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La transición permanente

Golpes, transiciones y alternancias en la política argentina 1983 – 2007

Luis Mesyngier

Ediciones del Riel


©Luis Mesyngier
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Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
Introducción
La política le prometió a la sociedad argentina que “con la democracia se come, se cura y se educa”. En 1983,
al iniciarse la transición a la democracia, la promesa resultó creíble; una y otra vez esa utopía se renovó de muchas
formas y con variados discursos. En otras tantas oportunidades, la sociedad fue testigo y actor de las falencias de la
política para cumplir sus promesas.

Transcurridos veintitrés años de vigencia republicana y democrática la dinámica de la política argentina se ha


encargado de demostrar que la tarea requiere más que la elección periódica de los gobernantes.

La política argentina carece de acuerdos explícitos. Tiene, sin embargo, una dinámica propia y compartida
por todos los protagonistas. Es una específica construcción histórica edificada sobre viejas tradiciones. Es un sistema
político que tiene una identidad propia.

La crítica sobre sus carencias se ha concentrado en la necesidad de trazar acuerdos sobre “políticas de
Estado” para el largo plazo y sobre el respeto normativo en el funcionamiento cotidiano. Pero, además de aquellas
falencias, en este período se han vivido situaciones críticas cuya responsabilidad puede atribuirse, entre otros, a la
dirigencia política.

Entre 1983 y 2007 han ocupado la Presidencia de la Nación ocho personas distintas; dos de ellos
interinamente por aplicación de la Ley de Acefalía, otros dos por designación de sendas Asambleas Parlamentarias;
cuatro no terminaron el período que les había sido encomendado; uno de ellos forzó una reforma constitucional
para lograr su reelección.

Hubo dos hiperinflaciones, no menos de dos planes de inmovilización de depósitos bancarios, un


exponencial aumento de la desocupación, de la pobreza y de la marginalidad. Se ha pasado de momentos de auge
económico a profundas y prolongadas depresiones. Los sectores políticos argentinos han sido responsables de
generar climas sociales de emergencia constante y de provocar situaciones dramáticas.

El drama de muchos argentinos está ligado a su situación cotidiana de pobreza y marginalidad. La dinámica
política le ha agregado su propia cuota incrementando incertidumbres y exasperaciones.

La inestabilidad política entre 1930 y 1976 tuvo otras características; entre otras muchas variables, porque la
política descansó en la existencia de un actor, las Fuerzas Armadas, que imponía su propia secuencia histórica. La
alternancia de gobiernos democráticos desde 1983 es una situación novedosa en la historia argentina.

Lo permanente de las transiciones políticas en la Argentina

El camino a la democracia en la política argentina adquirió características de transitoriedad. Si bien desde


1930 la historia política registra una considerable dosis de inestabilidad, desde la renacida democracia de 1983 hasta
la actualidad esa condición adquirió características que la definen en sí misma. Se han podido verificar cortos
tiempos de normalidad en un estado de transición permanente. Sin golpes militares que corten abruptamente el
proceso republicano, la política argentina democrática contemporánea transcurre en un estado de permanente
transitoriedad.

Uno de los problemas es el de la dirección de ese proceso. Transición permanente es diferente a


permanente evolución (y mejoramiento); indica un rumbo errático, pero que se ha establecido como normalidad
institucional. Esto podría no ser un problema; pero las crisis sucesivas afectan a su población en sus expectativas, su
vida cotidiana, sus bienes, sus empleos. Allí radica una aparente indiferencia de la clase política por su propia
sociedad.

Esta transitoriedad permanente de la política argentina podría ser una cuestión o problema en términos de
una definición de “normalidad” propio del desarrollo de Europa occidental o de los países del norte de América o
incluso del Chile pos Pinochet.
También podría llevar al entendimiento de que se trata de una específica dinámica de política nacional que es “su”
estado de normalidad.

Es necesario diferenciar dos tipos de transición política. Por un lado, la que fue tradicionalmente tema de la
literatura política, que es el pasaje de un régimen autoritario a uno de tipo democrático. El otro, más conocido por el
estudio de la alternancia política, es el que se refiere a los sucesivos cambios de gobierno, de una administración de
un signo político a otra dominada por la oposición. Durante muchas décadas la Argentina transitó en un estilo de
conmociones institucionales provocados por la sucesión del ciclo golpe militar – apertura democrática – nuevo golpe
militar. Ahora, en el período 1983 – 2007, las conmociones institucionales se reiteran en cada alternancia, aunque
sin el riesgo de una nueva dictadura.

Los sectores políticos han descubierto en ello ciertas ventajas que facilitan aspiraciones hegemónicas (pues
contribuyen a la destrucción del oponente), y facilidades para la gestión (pues sus incapacidades para resolver
situaciones son atribuibles al antecesor). Esta trama es la que se intenta abordar.

Uno de los problemas centrales parece ser la ausencia de acuerdos. No han existido, salvo algunas
componendas coyunturales, acuerdos sobre las reglas de funcionamiento institucional o concertaciones plurales
para establecer un mínimo proyecto de país a construir en forma conjunta.

Los acuerdos de funcionamiento debieran ser aquellos que fijan las reglas a respetar entre los actores
políticos y sociales además (o al menos) de la Constitución y las leyes; o cumplir con las leyes, tan ineficientes como
éstas pudieran parecer, hasta poder reformarlas según pasos preestablecidos de discusión, disenso y consenso.

Los acuerdos sobre un proyecto de país debieran considerar el desarrollo económico, la inserción geopolítica
y las relaciones internacionales, la consideración y alineamiento de los diversos actores sociales.

Oportunidades para alcanzar dichos acuerdos no han faltado. La transición democrática, el pasaje desde el
régimen militar hacia una democracia incierta , se inició sobre el impacto social de la derrota en la Guerra por las
Islas Malvinas y la difusión de las atrocidades cometidas por la represión militar durante la dictadura. Por su parte, si
contamos cinco traspasos del poder , tres de ellos han sido extremadamente traumáticos para toda la población,
forzando legalmente el andamiaje político. Mientras, el de Duhalde a Kirchner también tuvo su propia dosis de apuro
y dudosa constitucionalidad, a pesar de no ser una alternancia entre partidos diferentes. En todas esas ocasiones la
sociedad requería (y merecía) una responsabilidad política compartida.

Construir la democracia, construir un sistema de convivencia social para el beneficio individual y colectivo,
tiene como referencia el modelo republicano establecido en la Constitución y la filosofía que la inspira. La errática
historia argentina en la búsqueda de un orden político ha sido un intento aparentemente infructuoso. Pero, aun así,
se construyó y se construye en la Argentina un orden político. Intentar desentrañarlo es la obligación de
comprenderlo y la base para poder mejorarlo.

La observación del fenómeno político de la Argentina contemporánea se ha centrado en el mecanismo de las


alternancias entre gobiernos democráticos. Tanto los que alcanzaron la presidencia por elecciones populares, como
aquellos que lo hicieron por decisiones parlamentarias.

La relación entre la dirigencia política y la sociedad civil se ha abordado tangencialmente. No se profundiza


en la cuestión del régimen político en sí; se destaca la importancia creciente de organizaciones sociales de muy
diverso origen y finalidad en la fijación de la agenda política nacional. Frente a este fenómeno nuevo, amplificado
por el nuevo rol de los medios de difusión, la política se encuentra muchas veces atrás de los acontecimientos y en
otras oportunidades intentando manipular a la prensa.
La agenda política nacional ha crecido en importancia; el uso abusivo de las encuestas de opinión desnudan
la carencia de políticas de Estado a largo plazo; al igual que la propensión al consumo de la era posmoderna, la
dirigencia adoptó la estrategia de la satisfacción inmediata de cuestiones a veces contradictorias para alcanzar la
aprobación popular, de hacer lo “políticamente correcto” con la esperanza de alcanzar un resultado electoral
favorable en la siguiente elección.

Tampoco se ahonda en profundidad la relación entre la política y régimen de acumulación capitalista; pero sí
se señala la capacidad del Estado (y de quienes lo han gobernado) de intervenir superficial o sustancialmente, con
posibilidades de redistribuir beneficios entre empresarios o entre sectores de la actividad productiva y financiera.
Sobre esa potestad de la administración tiene lugar el fenómeno de la corrupción sólo opacado por la imperiosa
necesidad que tuvieron los políticos del período estudiado, de establecer continuidades a través de reelecciones, de
asegurarse lealtades y tratando de evitar la segura judicialización de cada presidencia una vez perdido el poder.

En este texto se han seleccionado un conjunto de “problemas” o “cuestiones”, tratando de ubicarlos


históricamente y de darles un desarrollo analítico coherente. El principal núcleo problemático se refiere a las
características de la transitoriedad y sus condicionantes.

En principio se intenta establecer la diferencia entre el proceso de transición de un régimen autoritario a uno
republicano democrático, y la sucesión de alternancias presidenciales. Pero, además, se trata de señalar cómo el
cambio de régimen político estableció un modelo a imitar en los distintos de cambios de gobierno dando lugar a la
dinámica de la transitoriedad.

El cambio en el contexto internacional ha jugado un papel fundamental en sostener la perduración


democrática de este período; creó una estabilidad que primó sobre las dramáticas circunstancias que rodearon a la
mayor parte de alternancias que se describen.

En una Segunda sección se analizan los problemas y tareas que debió enfrentar la transición y cómo se
convirtieron en oportunidades buscadas luego por la dirigencia política, provocando la reiteración de las condiciones
traumáticas de un cambio de régimen en cada cambio presidencial. Se analiza cómo los problemas de la instalación
de un gobierno pudieron convertirse en oportunidades para la conformación (a posteriori) de estructuras políticas
en las principales áreas de la órbita estatal.

Cada administración, al abandonar el poder, ha actuado con intencionalidad en establecer condiciones poco
propicias para el gobierno entrante, rompiendo con la posibilidad de lograr continuidades en beneficio de sociedad.
La ausencia de acuerdos previos permitió esa práctica propia de la condición de transitoriedad.

El Tercer capítulo se centra en las acciones que tendieron a la búsqueda de la estabilidad; los diferentes
gobiernos del período han oscilado entre actuar para el corto y para el largo plazo del sistema democrático, pero
siempre privilegiando su propia gobernabilidad. La perduración del sistema quedó supeditada al contexto
internacional, a la reproducción de condiciones beneficiosas para el empresariado local e internacional y al
convencimiento popular apoyado en los medios de difusión.

Por ello, y por la similitud con otros procesos internacionales, el concepto de las Jóvenes Democracias
permite establecer algunas condiciones comunes a los sistemas políticos nacidos tras el fin de la Guerra Fría. Facilita,
a su vez, revisar las situaciones políticas traumáticas del período 1983 – 2007; aquellas oportunidades en que la
estabilidad democrática contemporánea se diferencia de lo ocurrido en la mayor parte del Siglo XX. Es el tema del
Cuarto y del Quinto capítulos.

El capítulo 6 se centra en el sistema de partidos políticos y su tendencia a la constitución de movimientos de


más amplio espectro. La estructura de las agrupaciones políticas y su propia inercia establecen la necesidad de
sobrevivir al amparo de la financiación estatal, aún sosteniendo cierto discurso opositor. En ello se advierte la
volatilidad de los principios ideológicos, que se obvian hasta constituir un verdadero mercado de militancia política
sujeta a liderazgos más mediáticos que programáticos.

Por último, el capítulo 7 se refiere al síndrome fundacional como tendencia a recomenzar todo el proceso de
instalación democrática como si cada alternancia fuera nuevamente una transición. Cada gobierno quiso para sí las
oportunidades de cooptación del Estado similares a las de un golpe militar o a las un retorno a la democracia luego
de un período autoritario. Con el agravante de creer (y querer hacer creer) que recién allí, con la inauguración de
cada gobierno, comienza un largo período histórico.

Puede parecer todo un signo de vitalidad que una sociedad esté permanentemente transitando en la
búsqueda de un orden mejor. Pero la recurrencia de las crisis debe ser leída como una señal de que ningún político
se aviene, íntimamente convencido, a la alternancia republicana. De ello se trata esta condición de la transitoriedad
de la política argentina.

1 LA TRANSITORIEDAD

La cuestión de la transitoriedad: transiciones y alternancias

En el largo pasaje de un régimen autoritario al sistema democrático se superponen dos tipos diferentes de
transición: la transición propiamente dicha, por un lado, y la sucesión de alternancias entre gobiernos
democráticamente elegidos, por el otro.

La consolidación de los nuevos regímenes republicanos democráticos se extiende más allá de un primer
período presidencial. El abordaje tradicional de la literatura política de la década de 1980 se refiere al pasaje de los
regímenes autoritarios a regímenes democráticos y republicanos de aquellos primeros escarceos. Esta cuestión
suscitó un especial interés frente a la proliferación de experiencias tanto en América Latina como en el Este de
Europa desde la primera mitad de la década de 1980.

Más tarde, en aquellas mismas Jóvenes Democracias, ha merecido gran atención la cuestión de la alternancia
entre partidos políticos de diferente orientación sucediéndose en el gobierno, como parte indisoluble de la
transición política

En la Argentina, ambos tipos de transiciones asumen algunas características similares. Los problemas que
han debido sortear los primeros turnos de gobiernos democráticos se han reproducido en las alternancias.

Esta reiteración de las cuestiones a resolver por un nuevo gobierno ha ocurrido incluso cuando se suceden
dos gobiernos del mismo partido pero de orientaciones diferentes.

La transición de un régimen autoritario al sistema democrático conlleva un sinnúmero de cuestiones a


resolver por el nuevo régimen. El gobierno inicial debió asumir la difícil tarea de reparar las causas que provocaron el
final del modelo autoritario anterior. Las consecuentes crisis que desgastaron a los regímenes previos, provocando la
nueva salida electoral , son la tarea impostergable de sus primeros tiempos en el poder. Al mismo tiempo, tiene que
construir las fortalezas para su propia gestión y para el sistema en sí.

La transición democrática requiere de convencimientos en la opinión pública, de dirigentes consustanciados


y de cuadros políticos capaces de administrar y de diseñar políticas para la nueva etapa.

En términos generales, estos dirigentes gozan de la ventaja de un amplio espacio en el que construir
prácticamente desde su inicio las estructuras de la administración pública, el sistema judicial y el proyecto
económico de nación, entre otras cuestiones. A su vez, esa posibilidad omnisciente puede convertirse en su principal
obstáculo. Se trata de una obligación que puede convertirse en oportunidad y al mismo tiempo en amenaza.

Visto desde su perspectiva más positiva para la clase política, la posibilidad de encargarse de la construcción
o reconstrucción de la democracia republicana, ofrece tentaciones fundacionales de amplio registro histórico con la
fantasía de eterna continuidad. El aspecto negativo, en la experiencia argentina, lo constituye la añoranza que
aquellas mismas posibilidades fundacionales generaron en las sucesivas alternancias.

La dirigencia política aparece empecinada en la búsqueda de reiterar situaciones críticas. Esta compulsión se
funda en aquella ilimitada sensación de poder efectivo para hacer y deshacer lo hecho con anterioridad que les
brinda el rol de salvadores de la emergencia. Una emergencia similar a la de una transición. Esa experiencia, desafío
y tentación, fue posible por la falta de acuerdos mínimos y de pactos cumplidos.

Esta característica hizo que cada alternancia, cada sucesión entre gobiernos democráticos, tendiera a repetir
el mismo esquema de situación crítica para brindarse posibilidades casi ilimitadas para generar modificaciones
políticas estructurales.

Todas las alternancias en el período entre 1983 y 2007 tienen características críticas. Tanto las generadas por
mecanismos electorales como las que lo fueron por resolución constitucional de casos de acefalía o por acuerdos
parlamentarios.

En el período se han alternado gobiernos de diferente orientación política. Aun cuando se haya producido
una alternancia dentro del mismo partido político, la orientación general del nuevo gobierno difiere del anterior
tanto en puntos cosméticos como en aparentes proyectos integrales de país.

En realidad, más que ponerse en juego proyectos de país, el hallazgo de soluciones instrumentales,
especialmente desde lo económico, brinda la sensación de proyecto, confundiendo la herramienta con el modelo; la
ausencia de acuerdos y políticas de Estado se acrecienta de este modo, solo en función de servirse de las condiciones
que brinda un orden de transitoriedad o de emergencia permanente.

Desacreditar al anterior gobernante es uno de los reiterados mecanismos utilizados por los mandatarios de
este período, aún cuando el sentido común permitiera inferir la necesidad de deudas de gratitud por los esfuerzos
que pudieran haber realizado, al menos, en la consecución de fortalezas para la perduración democrática.

En todos los casos, se ha tomado como modelo el shock sobre las estructuras del Estado y sobre la mayor
parte de los ámbitos políticos, que tradicionalmente han sido generados por las asonadas militares que se
instauraron en el poder en 1930, 1955, 1966 y 1976. Éstas han sido reformulaciones del funcionamiento político y
administrativo del Estado, que podrían caracterizarse como de “golpe militar” o de instauración de modelos
“burocrático autoritario” que vienen a deshacer lo existente para fundar un nuevo orden.

De tal forma, la sensación de emergencia en la resolución de una situación crítica, en la transición y las
alternancias, ha dado lugar a una permanente “transitoriedad” de la vida política.

La transitoriedad es el mecanismo de reformulación de la mayor parte de los parámetros de funcionamiento


del Estado y de la economía, en una democracia joven, en intervalos históricos cortos, asimilables a los períodos
presidenciales.

Cada alternancia por cumplimiento de los períodos constitucionales o que han sido forzadas antes de
tiempo, representa un período breve en términos de la historia de una nación. La ausencia de tradiciones y/o de
acuerdos políticos básicos genera la posibilidad de cambios profundos o superficiales en cualquiera de los
parámetros que se analicen. Las condiciones para justificar y poder llevar a cabo dichos cambios se basan,
precisamente, en la sensación de emergencia que vive la sociedad, por los propios fracasos de la dirigencia política o
por otras cuestiones que intentaremos señalar y que están asociadas tanto a las características de Joven Democracia
que tiene la política en la Argentina contemporánea como a características del sistema y del liderazgo político.

Aun si tomamos la explosión de diciembre de 2001, lo que parecía una crisis de representatividad y/o de
organización política, no fue más que la exacerbación de características presentes desde la refundación democrática
de 1983.

Muchas de las características de la política posterior a aquella crisis de 2001/2002, tienen su origen en la
etapa anterior, aun cuando aparece como el surgimiento de un nuevo modelo por la etapa crítica que atravesaron (y
atraviesan) los principales partidos políticos. Ello permite que algunos observadores aseguren que nada cambió y
otros fundamenten que todo está en una profunda crisis de resolución incierta. Que nada cambió, porque los
personajes y los artilugios son los mismos; que hay una profunda crisis, porque parece haberse perdido la estructura
y las funciones del tradicional Partido Político.

Cada alternancia hace vivir a la sociedad y a los sectores de la política, situaciones críticas que se impregnan
de angustia, emergencia, desamparo, desolación. Las causas de estos “dramatismos” pueden tener diversos
orígenes; en un amplio espectro de posibilidades, las más notorias varían entre la intencionalidad de generar
situaciones críticas y cuestiones atribuibles al contexto internacional sobre el que no se puede influenciar.

Desde la restauración democrática de 1983 han tenido lugar dos crisis económicas de enormes proporciones
que forzaron traspasos presidenciales adelantados, un intento por violar la Constitución con la posible anuencia de la
Corte Suprema, dos interinatos por acefalía, dos designaciones de Presidentes efectuadas por el Congreso, un
ballotage que quedó trunco por defección de uno de los postulantes.

La tensión política que siempre acompañó las alternancias del período fue, en general, el condimento a
trasfondos de crisis económicas. Discursos y acciones políticas adjudicaron al anterior gobierno la irresolución de
cuestiones. Se ha observado a nuevas administraciones explicitar que lo hecho por la anterior es perjudicial para el
país en grados catastróficos; acusaciones de que se han dejado trampas y dificultades para el siguiente gobierno
como herencias intencionales; que es imprescindible cambiar con urgencia el diseño socioeconómico del país aun
cuando aquellos discursos solo fueran necesarios para no mostrarse como continuidad ante la opinión pública. Por
supuesto, sin mostrar que ellos mismos profundizaron lo que ahora se critica cuando actuaron como oposición en la
gestación de la crisis.

La elección -para su difusión pública- de índices comparativos que sustenten las falencias del anterior y los
logros propios, es la práctica habitual. Índices de desocupación, de pobreza, de crecimiento industrial, de
exportaciones, de reservas, de deuda externa, son los reiterados indicadores de aquellas falencias y estos logros.
Poco importa si las comparaciones se realizan contra los peores y excepcionales momentos del anterior gobierno .

Por otra parte, existe una buena dosis de intencionalidad en lo que un gobierno deja pendiente para el
próximo. Una cuestión de Estado que queda irresuelta puede mostrar un gesto de atención al próximo gobernante
para que éste lo resuelva de acuerdo a sus principios; pero, puede también ser un problema generado por una
administración para condicionar a la próxima. Los ejemplos se encuentran prácticamente en todas las alternancias;
el más notorio, tal vez, sea el del endeudamiento público. Cuando las condiciones internacionales lo permiten y las
necesidades locales lo requieren, los gobiernos tienden a endeudarse; cómo se programen los vencimientos de la
deuda contraída o renegociada son un claro indicador de esta cuestión. El gobierno de la Alianza (1999-2001), por
ejemplo, recibió reservas en el Banco Central más que suficientes para un tranquilo inicio de gestión; pero, la
programación de vencimientos de deuda externa requería, tal como estaba planteada, duplicar los ingresos fiscales
dentro del corsé de la convertibilidad. Si hubo necesidad impostergable de endeudarse, la pregunta es si no se
podían programar los vencimientos atendiendo a la realidad de las cuentas del Estado. La presunción es que hubo
intencionalidad en condicionar al gobierno opositor que los iba a suceder.
Estas cuestiones hacen que, tanto transición como alternancia sean, en la realidad política argentina,
fenómenos concomitantes de transitoriedad. Todo, la estructura del Estado, el “proyecto de país” o la elección del
mejor modelo para el desarrollo económico, la composición y tónica general de la justicia, la relación política y
económica con las provincias y municipios, son atributos fundacionales de cada gobierno, según la práctica
desarrollada en el período 1983-2006.

La transitoriedad es una excusa para la discrecionalidad. La sensación de emergencia transmitida por el


poder político a la sociedad en general, la permanente reinterpretación de la historia reciente y lejana, la apelación a
una supuesta necesidad fundacional, el dejar herencias y denunciar legados recibidos, son un juego que opera sobre
las expectativas sociales para forzar la delegación de facultades legislativas y judiciales; para que el Poder Ejecutivo
actúe según su propia discreción lejos de los controles republicanos. El Poder legislativo quedó atrapado, una y otra
vez, entre la apelación a la lealtad partidaria y el posible descrédito público por la “traición a los intereses de la
patria”.

Todo junto, como Joven Democracia, en una incertidumbre cíclica, reclamando la delegación de funciones
legislativas y del control judicial.

Las recurrentes crisis y conflictos políticos hacen, de los gobiernos previos, molestos monumentos a derruir y
maltratar. Desde el discurso que endilga todas las maldades y ninguna buenaventura hasta el agobiante desfile por
los tribunales de anteriores hombres fuertes. No sólo ex presidentes; otrora poderosos y soberbios hacedores de la
política y la economía, caídos en desuso, tarde o temprano, reciben el escarmiento judicial o conceptual de sus
nuevos o viejos enemigos o de sus anteriores aliados y delfines políticos. Esto último es notorio cuando se suceden
dos gobiernos del mismo partido pero de orientaciones diferentes. Diferencias que pueden haber sido por un
cambio de contexto internacional, por visiones ideológicas disímiles o por diferencias personales entre los líderes en
disputa.

Globalización y transición política

Las experiencias de transición y alternancias en la política argentina del período 1983-2007, se desarrollaron
dentro de un cambio de sistema internacional que propició la proliferación del modelo republicano, democrático y
liberal, pero que también generó turbulencias en las economías de las Jóvenes Democracias.

Las interrupciones del orden constitucional y sus consiguientes aperturas a procesos de democratización
restringida, como lo fueron las de los Golpes Militares de 1966 y 1976 se hicieron bajo una doctrina y en un contexto
diferente al de la redemocratización de 1983.

Tras la II Guerra Mundial (1939-1945), el sistema internacional asistió a un esquema bipolar, organizado en
torno a dos grandes potencias anteriormente aliadas en la lucha contra el nazismo; la Unión de las Repúblicas
Socialistas Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica. Cada una de ellas aglutinaba a un conjunto de países que
gozaban de su protección militar, en tiempos en los que la cuestión de seguridad era prioritaria, y brindaba un marco
comercial, financiero y de desarrollo económico.

La disputa entre ambas superpotencias tenía buenas dosis de recelo y de desconfianza mutua, disputa
ideológica, juego geopolítico y ambiciones de poder. Dos concepciones de mundo antagónicas en su mayor parte y la
creencia de tener la misión de sostener ante las demás naciones su posición, desde las ideas y desde la fuerza.

Durante la mayor parte de la Guerra Fría los regímenes autoritarios, fuera de los países centrales, proveían
las seguridades políticas, económicas y jurídicas tanto en temas de defensa como en el de inversiones extranjeras y
comercio internacional. La solución autoritaria, militar o de partido único, parecía un buen remedo tanto para
quienes temían un avance comunista como para aquellos que presuponían un nuevo imperialismo capitalista.

En el caso de América Latina, toda la política norteamericana hacia el “hemisferio occidental” se desarrolló al
amparo de la Doctrina de Seguridad Nacional y privilegió las cuestiones de defensa sobre las de las libertades
individuales; especialmente respecto a los derechos políticos, apoyando a gobiernos dictatoriales.

Las suposiciones de aquel período partían de la base de la existencia de un “enemigo interno”, opositor,
proclive a la difusión de ideas y adscripción política a favor del bloque rival o directamente volcado a la acción
política. Ello justificaba, en el caso norteamericano de histórico apego a una doctrina pro democrática, el sacrificio
de valores positivos en algunas áreas de su propio bloque. Desde esa perspectiva, los EEUU influenciaron o asistieron
complacidos a la instauración de regímenes autoritarios.

Hasta el último golpe militar en la Argentina, el autoritarismo o los períodos de democracia restringida o
fraudulenta, existieron al amparo de esta percepción proclive a sacrificar derechos individuales.

En el transcurso de la década de 1980 se revalorizó en la política internacional al sistema republicano y a la


forma democrática de elección de los gobernantes. Mientras, se asistía al apogeo y crisis de las deudas externas y
luego al cambio de orientaciones hacia el nuevo paradigma económico expresado en el Consenso de Washington.

Un conjunto de circunstancias llevó a la necesidad de prestigiar la continuidad de la sucesión democrática,


electoral, de los diferentes gobiernos y a la división de poderes propia de la organización republicana.

Básicamente tres cuestiones modificaron la percepción internacional: los comienzos de una distensión entre
grandes potencias que concluyó con la desestructuración del bloque comunista y el desmembramiento de la propia
Unión Soviética; la obligada revisión del sistema financiero y de inversiones internacionales tras la crisis de las
deudas externas iniciada en 1981 en México; y la desconfianza en el militarismo, hasta entonces fomentado, por los
riesgos que acarreaba la posibilidad de enemistades y enfrentamientos intra bloque.

Respecto a la primera, en los ochentas, un nuevo proceso de distensión internacional asomó tras el desafío
de la Presidencia de Ronald Reagan a la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría y las nuevas tecnologías que
asomaban.

Un importante cambio político en la dirigencia soviética, liderado por Mijail Gorbachov, alentó los procesos
de glasnost y perestroika, liberalizando el acceso a la información y poniendo en revisión los procesos políticos y la
estructura de su economía.

Tras el simbolismo que implicó la caída del Muro de Berlín en 1989, aquella necesidad de privilegiar la
seguridad por encima de los derechos políticos e individuales comenzó a debilitarse. La agenda internacional dejó de
tener casi un único tema; las cuestiones de seguridad nacional dentro de un contexto mundial hostil pasaron a ser
asuntos circunstanciales y muchas veces de segundo orden.

Pero, aún antes de fenecido el conflicto entre las dos grandes potencias, hubo un radical cambio de
prioridades. No fue poca la responsabilidad de la experiencia argentina en el cambio de opinión y surgimiento de
una nueva corriente mundial. Pero no fue la única ni fue aislada como se verá en la tercera cuestión. De tal forma, la
cuestión de los derechos humanos (o derechos civiles en términos de teoría política norteamericana) y políticos
adquirieron un status de mayor relevancia.

Por otra parte, la segunda cuestión, la obligada revisión del sistema financiero y de inversiones
internacionales, se sustentó en la crisis de las deudas externas iniciada en 1981 en México. Se trató de una compleja
trama de procesos convergentes que incluía, entre otros, a la existencia de suficientes capitales disponibles
internacionalmente por efecto inicial de los petrodólares , los inicios de un proceso de progresiva ampliación de los
mercados mundiales, la proliferación de nuevos productos basados en el cambio tecnológico y la voluntad de
ahondar el libre comercio a través las diferentes rondas de negociaciones del Gatt (luego reemplazado por la
Organización Mundial de Comercio) .

Los organismos financieros internacionales adquirieron nuevos roles que les permitieron supervisar el
proceso de redemocratización en América latina y el de la organización de las nuevas economías capitalistas en
Europa Oriental

La seguridad jurídica y política para las inversiones extranjeras que se suponía asegurada por las FF.AA. o por
partidos monopólicos afines al mundo occidental se tiñó de desconfianza respecto a orientaciones de política
económica y su perduración en el tiempo luego de la crisis mexicana de la deuda externa y del final del Proceso de
Reorganización Nacional (PRN) en la Argentina.

La cuestión de la seguridad jurídica para las inversiones alcanzó una nueva y especial relevancia al amparo
de la primacía alcanzada por las doctrinas económicas del llamado neoliberalismo, prestigiado tras los Premios Nobel
a Milton Friedman y a Frederick von Hayek y, luego, por el Consenso de Washington. Un nuevo marco expansivo del
comercio internacional requería establecer claramente este punto.

La tercera cuestión, la desconfianza en el militarismo hasta entonces fomentado, se originó en los riesgos
que acarreaba la posibilidad de enemistades intra bloque. Impactó muy fuertemente la constatación de que unas
Fuerzas Armadas que se suponían subordinadas al objetivo anticomunista, dentro de la doctrina de seguridad
hemisférica norteamericana, pudiera ir a la guerra con un miembro activo de la OTAN y principal aliado
norteamericano.

Si bien no fue el único antecedente al respecto, la Guerra de Malvinas cumplió un importante papel de
“efecto de demostración” para los Estados Unidos. La acción inconsulta de los militares argentinos, provocando una
guerra entre socios del bloque occidental y generando posibles intromisiones soviéticas en el área de influencia de
los Estados Unidos, dejó al descubierto que el grado de autonomía que aún conservaban estos gobiernos podía
romper el equilibrio interno del bloque y ser tan impredecible como para generar el conflicto. Además, se contaba
con el antecedente de las disputas con Chile en 1979 que estuvieron a punto de convertirse en enfrentamiento
bélico a través de una extensa frontera .

No fueron éstos los únicos antecedentes; pero es importante señalarlos por el protagonismo argentino y
considerar cómo influenció la política local en las dos décadas siguientes.

Las tres principales cuestiones señaladas abonaron un cambio en el sistema de relaciones internacionales;
simbólicamente, la caída del Muro de Berlín dio inicio a una extensa década de confianza en la globalización.

Muchos de sus signos se avizoraron en el gobierno de George Bush (padre), aunque la asunción de Bill
Clinton en la Presidencia norteamericana reforzó una política mundial basada en la búsqueda de consensos
internacionales como los que se habían logrado en la I Guerra del Golfo (1991), tras la invasión iraquí .

Por otra parte, resultó de gran importancia la comprobación de los grados de interdependencia alcanzados
entre las economías de EEUU y Japón en la cuenca del Pacífico y entre EEUU y Europa occidental a través del
Atlántico. Una interdependencia verificable no sólo en el comercio y en el consumo sino, fundamentalmente, en la
propiedad empresaria y la localización de la producción.

Ello dio lugar a un nuevo paradigma de globalización idealizada durante los años noventa, por el triunfalismo
desatado en occidente a raíz del fin de la Guerra Fría y las nuevas condiciones internacionales que se apreciaban, la
proliferación de regímenes republicanos y democráticos, y un Consenso de Washington anti keynesiano, con una
circulación más fluida de capitales privados.
Los cambios más relevantes fueron la perdida de confianza en los regímenes autoritarios militares y la
revalorización del libre comercio dando lugar a un nuevo paradigma internacional en lo político y en lo económico.
Tanto por acción del nuevo clima internacional como por la novedosa importancia de una amplia variedad de
organizaciones no gubernamentales (ONG´s), los derechos políticos quedaron enmarcados en una atenta
observancia respecto al cumplimiento de los derechos humanos en todo tipo de sociedades.

Estas transformaciones dieron al nuevo marco internacional un clima de euforia en el que comenzaron a
verificarse modificaciones en el modelo de acumulación capitalista, con un importante cambio tecnológico y de
lógica empresaria por efecto de la renovación de las comunicaciones, de los procesos productivos y la aparición de
nuevos productos. Este proceso de transición a un capitalismo con elecciones libres dio una inigualable oportunidad
a aquellos regímenes políticos que comenzaban su adecuación como Jóvenes Democracias; fue tarea de la transición
y de las alternancias influir en una redistribución de la propiedad.

Las décadas de 1980 y 1990 sirvieron de acoplamiento del proceso latinoamericano y del europeo oriental a
una globalización idealizada.

Por lo tanto, el nuevo panorama internacional para el fin del siglo XX fue absolutamente proclive al régimen
republicano democrático en el que Argentina inició su transición tras el Proceso de Reorganización Nacional. Le dio a
la democracia argentina un plafón inexistente desde la II Guerra Mundial.

En ese contexto, conceptualmente, los Estados enfrentaron presiones que les provocaron una pérdida de
poder de decisión sobre algunas cuestiones, que los sometieron a la primacía de los mercados, y a una
mercantilización de la política con ausencia del debate de ideas y mayor dominio de la imagen.

Las alternancias del período 1983-2007 y su “dramatismo”

Las diferentes sucesiones presidenciales del período entre 1983 y 2007 han generado permanentemente un
carácter de emergencia en la vida social; una sensación mezcla de crisis y de urgencia originada tanto en lo
económico como en lo propiamente político. De esta forma, las alternancias democráticas han sido, en términos
generales, traumáticas.

El dramatismo que fueron adquiriendo las alternancias hizo que se generalizaran las características de la
primera experiencia del período, (la transición propiamente dicha del autoritarismo a la democracia), a todas las
renovaciones presidenciales. Incluso el único mandato prolongado hasta ahora mediante una reelección también
tuvo su cuota de convulsión política en los prolegómenos a la Reforma Constitucional que la permitió.

