 95.225. Sólo pude leer las peticiones de
matrimonio y alguna que otra propuesta indecente. Algunos
seleccionadores de facultades te aconsejan que lo intentes también
con sus equipos.
Boris ladró mostrando su aprobación desde su nueva cama para
perros, en el rincón de mi habitación.

31 de diciembre

—Benny y yo volvemos a estar juntos —anunció Langston durante


la comida.
Las chicas de la fiesta de pijamas se habían ido a casa para

259
prepararse para sus respectivas celebraciones de Nochevieja y el
abuelo estaba arriba, al teléfono, negociando con Mabel para que
dejara Miami y fuera a visitarlo a Nueva York —¡en enero!—. Así él
no tendría que conducir otra vez hasta Florida, volver de nuevo a
Nueva York, regresar a Florida y conducir de vuelta a Nueva York,
todo eso en pocos días.
Los hombres no saben lo que quieren.
—¿Un par de días separados y ya os echáis de menos? —le
pregunté a mi hermano.
—Sí, eso es. Pero también hemos pensado que toda esa historia
del cuaderno la empezamos nosotros dos, juntos. Tenemos un
destino común.
—¡Y os habéis echado de menos! ¿Y habéis decidido admitirlo y
salir juntos en exclusiva?
—Yo no iría tan lejos —dijo Langston—. Digamos que esta noche
Benny y yo tenemos una cita de Año Nuevo a puerta cerrada en
Skype, mientras él sigue en Puerto Rico. Así que no voy a hacer de
canguro para ti, ni a estar pendiente de tus travesuras.
—Es asqueroso. Además, nunca me has hecho de canguro.
—Lo sé. Y créeme, van a echarme la culpa de todo lo que ha
pasado durante el resto de mi vida.
—Gracias por tu gran labor estando al frente, Hermano. Me ha
costado una bronca.
Sin embargo, todavía había algo sobre el origen del cuaderno que
me rondaba por la cabeza.
—¿Langston? —pregunté.
—¿Sí, Lily, la gran celebridad?
Ignoré el comentario.

260
—¿Y si en realidad fueras tú quien le gusta?
—¿A quién? ¿A qué te refieres?
—A Dash. Al encontrar el cuaderno rojo. Fue idea tuya. Yo escribí
los primeros mensajes con mi propia letra, pero las palabras y las
ideas eran tuyas. ¿Puede que la persona con la que Dash ha pedido
salir en Nochevieja esté basada en una invención de su imaginación
que creaste tú?
—¿Y qué si es así? Tú seguiste adelante con el cuaderno.
Continuaste con la aventura. ¡Y mira en qué se ha convertido! Yo
estaba en mi habitación, muriéndome de tos, y rompí con mi novio
equivocadamente. ¡Tú saliste y creaste tu propio destino con el
cuaderno!
No lo captaba.
—Pero Langston. ¿Qué pasa si en realidad no le gusto a Dash?
Mi yo, yo, no su idea de mí.
—¿Y qué si no le gustas?
Había estado esperando que mi hermano saliera en mi defensa,
que proclamase su certeza de que yo le gustaba a Dash.
—¿Qué? —dije ofendida.
—Quiero decir, ¿qué importa si no le gustas cuando llegue a
conocerte?
—No sé si quiero correr ese riesgo —respondí.
Resultar herida. Ser rechazada. Como le ocurrió a Langston.
—La recompensa está en el riesgo. No te puedes quedar para
siempre escondida bajo el abrigo sobreprotector del abuelo. Parecía
que necesitabas escapar de eso. Mamá y papá en el extranjero, el
cuaderno rojo... Todo eso sólo sirvió de ayuda. Ahora te toca a ti

261
pensar en cómo crees que Dash ve la situación. Cómo encajas tú en
ella. Corre ese riesgo.
Deseaba tener fe, pero el miedo era tan grande y aplastante como
el deseo.
—¿Y si todo esto ha sido un sueño? ¿Y si sólo estábamos
perdiendo el tiempo?
—¿Cómo vas a saberlo si no lo pruebas? —preguntó Langston. Y
a continuación citó al poeta del que recibió su nombre, Langston
Hughes—: «Un sueño aplazado es un sueño negado.»
—¿Ya estás recuperado? —pregunté.
Los dos sabíamos que no me refería a la reciente ruptura con
Benny, sino a la que le partió el corazón de forma irreversible. El
primer amor de Langston.
—En ciertos aspectos, creo que nunca me recuperaré —confesó
Langston.
—Esa respuesta es muy poco satisfactoria.
—Eso es porque la interpretas mal. No lo he dicho con aire
nostálgico, melodramático. Me refería a que el amor que sentía por
él era enorme y real y, aunque fue doloroso, me cambió para
siempre como persona, de la misma forma que ser tu hermano
refleja mi forma de evolucionar y la cambia. Y viceversa. La gente
importante de tu vida te deja huella. Pueden permanecer o
desaparecer de tu entorno físico, pero siempre están ahí, en tu
corazón, porque han contribuido a crearlo. No te recuperas de eso.
Sin duda alguna, mi corazón quería abrazar a Dash y/o ser
pisoteado por él. De eso estaba segura. El riesgo tendría que
descubrir su propia recompensa.
Por debajo de la mesa, Boris me lamía los tobillos. Dije:

262
—Boris se queda. Ha dejado su huella en mi corazón, y mamá y
papá, sencillamente, tendrán que vivir con esto.
—Eres el colmo, Lily. Tu gran regalo de Navidad en Año Nuevo
iba a ser que mamá y papá por fin te darían permiso para tener tu
propia mascota.
—¿De verdad? Pero ¿qué pasa si nos trasladamos a Fiji?
—Ya pensarán ellos en eso. Si deciden ir, mantendrán este
apartamento para que yo viva aquí mientras esté en la NYU. No
creo que mamá y papá tengan planes de vivir en Fiji este año,
durante los trimestres de la escuela. Yo cuidaré de Boris cuando
estéis fuera, si acabas yéndote con ellos y resulta que a Boris no se
le permite pasar la aduana en Fiji. ¿Qué tal si ése fuera mi regalo de
Navidad para ti?
—¿Es que estabas demasiado ocupado con Benny para
comprarme algo este año?
—Sí. Y, en contrapartida, ¿qué tal si, en lugar del jersey que sin
duda me habrás hecho y de los montones de galletas que sin duda
habrás preparado para mí como regalo de Navidad en Año Nuevo,
le dijeras al abuelo que no me echara la culpa de todas tus
andanzas para que dejara de machacarme?
—De acuerdo —convine—. Dejemos que la chica marque las
reglas, como debería ser.
—Hablando de reglas... ¿Qué vas a hacer en Nochevieja, Lily?
¿Estás segura de que te dejarán salir otra vez? ¿El señor Dashiell te
va a escoltar esta noche por nuestra hermosa ciudad?
Suspiré y negué con la cabeza. No había nada que hacer. Tenía
que admitirlo:
—Desde que estuvimos en la comisaría, no me ha llamado, ni me

