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Educación y mundo andino

Luis Enrique Alvizuri


Lima, 10 de julio del 2011.

¿Cómo se plantea la educación actualmente y cuál es el drama que ésta


genera tanto a los pueblos como a sus clases gobernantes? ¿Qué es
educar: modernizar, conservar los valores, cambiar, mejorar? ¿Qué
consecuencias trae la aplicación de estas diferentes visiones en las
distintas naciones? ¿Habrá alguna mirada futurista que nos augure una
solución al problema, no solo de la educación, sino también de la
humanidad misma? Intentemos algunas respuestas.

Un poco de teorización
¿Por qué la educación es un tema prioritario y coyuntural para todos los pueblos?
Porque a través de ella es cómo estos se consolidan y perpetúan, de ahí que la
garantía de que lo elaborado tan trabajosamente no se pierda en el tiempo es
legarlo y encargarlo a las generaciones venideras. Es un impulso natural que los
seres humanos tenemos hacia la prolongación de nuestro ser más allá de la
muerte, una manera figurada de derrotarla y eternizarnos.

Siendo esto entonces algo tan gravital, como si de una repartición de herencia se
tratase, es que ella debe ser trabajada con el mayor cuidado posible, tarea que
tienen a su cargo todos los Estados y gobiernos del mundo casi sin excepción. Por
lo general dicha labor la asumen determinadas personalidades especializadas
quienes procuran recopilar los principales conceptos que sus gobernantes
consideran como prioritarios.

Pero como todo gobierno y Estado es diferente es muy común que lo que se dicta
en una nación no coincida con lo que hace en otra, y esto se debe a las diferentes
realidades que cada una posee. Si la educación fuese un ente neutral y universal,
como se dice que es la matemática, no habría diferencias en ningún lado; sin
embargo las hay, por lo tanto la educación no cumple con la noción de ser un
estándar cultural.

Eso quiere decir que pretender universalizar una forma de educación para crear un
solo tipo de ser humano no solo es una contradicción (pues no existe ello en la
realidad) sino es más bien una imposición de parte de una determinada cultura
sobre todas las demás, producto de un proceso conocido como imperio. Desde este
punto de vista la noción “globalización” no sería otra cosa que un término creado
para llamar de una manera indirecta a lo que es imperio.

Ello nos obliga entonces a entender el proceso educativo desde ópticas ajenas a las
posturas de moda (como la de la Sociedad de Mercado) y tratar de enfocarla más
como una estructura interna correspondiente a la identidad e individualidad de cada
grupo humano que como un constructo teórico. La desaparición de la diversidad
puede ser un ideal para algunos pero ello no se corresponde con un consenso
universal, de modo que cada quien siempre considerará que la herencia de sus
padres es preferible a asumir la de otros con quienes no tiene nada en común y
que, por el contrario, lo relegan a planos menores dentro de las estructuras
sociales.

Dos maneras de entender la educación


Este planteamiento nos lleva de la mano a un debate interno: cuál de las dos
vertientes (la educación oficial y la tradicional) sería la más conveniente para una
nación. En la mayoría de los casos las elites gobernantes, debido a sus múltiples
alianzas y compromisos establecidos con la potencia dominante, optan por asumir
la cultura de su par superior, e incluso su nacionalidad, considerando esto como un
acto de “sensatez y racionalidad” en la medida que ello produce beneficios. Eso se
traslada hacia las instituciones públicas quienes se ven en la obligación de acatar
tal filosofía política, estableciéndose como consecuencia un perfil de “individuo a
lograr” que por lo general no suele coincidir con el del habitante del pueblo.
Desde esta perspectiva la educación se convierte, más que una conservación de los
valores propios, en un esfuerzo gigantesco por desculturizar y reaculturizar a la
población, una cuesta arriba que solo puede producir resultados desastrosos que se
hacen visibles a través de la confusión de los valores, la desorganización y el caos
reinante en los pilares de nuestras sociedades. Se invierte el sentido de educar-
conservar por el de educar-cambiar, proyecto siempre fracasado pero que es una
triste realidad en la mayoría de los países y pueblos dominados. Ni se logra asimilar
a la otra cultura ni se consigue erradicar la propia.