Ese carácter dramático de las alternancias se produjo porque entre las distintas presidencias hubo un cambio
de signo político o un cambio de liderazgo dentro del mismo partido político; en todos los casos por conveniencia
ante la opinión pública. Ningún Presidente se sintió ni quiso ser sucesor del anterior.

Además, hubo un uso jurídico, vengativo o fundacional (como se verá más adelante), al crear las condiciones
de crisis y sepultar la imagen del anterior mandatario, eliminando sus posibilidades de convertirse en político
opositor activo luego de concluido su mandato. Este revanchismo se originaba tanto en una estrategia electoral
como en acrecentar el juicio social negativo y los parámetros comparativos sobre herencia y destrucción del
opositor, muchas veces acompañado de una judicialización de los integrantes del gobierno anterior.

La destrucción de la imagen de los ex presidentes generalmente acompaña el nuevo discurso oficial


depositando en los emigrados del poder todas las penurias sociales, en la búsqueda de influir sobre la opinión
pública. Las altas expectativas generadas al inicio de una gestión son la peor pesadilla de los nuevos gobiernos pues
el descrédito posterior es proporcional a aquellas. A la inversa, los gobiernos que asumen frente a una población
escéptica tienen mayores posibilidades de una gestión más acomodada.

Amén de la impericia de los políticos o de los técnicos de la economía, y de las intencionalidades puestas de
manifiesto en generar situaciones críticas, desde el punto de vista social hay que considerar que la población
vivencia zozobra, incertidumbre individual y colectiva, pérdida del horizonte personal y colectivo por la indefinición
del rumbo económico o sus variables (por ejemplo: empleo, ahorros en los bancos de ciertos sectores, necesidades
básicas en otros porciones de la población).

Las maniobras para generar aquellas situaciones que le faciliten al sucesor la transitoriedad carecen de
principios mínimos de sensibilidad social; como las culpas serán del anterior, pareciera que la historia los exculpará
de cualquier responsabilidad. Tal como quedaron fijadas las imágenes sociales y sus registros históricos, no les faltó
la razón.

Como si permanecieran en campaña, discurso y publicidad oficial siempre rescatarán sus logros, pero en
eterna oposición a lo poco o mucho construido con anterioridad. De tal forma, la destrucción del oponente o del
antecesor, ocupa un rol central en cualquier estrategia política. Ha habido, incluso, en este período, uno o dos casos
de entorpecimiento de la sucesión presidencial dentro del mismo partido político: las derrotas de Eduardo Angeloz
en 1989 y de Eduardo Duhalde en 1999, pueden ser interpretadas como resultado de la acción u omisión del
oficialismo respecto a las lealtades esperadas dentro de la misma agrupación política.

Este canibalismo político sustenta la transitoriedad. Le da la ilusión de que todo es transitorio; la sensación
de que todo es recomenzar una y otra vez. La sociedad argentina y su modelo de desarrollo económico parecieran
tener que adecuarse a cada alternancia como si se estuviera frente a una crucial transición entre sistemas políticos.
Se intenta, de esa forma, copiar la transición para reproducir las condiciones fundacionales de las que gozó Alfonsín.

Un rápido repaso por las situaciones acontecidas ilustra la cuestión.

La transición del Proceso de Reorganización Nacional al primer gobierno democrático del período tiene tres
componentes que afectaron a toda la sociedad hasta las bases de su propia identidad colectiva: por una parte, una
guerra perdida a pesar del triunfalismo que exhibieron los medios; por la otra, el conocimiento de las atrocidades de
la represión y, en tercer lugar, un clima económico poco propicio por las consecuencias de la administración
Martínez de Hoz (las que todavía no terminaban de comprenderse en todo su alcance).

El triunfalismo del partido peronista que caracterizó la campaña electoral de la transición en 1983, daba por
descontada su victoria, sobre la base de su invencibilidad en elecciones limpias y sin proscripciones. Esa misma
omnipotencia sirvió para contrastar la evolución del electorado entre la década de 1970 y los tiempos democráticos
que se avecinaban, fundados sobre los desaparecidos y sobre los muertos en Malvinas.

Sobre el final de aquella primera campaña electoral hubo un vuelco en la opinión pública y en las encuestas
como consecuencia de la desafortunada intervención del dirigente peronista bonaerense Herminio Iglesias en el acto
de cierre de campaña del justicialismo Allí, quemó un cajón que simulaba un ataúd que hacía referencia a los
postulantes radicales, ante una sociedad estupefacta y refractaria a la violencia.

La transición encabezada por Raúl Alfonsín debió afrontar, desde diciembre de 1983, la múltiple tarea de
reorganizar toda la administración pública, las fuerzas armadas y de seguridad, el poder judicial, nombrar los
directorios de las empresas estatales de servicios públicos y de una variedad de organismos autónomos, intervenir
transitoriamente otros como las universidades nacionales y tender a la normalización institucional de una infinidad
de instituciones dependientes del Estado Nacional; ayudar a la instalación de los gobiernos provinciales y
municipales y del Congreso de Nación. Una infinidad de individuos debieron aprender rápidamente los vericuetos
administrativos y reglamentarios de los organismos estatales en un curso acelerado de funcionamiento republicano.
No sólo era el retorno de los políticos a la gestión pública, también lo era la de un partido político que había sido
desalojado del poder, por última vez, en 1966. No abundaban en su estructura expertos o funcionarios con
experiencia de aquella última gestión radical en el gobierno.

En un clima de positivo desafío y entusiasmo se inició la transición, con una alta expectativa social resumida
en aquel slogan de la campaña electoral que pretendía ser una síntesis doctrinaria: “con la democracia se come, se
cura, se educa”.

El gobierno de la transición a la democracia debió complementar los claros requerimientos de reparación


económica y de gestación de una cultura democrática nueva, con el cumplimiento de las promesas hechas en la
campaña política en torno a la reparación de las violaciones a los derechos humanos.

La transición se iniciaba así, con múltiples oportunidades y desafíos para la clase política (nueva); al mismo
tiempo, la propia magnitud de la tarea implicaba un riesgo para toda la gestión.

El resto de los sectores políticos observaba, azorados por la victoria radical, el monto de oportunidades que
una transición implicaba, tanto para beneficio propio como para la estructura de un partido político; el bronce
fundacional para el recuerdo histórico y las ilimitadas posibilidades de conformar estructuras prebendarias que
asegurasen el sostén político.

Si bien no se trataba de algo totalmente novedoso en la Argentina, por la inestabilidad política y la suma de
golpes y restauraciones democráticas del período histórico anterior, los cambios en el escenario internacional y en el
rol de las ahora desprestigiadas Fuerzas Armadas fijaban un horizonte mucho más largo en las expectativas de
gobierno.

Al mismo tiempo, la renovación de la dirigencia ocurrida en el radicalismo, comenzaba a ser imitada


lentamente en el peronismo tras el fracaso de la vieja guardia conservadora, resabio del gobierno derrocado en
1976, que era llamada a retiro.

Se abrían nuevos horizontes políticos y surgía, al menos en apariencia, una dirigencia más moderna, pero
aún con el apego a la estructura tradicional del partido movimientista al estilo del radicalismo y del peronismo.

Esa transición fue el modelo necesario que desataría el efecto de demostración de lo que caracteriza a la
transitoriedad: efecto fundacional e ilimitada capacidad para sostener estructuras políticas, con un ejercicio del
poder discrecional otorgado por la emergencia de la reconstrucción tras la debacle del gobierno anterior; en ese
caso, el gobierno militar que desindustrializó sectores enteros de la economía, perdió una guerra y cometió
atrocidades en el campo de los derechos humanos. Tamaño desastre habilitaba la discrecionalidad sin la contención
de un Pacto Político o nuevo Contrato Social que estableciera las funciones del Estado y fijara coincidencias mínimas.

En el caso de la primera sucesión presidencial, en 1989, luego de producido el triunfo de Carlos Menem seis
meses antes de la fecha establecida para la entrega del poder , el gobierno de Alfonsín se vio inmerso en una
agudizada falta de gobernabilidad que ya había comenzado a padecer tras las elecciones de renovación de diputados
en 1987.

Una diversidad de actores socioeconómicos operó en su propia salvaguarda prácticamente desconociendo la


autoridad del gobierno saliente en un período que se avizoraba muy largo en términos políticos. No faltó cierta
intencionalidad, como por ejemplo el mensaje dado a banqueros internacionales respecto a que el nuevo gobierno
iba a desconocer las obligaciones que contrajera la administración de Alfonsín en ese período, cortando toda ayuda
financiera externa; ni la especulación sobre una próxima moratoria impositiva, que dio por resultado una preventiva
reducción del pago de impuestos y de los aportes al Estado por parte de grandes empresas tanto de capitales
nacionales como extranjeras. Roto el principio de autoridad y con las variables económicas fuera de control, la
hiperinflación trastornó la vida cotidiana.

El adelantamiento de la entrega del poder al Presidente electo fue una necesaria salvaguarda del sistema. El
clima de aquellos interminables días fue de saqueos a supermercados, de barrios enteros armados y en guardia
frente a supuestos ataques de habitantes de otros vecindarios, de una inquietud general preludio de nuevos
movimientos sociales y de formas de acción directa que madurarían a lo largo del período. Otra vez, un ejemplo de
la mejor dinámica para comenzar un gobierno: sobre las cenizas aun ignífugas del anterior.

Para la segunda renovación presidencial del período, en 1995, se utilizaron los medios de difusión y la
amenaza de forzar tanto a las instituciones como a la Constitución para lograr la reelección del presidente en
ejercicio, Carlos Menem. Posibilidad ésta que estaba vedada en la Constitución Nacional de 1853/60 en vigencia por
entonces.

Si bien esta situación no afectó la vida cotidiana del país, la zozobra y la dicotomía entre continuidad de un
gobierno responsable de cierta estabilidad económica y una nueva violación a las leyes, encendió una nueva alarma.

Frente a la posibilidad cierta de una subversión del orden constitucional, no por las armas, pero sí con todo el peso
de un poder político que llegaba hasta la denominada “mayoría automática” en la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, el radicalismo liderado por el entonces ex presidente Alfonsín se avino a pactar una reforma constitucional,
sobre la base de lo que se conoce como Pacto de Olivos .

En este punto, no es necesario ahondar más en dicho pacto y reforma constitucional. Sí, notar que se corría
el riesgo de una especie de golpe institucional, incruento, pues se presuponía que la Corte hubiese habilitado una
interpretación benigna de la Constitución, permitiendo la presentación a elecciones de Menem.

La tercera sucesión presidencial gozó de un clima de mayor normalidad democrática. En 1989, el traspaso de
Menem a Fernando De la Rúa no tuvo el dramatismo de la desesperación social ni la amenaza institucional. Sin
embargo, algo comenzó a gestarse en las huestes peronistas de la provincia de Buenos Aires que, aunque
triunfadoras en la elección a Gobernador, vieron traicionada la candidatura de Eduardo Duhalde a la presidencia;
resultaba obvio que con todo el poder político acumulado por el gobierno de Menem no se habían hecho los
suficientes esfuerzos para apoyar al caudillo de Lomas de Zamora. En latencia quedaban “facturas” políticas por
cobrar. El peronismo bonaerense quedó agazapado y expectante a la espera de su oportunidad; tanto para llegar a la
presidencia de la nación, como para sepultar a su otrora aliado, Carlos Menem.

El poder de movilización del Partido Justicialista de la Provincia de Buenos Aires, frente a tal desencanto, no
asemejaba una prenda de paz para el nuevo gobierno nacional; más bien, se convertía en un frente difícil de
satisfacer y con el cual intentar negociar políticamente. El dramatismo consecuente se generó en una tensa
expectativa y no aseguraba buenos vientos para la Alianza.

En un clima de convulsión social concluyó el gobierno de Fernando De la Rúa en diciembre de 2001. A


diferencia de lo ocurrido con la hiperinflación, los saqueos a los supermercados y la vigilia en armas que signaron el
final de Alfonsín, la crisis de Diciembre de 2001 tuvo su epicentro en los cacerolazos de la clase media enojada con el
“corralito” y la ocupación de la Plaza de Mayo –primero por los ahorristas, luego por una variada masa de sectores
sociales y, por último, por la presencia de militantes políticos de izquierda y del peronismo bonaerense-. Incluso,
dando impulso a la irrupción de nuevas formas de organización social (fábricas recuperadas, asambleas barriales,
agrupaciones piqueteras).

El vacío de poder generado por la desarticulación del gobierno de la Alianza alcanzó a la estructura de
mando de la Policía Federal. Órdenes cruzadas o ausencia de directivas políticas generaron un clima de autonomía
que se tradujo en represión indiscriminada. Cinco muertes en el centro de la capital y un clima similar en las
principales ciudades del país, con la difusión instantánea de los medios de comunicación, quitaron toda posibilidad
de permanencia a los restos del Gobierno de la Alianza que, para entonces, solo era el de un pequeño sector del
radicalismo.

En los días previos, los intentos oficialistas de comprometer a la oposición estaban destinados al fracaso
tanto por la falta de realismo de las propuestas del gobierno como por la posición pasiva de esperar a ver el final
anunciado por parte del justicialismo. Éste último, intuía las ventajas de una nueva situación de transitoriedad, al
mismo tiempo que esperaba revertir la frustración de la derrota de 1989.

Nuevamente, una alta dosis de dramatismo signó el final de un gobierno democrático de este período; tal
vez, el más paradigmático.

Producida la renuncia de De la Rúa, el estado deliberativo de la sociedad argentina y la desorientación de los


políticos, tardaron en encontrar un cauce.

En el término de una semana, se sucedieron cinco Jefes de Estado. Tras la renuncia del Presidente y la
anterior dimisión del Vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez, la línea sucesoria de Fernando De la Rúa se
completaba con el titular provisional del Senado, Federico Ramón Puerta (justicialista por Misiones) , quien asumió
interinamente la presidencia hasta que Diputados y Senadores se reunieran para elegir qué ciudadano iba a
completar el mandato hasta el 10 de diciembre de 2003.

La Asamblea Legislativa (la reunión de ambas cámaras del Congreso), designó Presidente provisional a Adolfo
Rodríguez Saá, varias veces reelecto gobernador de la Provincia de San Luis, a efectos de concluir el mandato 1999 -
2003. En siete agitados días, asumió, recibió a diferentes interlocutores, declaró la cesación de pagos de una parte
de la Deuda Externa, vivenció la falta de apoyo de quienes habían convalidado su designación y renunció, no sin
antes dar ligeras pautas de futuros proyectos para fundar una “nueva” Argentina.

Frente a esta nueva abdicación, y con la Liga de Gobernadores peronistas actuando como sustituto de las
estructuras partidarias del justicialismo, quien había quedado en la línea sucesoria y ya había asumido entre De la
Rúa y Rodríguez Saá, el Senador Federico Ramón Puerta, también renuncia.

Por ello, la sucesión institucional recayó en Eduardo Camaño (PJ, bonaerense) Presidente de la Cámara de
Diputados, con la misión constitucional de convocar nuevamente a la Asamblea Legislativa. Allí, los diputados y
senadores que respondían políticamente a los gobernadores peronistas que se habían resistido a encumbrar a
Eduardo Duhalde, perdedor en la elecciones de 1999, sucumbieron ante la presión de los bonaerenses y su
capacidad de movilización (que servía tanto para frenar a grupos de izquierda como para mostrar su apoyo al
candidato renacido tras la derrota).

Duhalde asumió la presidencia y desató un nuevo “dramatismo” transformando el corralito en corralón y


dando por concluida la convertibilidad con corridas cambiarias que no por nuevas dejaron de ser espectaculares.

Una vez en el poder, Duhalde tenía dos temas comprometidos sobre los que prestar atención mientras repetía el
ritual de la transitoriedad sobre las estructuras del Estado: por un lado, vigilar la marcha de la economía tras la
debacle desatada sobre un largo período recesivo; por el otro, estar muy atento a evitar represiones indiscriminadas
como las que apuraron el final del gobierno de la Alianza.
En un clima nunca del todo apacible, a lo largo de su mandato tuvo lugar la mayor sucesión de marchas,
demostraciones y ocupaciones de la vía pública llevadas a cabo por diferentes tipos de actores sociales.
Metodologías surgidas con los primeros piquetes de Cutral Có (Neuquén) y General Moscón (Salta) , fueron luego
amplificados por la crisis de diciembre de 2001 adquiriendo una dinámica propia, pre revolucionaria en algunas
visiones y entorpecedoras de la vida social en otras.

En la escalada de este tipo de acciones, los sucesos del Puente Pueyrredón (que une el sur del conurbano
bonaerense con la Capital) que concluyeron con los asesinatos de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío
Santillán pusieron en aprietos al gobierno. Con la economía tibiamente encaminándose gracias a la designación
forzada de Roberto Lavagna en reemplazo de Jorge Remes Lenicov en el Ministerio, la cuestión de la seguridad y la
ocupación de la vía pública quedaban en el centro de la agenda política. Elegido por su supuesta capacidad para
encaminar la convulsión social del conurbano y frente al fracaso en esa área, Duhalde puso fecha anticipada al final
de su interinato.

Con la opinión pública nuevamente convulsionada por el dramatismo amplificado por las imágenes, la
próxima alternancia asomaba con una nueva excepcionalidad; por tercera vez el futuro presidente debería hacerse
cargo de completar un mandato previo al período para el que fuera a ser elegido . La campaña electoral quedaba
teñida de una nueva situación crítica para la normalidad constitucional.

El resultado de los nuevos comicios favoreció, aunque por un margen menor al esperado, al ex presidente Menem
que, en una nueva interpretación forzada de la Constitución Nacional, se presentaba para asumir antes de los cuatro
años de haber concluido su último mandato. A pesar de ello y del escarnio al que fuera sometido por los medios de
difusión, por el gobierno de la Alianza y por el de su acérrimo enemigo Duhalde, obtuvo un 35 % de los votos. Dicho
resultado obligaba a un desempate electoral con el segundo, el delfín apadrinado por Jefe de Gobierno saliente, el
Gobernador de la provincia de Santa Cruz, Néstor Kirchner.

Habiendo vivido aquel insuficiente triunfo electoral como el presagio de una futura derrota, Menem dejó el
ballottage inconcluso, resignando su presentación para la segunda vuelta.

De tal forma, el santacruceño asumió la presidencia con solo el 22% de votos; una situación que no se verificaba
desde la década de 1960 . Ello condicionó las acciones del nuevo gobierno y hasta la psicología del personaje; partía
de una situación de debilidad provocada por la reticencia de Menem a dejarlo convalidar una mayoría electoral en
los comicios de la segunda vuelta.

Kirchner iniciaba en mayo de 2003 un interinato hasta completar el período presidencial de De la Rúa en diciembre
del mismo año, para luego cumplir con un mandato de cuatro años hasta el 10 de diciembre de 2007.

Estas alternancias y reelecciones, (de Alfonsín a Menem, la reelección forzada en el Pacto de Olivos, la ruptura
peronista por la sucesión de Menem, el final del gobierno De la Rúa, la semana de los cinco presidentes, el final del
interinato Duhalde, el frustrado ballottage y el interinato de Kirchner) dieron forma a la dinámica de la
transitoriedad. Fueron una práctica histórica que convalidó la generalización de la primera experiencia del período
(del autoritarismo a la democracia) a todas las sucesiones presidenciales posteriores.

En todas ellas, se arrastraron “dramatismos” propios de un “golpe militar” o del traspaso a la democracia por
un fracaso crítico de las FFAA en el ejercicio del gobierno como las ocurridas entre 1930 y 1983.

La instalación de estas prácticas en la cultura política argentina tuvo lugar por cambio de signo político entre uno y
otro gobierno, por reemplazo del “líder” o presidente cuando un mismo partido logró el triunfo electoral, o
simplemente por conveniencia ante la opinión pública.
Tantas peripecias políticas y tanta afectación de la vida cotidiana de la sociedad contaron con el beneficio de un
contexto internacional pro democrático y de la inexistencia de las FF.AA. como actor decisorio. El componente
internacional de otras crisis habidas en la historia argentina quedó en un segundo plano frente al nuevo contexto
propiciatorio de la resolución republicana y soberana de los conflictos de las Jóvenes Democracias.

Los políticos oscilaron entre la impericia y la intencionalidad para remedar los conflictos provocados por la misma
dirigencia.

En estos años se forjó una dinámica. La aspiración política de hacerse del Estado para generar una instalación
avasalladora sobre sus estructuras, motivó un juego destructivo entre oficialismo y oposición, redundante en la
búsqueda de la crisis y el caos. La sociedad asistió con un convencimiento general en torno a los valores
democráticos (como se verá más adelante) pero, ahora, fijando nuevos temas en la agenda de los gobiernos y dando
lugar al surgimiento de nuevos actores sociales.

El peronismo no pudo perdonar que fuera el radicalismo quien inaugurara esta nueva Era Democrática. Los sucesivos
dirigentes que siguieron liderando la política argentina parecieron no tolerarse y mucho menos convivir unos con
otros.

En todos los casos se judicializó al gobierno anterior haciendo pasar por Tribunales a algunos de sus miembros
(sobre denuncias tanto valederas como falsas) para acrecentar el juicio social negativo sobre el gobierno anterior. Se
utilizaron parámetros comparativos para desacreditar, denunciando herencias catastróficas. Se buscó, en suma, la
destrucción del opositor latente que hay en cada ex presidente.

2 TRANSICIÓN Y ALTERNANCIAS

Los problemas de la transición y de las alternancias

En la alternancia entre gobiernos existen una serie de problemas derivados de la propia fragilidad
institucional. A los que se agregaron los conflictos derivados del traspaso entre un gobierno militar y uno civil en los
inicios de la transición.

Al concluir la Guerra de Malvinas, el poder político de la dictadura militar prácticamente se evaporó. El


régimen (1976-1983) entró en una rápida descomposición por la reticencia de cada una de las Fuerzas Armadas a
asumir las consecuencias de gobernar en esa etapa, por la carencia de aliados civiles que rápidamente se
despegaron de los militares y por la orfandad en que el régimen había quedado en el contexto internacional.

El último tramo del PRN le fue encomendado al General Reynaldo Bignone, ausente del país durante la
guerra, que tomó bajo su responsabilidad la salida electoral, con el tiempo mínimo para la reorganización de los
partidos políticos , la organización del acto electoral y el traspaso del poder. Todas cuestiones para las que los
militares no habían diseñado plan alguno desde la irrupción de la dictadura.

En retirada, los estamentos tanto militares como civiles que tuvieron a su cargo la conducción de la
administración pública y de los organismos dependientes del poder ejecutivo nacional, como así también de las
provincias, no propiciaron un orden completo y responsable para el traspaso de los asuntos públicos a la siguiente
administración.

Cuestiones administrativas de mayor o menor envergadura fueron ocultadas, tergiversadas o directamente


no recibieron atención durante la última etapa. Algunas por desidia, otras intencionalmente. La ausencia posterior
de registros de detenidos-desparecidos, de combatientes en Malvinas o de deudores de obligaciones externas fue
parte de aquel desorden administrativo. Al mismo hubo que agregar (tal como se mencionó en el Capítulo 1), la falta
de experiencia de los nuevos cuadros políticos que accedían a los cargos de conducción en la administración pública.

El gobierno radical recibió, entonces, un Estado desacreditado, desordenado, escaso de poder efectivo, con
cuadros subordinados (como en las fuerzas armadas o en las de seguridad) sumidos en sus propias crisis internas.

Los objetivos a desarrollar en lo inmediato incluían: adquirir el manejo del funcionamiento estatal
burocrático y político, reestableciendo un mínimo principio de autoridad ausente; la obtención de reaseguros para la
estabilidad de corto plazo del gobierno y de largo plazo para el sistema; atender a las “herencias” que menoscaban
las capacidades del Estado, tratando de revertirlas o, al menos, de manejarlas; atender a las expectativas sociales,
tratando de que no fueran tan altas como para incumplirlas ni tan bajas como para evitar el descreimiento en el
sistema y en el gobierno

Un cúmulo fundacional para una organización estatal completa. Las mismas debilidades que representaron
aquellas carencias podían transformarse en oportunidades para el acto fundacional de una democracia que se
esperaba más permanente que en las anteriores salidas electorales.

Aquellas debilidades se encontraban en la pérdida de capacidades del Estado en su conjunto como


organizador y guía del orden social. Un complicado aparato burocrático sin poder efectivo, a merced de las presiones
e intereses de diferentes actores sociales; deudas materiales y morales respecto de un ideal contrato social no muy
explicitado y si muy cuestionado.

La oportunidad consistía en moldear un Estado dándole una impronta propia de las características del
partido político que asumía tal tarea y de su propio ideal de sociedad.

Entre la carencia de recursos y las debilidades, las posibilidades de aprovechar la oportunidad dependían, en
principio, del tiempo que se dispusiera para llevar adelante políticas concretas que no estaban prediseñadas más
que en un nivel declamativo muy genérico.

El restablecimiento del funcionamiento estatal debió abarcar, no sólo a la administración pública y los
organismos descentralizados dependientes del Ejecutivo; la acción del gobierno debía procurar que aquellas tareas
fueran realizadas también en el Poder Judicial, en el Poder Legislativo, en los Estados provinciales y municipales.
Especial atención debía prestarse, luego del PRN, a la reorganización de las fuerzas armadas y de las fuerzas de
seguridad.

Tanto aquellos objetivos como estas áreas sobre las que se debía (y se podía) actuar, quedaban bajo el
escrutinio público de las expectativas sociales, de los medios periodísticos en su nuevo rol y de un amplio espectro
político, incluido el propio partido en el gobierno.

La oposición política era necesaria en la reinvención del juego republicano democrático; pero, el peronismo
entró rápidamente en una crisis producto de su primera derrota electoral, con una dirigencia antigua y cuestionada,
y sectores que tímidamente apuntaban a una lenta renovación que tardaría en concretarse.

A lo largo del período 1983-2007 la dirigencia política añoró e hizo lo posible por reproducir las condiciones
para obtener la oportunidad de moldear el Estado intentando reiterar las situaciones iniciales de la transición. No
sólo la cuestión del restablecimiento de las funciones del Estado; además, se trató de dejar su impronta histórica en
la economía, la política y la cultura. Todos los beneficios posibles de una situación de reorganización tras una crisis
son parte central de la condición de transitoriedad.

Las alternancias del período tendieron a repetir el esquema inicial de la transición, básicamente por tres
motivos: la ambición de discrecionalidad del triunfador, el legado malicioso del gobernante saliente y la acción
opositora de la campaña electoral.

Restablecimiento de las funciones estatales

La tarea más silenciosa y menos expuesta ante la opinión pública que cualquier gobierno debe confrontar al
comenzar su gestión es el relacionado con el funcionamiento burocrático de todos los estamentos del aparato
estatal. Puede parecer un tema menor en una sociedad estable y normalizada, pero este ha sido siempre traumático
tanto para la burocracia como para el poder político en la Argentina.

El Estado moderno es la herramienta que cohesiona y organiza a la sociedad. En parte, queda al arbitrio de la
circunstancial administración de un gobierno y, en general, de sus propias pautas de funcionamiento, su dinámica y
su tradición, en aquello que no es resorte decisorio de la instancia política.

Hay, por lo tanto, una parte de funcionamiento dependiente de la autoridad política y otra derivada de las
reglamentaciones que establecen sus funciones. Al menos, eso es lo esperable de un aparato burocrático complejo,
con infinidad de cuestiones a atender; especialmente, luego de una etapa histórica en que los Estados se cargaron
de funciones de regulación en diferentes (o casi todas) las áreas sociales y económicas.

La proliferación de funciones y la legitimación del rol regulador, hicieron del Estado un enorme y complejo
sistema.

Aquella condición adquirida también por el Estado argentino se hizo aún más compleja por los avatares
históricos nacionales; una alta inestabilidad política en el período de ampliación de sus funciones, (desde la crisis de
1930 hasta los años ochenta), y un Proceso de Reorganización Nacional que, como quedó dicho, concluyó en un gran
desorden, propio del vacío de poder que produjo.

Además de las áreas tradicionales de la burocracia administrativa, quedaron bajo responsabilidad política en
el período iniciado en 1983, la operatividad y la conducción de las fuerzas armadas y policiales, y el auxilio
organizativo y financiero a los poderes legislativo y judicial, a las gobernaciones y a los municipios de todo el país. Sin
obviar el cúmulo de organizaciones dependientes del Poder Ejecutivo y las empresas estatales antes de sus
privatizaciones.

A lo largo de período 1983 - 2007, en cada alternancia, puede haber sido necesario sostener aquello que
venía funcionando aceptablemente bien, especialmente si hubo una crisis previa; continuar con la tarea y la
organización tal como venía desempeñándose hasta entonces en el ideal de los casos o reestablecer su funcionalidad
si hubo algun tipo de “catástrofe” política que desarticuló la burocracia.

No contando con estamentos medios permanentes profesionalizados, la burocracia se compone de cuadros


históricos categorizados, un número variable de empleados “contratados” por cada gobierno con plazos laborales
preestablecidos, jefaturas de direcciones sumamente dependientes del poder político, secretarios políticos
designados por el ministro del Gabinete presidencial.

La burocracia de la administración pública nacional se ha ido incrementando, en términos generales, por


tres motivos: por necesidad, por cuestiones de eficiencia o por razones políticas. Ha sido una necesidad histórica por
la complejización de las actividades a su resguardo; su eficiencia casi siempre ha sido considerada poco comparable
con el de la actividad privada y los regímenes laborales que así lo atestiguan dieron lugar a más empleados ; la
necesidad política de cada administración alimentó también el empleo público.

Todo ello, en un contexto histórico de uso del empleo estatal para amortiguar el desempleo generado por
diversas circunstancias de la evolución económica del país, al amparo de las concepciones de Estado de bienestar .

En su conformación se encuentran capas sucesivas de funcionarios de escalafón, elegidas políticamente por


el gobierno de turno como una forma de tener un reaseguro de lealtad política y de perduración cuando el partido o
el líder fueran desplazados del poder.

Alguna eventual baja en el número de agentes dependientes del erario público pudo haberse dado al
compás de las políticas de descentralización (como el de las escuelas municipalizadas y la desarticulación de los
organismos reguladores) y de las privatizaciones; luego, los índices volvieron a equilibrarse.

Paralelamente, los asuntos de administración estatal se han ido complejizando al ritmo de nuevas
disposiciones, nuevas áreas y nuevos asuntos a atender.

Por otra parte, los cambios permanentes en las orientaciones de políticas públicas generan un núcleo
resistente difícilmente modificable, gravoso para la aplicación de políticas nuevas y que, por lo tanto, constituye su
propio poder facilitando o impidiendo políticas.

Además, por su conformación, existen pocos expertos. Quienes generalmente adquieren amplio dominio
sobre reglamentaciones y su aplicación, lo son por antigüedad y predisposición personal, y no por preparación extra
o capacitación en servicio.

Por estas características, la burocracia estatal muestra una profunda dependencia del orden político para
actuar, debido a que su funcionamiento muestra no estar todo lo automatizado que sería deseable (desde un
trámite aduanero hasta una habilitación municipal). Al mismo tiempo la burocracia detenta un poder propio para
acelerar, impedir o modificar políticas. En buena medida, esto se debe a la ausencia de continuidad en políticas de
Estado perdurables en el tiempo.

Cada nuevo régimen político, cada nuevo gobierno, cada nuevo ministro, cada nuevo secretario dispone
modificaciones en puestos reservados a las designaciones políticas y también a los cargos más altos del escalafón.
Además, la categoría de “empleados contratados” le permite al funcionario salvar la falta de autoridad cubriendo
puestos con personal leal, relegando o superponiendo funciones de la planta de personal permanente. Aquellos
“contratados” constituyen una de las cuestiones centrales de la transitoriedad: los gobiernos salientes tienden a
efectivizarlos antes de irse como pago por su lealtad y para continuar teniendo relevancia en la administración
pública; la administración entrante, en cambio, necesita de aquellos espacios para ubicar a sus propios partidarios.

En especial al inicio del período, pero también cuando la alternancia se dio con sectores políticos inexpertos
en el manejo cotidiano de la “cosa pública”, pocos partidos tienen cuadros militantes preparados, que hayan tenido
experiencia, que cuenten con relaciones dentro del aparato burocrático, que tengan afinidad con los gremialistas del
personal del Estado.

Ha habido intentos por unificar esta burocracia en un funcionamiento más independiente de los avatares
políticos. Durante el gobierno de Alfonsín se fundó el Instituto Nacional para la Administración Pública (INAP) en la
búsqueda de imitar el modelo francés de Agentes Gubernamentales; se trata de un cuerpo seleccionado por
concurso, apartidario, de profesionales en diversas carreras de nivel universitario, que realiza un intenso curso de
posgrado, y que luego es destinado a diversos organismos. A diferencia de lo ocurrido en Francia, estos agentes
complementan y asesoran pero no reemplazan a las estructuras políticas.

En la mayoría de las provincias la situación es diferente; en ellas las capas aluvionales de la burocracia
tienen, en general, un mismo origen político conservador populista más afín al peronismo. Se constituyó más ligado
a los caudillos locales que a la estructura orgánica de partidos políticos nacionales; se trató de planteles más
imbricados con la pertenencia a partidos locales o a personalismos presentados como agrupaciones provinciales. Ese
aparato fue funcional a los gobiernos militares.

Cuanto más crítico sea el marco de una alternancia, más parecida será la oportunidad de modificar
estructuras y nombrar funcionarios leales, especialmente en el nivel nacional y en los grandes distritos.

Los cargos de Secretarios y Subsecretarios de cada dependencia ministerial son netamente políticos y, por lo
tanto, designados por la autoridad política. Muchas veces, en función de visiones o necesidades políticas
presidenciales (como darle lugar a diferentes corrientes internas o aliados dentro del Gabinete), el reparto de cargos
no guarda coherencia con designaciones antagónicas entre uno y otro de esos cargos. Diferente es la situación frente
a las Direcciones Nacionales en Ministerios y organismos descentralizados, pues estos tienden a ser parte del
escalafón burocrático; aun así, la decisión política usó su poder para conseguir o sostener lealtades y en función del
reparto entre sectores internos de la coalición o partido gobernante. Algo similar ocurre con cargos en empresas o
bancos públicos, en donde la pertenencia a los Directorios está mucho mejor remunerada que los cargos en el
Gabinete presidencial o provinciales.

Por esto último es que se ha producido casi permanentemente el abuso de la figura de “intervención” para
evitar la “normalización” que presupone el origen de los cargos por sus propios estatutos, especialmente en
organismos descentralizados (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, Instituto Nacional de Tecnología
Industrial, por ejemplo), empresas y bancos.