263
ha enviado ningún e-mail, ni tampoco me ha hecho llegar el
cuaderno.
De pronto me levanté de la silla para poder volver a mi habitación
a sentir una enorme lástima por mí misma y comer toneladas de
chocolate en privado.
Supuse que podría enviarle a Dash un mensaje o un e-mail (incluso
llamarle, ¿¡¿¡¿qué?!?!?), pero esas opciones me parecían
impertinentes después de todo por lo que habíamos pasado.
Después del cuaderno rojo. Dash era un tipo que apreciaba su
privacidad y parecía disfrutar de la soledad. Podía respetar eso.
Era él quien debería ponerse en contacto conmigo.
¿De acuerdo?
¿Qué decía sobre mí el hecho de que Dash aún no hubiera dado
señales de vida?
Probablemente, que yo no le gustaba tanto como él estaba
empezando a gustarme a mí. Que yo nunca sería tan guapa ni tan
interesante como esa chica, Sofía, mientras que el rostro atractivo
de Dash seguiría apareciendo en mis sueños.
No era correspondida.
No era justo que yo le echara de menos. No añoraba tanto su
presencia —apenas le conocía—, sino tener la unión que nos
proporcionaba el cuaderno rojo. Saber que él estaba ahí fuera
pensando o haciendo algo que me comunicaría de alguna manera
sorprendente.
Me eché en la cama, soñando despierta con Dash. Dejé caer la
mano esperando recibir un lametón tranquilizador de Boris, pero no
estaba aquí. Había salido a dar su paseo.
El timbre de nuestro apartamento dio un sonoro zumbido y, tras

264
saltar de la cama, corrí hasta el vestíbulo para responder.
—¿Hola? —dije desde el otro lado de la puerta.
—Es tu tía abuela favorita. Me dejé aquí la llave cuando saqué a
pasear a Boris.
¡Boris!
Habían pasado veinte minutos desde que se había ido y ya
estaba destrozada: Boris nunca me ignoraría como ese chico, Dash.
Abrí la puerta para dejar que la señora Basil E. y Boris entrasen.
Bajé la mirada: Boris me estaba tocando los tobillos con la pata
para llamar mi atención.
Boris tenía algo en la boca. No era ni un hueso para perros, ni la
chaqueta de un cartero. Entre sus dientes, cubierto de babas, Boris
sostenía un cuaderno rojo envuelto en cinta roja.

265
diecinueve

–Dash–
30 de diciembre

En cuanto salí de la comisaría, nos refugiamos en el piso de mi


madre. Teníamos la adrenalina por las nubes: tan pronto
saltábamos, como teníamos la sensación de flotar. Era como si la
excitación de haber podido salir de ahí hubiera convertido el mundo
en un trampolín gigante.
En cuanto entramos, Yohnny y Dov se lanzaron a desvalijar la
nevera, pero cuando abrieron la puerta, se les cayó el alma a los
pies.
—¿Pudin de fideos? —preguntó Yohnny.
—Sí, lo hizo mi madre —les dije—. Lo tengo como último recurso.
Mientras Priya iba al lavabo y Boomer comprobaba sus correos en
el móvil, Sofía entró en mi habitación. No por ninguna razón lasciva,
simplemente para echarle un vistazo.
—No ha cambiado mucho —observó leyendo las citas que yo
había pegado por las paredes.
—Pocas cosas han cambiado —respondí—. Hay algunas citas
nuevas en la pared. Algunos libros nuevos en las estanterías. Unos
cuantos lápices han perdido la goma. Las sábanas se cambian cada
semana. Así que, aunque parece que nada ha cambiado, las cosas

266
no paran de cambiar. Sobre todo en pequeños detalles. Así es como
va, me parece.
Sofía asintió.
—Es curioso cómo decimos va. Así va la vida.
—Así viene la vida suena muy extraño.
—Bueno, a veces puedes ver venir el futuro, ¿no? A veces incluso
puedes ver venir a un bebé.
Estudié su cara en busca de algún atisbo de sarcasmo o maldad.
Y de tristeza, también buscaba tristeza o arrepentimiento. Pero lo
único que encontré fue una sonrisa.
Me senté en la cama y apoyé la cabeza en las manos. De pronto
me di cuenta de que quedaba demasiado dramático, y levanté la
mirada hacia Sofía.
—No entiendo nada de esto —confesé.
Ella se quedó de pie, mirándome.
—Me gustaría poder ayudarte —me dijo—. Pero no puedo.
De manera que ahí estábamos. En el pasado, durante las citas de
cuento que habíamos vivido, había pretendido que tal vez llegaría a
quererla, cuando me gustaba sólo ligeramente. Pero a estas alturas
ya no tenía ningún deseo de fingir que había estado enamorado de
ella en alguna ocasión y que me gustaba a rabiar.
—¿Crees que podremos ser sensatos el uno con el otro de ahora
en adelante? —le pregunté.
Ella se rió.
—¿Quieres decir si podemos compartir nuestras meteduras de
pata y tratar de sacar algo bueno de ellas?
—Sí —dije—. Eso estaría bien.
Sentía que necesitábamos sellar nuestro nuevo pacto. No era

267
cuestión de besarse. Abrazarnos no parecía apropiado. Así que le
ofrecí mi mano. Ella me dio la suya. Y después fuimos a reunirnos
con los demás.

