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La mujer es el futuro del hombre.

Antony & The Johnsons. I'm a bird now (2005)


Por Hernán Ferreirós.

Antony Hegarty mide 1.95. Tiene la contextura de un boxeador retirado con la cara lunar y lampiña
de un ángel de Rafael Sanzio. La primera vez que lo vi en un escenario, en el final de Berlin -el
documental de Julian Schnabel que registra uno de los shows de 2006 en que Lou Reed tocó ese
disco completo-, pensé que era un gigante autista que sólo podía comunicarse a través de la música:
se movía como en un episodio convulsivo, demasiado agitado para las notas comatosas de la
canción que estaba por cantar. Cuando arrancaba, la disociación era todavía mayor: resultaba
incomprensible que una voz tan controlada, tan calma, con tanta autoridad sobre la melodía saliera
de ese cuerpo ondulante. Parecía un pésimo lip-sync. Como había escuchado sus discos, sabía que
esperar: una voz sin asperezas ni rigidez, líquida y poderosa, un poco Elvis y un poco Nina Simone,
amablemente andrógina. Pero conectada a ese cuerpo dejaba de ser amable, y sin perder nada de su
belleza, se ponía incómoda, desconcertante.
La canción que cantaba era “Candy Says”, en la que quizás sea la mejor versión de un tema muy
versionado (la de Beth Gibbons también es extraordinaria). Cuando termina, logra algo nunca visto:
Lou Reed, el hombre de hierro, el músico de la adustez legendaria, parece estar conteniendo el
llanto. Yo ni sabía que tenía lagrimales. El tema habla de otro cuerpo díscolo (el primer verso dice
“Candy says I've come to hate my body”), el de la transformista Candy Darling, una de las
“superestrellas” de Andy Warhol y diva del under neoyorkino que Reed retrata en “Walk on the
wild side” (donde también le dedica un verso).
La elección de la canción no fue azarosa sino que hay una evidente afinidad entre la protagonista y
el propio Hegarty. Antony se refiere a sí como una persona trans. Su cuerpo voluminoso, que él (o
ella, aunque el pronombre masculino va mejor con su nombre de varón) llama “voluptuoso”, tiene
una geometría que no es femenina pero, a la vez, muestra una vulnerabilidad que no se asocia
habitualmente con la masculinidad. Como su voz, está en el interregno de la androginia, no tiene un
género fijo, identificable, permanece en un lugar de tránsito. A diferencia de Candy, Antony no es
una drag queen, aunque hace propios los sentimientos de inadecuación y no pertenencia expresados
en la canción.
Un año antes del show junto a Reed, Antony había seleccionado una imagen de Candy Darling para
ilustrar la tapa de este disco, I'm a bird now, su segundo álbum. La foto es célebre y hasta tiene
título: “Candy Darling in her deathbed”. En ella se la ve en una habitación de hospital, con peluca y
maquillaje inmaculados y como flotando en el río de sábanas del que efectivamente sería su lecho
de muerte (falleció de leucemia en 1973). La tapa es un nodo de referencias: refleja el desconsuelo
de la canción de Reed, nos remite a la Nueva York de la revolución sexual y artística de los años
sesenta y hasta deja resonando, en la imagen de esa travesti terminal, las venideras muertes del
SIDA. Aunque Antony no vivió el período (nació en la ciudad inglesa de Chichester, West Sussex,
en 1971, se mudó con su familia a California en 1980 y recién llegó a Nueva York en 1990, atraído
por la escena underground de la ciudad) obviamente se siente identificado con él, con la libertad
sexual, la explosión de creatividad y la aceptación de la diferencia del momento: de pronto, ser raro
tenía un valor. Fúnebre y amarga, la portada contiene el germen de la transformación vital: celebra a
un transformista que, ante el fin de su vida, se afirma en su identidad femenina; en su lecho de
muerte Candy Darling es una mujer.
El título del disco, “I'm a bird now”, puede traducirse tanto como “ahora soy un ave” o, siguiendo al
slang británico, “ahora soy una chica”, una ambigüedad que concurre con muchas otras. Esta bien
podría ser una característica de la obra del cantante: los sentidos, como el género, no están
petrificados, son volátiles, abiertos, por lo menos duales.