Estos recursos para la conformación operativa de la burocracia estatal, entre los que describimos la figura de
la Intervención, las designaciones propiamente políticas, la promoción a las Direcciones Nacionales y el recurso del
“contrato”, fueron propios de los inicios de la transición a la democracia. Indudablemente, la necesidad de poner en
marcha la administración se conjugó con la enorme posibilidad de reparto de favores políticos y obtención de
lealtades (que sirvieran para la acrecentar la gobernabilidad). Esta combinación, añorada en las alternancias, es una
de las motivaciones de la búsqueda de la condición de transitoriedad; esto es, repetir aquellas posibilidades iniciales
para cooptar la mayor parte del aparato estatal. No importa si se trata de empezar de nuevo; toda empresa
fundacional lo requiere y lo merece, conceptualmente, en esta cultura de la política argentina.

En el Poder Judicial, la transición tiende a generar una revisión de la titularidad de los juzgados de
determinados fueros y de los miembros de la Corte Suprema de Justicia designados por el gobierno militar en
retirada.

Desde la Acordada de la Corte Suprema en 1930 por la que se legitimó el Golpe militar de Uriburu contra el
régimen democrático y la Presidencia de Yrigoyen, se subordinó la justicia a los vaivenes del Poder Ejecutivo. La
Corte avaló el Golpe obviamente inconstitucional y consiguió preservarse a si misma dando lugar a una cuestionable
doctrina de subordinación a los poderes de facto; ese hecho legitimó la práctica posterior de los reiterados golpes
militares y el uso de las modificaciones por renuncia (ofrecida o exigida) de los miembros de los principales
tribunales cada vez que el sistema política sufría un cimbronazo.

Aquella Acordada señaló el rumbo de una Corte y de juzgados que obviaron, por supuestas razones
superiores del interés nacional, los eventuales delitos de los gobernantes; tanto los relacionados con la violación de
la Constitución mediante el golpe de Estado, como los delitos comunes, económicos, administrativos o penales en
que pudieran haber incurrido militares y políticos en el ejercicio del poder.

Luego, este uso y costumbre de las renuncias ofrecidas por quienes habían sido nombrados por un gobierno
derrocado u obligado a una apertura electoral, o exigida por un nuevo régimen al instalarse, sentó las bases de la
disponibilidad para nombrar con discrecionalidad a los responsables del Poder Judicial.
Por ello, el poder republicano que debiera tener mayor estabilidad ha sido afectado por la sucesión de
cambios instaurados por cada golpe y por cada restauración electoral. La justicia en el período 1983 – 2007 no
escapó a esta inestabilidad.

Los gobiernos constitucionales dependían de contar con la mayoría suficiente en el Senado o de su


capacidad de negociación con la oposición, para lograr acuerdos para el nombramiento constitucional de los jueces y
para su eventual remoción.

Dicha tarea quedaba a cargo, hasta la reforma constitucional de 1994, de una Comisión del Senado de la
Nación, en la que se prestaba “acuerdo” para las designaciones, según la propuesta de ternas elaboradas por el
Poder Ejecutivo. A partir de entonces uno de los principales cargos en el Congreso fue el de la Presidencia de la
Comisión de acuerdos del Senado que se ocupaba de los nombramientos de jueces y de los ascensos militares.

Tanto por el cúmulo de designaciones como por la estructura inicial de las comisiones del Senado, la primera
presidencia de la transición adquiría un valor relevante en esta dinámica de transitoriedad.

Por su parte, el Consejo de la Magistratura es una institución incorporada tras la última reforma
constitucional que resume funciones anteriormente propias de las comisiones del Senado y que hasta entonces
correspondían a la Corte Suprema; está conformada por diputados, senadores, delegados del Ejecutivo y de las
asociaciones profesionales de abogados. La conformación original fue modificada por el Gobierno de Kirchner, bajo
el argumento de otorgarle mayor ejecutividad cambiando su integración, reduciendo la participación de la oposición
y de las instituciones representativas de los abogados. Tanto en la transición como luego en tres de las alternancias
se produjo una revisión de los estamentos judiciales, con énfasis en la Corte Suprema. Además, especial atención
despertaron la titularidad de los juzgados Contencioso Administrativo Federal, Penal Económico, los Fueros
Federales del Interior y la Cámara y Justicia Nacional Electoral.

El interés en los mismos se centra en un puñado de razones; la competencia electoral y administrativa


nacional en vistas a la perdurabilidad de los mandatos y en términos más espurios a su “gobernabilidad” como
capacidad para realizar sus políticas sin la irrupción judicial. En las provincias, para sus propias Cortes y tribunales, se
reproduce lo descrito para la Nación con los juzgados federales.

Por otra parte (según se verá en Herencias y Legados), la práctica política del período muestra que ha sido
importante, mientras se detenta el poder, asegurar buenas relaciones con jueces que pueden, luego, ser quienes
lleven las causas que seguramente la oposición o el próximo gobierno intentarán llevar adelante en la justicia.

Durante el período, considerando solamente lo ocurrido con la Corte Suprema, puede observarse esta
conducta de transitoriedad y búsqueda de discrecionalidad. Con Alfonsín la Corte se conformó con 5 miembros,
elegidos entre los mejores juristas del país, con arreglo político, tanto por la participación de la oposición peronista
que se reservó el manejo de la Comisión de Acuerdos, como por el origen político de sus miembros que no ocultaban
su filiación a diferentes corrientes partidarias.

Con Menem la oposición debió resignarse a la ampliación de la cantidad de miembros de la Corte. En la


búsqueda de discrecionalidad en el marco formal de continuidad constitucional el menemismo logró incorporar
cuatro nuevos cargos con lo que alcanzó una “mayoría automática” para la aprobación de discutidos fallos proclives
al gobierno y a empresarios ligados al mismo.

Kirchner, luego de la crisis de Diciembre de 2001, el default declarado por Rodríguez Saá y la devaluación
realizada por el gobierno de Duhalde, inició su mandato con un mensaje defensivo y a la vez intimidatorio, realizado
por cadena de radio y televisión, con el objetivo provocar renuncias en la Corte Suprema. Había una necesidad
política de contar con un respaldo judicial frente al vendaval de demandas entabladas por particulares contra los
efectos del corralón y de la pesificación asimétrica posterior a la devaluación de comienzos de 2002; la Corte
anterior, menemista, supuestamente extorsionaba al gobierno con posibles fallos que hubieran puesto en jaque la
lenta recuperación de la economía.
Además, pesó en los reemplazos propuestos por Kirchner frente a las renuncias obligadas, el intento de dar
respuesta a la imagen pública que se había instalado respecto a la supuesta venalidad de los ministros de la Corte,
impulsado todavía (hasta alcanzar mayor respaldo popular en las elecciones legislativas de 2005) porque su proceso
de instalación en el poder estaba signado por el 23 % de votos obtenidos en la primera vuelta electoral de 2003 (sin
la segunda votación de la que lo privó Menem).

Previo a ello, una clara imagen había quedado en la opinión pública. En los años de esplendor y poder
omnímodo del menemismo, el entonces Ministro del Interior, Carlos Corach, habría hecho alarde de los jueces que
tributaban al Ejecutivo y eran permeables a sus necesidades. Aquella anécdota periodística quedo inmortalizada en
“la servilleta de Corach” en la que se anotaron aquellos jueces federales disciplinados con el Ejecutivo, en una
muestra de discrecionalidad y transitoriedad.

Aún así, tanto la Corte designada durante el gobierno de Alfonsín, como la nombrada durante el período Kirchner, se
componían de reconocidos e incuestionables juristas.

El restablecimiento de las funciones de las Fuerzas Armadas dentro del esquema republicano tuvo, al inicio
del período, una extraordinaria complejidad. No sólo por la especial situación histórica del Ejército resumida en la
consigna de ser “anteriores a la patria” (al fijar su surgimiento en las Invasiones Inglesas -1806/1807-) que le daba
una pátina de autoridad sobre toda la sociedad, sino por las cuestiones abiertas dejadas por el Proceso de
Reorganización Nacional. Tres grandes temas quedaron en un debe muy difícil de justificar y sin una conducción
capaz de asumir el momento de su balance final: la derrota en Malvinas, la cuestión de los derechos humanos y los
saldos del proceso económico encarado por Martínez de Hoz.

El nuevo orden surgido de las elecciones de octubre de 1983 suponía la subordinación militar al poder
político. En la compulsa electoral, sobre la opinión pública también se dirimieron dos concepciones al respecto. Una
tradicional, encarada por el peronismo, que proponía un manto de perdón y olvido sobre el pasado; el respeto
político a la auto amnistía dictada por los últimos jerarcas de la dictadura. Por el otro lado, una política condenatoria
de las violaciones a los derechos humanos encarnada por Raúl Alfonsín.

El discurso que cautivó a la mayoría del electorado se aferró a los principios constitucionales y al recitado de
su Preámbulo, expresando una política sobre derechos humanos que resultaba novedosa; planteada dentro de
canales judiciales tendía a despolitizar dando un marco de juzgamiento inexistente hasta entonces y con derecho a
defensa. Diferente a la solución buscada para hallar responsabilidades en la derrota en la Guerra de Malvinas, en las
que se dejó actuar a los reglamentos e instituciones militares.

Alfonsín, durante la campaña y en los inicios de su presidencia, encarnó la lucha mucha veces clandestina de
un cúmulo de organizaciones defensoras de los derechos humanos surgidas durante la dictadura, de las que él
mismo fue participe.

El restablecimiento de las instituciones democráticas hizo que los juzgados de todo el país quedaran
habilitados al tratamiento de las denuncias por violación a los derechos humanos presentadas por diferentes
damnificados. El gobierno, por su parte, creó una comisión de notables para investigar el tema, la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (Conadep) que elaboró un informe tomado como base para realizar el
juzgamiento de las primeras tres Juntas militares que gobernaron la mayor parte del PRN. El juicio a las juntas tendía
a dar cumplimiento a la palabra empeñada en la campaña electoral y, al mismo tiempo, acotar las responsabilidades
en las cúpulas.

Sin embargo, organizaciones y particulares iniciaron causas judiciales contra una enorme cantidad de
militares, policías y civiles acusados de haber sido torturadores y de haber provocado la desaparición de personas
durante la dictadura. La cantidad de militares implicados representó un terremoto con epicentro en las fuerzas
armadas y enormes repercusiones políticas; militares que se sentían acosados por el descrédito público que el
Gobierno no desalentaba como se pretendía y por los coletazos, aún frescos, de la Guerra de Malvinas.

Presiones primero y levantamientos después pusieron a prueba tempranamente el temperamento de la


nueva democracia.

Por lo tanto, el cuadro de situación de las Fuerzas Armadas al iniciarse la transición se componía de
elementos propios de la forma en que se desmembró el régimen militar y de los agregados por el funcionamiento
constitucional de la justicia. Las principales cuestiones que inquietaban el panorama militar eran: la ruptura de la
cadena de mandos por la desconfianza instalada respecto a la conducción de la guerra tanto por los Estados
Mayores como por muchos (pero no todos) oficiales en el campo de batalla; la actitud de las cúpulas de no asumir
sus responsabilidades en la represión, abonando la tesis de los “abusos” en que se habría incurrido por fuera de las
órdenes; las falencias de la doctrina militar implementada hasta entonces con hipótesis de conflicto fallidas; las
consecuencias sociales y económicas del PRN.

Los reclamos fueron de fuerte impacto emocional por la reivindicación que solicitaban tres niveles
diferentes: el de los ex combatientes de Malvinas, el de ex jerarquías y militares retirados pretendientes de una
visión positiva de la represión y la de los ex represores por los juicios por violaciones a los derechos humanos.

Desde allí y a lo largo de todo el período, comenzó la búsqueda del General, el Almirante o el Brigadier
“democrático” que se aviniera a reconocer la autoridad constitucional del Presidente como Comandante en Jefe de
todas las Fuerzas. Más adelante se requeriría también poseer una cierta interpretación histórica para completar el
cuadro de aptitudes necesario para conducir bajo el imperio de la Carta Magna Nacional.

Alfonsín se enfrentó, entonces, con las presiones y con la espectacularidad de los levantamientos de
Mohammed Alí Seineldín y Aldo Rico; con fuerzas supuestamente leales que no reprimieron porque, en el fondo,
esperaban doblegar al poder político respecto a los juicios en curso y a la restauración del honor social de los
militares. A pesar de los típicos juegos opositores del arco político, esta etapa de la transición contó con la
participación de la renovación peronista en la defensa popular del gobierno democrático durante la Semana Santa
de 1985 y con la interferencia declamativa pero con anuencia parlamentaria para la sanción de las leyes de
Obediencia Debida y Punto Final. Estas últimas, congelaron por casi tres lustros buena parte de los juicios por
violaciones a los derechos humanos. Fueron acciones que opacaron el logro radical que significó el histórico juicio a
las Juntas del Proceso.

Este inicio de la transición en el tema militar dejó improntas en el cuerpo político y una lenta pero profunda
revisión entre los propios militares. Incluso, permitió la sanción de una más moderna Ley de Defensa Nacional que
sólo veinte años después pudo ser reglamentada.

La transición se fue haciendo, en el aspecto militar, tratando entre políticos y militares de preservar a las
Fuerzas Armadas, cumplir con las promesas electorales y atender a los reclamos sociales, paralelamente a una
modernización pendiente desde el fracaso bélico de Malvinas. Todo ello, cuidando que para la opinión pública no
fuera un tema prioritario o demasiado expuesto.

El asalto al cuartel de La Tablada por parte de un grupo guerrillero, a comienzos de la década menemista, y la
consiguiente represión militar para reconquistar dicha plaza con apoyo del cuerpo político, sumado a la paralización
de los juicios por efectos del “punto final” y los indultos dictados por Carlos Menem, trajeron un sosiego en este
frente. Ello permitió (junto a la aparición proverbial del General Martín Balza al frente del ejército, precedido del
respeto por su actuación en Malvinas), resolver algunas cuestiones de la modernización de la doctrina castrense y
del mea culpa militar que era necesario y esperado por la sociedad.

Lentamente, el presupuesto militar se redujo en lo operativo. Pero hizo falta una intensa campaña
periodística en torno al caso Carrasco para proceder a un importante cambio; la abolición del Servicio Militar
Obligatorio modificó la relación de la sociedad para con los militares y permitió a éstos abocarse a una profunda
revisión de su organización.

Frente a la sociedad (y en el contexto internacional) las FFAA quedaron en una situación de extrema
debilidad.

Los inicios de la transición con las dificultades que debió afrontar Alfonsín marcaron el punto álgido de la
adaptación militar al régimen republicano. Más conciliador, Menem desarrolló una política pendular de intercambio
de fidelidad por prebendas. Los indultos, ciertos mensajes ideológicos afines, el elogio al General chileno Augusto
Pinochet, el negocio de la venta de armas, el nuevo rol en las misiones de los cascos blancos de las Naciones Unidas,
la participación en la Guerra del Golfo, sopesaron en un platillo de la balanza; en el otro, el fin del servicio militar
obligatorio, la falta de presupuesto, la reinterpretación histórica y la novedosa subordinación democrática de Balza.

En el gobierno de la Alianza, al igual que en otros sectores de la política de Estado, hubo una ausencia de
política específica.

En cambio, una política de reivindicación de los años 70´s, del Gobierno de Néstor Kirchner, extremó la
revisión de antecedentes y dio muestras forzadas de subordinar el poder militar hasta con gestos de humillación , o
cuando revisó con justa causa la función de los Servicios de Inteligencia de la Armada.

Todo el marco de la transición y las diferentes alternancias estuvo signado por la búsqueda política del
“general” conocido, amigo, afín ideológicamente, capaz de pasar el filtro del Congreso. Para ello, hicieron falta varias
“purgas” de cohortes enteras.

Los gobiernos de Alfonsín y Menem sirvieron, en definitiva, para subordinar el foco más claro de
interrupciones democráticas.

Por su parte, tras los levantamientos carapintadas y el aquietamiento del frente militar de la política
argentina, las denominadas Fuerzas de Seguridad ocuparon casi permanentemente la agenda nacional.

Las fuerzas de seguridad (policía federal, policías provinciales, gendarmería y prefectura), estuvieron durante el PRN
bajo el mando de las Fuerzas Armadas.

De tal forma, a los tradicionales focos de corrupción y modos de funcionamiento particulares de cada fuerza, se le
sumaron metodologías y vicios operativos propios de los instrumentados durante la represión.

Algunas formas de corrupción preexistentes se incrementaron y adquirieron la rigurosidad de acciones prescritas;


supuestamente, represión del delito en función de completar estadísticas, connivencia con delincuentes organizados
según los diferentes estamentos, complicidad en cierto tipo de delitos como la prostitución, el juego clandestino,
sustracción y venta de repuestos de automóviles, tráfico de drogas, contrabando.

La convivencia con mandos militares llevó a la sofisticación de la complicidad con el delito y la corrupción. Ejemplo
de ello fue la policía bonaerense; durante la represión militar fueron entrenadas y utilizadas para hacer de soporte a
los grupos de tareas militares, aprendieron a establecer zonas liberadas con silencio de radio y ausencia de patrullas
mientras se llevaba a cabo un operativo clandestino, se acostumbraron al reparto del botín obtenido en un
allanamiento a modo de premio o sobresueldo como algo propio de la actividad específica. Cuando no, a la
apropiación de recién nacidos.

Aquellas formas de corrupción estaban principalmente concentradas en el área del conurbano bonaerense. El
Gobernador Armendáriz (1983-1987) evitó las grandes purgas de oficiales y de agentes corruptos que hubiesen
provocado acefalía y le hubiese quitado operatividad a dicha policía, además de restarle lealtad al poder político y
una ruptura de la cadena de mandos. Muchos de los delitos, con complicidad policial o, incluso, de punteros
políticos, se encontraban muy ramificados en aquella zona.

Frente a esa situación, conocida por el poder político, los ensayos gubernamentales para resolver la cuestión fueron
muy variados. El primer intento, ensayada por el gobernador radical al inicio de la transición, fue de diseminación.

Su decisión fue la de diseminar en la geografía provincial a los policías que habían actuado en el Gran Buenos Aires;
contrariamente a lo esperado, no alejó el peligro para el orden republicano y democrático que significaban aquellos,
sino que lo difundió a zonas de la provincia que hasta entonces desconocían tales prácticas.

La Policía bonaerense reviste especial importancia por el área bajo su custodia y por tratarse del distrito
político más importante del país; es la caja de resonancia del tema seguridad en la población y en la política nacional.

Siguiendo con el ejemplo, los gobiernos peronistas que se sucedieron en la provincia desde 1987, los de
Antonio Cafiero, Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf, ensayaron una política más tradicional de acordar con la
estructura de la fuerza. Esos supuestos acuerdos tácitos tendían a disimular la situación de riesgo dejada por
Armendariz y la compleja trama que implicaba a los punteros políticos. En tal sentido, el objetivo lo constituyó
mantener la estadística criminal en valores más o menos constantes sin afectar las relaciones entre delito y
complacencia o complicidad policial. A tal punto que, siendo Gobernador, Duhalde llegó a catalogarla como “la
mejor policía del mundo”.

Una hipotética respuesta a intentos de reorganización y purgas que se hicieron recurrentes, fue el caso Cabezas;
otra, el caso AMIA. En ambos resonantes hechos de la política argentina contemporánea se trató de perjudicar sus
ambiciones políticas dejando en su camino veraniego el cuerpo asesinado de un periodista e implicando a policías
bonaerense en la voladura del edificio de la mutual judía en Buenos Aires.

Por último, en la estrategia de acordar con la policía bonaerense, ya siendo presidente, Duhalde debió
responsabilizarse políticamente por los asesinatos de Kosteki y Santillán a manos de la policía, fijando fecha a su
abandono del poder nacional por el que tanto bregó.

La solución a los resabios de la dictadura en las policías, especialmente en la Federal y la bonaerense, por
parte de la dirigencia política, fueron las permanentes purgas que, una y otra vez, produjeron el descabezamiento de
cúpulas, acelerando los ascensos de cuadros no totalmente experimentados. E incluso sin erradicar los vicios de
funcionamiento que se trataban de subsanar. Es que, en este punto, pareciera haber una complicidad de sectores
políticos del nivel municipal o barrial, implicados junto a la policía en prácticas corruptas.

El fracaso del intento acuerdista movió a otros ensayos más drásticos; se intentó combatir prácticas
corruptas mediante el expediente quirúrgico de las purgas de oficiales y agentes terminando con la tolerancia a
pequeñas o graves violaciones. Periódicamente, se realizaron exoneraciones de policías, a veces en forma masiva.
Además, se combatieron, tanto en la provincia como en la ciudad de Buenos Aires, espectacularmente, algunos
delitos que estaban en auge tras la devaluación de 2002. El robo de autos fue combatido mediante las inspecciones a
los vendedores de chatarra o repuestos; el robo de cables de telecomunicaciones, tapas de bocas de tormento,
estatuas de metal de los paseos públicos, mediante el cierre de las exportaciones de minerales que el país no
produce pero, paradójicamente, vendía al exterior. Estos recursos de purgas y combate espectacular a diversos
rubros delictivos que parecían contar con la complicidad policial, no fueron lo suficientemente sostenidos en el
tiempo aparentemente necesario, ni parece posible seguir permanentemente sacando personal de las fuerzas
policiales.

Al igual que con la burocracia estatal, en las provincias de menor población no existe tanta espectacularidad
en las ineficiencias policiales que continúan, en términos generales, ligadas a formas de pequeña y gran corrupción
con complicidad política. La excepción la constituyen algunos episodios puntuales que alcanzan gran difusión
mediática y movilización social. Diferente es el caso en provincias más pobladas como Córdoba o Santa Fe en las
que, en menor medida, se asemejan a la situación bonaerense y los recurrentes problemas penitenciarios en
Mendoza.

En el proceso de transformación hacia prácticas menos autoritarias, en el período 1983 – 2007, se avanzó hacia una
mayor intervención de jueces y fiscales en las tareas que, antes, discrecionalmente llevaba a cabo la policía. Se
cambiaron los Edictos policiales que implicaban una suerte de facultades judiciales delegadas para arrestar
sospechosos bajo la figura de “averiguación de antecedentes”, a Códigos contravencionales y al resguardo de las
garantías constitucionales.

De tal forma, la mayor participación de fiscales y magistrados, con jueces de garantías para salvaguardar los
derechos ciudadanos, tendieron a circunscribir la acción policial a una presencia disuasoria y a la investigación de los
delitos bajo la supervisión judicial. En primera instancia, sin la herramienta discrecional de los edictos policiales.
Como por ejemplo, la ocupación de los espacios públicos que, especialmente después de la crisis de fines de 2001, se
hizo muy notoria en la ciudad de Buenos Aires. La respuesta policial a determinadas situaciones en que los vecinos
reclamaban una actitud más expeditiva, fue una especie de revancha policial por las facultades perdidas; el “no
podemos actuar” o el “debemos tener una orden del fiscal”, fueron respuestas irritantes para quienes sufrían riesgos
de ser víctimas de delitos o veían alterados sus derechos como el de libre tránsito.

Además, después de algunas experiencias en las que el saldo fue de muertos por represión policial, el poder político
(especialmente el Ministerio del Interior), dudó cada vez que se encontró con la alternativa de usar a las fuerzas de
seguridad.

Mucho tuvo que ver en las prácticas políticas de ocupación del espacio público el fenómeno piquetero (como se verá
en Capítulo 6) y que los fiscales son más conocedores de la aplicación de la ley que de las técnicas de prevención e
investigación criminal. Además, continúa la desconfianza hacia los límites y la pericia de las fuerzas de seguridad,
incluidas la gendarmería (utilizada muchas veces para reemplazar a fuerzas policiales en caso en que se veían
desbordadas) y la prefectura.

La política se ciñó a la existencia de estadísticas más benéficas en lugar de actuar sobre la prevención o la
resolución de delitos, o a considerar que la difusión de estadísticas podría fomentar al delito

En todo caso, intrigas mediante, saber si el Jefe de la Policía Federal en el gobierno alfonsinista, el Comisario
Pirker, falleció en su despacho de causas naturales o no, será una incógnita más de la historia argentina.

Casos como el de Axel Blumberg, las madres del dolor, o Cromagnon (con la hipocresía de la clase política
que cedió a los “aprietes” de la “gente”) son los que fijan la agenda de la política nacional mucho más de lo que la
política quisiera. A esto se suman los canales de noticias de televisión por cable (como Crónica TV y sus “chapas” a
pantalla completa en todos los bares), las radios y los diarios que parecieran usar el tema seguridad (remarcando sus
deficiencias o no) como extorsión al poder político para conseguir publicidad oficial u otras prebendas como la
renovación de sus licencias o la autorización del Comfer para hacerse de otras frecuencias. Se trata del nuevo rol pos
dictadura que adquirieron los medios de comunicación y su capacidad para fijar los temas cotidianos amplificando o
ignorando sucesos.

Por otra parte, ciertas incoherencias políticas siguen abonando el tema; los gobiernos nacionales usan sin
tapujos la Ley Cafiero que le reserva al Ministro del Interior del Ejecutivo Nacional el manejo de la Policía Federal,
dejando al Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sin manejo de su propia fuerza de seguridad. Ningún
gobierno ha avanzado en la transferencia policial, aun cuando los propios presidentes hayan sido administradores de
la Capital.

En todo caso, el tema seguridad reaparece en la agenda nacional permanentemente y marca los tiempos
políticos; especialmente desde la aparición mediática del Ingeniero Blumberg. A ello contribuyen los medios con su
instantánea llegada a la opinión pública y una supuesta intencionalidad de sectores policiales cuestionados por el
poder político que tan espectacularmente resuelven un caso mediático como instalan otro por omisión o inacción.

También se repiten los casos de connivencia entre fuerzas de seguridad y organizaciones delictivas más o
menos sofisticadas; aún en ámbitos insospechados como en el caso de las “valijas voladoras” que desnudó la
complicidad (o al menos la omisión de vigilancia sobre contrabando de droga) de una aerolínea y la desaparecida
Policía Aeronáutica.

Otra de las cuestiones que reaparece cíclicamente en la agenda política es el uso de los servicios de inteligencia de
los que dispone el Estado. Tanto la SIDE en el nivel nacional, como los servicios militares y policiales han demostrado
funcionar, en ocasiones, en forma autónoma; especialmente en las primeras etapas de la transición en que
continuaron por inercia con la metodología y las orientaciones adquiridas durante la Guerra Fría y perfeccionadas
por los gobiernos militares, en la búsqueda de antecedentes de toda persona con actuación pública en referencia a
sus posiciones contrarias a un determinado “orden”.

Los diferentes gobiernos del período sufrieron la autonomía de dichos servicios, pero también aprovecharon para
utilizar ciertas funciones en contra de sus opositores o para llevar a cabo operaciones políticas; como por ejemplo,
con el armado de una denuncia previa a una elección en contra de un opositor para quitarle votos a último
momento dejándolo sin posibilidad de defensa ante la inmediatez de los comicios . Recurrentemente se utilizan los
recursos económicos de los que disponen estos organismos (exentos de una rendición detallada), por lo que
supuestamente han servido para pagar coimas (a Senadores o a testigos falsos de resonantes casos judiciales) o
para solventar gastos de campaña electoral.

En cualquiera de ambas situaciones, los servicios de inteligencia representan una cuestión irresuelta para el sistema
político; el control de los Poderes Legislativo y Judicial no ha alcanzado a morigerar ni la autonomía de su
funcionamiento ni las eventuales extralimitaciones en las que pudiera incurrir el Ejecutivo en su uso.

Al igual que en otros estamentos de la administración pública, la pretensión política es la de tener contactos
fluidos con el personal, en especial, de la Secretaría de Informaciones del Estado. Como una cuestión más de la
transitoriedad, asegurarse la lealtad (aún con sobresueldos) del personal de inteligencia, asegura contar con
información y no ser objeto de operaciones de inteligencia. La panacea de cualquier político, sindicalista,
empresario.

Hay en ello cierta hipocresía de la dirigencia política, que oscila entre denostarlos públicamente y usarlos en
secreto.

Herencias y legados

Otra de las condiciones básicas de la transitoriedad es la cuestión de las herencias que recibe cada nuevo
gobierno y su contraparte, los legados que se le traspasan al siguiente.

Ha sido una constante que cada gobierno ceda (legue) al anterior cuestiones devenidas en serios problemas
para el Estado y que condicionan al menos los primeros pasos de una nueva administración.

Lo que se recibe del anterior a modo de presente griego intenta condicionar la gestión del oponente sucesor
o mantener cierto tipo de privilegios o control sobre el aparato de Estado. Se trata de una compulsión o necesidad
de condicionar al sucesor y la de lograr una cuota de poder que le trascienda en el ejercicio de su cargo, con la
suficiente discrecionalidad para modificar lo dado o para cristalizar una gestión luego de culminada.

El traspaso de cuestiones de Estado devenidas en problemas al gobierno siguiente es otra de las constantes
verificables en las alternancias. A su vez, también se trata de un problema típico de las transiciones a regímenes
democráticos.
Lo específico de las herencias en las alternancias es la intencionalidad con que se crean condicionamientos al
siguiente gobierno. Se trata de observar lo que se recibe y lo que se deja, pensando políticamente en la cuota de
poder e influencia sobre la marcha cotidiana y las “políticas de Estado”. Es un reaseguro, para el mandatario saliente,
de evitar o morigerar la judicialización de sus actos, dejando ciertas estructuras y funcionarios que lo sobrevivan en
el aparato estatal.

Se distinguen aquí herencias y legados porque la herencia no necesariamente ha tenido un carácter de


intencionalidad del predecesor, mientras que el legado es condicionante por decisión de quien ha cumplido su
mandato.

Es necesario discernir esta intencionalidad; en el caso de las herencias, se trata de las alternativas que
deberá afrontar la nueva administración ya sea por situaciones creadas deliberadamente por el anterior gobierno o
por la conjunción de coyunturas locales e internacionales.

Las herencias no son necesariamente, situaciones negativas; se ha observado a lo largo del período que
muchas de las condiciones creadas por una administración se desperdician, se dilapidan o se estigmatizan por el solo
hecho de ser de otra autoría. La necesidad que impone la transitoriedad de dar un tono fundacional al nuevo
gobierno lleva a dar por concluidos los procesos originados previamente, independientemente de que condicionen
el accionar político o económico en el corto o en el largo plazo.

Por otra parte las herencias tienden a ser construcciones económicas, políticas o administrativas de variable
importancia; desde estructuras de funcionamiento de la economía hasta disposiciones menores de orden
administrativo. Responden básicamente, al juego de imágenes que se pretendieron instalar y a las que críticamente
se quieren desechar.

No hay en ellas apreciaciones de valor intrínseco a su utilidad o beneficio para el país; solo una
caracterización demoníaca de la imagen del derrotado en una alternancia.

Los legados, aquello que se dejó como legado al nuevo gobierno, tienden a ser destructivos; en ellos prima la
cuestión de la intencionalidad. El gobierno saliente puede haber querido demostrar su eficacia para la historia o
simplemente precaverse de las consecuencias de sus actos en un futuro mediato.

El gobierno de Alfonsín puede haber dejado para la transición, un funcionamiento de las instituciones
republicanas acorde a Constitución y ese sería suficiente mérito. El peronismo, en vísperas de un triunfo en las
presidenciales de 1989, sentía que debía y podía socavar la imagen fundacional de la democracia lastimando la
imagen del anterior presidente ante la población.

El menemismo logró, luego de décadas de inflación, traspasar un gobierno sin una emergencia económica
inmediata; ciertas condiciones menos visibles representaban un legado para que el futuro gobierno fuera el
responsable de modificar, obligado, algo que parecía funcionaba correctamente o aceptablemente . Sin embargo,
encorsetada en la obligación de sostener la convertibilidad, el gobierno de De la Rúa se debatió en tener que
mostrar una imagen más pulcra desde su actuación política, con poco éxito para contraponerse como refundador de
mayor transparencia; lo intentó entendiendo que esa era su misión para con la herencia menemista.

Buena parte de las acciones de Duhalde como presidente repiquetearon sobre los aspectos negativos de la
convertibilidad menemista y de la alianza. Kirchner, a su vez, fundó su construcción política en la provincia de
Buenos Aires sepultando la imagen de su antecesor.

Tratar de destruir todo tipo de herencia recibida (positiva o negativa) ha sido una tarea de cada alternancia.
Con dos objetivos: el de derruir la imagen a dejar en la sociedad por los predecesores y el de cambiar la percepción
de los factores de decisión respecto al nuevo gobierno para mostrase con autoridad.
El devenir histórico argentino no está exento de alguna dosis de fatalidad en la recurrencia de las crisis
(generalmente económicas) que afectan a la sociedad; también deben considerarse los factores externos (del
contexto internacional) ante los cuales siempre hubo fragilidad para afrontarlas. Las intenciones y las posibilidades
de los gobernantes de producir cambios en lo que para la opinión pública funciona bien, pero que muestra fisuras
hacia el futuro, tienen un impedimento: una gran transformación de las condiciones socioeconómicas a mitad de un
período presidencial son vistas como electoralmente inoportunas; por ello, esos necesarios cambios sólo son
llevados adelante como situaciones de crisis y de urgencia.

Es estas conductas de la gestión política se manifiestan cierta paranoia por no verse condicionado, la
necesidad de contar un culpable (el gobierno anterior) frente a la opinión pública, el síndrome fundacional como se
verá más adelante y, al mismo tiempo, el menoscabo de la alternancia para eliminar al predecesor y a su obra de
gobierno como figuras útiles en el proceso histórico.

Los legados se construyen desde la intencionalidad y con ramificaciones para evitar prontas destrucciones,
especialmente en los núcleos duros más resistentes al cambio. Nombramientos de jueces, fiscales, directores
nacionales, modificaciones en el escalafón de la administración pública, programación de vencimientos de deuda,
reajustes salariales o previsionales, otorgamiento de licencias de radio y televisión, obligaciones contractuales por
publicidad u obras públicas, permisos de exploración y explotación minera o petrolífera; son todas medidas tomadas
a poco del traspaso del poder para condicionar la alternancia. En estas no hay imprevisión o fatalidad; sino una clara
intencionalidad en producir el hecho político.

Las herencias y legados más importantes pueden ser clasificados como económicos, judiciales, de
administración pública y de expectativas.

Los económicos más relevantes tienen que ver con los niveles de reservas monetarias en el Banco Central, la
programación de vencimientos de deuda externa e interna, los atrasos en el tipo de cambio, cuestiones referidas al
manejo monetario, cuestiones pactadas e incumplidas con organismos financieros internacionales como el Fondo
Monetario Internacional o el Club de París.