Me maravillaba lo que Lily estaba haciendo. Cómo se sentía. Lo que


sentía. Sí, me desorientaba, pero no era una desorientación mala.
Quería verla otra vez, más de lo que me había apetecido verla hasta
entonces.
Sabía que el cuaderno estaba en mi poder. Únicamente quería
escribirle las palabras adecuadas.
Mi madre llamó para saber cómo iban las cosas. No había
conexión a Internet en el spa y no solía poner la tele cuando no
estaba en casa. Así que no tuve que explicarle nada. Sólo le dije
que tenía gente en casa y que nos estábamos comportando.
Mi padre, no puedo evitar comentarlo, consultaba el móvil cada
cinco minutos para estar al día de las noticias. Era probable que
incluso hubiera visto el titular y las fotos en la web del Post.
Sencillamente, no reconoció a su hijo.
Posteriormente, esa noche, tras una maratón de películas de John
Hughes, dejé a Boomer, Sofía, Priya, Yohnny y Dov en el salón de
mi madre y fui a buscar una pizarra blanca que tenía en su
despacho.
—Antes de que os vayáis —empecé—, me gustaría llevar a cabo
un pequeño simposio sobre el amor.
Cogí un rotulador rojo y escribí la palabra amor en la pizarra.
—Aquí está —dije—. Amor.
Ya que estábamos, dibujé un corazón alrededor. No un corazón

268
con ventrículos, sino la versión más vulgar.
—Existe en este estado original, en el que los ideales se
mantienen puros. Pero después... llegan las palabras.
Escribí palabras una y otra vez, por toda la pizarra blanca, incluso
por encima de la palabra amor.
—Y los sentimientos.
Escribí sentimientos de la misma forma, por encima de todo lo
que ya había escrito.
—Y las expectativas. Y la historia. Y los pensamientos. Ayúdame,
Boomer.
Escribimos cada una de estas tres palabras al menos veinte
veces.
¿El resultado?
Pura ilegibilidad. No sólo había desaparecido la palabra amor,
sino que tampoco podías distinguir ninguna de las demás.
—Esto —dije sujetando la pizarra— es a lo que nos enfrentamos.
Priya parecía preocupada, más por mí que por lo que estaba
diciendo. Sofía todavía parecía divertirse. Yohnny y Dov estaban el
uno junto al otro, acurrucados. Boomer, con el rotulador aún en la
mano, intentaba pensar en algo.
Levantó la mano.
—¿Sí, Boomer? —pregunté.
—Quieres decir que o estás enamorado, o no lo estás. Y si lo
estás, se convierte en esto.
—Algo parecido.
—Pero ¿qué ocurre si no es una cuestión de sí o no?
—No entiendo qué quieres decir.
—Quiero decir, ¿qué pasa si el amor no es una cuestión de sí o

269
no? No se trata de estás enamorado o no lo estás. Quiero decir, ¿no
hay distintos niveles? Y estas cosas, como las palabras y las
expectativas y lo que sea, quizá no están por encima del amor. Tal
vez sea como un mapa y cada uno tiene su sitio y entonces, cuando
lo miras desde el cielo... uah.
Miré la pizarra.
—Me parece que tu mapa está más claro que el mío —contesté
—. Pero ¿acaso no es esto lo que ocurre cuando dos personas
apropiadas se encuentran en el lugar apropiado? Quiero decir... ¡es
un lío!
Sofía se reía entre dientes.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Persona apropiada, momento apropiado. Ese es un concepto
equivocado, Dash.
—Totalmente —confirmó Boomer.
—Lo que quiero decir —comenzó Sofía— es que cuando la gente
dice persona apropiada, momento equivocado o persona
equivocada, momento apropiado, generalmente se está
escaqueando. Piensan que el destino está jugando con ellos. Que
todos somos participantes de este romántico reality show y que Dios
se divierte mirando. Pero el universo no decide lo que está bien y lo
que está mal. Tú lo haces. Sí, puedes teorizar hasta quedarte sin
aliento sobre si algo podría haber funcionado en otro momento o
con otra persona. Pero ¿sabes qué consigues con eso?
—¿Ahogarte? —aventuré.
—Sí.
—Tienes tú el cuaderno, ¿verdad? —intervino Dov.
—Más te vale no haberlo perdido —añadió Yohnny.

270
—Sí —respondí.
—¿Y a qué esperas? —inquirió Sofía.
—¿A que os vayáis?
—Bien —dijo ella—. Ahora ya sabes sobre lo que escribir. Porque,
¿sabes qué? Depende de ti, no del destino.

Aún no sabía qué escribir. Me quedé dormido junto al cuaderno,


mientras los dos contemplábamos el techo.

31 de diciembre
A la mañana siguiente, durante el desayuno, tuve mi gran idea.
Llamé a Boomer inmediatamente.
—Necesito un favor —le pedí.
—¿De quién se trata? —preguntó.
—¿Está en la ciudad tu tía?
—¿Mi tía?
Le expliqué mi idea.
—¿Quieres salir con mi tía? —preguntó de nuevo.
Le expliqué mi idea otra vez.
—Oh —exclamó—. Eso no será problema.
No quise dar mucha información. Lo único que escribí fue la hora
y el lugar del encuentro. Cuando me pareció que ya era una hora
decente, me dirigí a casa de la señora Basil E. y la encontré fuera,
dando un paseo con Boris alrededor de la manzana.
—¿Te han dejado suelto tus padres? —inquirió la señora Basil E.
—Más o menos —contesté.

271
Le ofrecí el cuaderno.
—Espero que acepte la próxima aventura —añadí.
—Ya sabes lo que se dice —me obsequió la señora Basil E.—. La
estupidez es la salsa de la vida. Por eso siempre tenemos que
utilizar otras salsas.
Cuando la señora Basil E. se disponía a coger el cuaderno, Boris
la golpeó.
—¡Chica mala! —le reprendió.
—Estoy bastante seguro de que Boris es un chico —aclaré.
—Oh, ya lo sé —me aseguró la señora Basil E.—. Es sólo que me
gusta confundirlo.
Y entonces ella y Boris interceptaron mi futuro.

Cuando Lily llegó a las cinco en punto, la vi un poco decepcionada.


