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Capítulo 1: Oficina de

Objetos Perdidos
Capítulo 1: Oficina de Objetos Perdidos
Todos los chicos pierden sus juguetes. No importa si son soldaditos o autos o cosas
grandes y pesadas. Si jugaran con autos o trenes o elefantes de verdad, también los
perderían. Y no hay nada que pueda hacerse al respecto. Ordenar las cosas no es ninguna
solución; complica todo.
Yo también perdía mis juguetes cuando era chico.
Pero, a diferencia de los demás, los encontraba.
No importaba el desorden del cuarto que compartía
con mi hermano Federico: yo tenía algo que me
ayudaba a encontrar las cosas. Intuición, por llamarlo
así.
A mí me importaba mucho esa habilidad. Creía que
era lo único bueno que tenía. Jugaba mal al fútbol y
siempre me mandaban al arco. (Nunca entendí,
además, por qué a los malos jugadores los eligen de
arqueros: mi equipo siempre perdía veinticinco a
cero). No me salía ninguna cuenta, ni siquiera las que
se hacen con los dedos, tenía errores de ortografía
como para hacer una colección y ni siquiera uno de
esos chicos a los que a las madres les gusta lucir.
Porque tenía siempre la ropa manchada.
Los frascos de dulce, la tinta de la lapicera, las acuarelas, las témperas, las salas
parecían magnéticamente atraídas hacia mis camisas y pantalones.
Pero podía encontrar las cosas perdidas mejor que nadie. Si mi hermano perdía un
soldadito yo lo encontraba. O un lápiz extraviado en el aula. O si mi madre no encontraba
la boleta de la electricidad.
Si a alguien se le perdía algo me lo pedía a mí. Eso me servía muchísimo. Podía decir,
por ejemplo: «Si te encuentro el cuaderno de clase que perdiste, ¿qué me vas a prestar a
cambio?». Yo estaba contentísimo con mi habilidad.
Después crecí. Algunos chicos que conocía se hicieron médicos o electricistas, o
ejecutivos de compañías petroleras o taxistas, y casi todos se convirtieron en personas
dedicadas a aburrirse. Muchos tienen escritorios, y un almanaque encima del escritorio, y
van tachando los días que pasan. Al final de cada año rompen el almanaque en trocitos y
lo tiran por la ventana, creyendo que es muy divertido hacer eso, aunque no se diviertan
en absoluto. Después se compran enseguida otro almanaque y empiezan a tachar de
nuevo.
Yo me hice buscador de cosas perdidas. No gané plata, no tuve éxito, recibí muchos
golpes, tuve miedo más de una vez, pero, al menos desde que empecé a trabajar en serio,
nunca me aburrí.

1
Es inútil que busquen en una enciclopedia qué tipo de profesión es la que llevan los
buscadores de cosas perdidas. Yo fui el primero en dedicarme a eso y no aparezco en las
enciclopedias porque no soy ni famoso ni antiguo. (Famoso me gustaría ser; antiguo no,
porque si hubiera nacido hace varios siglos, ahora estaría muerto).
Un buscador de cosas perdidas es algo parecido a los detectives privados de las
películas, pero dedicado solamente a buscar cosas perdidas. Es decir, ni personas ni
dinero. Cualquier cosa que esté perdida por ahí.
Me compré un escritorio usado que parecía comido por las termitas y puse en la puerta
de mi oficina un cartel con mi nombre: LUCAS LENZ y abajo BUSCADOR DE COSAS
PERDIDAS.
Había alquilado una oficina barata en una calle muy cercana a los tribunales. En todos
los edificios de esa calle había escribanos y abogados. Al lado de mi oficina, en cambio,
había un agente teatral dedicado a contratar artistas de varieté. En la puerta de la oficina
decía RICHARD STAR, pero no creo que fuese su nombre verdadero. No era muy
importante, me parece, porque siempre recibía bailarinas de quinta clase o payasos que
repetían chistes que ya sabía Colón, o cantantes de ópera, afónicas.
Más de una vez se equivocaban de oficina. Al principio, al ver que golpeaban a mi
puerta me ponía contento, porque pensaba que por fin venía alguien para contratarme,
pero bastaba mirarles el aspecto para darse cuenta de que había algo raro.
Por ejemplo, una vez se abrió la puerta y aparecieron dos hombres. Uno estaba vestido
de cigüeña; el otro de bebé, con un enorme chupete en la boca. El primero agitaba sus
plumas como si volara, mientras que el otro lloraba a los gritos. Tardé en darme cuenta
que los cacareos de uno y el llanto del otro eran en realidad una canción. Mientras
cantaban yo intentaba explicarles que no era el famoso representante de artistas Richard
Star, sino el humilde buscador de cosas perdidas Lucas Lenz. Pero cuando me dejaron
hablar ya habían hecho todo su número.
— ¿Le gusta? No hace falta que diga nada, lo leo en su cara: le encantó —dijo la
cigüeña—. El número se llama «Lo que trajo la cigüeña al mundo».
—Lo único que necesitamos es una escenografía con una torre Eiffel, porque las
cigüeñas vienen de París —dijo el bebé.
—Si quiere contratarnos ya, estamos a su disposición. Por el momento no cobramos
muy caro, pero el día de mañana…
—Será otra cosa, sí señor —terminó el bebé, mientras encendía una pipa.
—La oficina de Richard Star es la que está aquí al lado —les dije.
—Te lo dije, idiota —protestó el bebé—. ¡Ahora vamos a tener que hacer el número de
nuevo!
—¿Y qué te creés, que soy una cigüeña de verdad, para encontrar siempre el lugar
correcto? —se defendió el otro.

2
Desde mi escritorio escuché cómo hacían
su espectáculo en la oficina de al lado. El
agente y representante de actores Richard
Star los escuchó en silencio y al terminar los
echó a patadas.
(Meses después aparecieron en televisión
con su número en uno de esos programas
que no terminan más. El público los
aplaudió. La cigüeña y el bebé terminaron
por triunfar y ganaron muchos dólares. Una
vez lo encontré a Richard Star llorando
sobre la página de un diario; levanté la
página mojada por las lágrimas y vi que era
la noticia de que el plumífero y el bebé
habían sido contratados en Estados Unidos
por cien mil dólares).
Bueno, así eran mis días. Aparecía gente
que me encargaba que buscara a su gato
blanco con manchas grises, o una carta de
amor, o una caja conteniendo documentos
importantes, perdida en una casa enorme y
desordenada. Si el objeto buscado existía,
yo generalmente lo encontraba. Y hasta
encontraba cosas que nadie había perdido.
Los detectives de las películas se mueven en bares, clubes nocturnos, hipódromos
vacíos, callejones sin salida, noches de pólvora y cuchillos. Yo actuaba en altillos,
sótanos, desvanes, casas abandonadas. Si hubiera buscado fantasmas, habría elegido esos
mismos lugares.
No tuve un solo caso importante hasta que una tarde apareció el señor Raval.

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