También se incluyen contratos firmados por el gobierno saliente con empresas privadas, como en el caso de
la contratación para la fabricación de documentos de identidad con la empresa alemana Siemens, que derivó en un
juicio internacional contra el país al ser denunciado por oneroso para el Estado y para los ciudadanos, por la
administración que alternó en el poder al que firmó el acuerdo. O los pactados con empresas que se presume
corrompieron para lograr el vínculo con el Estado o que le aseguran al saliente una cuota de negocios vigente aun
luego de cumplido su mandato.

Estas cuestiones asumen el rol del caballo de Troya de temas pendientes o bombas de tiempo que quedan
instaladas en las prioridades del nuevo gobierno, paralizando la ejecución de políticas que no hayan sido pensadas
para la resolución de aquellos problemas (no siempre de público conocimiento o de información accesible). El
ejemplo más representativo de este caso fue el de la programación de los vencimientos de deuda externa dejados
por la administración Menem, que iba a afectar irremediablemente las políticas del gobierno de De la Rúa. Los
montos crecientes y que superaban las posibilidades de pago de la economía argentina no permitían obviar esos
condicionamientos. En este sentido se actuó de modo similar al de Martinez de Hoz al hacer coincidir el fin de su
“tablita” de cambio futuro pautado con la finalización de su mandato, dejando al Ministro Sigault (gobierno del ex
general Viola en 1981) la única posibilidad de ajustar sus políticas económicas a la solución de los problemas
derivados por la anterior gestión; otro ejemplo es el del mismo De la Rúa dejando irresuelto el problema del tipo de
cambio convertible en uno a uno y que, irremediablemente, quedaba como problema para una futura
administración nacional.
Por otra parte, suele haber preocupación en que ciertos valores reales o estadísticos queden, al finalizar un
mandato, en valores positivos. Publicidad oficial mediante y con la complicidad de algunos medios de difusión, las
comparaciones de diversos índices tomando como base momentos críticos predeterminados pretenden ser
mostrados como resultados de gestiones exitosas que el sucesor – oponente no podrá sostener; comparar índices de
inflación tomando los procesos hiperinflacionarios contra las de la convertibilidad, tasas de desempleo entre una
crisis y una situación más benévola, etc.; todo lo que alguien puede mostrar que hizo para dejar su impronta en la
historia del país y que el sucesor, en su ambición fundacional, tratará de destruir.

En estos legados se ponen a prueba las capacidades del Estado y las deudas de la economía, sin tomar
recaudos sobre cuánta angustia generen en la población ni cuán profundamente afecten el futuro. Prima la intención
mucho más allá de la impericia o la fatalidad.

En el caso de las herencias y legados Judiciales, el más tradicional es el de las diversas formas de auto
amnistías. El caso clásico es propio de las transiciones de regímenes autoritarios en que los militares salientes dejan
establecido la imposibilidad de ser juzgados por diversos delitos. Dependiendo de las características de la transición
y la posición de fuerza en la que haya podido quedar el régimen saliente, las posibilidades democráticas de anularlas
requieren de un largo camino jurídico y legislativo que podrían demandar más de un mandato democrático o de
convertirse en el precio a pagar a favor de una meneada pacificación social.

Uno de los dos extremos de esta situación lo constituye el ejemplo de Chile que debió convivir con reglas
introducidas en la propia Constitución por el saliente Pinochet o la fuerza que adquirió en Brasil la auto amnistía
militar. En el otro extremo, la política alfonsinista de juzgamiento y anulación del auto perdón sancionado por los
militares acompañó y, sin buscarlo, alentó a una sociedad que comenzó a utilizar los tribunales no sólo como
reparación individual, además como reivindicación social e histórica.

Otra de las formas judiciales con que suelen despedirse los gobiernos es a través del cierre de causas
aprovechando la influencia que aún conservan sobre jueces amigos antes del traspaso del poder. La respuesta
de quienes asumen con ambiciones fundacionales es la de judicializar a políticos, economistas y funcionarios en
general del gobierno anterior. Abundan los ejemplos de causas abiertas, reactivadas o impulsadas con nuevos bríos
tras el abandono del poder. Lo atestiguan, entre otros, los casos de Mazzorín, Cavallo, Menem (incluso encarcelado a
pesar de las intenciones al respecto de De la Rúa), María Julia Alzogaray, Fernando De la Rúa o aún los intentos por
implicar a Duhalde en el juicio penal por los asesinatos de Kosteki y Santillán. También pueden incluirse los sinuosos
caminos seguidos por las causas contra militares implicados en la represión y la violación de los derechos humanos,
cuando se decide políticamente que cobren más o menos impulso según si son funcionales a una reinterpretación
histórica presente en su bagaje fundacional; esto es, si son útiles para reinterpretar la propia historia contra el
silenciamiento de la década anterior o, a la inversa, para acallar lo que venía dado.

Respecto de las de herencias y legados en la Administración Pública el caso más reiterado es el de los
empleados contratados, temporarios, que son pasados a Planta Permanente por el gobierno saliente, tanto a nivel
nacional como en los municipios y gobernaciones más populosos.

Otro de los típicos legados intencionales es el desorden administrativo, que tuvo su máxima expresión en la
transición del gobierno militar a la democracia. Además, del ya mencionado caso del registro de deudores locales a
entidades del exterior por préstamos nacionalizados. Otra situación, pero que tiene causas constitucionales por la
secuencia de fechas exigidas y la (endeble) tradición inaugurada en el momento de producir el traspaso presidencial
el 10 de diciembre, es el de la sanción de la ley de presupuesto nacional que debe ser promulgada antes del traspaso
de poder; de esa forma, el primer año de cada gobierno estará signado por un presupuesto presentado por su
antecesor.
También se ha logrado, en este período, construir malas expectativas en la población. Independientemente
de las impericias propias de cada oficialismo, la oposición acciona siempre en la dirección de instalar en la opinión
pública sensaciones de nuevas penurias por venir.

El ardor de las campañas electorales, (aún cuando como en el caso del gobierno de la Alianza sea en la
renovación de diputados de mitad de mandato), se prolonga con la intencionalidad de generar aquella condición de
transitoriedad propia del carácter fundacional que se quiere para cada nuevo gobierno. En tal sentido, la
construcción de legados se orienta a forzar situaciones políticas hasta el nivel de “crisis” para generar nuevas
impunidades, evitar legados o favorecer una futura delegación de facultades del legislativo al ejecutivo.

En términos generales, las expectativas negativas que pueda tener la población (o sectores de la misma),
pueden ser independientes del nivel de aprobación de una gestión gubernamental en curso. El discurso opositor
tendió a centrarse en cada acción u omisión del oficialismo sobre la coyuntura.

Existieron también discursos apocalípticos que presagiaron penurias futuras; pero, la inmediatez genera un
clima social negativo mucho más rápido y extendido que la visión acerca de un futuro más o menos lejano. A lo largo
del período se hizo notorio que el humor social, el grado de satisfacción o de insatisfacción de la población, pareciera
ser determinante de los resultados electorales.

Ello puede aplicarse tanto para las elecciones en las que triunfó el voto cuota como en las que triunfó el voto
protesta. A pesar de las fundadas razones de la crítica opositora y del panorama a mediano plazo que la prensa
gráfica podría llegar a presagiar, en 1995 Carlos Menem logró su reelección por la estabilidad alcanzada por la
convertibilidad que se traducía en las posibilidades de consumo y de planificación de las amplias clases medias. A la
inversa, años después y con la misma convertibilidad (pero ahora mostrando sus efectos sobre el empleo), el
resultado electoral castigó la inacción de los sectores políticos.

Poder influir sobre los ánimos de la población lo más cerca posible de una elección (tanto presidencial como
de renovaciones legislativas) fue un mandato primordial de dirigentes políticos de cualquier signo.

Ha sido una constante en todas las alternancias una ecuación de proporcionalidad inversa entre las
expectativas previas a la asunción de un gobierno en la opinión pública y la aprobación popular al promediar cada
mandato. A más altas expectativas generadas al inaugurar su mandato un gobierno, su posibilidad de sostener el
apoyo popular cae más rápidamente que cuando una gestión se inicia con un descreimiento popular más
pronunciado.

Cuando Alfonsín recitaba en su campaña que “con la democracia se come, se cura y se educa…” más que una
promesa electoral hacía una lectura de lo que la sociedad quería escuchar, alimentando sus expectativas. Por el
contrario, cuando Menem prometía “salariazo” y “revolución productiva” hacía una descripción crítica de la
situación existente bajando, paradójicamente, el piso de las expectativas populares. A su vez, el “dicen que soy
aburrido” de De la Rúa, presagiaba más que un gobierno administrador, un gobierno hacedor, que desilusionó muy
rápidamente.

Aquellas herencias y legados incluyen acciones políticas, discursos y “operaciones políticas”, que pueden
acelerar situaciones críticas. En lo que tal vez fuera el máximo de osadía, puede citarse, a modo de ejemplo, las
maniobras para evitar que el país obtenga financiamiento externo (pensando que es un gobierno el que la obtiene y
no la sociedad); el “no le presten a Alfonsín” buscó un efecto concreto sobre la economía (la génesis de la primer
hiperinflación), a sabiendas de que ello generaría expectativas negativas en la población respecto al partido radical.
Puede mencionarse, también, las acciones desarrolladas en los prolegómenos de la devaluación de salida de la
convertibilidad. Se trató, en todos los casos, de situaciones ayudadas a producirse con intencionalidad política como
en el antecedente histórico paradigmático: el de la crisis del tipo de cambio post Martínez de Hoz.
Otro caso notable de condicionamiento al gobierno que asume fue el producido en las elecciones de
renovación presidencial de 2003. Tras la realización de las mismas, se produjo una indefinición prevista en la
Constitución reformada en 1994, por la que los dos candidatos más votados debían presentarse a una segunda
vuelta comicial. La defección de Carlos Menem de la misma, afectó el caudal político inicial de Néstor Kirchner, pues
dejó instalado frente a la opinión pública, los tomadores de decisión y los observadores internacionales, que asumía
la Presidencia con el 22% de los votos obtenidos en la primera vuelta, quitándole la posibilidad de presentarse en
sociedad con al menos el 51% de los votos válidos que hubiese debido obtener en el frustrado ballottage.

Otra cuestión de herencias y legados sobre las expectativas es el manejo de la imagen frente a la opinión
pública. A través de las alternancias se ha mostrado un aprendizaje del manejo de esta cuestión no sólo en lo que a
las campañas electorales se refiere. Luego, durante el ejercicio del poder, el trabajo de humoristas puede ser visto
como una fuente de conflicto potencial, especialmente desde la fallida presentación de De la Rúa en el programa
televisivo de Marcelo Tinelli. Quienes sucedieron a la alianza tuvieron especial cuidado en estas cuestiones, hasta
llegar a forzar censuras.

Dentro de las herencias y legados judiciales también se juegan cuestiones de imagen frente a la opinión
pública. Las estrategias más usadas para derruir la imagen del antecesor o del posible rival se centra en “pasearlo”
por los tribunales en juicios sobre los más variados temas, con la cobertura televisiva transmitiendo en directo.

El período 1983 – 2007 muestra que lo que se hereda (lo que se recibe) siempre va a ser sospechado por el
nuevo gobierno; no hubo reconocimiento alguno de una herencia positiva entre las diferentes alternancias. Por su
parte, lo que se deja (lo que se lega) ha sido siempre intencionalmente perjudicial para las autoridades por asumir,
aunque fueran del mismo partido político; incluso un serie favorable de indicadores económicos seguramente
esconde otros riesgos cuyo estallido ha sido postergado. Estas situaciones son características de las alternancias y
están íntimamente relacionadas con el síndrome fundacional que afectó a todos los gobiernos.

Si la renovación democrática impone el abandono del poder, los protagonistas suponen que debieran quedar
fortalezas que serán receladas por los sucesores o al menos una imagen de añoranza en la población acerca de que
fue mejor tal presidencia anterior (desterrado el “con los militares estábamos mejor”, de varias décadas del siglo
XX).

La reiteración de la transición en las alternancias

Latinoamérica en general, y la Argentina en particular, han sufrido desde la reinstauración democrática de 1983 los
estigmas de “década perdida” en referencia a los años ochenta, y de “década neoliberal” respecto a los años
noventa.

El sistema internacional ha jugado en ello un importante rol en establecer condiciones y paradigmas de desarrollo
económico de los que el país no ha podido sustraerse.

No ha sido poca la responsabilidad política de los gobiernos que han asumido la transición y sus diferentes
alternancias en que ambas décadas, cada una con su especial tinte, hayan quedado como fracasos frente a la opinión
pública; pero no debe obviarse que deben ser rescatables y de enorme trascendencia que en la primera década se
hayan establecido las bases para una consolidación del sistema republicano (aún con todos los defectos a corregir) y
en la segunda se haya producido una importante modernización de muchos factores productivos (aún con todas las
deudas pendientes de un sistema económico maltratado).

En ese contexto, se ha reiterado en cada alternancia la necesidad de los nuevos gobiernos de reestablecer el
funcionamiento estatal sin gozar del beneficio de lo hecho por la anterior administración; de tener que extremar los
esfuerzos en la búsqueda de una gobernabilidad que requiere de recursos adicionales a los del esperable
funcionamiento institucional; de reforzar la estabilidad del sistema republicano, según sus orientaciones; de
precaverse de las herencias recibidas y de preparar los legados a dejar tratando de quedar en la historia como
fundadores de un nuevo orden.

La Transición (de régimen militar) a la democracia y las Alternancias (dentro del juego democrático) muestran la
reiteración, generalmente intencional, de los mismos problemas a atender. Esa dinámica es la que caracteriza a la
transitoriedad; la permanente sensación de “vivir en la emergencia” por falta de acuerdos a la usanza de lo que
fueron en su momento los de la Moncloa en España, o el Punto Fijo venezolano (que funcionó hasta la llegada de
Hugo Chávez al poder) o la tutela militar y la Concertación en Chile, o el tutelaje militar en Brasil vigente desde la
década de 1960.

Las salidas democráticas de 1958 y de 1973 en la Argentina presentaron características diferentes a las que
coadyuvaron a una mayor estabilidad en el período actual. Esta última tuvo a su favor, fundamentalmente, la
inexistencia de un poder militar condicionante.

La Transición implicó un monto de tareas enorme; pero, al mismo tiempo, otorgaba los espacios para
repartir cargos políticos, con el fin de retribuir las adhesiones recibidas y sostener lealtades durante y después del
mandato presidencial.

En el diseño de políticas gubernamentales hubo una inmediatez notoria en la necesidad de presentar


permanentes logros mediáticos durante la gestión. Precisamente, el principal conflicto que parece sentir la dirigencia
política se centra en aquellas cuestiones críticas de la tarea de gobierno que pueden llegar a dominar la agenda a
través de la instalación por los medios con fuerte difusión en la opinión pública.

Ha habido una compulsión a la desarticulación de lo hecho por los predecesores semejante a la búsqueda del fracaso
del sucesor. Habría cierta intencionalidad en esta búsqueda.

En todo caso, las presidencias del período parecen signadas por una búsqueda de discrecionalidad que, disfrazada de
necesidades de gobernabilidad, tiende a manifestar un síndrome fundacional.

3 LA BÚSQUEDA DE LA ESTABILIDAD POLÍTICA

La búsqueda de la estabilidad en la transición y las alternancias

La mayor necesidad, a veces explícita, a veces implícita, de los gobiernos de las Jóvenes Democracias, fue la
de alcanzar las condiciones de estabilidad para su mandato en particular y para el sistema en general.

El gobierno que llevó a cabo la reinstalación de la democracia en la Argentina y aquellos que lo sucedieron
en el período 1983 – 2007, le dieron diferente relevancia a la estabilidad de largo plazo. Fue así, según el particular
contexto nacional e internacional en el que les tocó desenvolverse y por su propia adscripción ideológica o visión de
mundo.

En algunas oportunidades estuvieron más urgidos o preocupados por la estabilidad de corto plazo
(gobernabilidad), por lo que llegaron a sacrificar o a comprometer el desarrollo futuro del estado de derecho con
medidas explicables en la coyuntura pero contradictorias hasta con sus propias intenciones iniciales.

En términos generales, debieron alternar el objetivo de la estabilidad de su administración con el del sistema
democrático, con tres grandes áreas de atención: construir las fortalezas para su propia perduración en el poder,
comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en un consenso de respeto al orden democrático, e
influir sobre el contexto internacional para crear condiciones favorables a la democracia en la región y al propio
gobierno.

Los sucesivos gobiernos privilegiaron la gobernabilidad o la estabilidad sistémica según su orientación y los
términos que la realidad política les iba dictando, pero ambas se conjugaron simultáneamente en todo el período.
Cada gobierno fijó sus propias prioridades.

La gobernabilidad

La gobernabilidad tiene, al menos, dos aspectos. Por un lado, una misión que los gobiernos debieran asumir
ante la sociedad que es la de comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en tal idea de respeto
al orden democrático, específicamente para su gobernabilidad. En este sentido, lo habitual del período ha sido la
diatriba contra la oposición por no apoyar a ciegas y sin discusión los proyectos del Ejecutivo o la asunción de
posiciones autoritarias contradictoriamente en defensa del juego democrático. También es cierto que muchas veces
la oposición ha enturbiado el juego democrático exprimiendo al límite algunas reglas como, por ejemplo, restar
quórum a una sesión del parlamento.

Pero, por otro lado, la gobernabilidad debe ser entendida como la generación de condiciones y de recursos
de poder para llevar a cabo políticas, minimizando acechanzas de la oposición tanto política como sindical,
empresarial o de otros sectores. Ha sido notable que todos los gobiernos desde la restauración democrática hayan
elaborado planes, en algún momento de sus mandatos, para sostenerse en el poder más allá del período en curso y
con más instrumentos de política que los tradicionalmente establecidos.

En tal sentido, hasta que las condiciones políticas los hayan obligado a cambiar el rumbo, todos los gobiernos
han buscado la reelección para asegurarse la gobernabilidad hasta dos meses antes de tener que traspasar el poder.
La experiencia del gobierno de Alfonsín marcó los tiempos a tener en cuenta; en un gobierno de seis años, tras
perder una elección legislativa y la renovación presidencial con mucha anticipación, hacen que el partido oficialista y
el Ejecutivo quedaran absolutamente vacíos de poder. La capacidad de gobernabilidad se evaporó; ningún actor
social sentía, a partir de esas derrotas, ninguna autoridad gubernamental sino una imperiosa necesidad de negociar
con los triunfadores (legislativos o presidenciales) aún antes de que tuvieran los atributos constitucionales para
gobernar.

La Ley de Coparticipación Federal de impuestos y la cuenta de Adelantos del Tesoro Nacional (ATN) juegan
un rol importante para asegurarse la gobernabilidad. El manejo discrecional de fondos para atender a provincias y
municipios, los planes sociales tanto alimentarios (Programa Alimentario Nacional, “manzaneras”) como de subsidios
(Trabajar, Jefes y Jefas de Hogar), permiten asegurar lealtades que duran tanto como el tiempo que se mantengan
en el poder. Por ello, retrasar las elecciones de renovación para sólo dos meses antes de la finalización del mandato
es un signo de modernidad pero también un reaseguro de que todos los estamentos sigan reconociendo la autoridad
del Ejecutivo.

Efectivizar la tarea de comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en la idea de respeto
al orden democrático para sostener la gobernabilidad tiene varias posibilidades. La práctica histórica ha demostrado
que, en general, se utilizan formas espurias pues no surgen de un convencimiento ideológico sino de la ventaja
temporal y material.

Los discursos de campaña, y su reiteración aún cuando ya se esté en ejercicio del gobierno, son recursos que
prueban la credibilidad del candidato y/o presidente. Ello va combinado con una política de medios de difusión,
publicistas mediante, que establezca logros, aun cuándo estas sólo sean promesas, proyectos a realizar en el futuro.
Todos los políticos que han ejercido la presidencia entre 1983 y 2007 han aprendido que si no hay presupuesto para
ejecutar obras públicas al menos se enuncie la intención de realizarlas.
El Congreso, puede convertirse, aun con primeras minorías a favor, en objeto de presiones directas o
indirectas. Cada voto de los legisladores cuenta a los fines del Ejecutivo; y en ese sentido, el recurso del
convencimiento puede circular por la instalación de la idea de una necesidad nacional o patriótica, casi siempre en
emergencia y urgencia; pero también por el uso espurio de la prebenda o la coima.

Al representar provincias, diputados y senadores representan las necesidades de sus distritos, generalmente
en acuerdo con las necesidades administrativas o políticas del gobernador; por ello, siempre está latente la
represalia del Ejecutivo sobre los ATN u otros giros financieros, la obra pública o demás recursos que el interior
espera del gobierno nacional.

También ha ocurrido en el período que los gobiernos nacionales se vieron obligados (por diversas circunstancias o
presiones, algunas de origen externo) a la sanción de leyes para cuya aprobación requirieron del Ejecutivo una
acción directa sobre los legisladores, independientemente de su adscripción partidaria o regional. El caso más
conocido, y que despertó mayores repercusiones en el ámbito nacional, fue el de la conocida como Ley Banelco, la
ley de relaciones laborales de De la Rúa; pero también ha habido otros casos de leyes sancionadas mediante estos
mecanismos durante el gobierno menemista . Además, otras prebendas como gastos de representación y
sobresueldos también han influido sobre el Poder legislativo en esta búsqueda de gobernabilidad; esto es, poder
mostrar a la opinión pública o a tomadores de decisión cierta ejecutividad y posibilidades de llevar adelante sus
políticas, aún mediante recursos que se alejan de la discusión de los temas y del convencimiento ideológico.

Además de la acción sobre diputados y senadores, la obra pública y las concesiones de servicios públicos
permiten lograr la adhesión del empresariado y del sindicalismo. Tienen efecto sobre la opinión pública por la validez
de las obras que se encaren, la ocupación de mano de obra reduciendo el desempleo y el efecto económico sobre
diversas regiones.

El desarrollo de legislación o de normativas para los negocios de diverso tipo, como salvaguardas de
protección ante irregularidades de comercio internacional o desgravaciones impositivas a diversas actividades, son
oportunidades económicas para empresarios, junto a otro tipo de prebendas en general, que son utilizadas para
obtener lealtades, recursos y capital político.

Estos mecanismos de obtención de lealtades que aseguren la gobernabilidad, se extienden al punterismo


político, a algunos movimientos piqueteros, a fundaciones, a centros de estudios formadores de opinión y a otros
sectores desprotegidos de la sociedad.

La discrecionalidad en el uso de fondos públicos ha servido para disciplinar actores sociales diversos bajo la
pretensión de alcanzar la gobernabilidad del sistema político y el orden social. En tal sentido se han utilizado los ATN,
empresas y organismos descentralizados del Estado, obra pública, contratos con proveedores, diversas formas de
presencia del Estado Nacional para auxiliar a gobernadores, líderes políticos o piqueteros y punteros. Ejemplo de ello
es la organización de las “manzaneras” en la Provincia de Buenos Aires durante la gobernación de Duhalde, las cajas
del Plan Alimentario Nacional del radicalismo, las licencias de radio y televisión otorgadas por el Comfer por
cualquier gobierno del período.

La gobernabilidad también cree asegurarse con la ocupación de la vía pública y la realización de actos en
donde la masividad cuenta a favor. La trama de punteros, piqueteros, barrabravas y fuerzas de choque o de
demostración disponibles para movilizar con fines políticos pasaron a ser pilares de la estrategia, tanto para
movilizar cuando sea necesario como para evitar que aparezcan como opositores.

La compleja trama a que recurrieron para asegurarse una mínima gobernabilidad se centró entonces, en los
recursos de poder parlamentario y judicial, gobernaciones e intendencias, medios de difusión y control sobre grupos
con capacidad para ocupar la vía pública (especialmente en el conurbano bonaerense) o manifestar sus reclamos. El
otro aspecto fundamental, aprendido al producirse la primera alternancia del período, fue el de asegurar que
aquellos recursos estuvieran disponibles y fueran leales hasta lo más cerca posible del traspaso democrático del
mando.

En tal sentido, la búsqueda de la reelección o de una sucesión “familiar” o, al menos, de mantener tal
expectativa lo más prolongada posible, son estrategias para impedir la disolución del poder. La política argentina
tiende a fagocitarse a anteriores líderes con una velocidad asombrosa.

Por lo tanto, aseguran la gobernabilidad, frente a la incapacidad de convivencia, que las gobernaciones
pertenecieran a la misma orientación política, la existencia de mayorías favorables en las Cámaras de Diputados y
Senadores, las dependencia de las intendencias del conurbano y de las principales ciudades del país, la disponibilidad
en el presupuesto para acciones administrativas, sociales o de obra pública para influir sobre políticas provinciales.
La novedad, producida tras la devaluación de 2002, es la disponibilidad de un importante superávit fiscal (“la caja”);
pero, aún así, las leyes de presupuesto, (luego de muchas décadas votadas en tiempo y forma desde los comienzos
de la década de 1990), requieren permanentemente, según los Ejecutivos, de leyes adicionales que otorguen “super
poderes” que permitan redistribuir partidas o del recurso de Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) que obvien el
control parlamentario sobre decisiones discrecionales o al menos su discusión pública.

La construcción de las fortalezas para la perduración y la gobernabilidad de un una administración durante el


período, puso en juego la estructura del orden partidario al que se reclamaba constantemente disciplina más allá de
acallar las disonancias, evitar u ocultar las disputas internas y votar cualquier requerimiento del Ejecutivo como si, al
no hacerlo, estuviesen cayendo en el delito de traición a la patria. En buena medida, la crisis de los partidos desatada
con la caída de de la Rúa, se debe a la desconfianza en estructuras que vieron a sus lideres apartarse de los
lineamientos partidarios históricos mientras ejercieron la presidencia y la escasa o nula resistencia o autocrítica de la
organización política que decían representar.

Además, esa perduración parece requerir de Jefes de las Fuerzas Armadas y de seguridad “alineados” o, al
menos, disciplinados, que no pongan en riesgo la autoridad presidencial y que, por lo tanto, no puedan mostrar ante
la opinión pública falta de autoridad.

Dado el valor que, según se aprendió, tiene la opinión pública, cualquier política de medios de difusión
incluye la necesidad de formadores de opinión “comprados” o compenetrados que no critiquen ni ridiculicen,
incluyendo cualquier éxito humorístico en televisión.

Similar preocupación, por su capacidad desestabilizadora, demostrada a los inicios de la transición, despierta
el sindicalismo . La táctica y la estrategia de los líderes más o menos enrolados en alguna corriente política, incluye
desde paros generales hasta pequeñas demostraciones de su capacidad de desabastecer a la población o a la
industria (como lo demostró el liderazgo de Hugo Moyano al frente del gremio de los camioneros), con efecto sobre
el humor de la opinión pública en contra de un gobierno al que se presupone hacedor sobre cualquier situación
social. La peor preocupación fue la de ser señalados cono una presidencia que no “hace nada” aunque el “hacer
algo” viole las leyes.

Una tercera cuestión que influye sobre la estabilidad de corto plazo o gobernabilidad, es la capacidad para
influir sobre el contexto internacional para crear condiciones favorables a la democracia en la región y al propio
gobierno. En tal sentido, los diferentes gobiernos del período quedaron sujetos de sus relaciones en el contexto
mundial y de las intenciones de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco
Mundial y del Departamento del Tesoro de los EEUU, el Club de París o la posición de alguna de las potencias
económicas. Cada refinanciación de deuda (con o sin default y con bajos o altos ingresos tributarios) o cada
instrumentación de un nuevo plan económico requirieron la anuencia de estos actores globalizados.

También las cuestiones comerciales de nivel internacional pueden favorecer o perjudicar la capacidad de un
gobierno argentino. Especialmente con la constitución del Mercosur (desde sus preliminares en las postrimerías de
la década de 1970) , la relación comercial con Brasil, y en menor medida con Chile, Uruguay y Paraguay, pueden
afectar la economía interna directamente. Cuestiones como éstas se produjeron frente a devaluaciones del tipo de
cambio a uno y otro lado de las fronteras, requerimientos de salvaguardas comerciales propiciados por sectores
industriales o agropecuarios de alguno de los países miembros, por intromisión en las políticas comerciales
regionales por parte de los Estados Unidos .

Además, estas interrelaciones comerciales requieren de un alto grado de complementariedad política; la


buena sintonía entre los gobiernos argentinos y brasileros redunda directamente no sólo en lo económico sino en un
clima político continental. En el período 1983 - 2007, algunos ejemplos ilustran la cuestión: cuando Menem decidió
la participación de tropas argentinas en la Guerra del Golfo, no sólo no consultó con Itamaraty , tampoco tuvo la
deferencia de informar al gobierno brasileño antes de que se hiciera público; la respuesta al desplante, pese a lo
acordado entre ambas cancillerías, tardó algunos años pero llegó cuando sorpresivamente (para la Argentina) Brasil
devaluó el Real, modificando todas las condiciones del comercio bilateral.

En suma, la gobernabilidad, esta estabilidad que requiere cada gobierno durante su mandato, se apoya,
entonces, en el compromiso y convencimiento sobre la opinión pública, la acción sobre los actores sociales con
capacidad de decisión o de formación de opinión, y las fortalezas y relaciones que se adquieran en las relaciones
exteriores. La urgencia que predominó en el período hizo que se recurriera fundamentalmente a la trama política y
decisional, relegando otras áreas.

La estabilidad sistémica

Más complejo ha resultado para los gobernantes que así se lo propusieron difundir la idea de que la
estabilidad democrática es un bien a preservar por todos para el futuro. En la mayoría de los gobiernos del período,
la búsqueda de la estabilidad sistémica quedó opacada por las urgencias de la gobernabilidad o fue desatendida por
desinterés respecto a lo que ocurriera más allá de su propio período.

Algunas situaciones pueden ser demostrativas de la voluntad presidencial pero también del
acompañamiento de líderes opositores. Por ejemplo, frente al levantamiento carapintada de la Semana Santa de
1985, en la luego conocida como “la plaza de Pascuas”, la presencia de Antonio Cafiero, (por entonces líder de la
renovación peronista), junto al Presidente Alfonsín, dando su respaldo a la democracia más que a un gobierno en
particular fue demostrativa de esta actitud superadora de los intereses particulares o circunstanciales, pues el
peronismo podría haber pensado en sacar rédito político de la crítica posición del gobierno frente a los militares.

Aún contra todas las interpretaciones que le dan al Pacto de Olivos un tono espurio, de traición a los valores
democráticos, la acción del círculo más conspicuo del alfonsinismo sirvió para evitar una ruptura constitucional por
parte de la Corte Suprema; merece ser considerado como otro ejemplo de una dirigencia con una visión más amplia
y sistémica, pues no había allí para los radicales un rédito político inmediato.

En oportunidad de la semana de los cinco presidentes, entre Navidad y Año Nuevo de 2001, tanto la Iglesia
Católica como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo tuvieron una destacada (aunque a veces
infructuosa) labor en pos de la conservación del sistema republicano. Realizaron esfuerzos de mediación y reflexión
con un amplio espectro de dirigentes que no fue siempre valorado, ni siquiera correctamente dimensionado frente a
la gravedad de la crisis. La dirigencia se dejó ganar por el desconcierto de lo que ellos mismos habían gestado; como
aquella dirigente sindical docente que aprovechó los micrófonos que la entrevistaron a la salida de una de las tantas
reuniones, pidiendo aumento de sueldos, en medio de la confusión general.

En aquella oportunidad, también vale rescatar las formas de organización espontánea de vecinos de
diferentes barrios de la Capital y de municipios del conurbano, aún con el activismo político acechando aquellas
organizaciones, para el sostenimiento de formas de organización democráticas que alejaran el fantasma de
soluciones drásticas y autoritarias.
Aun ante la imposibilidad de lograr acuerdos, pactos políticos o una renovación del tácito Contrato Social,
hubo esfuerzos tanto locales como internacionales para alejar a empresarios transnacionales y nacionales de pedir
un “Golpe militar” o una salida autoritaria, como en otras muchas ocasiones de la historia argentina. En ello mucho
tuvo que ver el clima de negocios favorecido desde la década menemista y continuado, con altibajos más disonantes
que efectivos, desde entonces.

Por su parte el frente militar que lucía más confuso para Alfonsín, luego del reordenamiento logrado por
Balza no gozaba ni de prestigio ni de fortalezas para una nueva aventura, que hubiese sido repudiada activamente
por la población con derivaciones insospechables.

A lo largo del período 1983 – 2007, quedó expuesta una estrategia que todos los presidentes intentaron; la
de lograr adhesión tanto a su gobierno como al sistema confundiendo ambas cosas. Las disidencias son presentadas
como amenazas no a un gobierno sino al sistema mismo; por lo tanto, apoyar la democracia es, según este
síndrome, únicamente apoyar al oficialismo.

Ciertos hechos demuestran, transcurridos 24 años de ejercicio democrático, la fortaleza alcanzada dentro del
sistema. En los inicios del período, tanto en el gobierno de Alfonsín como en los inicios de la presidencia de Menem,
la conducción política del país estaba sujeta a la presión de diversos actores (militares, empresariales, sindicales,
intelectuales) históricamente proclives a la desestabilización. En cambio, en el desarrollo de estos veintitrés años la
capacidad política presidencial de confrontar con actores sociales ha ido en aumento. En tal sentido, el propio
Kirchner ha dado muestras de ello confrontando abiertamente (al menos para la difusión mediática) con
empresarios, asociaciones empresarias, productores agropecuarios, sectores militares. La actitud asumida por
aquellos sectores sociales muestra que fuera del sistema de poderes establecido no hay más posibilidad que esperar
a la próxima renovación electoral.

Los mecanismos de información para la adopción de decisiones se han sofisticado notablemente; la Joven
Democracia cuenta en la actualidad con la herramienta de las encuestas de opinión. En tal sentido muchas de las
decisiones se asumen en la certeza de que la población ha dado su aprobación tanto a decisiones como a estilos de
gobierno. En la dependencia que los gobiernos han adquirido respecto a las compulsas de opinión existe el riesgo de
que estas se hayan convertido en la versión posmoderna del “diario de Yrigoyen”. Expectativas sociales a tener en
cuenta para decidir y encuestas por las que la opinión pública se entera de qué piensa la mayoría se han convertido
en un instrumento de gobierno. Tanto para influenciar al gobernante como para inundar a la opinión pública de la
validez de políticas, la estabilidad sistémica de la democracia se nutre de más información.

La encuesta ha sido, además, un instrumento presentado como objetivo e irrefutable para comprometer a la
propia opinión pública, a los tomadores de decisión y a los actores sociales con poder de decisión, en la idea de
respeto al orden democrático en el que prevalecen las mayorías. Pero ello ha sacrificado más de una vez la presencia
del estadista que pueda señalar a la sociedad un rumbo futuro, alejado de la presión o de las pasiones inmediatas.