—Oh, mira —dijo observando fijamente la pista de hielo del
Rockefeller Center—. Patinadores. Millones de ellos. Y llevan jerséis
de los cincuenta estados.
Se me revolucionaron los nervios al verla. Porque, de hecho, ese
era nuestro primer intento de mantener una conversación
seminormal, suponiendo que no interviniera ningún perro, ni ninguna
madre. Y yo no era tan bueno con las conversaciones seminormales
como con las escritas o con las cargadas de adrenalina en
momentos surrealistas. Deseaba que ella me gustase y deseaba
también gustarle a ella, y eso suponía más deseo del que había
sentido durante mucho tiempo.
«Depende de ti, no del destino.»
Cierto. Pero también dependía de Lily.

272
Esa era la parte más delicada.
Fingí estar molesto por su reacción poco entusiasta ante mi
destino cliché.
—¿No quieres pisar el hielo? —dije enfurruñado—. Pensé que
sería romántico. Como en una película. Con Prometeo cuidando de
nosotros. Porque, ya sabes, ¿qué hay más apropiado que Prometeo
sobre una pista de hielo? Estoy seguro de que fue por eso por lo
que robó el fuego, para que pudiésemos hacer pistas de hielo. Y,
después de patinar entre esta multitud, podríamos ir a Times Square
y pasar unas horas en compañía de dos millones de personas sin
ningún lavabo al alcance. Vamos. Sabes que tú también lo deseas.
Era divertido. Estaba claro que ella no había sabido cómo vestirse
para la ocasión, así que había tirado la toalla y se había puesto lo
que le había apetecido. Me parecía admirable. Así como el evidente
sentimiento de repulsa que la embargaba al pensar que estábamos
en-absoluto-solos en mitad de la multitud.
—O... —empecé a plantear—. Podríamos recurrir al Plan B.
—Plan B —escogió ella inmediatamente.
—¿Te gusta que te sorprendan o prefieres saber a qué atenerte?
—Oh, sin duda alguna, que me sorprendan.
Empezamos a caminar y nos alejamos de Prometeo y su pista.
Después de unos tres pasos, Lily se detuvo.
—¿Sabes qué? —dijo—. No es verdad. Me gusta mucho más
saber a qué atenerme.
Así que se lo expliqué.
Ella me golpeó en el brazo.
—Sí, bien —respondió.
—Sí —repetí—. Bien.

273
—No me creo nada de lo que dices..., pero dilo otra vez.
Y lo dije de nuevo. Y esta vez me saqué una llave del bolsillo y la
balanceé ante sus ojos.

La tía de Boomer es famosa. No voy a mencionar nombres, pero el


suyo lo conoce todo el mundo. Tiene su propia revista.
Prácticamente su propia cadena de televisión por cable. Su propia
línea de menaje en una gran cadena de tiendas. Su taller de cocina
es mundialmente famoso. Y resultó que yo tenía la llave de ese
taller en mi haber.
Encendí todas las luces y ahí estábamos: en el palacio de
pastelería más glamuroso de toda la ciudad de Nueva York.
—Bueno, ¿qué te gustaría preparar? —le pregunté a Lily.
—Estás de broma. ¿De verdad podemos tocar cosas?
—Esto no es una visita de la NBC —le aseguré—. Mira.
Provisiones. Eres una pastelera de primera y te mereces materia
prima de primera.
Había cazos y sartenes de cobre de todos los tamaños. Todos los
ingredientes dulces y/o salados y/o ácidos que permite la aduana de
EE.UU.
Lily apenas podía contenerse de alegría. Tras otra fracción de
segundo de reticencia, empezó a abrir cajones, a valorar las
opciones.
—Ese es el armario secreto —dije señalando una puerta
apartada.
Lily fue directa hacia allí y la abrió.
—¡Uau! —exclamó.

274
Había sido el lugar más mágico de mi infancia y la de Boomer. Y,
de repente, me sentí como si volviera a tener ocho años y Lily,
también. Nos quedamos ahí de pie, como un par de mendigos
maravillados por la magnificencia desplegada ante nuestros ojos.
—Creo que nunca había visto tantas cajas de Rice Krispies juntas
—comentó Lily.
—Y no te olvides de las nubes. ¡Hay de todo tipo!
Sí, a pesar de todos los ramos de flores que la tía de Boomer
había recibido merecidamente y de todos los tours de cata de vinos
que se habían hecho en su nombre, resultaba que su comida
favorita eran los Rice Krispies al gusto. Y su objetivo en la vida era
perfeccionar la receta.
Se lo expliqué a Lily.
—Bueno, vamos a intentarlo —dijo.
Una de las gracias de los Rice Krispies es que son un producto
para cuya preparación no hace falta ensuciar: no se necesita
emplear harina, ni espolvorear, ni hornear.
Y, sin embargo, Lily y yo montamos un lío enorme.
En parte, se trataba de aplicar el método de ensayo y error con
los glaseados, con todos: desde la mantequilla de cacahuete hasta
las cerezas deshidratadas, pasando por una desafortunada
incursión en las patatas chips. Dejé que Lily llevara la batuta y ella, a
su vez, permitió que aflorara su pastelera más íntima. Antes de que
me diera cuenta, las nubes estaban esparcidas por todas partes, las
cajas de cereales, volcadas y los Rice Krispies se enredaban en
nuestro pelo, y se introducían en nuestros zapatos y —no tenía
ninguna duda— en nuestra ropa interior.
No importaba.

275
Me había imaginado que Lily era una chica metódica, una
pastelera de las que no dan un paso sin la receta. Pero, para mi
sorpresa—y mi deleite—, no era así para nada. Todo lo contrario:
era impulsiva, instintiva, y combinaba los ingredientes como le
parecía. No obstante, trabajaba con seriedad —quería que eso
saliera bien—, pero también con alegría. Porque se dio cuenta de
que, al fin y al cabo, no era más que un juego.
—¡Prueba! —dijo Lily dándome una Oreo Krispie.
—Cruje —ronroneé dándole un Krispie de crema de plátano.
—¡Estalla en la boca! —dijimos a la vez dándonos mutuamente
pedacitos de Krispie con ciruela y Brie, que, por cierto, eran
horribles.
Me pilló mirándola.
—¿Qué? —preguntó.
—Tu ligereza —dije, casi sin saber lo que estaba diciendo—. Me
desarma.
—Bueno, yo también tengo un obsequio para ti.
Miré el montón de ollas de Rice Krispie que habíamos preparado.
—Yo diría que podremos obsequiar a todos los miembros de tu
extensa familia —contesté—. Y eso es mucho.
—No —dijo negando con la cabeza—. Un tipo de obsequio
diferente. No eres el único que puede hacer planes secretos,
¿sabes?
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Bueno, ¿te gusta que te sorprendan o prefieres saber a qué
atenerte?
—Prefiero saber a qué atenerme —respondí. Pero, cuando Lily se

276
disponía a explicármelo, salté—. No, no, no Me gusta que me
sorprendan.
—Vale —contestó mostrándome una sonrisa casi malvada—.
Envolvamos estas muestras, limpiemos la cocina y marchémonos
con el espectáculo a la calle.
—¿A algún sitio donde haya bebés para atrapar?
—Y palabras que encontrar —añadió maliciosamente. Pero no
dijo nada más.
Me preparé para la sorpresa.