Si hay un tópico en este disco es, justamente, ése, la transformación, la floración de lo masculino en
femenino. El track que más abiertamente lo expresa es “For today I'm a boy”: “Un día creceré y
seré una mujer hermosa... Pero por hoy soy un niño”. “Man is the baby” repasa la misma metáfora,
mientras que “Bird Gehrl” equipara la feminidad con la liberación: quien canta recibe alas que lo
convierten en una niña que puede volar. “Hope there's someone” reenvía a la portada con un
lamento ante la soledad: “Espero que haya alguien que se ocupe de mí cuando muera”, canta
Antony en los primeros versos. Es un poco como si el disco fuera un objeto mágico, un talismán
con el poder de volver realidad los deseos que se nombran en él.
Lou Reed, a quien Antony considera su mentor, participa de “Fistfull of love”, que como “The
Cripple and The Starfish” de su primer disco, bien podría referirse a una sexualidad masoquista (“Y
siento tus puños y sé que es por amor. Y siento el látigo y sé que es por amor”) o bien al dolor como
componente inexorable de cualquier relación. Mi voto va por que no le disgustan los moretones.
Devendra Banhart aporta su frágil tenor a “Spiralling” que retoma un lamento, a esta altura,
familiar: “Nací gastado. No una niña. No una gema”. En “What can I do?” Rufus Wainwraight
canta sobre pájaros muertos en un texto que, como mucho en este disco, roza el sentimentalismo
kistch. Pero, a pesar de que las letras se recuestan en metáforas trilladas y melodramáticas acerca
del dolor y la muerte, las canciones son rescatadas por las voces y las melodías que, con una
alquimia generosa, convierten la sobrecarga de autoconmiseración en una melancolía exquisita.
El track más difundido fue “You are my sister”, un dueto con Boy George en el que el ex Culture
Club ofrece bienvenidas palabras de consuelo (“Eres mi hermana y te amo. Que todos tus sueños se
hagan realidad”) mientras Antony vuelve a recitar sus temores y su soledad. Cuando crecía como un
chico introvertido en California, fue el encuentro con la tapa de Kissing to be Clever (que muestra
un primer plano de Boy George como una suerte de Mona Lisa trans, con maquillaje, peinado de
chica, mirada provocativa y una media sonrisa que dice “¿y qué?”) aquello que le indicó que su vida
podía ser distinta, que la identidad era un artificio, un juego en el que podía cambiar las reglas si se
animaba. Boy George hizo que creyera que podía volverse un cantante y, quizás, también una chica.
Luego vendrían otras influencias, aunque no muy distintas, como Alison Moyet, Marc Almond,
Kate Bush y también Nina Simone y Otis Redding.
Unos años después, otra tapa de disco, la del single “Torch” de Soft Cell en la que se ve el dibujo de
una drag queen con un vestido colorido pero calva, terminaría de delinear su persona: cuando llegó
a Nueva York, a los 19 años, caminaba por la ciudad con borceguíes, una pollera de seda negra y la
cabeza rapada, con las palabras “Fuck Off” escritas en la frente como un cartel luminoso. Este
histrionismo punk seguramente provenía del movimiento queercore que estaba en plena expansión
en ese momento y, a partir de las obras pioneras de cineastas underground como Kenneth Anger,
Jack Smith o John Waters que representaron modos de vida de la comunidad queer, extendía su
activismo a nuevos cineastas, a la música, a las revistas y al perfomance art. También se
manifestaba en la extravagante troupe teatral Blacklips, fundada por Antony a principios de los
noventa (“eramos un grupo de mutantes e híbridos sexuales que podía tirarle un hígado sangriento a
la audiencia”, recuerda) para la que empezó a componer las canciones que integrarían su primer
disco.
Antony & The Johnsons fue grabado de manera independiente en 1998 y editado en 2000 por el
sello Dutro del líder de Current 93, David Tibet. El nombre del grupo, The Johnsons, es una
referencia a Martha P. Johnson, una activista negra y transgénero, que fue una figura tanto de la
noche como de la lucha por los derechos civiles de Nueva York en los años 60 y 70. Johnson
apareció muerta, flotando en el río Hudson, en 1992. Antony compuso el tema “River of sorrow” y
le dio su nombre al grupo como homenajes. Ese muy buen primer disco pasó más o menos
desapercibido hasta que una copia llegó a manos de Lou Reed. “Cuando lo escuché, supe que estaba
ante un ángel”, expresó. Reed lo convocó como vocalista para la grabación y la gira de The Raven,
su disco de 2003, en el que Antony interpreta “Perfect Day”. Esto le dio visibilidad y pavimentó la
vía para para este segundo disco, ya grabado bajo el amparo del sello indie Secretly Canadian.