Las acciones sobre el contexto internacional

En la construcción de las fortalezas para la perduración de la Estabilidad sistémica, de largo plazo, para la
vida democrática, algunos de los gobiernos del período intentaron influir sobre el contexto internacional para crear
condiciones de estabilidad favorables a la democracia en la región y al propio gobierno.

Asumiendo esa misión de influir sobre el contexto internacional para crear condiciones favorables a la
democracia en la región, las iniciativas y políticas encaradas al respecto han sido de lo más variadas. En tal sentido,
los gobiernos, en estos veinte largos años, debieron generar las fortalezas para la perduración del sistema
democrático y atender a las condiciones externas para asegurar una democracia más estable.
Ha habido un contexto internacional que validó el sistema democrático, a través de decisiones asumidas por
las grandes potencias que fijaron un mínimo de condiciones democráticas para acceder a los beneficios del comercio
y del financiamiento fluido a través de instituciones como la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial o
el Fondo Monetario Internacional. El sistema internacional se ha comportado como para tender a un largo plazo de
estabilidad democrática. Las características de disolución del sistema soviético y la desconfianza generada hacia los
autoritarismos latinoamericanos (ya analizado) alejaron las posibilidades de instauración de gobiernos autoritarios.

Al inicio de la transición, el Gobierno de Alfonsín, a través de su canciller Dante Caputo, impulsó un activismo
propio con la intención de dotar al sistema internacional de conciencia respecto a lo que luego sería la proliferación
de Jóvenes Democracias, intentando instalar el tema en el concierto internacional de las postrimerías de la Guerra
Fría. Imbuido de la necesidad de lograr compromisos externos y de generar una interdependencia democrática
encaró al menos tres iniciativas de política.

Por un lado, la concreción de acuerdos comerciales, de inversiones, políticos y culturales con el Brasil, Paraguay y
Uruguay en el germen del MERCOSUR. Continuando con la demolición de los recelos mutuos que habían iniciado los
Gobiernos militares de Videla y Figueredo, la búsqueda de la conformación de un núcleo regional que incluyera al
Brasil, buscaba comprometer a los actores internos argentinos y brasileños en la conveniencia de los acuerdos para
el desarrollo de la región bajo el paraguas de regímenes democráticos como condición ineludible. Es decir, copiando
el modelo de la Unión Europea.

Una segunda área de acción del gobierno radical fue el de generar una estrategia de reinstalación de
relaciones (pos Malvinas) con los Estados Unidos del republicano Ronald Reagan (todavía guiado por la doctrina de la
confrontación bipolar), pero con claros signos de independencia de criterios y fomento al comercio bilateral.

En tercer lugar, se desarrolló una acción internacional tendiente a fijar los valores democráticos y el principio
de respeto a los derechos humanos en la agenda internacional. En tal sentido, conformó el Grupo de los Seis, que
funcionó intermitentemente entre 1984 y 1988; prestigiosos líderes de países de todos los continentes como Olof
Palme (Primer Ministro sueco), Andreas Papandreu (Primer Ministro de Grecia), Julios Nyerere (Presidente de
Tanzania), Miguel de la Madrid (Presidente de México) y el propio Raúl Alfonsín por la Argentina. Su activismo se
centró en crear conciencia sobre la necesidad de un desarme nuclear, contra la carrera armamentista y sobre el
problema del endeudamiento que “compromete nuestra propia supervivencia como comunidades libres y nuestros
esfuerzos por reencontrarnos definitivamente con la democracia” . De tal forma, un gobierno argentino desarrolló
una acción internacional proclive a valores universales como hacía muchas décadas que no ocurría.

El punto fundamental de aquella estrategia, con proyección a lo largo de todo el período fue el de los
acuerdos que dieron origen al Mercosur. En lo que respecta a la estabilidad sistémica, dejando el análisis económico,
se generó una interdependencia y sintonía democráticas que funcionaron como legitimadores. Ciertos
acontecimientos políticos que pudieron derivar en intervenciones militares o autoritarias, especialmente en
Paraguay, fueron frenados por los beneficios que representaban para sus integrantes la pertenencia a dicha unión
aduanera.

Por su parte, el gobierno de Menem privilegió su relación con los Estados Unidos, y mantuvo buena sintonía
con Brasil mientras funcionó su relación personal con el Presidente Color de Mello.

Hasta la presidencia de Kirchner, la búsqueda de condiciones internacionales que favorecieran la estabilidad


sistémica de la democracia argentina se centraron en la obtención de diversos tipos de apoyo norteamericano a las
diferentes políticas económicas ensayadas., buscando su intervención directa o su voto decisivo en organismos
financieros internacionales. En tal sentido, el voto argentino en la OEA contra el régimen cubano se constituyó en
prenda de negociación.
Los intentos más serios por construir interdependencias políticas y de mercados con los Estados Unidos y
con el Mercosur sufrieron altibajos. Pero, como saldo del período, la constitución del mercado común sudamericano
alcanzó, (a través de la integración de la industria automotriz especialmente), un alto grado de madurez resistente a
aventuras que los pongan en riesgo. Incluso resistió en el Mercosur de Menem, cuando la frivolidad disimulaba el
factor estabilidad democrática a largo plazo, frente a la corrupción que le valió el puesto al Presidente brasilero y a lo
que se presuponía acontecía en la Argentina.

La incorporación de la Venezuela de Chávez, auspiciosamente recibida por Kirchner y el brasileño Lula, y


motivada por la oportunidad de hacerse de capitales para cerrar el financiamiento del año 2005 y asegurarse más
petróleo para no frenar la reactivación y crecimiento económicos, pareció no afectar el reaseguro democrático.

En la idea de comprometer a la opinión pública y a los tomadores de decisión en el respeto al orden


republicano, influyó, sin lugar a dudas, el convencimiento democrático de la propia dirigencia. Un convencimiento no
siempre homogéneo.

No se trata sólo de la dirigencia de los partidos políticos; gravitan, también, sindicalistas, empresarios y altos
mandos de las fuerzas armadas y de seguridad. Es decir, de todos aquellos actores políticos que contribuyeron a la
inestabilidad política desde 1930 hasta 1976.

Además, es importante considerar el clima social proclive a la democracia como mejor forma de convivencia
y para la resolución de sus conflictos. Ante cada situación crítica, la posición en que circunstancialmente se
encuentre la sociedad (ya que esta varia históricamente) será el espejo en que se miren quienes puedan intentar
forzar o directamente violar el orden constitucional. Por ello, en la necesidad de comprometer al convencimiento
popular y de política interna, tienen un papel fundamental los medios de comunicación. Especialmente en las
necesidades de corto y mediano plazo por sostener la gobernabilidad; independiente o en paralelo a la estabilidad
sistémica.

Cada negociación relativa a la adjudicación de señales de TV o radio, por ejemplo, está signada por el apoyo
a la gobernabilidad aún a desprecio de la estabilidad futura, incluyendo la violación o el forzamiento de la legislación
vigente.

La actividad política en el sistema democrático, en cualquier país, se rige por las necesidades coyunturales,
por los planes de largo plazo propios del estadista y por la inmediatez de la imagen del político frente a la opinión
pública.

Por ello, la importancia del equilibrio entre ambas cuestiones y de las aptitudes y dedicación de la figura
presidencial hacia una y otra perspectiva; hacia cumplir el rol de estadista y mantener, al mismo tiempo, la posición
del político que requiere el periódico respaldo electoral.

Dada la experiencia argentina en la sucesión de gobiernos entre 1983 y 2007, es posible establecer que,
frente a una alta expectativa popular es mayor la posibilidad de fracaso y de ingobernabilidad; mientras que, frente a
una menor expectativa inicial las posibilidades de éxito con menos logros se incrementan.

Dicho desde otra perspectiva; cuánto más desahuciada esté la población frente a su condición,
fundamentalmente en lo económico, mayores serán las posibilidades del político de alcanzar la glorificación y el
respeto por su tarea. Al menos, hasta la próxima crisis. La intención de generar situaciones críticas a las que pareció
tan proclive la dirigencia política en cada alternancia, se verificaba en la pertinencia de las posibilidades de éxito que
en ella visualizaban y, por lo tanto, alimentaba la transitoriedad.

Los 100 días


Desde que Franklin D. Roosevelt, en 1932, pidiera al congreso norteamericano la aprobación sin
cuestionamientos de un plan de cien días para atemperar los efectos de la debacle económica desatada más de dos
años antes, ese período se ha transformado casi en una obligación o una gentil tradición de los parlamentos hacia el
nuevo jefe de gobierno; especialmente frente a situaciones críticas. Más de tres meses para aprobar planes,
proyectos, leyes que la oposición (dentro y fuera del propio partido), no cuestionará.

Esa gracia recibida habitualmente del legislativo en las primeras acciones de gobierno debe ser la respuesta a
las expectativas. Pero, en la situación de Transitoriedad de la política argentina, las expectativas sociales actúan
condicionando, incluso, las primeras acciones de un nuevo Gobierno.

Por ello, es más notoria en las etapas previas a la asunción de un gobierno, la falta de políticas concretas
para las diferentes áreas de la administración. Las campañas comenzaron desde la transición a privilegiar las
imágenes y los slogans publicitarios más que a discutir y transmitir ideas. Aun cuando, detrás del candidato pueda
haber (falta demostrarlo) un equipo con planes aplicables en lo inmediato, la primacía de la conquista de la opinión
pública y del voto electoral sepultan a aquellas.

A tal punto se ha aprendido de la importancia de la opinión pública que se planificaron actividades o


decisiones políticas en función del calendario electoral o de cuestiones más banales. Por ejemplo, durante al
desarrollo del Mundial de Fútbol de 2006, los gobernantes desarrollaron buenas expectativas de impunidad para
aprobar leyes y tomar decisiones muy cuestionables desde el arco opositor.

Si bien no se trata de menospreciar el juicio de la opinión pública, esta transición y la condición de Joven
Democracia facilitan la manipulación del electorado o, al menos, la posibilidad de disimular discrecionalidades y
corrupción en períodos de bonanza económica para la buena parte de la población. Como si una cosa permitiera la
otra por la desatención popular o por ser un mal menor, los diferentes gobiernos han logrado diversas formas de
autorización para las más variadas transgresiones.

En todo caso se verificó la propensión a hacer de los cien días iniciales el estilo de todo el mandato.

Los gobiernos, en definitiva, debieron construir su propia fortaleza acumulando recursos de poder efectivo
en la política y en el frente local atendiendo a cuántas gobernaciones pertenecían a su mismo orientación política, a
la existencia de mayorías favorables en las cámaras de diputados y senadores, a la filiación partidaria de las
intendencias del conurbano y de las principales ciudades del país, a la disponibilidad en el presupuesto para acciones
administrativas, sociales o de obra pública para influir sobre políticas provinciales. Por su parte, en el frente externo
debieron tratar de obtener el apoyo a sus planes económicos y sopesar sus políticas exteriores en función del
respaldo de las principales potencias, como construcción de fortalezas para su perduración.

4 LAS JÓVENES DEMOCRACIAS

La cuestión de las Jóvenes Democracias

Entre la nueva desconfianza a los regímenes autoritarios provocada tras la Guerra de Malvinas y la caída del
Muro de Berlín con la consiguiente desarticulación de los regímenes comunistas, surgió un cúmulo de repúblicas a
las que se dio en llamar Jóvenes Democracias; fundamentalmente en América Latina y en Europa Oriental.

La democracia argentina tiene una larga tradición, siendo de las más antiguas repúblicas latinoamericanas
nacidas durante el siglo XIX; fue de las primeras en incorporar el voto secreto y el voto femenino en la primera mitad
del siglo XX. A pesar de ello, la reinstauración democrática de 1983 asimila su experiencia a la de estas Jóvenes
Democracias.
En términos generales, las Jóvenes Democracias provienen de regímenes autoritarios tanto de origen militar
como de sistemas de partido único. Tendieron a organizarse, en las décadas de 1980 y 1990, como repúblicas con
división de poderes tanto en sus versiones presidencialistas como en las parlamentarias.

En ambos casos, este proceso fue posible gracias al fin de la Guerra Fría; en algunos, por dejar de ser países
sujetos directamente a una de las potencias dominantes y, en otros, por el cambio de prioridades de la política
internacional que relegó el anticomunismo y el anticapitalismo.

Aquellas que provenían del comunismo enfrentaron la tarea, no siempre transparente, de organizar la
propiedad privada; algunas veces partiendo de la base de las cooperativas previamente existentes, otras
transfiriendo a manos privadas el control de ex empresas estatales y también permitiendo la apertura a capitales
extranjeros para el desarrollo comercial, financiero e industrial de nuevas áreas de esas economías, ahora,
capitalistas.

Coincidente con un nuevo clima de negocios internacionales y la adscripción a los postulados liberales
expresados en el Consenso de Washington, los países de América Latina que regresaron a la democracia durante la
década de 1980, también tuvieron la oportunidad de revisar la posesión de empresas que hasta entonces habían
sido gestionadas por el Estado.

Ambas formas de privatizaciones dieron lugar a un reacomodamiento de los actores económicos de cada
país, con surgimiento de nuevos empresarios y una redistribución o reasignación del poder económico.

Al mismo tiempo, se generó un nuevo clima de negocios internacional. Las Jóvenes Democracias se
transformaron en destinos receptores de inversiones con la fuerte apertura a capitales extranjeros recomendada por
los organismos financieros. Para ello contaron, en buena medida, con el auxilio de las capitales extranjeros
disponibles y ávidos de la ampliación de las oportunidades de negocios capitalistas en un marco de fascinación por la
globalización.

Por otra parte, estas nuevas democracias gozaron, en la opinión pública, de una estabilidad sistémica
devenida del recuerdo de atrocidades pasadas y de un nuevo y más libre periodismo que fomentó el valor
democrático por sobre otras cuestiones, como la seguridad o las eventuales crisis económicas. Contaron con la
ayuda de los centros económicos internacionales entusiasmados por la explosión mundial de capitalismo y libre
mercado.

Las condiciones de surgimiento de las Jóvenes Democracias alimentaron la discrecionalidad de los


gobernantes en las nuevas repúblicas, concentrando poder de decisión en los Poderes Ejecutivos.

Esa discrecionalidad, tanto en Europa oriental como en América Latina, se centró en la posibilidad y
necesidad de recrear sus sistemas políticos y en la adopción de sus propios modelos de desarrollo económico. Pero,
fundamentalmente, en la elección de los protagonistas de las actividades productivas privilegiadas; tanto por
decisión de los poderes políticos y económicos locales, como por acción de los organismos internacionales de crédito
y las principales potencias mundiales.

Las características de las Jóvenes Democracias

Como ya se dijo, la última escalada del enfrentamiento soviético norteamericano en el contexto de la Guerra
Fría, produjo una coincidencia en los procesos políticos de América latina y Europa oriental. En ambos casos se
iniciaron procesos de transformaciones políticas y económicas tendientes a la instauración de repúblicas
democráticas capitalistas.

En el caso de Europa oriental se produjo la transición de los regímenes comunistas de estilo autoritario, de partido
único, de los países independientes que se mantenían bajo la órbita soviética y el desmembramiento de la Unión
Soviética en una variedad de países independientes en el que Rusia mantuvo su primacía aunque, en términos
generales, no su tutela. Algunas de las viejas disputas étnicas, nacionalistas y religiosas que el comunismo había
acallado resurgieron provocando guerras que concluyeron con la división de países como Yugoslavia y
Checoslovaquia.

En América latina, durante la misma época comienza la transición de gobiernos militares a democracias,
fundamentalmente por la pérdida de confianza en los regímenes autoritarios liderados por las fuerzas armadas, en
un contexto internacional de transición.

La forma de organización elegida para ambos casos de Jóvenes Democracias fue la republicana; la división de
poderes que se controlan unos a otros fue vista como el mejor reaseguro contra la acumulación de poder y los
personalismos. No obstante, en la práctica ha habido al menos dos formas de violentar el espíritu de Montesquieu:
mayorías parlamentarias que actuaron con disciplina partidaria sin espíritu crítico y la posibilidad de rever todos los
nombramientos del régimen anterior y designar jueces en sintonía con los liderazgos políticos (como se dijo en
“restablecimiento de la función estatal”).

La concepción democrática ha tendido a ampliarse en las décadas finales del siglo XX. No se trató solamente de la
convocatoria regular a comicios con la incorporación de todos los ciudadanos de un país; el espíritu proclive a
defender las garantías y los derechos humanos de todos los habitantes fue ganando espacio en la vida pública de los
Estados remozados como Jóvenes Democracias. Derechos de los trabajadores, de las mujeres, de niños y
adolescentes, de información, de garantías judiciales, de libertad de expresión, de manifestación, de procreación
responsable, son algunas de las viejas y nuevas virtudes que se incluyeron en el concepto de la vida democrática.

Por su parte, el capitalismo ganó terreno como concepción ligada al liberalismo y a la defensa de la propiedad
privada. Fue erigido en triunfador frente a la disgregación del comunismo y la caducidad (o simple cuestionamiento)
de las concepciones del Estado Benefactor y keynesiano. El Consenso de Washington, resume las ideas que se
difundieron hasta convertirse en el sentido común de la práctica económica de los Estados. Un capitalismo proclive a
la inversión externa y al libre comercio que las Jóvenes Democracias tanto requerían en el momento de su
transición, se constituyó en el pensamiento dominante.

Sobre estas concepciones generales, las JD han desarrollado algunas características que las diferencian de
otras repúblicas, de otras democracias, de otros capitalismos y de otros tiempos históricos. Las principales han sido:
el principio de incertidumbre, la transferencia del control político, económico y social a actores no estatales, la
obtención de capacidades legislativas o judiciales delegadas en el ejecutivo, la posibilidad de redistribuir el capital
generando nuevos actores socioeconómicos y la inserción internacional por adecuación a las condiciones y
paradigmas externos. Analizaremos estas cinco variables para el caso argentino.

El principio de incertidumbre

La incertidumbre que se genera en la población frente a cambios de gobierno es una de las características
más salientes y constantes de las Jóvenes Democracias.

En Física, el principio de incertidumbre es definido como la imposibilidad de medir la posición y la velocidad


de un electrón ya que éstas son intrínsecamente indeterminadas; situación que se acrecienta, además, por la
distorsión que introduce el intento de medición. A escala atómica, ningún aparato puede decirnos al mismo tiempo
la dirección y la rapidez con que se está moviendo una partícula con exactitud.

En una Joven Democracia, los avatares políticos y económicos, frente a cambios de gobierno (o aun frente a
cambios en el Gabinete de Ministros) tienen la misma cualidad; esto es, es impredecible el rumbo a tomar por la
nueva administración o el nuevo gobierno. El solo hecho de introducir una modificación de personas o equipos
introduce una distorsión en las políticas.
La mayor certeza que rescata la experiencia histórica de este período es que seguramente algo cambiará;
cuando no, todo. Por lo tanto, al igual que en la física, posición y velocidad de los procesos económicos, políticos,
sociales y culturales de una JD son incógnitas que variarán sin seguir un patrón determinado en cada cambio de
gobierno o, incluso, dentro de un mismo período presidencial.

Estos rumbos erráticos introducen una alta cuota de incertidumbre en la sociedad en general, en diferentes
actores sociales y hasta en el nivel individual.

Solo excepcionalmente los cambios en un gobierno o entre gobiernos no generan incertidumbre.


Incertidumbre que se manifiesta como temor al futuro, tanto inmediato como mediato de buena parte de la
sociedad por la necesidad de asegurar la inmediatez que tiene cualquier ciudadano como parte de su condición
humana, frente a un “orden” laboral, financiero, bancario, cambiario, que afecta su futuro inmediato.

Es precisamente una característica de JD´s porque refleja una sensación de anomia propia de aquellas
sociedades en que el respeto a las leyes y tradiciones no se encuentra bien asentado. La falta de un ejercicio
continuado del sistema político lleva a que toda norma o disposición se encuentre en un estado experimental.
Porque acaba de producirse un reemplazo presidencial (con lo que ello implica como nuevas expectativas y nuevas
reglas de juego) o porque la historia reciente señala bruscas cambios de orientación en períodos de tiempo
relativamente cortos. De una forma u otra, la sociedad percibe en breve plazo aquel “experimento” como “normal” y
en tal lo convierte para el uso cotidiano. La distorsión de aquella normalidad, por reiterado que sea el mecanismo,
trae aparejada la incertidumbre.

De esta forma, el ciudadano arrastra una sensación de inseguridad en las cuestiones más elementales y en
las más profundas. La desprotección de cada habitante del país por parte de los gobiernos, o del Estado en general,
se produce porque cada modificación trae aparejada nuevos derrotados y triunfadores, algunas veces
insospechados. Pero, para la población en general el tiempo de reforma abre dudas sobre derechos que se
presuponían establecidos como, por ejemplo, las propias garantías individuales.

Esta condición de incertidumbre se establece porque se cree, por experiencia histórica y personal o por
pensamiento mágico, en los presidentes y ministros (todo poderosos e infalibles) que aseguran el bienestar; como
un “pater” que sostiene, provee y transforma.

Tanta creencia en la capacidad individual y no en el sistema político y de garantías jurídicas, atenta contra el
propio sistema en un circulo perverso; la expectativa está centrada dicotómicamente en un sistema que se sostenga
en el tiempo y simultáneamente en un líder de gran poder transformador.

Estas expectativas legitiman el ciclo crisis – dramatismo – emergencia – discrecionalidad – nueva estabilidad
(que más pronto que tarde recomenzará).

Los círculos de tomadores de decisión han comprobado que el mecanismo de crisis recurrentes es, en buena
medida, una situación buscada que otorga ventajas para un conjunto de actores; no solo los dirigentes políticos,
también empresas y particulares llegan a sacar provecho de la forma de resolución de esas emergencias. Por ello, ha
habido intencionalidad en generar aquellas explosiones políticas, económicas y sociales, con el fin de asegurar la
transitoriedad.

Para la dirigencia política, la intencionalidad se manifiesta en las ventajas de obtener, al comenzar el


mandato, la misión de remontar una crisis de la que se responsabilizará al antecesor. Comenzando la presidencia
sobre el dramatismo que deja una crisis, las expectativas sociales tienden a ser lo suficientemente bajas como para
poder satisfacerlas con una acertada administración y con condiciones externas favorables . Esa situación dramática
para la sociedad genera la vivencia política de una emergencia a la que hay que salvar rápidamente con la
transformación de engorrosos mecanismos legislativos y judiciales, en poder discrecional en el Ejecutivo. Esos
poderes son la base del síndrome fundacional, completando el circuito.
Al mismo tiempo, esta secuencia termina avalando al “salvador” providencial; en un círculo vicioso tanto el
político como el militar que ejerce poder sobre la sociedad y los individuos; sociedad e individuos que reclaman
ejercicio del poder aun contra el sistema. Ni más ni menos que el aval a la cultura de la trasgresión.

Por ello, una de las condiciones esenciales de las Jóvenes Democracias es la de la incertidumbre que puede
generar, en la población en general y en los tomadores de decisión, cada cambio de gobierno. Especialmente en los
cambios referidos al Poder Ejecutivo, por lo que se pudo comprobar en las Alternancias.

En la Argentina cada cambio presidencial despierta inquietudes respecto a continuidades o rupturas. Al no


existir acuerdos previos entre la dirigencia política no hay posibilidades de políticas de Estado que se continúen en el
tiempo.

Los acuerdos o pactos de refundación política son propios de sociedades que saliendo de regímenes
autoritarios, tienen una dirigencia de variado color ideológico que asume compromisos compartidos de largo plazo.

La aspiración fundacional de cada presidente quedaría diluida porque el compromiso compartido centraría el
registro histórico fundacional en dicho acuerdo o pacto y no en las personas que lo encarnaron en su momento,

El contexto internacional solo pauta continuidades o disrupciones para los sectores dirigentes, no así para la
población. En general, esta incertidumbre se refiere a cuestiones de orden económico respecto a modelos o
instrumentos adoptados para el desarrollo, o al alineamiento internacional. Son los políticos locales quienes generan
las situaciones dramáticas para la ciudadanía. Esta característica se ha visto reforzada por la práctica de cada nuevo
gobernante.

El poder político traslada a la población su propia dinámica en forma de incertidumbre, porque es muy alta la
capacidad de decisión por parte de los gobiernos; alta capacidad de discernimiento, de discrecionalidad. Esta
dinámica se ha dado, en el período 1983 – 2007, cíclicamente; y la explosión de sus crisis han sido recurrentes.

La incertidumbre se instala en la campaña electoral; las elecciones pasan a ser pruebas para la población que
es puesta frente a la disyuntiva entre continuidad o cambio radical.

Existieron dos momentos paradigmáticos de incertidumbre en este período. La transición entre los gobiernos
de Alfonsín y Menem estuvo dotada de un grado superlativo de dramatismo, al igual que en la situación provocada
por la liga de gobernadores peronistas y las ambiciones de Duhalde entre la caída de De la Rúa y la designación del
ex gobernador bonaerense.

Sin llegar a esos extremos, muchas de las situaciones descritas en el Capítulo 3 provocaron incertidumbres
en la población, como la renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia, el llamado “voto cuota” de 1995, la
instauración del corralito, las hiperinflaciones, la resolución de los créditos post devaluación en 2002 y tantas otras.

Los hechos políticos gestados desde el Estado provocan incógnitas entre asalariados o empresarios, que son
manifestaciones de aquellas incertidumbres. Una breve enunciación de dudas recurrentes ante cada crisis es posible
en primera persona: si conservo el trabajo, si conseguiré otro, si me alcanza para pagar la cuota del crédito, si podré
pagar el alquiler, si me conviene pagar los impuestos, si vendrá una moratoria, si los depósitos en los bancos son
seguros, si el gobierno tendrá la suficiente mayoría en el Congreso para gobernar, si el gobierno entrante aplicará las
políticas prometidas o hará otras.

Todo cambio de ministro o cambio de gobierno genera incertidumbre. Sobre la base de la experiencia, la
Joven Democracia argentina ha aprendido que no es posible tener confianza en el sistema bancario, ni confianza en
el tipo de cambio, ni confianza de los funcionarios intermedios sobre su continuidad, ni los empleados “contratados”
de la administración pública y del poder legislativo. Que en el mediano plazo siempre hay riesgos sobre el trabajo;
sobre el trabajo en blanco o el trabajo en negro.
La transferencia del control político, económico y social

Desde mediados de la década de 1970, fue construyéndose el consenso, en diversos círculos internacionales,
sobre la necesidad de comenzar a retrotraer muchas de las funciones que los estados nacionales habían reservado
para sí luego de la crisis de 1929/30. Aquel andamiaje había sido construido bajo dos premisas: la crisis había
demostrado que el inversor más constante de una economía frente a la ausencia de capital privado debía ser el
Estado y la visión geopolítica que ampliaba el concepto de defensa nacional reservando para los Estados la
administración de áreas de la economía consideradas estratégicas.

Las políticas para reformar el Estado fueron adquiriendo impulso en medio de la crisis petrolera de
1973/1975 y aval académico por el tipo de teorías económicas que fueron galardonadas con el Premio Nobel en
aquellos años.

En la Argentina, desde el PRN, el Ministro Martínez de Hoz comenzó con su implementación; las políticas
más agresivas en tal sentido tuvieron lugar, luego, durante el gobierno menemista. En ese proceso se generaron
algunas transferencias en la toma de decisiones, en los resortes que el estado keynesiano o benefactor había
asegurado para los Estados nacionales, e incluso en aquellos que la seguridad nacional había reservado para sí.

En algunos casos se trató de descentralización administrativa y en otros del traspaso a la iniciativa privada.
Fueron objeto de descentralización administrativa la mayor parte del sistema educativo con escuelas que quedaron
incluso en ámbitos municipales, buena parte del sistema sanitario, el mantenimiento de buena parte de la red de
caminos, la fijación de salarios retornando al sistema de paritarias, la decidida ausencia de políticas en materia de
precios, entre otras.

Por su parte, se privatizaron sectores que hasta entonces eran considerados estratégicos para la seguridad y
el desarrollo nacional. Entre ellas, las áreas de telefonía, electricidad, parte de la red caminera, servicios sanitarios, la
parte más sustancial del sistema jubilatorio, el sistema ferroviario, el transporte aerocomercial, etc. Se enajenaron
empresas valiosas como Aerolíneas Argentinas o YPF. Casos especiales, que se remontan a la gestión de Martínez de
Hoz, son los del comercio internacional y el de la capacidad bancaria de condicionar el manejo monetario.

En ambos casos hubo una transferencia de roles y responsabilidades del Estado a actores privados o
jurisdiccionales. A pesar de que las privatizaciones fueron complementadas con la creación de nuevos organismos
estatales de contralor, el poder de decisión se traspasó; se resignó la visión global que requería de un acuerdo
político sobre cuáles debían ser áreas primordiales o cuáles subsidiarias.

El poder de decisión social quedó, en algunas situaciones, en una especie de emergencia e incrementó el rol
de los medios sobre la opinión pública. Con el cambio tecnológico y la presencia permanente de las comunicaciones
como hecho social los factores a considerar en la toma de decisiones quedaron subordinados: de ser políticas de
Estado pasaron a convertirse en espasmos circunstanciales sujetos a la capacidad del interlocutor circunstancial.

Además, funciones como las de prevención y seguridad, quedaron subordinadas al temor gubernamental a
generar episodios que los medios de difusión pudieran colocar en el centro de la agenda política con descrédito para
el Ejecutivo. En tal sentido, los largos años de ocupación del espacio público en rutas de todo el país, zonas urbanas
y, especialmente, en el centro porteño, fueron un claro ejemplo.

Otra de las cuestiones referidas a la transferencia de atributos tradicionalmente estatales fue la de la


atención a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Históricamente tales funciones recién fueron asumidas
por el Estado tras el primer gobierno peronista (1946-1952) a través del accionar en tal sentido de Eva Perón, y que
fue uno de los orígenes de la disputa con la Iglesia Católica que por entonces ocupaba, naturalmente, una posición
cercana a aquellos sectores sociales. Luego del PRN, ante el panorama de pauperización de vastos sectores, el
Estado organizó diferentes formas de ayuda y transfirió su adjudicación y reparto a sectores sociales y políticos
partidistas. Desde las cajas del Plan Alimentario Nacional (en manos del aparato político radical), el accionar de las
manzaneras (organizadas en el Conurbano bonaerense por “Chiche” Duahlde ), los Planes Trabajar (en manos de
intendentes y gobernadores), los Planes Jefas y Jefes de Hogar (organizados por líderes regionales), los subsidios a
una infinidad de grupos piqueteros (a través de sus líderes y en función de su capacidad de movilización).

Como complemento de tanta transferencia de poder de decisión, para atender a la sobrecarga de


erogaciones nuevas para las jurisdicciones municipales o provinciales (dada por la mayor cantidad de sueldos a pagar
por el traspaso de maestros, por ejemplo), en los presupuestos nacionales se incluyó una partida denominada
Adelantos del Tesoro Nacional (ATN), por la cual el Estado nacional puede asistir necesidades extraordinarias. El
reparto de los mismos, desde su implementación, estuvo signado por la discrecionalidad del ejecutivo en función de
su relación con gobernadores o intendentes y el logro de su apoyo político.

Además de las desgravaciones impositivas para la radicación de industrias en La Rioja, Catamarca, San Luis, la
Presidencia de Menem creó el Fondo de reparación histórica del conurbano bonaerense. Con enormes partidas del
presupuesto nacional se intentó darle a Duhalde una capacidad adicional para gobernar la provincia, teniendo en
cuenta que los ingresos bonaerenses por coparticipación son bastante menores a lo que dicha jurisdicción aporta en
concepto de impuestos nacionales.

Otros conceptos sobre los que se traspasó poder decisional del Estado fueron: la fijación de tarifas (como
parte de los contratos firmados con las empresas privatizadas); la fijación de las prioridades de inversión (achicando
la participación de algunos bancos públicos, privatizando otros y poniendo legalmente en pie de igualdad cualquier
tipo de inversión ), el sostenimiento de la igualdad salarial y de derechos en todo el territorio nacional (el ejemplo
más claro es el de la docencia), el fomento a zonas estratégicas de desarrollo, la atención espasmódica sobre cuáles
debieran ser las actividades productivas privilegiadas, la cantidad de circulante monetario y la capacidad de crédito
(a través de complejos mecanismos de endeudamiento público).

Hubo, también, una fuerte pérdida de la necesaria discrecionalidad en el comercio internacional por
construcción de la interdependencia con el Mercosur (especialmente Brasil) o con la adscripción a la Organización
Mundial de Comercio.

Además, en este proceso como Joven Democracia, tanto en la transición como en las diferentes alternancias,
los gobiernos contaron con la posibilidad y la capacidad de redistribución del ingreso a través de sus políticas
económicas; pero, fundamentalmente, tuvieron la posibilidad de generar empresarios exitosos a través de
contratos, obra pública, privatizaciones y reestatizaciones u otro tipo de prerrogativas gubernamentales,
paradójicamente bajo el argumento de las menores funciones estatales. Mientras la tradicional burguesía nacional
sufría en el período momentos de auge especialmente a comienzos de la convertibilidad con las privatizaciones, y
luego un lento retiro de los negocios, la aparición de nuevos empresarios exitosos contó con la ayuda estatal.

En términos generales, amén de aquellas excepciones, el período mostró un debilitamiento de las


capacidades estatales para generar consensos, imponer políticas o ser artífice de un rumbo determinado y sostenido
en el largo plazo y de tener una visión general de todo el territorio. Comenzó a primar la evaluación de lo
“políticamente correcto” en reemplazo de acuerdo sobre políticas de Estado por las necesidades electorales
inmediatas. En la determinación de la agenda política nacional, como ya se mencionó, tuvieron un importante rol los
medios de comunicación; tanto en la fijación de los temas centrales para la sociedad argentina cómo en una
complicidad política subterránea conseguida con el recurso de la publicidad oficial.

Capacidades delegadas
Como contrapartida a la transferencia de recursos de poder del Estado nacional hacia otros actores públicos
y privados, la dinámica de la transitoriedad procuró la obtención de discrecionalidad del ejecutivo
fundamentalmente en el uso de recursos financieros.

Existen tradiciones al respecto; una general y otra local. Por un lado, la de los primeros 100 días de gobierno
inaugurada por Roosevelt (en EEUU, en 1932) a través de la cual el legislativo le facilita a una nueva administración la
aprobación de leyes tendientes a establecer los lineamientos de su gobierno o a manejar una emergencia
preexistente. Por otra parte, más atrás en la historia y localmente, la delegación de poderes federales a Rosas
impuesta como condición para la pacificación del país.

Ambas, incorporadas en la cultura política argentina, alimentaron la práctica de la transitoriedad y su ciclo


perverso, por la cual cada alternancia se convierte en una emergencia en la que se requiere de delegación de
poderes legislativos al ejecutivo para salvar la situación crítica. Poderes especiales para endeudarse, para redistribuir
partidas del presupuesto nacional, para establecer planes sociales, los mecanismos de urgencia utilizados para
obtener del parlamento las primeras privatizaciones, son solo algunos ejemplos que se han reiterado regularmente.