277
veinte

(Lily)
31 de diciembre

Imagínate lo siguiente:
Quizá no tengas a un amigo llamado Boomer que pueda
conseguirte la llave del famoso estudio de cocina de su tía.
Pero estás encantada de beneficiarte de los tesoros que custodia
la susodicha llave.
Como agradecimiento por dicho privilegio, tal vez tengas la
oportunidad de acudir a una tía abuela llamada señora Basil E. para
pedirle que llame al primo Mark y le convenza de que te dé la llave
de un tipo de reino muy distinto.
¿Qué haces?
La respuesta es obvia:
Consigues esa llave.

—Ha sido una maniobra de muy mal gusto, Lily —me dijo mi primo
Mark delante de la entrada de la Strand—. La próxima vez,
pídemelo tú misma.
—Si te lo hubiera pedido yo, me habrías dicho que no.
—Cierto. Has sabido aprovechar la debilidad que tengo por la tía

278
abuela Ida —dijo Mark. A continuación miró al pobre Dash y,
apuntándole con el dedo, le soltó—: ¡Y tú, nada de tonterías esta
noche, ¿comprendes?!
Dash contestó:
—Te aseguro que no podría pensar en ninguna de las tonterías
que tienes en mente, porque ni siquiera sé por qué estoy aquí.
—Pequeño libresco pervertido —se burló Mark.
—¡Gracias! —dijo Dash alegremente.
Mark hizo girar la llave de la puerta delantera y abrió la tienda
para nosotros. Eran las once de la noche de Nochevieja. Broadway
era un río de gente vestida de fiesta y, un par de manzanas más
arriba, en Union Square, se oían los gritos de alegría de los amigos
que se encontraban para celebrar la noche.
Esa librería silenciosa, nuestro destino de la noche, había cerrado
horas antes.
Y, para nosotros —sólo para nosotros—, había abierto en
Nochevieja.
Vale la pena conocer a gente.
O vale la pena conocer a gente dispuesta a llamar a determinados
primos para recordarles quién pagó un fideicomiso para su
educación universitaria hace ya muchos años y decirles que todo lo
que les piden a cambio es un favorcito de nada para Lily.
Dash y yo entramos en la Strand mientras Mark cerraba la puerta
con llave. Dijo:
—A cambio de este favor, la dirección pide que poséis para
algunas fotos publicitarias, con la camiseta de la Strand y algunas
bolsas de la Strand en la mano. Nos gustaría capitalizar vuestra
fama antes de que la prensa se olvide de vosotros.

279
—No —respondimos Dash y yo.
Mark puso los ojos en blanco.
—Los chicos de hoy creéis que las cosas caen del cielo.
Se quedó ahí, como si esperase que cambiáramos de idea.
Aguardó unos pocos segundos más y finalmente levantó las
manos exasperado.
—Lily, cierra bien cuando os vayáis —ordenó.
Luego se dirigió a Dash:
—Intenta algo con esta preciosa niña y...
—¡PARA DE MIMARME! —soltó Chillona.
Ups.
Más suavemente, añadí:
—Estaré bien, Mark. Gracias. Por favor, vete. Feliz Año Nuevo.
—¿No cambiaréis de idea acerca de esas fotos publicitarias?
—No —proclamamos de nuevo Dash y yo.
—Ladrones de bebés —masculló Mark.
—Vienes mañana para la cena de Navidad en Año Nuevo,
¿verdad? —le pregunté a Mark—. Mamá y papá llegan a casa por la
mañana.
—Ahí estaré —dijo Mark. Se inclinó para besarme en la mejilla—.
Te quiero, muchacha.
Le devolví el beso.
—Yo también. Ten cuidado, no vayas a convertirte en un viejo
gruñón como el abuelo.
—Me sentiría muy afortunado —replicó Mark.
Entonces abrió la puerta principal de la Strand y se adentró en la
Nochevieja.
Dash y yo nos quedamos dentro, mirándonos el uno al otro.

280
Allí estábamos, los dos solos, en el templo libresco más
consagrado de la ciudad, en la noche de mayor expectación de las
navidades.
—¿Y ahora qué? —preguntó Dash sonriendo—. ¿Otro baile?

En el metro, cuando íbamos del taller de cocina a Union Square y la


Strand, subió un grupo de mariachis mexicanos a nuestro vagón.
Era un grupo de nada menos cinco instrumentistas, todos vestidos
con trajes mexicanos tradicionales, y un cantante bigotudo y
atractivo ataviado con sombrero que cantaba una canción de amor
muy hermosa. Bueno, creo que era una canción de amor: cantaba
en español, así que no estoy segura (nota interna: ¡aprender
español!). Pero dos parejas se pusieron a besarse cuando el
hombre empezó a cantar, y prefiero pensar que les inspiró el
romanticismo de la letra de la canción y no la pretensión de no
soltarle ni una triste moneda al músico que se paseaba con el
sombrero en la mano.
Dash dejó caer un dólar en el sombrero.
Yo me arriesgué y subí la apuesta.
—Cinco dólares si compartes un baile conmigo —le dije.
Dash me había pedido que saliera con él en Nochevieja. Lo
menos que podía hacer era devolverle el favor y pedirle un baile.
Alguien tenía que dar un paso ya.
—¿Aquí? —preguntó Dash, mortificado.
—¡Aquí! —respondí—. Te desafío.
Dash negó con la cabeza. Se puso rojo como un tomate.
Un vagabundo repanchingado en el asiento de un rincón chilló:

281
—¡Concédele ya el baile a la chica, tío!
Dash me miró. Se encogió de hombros y me dijo:
—Salde la cuenta, señora.
Dejé caer un billete de cinco dólares en el sombrero del músico.
El grupo tocó con energías renovadas. Todos los viajeros nos
miraban con expectación. Alguien murmuró:
—¿No es esa la ladrona de bebés?
—¡La salvadora! —exclamó Dash en mi defensa, y me ofreció sus
manos.
Nunca habría imaginado que aceptara mi desafío. Me acerqué a
la oreja de Dash:
—Bailo de pena —susurré.
—Yo también —me devolvió en voz baja.
—¡Bailad ya! —ordenó el vagabundo.
Los demás aplaudían, animándonos, y el grupo tocó más fuerte,
con más brío.
El tren se detuvo en la estación Calle Catorce Union Square.
Las puertas se abrieron.
Puse mis brazos sobre los hombros de Dash. Él colocó sus
manos alrededor de mi cintura.
Bailamos una polca hasta salir del vagón.
Las puertas se cerraron.
Nuestras manos volvieron a los costados de sus respectivos
dueños.

Permanecimos de pie junto a la puerta de un almacén especial, en


el sótano de la Strand.

282
—¿Quieres saber qué hay aquí? —le pregunté a Dash.
—Creo que ya me lo imagino. Ahí dentro hay una nueva entrega
de cuadernos rojos y quieres que escribamos en ellos pistas sobre
las obras de, pongamos, Nicholas Sparks.
—¿Quién? —le pedí.
Por favor, no más melancólicos. No podría resistirlo.
—¿No sabes quién es Nicholas Sparks? —dijo Dash.
Negué con la cabeza.
—Por favor, no lo averigües nunca.
Cogí la llave del almacén que colgaba del gancho de detrás de la
puerta.
—Cierra los ojos —dije.
No habría hecho falta pedirle a Dash que cerrase los ojos. El
sótano ya estaba lo bastante oscuro, y frío. La verdad es que
intimidaba un poco, excepto por el fantástico olor a libro enmohecido
que lo inundaba todo. Pero si le piden a uno que cierre los ojos,
siempre tiene la sensación de que va a haber sorpresa. Además,
quería sacarme algunos Rice Krispies que habían aterrizado en mi
pecho sin que él se diera cuenta.
Dash cerró los ojos.
Hice girar la llave y abrí la puerta.
—Mantenlos cerrados un poco más —ordené.
Me libré de otro Rice Krispie que encontré en mi sujetador, y a
continuación saqué una vela del bolso y la encendí.
La habitación fría y mohosa resplandeció.
Cogí a Dash de la mano y le guié hacia dentro.
Mientras Dash seguía con los ojos cerrados, me quité las gafas
para parecer, no sé, ¿más sexy?

283
Dejé que la puerta se cerrara a nuestro paso.
—Ahora abre los ojos. No es un regalo que puedas quedarte. Es
sólo una visita.
Dash abrió los ojos.
No se percató de mi mirada sin gafas. (O quizá yo estaba
demasiado cegata para distinguir su reacción.)
—¡No puede ser! —exclamó Dash.
A pesar de la mala iluminación, no necesitó ni un segundo para
saber qué eran esos montones de volúmenes atados que se
apoyaban contra la pared de cemento. Se abalanzó sobre ellos para
tocarlos.
—¡Los volúmenes completos del Oxford English Dictionary! ¡Oh,
uau, oh, uau, oh, UAU!
Dash se derretía con el mismo éxtasis de Homer Simpson cuando
balbuceaba: «Mmm, rosquillas».
Feliz Año Nuevo.

Había algo tan elegante en el joven Dashiell. No era el sombrero de


fieltro que llevaba, ni lo bien que su camisa azul combinaba con sus
ojos de color azul intenso. Era más bien algo de la composición de
su cara: era a la vez atractivo y dulce, joven, pero sensato, y tenía
una expresión traviesa y al mismo tiempo amable.
Quería aparentar que estaba tranquila e indiferente, como si este
tipo de cosas me ocurriera cada día, pero no podía.
—¿Te gusta? ¿Te gusta? —pregunté con todo el entusiasmo de
un niño de cinco años que prueba el mejor bizcocho del mundo.
—Joder si me gusta —dijo Dash.

284
Se quitó el sombrero y lo inclinó hacia mí en señal de
agradecimiento.
Vaya, una palabrota. Eso ya no era tan... elegante.
Decidí fingir que había dicho: «Jaleo si me gusta».
Nos sentamos en el suelo y escogimos un volumen para
estudiarlo.
—Me gusta la etimología de las palabras —le confesé a Dash—,
me gusta imaginar qué ocurría cuando se originó la palabra.
El cuaderno rojo asomaba de mi bolso. Dash lo cogió, después
buscó una palabra en el volumen R del OED y lo escribió en el
cuaderno.
—¿Qué tal esta? —preguntó.
Había escrito regocijo. Tomé el volumen R de las piernas de Dash
y leí lo que decía de la palabra.
—Hmmm —murmuré—. «Regocijo. Alegría expansiva, júbilo.»
¿Qué más? «Acto con que se manifiesta la alegría.» Junto al
regocijo de Dash, escribí en el cuaderno rojo: ¡Es Año Nuevo!
¡Regocijémonos, sacrifiquemos a ese pobre e inocente cerdo y
comamos beicon para desayunar!
Dash leyó mi anotación y se rió entre dientes.
—Ahora escoge tú una.
Abrí el volumen E y escogí una palabra al azar: epigino.
No leí lo que quería decir hasta que la hube escrito en el cuaderno
rojo. Epigino: abertura genital femenina en las arañas.
¿Podría haber escogido una palabra más sugerente?
Ahora Dash podría pensar que soy una furcia.
Debería haber escogido la palabra furcia.
Sonó el móvil de Dash.