Eso quiere decir que, en épocas imperiales, se da por sentado la existencia de una
“cultura” específica entendida como una noción universal (cultura que suele
coincidir totalmente con la del pueblo dominante) y de una “subcultura” o
seudocultura que se presupone atrasada, incompetente y que es la causa de todos
los males de la humanidad. Cuando vemos por ejemplo los argumentos que utiliza
la actual potencia mundial (Estados Unidos) para justificar sus variados actos de
invasión estos se suelen referir a que “se busca cambiar la situación de atraso e
ignorancia que ocasiona en tales pueblos el apego a sus culturas originarias”.

Consecuencias de la existencia de estas dos educaciones


Esa relación de poder dominante-dominado ha llevado a la creación de una serie de
dicotomías como las de “modernizar versus conservar”, “Occidente y resto del
mundo”, “conocimiento e ignorancia”, sumadas a la de “progreso versus atraso”,
“avance versus retroceso”, “mejora versus empeoramiento”. Se han formado así
dos polos opuestos donde en el “positivo” se hallan los valores propios del imperio
de turno mientras que en el “negativo” están aquellos del avasallado. Es obvio que
en los programas educativos oficiales de las naciones dominadas no se lo presenta
así, de una manera gruesa, sino sutilmente, empleando mecanismos atenuantes
para no causar rechazo entre la gente que va a ser “educada” (o mejor dicho,
reeducada, pero en los esquemas dominantes).

Pero creer que la educación solo le compete al Estado es un error, puesto que ya se
ha visto que se trata de un proceso de transmisión de valores y a ello también se
dedican otros estamentos de la sociedad entre los que tenemos a las fuerzas
armadas, las religiones, las fuerzas productivas y los medios de comunicación.
Estos también aportan su cuota para completar o cerrar el círculo comunicativo de
tal modo que no queden espacios libres que debiliten la difusión de los mensajes.
Dichas entidades, como dependen también del Estado y de su clase dirigente,
suelen adaptarse al discurso oficial y acomodar sus criterios a la visión oficial en la
que educar tiene por objetivo orientar, transformar y consolidar el tipo de ser
humano que el Estado prefiere (y que es el aculturado).

Quiere decir que en los países colonizados o sometidos se produce un tremendo


desencuentro cultural que proviene de esta lucha de criterios. Por un lado está la
tradición, que no es otra cosa que la suma de toda la historia de un pueblo, y por el
otro los intereses de los gobernantes deseosos de moldearlo para los fines
inmediatos que demanda el imperio. Mientras que la tradición cuenta con el
respaldo que proviene de la propia realidad, con conocimientos surgidos del
contacto directo y milenario con el medio en el cual ésta se desenvuelve, la cultura
oficial solo tiene a su lado la fuerza y la promesa de ganancias gracias a su cercanía
con el poder, careciendo sin embargo de una verdadera contrastación con la
realidad, cosa que la vuelve irreal, indemostrable e impráctica, válida solo en su
relación con la metrópoli.
Una visión de la educación en el mundo andino
Como clara demostración de tal divorcio se pueden ver dos casos concretos
representados por individuos provenientes de los dos medios más representativos
del mundo andino. Para aquel que es nativo de una ciudad cosmopolita —por lo
general la capital—, que pertenece al grupo dominante, que ya está asimilado en la
cultura “global” (la del imperio) y que cree fielmente que ésta representa lo
universal, lo válido para todas partes, la visión de la educación será: un proceso de
occidentalización como sinónimo de superación, mejora, avance y logro.

Mientras tanto, para aquel que es nativo no cosmopolita, nacido en provincias o en


un pueblo y que no pertenece al grupo dominante, la idea de educación seguirá
siendo la de preservar sus valores, sus costumbres, su tradición y su forma de ver
al mundo. A la educación oficial la considerará más bien como una manera de
“penetrar al otro mundo”, mundo que le es ajeno pero con el cual tiene que
negociar, transar, para no verse avasallado o aniquilado.