El beneficio obvio de la discrecionalidad obtenida lleva a concluir que se trata de una consecuencia deseada
por los gobiernos. Por lo que la recurrencia de crisis económicas y políticas en el período habría sido provocada con
ese fin, alimentando el principio de incertidumbre.

Frente a la opinión pública el Poder Legislativo permanece en estado de desprestigio constante; esta imagen
conseguida por sus propios deméritos o por intromisión del Ejecutivo, es funcional a este último pues permite la
extorsión frente al pueblo, futuro elector. La inacción gubernamental puede ser atribuida, a través de los medios de
difusión, al Congreso; y serán aquellos diputados y senadores los que periódicamente (ventaja del sistema
democrático de renovación parlamentaria cada dos años ) estarán en campaña electoral frente a sus votantes
tratando de renovar sus mandatos.

Si, además, se vive una situación de emergencia nacional como tan cíclicamente ha ocurrido en el período, el
Ejecutivo podría llegar a contar con todos los beneficios de un sistema más autoritario, menos republicano. Ello se
notó en los mecanismos de toma de decisión y los factores u opiniones a considerar; así surgieron las diferentes
leyes de emergencias y de excepcionalidad sancionadas en el período, la suspensión de la vigencia de leyes o de
obligaciones constitucionales y la delegación de privilegios parlamentarios que facultan al ejecutivo funciones
legislativas.

Pero, como si hubiese sido insuficiente aquel recurso, en el período hubo un abuso de los Decretos de
Necesidad y Urgencia (DNU) mediante los cuales el Presidente y sus Ministros reemplazan el trámite parlamentario
para la obtención de leyes, con absoluta discrecionalidad. La reforma de la Constitución de 1994 incorporó tal figura
y sus mecanismos posteriores de contralor; aun así, e incluso previamente a su estatus constitucional, los DNU
fueron una herramienta de uso común; mucho más de lo que correspondería al estado de derecho republicano.

Los gobiernos del período descubrieron las ventajas de “vivir en la emergencia”, Incluso en el orden
internacional, donde llegaron a poner en “emergencia” a Organismos Financieros Internacionales, obligándolos a
préstamos y refinanciaciones .

La delegación de facultades se convirtió en la herramienta discrecional de la transitoriedad.

Las posibilidades para la redistribución del capital

Dos procesos históricos, en el contexto del período, hicieron que las Jóvenes Democracias tuvieran la
posibilidad de provocar una fuerte intervención en sus economías. Por un lado, la aparición de la propiedad privada
en los países de Europa Oriental que hasta entonces pertenecían a la órbita comunista. Por el otro, el impulso de un
nuevo liberalismo, enarbolado por un occidente triunfalista, sobre las estructuras de los Estados que se habían
reservado para sí la gestión de los servicios públicos y de áreas militarmente estratégicas (según las concepciones de
la Guerra Fría).

De tal forma, se fueron enajenando del patrimonio de cada una de estas naciones, áreas como las de
electricidad, agua potable, telefonía, aviación comercial, explotación petrolera y gasífera, diversas ramas de la
industria pesada (como siderurgia y petroquímica), transporte ferroviario, automotor, fluvial y marítimo.

Esa coyuntura particular se sumó a la capacidad innata del Estado de establecer políticas tendientes a
privilegiar a alguna actividad productiva más que a otra, beneficiando a particulares o a sectores socioeconómicos.
Ello deviene de la posibilidad de definir las orientaciones de comercio internacional (qué se importa, con que tasas
aduaneras y a qué tipo de cambio; qué se exporta), de política monetaria (con mayor o menor crédito bancario y
para qué sectores), de instrumentar desgravaciones impositivas (por regiones, por sectores o por empresas), por
desarrollo de infraestructura y obra pública en general.

Juan D. Perón utilizó todos esos recursos con objetivos políticos claros, tendiendo a reforzar la incipiente
industrialización del país y, al mismo tiempo, a la generación de una burguesía industrial nacional.

Por su parte, el PRN le agregó discrecionalidad a las capacidades estatales, favoreciendo o eliminando
empresas (y empresarios) más que actividades específicas.

En conjunto, y a pesar de sus debilidades y de la retracción de algunas áreas de la economía que se


produjeron entre el PRN y la Convertibilidad, el Estado conservó una alta capacidad distributiva para favorecer a los
sectores más concentrados y más relativa para atender a los sectores asalariados.

Esa capacidad de redistribución del ingreso nacional entre clases sociales es un tema de análisis
socioeconómico específico que excede este análisis. En cambio, es importante señalar la relación entre la dirigencia
política y la burguesía nacional.

En tal sentido, se conjugan, el sueño fundacional que corresponde al deseo de asegurar un orden que
sobreviva a una presidencia (como se verá en el capítulo 7) y las necesidades de gobernabilidad que requieren de
una especial cooptación de los sectores empresarios (como ya se señaló). De ambos casos surge la pretensión
política de contar con una burguesía nacional propia; un empresariado tributario del gobierno.

Por lo tanto, dicha pretensión y las capacidades (aún disminuidas) del Estado, dieron cierto margen para una
acción gubernamental tendiente a favorecer a parte del empresariado ya consolidado y para crear nuevos actores en
la burguesía argentina.

El objetivo fue el de contar con una prensa benévola, con financiamiento para las campañas electorales (o
en retribución por ellas), eventualmente acordar una política de precios u otras cuestiones de política económica, en
general, la tentación estuvo centrada en las posibilidades económicas y de imagen positiva que estos sectores
podían llegar a brindar a un gobierno. Eso hizo posible algunas maniobras tendientes a contar con una burguesía
nacional propia, si bien ciertas funciones de regulación estatal habían sido transferidas al empresariado, con lo que
su poder de decisión se incrementó desde el PRN.

Existieron algunos momentos en que esta redistribución fue más notoria. Al menos, hubo circunstancias en
las que los gobiernos tuvieron capacidad o posibilidad para hacerlo. Un somero repaso deberá incluir a los siguientes
episodios:

. entre las postrimerías de la dictadura y el inicio de la democracia.


En el período comprendido entre la salida de Martines de Hoz del Ministerio de Economía del PRN (marzo de
1981) y el comienzo de la Guerra de Malvinas (abril de 1982), se inició un reacomodamiento de todas las variables
macroeconómicas.

Las sucesivas devaluaciones del tipo de cambio generaron serias dificultades en aquellas empresas que
estaban endeudadas en moneda extranjera con el exterior o con bancos locales; entre esas compañías se
encontraban prácticamente todas las gestionadas por el Estado, tanto de servicios públicos como productivas.

Dos mecanismos transfirieron recursos estatales al sector privado. En principio se estableció un seguro de
cambio , y luego se procedió a la estatización de aquellas deudas. El Estado argentino se convirtió en acreedor en
pesos devaluados de las empresas (tanto nacionales como multinacionales) y en el deudor de los bancos y
organismos internacionales que habían financiado, en divisas extranjeras.

Luego del conflicto de Malvinas, y continuando en los inicios de la transición, tuvo lugar una dinámica de
refinanciaciones de aquellas obligaciones financieras que, sumadas al desorden administrativo mencionado en el
Capítulo 1, convirtieron a la Deuda Externa en un permanente tema de política.

Las empresas sobrevivientes al PRN salieron fortalecidas habiéndose modernizado o simplemente operado
con costos a cargo del Estado nacional.

. con el lanzamiento del Plan Austral.

La inflación persistente en una sociedad trae aparejadas consecuencias tanto macroeconómicas, como fiscales e
individuales. En este último caso, los individuos sufren el alza de precios en su planificación cotidiana pues sus
ingresos se perciben regularmente una vez al mes y el encarecimiento de los productos se produce cotidianamente.
Por su parte, el Estado percibe los impuestos con cierto retraso y por lo tanto con valores ya superados.

Concluida la experiencia del primer Ministro de Economía de Alfonsín (Bernardo Grinspun), la inflación se había
colocado en valores mensuales muy altos. El ingreso de un nuevo equipo económico le permitió al gobierno
desarrollar un plan heterodoxo de ajuste que no sólo se proponía frenar el alza de precios; instrumentó, además,
una original forma de quitar el componente de ajuste de los contratos a mediano y largo plazo: el desagio.

Para obtener la aprobación de los OFI´s se negoció el apoyo norteamericano pues el plan distaba en algunos
aspectos de ser similar a los recomendados por el FMI.

La capacidad redistributiva se puso en juego porque, al frenar bruscamente el juego de aumentos entre
precios, tarifas, salarios y contratos, algún sector naturalmente quedó mejor posicionado (con mayores márgenes de
ganancia) según el nivel de precios en que quedara congelado.

. en las hiperinflaciones.

Los procesos hiperinflacionarios generaron una muy fuerte expansión monetaria. Sin el respaldo de ingresos
genuinos ni de reservas que garanticen el circulante, el Estado debió atender sus obligaciones más urgentes
(fundamentalmente salarios) mediante una expansión de la emisión monetaria.

A su vez, la ampliación de la base monetaria induce a la puja inflacionaria. Una disputa de la que obtuvieron
beneficios quienes estaban mejor posicionados para la negociación. Los tradicionales sindicatos fuertes (que en su
momento hicieron retroceder el “rodrigazo” en 1975) fueron los que sufrieron el proceso desindustrializador del
PRN y, por lo tanto, ya no estaban en la mejor situación de negociación, mientras se perfilaban los del sector de
servicios en un rol que recién estrenaban.
Por su parte, el negocio financiero gozó de un auge triunfalista en términos de redistribución del ingreso.

. al sancionarse la Ley de Convertibilidad.

Nuevamente con la anuencia de los OFI´s, el gobierno menemista instrumentó la convertibilidad (uno a uno
con el dólar, convertible por Estado nacional) como solución a la pertinaz inflación argentina.

Ello implicó un cambio trascendente y duradero en todas las relaciones sociales y económicas. Básicamente
por dos razones; por una parte, al quitar el componente inflacionario de los precios y de las relaciones económicas,
las pujas debieron dirimirse en el terreno del mercado con una perspectiva favorable para los grupos más
concentrados. Por el otro, un lento incremento de la capacidad de consumo al ponerse en competencia a la industria
local contra bienes importados. Como contrapartida, en el largo plazo, ambos procesos económicos tendieron al
reemplazo de la producción nacional por manufacturas extranjeras; especialmente durante una década de fuerte
cambio tecnológico con aparición de nuevos y más sofisticados productos.

Al mismo tiempo, se renovó el acceso al crédito internacional (cuyos efectos se verán al momento de la
devaluación) para aquellas mismas grandes empresas, se procuró aumentar el nivel de inversión y se modernizó
buena parte de la estructura productiva, tanto en la industria (mayor automatización) como en la producción
agropecuaria (uso intensivo de semilla transgénica y siembra directa) y en el sector de servicios (incorporación
masiva de microelectrónica).

Este nuevo orden económico dio lugar a la consolidación de la mayor parte de los grupos empresarios
sobrevivientes a Martínez de Hoz. Además, recibieron un espaldarazo con las privatizaciones.

. a lo largo de todo el proceso de privatizaciones.

Volcado definitivamente a los postulados del neoliberalismo, el gobierno de Menem adoptó para sí buena
parte de los postulados del Consenso de Washington con el fanatismo de quien creyó haber encontrado la receta
simple para gobernar la complejidad de la sociedad argentina.

Privatizar las empresas de servicios públicos, industriales y financieras en propiedad del Estado nacional,
asomaba como un complemento a los intentos por resolver cuestiones macroeconómicas; la meneada inflación, la
extensión del empleo estatal, la existencia de tarifas políticas y no rentables, las bajas tasas de inversión.

En un proceso vertiginoso comenzaron a desarrollarse las privatizaciones, teñidas de un carácter de urgencia


que quitó posibilidades para un prolijo trámite parlamentario y para medir correctamente el consenso social
respecto al tema.

Los pasos previos a transferir dichas empresas a la gestión privada, incluían:

. intervenir las empresas para su saneamiento financiero y para un ordenamiento de la planta de personal (el Estado
asumió a su cargo las deudas financieras y operativas, y redujo la cantidad de trabajadores)

. obtener del Congreso las leyes respectivas (haciendo valer las mayorías peronistas incluso en cesiones cuya validez
se cuestionó)

. organizar y llevar a cabo los concursos para la presentación de ofertas (con asesoramiento de quienes, después,
estarían involucrados en las nuevas empresas)

. establecer los organismos encargados del contralor de sus actividades en el caso de los servicios públicos (con
reglamentaciones que dejaron muchas falencias para una efectiva presencia estatal)
En términos generales, se estableció la participación de los gremios y de empresas locales dentro de los
grupos que se presentaran a cada concurso. Se requirió que, cada consorcio de empresas que se postulase para
obtener la concesión de un servicio público, tuviera la participación de un operador del área (con experiencia
internacional), un banco internacional (que aportara títulos de la deuda externa argentina), algún grupo económico
argentino (para evitar inicialmente una extranjerización total) y un programa de propiedad participada para los
empleados (con el fin de involucrar a los sindicatos).

Acompañando a la privatización de empresas, se llevó a cabo una reforma al sistema de jubilaciones y


pensiones, mediante la habilitación a compañías privadas para administrar fondos específicos. Los argumentos que
justificaron esta privatización estuvieron ligados a dos grandes cuestiones; por una parte, quitarle a los gobiernos la
tentación de echar mano a los fondos que mensualmente se acumulaban en las cuentas previsionales con otros fines
(cubrir otros déficit estatales y no para atender al pago de jubilaciones más dignas). Por otra parte, crear un mercado
de capitales capaz de financiar los alicaídos niveles de inversión de la economía argentina.

Se presuponía que las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, actuando como organismos privados,
manejarían los capitales acumulados bajo la lógica de maximizar los beneficios. Sin embargo, frente a diferentes
circunstancias, los gobiernos obligaron a las AFJP a transgredir la ley respectiva comprando más bonos de deuda
estatal que los permitidos; especialmente en las postrimerías de la convertibilidad en el gobierno de De la Rúa.

Todo el período de privatizaciones fue el momento de mayor capacidad redistributiva con que contó
gobierno alguno durante el período, de una magnitud difícilmente repetible.

Si asimilamos el proceso de privatización de empresas estatales a una “modernización”, podemos aplicar la


sentencia de Huntington respecto a la corrupción. Esto es, a mayor velocidad en un proceso de enajenación de
funciones del Estado hacia actores privados, las posibilidades de sobreprecios, coimas y dádivas al poder político
aumentarían exponencialmente.

. con el retraso cambiario.

Antes de concluir la larga década menemista, el esquema de tipo de cambio fijo, convertible, mostraba sus
primeros síntomas de agotamiento. Había sido utilizado como una herramienta para frenar la inflación y se convirtió
en un modelo en sí mismo (como se verá en el capítulo 7).

La satisfacción que ese Plan Económico mostraba en la población se verificaba en las urnas, con la continuidad
propuesta por la Alianza (De la Rúa-Chacho Álvarez). Sin embargo, desde finales de 1997 y hasta poco después de la
gran devaluación de enero de 2002, tuvo lugar la mayor serie recesiva de la historia argentina, que produjo una
altísima desocupación, extraordinarios niveles de indigencia y quiebra o cierre forzado de gran cantidad de
empresas, especialmente Pymes.

Haber sostenido la continuidad de un esquema cambiario que, habiendo cumplido su propósito, complicaba al
Estado y a buena parte de la actividad privada, provocó una nueva transferencia de recursos de los sectores más
bajos de la población hacia los más altos y de las empresas productivas hacia las de servicios y financieras.

. a través de la devaluación.

El proceso de salida de la convertibilidad le dio al Estado un alto nivel de capacidad redistributiva. En un


sentido, amplió y cristalizó la pobreza y la indigencia; pero en otro, le dio potestad para privilegiar algunas
actividades productivas por sobre otras.
Las correcciones propuestas, tanto dentro del país por analistas independientes, como por los OFI´s y por el
propio gobierno de Duhalde, estimaban una devaluación del 40 %. Sin embargo, la forma de mercado libre adoptada
por imposición del FMI rompió todos los parámetros frente a un Estado incapacitado para intervenir en el mercado
de cambios por la licuación de las reservas del Banco Central producida durante el gobierno de De la Rúa.

Con un 200 % de devaluación y el tipo de cambio estabilizado una vez que Roberto Lavagna ocupó el
Ministerio de Economía, dos grandes sectores se vieron beneficiados; el sector exportador (fundamentalmente
agropecuario, petróleo, alimentos y el complejo automotor integrado en el MERCOSUR) y el sustitutivo de
importaciones (con un gran margen de capacidad ociosa por los largos años de recesión, prácticamente en todas las
ramas industriales).

. al establecerse la pesificación asimétrica.

Como resultado de la salida de la convertibilidad un terremoto económico sacudió todas las relaciones
contractuales. Especialmente las establecidas entre particulares y empresas con el sistema bancario.

Dado que la Ley de convertibilidad establecía la autorización para hacer operaciones en moneda extranjera
dentro del país, la mayor parte de aquellos contratos se pactaron en su momento en dólares estadounidenses.
Además, como durante el PRN, muchas empresas obtuvieron créditos o realizaron colocaciones de deuda o de
bonos de inversión en el exterior.

El gobierno de Duhalde estableció la conversión de las deudas en dólares a pesos según un esquema
diferenciador: las obligaciones de los actores privados con el sistema bancario se considerarían uno a uno (pesos por
dólar) y las de los bancos con particulares de un dólar a un peso con cuarenta centavos más algún índice atado a la
evolución de los precios. Recordemos que el precio de la moneda estadounidense ya se había estabilizado en torno a
los 3 pesos.

De esta forma, se obligaba a los bancos a un fuerte quebranto (pagando 1.40 lo que cobrarían a 1.-)
generando una diferencia que cubriría el erario público. Fue, entonces, el Estado nacional el que corregía la impericia
gubernamental al poner en práctica la devaluación de esa forma y tratando de proteger a los endeudados;
prácticamente toda la amplia clase media urbana, la base electoral imprescindible en cualquier elección.

Además, el auxilio financiero que el Estado pudiera establecer con las empresas endeudadas en el exterior
fue observado con atención frente a lo realizado por el PRN. Sin embargo, hubo ganadores y perdedores; empresas
con fuertes inversiones en tecnología fueron prácticamente entregadas a los bancos acreedores , otras consiguieron
refinanciaciones que terminaron fortaleciéndolas.

. al constituirse las retenciones a las exportaciones.

Frente a la desproporción de los precios medidos en divisas extranjeras para la exportación de los productos
primarios (soja, cereales, petróleo, gas, carne) la tendencia fue la de trasladar a los precios internos dichos
incrementos, afectando sensiblemente el poder de compra de los sectores sociales más desprotegidos.

Los gobiernos de Duhalde y de Kirchner alcanzaron cierto acuerdo tácito con los exportadores para sostener
la oferta interna en precios contenidos, aprovechar las oportunidades exportadoras y, al mismo tiempo, lograr
ingresos adicionales para el Estado. Se establecieron retenciones sobre los valores exportados; parte del precio
obtenido internacionalmente por aquellos productos fue derivado hacia las cuentas públicas como porcentaje de los
dólares o euros facturados. Esa proporción varió entre un 3 y un 10 %, incrementando notablemente los ingresos
fiscales.
Este fue uno de los factores que explicaron la reversión del déficit fiscal del período recesivo frente a los
superávit obtenidos desde entonces. Esos ingresos adicionales le permitieron al gobierno kirchnerista financiar la
licuación de las deudas generadas con los bancos y, fundamentalmente, encarar dos cuestiones redistributivas
importantes: subsidios y obra pública.

La utilización de subsidios al transporte urbano de la Capital y el Gran Buenos Aries, a la aviación comercial y
a una diversidad de actividades le permitió al gobierno sostener precios frente a la nueva presión inflacionaria
devenida de la devaluación y el alza del consumo. Con las empresas agotando, en la etapa expansiva iniciada en
2002, la capacidad ociosa que había provocado la recesión, un nuevo cuello de botella en la relación entre oferta y
demanda generó nuevamente presiones inflacionarias.

Con el objetivo de sostener los precios hasta la realización de las elecciones presidenciales de 2007, el
gobierno de Kirchner recurrió, entre otras, a medidas de carácter redistributivo como los mencionados subsidios y
fideicomisos. Junto a ellas, el crecimiento acelerado de la necesaria obra pública en infraestructura, dieron a esa
etapa un carácter forjador de nuevos actores con gran poder económico.

El Estado nacional, rediseñado entre el PRN y la convertibilidad, pasó a manejar presupuestos crecientes
pero, ahora, sin empresas, sin tarifas políticas que pagar (excepto los mencionados subsidios), sin escuelas, con
pocos hospitales, con cierto desahogo en el tema jubilaciones, con rutas mantenidas por los peajes.

La adecuación a las condiciones externas

La Joven Democracia argentina se ha mostrado dependiente de los consensos internacionales, al igual que
en casi toda su historia. La fijación internacional de los paradigmas de pensamiento económicos, políticos y
culturales afectó directa o indirectamente a los modelos de desarrollo que el país haya querido adoptar.

Así ocurrió también con el impulso que adoptó la globalización coincidentemente con la transición a la
democracia de mediados de la década de 1980.

Pero, nuevas circunstancias y el nuevo diseño del sistema internacional provocaron un cambio aún en
proceso de consolidarse.

Si bien el Consenso de Washington es posterior, sus principios ya tenían autoridad como paradigma de pensamiento
aceptado en los principales círculos intelectuales y de negocios internacionales desde mediados de la década de
1980 .

Concluida simbólicamente la Guerra Fría cuando cayó el Muro de Berlín, con los años de la década de 1990
se forjó una Globalización idealizada por una agenda internacional en el que el tema “seguridad” la dejó de
encabezar a perpetuidad para alternarse con cuestiones económicas, de medio ambiente, de derechos humanos;
con una única potencia sobreviviente que prefirió los acuerdos y los consensos aun para encarar misiones militares
internacionales en lugar del unilateralismo previo y posterior.

Luego, casi abruptamente con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, quedó configurada una
Globalización condicionada por la emergencia del terrorismo golpeando fuertemente el propio territorio
norteamericano y en los símbolos del poder capitalista; se produjeron cambios hacia el auge de las decisiones
unilaterales y un nuevo impulso al tema seguridad en la agenda internacional.

El idealismo de los años noventa hacía prever un rápido acuerdo sobre la liberación total del comercio
internacional; el nuevo siglo trajo aparejadas nuevas desconfianzas e imposibilidades para alcanzar aquel objetivo
internacional.
Los paradigmas de desarrollo impuestos o que contaban con mayor consenso internacional, difundidos por
ideas académicas, por directa presión de las potencias o por acción de los organismos financieros internacionales,
parecían más claros durante la década idealizada. La conjunción de crisis económicas de los países emergentes, el
alza del precio del petróleo y la convivencia con un estado de guerra internacional abrió la oportunidad a la discusión
del paradigma único y al ensayo de nuevas alternativas, muchas veces, retrospectivas del estado keynesiano.

Cualquiera haya sido el paradigma predominante, por fragilidad financiera, por necesidad de inversiones
externas o por otras cuestiones de debilidad estructural (energética, industrial, etc.), como Joven Democracia, la
Argentina estuvo sujeta a las recomendaciones o consensos internacionales.

Por lo tanto, siempre se trató de una adecuación a las tendencias internacionales por el peso de sus
paradigmas, o por la realidad planteada por las variables (competitividad, tipo de cambio, liberalización comercial,
disponibilidad de capitales para inversión, existencia de capitales especulativos).

La inserción internacional de una Joven Democracia cuya economía puede ser catalogada de “emergente”,
queda comprometida a la adopción de un entero modelo de desarrollo. Con la particularidad de estar sujeta, por su
endeble desarrollo, a los cambios bruscos de su política internacional pero también de la organización económica
mundial y a la selección de actividades productivas privilegiadas en función de los mercados globales.

El período 1983 – 2007, en la Argentina, muestra la recurrencia de necesitar auxilios financieros e


inversiones que quedan ligados a avales políticos que puedan aparentar tanto alineamiento como rebeldía
internacional. En tal sentido, cada presidente ha tenido socios privilegiados en el ámbito mundial; con el Brasil de
Sarney o el de Color de Mello; con la España de Felipe González o de Aznar, con los EEUU de Clinton o de Bush, con
la Venezuela de Chávez.

En todo caso, dichos comportamientos y los bruscos cambios que representan para la economía interna son
demostrativos de la alta dependencia que las Jóvenes Democracias tienen respecto al sistema internacional. Por su
estructura y por su comportamiento errático, la democracia argentina responde a estas características de Joven
Democracia.

5 LA ARGENTINA COMO JOVEN DEMOCRACIA

Las transformaciones socioeconómicas

En el caso argentino, la reorganización del orden republicano constitucional post dictadura estuvo dominada
por un conjunto de cuestiones enmarcadas en el estallido y la profundización de las transformaciones
socioeconómicas propiciadas por José Alfredo Martínez de Hoz en la primera etapa de la última dictadura y que solo
fueron visibles años después . Se trata de los cambios en la estructura de la economía, la distribución de los ingresos
del Estado, el proceso de endeudamiento público y privado, el proceso de descentralización de las funciones
estatales y, también, la privatización de empresas nacionales.

El proceso económico llevado adelante entre 1976 y 1981 puso fin a la dicotomía entre los dos modelos
irreconciliables que dominaron el período 1940 – 1975. Por un lado, el encarnado por los actores sociales nucleados
en torno a la producción y exportación agropecuaria; por el otro, aquellos que eran tributarios de la sustitución de
importaciones por vía de la industrialización forzada.
Ello dio lugar a un “empate hegemónico” (como lo definiera Juan Carlos Portantiero ) que trabó la
posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo. Además, en aquella teoría, se encuentra también parte de la
explicación de la inestabilidad política de esas décadas.

Las reformas iniciadas por Adalbert Krieguer Vasena (durante la presidencia de facto de J. C Onganía) y
profundizadas en el PRN, provocaron un cambio del perfil económico del país, con una nueva distribución del capital
(más compleja, intrincada y concentrada). Esta primera etapa fue la base para las transformaciones culminadas
luego durante la convertibilidad. Hasta la última dictadura, la economía argentina había mostrado un crecimiento
errático con etapas de fuerte modernización y momentos de estancamiento.

Ciertas políticas iniciadas por PRN dieron lugar a la profundización de la relación de subordinación
económica de las provincias al Estado nacional.

En este aspecto, de fuerte relevancia política, la cuestión principal ha sido la distribución de los ingresos del
Estado. En este tema, a lo largo de la historia, solo hubo resoluciones parciales que más se asemejaron a delicados
equilibrios políticos coyunturales que a soluciones definitivas. Es necesario adentrarse en la compresión del origen y
destino de los recursos de la Nación. Existen diferentes impuestos, tasas y derechos que se abonan
jurisdiccionalmente; en los niveles municipales, provinciales y nacionales. La mayor recaudación la obtiene el Estado
nacional a través del consumo, las ganancias, importaciones y exportaciones, retenciones. Algunas municipalidades y
provincias, por la riqueza generada y asentada en sus territorios gozan de un alto nivel de ingresos, aunque la
mayoría de esos distritos tienen una alta dependencia de lo recaudado por la Nación o por los Estados provinciales.

Algunos de los ingresos impositivos tienen establecida su distribución entre porcentajes correspondientes a
las provincias y partes de uso exclusivo para las cuentas nacionales. Los primeros son los denominados
“coparticipables”.

Frente a cada una de las tantas crisis sufridas por el país, se han producido aumentos de las tasas a pagar en
concepto de impuestos o, directamente, la creación de nuevos tributos. En términos generales fue mayor el
aumento de recaudación por impuestos ordinarios o extraordinarios no coparticipables con las provincias que los
que aportan a las jurisdicciones directamente, la mayoría de las veces por apelación a la resolución de esas
emergencias económicas generadas periódicamente. Además, la reticencia a discutir una nueva coparticipación se
origina en ciertas prevenciones o temores de la dirigencia política: se trata del riesgo de abrir un debate
parlamentario inmanejable y de resolución incierta porque esta cuestión de los ingresos de cada jurisdicción provoca
en el seno del parlamento un cruce de lealtades irremediable.

Diputados y senadores representan al pueblo de las provincias y a la estructura federal del país, respectivamente.
Como tales, su obligación es actuar legislativamente en resguardo del interés de sus votantes en consonancia con los
intereses de la población y del Estado de sus jurisdicciones. Deberían, entonces, resolver conforme a sus bases
electorales territoriales y no por lealtades nacionales o partidarias; por lo tanto, en este tema no deberían atender a
las necesidades coyunturales que pudiera plantearles el Ejecutivo nacional. En este supuesto debate, oficialismo y
oposición de una provincia debieran votar coordinadamente. La presidencia de la nación y los líderes partidarios
nacionales no podrían contar con mayorías disciplinadas.

Además, un debate de este tipo corre el riesgo de cristalizar una nueva ley de coparticipación federal de
impuesto que le quite poder discrecional al ejecutivo nacional de turno; es decir, al dirigente político que en uso de
la transitoriedad quiera asegurarse (nuevamente) el bronce fundacional.

A lo largo del período democrático 1983-2007, el esquema de los ingresos entre las provincias y la Nación ha
pasado de una estructura por la que se repartían un 45% para los primeros y 55% para el segundo en los inicios de
esta etapa, a una relación 30% - 70% entre distritos y fisco nacional al culminar la misma, por el aumento de los
impuestos no coparticipables.
La estrategia, haya sido intencional o casual, de generar situaciones de emergencia ha redundado en un
aumento del presupuesto disponible para los gobiernos nacionales.

Además, la continuidad de la descentralización educativa y sanitaria iniciada en la última dictadura y


profundizada en los años noventa, y el proceso de privatización de empresas públicas, también han servido para
aligerar las erogaciones del Ejecutivo nacional en detrimento de las provincias.

A pesar de ello, desde el PRN, el proceso de endeudamiento externo del país no ha dejado de crecer. Si bien,
en determinados momentos del período los Estados provinciales han obtenido su propia financiación externa, el
principal promotor de la deuda ha sido el Poder Ejecutivo.

Sintéticamente, el proceso de acrecentamiento de la deuda externa argentina tuvo los siguientes


componentes: un empuje inicial dado por la búsqueda de financiación para el experimento de la “tablita” cambiaria
de Martínez de Hoz ; la nacionalización de las deudas privadas que el PRN le legó a la democracia; luego, ya en
democracia, costosas refinanciaciones realizadas periódicamente; nuevos préstamos atados a “indicaciones” de
política económica por parte de OFI y potencias internacionales; emisiones de deuda absorbidas por individuos y
financistas del exterior en los momentos más confiables de la convertibilidad (esta parte de la deuda es la que luego
entraría en default durante la presidencia de Rodríguez Saá); bonos emitidos compulsivamente por el Estado para
ser absorbidos ilegalmente por las AFJP ; permanentes endeudamientos para sostener la regulación monetaria .

Por su parte, al declinar la efectividad del tipo de cambio fijo uno a uno de Cavallo-Menem, las provincias se
vieron obligadas a buscar financiamiento para su déficit mediante la creación de cuasi monedas. Como
contrapartida, las jurisdicciones productoras recibieron regalías por la explotación de recursos petroleros, gasíferos y
mineros. Hasta las privatizaciones de YPF y otras empresas del sector, dichos recursos eran (constitucionalmente)
nacionales.

Hubo, además, un efecto intangible en las economías provinciales por la privatización de los ferrocarriles,
que produjo un lento abandono de pueblos subsidiarios de las líneas férreas que se fueron cerrando.

El proceso político

En lo referente al proceso político, la reinstauración del sistema republicano democrático en la Argentina


tuvo que atender a problemas derivados de la propia normativa constitucional, un presidencialismo extremo y un
sistema federal cuyas principales problemáticas no habían sido resueltas.

Las elecciones del 30 de Octubre de 1983 se hicieron bajo el amparo de la Constitución Nacional de 1853-
1860. Entre otras cuestiones que luego serían reformadas por la Asamblea Constituyente de 1994, se establecía un
período presidencial de seis años sin reelección inmediata (debía transcurrir otro mandato de seis años para que un
ex Presidente pudiera volver a presentarse como candidato) y también la elección indirecta a través de la
conformación de un Colegio Electoral . Este organismo decidía el triunfador de una elección intermediando entre la
voluntad popular y el ciudadano elegido.

Desde la transición, en el sistema político argentino quedaban pendientes el fallido intento de la Reforma
Mor Roig , la distribución de bancas de diputados con piso (injusto para provincias más pobladas, pero que, a su vez,
aleja el peligro de peso específico propio de provincias hegemónicas como Buenos Aires), el presidencialismo y la
duración de los mandatos.

La necesidad de llevar los mandatos presidenciales a cuatro años con la posibilidad de una reelección fue
retomada en el Pacto de Olivos y convertida en norma constitucional en la Reforma de 1994. Con ella se lograba que
la sociedad diera su aprobación y no quitara apoyo parlamentario al desarrollo de una presidencia y hasta ocho años
para evitar la reelección indefinida. Otras modificaciones producidas por aquella reforma constitucional intentaron
agilizar la tarea parlamentaria de designación de jueces (a través del Consejo de la Magistratura) y darle a la
presidencia una mayor protección, ejecutividad y relación más fluida con el Congreso (mediante la figura de Jefe de
Gabinete). En la práctica de la transitoriedad, estas últimas dos reformas nunca acabaron por cumplir el objetivo
para que el que fueran creadas.

Por otra parte, cualquiera fuera el oficialismo y su poder parlamentario y social, hubo siempre miedo de la
oposición a abrir reformas (Asambleas Constituyentes) por un posible efecto “Caja de Pandora” en que una mayoría
pudiera imponer reformas no pactadas; ni más ni menos que el temor a la discrecionalidad. Ejemplos de esto se
dieron en las provincias que sancionaron reelección indefinida solidificando relaciones feudales. Por ello, el Pacto de
Olivos intentó ser acotado, con intercambio de concesiones para el oficialismo y para la oposición. Las reformas en
las provincias sólo fueron posibles cuando la ecuación política estaba a favor del oficialismo.

Otra cuestión, aún irresuelta, es la del mínimo de electores necesario para que un diputado, según a qué
provincia represente, lo haga en nombre de menos electores que otro de una provincia más poblada.

La tradición presidencialista argentina se halla inscripta, por una parte, en la tradición monárquica derivada
de la conquista y colonización española que luego diera lugar al caudillismo; por la otra, en las fuentes del derecho
norteamericano que se usaron como base para la redacción de la Carta Magna. Desde ambas vertientes comenzaron
a ser norma y práctica histórica arraigadas en la sociedad.