285
Creo que los dos nos sentimos aliviados.
—Hola, papá —respondió Dash.
Por un momento su elegancia pareció desvanecerse: dejó caer
los hombros y su voz adquirió un tono moderado y... Tolerante era la
única palabra con la que podía definir el tono que utilizaba Dash con
su padre.
—Oh, es como suelo celebrar el Año Nuevo típico: con alcohol y
mujeres. —Pausa—. Ah, sí, ¿te has enterado? Una historia
divertida. —Pausa—. No, no quiero hablar con tu abogado. —Pausa
—. Sí, ya sé que estarás en casa mañana por la noche. —Pausa—.
Genial, no hay nada que me guste más que nuestras charlas padre-
hijo sobre los temas importantes de mi vida.
No sé cómo pude ser tan audaz, pero la extrema amargura de
Dash amenazaba con aplastar mi alma: mi dedo meñique avanzó
lentamente hacia él y se acercó al suyo, para consolarle. Como si
fuera un imán, su dedo meñique se aferró al mío con fuerza.
Me gustan un montón los imanes.

—Bueno, en cuanto a esa palabra —dijo Dash tras la llamada de su


padre—, epigino...
Me puse en pie de un salto, dispuesta a buscar otro libro de
consulta con palabras menos embarazosas. Escogí una edición de
algo llamado El Diccionario Urbano de Taberna Clandestina. Abrí
una página al azar.
—«Llegar latte» —dije en voz alta—. «Cuando llegas tarde porque
te has parado a tomar un café.»
Dash volvió a escribir en el cuaderno rojo.

286
Siento haberme perdido tu bar mitzvah, llegué latte.
Cogí el boli y añadí: Lo siento, ¡además te he derramado el café
sobre el traje!
Dash consultó el reloj.
—Es casi medianoche.
Mi zona epigina estaba preocupada. ¿Pensaría Dash que le había
encerrado en el almacén para ese horroroso (¿o maravilloso?) ritual
del beso de Año Nuevo?
Si nos quedábamos mucho más en esa habitación, corría el
riesgo de que Dash descubriera lo inexperta que era en los asuntos
que estaba deseando experimentar desesperadamente. Con él.
—Hay algo que tengo que decirte —me aventuré a decirle en voz
baja.
«No sé qué estoy haciendo. Por favor, no te rías de mí. Si soy un
desastre, por favor, sé amable y déjame delicadamente.»
—¿Qué?
Quería decírselo, de verdad que sí. Pero lo que salió de mi boca
fue:
—El tío Carmine me ha devuelto el Títere Cargante. Ha pedido
venir a vivir a este almacén, rodeado de libros de consulta. Prefiere
estos viejos tomos mohosos a ahogarse dentro de un cascanueces.
—Un Cargante listo.
—¿Prometes visitar a Cargante?
—No puedo hacer esa promesa. Es ridículo.
—Creo que deberías prometerlo.
Dash suspiró.
—Prometo intentarlo. Si el gruñón de tu primo Mark me vuelve a
dejar entrar en la Strand.

287
Miré un reloj que había en la pared, detrás de Dash.
Había pasado la medianoche.
Uf.

1 de enero

—Estamos viviendo una oportunidad única, Lily. Aquí solos, en la


Strand. Creo que deberíamos aprovecharla a tope.
—¿Y eso?
¿Era posible que el corazón me temblara tanto como las manos?
—Deberíamos bailar arriba, por los pasillos. Empaparnos de libros
sobre monstruos de circo y naufragios. Saquear los libros de cocina
para encontrar esa última receta de Rice Krispie. Oh, y deberíamos
buscar la cuarta edición de The Joy of...
—¡Vale! —chirrié—. ¡Subamos! Me gustan los libros de bichos
raros.
«Porque yo soy uno de ellos. Seamos bichos raros juntos»,
pensé.
Nos dirigimos a la puerta del almacén.
Dash se inclinó hacia mí misteriosamente. Flirteando. Enarcó una
ceja y declaró:
—La noche es joven. Tenemos montones de volúmenes del OED
para consultar.
Cogí el picaporte y lo hice girar.
El pestillo no se movió.
Vi un cartel escrito a mano junto al interruptor que no me había
molestado en encender cuando habíamos entrado en el almacén: en
lo único en lo que pensaba entonces era en conseguir tener el

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ambiente cálido de la luz de una vela para nuestro encuentro. El
cartel decía:

¡ATENCIÓN!
En caso de que no hayas leído el cartel descomunal que hay
en el exterior de la puerta, por favor lee este:
¡TÍO! ¿Cuántas veces te lo tienen que decir?
La puerta del almacén se cierra por FUERA.
Asegúrate de tener la llave para abrirla desde dentro,
o no podrás salir.

No.
No, no, no, no, no, no, no.
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NO!!!!!!!!!!!!!!!!!
Me volví para mirar a Dash.
—Esto... ¿Dash?
—Mm... ¿Sí?
—Estamos encerrados.

No me quedaba más remedio que llamar a mi primo Mark para que


nos ayudara.
—Me has despertado, Lily Paseadoradeperros —me ladró al
teléfono—. Sabes que siempre me voy a dormir antes de que caiga
esa estúpida bola en Times Square.
Le expliqué el problema.
—Bueno, bueno —dijo Mark—. Ahora la tía abuela Ida no te
puede sacar de esta, ¿verdad?
—¡Pero tú sí puedes, Mark!
—Podría escoger no hacerlo.

289
—No deberías.
—Debería. Por el chantaje emocional al que me has sometido y
que te ha llevado a ti y a tu amigo gamberro a esta situación.
Tenía algo de razón.
—Si no vienes a ayudarnos —dije—, llamaré a la policía para que
nos saque.
—Si haces eso, los reporteros del Post y del News se enterarán
por la radio de la policía. Seréis titular por segunda vez, justo
cuando mamá y papá llegan a casa. Me aventuraré a suponer que
tus padres y el abuelo creen que estás pasando la noche en casa de
una amiga, no con un tío, y que tus cómplices, Langston y la señora
Basil E., te apoyan. Si este escándalo sale a la luz, tu familia nunca
te volverá a dejar sola. Por no hablar de que la intervención de la
prensa me costaría el empleo. Y, ¿Lily? ¿Lo peor de todo? Los
adolescentes de todo el mundo perderán el acceso al escondite
secreto del OED del sótano de la Strand. Y todo por tu deseo
imprudente de revisar los volúmenes en Nochevieja con ese
pervertido libresco tuyo. ¿Podrías vivir con eso, Lily? Oh, ¡qué
horror!
Hice una pausa antes de responder. Dash, que había oído la
conversación de pie junto a mí, se reía. Eso fue un alivio.
—No tenía ni idea de que fueras tan malvado, Mark.
—Claro que lo sabías. Ahora Mark quiere volver a la cama.
Porque es tan deportista, que se va a levantar a las siete de la
mañana para venir a sacaros de vuestro pequeño aprieto. Pero no
antes de que salga el sol.
Intenté una última táctica.
—Mark, Dash se está poniendo muy juguetón conmigo —le dije