Cuando un joven aculturado occidentalmente piensa en “su” educación la percibe


siempre como “suya”, como “la de él”, como aquella que le va a dar las
herramientas necesarias para obtener lo que piensa que es bueno “para él, para su
familia y sus hijos”. Se educa pero “para sí”, para su bolsillo y su individualidad,
esté en su país de origen o en cualquier otro. Se ve a sí mismo como “un ciudadano
del mundo” y no como nativo de algún lugar. Hay en él un necesario proceso de
desnacionalización o desidentificación con respecto al sitio en donde nació,
arrastrado por un pragmatismo transmitido tanto por su medio (su familia, su
entorno) como por la cultura oficial a la que pertenece.

En cambio, cuando se trata de un joven no aculturado, nacido y crecido dentro de


un contexto tradicional o no imperial, éste ve a la educación como “un camino para
todos”, una solución a un problema que nota que es común, una fórmula para que,
los que han vivido igual que él, puedan superar dicha situación. Es una mirada
obligadamente colectiva por cuanto su realidad siempre lo ha sido así, colectiva, y
los principios que ha asimilado han sido elaborados en base a un “nosotros” y no a
un “yo” como en el caso anterior. Ello explica por qué siempre los jóvenes de los
segmentos tradicionales suelen inclinarse por seguir la carrera magisterial debido a
que la consideran como el instrumento para ayudar a toda su comunidad a
defenderse de la “agresión” que representa la cultura oficial. En pocas palabras,
apoderándose de ésta, de la ajena, piensan que pueden controlarla y hacerla
convivir con la suya. Educar es, por lo tanto, para ellos, un acto social de
consecuencias colectivas, no así un aprendizaje privado de técnicas para
enriquecerse.

Una mirada hacia el futuro


Hay quienes creen que las ideas “colectivistas” son un invento occidental del siglo
XIX sin darse cuenta que es el pensamiento más básico que se ha dado en la
historia de la humanidad. Consideran a aquellos que no se enfrascan en un
individualismo extremo como “atrasados ideológicamente”, pues hacen creer que
toda colectivización es parte de un pasado “ya superado por el hombre”. Eso en
verdad solo oculta una cosa: el temor a la unión de las mayorías en contra del
sojuzgamiento por una minoría. “Divide y vencerás” dice el refrán, y la noción de
humano-individuo, pero desconectado de su entorno, es la que la Sociedad de
Mercado y la injusticia necesitan para perpetuarse.

Si consideramos el panorama mundial podemos observar fácilmente que, entre las


muchas posibilidades de cambio que tiene el mundo, no es posible identificar por
ahora ninguna otra que no sea la propuesta andina. De las canteras del
pensamiento occidental ya no proviene nada nuevo ni bueno y solo se encuentra
únicamente desazón y repetición. Su germen creativo civilizacional se ha agotado.
Y si se busca fuera de allí, en lugares como el Oriente o África, no se percibe que
exista ni remotamente alguna opción; solo se contempla una occidentalización
tecnológica y un notorio retroceso de parte del pensamiento tradicional,
arrinconado cada vez más como “pasado remoto y obsoleto”. En conclusión no hay,
ni en los libros contemporáneos ni en las universidades del planeta nada que
prometa ser una transformación hacia una vida mejor, salvo en la propuesta
andina.

Porque la concepción andina —no sus costumbres, su indumentaria o su folclor


antiguo como suelen mencionar los que quieren negarla tratando de burlarse (como
si cuando se hablara de lo occidental implicara que se usen togas o sandalias y se
viviera en el Partenón)— es la única forma de sociedad que se opone frontalmente
a la actual Sociedad de Mercado donde el objetivo central es el hombre, mientras
que la sociedad andina pone su centro en la vida misma, sea humana o no.

Y allí está su gran diferencia y su oposición. No se trata de una reforma ni de un


maquillaje de la actual sociedad: es un cambio total de concepción, una
modificación radical de valores que prácticamente implica la negación de la cultura
imperante (como ha pasado y pasará siempre en la historia). Porque sobre los
restos de una cultura negada siempre se levanta la nueva, remozada y vigorosa,
dispuesta a refrescar las ideas acerca del destino del ser humano en su devenir por
la Tierra.

De modo que, si de algo tendría que hablar la actual educación, sería de estos
nuevos valores que nos prometen ese futuro por venir, promisorio, el único que
ofrece, no solo a unos, sino a todos los seres humanos un cambio de objetivo y de
existencia.

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