Por su parte, el sistema federal adoptado por el país fosilizó las principales problemáticas del sistema político
y económico, acallándolas pero sin resolverlas: la distribución de impuestos (desde la cuestión de la Aduana en
épocas de Juan Manuel de Rosas hasta la ya analizada coparticipación federal de impuestos en la actualidad) y los
resabios de relaciones sociales feudales de ciertas provincias.

Teniendo en cuenta la historia de inestabilidad política en la Argentina entre 1930 y 1976, la experiencia
como Joven Democracia de los últimos años ha resultado todo un éxito de continuidad y estabilidad, tanto de las
instituciones republicanas como de la sucesión electoral. Aun sin resolver la mayoría de las cuestiones descritas y, en
algunos casos, empeorando las situaciones heredadas de la dictadura, se ha logrado sostener la renovación periódica
y electoral de los gobernantes.

La democracia argentina fue puesta a prueba en una serie de oportunidades durante estos últimos años. Se
trató de acontecimientos que, en otras condiciones históricas, hubiesen implicado interrupciones del régimen
democrático. Los episodios que se describen más abajo, hubieran provocado movimientos cívico-militares
tendientes al establecimiento de regímenes autoritarios, bajo el argumento de la incapacidad de la dirigencia política
para resolver cuestiones de interés nacional.

La acción combinada de actores civiles y militares sobre los gobiernos democráticos anteriores a 1983
generó golpes militares autoritarios frente a una población dominada por el escepticismo ante sus dirigentes
políticos.

Las situaciones críticas que han tenido lugar en el período manifiestan un alto grado de responsabilidad de la
dirigencia política en la gestación de las mismas. El uso y el abuso de la condición de transitoriedad es el que ha
generado estas situaciones excepcionales que tensaron los márgenes de la democracia y de la vida republicana. A
pesar de ello, la población, los medios de comunicación, la dirigencia empresaria y sindical y los factores de poder
externos dieron un marco de perduración a esta experiencia democrática.

La Joven Democracia puesta a prueba


Un rápido repaso a algunas de las situaciones vividas desde 1983, salvo omisiones involuntarias, ilustra la
sinuosidad del período, mostrando dos grandes cuestiones: por un lado, qué tipo de decisiones del poder político
fueron capaces en otro contexto histórico de generar inestabilidad política; y por otro, cómo el nuevo marco
internacional y local le permitió al sistema político rehacerse una y otra vez.

. La anulación de la autoamnistía militar.

el gobierno de Raúl Alfonsín tomó la decisión política, a poco de asumir, de anular la auto amnistía dictada por el
último gobierno militar, a través de la cual se exculpaba a todos aquellos que hubieran participado en violaciones a
los derechos humanos. Cumpliendo con una promesa de la campaña electoral, el entonces Presidente dio lugar a
una impensada situación en otras restauraciones democráticas en las que los militares conservaban suficiente poder
como para seguir influenciando la política; incluso, la derogación del perdón presidencial dictado por Bignone fue
aceptada por la oposición derrotada en los primeros comicios sin provocar uno de los históricamente clásicos
conciliábulos cívico militares golpistas.

Hubo en esta decisión un fuerte impacto del activismo previo, durante la dictadura, de los organismos de
Derechos Humanos que habían permanentemente hecho denuncias a riesgo de la vida de sus integrantes. Por su
parte, ni Brasil, ni Uruguay, ni Chile pudieron hacer lo mismo al inicio de sus transiciones democráticas.

. El juicio a las Juntas.

cumpliendo otra de las promesas de campaña se realizó el juicio a las primeras tres Juntas de Comandantes en Jefe
de las Fuerzas Armadas que gobernaron la mayor parte del Proceso de Reorganización Nacional, acusadas de
ordenar y realizar secuestros, torturas y asesinatos (desaparición de personas); fue una demostración de poder
político que contó con el asombro y el apoyo internacional. Estos juicios tuvieron escasísimos antecedentes
internacionales; especialmente porque el juicio se hizo dentro del país y por impulso de las propias autoridades
nacionales y no por una potencia extranjera triunfante en una guerra. En cambio, la determinación de las
responsabilidades sobre la Guerra de Malvinas se hizo dentro del Fuerzas Armadas.

. La fallida Ley Mucci.

el primer intento fallido de reforma de la ley laboral fue conocido como ley Mucci; esta intención del radicalismo
alfonsinista por recortar el poder sindical en manos de la estructura peronista, no logró en el Congreso el apoyo de
los partidos provinciales para poder ser sancionada. Al ser vivida como una rotunda derrota oficialista y como una
demostración del poder intacto del peronismo, significó el tempranero inicio de la debacle de la gobernabilidad para
el primer gobierno del período, pero sus repercusiones no pusieron en duda la continuidad republicana.

. La sucesión de conflictos gremiales.

la Confederación General del Trabajo peronista en la oposición, con la figura visible de Saúl Ubaldini, realizó
innumerables paros de gremios y huelgas generales que incluyeron trece paralizaciones totales de la actividad
económica del país. Tanta interferencia a la vida cotidiana y económica del país por disputas de carácter político y
gremial, hubiera provocado cimbronazos militares e interferencias externas con presión de empresas y embajadas.
Un dirigente gremial de segundo orden , designado por los tradicionales caudillos del sindicalismo peronista para
conducir la transición promediando el PRN, se convirtió en el principal referente de un peronismo que no acertaba a
encontrar un rumbo político unificado. En retribución por los “servicios prestados”, reordenado el mapa del partido
justicialista, fue convertido en diputado nacional sin más poder en el concierto gremial.

. Los levantamientos militares

la sucesión de levantamientos carapintadas, motivada en una confusa mezcla de pedidos de reivindicación de la


lucha en Malvinas y reclamos del cese de los juicios a oficiales de las FFAA por la represión. Si bien se trató de grupos
minoritarios los que participaron en dichos levantamientos, el resto de las fuerzas armadas aparecieron
dubitativamente en defensa de las autoridades políticas. La falta de liderazgos claros tras la debacle del PRN aventó
las posibilidades de golpes o presiones mayores contra el orden constitucional. De cualquier forma, estos episodios
(hasta la toma del cuartel de Monte Chingolo por un grupo guerrillero) tuvieron en la población una alta dosis de
zozobra primero y hartazgo después.

. La renovación legislativa adversa I

la oposición triunfó en la renovación legislativa de 1987. El triunfo peronista en las elecciones que terminaron de
renovar la Cámara de Diputados electa en 1983, concluyó con las posibilidades del partido radical gobernante de
obtener el apoyo del Congreso, negociando las leyes, como hasta entonces, solo con los Senadores
(tradicionalmente ligados a los gobernadores provinciales y sus permanentes urgencias financieras), según sus
principios o necesidades. Luego del derrocamiento de Perón en 1955, situaciones como estas fueron la justificación
de la instalación de dictaduras militares o de presiones para obtener renuncias presidenciales, bajo el argumento de
la imposibilidad y falta de madurez de los sectores políticos para darse gobernabilidad.

. Las elecciones presidenciales de 1989

la oposición triunfo en las presidenciales de 1989. Nuevamente, casi una novedad de la política argentina, pues la
única vez que se alternaron gobiernos de distintos partidos mediante la sucesión electoral, había sido en 1916 con el
triunfo de Yrigoyen. Las circunstancias desatadas tras el triunfo menemista, por la anticipación, la incertidumbre, la
hiperinflación y los saqueos, en otro momento histórico hubiese significado una segura ruptura constitucional.
Generó un grado de tensiones inéditas para historia política argentina.

. La hiperinflación I

la vivencia social de la primera hiperinflación fue parte las tensiones vividas en la primera alternancia; la situación
social en los principales centros urbanos, con saqueos a supermercados, habitantes armados en guardia nocturna
frente a la fantasiosa posibilidad de irrupciones de vecinos, la sensación de impotencia frente a sueldos que se
escurrían con el paso de los días y las horas, generó una situación inédita que afectó a toda la población. Sin
embargo, el consenso social y periodístico no se apartó de la resolución republicana y, si bien este episodio histórico
fue determinante en la instauración de la práctica de la transitoriedad (porque allí los sectores políticos pudieron
visualizar que a continuación, el siguiente gobierno iba a tener nuevamente una oportunidad fundacional), primó el
respeto constitucional con una consecuencia menor como fue el adelantamiento de la asunción de Menem.

. el interinato presidencial I
el mismo remedio que representó el adelantamiento de la asunción de Menem se convirtió en excepcionalidad
constitucional; haciéndose cargo de la presidencia casi seis meses antes del inicio de su mandato, también demostró
la madurez (y el fatalismo) alcanzado por la sociedad y los dirigentes políticos. El período previo a su mandato
propiamente dicho le permitió al nuevo gobierno obtener ventajas en cuanto a imagen pública y a prerrogativas de
discrecionalidad otorgadas por el Congreso, que luego se repetirían en otras alternancias.

. La hiperinflación II

la segunda hiperinflación produjo una crisis bancaria y en la emisión de bonos que incautaron depósitos; sin una
alternancia a la vista, pues se produjo a poco de iniciado el mandato menemista, hubo una primera incautación de
ahorros de particulares y empresas en el período, algo que se repetiría más tarde.

. Las privatizaciones

la enajenación de la propiedad estatal, de las empresas de servicios y productivas que integraban el patrimonio
nacional se realizó en un período muy breve de tiempo. Motivados por la urgencia que transmitía el discurso oficial
tanto la campaña de difusión para lograr cierto consenso social como la presión puesta en los mecanismos
parlamentarios utilizados para sancionar las leyes respectivas dieron lugar a cuestionamientos que luego dejaron
paso a la resignación.

El antecedente previo fue la iniciativa del Ministro Rodolfo Terragno en las postrimerías del gobierno
anterior proponiendo la venta de sólo una parte de la compañía de aviación Aerolíneas Argentinas; la reacción del
peronismo fue suficiente para hacer tambalear a un gobierno y archivar la idea.

. La reelección

Menem intentó, desde muy temprano, lograr la reelección que le estaba vedada por la Constitución Nacional previa
a la última reforma; promediando su primer mandato y alcanzada la añorada estabilidad en la economía luego de la
puesta en vigencia de la Ley de Convertibilidad, el entorno del presidente comenzó por medio del periodismo,
dirigentes de segundo orden y luego con una mayor presión política, a amenazar con la utilización de la “mayoría
automática” en la Corte Suprema para violentar la letra y el espíritu constitucional. La oposición radical, en retroceso
frente a los logros económicos del Ministro Domingo Cavallo comparados con el panorama que motivó el
alejamiento anticipado de Alfonsín de la presidencia en 1989, transformó una claudicación en decisión política al
intentar aprovechar el impulso menemista a violar las leyes para conseguir, en una reforma pautada, ciertas
modificaciones y actualizaciones de la Carta Magna, que previnieran la concreción de acciones autoritarias. El
consiguiente Pacto de Olivos y la habilitación parlamentaria a una Reforma fueron, desde el punto de vista radical,
una forma de evitar males mayores para la continuidad democrática; y desde el punto de vista peronista, la
posibilidad de concreción y sostenimiento de liderazgos a largo plazo ausentes desde el fallecimiento de Perón en
1974. Tanto la visualización de un contubernio político como la propia reforma, en otros momentos de la historia
argentina, hubiesen significado una ruptura institucional.

. Las recurrentes crisis de la Deuda Externa

a lo largo del período se sucedieron diferentes crisis externas por las necesidades de financiamiento estatal o por la
imposibilidad de afrontar vencimientos; cada Misión del Fondo Monetario Internacional al país tuvo, en los
gobiernos radicales y en buena parte de los gobiernos peronistas, una alta dosis de expectativa e incertidumbre. Las
visiones más positivas eran especialmente alimentadas por la parte más concentrada del empresariado que, por
intereses particulares o por adscripción ideológica, adjudicaban a las recomendaciones de política económica de los
OFI todas las posibilidades de futuro venturoso. Todos los intentos de encarrilar a la economía argentina en una
senda de crecimiento sin inflación debieron gozar de la aprobación de los organismos financieros internacionales y
de las principales potencias mundiales. Fue así como se pergeñaron y se sucedieron el Plan Austral, el Primavera, el
B&B, el Bonex, la Convertibilidad, el impuestazo de la Alianza, el megacanje y la megadevaluación ; en un clima de
expansión internacional y convencimiento en torno a los postulados del Consenso de Washington.

Frente a unos planes más que otros, pero siempre ante cada misión financiera, los titulares de los principales
diarios no dejaban de poner el tema en la agenda de la opinión pública. Había desaparecido la posibilidad de
acusaciones por falta de patriotismo, antecedente de los golpes militares anteriores.

.la segunda alternancia entre partidos.

un nuevo triunfo opositor ocurrió en las elecciones presidenciales de 1999. Con la derrota del oficialismo una nueva
alternancia volvía a generar incertidumbre para la población y para todo el arco político y decisional. La continuidad
del peronismo en el poder hubiese significado, de todos modos, un cambio de orientación de políticas, pues la
plataforma política de Duhalde difería notablemente de la de Menem. De la Rúa y, más que él, la Alianza dejaban
entrever la continuidad de la convertibilidad aunque era factible esperar un profundo cambio en las condiciones de
vida democráticas y republicanas. Cualquiera de ambas alternativas (Duhalde o De la Rúa) implicaba cierto grado de
ruptura; la población eligió una continuidad en términos de orden socioeconómico; aún así, no estuvo exenta de los
sobresaltos que la clase política estaba dispuesta a darle a toda la población.

. El impuestazo Machinea

un fuerte aumento de impuestos a la clase media fue decretado a poco de iniciarse el Gobierno de De la Rúa;
contrariando las expectativas de un gobierno que llegaba para sostener la convertibilidad y darle transparencia a la
política, la Alianza inicia su mandato afectando a su principal base electoral con un alza de impuestos tendiente a
restringir el consumo y sanear las cuentas fiscales. Más tarde, en otro contexto político, luego de la renuncia del
vicepresidente Álvarez, un intento de ajuste fiscal impulsado por el ministro López Murphy no fue posible por la
reacción de sectores internos del oficialismo radical.

. Una nueva reforma laboral

nuevamente se intentó la sanción de una reforma de las relaciones laborales (conocida posteriormente como la ley
“banelco”), como parte de las demandas que periódicamente efectuaba el FMI; tanto su trámite parlamentario con
negociaciones políticas agitadas como por las posteriores consecuencias, (al revelarse posibles coimas pagadas a
miembros del Senado y provocar la renuncia del Vicepresidente), tuvieron la difusión necesaria para acrecentar la
cuota de incertidumbre de las decisiones políticas y económicas en la Argentina.

. La renuncia del Vicepresidente

un fuerte impacto causó la renuncia de Carlos “Chacho” Alvarez a la Vicepresidencia de la Nación del gobierno de la
Alianza; como consecuencia del escándalo de las coimas desatado por la ley de relaciones laborales se quiebra
definitivamente el objetivo que había aunado a radicales y frepasistas para derrotar al peronismo. El dramatismo del
anuncio de la dimisión se prolongó en la desarticulación del poder político que, hasta entonces, podría haber
detentado el gobierno.

. La renovación legislativa adversa II

los restos de la Alianza fueron derrotados en las elecciones de 2001; con los resultados conocidos, los analistas
adjudicaron el triunfo al “voto protesta” de la ciudadanía por las características más visibles de la dirigencia política y
en el contexto de la depresión más larga de la historia económica argentina.

. El Corralito

a comienzos de diciembre de 2001 se instauró el corralito; frente a una economía estrangulada por las obligaciones
externas, la baja recaudación, la proliferación de cuasi monedas en las provincias y el estancamiento general, la
medida que implicó la restricción del circulante (las transacciones sólo podían hacerse por medios electrónicos)
sacudió a toda la población como prolegómeno a la crisis desatada a fin de ese mismo mes.

. Los Cacerolazos

una nueva forma de expresión del descontento ciudadano surgió con los Cacerolazos y la ocupación de la Plaza de
Mayo a fines de 2001; en el marco de la crisis económica y la disgregación política de la Alianza, la medida adoptada
por el ministro Cavallo, tendiente a restringir el circulante monetario y bancarizar la economía, desató una protesta
espontánea. Comenzó entre la clase media de los principales centros urbanos y su extensión asombró a todos,
instalando una nueva metodología de resistencia social. Los cacerolazos se trasladaron prontamente a las plazas con
epicentro en la Plaza de Mayo. Hacia allí convergieron también grupos más organizados que, en conjunto, tornaron
la protesta inmanejable para el gobierno y para las fuerzas de seguridad. La represión descontrolada, aparentemente
sin conducción, produjo escenas de violencia y asesinatos con la televisión transmitiendo en directo y amplificando
la indignación popular.

Producida la renuncia del Presidente, nuevas formas de organización social nacieron bajo la consigna “que se
vayan todos” los políticos; asambleas barriales y mercados de trueque fueron respuestas espontáneas a la gravedad
de la crisis económica y, fundamentalmente, política.

. La Presidencia de Rodríguez Saá

cada uno de los cinco días de gobierno de Rodríguez Saá tuvo su especial cuota de dramatismo; en cada uno de
aquellos febriles días, cada anuncio presidencial mostraba, no sólo contradicciones entre las propias intenciones
gubernamentales, sino una enorme predisposición fundacional sobre cualquier asunto del que se tratare. Lo más
notorio y que quedó como legado de aquellos días, fue la decisión anunciada en el Congreso nacional de cesar el
pago de parte de la deuda externa (default). Además, mostró solapadamente el funcionamiento de una informal liga
de gobernadores peronistas sobre la que pesaban las grandes decisiones del momento.

. Corralón y devaluación
en enero de 2002 se instauró el “corralón” y se hizo una maxi devaluación; habiendo deseado el cargo, habiendo
perdido las elecciones presidenciales de 1999, habiendo boicoteado la efímera presidencia de Rodríguez Saá,
habiendo podido poner cierto orden entre los manifestantes de la Plaza de los Congresos, Eduardo Duhalde fue
ungido Presidente y demostró poseer sólo unas pocas intenciones de orientación política para resolver la profunda
crisis. Guiado por lineamientos muy vagos y la presión internacional encarnada por el FMI, produjo una salida
desordenada de la convertibilidad mediante una devaluación con mercado libre que poco respetó las orientaciones y
señales dadas en torno a que el tipo de cambio debía ubicarse en un nivel 40% inferior al existente durante casi una
década. El llamado “corralón” (una inmovilización de fondos más férrea que durante el corralito de Cavallo) y una
estampida del dólar fueron los resultados que no lograron encauzar la crisis y sí consiguieron sumar angustia,
desesperanza y nuevas protestas.

. El mercado de cambio fuera de control

la incertidumbre cambiaria tuvo su pico con las especulaciones acerca de que el dólar tanto podría alcanzar un valor
de $ 4.- como una cotización de $ 10.-; concluida la convertibilidad, y con mercado libre para la compra de divisa
extranjera, la depreciación del peso, acosado ya por la proliferación de cuasi monedas con las que las provincias
habían intentado paliar su falta de efectivo, parecía no tener un horizonte a la vista. Pronosticadores agoreros,
amplificados por los medios de difusión, planteaban escenarios aún más catastróficos. Al mismo tiempo comenzaba
una disputa parlamentaria, con los bancos, con los ahorristas y con los deudores bancarios acerca de lo que dio en
llamarse pesificación asimétrica que, recién cinco años después, se terminó de resolver judicialmente.

. los asesinatos del Puente Pueyrredón

el clima general y cierto prurito político en tratar de evitar cualquier forma de represión física, alentaron una
continuidad de protesta, ahora de diferentes signos políticos, que mantuvo una alta ocupación de la vía pública
multiplicando el malestar en los centros urbanos más poblados. El asesinato de los piqueteros Maximiliano Kostecki
y Darío Santillán fue documentado por los medios gráficos y emparentó el episodio con los producidos en diciembre
de 2001. Duahlde, que había sido designado para concluir el mandato de De la Rúa, anticipó el llamado a elecciones
para descomprimir su propia situación política. Una nueva emergencia en la vida política lograba resolverse dentro
de las instituciones, aun forzándolas. Por otra parte, la violencia política y la represión no dejaban de causar víctimas
mortales.

. El ballotage que no fue

por renuncia de uno de los candidatos no se llevó a cabo la segunda vuelta electoral (ballottage) para elegir al
sucesor de Duhalde; concluida la elección presidencial, Menem y Kirchner quedaron en situación de disputar una
segunda vuelta. En ella, cualquiera de los triunfadores hubiese podido exhibir ante la sociedad un porcentaje de
votos o aprobación social importante. La defección de Menem dejó a Kirchner, para encarar su gobierno, con el 23 %
de los votos obtenidos en la primera vuelta. Un porcentaje muy similar al que produjo la debilidad política de Illía en
la década de 1960 y que concluyó con uno de los tantos golpes militares.

. El interinato presidencial II

Néstor Kirchner fue elegido para cumplir con el período diciembre de 2003 – diciembre de 2007; sin embargo, por
autorización legislativa, fue autorizado a completar el mandato de De la Rúa para el que habían sido nombrados
anteriormente, Rodríguez Saá y Duhalde, entre mayo y diciembre para luego desarrollar su propio mandato.
. La extorsión de la Corte Suprema y la respuesta de Kirchner

con la intención de provocar la renovación de la Corte y fijar su autoridad, Kirchner emitió un discurso por cadena
nacional a poco de iniciar su mandato; si bien no se trató de una acción con la espectacularidad de las movilizaciones
sociales y respondió a un reclamo instalado en la sociedad, el nuevo Presidente apeló a la televisión para mostrarse
firme frente a la insinuación de presiones políticas por parte de algunos integrantes del máximo tribunal del país.
Generó un hecho político destinado a lograr renuncias pero, además, aprovechó para instalarse dramáticamente
frente a la sociedad con una firmeza que sus votos no le habían dado.

. La disputa por los punteros del Gran Buenos Aires

los preparativos para las legislativas de 2005 se convirtieron en una puja entre el Presidente y quien lo había
apadrinado en la elección de 2003. Kirchner utilizó todo el aparato y el poder estatal para provocar la disolución del
aparato duhaldista que lo encumbró en el poder; no para su destrucción sino para coptarlo para su propia
organización política. Al igual que para establecer una “concertación” con miras a la elección de renovación
presidencial de 2007, se utilizó el aparato estatal para forzar cambios de liderazgo en el peronismo bonaerense, más
tarde, haciendo pie en otras fuerzas políticas, con la intención de construir un nuevo movimiento fundacional;
fueron operaciones políticas no exentas de cierta dosis de violencia y coerción.

. la Reforma del Consejo de la Magistratura

el oficialismo hizo valer la disciplina partidaria y de los aliados directos en el Congreso, para forzar la modificación de
la estructura del órgano de contralor del Poder Judicial; desoyendo críticas y sugerencias de sectores no sólo
políticos, sino también de reconocidas instituciones del ámbito judicial y la opinión de los medios. Acomodar los
órganos de contralor de la función pública a las conveniencias del oficialismo es parte de la condición de
transitoriedad, en tanto le permite discrecionalidad al gobierno de turno. Ha sido una de aquellas irregularidades
republicanas que la experiencia contemporánea de Joven Democracia se permitió.

. El Presupuesto con poderes especiales

transcurridos cinco años de la crisis y en un contexto económico absolutamente benéfico el Jefe de Gabinete obtuvo
el otorgamiento de poderes especiales para reorientar partidas del Presupuesto Nacional; en el mismo sentido que
en el punto anterior, el desprecio a los constitucionalistas de 1853 es parte de la pretensión de fundar “nuevas”
repúblicas con cada gobierno.

Prácticamente en todas las situaciones descritas, vividas en el período 1983 -2007, se ha sometido a la
población al dramatismo, como resultado de la tendencia de la dirigencia política a generar situaciones extremas
que reproduzcan las condiciones fundacionales.

Sin embargo, esta Joven Democracia se ha encontrado con una sociedad “culturalmente” adscripta a la
democracia que ha permitido la resolución de los conflictos con cierto apego a las instituciones, sin llegar a
situaciones de ruptura del orden institucional. La clase política debió extremar, muchas veces, el espíritu de la
constitución para solucionar las crisis que ella misma generó.
Los dirigentes políticos y sociales aprendieron a hacer sus “negocios” dentro del régimen con una fuerte
inclinación a reiterar el ciclo crisis – dramatismo – emergencia – discrecionalidad – nuevos negocios políticos. Lo que
antes se hacía entre golpes y restauraciones democráticas aprendió a hacerse en el marco republicano. Sólo en las
condiciones de Joven Democracia y arrastrando vicios, tradiciones y estructuras de la política local.

El “negocio” político de esta dinámica surge, sin duda, de la pasión por servir, por representar, por realizar
ideales. La cuestión de cómo lograrlo explica las formas: respetando y alimentando la organización de punteros,
sosteniendo la necesidad de costosos aparatos políticos, solventando económicamente a dirigentes de base que
extorsionan a cambio de su apoyo (y que reemplazan al dirigente en el necesario acercamiento a las bases
electorales); reproduciendo el entramando de fidelidades a fuerza de prebendas.

Por ello, las tentaciones del poder se imbrican con el manejo de fondos en puestos ejecutivos y con la
decisión sobre fondos en puestos deliberativos. Ello obliga permanentemente a mediar entre la entelequia del
“Estado” y los empresarios “reales”.

Sin embargo, y a pesar de todo, la Joven Democracia argentina alcanzó en el período, por efecto de la
transición de un régimen autoritario fracasado como alternativa y en un contexto internacional propicio, un nivel de
cultura política suficiente para sostener aquellos avatares descritos.

Algunas de las características de la democracia argentina en el período 1983 – 2007 responden a la


generalidad de las Jóvenes Democracias. En tanto otras son particulares de su propia dinámica, atribuibles a su
tardío desarrollo y al contexto internacional en el que se desenvolvió.

Entre las principales cuestiones a considerar es necesario analizar el alto grado de incertidumbre que cada
alternancia provoca en toda la sociedad, el juego de condiciones externas que facilitaron o impidieron políticas
locales, los roles que pudo asumir el Estado transitando una significativa transferencia del control social, las
permanentes delegaciones de capacidades hacia el Ejecutivo y del Estado a diferentes actores de la sociedad. Todo
ello, en un marco de estabilidad “cultural” de la vida democrática que la misma sociedad tomo para sí.

Un estudio del sistema político debe considerar que la perduración democrática se vio facilitada por la
relación que los gobiernos entablaron con ciertos estamentos empresarios considerando que las Jóvenes
Democracias tuvieron la posibilidad de reasignar propiedad privada, intentando crear nuevas burguesías en sintonía
con nuevos liderazgos políticos con pretensión de fundar nuevas repúblicas.

6 EL SISTEMA POLÍTICO

La cuestión de la representación y la participación políticas

Cuando se desató la crisis de diciembre de 2001 parecía que todo un sistema político llegaba a su fin. La
consigna “que se vayan todos” con los cacerolazos de fondo permitía formular hipótesis acerca de si se trataba de un
problema de representación política o de un conflicto terminal de la estructura de los partidos políticos argentinos.
Los que se reconocían a sí mismos como más escépticos establecían la posibilidad de una situación de
reacomodamiento del espectro partidario; y en muchos deseos aparecía la posibilidad de generar nuevas y
revolucionarias formas de representación política.

En todo caso, la única certeza era que se estaba frente a una participación política salida del cauce natural
del sistema de partidos.

Sin embargo, como una variable más de la Transitoriedad, rápidamente reapareció la continuidad del
sistema de dirigentes barriales e intermedios (“punteros”) para aquietar protestas no sin su propia cuota de
violencia e intimidación
Dos de los tres partidos preponderantes por aquel entonces, el Frepaso y la Unión Cívica Radical, aparecían
en vías de disolución, mientras el tercero, el peronismo, se mostraba tan desarticulado como para dejar su
conducción en una virtual Liga de Gobernadores.

La raíz del sistema partidista en la Argentina tenía cualidades que, tras un tiempo de espera para aquietar la
convulsión social (un “esperar hasta que aclare”), iba a continuar siendo el pilar de cualquier conjunción política.

Los partidos políticos argentinos son el resultado de un sistema muy intermediado de representación
política, con una estructura piramidal sustentada en una amplia base de “punteros” o dirigentes barriales, y su
representación visible constituida por figuras mediáticas con imagen de progresismo y honestidad. Tienen
superestructuras flexibles de poco apego a líneas programáticas, más proclives al pragmatismo de conveniencia
coyuntural. Se consolidaron como resultado de concepciones movimientistas inauguradas por los conservadores,
mejoradas por los radicales y llevado a su máxima expresión por el peronismo.

Las agrupaciones partidarias tienen estructuras celulares que se agrupan, en un estado de normalidad
institucional, dentro de corrientes internas que pueden variar ante cada disputa entre líderes partidarios. Frente a
emergencias dentro y fuera del partido de origen, pueden mudar de agrupación si otro liderazgo resulta más
conveniente desde un punto de vista no solo ideológico, sino fundamentalmente material.

Los partidos políticos argentinos tienen un alto costo de mantenimiento; se trata de asegurarle a cada
dirigente o puntero una cuota de empleo estatal, injerencia sindical, conexión con obras sociales y con planes
asistenciales gubernamentales, cargos políticos para el dirigente, recursos para solventar la infraestructura necesaria
para la actividad política persuasiva y generadora de identificaciones, acceso fluido para la obtención de los
beneficios que el Estado dispone para quienes lo necesiten (como lugares en hospitales, trámites jubilatorios,
vacantes escolares).

Es necesario disponer de los recursos que tiene el Estado para solventar aquella estructura y sostener la
lealtad de cada dirigente y de cada afiliado. Así se alimenta la propensión de las dirigencias de estar muy cerca del
Gobierno nacional de turno, aun convirtiéndose en una oposición más formal que efectiva. Aunque no se pierda la
pertenencia a la red del movimiento político, los dirigentes menores pueden llegar a intentar mudar su lealtad hacia
cada oficialismo.

Por estas características, cada Presidente contó con la posibilidad de convertirse en líder de un espectro más
amplio que el que lo encumbró en el poder. Algunos desperdiciaron la posibilidad, algunos no contaron con todos los
recursos o la astucia para entretejer en esta maraña de punteros. Otros lograron construir fuerzas poderosas que
duraron lo que sus gobiernos, acotados por la alternancia republicana que previene contra el autoritarismo.

Los dirigentes políticos intermedios y de base buscan la cercanía con el Estado; es el lugar para la obtención
de recursos que requerirían para atender a la propia estructura partidista y de lealtades. Por ello se trata de una
organización política volátil. Podría afirmarse la existencia de un mercado de punteros que no solo manejan los votos
de su circunscripción y la mecánica comicial; también son capaces de instalar un cierto clima social con propensión a
la protesta. Dadas estas características, los partidos quedaron expuestos a mudanzas más rápidas que al
sostenimiento de las lealtades.

El puntero es un dirigente barrial de contacto cotidiano con la población que ha cumplido una doble función
histórica: ha sido tanto la base de la estructura de los partidos políticos como el último eslabón en la ayuda estatal.

Desde la reorganización de los partidos políticos al promediar 1982, la cantidad de afiliaciones que cada
dirigente lograba presentar marcaba su importancia dentro de la estructura del partido. Este sistema se desvirtuó
con afiliaciones dobles e involuntarias, alcanzando proporciones que lo hicieron poco creíble por su masividad. En
ese proceso renacieron viejos dirigentes de la política de mediados del siglo XX y nuevos punteros compenetrados
del valor de poder mostrarse cercano a las bases. Cada Unidad Básica y cada Comité conformaban estructuras
zonales representativas de líneas internas que intentaban ganar cada jurisdicción. Aquella base era la que permitía
los liderazgos que primero competían por las intendencias y luego por las gobernaciones, la presidencia y las
correspondientes estructuras legislativas. Los grandes liderazgos se apoyaban siempre en esa base de la estructura
de los partidos políticos, al estilo de los municipios en la Provincia de Buenos Aires.

Por su parte, el retorno de la lealtad y la afiliación se hacía a través de un conjunto de prebendas que ya
fueron someramente mencionadas. Pero, en su origen, este último eslabón en la ayuda estatal parte del problema
conceptual y práctico acerca del rol del Estado. La gran transformación de una asistencia social que poco ocupaba a
las políticas gubernamentales se dio con el primer peronismo (1945-1952). Mientras conservadores, socialistas y
radicales desde fines del siglo XIX establecían sus bases a través de los dirigentes barriales, la ayuda más efectiva
seguía llegando de la mano de las parroquias católicas. La aparición de Evita liderando un nuevo modelo de
asistencialismo, luego asumido por el Estado, provocó una disputa con los curas católicos tradicionalmente más
cercanos a las necesidades sociales. Allí se gesta el germen que transforma al dirigente político en un ida y vuelta
entre ser el organizador y aglutinador de bases políticas en la estructura del partido y el administrador de asistencias
y prebendas sociales donde el Estado no llega, o suplantando lo que el Estado no contempla o, directamente, en
nombre del Estado.

En el período 1983-2007, ha habido intentos orgánicos por cumplir estas funciones, dotando a los dirigentes
políticos zonales de herramientas específicas; fue el caso de las Cajas PAN (Plan Alimentario Nacional) del
radicalismo y de la organización de las “Manzaneras” de Chiche Duhalde.

Ante la emergencia de nuevos actores sociales, la política y el Estado asimilaron aquella forma de
organización. Desde mediados de la década de 1990, aparecieron grupos de desocupados, originalmente despedidos
de YPF en General Mosconi y en Tartagal, (Salta) y Cutral Co-Plaza Huíncul (Neuquén), que comenzaron a organizarse
y a utilizar los cortes de rutas (piquetes) como forma de hacer notar su protesta. Aquellos primeros piqueteros
comenzaron a recibir planes asistenciales (“Planes Trabajar”). Tanto unos como otros pronto se multiplicaron; los
grupos piqueteros, ante la pauperización de vastos sectores entre finales de los años noventa y comienzos del siglo
XXI, y los planes asistenciales, que fueron quedando primero en la discrecionalidad de los intendentes y, luego, en la
de los propios dirigentes de las diversas agrupaciones.

Algunas de las nuevas formas de organización social quedaron fuera del alcance de los tradicionales partidos
políticos. Fue el caso de las asambleas barriales y los clubes de trueque que lentamente fueron perdiendo el fuerte
impulso inicial y de los grupos heterogéneos que expresaron protestas puntuales como todos aquellos referidos a
temas de seguridad (madres del dolor, las marchas de Blumberg) o la de los ambientalistas de Gualeguaychú contra
la instalación de fábricas de pasta de papel en el Uruguay.

Se trató, en todo caso, de fijar la agenda política con prescindencia se las estructuras partidarias. En tal
sentido, quedó registrada en la cultura política argentina la larga e histórica marcha de las Madres de Plaza de Mayo,
que señaló para siempre el rumbo de la presencia constante para asegurar la perduración y la difusión de la protesta
reivindicatoria.