290
cuando lo que pensaba en realidad era que deseaba que Dash se
pusiera juguetón conmigo.
Dash enarcó de nuevo una ceja mientras me miraba.
—No, no es cierto —dijo Mark.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque si lo fuera, no estarías llamándome para que te
rescatara, Ojos Saltones. Ya tenéis vuestra oportunidad. Tenéis la
noche para vosotros solos. Estaré ahí después de un buen sueño.
En el armario del rincón, al final del almacén, hay un lavabo, por si
no os podéis aguantar. Quizá no esté muy limpio. Probablemente no
habrá papel.
—De verdad que en estos momentos te odio, Mark.
—Me podrás dar las gracias por la mañana, Lily.

Dash y yo hicimos lo que habrían hecho dos adolescentes


cualesquiera estando solos en el almacén de la Strand.
Nos sentamos en el suelo frío, uno junto al otro, y jugamos al
ahorcado en el cuaderno.
C-A-R-G-A-N-T-E.
T-R-A-N-Q-U-I-L-O.
Hablamos. Reímos.
Dash no hizo ningún movimiento de aproximación hacia mí.
Pensé en mi vida, y en la gente —en especial los tíos— que
conocería en el futuro. ¿Cómo iba a saber cuál era el momento más
apropiado, cuando la esperanza se encontraba con la expectativa y
se producía... la conexión?
—¿Lily? —dijo Dash a las dos de la madrugada—. ¿Te importa

291
que nos pongamos a dormir? Además, digamos que odio a tu primo.
—¿Por encerrarte aquí conmigo?
—No, por encerrarme aquí sin ningún yogur.
¡Comida!
Había olvidado que tenía algunas galletas de especias en el
bolso, junto con una cantidad indecente de Rice Krispies de
diferentes sabores. No podía comer ni un Rice Krispie más, así que
fui a por la bolsa de galletas.
Mientras revolvía mi bolso, levanté la mirada y vi que Dash me
observaba con su rostro más elegante. Con esa expresión que que
quiere decir algo.
—Haces una galletas realmente buenas —dijo Dash como si
hubiera dicho: «Mmmm... rosquillas».
¿Debía esperar a que Dash hiciera un movimiento o debía
atreverme a hacerlo yo?
Él se inclinó, como si estuviera pensando lo mismo. Y ahí fue.
Nuestros labios por fin se encontraron con un enorme cabezazo que
no tuvo nada de beso romántico.
Los dos nos apartamos.
—Ay —nos quejamos los dos.
Pausa.
—¿Probamos otra vez? —propuso Dash.
Nunca se me había ocurrido que este asunto requiriera de
conversación. Este tema de manejo-de-labios era complicado.
¿Quién sabía?
—Sí, por favor.
Cerré los ojos y esperé. Y entonces le sentí. Su boca encontró la
mía, sus labios rozaban los míos con suavidad, juguetones. Como

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no sabía qué hacer, imité sus movimientos, mis labios exploraron los
suyos con delicadeza, alegremente. El besuqueo auténtico siguió
así durante un minuto largo.
La única palabra apropiada para describir la sensación era
sensacional.
—Más, por favor —le pedí cuando nos separamos para respirar,
manteniendo las frentes unidas.
—¿Puedo ser sincero contigo, Lily?
Oh-oh. Ya estaba. Todas mis esperanzas y miedos de ser
arrojada al rechazo. Yo besaba fatal. Y ni siquiera había habido
tiempo de tener un comienzo.
—En serio —empezó Dash—, estoy tan cansado que siento que
me voy a desmayar. ¿Podemos ponernos a dormir ahora y mañana
seguimos?
—¿Seguimos sin parar?
—Sí, por favor.
Me conformaría con el estallido de un beso seguido de un
sensacional minuto de besos. Por ahora.
Apoyé la cabeza sobre su hombro y él apoyó la suya sobre la mía.
Nos quedamos dormidos.

Tal como nos había advertido, mi primo Mark llegó pasadas las siete
de la mañana de Año Nuevo para rescatarnos. Mi cabeza reposaba
aún sobre el hombro de Dash cuando oí pasos en las escaleras y vi
destellar una luz por debajo de la puerta.
Tenía que despertar a Dash. Y tratar de convencerme de que todo
aquello no había sido un sueño.

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Bajé la mirada y vi el cuaderno rojo sobre las piernas de Dash.
Debió de despertar en plena noche, mientras yo dormía, y escribió
algo. Todavía tenía el boli en la mano y el cuaderno estaba abierto
por una página nueva llena de sus garabatos.
Había escrito la palabra anticipar y su significado, y, junto a ella,
en mayúsculas grandes, había añadido: DERIVADO:
ANTICIPADOR.
Debajo, había dibujado dos figuras que parecían héroes de acción
de los dibujos animados. Eran dos cruzados adolescentes con capa,
un chico ataviado con un sombrero de fieltro y una chica con gafas
negras y botas de majorette, pasándose un cuaderno rojo. El título
del dibujo era Los anticipadores.
Sonreí y mantuve la sonrisa dispuesta a despertarle. Quería que
la primera cosa que viese al abrir los ojos fuera el rostro de
bienvenida de alguien a quien le gustaba con locura, alguien que, en
esa nueva mañana, en ese nuevo año, iba a hacer todo lo posible
por querer a esa nueva persona cuyo nombre había conocido por
fin.
Le di un codazo en el brazo.
Dije:
—Dash, despierta.

294
1. Esta frase hace referencia a la tradición en las bodas judías según la cual el novio
rompe una copa con el pie. (N. de la T.)

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2. Juego de palabras intraducible con Boxing Day (San Esteban) y boxing (boxeo). (N.
de la T.)

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