Sorpresivamente, el álbum ganó en 2005 el prestigioso Mercury Prize, otorgado al artista inglés más
innovador del año, y el nombre de Antony pasó, en un instante, de la cultura nocturna a la diurna.
No faltó la polémica dado que los músicos y colaboradores de la grabación son mayoritariamente
norteamericanos. Sin embargo, el disco es Antony, expatriado pero británico al fin. Su persona
ocupa el centro de cada canción y su voz domina sobre todo lo demás: instrumentación, arreglos,
estrellas invitadas. En las palabras de Roland Barthes, la suya es una voz “con grano” (“el cuerpo en
la voz que canta”), una voz que lleva las marcas de su experiencia y que refleja las laceraciones de
su cuerpo inadecuado. Como Billie Holiday, Antony revela la herida en cada nota que interpreta.
Por eso, no hace falta que también la mencione.
Desde la manía clasificatoria de las etiquetas, hay que contradecir al jurado del premio Mercury: el
disco no es muy original, sino que se encuadra perfecto en lo que se llama “pop barroco” o “de
cámara”, lo mismo que venían haciendo The Divine Comedy, Tindersticks o The Aluminum Group
(o si se quiere ir más atrás, Nick Drake, Scott Walker o Van Dyke Parks por nombrar los primeros
que vienen a la cabeza) desde hacía años. Pero también es cierto que los arreglos sobre los tracks de
Antony son más lóbregos y también más delicados que los de cualquiera de sus contemporáneos: la
instrumentación suena abierta, parece crear un espacio dentro de la canción en el que la voz puede
existir y expandirse. La voz es la fuerza de gravedad que mantiene unido al resto. La originalidad
está allí, en cómo suena y en qué expresa, en su ambigüedad, en la indefinición entre
masculino/femenino que pronto deja de ser personal para volverse política. Su desesperanza y
anhelo de femenidad no sólo es un estado de ánimo íntimo sino un programa ideológico que
comenzó en este disco y se fue perfeccionando y expandiendo en los siguientes. Antony ya no desea
invocar lo femenino de sí, sino del mundo entero.
Su última grabación editada, Cut the world (2012), un concierto grabado en Copenhague junto a la
Orquesta Nacional de Dinamarca, incluye dos nuevos tracks: el que da título al álbum y “Future
Feminism”. Este segundo es spoken word: se trata de una proclama política directa que combina
feminismo y ecologismo en la certeza de que “a menos que nos movamos hacia un sistema
femenino de gobierno este planeta no tiene ninguna chance”. Por el contrario, el otro track, “Cut the
world” (compuesto originalmente para la ópera “The life and death of Marina Abramovic”), tiene
una letra opaca, que recién se vuelve transparente en el clip que la ilustra. Este muestra a una mujer
(Carice Van Houten) que degüella a su jefe (Willem Dafoe): no es un acto de venganza o
resentimiento, sino uno llevado a cabo con la resignación de lo inevitable. Sobre el final del clip
esta mujer, manchada con la sangre de su víctima, sale a la calle, donde sólo hay otras mujeres
también manchadas de sangre.
Aunque se podría argumentar que la violencia como vía de acceso al poder es precisamente uno de
los estigmas del patriarcado, tal vez el clip no deba ser tomado tan literalmente, sino más bien como
un ejemplo extremo y polémico de la militancia de Antony por que todos vivamos bajo el signo de
lo femenino. Su postura es, desde luego, controvertida: no es el reclamo incuestionable de igualdad
sino, como retruca en “Future Feminism”, la lucha en favor de la instauración de un matriarcado.
Estas ideas pueden parecen visionarias o delirantes pero sin duda interpelan con mucha más fuerza
que casi cualquier otra cosa que pueda encontrarse hoy en un disco pop. Es difícil permanecer
indiferente a ellas, aunque sea para combatirlas con los tapones de punta. I'm a bird now es el disco
que inició este camino de descubrimiento y que nos reveló a Antony, crooner y sirena, feminista del
futuro y artista del presente, todo a la vez.

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