El sistema federal y el sistema de partidos

Ese sistema tan fragmentado de representaciones políticas, encarnado por dirigentes zonales o punteros,
fue tributario del sistema federal y del sistema de partidos.

Ha habido una diferencia en el grado de modernización según las regiones del país, oscilando entre sistemas
más feudales de lealtades dadas por encima de las adscripciones ideológicas o de las prestaciones ya mencionadas, y
zonas con aparatos políticos más modernos dependientes del convencimiento popular.
Es el caso de los grandes conglomerados urbanos en los que el juego de imágenes ha suplantado cualquier
debate. La primacía es para la imagen de honestidad y de reproducción mediática de las opiniones y sentimientos
que priman en la población según lo indican las encuestas.

En todo caso, el sistema de organización de los partidos políticos argentinos, estuvo consustanciado con las
formas de representación política fragmentadas. Se trató de un sistema asimilable a una confederación de partidos.
Como un vicio de origen de los conservadores de la Provincia de Buenos Aires o del Partido Autonomista Nacional, el
radicalismo y el peronismo a nivel nacional aúnan grupos provinciales o regionales de visiones ideológicas y modos
de funcionamiento y organización diversos.

En lo más álgido de la crisis producida por la renuncia de De la Rúa, en ausencia de conducciones nacionales
de los partidos políticos por el desprestigio de la dirigencia, buena parte de la resolución de la emergencia quedó en
manos de un remedo de Liga de Gobernadores peronistas, de quienes dependieron las resoluciones de las dos
Asambleas Parlamentarias que eligieron primero a Rodríguez Saá y luego a Duhalde.

A su vez, en las provincias más pobladas y modernas, la organización recayó en confederaciones de


intendentes; es decir, en los dueños de las afiliaciones. La adscripción política continúa siendo localista ya sea por
liderazgo o por tradición.

Esa estructura de los partidos es la que explica la facilidad con la que se instaló la transversalidad con
posterioridad a la crisis de 2001 – 2002. Ya estaba presente con anterioridad, aunque con menor exposición. Los
cambios de lealtades se reiteraron frente al poder de quien pueda ocupar el Estado o se encuentre en posiciones
expectantes de lograrlo.

La ambición de llegar al Congreso auguró lealtades efímeras. Hubo quienes ocuparon una banca por un
partido y luego se adscribieron a otra minoría o, convertidos en independientes, fueron funcionales a cualquier
oficialismo. Pos crisis, nuevas agrupaciones (en general, viejos sellos partidarios pre existentes) se conformaron con
otrora partidarios de otros grupos políticos; llegados a una banca nacional o provincial, aquellos políticos,
aparentemente mutados en su afiliación, no dejaron de sostener sus viejas afinidades. Fue una dinámica política que
se vio favorecida por la existencia de una gran cantidad de agrupaciones que sólo son sellos burocráticos disponibles
para cualquier alquimia política electoral y que reciben financiamiento del Estado.

Los candidatos llegaron a un cargo electivo por un sello electoral para luego actuar con lealtad al partido de
pertenencia; fueron electos por el partido o coalición nueva para luego actuar con lealtad al partido de origen. En
esta modalidad tienen preponderancia las figuras mediáticas “políticamente correctas” que priman desde la
marketinización de la política argentina y encabezan coaliciones, alianzas, concertaciones, frentes electorales.

Aun siendo más una carga peyorativa que una categoría política, lo “políticamente correcto” merece una
enunciación. Muchas de las sentencias que expresan los dirigentes políticos son contradictorias entre sí porque,
como axioma principal, sus temas son determinados por los medios y no por convicciones. Los mensajes se
planifican para el spot publicitario y para los pocos segundos que puede ocupar el resumen de una entrevista en un
noticiario. El tema que preocupa que es sentenciado sin ser referenciado a una visión más general. Se trata de
opiniones o sentencias atadas a las encuestas de opinión.

Los mensajes de este tipo, en general, se presentan solidarios con los desposeídos o con las víctimas; tienen
tolerancia cero con el delito aun cuando ello exprese a los sectores sociales abandonados por la sociedad y por la
acción del Estado. Son propensos a pedir drásticos cambios en las leyes, aun cuando las circunstanciales necesidades
van en contra de la defensa de derechos y garantías que debieran ser más permanentes en la historia de una Nación.

En su afán por mostrar que el problema es de eficiencia administrativa, cobra relevancia sólo el caso
circunstancial y no un panorama de estadista a más largo plazo y más permanente. Esos mensajes desconocen la
existencia de procedimientos legales que resguardan todos los derechos de todas las personas. Aun así, marcan la
agenda política.
Esas figuras mediáticas conforman estructuras nuevas, sobre aquellos “partidos-sellos” pre existentes ,
captan políticos (dirigentes y afiliados con buena imagen o figuras de alta exposición en los medios, que encabezan
causas ocasionales), conforman listas electorales, imponen legisladores por los votos obtenidos (lista sábana
mediante ) por su propia buena imagen y luego asisten a la disgregación de sus bancas por reacomodamientos
partidarios de los políticos que obtuvieron el cargo por el esfuerzo, financiación e imagen del líder efímero.
Mutuamente, buscan aprovecharse de la difusión de su figura como parte de la estrategia de campañas electorales.

Aquellos candidatos que se encolumnan en las listas “nuevas”, retornan a su partido de origen; ya sea
efectivamente (sumándose en bloques parlamentarios), por estructura y forma de pensar la política, por sintonía
cruzada con otros políticos del mismo origen pero electos por otras listas similarmente conformadas.

Esta dinámica pone a los tradicionales partidos políticos lejos de la disolución que analistas y medios les
auguran. Siguen siendo escuelas de práctica política y referentes ideológicos para la multitud de los sectores
políticos intermedios y bajos de la estructura.

Son los propios partidos políticos tradicionales los que buscan utilizar a aquellas figuras mediáticas. Se
dividen y se subdividen exponiendo sus disputas internas en elecciones abiertas. En todo caso, lo que se ha perdido
de la estructura partidaria es la disciplina de disputar elecciones al interior de la agrupación para dirimir mayorías y
minorías, para, luego, acompañar al triunfador en la elección como bloque monolítico. Los dirigentes menores con
buena llegada a través de los medios se separan de la estructura, generan otras nuevas, pero siguen siendo líneas
internas dentro de la concepción movimientista que dio lugar a los grandes partidos políticos argentinos.

Desde los desaguisados de fines de siglo, los partidos evaden utilizar sus propios sellos y sus nombres (radical
o justicialista) conformando coaliciones con nombres para la ocasión y alentando para los cargos más expuestos, no
a militantes probados en la carrera partidaria, sino a colaterales de la política que llegan con ciertas cualidades que
definimos como lo “políticamente correcto” o a aquellos líderes de lo que anteriormente pudieran ser corrientes
internas.

A la vez que se expone a los votantes a figuras pulidas por publicistas como producto que se ofrece a un
mercado, las lealtades políticas también forman parte de una negociación propia de esta dinámica política pero que
adquirió ribetes escandalosos con la llamada Borocotización.

Buena parte de las críticas a estas maniobras de compra de votos y compra de lealtades (a través de planes
sociales) y de cargos para concertaciones, es que no son convenidas, aparentemente, entre cúpulas. Al igual que la
tentación de ocupar puestos de importancia en un gobierno, quitándole al oponente, al opositor, alguna figura
principal (como cuando el gobierno de Kirchner nombró a Graciela Ocaña del ARI, entre tantos otros ejemplos).

Lo que aparece frente a la opinión pública como maniobras espurias son partes de la negociación política
que queda expuesta. Pero, que algunas de esas maniobras fueran escandalosamente evidentes, no significa que no
sean y hayan sido parte habitual de la dinámica política, tanto para la conformación más permanente de un bloque
legislativo como para la votación de una ley en particular o para acceder a un cargo de funcionario en el Ejecutivo.

Otra característica electoralista de estas formas de la política argentina son las maniobras que, como la ley
de lemas y su sucedáneo la presentación de diferentes listas para el mismo partido, hacen dirimir a la población en
general los matices internos de un partido. También pertenece a esta misma categoría la presentación de un mismo
candidato principal (a presidente, a gobernador, a jefe de gobierno o a intendente) en varias listas que se conforman
con diferentes postulantes a cargos electivos.

En las elecciones presidenciales de 2003 se presentaron tres candidatos reconocidamente miembros del
partido peronista, en nombre de diferentes agrupaciones; pudieron hacerlo gracias a frentes electorales armados
con partidos menores, provinciales o regionales o que, luego del auge de las afiliaciones en 1982 – 1983, siguieron
existiendo aún sin alcanzar los mínimos electores para erigir a un candidato legislativo.
La provincia de Santa Fé, llevó al paroxismo la denominada ley de lemas que permitía dirimir las internas de
un partido, directamente en la elección general. De esta forma se somete al votante a dirimir entre personalidades
que, por mínimos votos que alcanzaren, contribuyen al partido; hasta su derogación sirvió para que la provincia
tuviera centenares de listas para cada puesto en juego.

Otra de las maniobras propias del cálculo electoral fue la de acomodar los calendarios electorales según las
expectativas que transmiten las encuestas. Frente a elecciones nacionales y provinciales, a los circunstanciales
oficialismos puede convenirles juntar en la misma fecha ambos comicios para lograr que la figura nacional arrastre
los votos locales o, a la inversa, el liderazgo provincial contribuya al referente nacional de la misma agrupación; o
convino muchas veces separar ambas elecciones por el mismo par de alternativas. En todo caso, la escala de la
política local tendió a primar sobre la política nacional; la agenda política dominada por cuestiones de seguridad o
empleo se superpuso a los temas de política exterior o la búsqueda de la consolidación democrática per se.

El sistema de partidos se ha beneficiado, en este período, algunas veces de la alta participación política y en
otras le ha sido funcional la baja participación. Ambas situaciones han presentado ventajas y desventajas para los
principales partidos o actores políticos; en ello colaboró el mayor o menor impulso y difusión que se le dio a cada
elección, amén del interés o el desinterés propio de la sociedad en cada momento histórico. No caben dudas acerca
del declive de la participación política desde el reinicio de la democracia en 1983; pero la consulta periódica para
renovar gobernantes y legisladores ha seguido un camino más sinuoso; en términos generales, ha habido un mayor
interés en la elección de cargos ejecutivos y cierto desinterés cuando de legisladores se trata.

Aún con esta dinámica, o precisamente por ello, la supervivencia del régimen de acumulación capitalista no
parece estar en riesgo. Por el contrario, las características de la transitoriedad aseguran la consolidación de los
grupos económicos más concentrados y las oportunidades de surgimiento de nuevos actores dentro de la burguesía
local bajo un manto de complicidad con el poder político. Aun con la cíclica sucesión de auges económicos y
profundas depresiones los cimientos de dicho régimen se sostienen, especialmente en la obstinada continuidad del
negocio financiero. Paradójicamente, esto tiene efectos de causa y de consecuencia en la perduración democrática,
como se vio en el capítulo 3.

Para ello es posible asimilar el concepto del transformismo italiano que Basualdo tan bien aplica para el caso
argentino. Académicos, medios de difusión, forjadores de opinión pública, intelectuales orgánicos de los
movimientos políticos, están siempre disponibles para interpretaciones benévolas de cada gobierno.

El protesta social tiene motivaciones diversas; sólo la conjugación temporal de los mismos llevó a la crisis de
2001. Allí se mezclaron grupos, actores, clases sociales con diferentes intereses, reclamándolos al mismo tiempo.
Aquel activismo registra, antes y después, una mayor pasividad de la sociedad civil, alterada espasmódicamente al
compás de episodios aislados (generalmente del tema seguridad, pero también de inundaciones o apagones) y de
reclamos salariales y de desocupados que adaptaron la forma del piquete.

El atractivo político de conducir el Estado

El objetivo de cualquier partido político es alcanzar el poder para llevar adelante su plataforma y su visión de
mundo. En el juego republicano y democrático, aunque ese objetivo no haya sido alcanzado porque las mayorías no
compartieron su ideario, está implícito el rol de sostener aquellos ideales y valores haciéndolos presente en cada
momento histórico.
Para un partido con liderazgo, plataforma y seguidores, no ser gobierno no debe constituir una debacle sino
algo circunstancial; el objetivo del poder no es el único papel que debe tener un partido político.

Sin embargo, en el período 1983 – 2007, las derrotas electorales adquirieron características catastróficas
para sus protagonistas. En algunos casos, prácticamente al punto de llevar al partido derrotado a su disolución o a un
largo ostracismo. No poder contar con los recursos de todo tipo que el manejo del Estado conlleva fue, muchas
veces, más tremendo para una organización que el descrédito público, la indiferencia del electorado o el castigo del
votante.

El manejo del aparato estatal facilita la tarea de sostener la estructura de los partidos políticos y brinda
nuevas oportunidades a aquellas líneas internas que pretenden hegemonizar una agrupación; incluso, cualquier
proyecto de liderazgo que pretenda atravesar transversalmente la política argentina requiere de aquellos recursos.
Obviamente la situación financiera del Estado puede ser un factor coadyuvante, pero no es determinante.

Las tentaciones movimientistas han sido más o menos explícitas en todos los presidentes del período con la
sola excepción de Fernando de la Rúa; que no solo no tendió a coptar sino que dilapidó lo que le venía dado por la
Alianza entre el Frepaso y la UCR.

Pero esa tentación va más allá de la clase política. En gran medida, la inestabilidad política entre 1930 y 1983
(o entre 1955 y 1983, si se prefiere ) es explicada por el tironeo que, sobre el Estado y su capacidad de decisión y de
orientar la economía de la sociedad, en su puja, establecieron los defensores del modelo de desarrollo agro
exportador, por un lado, y aquellos que propugnaban la sustitución de importaciones, por el otro.

Determinar el valor del tipo de cambio podía favorecer a algunos sectores en detrimento de otros, con las
consecuencias y posibilidades políticas analizadas en el Capítulo 5. Otro tipo de prebendas se derivaron de la
concesión de obras públicas financiadas desde la Nación; las exenciones impositivas a provincias, como reparación
histórica, para la radicación de industrias (La Rioja, Catamarca); el Régimen aduanero especial de Tierra del Fuego.
También sirvieron para pujas (más mediáticas que efectivas) con sectores del empresariado, como la veda
exportadora establecida por Kirchner con el objetivo de contener la inflación interna; o el recurso de apelar a
presupuestos ocultos como subsidios y fideicomisos.

El Estado argentino también ha sido objeto de un doble juego empresarial; en términos generales, los
empresarios han sostenido un capitalismo prebendario que favoreciera a capitalistas que se reconocían
ideológicamente a favor del Estado “mínimo”, por paradójico que pudiera parecer.

El Estado aporta a una sociedad el supuesto equilibrio de poderes; pero, la tradición caudillesca y luego
presidencialista de la Argentina, hizo que el Congreso y la Justicia quedaran subordinados al líder de turno en aras de
un supuesto “interés superior de la Nación” o incluso del Partido oficial. La permanente emergencia de esos
discursos dejó a la oposición tanto interna como externa, sin espacio ni argumentos para discutir.

Con ello, el Poder Ejecutivo es usado como herramienta; y una y otra vez en el período se solicitaron poderes
extraordinarios, delegación parlamentaria de facultades, a fin de atender a imprecisos intereses superiores.

Conseguidas esas facultades o sin ellas, mediante mecanismos de mayoría automática o por uso reiterado de
los DNU, el Estado les permite a sus dirigentes disponer discrecionalmente de fondos provenientes de la
coparticipación de impuestos nacionales, los Adelantos del Tesoro Nacional (ATN) a provincias o municipios,
subsidios a Organizaciones no gubernamentales (ONG) como fundaciones que esconden a algún líder político entre
sus mentores o (como ocurriera en su oportunidad) el Fondo de Reparación del Conurbano bonaerense y el empleo
público, entre otros. En definitiva, todas formas de financiamiento de la política. Las disputas sobre el Estado
confirman su rol de determinante en la distribución del ingreso y las prebendas.

Por su parte, desde el Golpe de los Coroneles de 1943, la Clase obrera ha sido considerada por el Estado
entre la subordinación y la protección . Todo intento movimientista y fundacional en el período, ha tratado de
incorporar al menos a una parte del movimiento obrero; este desafío fue una tarea imposible para Alfonsín frente a
un sindicalismo abroquelado en torno a la reconstrucción del peronismo derrotado y los intentos por sancionar la ley
Mucci; la aparición de la CTA de Víctor de Genaro durante la década menemista abrió una expectativa de la que
abrevaron Chacho Álvarez y el Frepaso, primero, y luego Kirchner durante su campaña y primeros escarceos en el
poder. Sin embargo, los interlocutores de la política y del Estado siguen siendo los dirigentes que se formaron en la
tradición burocrática del sindicalismo peronista.

Además de actuar con el sindicalismo, la política y el Estado procuraron una especial relación con el
empresariado nacional. La alta burguesía argentina ha tenido una relación dinámica con todos los gobiernos; no sólo
por la influencia que pudiera ejercer en la determinación de los lineamientos macroeconómicos que cada gobierno
pudiera delinear, sino, fundamentalmente, por el tratamiento particular y directo que cada administración pudiera
brindarles. Negocios financiados por el Estado, regulaciones e impuestos negociables, protección frente a
competencia externa, son herramientas estatales que dependen más del favor oficial que de políticas nacionales de
largo plazo. En contrapartida, las empresas y sus dueños aportaron al financiamiento de las campañas electorales;
un aporte no siempre explícito por la actitud vergonzante tanto del candidato como del empresario, pues pareciera
que no contribuye a la imagen del político reconocer públicamente tales aportes, ni a la del empresario de quedar
identificado con una sola vertiente política.

En el sueño movimientista, y en toda concepción fundacional, cada liderazgo político ha intentado generar
su propia burguesía; las Jóvenes Democracias han tenido esa oportunidad que, además, se alimenta de la mitología
de la implantación del modelo de sustitución de importaciones con nuevos empresarios surgidos al calor del hogar
estatal durante el primer peronismo.

Además de las utilidades descritas para la organización política que asuma la conducción del aparato estatal,
ha existido la tentación de generar lo que luego se analizará como el síndrome fundacional. La lectura de la historia
argentina despierta en cada gusto, el interés por alguna figura que ha logrado trascender a partir de haber legado un
modelo de país que ha perdurado más allá de su tiempo. La intención de ser fundador de una nueva república. El
manejo del Estado permite, según las circunstancias que caracterizan a las Jóvenes Democracias y en las diferentes
alternancias del período, la posibilidad de instrumentar herramientas de política económica o de retocar matices
que permitieran a la población identificarse con lo que parecería ser un modelo de organización social original.

La gran diferencia entre aquellas figuras como Mitre, Roca, Yrigoyen o Perón es la que hay entre líderes y
estadistas. Un líder político a cargo de la Presidencia puede lograr un funcionamiento aceptable de la economía y de
la cultura de una sociedad, haciendo una buena administración. El estadista ha sacrificado mucho de la imagen que
sus contemporáneas podían hacerse de él actuando más para el futuro que para la circunstancia. Las dinámicas de
las alternancias de este período muestran más un apego por el reconocimiento inmediato y la construcción política
que dura lo que cada mandato, que la construcción de acuerdos de largo alcance y acciones en una dirección de
clara trascendencia.

La coyuntura impone un horizonte muy corto teniendo en cuenta que el político, desde el Estado, deberá
lidiar con cuestiones de control social, tanto de orden socioeconómico, como con la iglesia, con los partidos
opositores, con los sindicatos y con una atención permanente sobre los medios de comunicación. Compatibilizar las
expectativas del político con las tareas del Estado, en el período de transición con toda la inestabilidad de Joven
Democracia, abrumó a más de un presidente; aún con las mejores intenciones, la inmediatez requirió toda la
atención. Especialmente hasta la devaluación de 2002 en que las penurias económicas dieron paso a un respiro
fiscal.

Aún así, la compulsión a crear crisis de algún tipo para generar condiciones de transitoriedad ha dificultado
la confluencia de intereses bajo un manto republicano, y el sostenimiento de los mínimos acuerdos y coincidencias.

A pesar de ello (o por ello), el Estado ha sido el lugar y la oportunidad para la transitoriedad.
Politización, despolitización y marketing electoral

En los inicios de la transición, la participación política tuvo altos niveles tanto en el interés demostrado por la
población en general, como por los inusuales niveles de afiliación a partidos políticos y por la concurrencia a los
comicios.

A lo largo del período, se notó que la participación comicial decayó en las elecciones de renovación
parlamentaria y volvió a mostrar sumo interés en las presidenciales.

A medida que la transitoriedad hacía recurrentes las crisis de fin de mandato presidencial, también estas
elecciones mostraron que de la alta participación inicial se fue pasando al desencanto, a la abulia o a una
ritualización.

La ritualización fue, en el contexto de la obligatoriedad del voto, el proceso normal de asentamiento del
sistema democrático; el deber cívico asumido con ímpetu a comienzos de la transición dio paso a una situación más
rutinaria en la que la sucesión de elecciones da lugar a la comprensión de que no está en peligro el sistema
democrático.

Por su parte, tanto la abulia como el desencanto se hicieron notables con ciertos, aunque ínfimos,
movimientos como el del “Km 401” , que funcionó como invitación a no votar argumentando la inutilidad del voto o
humoradas invitando a votar por personajes ficticios .

También debe considerarse que ciertas actitudes y decisiones de la clase política alimentaron estas
conductas de los votantes. Con la estabilidad económica alcanzada a mediados de los años noventa, en un clima de
triunfo internacional de la globalización idealizada, el imperio del mercado y el marketing vaciaron de contenido, de
ideas y propuestas a las contiendas electorales. Se habló entonces del “voto cuota”, argumentando que los triunfos
del oficialismo se explicaban por la necesidad individual de mantener el esquema económico debido al
endeudamiento de las clases medias.

Los propios políticos tendieron lenta y gradualmente a la despolitización de los Actores Sociales hasta la
irrupción de la crisis de 2001 . La irrupción de los cacerolazos fue la manifestación de descontento social (cada sector
según sus intereses), pero el detonante de aquella crisis hay que buscarlo en la renuncia del Vicepresidente Carlos
Álvarez; para los votantes de la Alianza el gesto representó una fuerte denuncia sobre uno de los vicios de la política
argentina que supuestamente ese gobierno había llegado para desterrar. La compra de votos en el Senado para la
aprobación de una ley enviada por el Ejecutivo era parte de una práctica que se sospechaba funcionó durante los
años noventa; pero ahora se producía una confirmación pública. Se dio una ambigua situación respecto al líder del
Frepaso: su dimisión señalaba el compromiso que había asumido con los votantes, pero su defección prácticamente
terminó con sus posibilidades electorales. El propio sistema fagocitaba a los díscolos.

Los cacerolazos pedían por los depósitos bancarios bajo el “que se vayan todos”. Pero otros sectores sociales
que se sumaron luego a las manifestaciones en las Plazas y en las Asambleas Barriales profundizaron el sentido de la
protesta haciendo hincapié en la representación política y en los vicios de conducción del sistema republicano con
legisladores y jueces pendientes de los deseos presidenciales.

Conseguido el objetivo duhaldista de alcanzar la presidencia, lentamente se tendió a una nueva


“normalidad”. Esta normalización del sistema político se hizo con frentes electorales y partidos relativamente
nuevos, con otros nombres o identificaciones partidarias, con alianzas preelectorales expresadas directamente en la
conformación de la misma lista y pases transversales pre y pos electorales. El análisis del origen de los candidatos y
su posterior desempeño legislativo indican un apego por las anteriores filiaciones. La lista impulsada por Mauricio
Macri para la legislatura de la Capital es demostrativa; la inclusión de peronistas, radicales y liberales se desnudó
luego en la tendencia a reagruparse conformando mini bloques legislativos o actuando según el tema en
consonancia con sus viejos camaradas (correligionarios o compañeros) mostrando una transversalidad que sólo
refleja el sistema de partidos supuestamente fenecido. El análisis induce a considerar, como en el Capitulo anterior,
que se utiliza a figuras bien instaladas en los medios de comunicación, de supuesto progresismo y “políticamente
correctas” como ya se ha señalado; pero las viejas adscripciones continúan funcionando.

En otros casos, la propia recurrencia a figuras mediáticas, con ninguna o poca tradición partidaria es tan
volátil como para generar el fenómeno de “borocotización”; que no es nuevo ni es exclusivo de la Argentina.

A todo ello se agrega la tendencia a inducir a la confusión al electorado, con la permanente labilidad de los
calendarios electorales. Los sectores de la política son quienes, con sus decisiones, profundizan la despolitización de
la sociedad.

En contrapartida, existe un contrapeso de estabilidad “cultural” en los sectores que se autodefinen como de
clase media urbana; tal categoría incluye prácticamente al 80 por ciento del electorado. Habría un convencimiento
ciudadano acerca de los valores democráticos. Las expresiones pos cacerolazos fueron tendientes más a profundizar
la democracia que a cuestionarla; las formas de autoorganización surgidas en la crisis de 2001/2002 tuvieron ese
carácter. Si bien hubo grupos que apostaron su accionar a la dicotomía de orden vs. caos, las expresiones
mayoritarias se volcaron hacia la defensa de las garantías y de una política honesta y transparente. Los medios de
difusión, actuando libremente, cumplieron un rol de trascendencia dentro del dramatismo de la situación.

Por ello, es manifiesta la contradicción ente el aparente y real desinterés del electorado frente a algunas
circunstancias y su propia estabilidad democrática culturalmente incorporada luego de 24 años de democracia y de
todas las situaciones vividas .

Ha sido importante el fenómeno de las organizaciones del denominado Tercer Sector. Han proliferado ONG´s
dedicadas a la ayuda social en diversas formas (desde la filial local de Missing Children hasta la Red Solidaria de Juan
Car) o a la defensa de derechos (como los del consumidor, de la niñez, del peatón) y programas internacionales
como los del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo); todos ellos consustanciados del valor de la
vida en democracia.

Pactos, acuerdos, respeto constitucional

Las características del sistema argentino de representación y participación política en el período 1983 - 2007
tienen su origen en un pecado inicial: la ausencia de concertación, acuerdo o compromiso entre los principales
partidos. Entre el peronismo que se creía invencible y el radicalismo sorprendido por su propio éxito, en los inicios
de la transición, quedaron postergadas las posibilidades de reformular el Contrato Social implícito y alcanzar
mínimos compromisos políticos.

El acuerdo mínimo debió ser el respeto a la Constitución. Aun así de simple, hubiera debido hacerse
explícito. Sin embargo, la dinámica que adquirió la política desde la transición imposibilitó la confluencia de intereses
y el sostenimiento del compromiso en la búsqueda de un orden menos agresivo y confrontativo. En buena medida,
esa dinámica se basó en la puja y la imposición, más que en la negociación o el cumplimiento de los escasos
acuerdos alcanzados en más de una negociación. Así ocurrió en variadas oportunidades; puja y leyes de Obediencia
Debida y Punto Final, puja y Pacto de Olivos, imposición y modificación del Consejo de la Magistratura, imposición y
obtención de superpoderes y leyes de emergencia económica.

La primacía del pragmatismo estableció un orden propio de la transitoriedad por el que cada problema
crecía hasta su explosión; luego sí, con o sin negociación llegaba una solución espectacular. En ello se imponía una
cuestión de estilos de confrontación y los pruritos para conseguir el objetivo que cada fuerza política y cada líder
podía ejercer.
La transversalidad de las lealtades políticas, la ausencia de concertación o acuerdos mínimos, el
movimientismo y el síndrome fundacional, se contrapusieron a una opinión pública independiente que le dio una
estabilidad sistémica a la Joven Democracia argentina. Esa estabilidad sistémica y cultural de la sociedad argentina se
superpuso a la debilidad del régimen político y a su propio proceso de despolitización.

Las “cosas juzgadas” y la revisión del pasado dieron lugar a tantas reinterpretaciones de la historia como
períodos fundacionales creyeron vivir sus protagonistas.

La aparición de sectores sociales nuevos, como piqueteros, cartoneros y tantos otros, alimentó en apariencia
a las corrientes ideológicas propulsoras de “que todo esté peor”. Era la consecuencia lógica de tanto apelar a la
transitoriedad.

La omnipotencia de la presidencia parecía alentar cada crisis o, en su expresión más azorada, leer en la
realidad, en las consecuencias de su gobierno, la oportunidad de una refundación. Una fundación original, sin socios.

7 LA REFUNDACIÓN PERMANENTE

El síndrome fundacional

La lucha política en la argentina busca obtener el control del Estado para beneficio partidario y personal.

Los ideales políticos son, habitualmente, los de poder llevar a la práctica una visión de la sociedad; a partir de
un diagnóstico, del conocimiento de su realidad, el poder sirve para intentar corregir, modificar, generar nuevas y
más justas situaciones sociales; buscar el desarrollo sostenido, generar un espacio social en el que hombres y
mujeres puedan realizar sus vidas salvando sus penurias. Es el espacio y el momento para contribuir con la historia
desde la fugacidad de su paso por el poder.

El síndrome fundacional es la compulsión presente en la política argentina por la que aquellos que alcanzan
el poder político, especialmente el devenido de la Presidencia de la Nación, creen poder inaugurar una nueva era
histórica.

Nada de lo anterior, de lo que les viene dado, les parece útil. Nada de eso constituye la base a partir de la
cual se pueda seguir construyendo. La noción de continuidad, antítesis del síndrome fundacional, parece desterrada
del lenguaje político. En esa compulsión a inaugurar nuevas eras parece necesario denigrar el pasado y reinventar la
historia.

Durante el período 1983 – 2007 se ha evidenciado la necesidad de generar nuevos símbolos, reinterpretar la
historia, establecer lealtades y querer gozar del tiempo y discrecionalidad para fundar lo nuevo. Al estilo de las
presidencias históricas de Mitre, Roca, Yrigoyen o Perón.

Para ello, la búsqueda de la discrecionalidad va más allá de los requerimientos de poder disponer de una
administración más ágil que la que imponen las leyes y la Constitución. Cada estilo de conducción de los asuntos del
país, cada descripción de la realidad y del pasado, cada enunciación de la obra en curso de su presidencia, hace de
cada Presidente un buscador de nuevas fundaciones.

La intención parece ser la de generar un orden social, un modelo de desarrollo económico y una cultura, que
se extienda en el tiempo más allá de su propia persona. Por ello, aparece reiteradamente la necesidad de alargar el
tiempo de cada presidencia, fundar movimientos políticos, disponer de la delegación de potestades para concentrar
en una visión personalista la construcción del futuro. Todo ello, no sólo por el poder (que se usa o se padece según el
origen partidario), sino por la compulsión fundacional.
A cada uno le pareció necesario abordar la construcción de poder político y económico nuevos y tener una
presencia omnímoda en la opinión pública. Ni siquiera las tradiciones y entramados partidarios preexistentes
parecieron adecuados para evitar encarar cada presidencia como una era fundacional.

Bartolomé Mitre impuso la unificación del país y la puesta en marcha de un proceso organizativo nacional.
Julio Roca extendió la presencia argentina a un territorio más vasto y fértil, estableciendo las políticas para varias
décadas. Hipólito Yrigoyen dio nuevo sentido a la política y al rol del Estado. Juan D. Perón señaló un rumbo en la
construcción de poder político y de la influencia del Estado en el diseño de un modelo económico y de la integración
de todos los ciudadanos.

Ser “Roca” en la historia argentina significa ser el constructor, ser el incuestionable, tener vigencia más allá
de sí mismo; el consultado para cada decisión aún mucho después de dejar de ser el Presidente. Sin embargo, el
querer ser un nuevo Roca en la historia argentina, para lo demostrado en este período y en las condiciones de
transitoriedad, se intentó sin respetar la continuidad del proceso histórico. El contexto internacional favoreció
notablemente la consolidación democrática y el crecimiento económico sostenido; pero la discontinuidad de las
políticas implementadas entorpeció las posibilidades. Peor aún, al estar extremadamente pendientes de la imagen
electoral, el hallazgo circunstancial de herramientas de política económica que providencialmente evitaran
situaciones de disolución de la economía, fue confundido con la obtención del gran Plan.

Como se verá más adelante, haber alcanzado situaciones macroeconómicas de estabilidad y aún de
crecimiento mediante la aplicación de soluciones coyunturales para el déficit, la inflación, la falta de inversión, fue
tomada y enarbolada como si constituyeran un sofisticado plan de desarrollo económico que debiera durar por
siempre.

Confundir la herramienta con una maquinaria puesta en marcha mediante acuerdos políticos a largo plazo
alimentó la sensación fundacional. Considerar al rival como enemigo a destruir y pretender la reelección indefinida
son síntomas de cómo se entiende el uso del poder; la pretensión de “ser Roca”.

Las personalidades y el liderazgo

La Presidencia de la Nación es el máximo cargo institucional en la Argentina. Es la aspiración de quienes se


dedican a la política. El sistema republicano de gobierno establece controles cruzados entre tres poderes
independientes para evitar modelos autoritarios de gestión y para obligar a los acuerdos políticos compatibilizando
posturas diferentes en aras de un bien superior para la Nación. El sistema democrático propugna, en el mismo
sentido que el republicano, la rotación periódica de autoridades ejecutivas y legislativas, mediante la consulta
regular a la opinión popular.

Las prácticas del período 1983 – 2007 han mostrado que tanto en el oficialismo como en la oposición
entienden el juego político desde una perspectiva de confrontación tendiente a la aniquilación en busca de un
pensamiento único.

Destruyendo al enemigo, al opositor e, incluso, al anterior aliado, se promueve borrar vestigios de los demás
para fundar un nuevo orden con simbología, modelos de desarrollo, prácticas políticas propias y sin compartir su
autoría.

Las comparaciones han sido evitadas. Nadie quiere ser asociado ni siquiera con los próceres de su propio
origen político. El radical no hace yrigoyenismo y el peronista no hace el peronismo de Perón. Alfonsín intentó la
fundación de una democracia de 100 años; Menem, una revolución (productiva) para la eternidad; De la Rúa, (el
caso atípico) puede que aún lo esté decidiendo; Rodríguez Saá, cambiar todo en cinco días; Duhalde, no tuvo tiempo
de refundar un nuevo peronismo sustitutivo industrial. Kirchner lo define mientras avanza sin reconocer las
facilidades que le fueron dadas.
Kirchner creo su propia “emergencia” en las elecciones de renovación legislativa de 2005 para sepultar los
escasos votos de origen; aquel 23 % con que lo dejó Menem en la primera vuelta sin revancha. Recién a partir de allí
pudo mostrarse como un nuevo fundador.

El halago colectivo al individuo que encabeza cada intento de movimiento fundacional se cumple con la
liturgia de “llenar la Plaza de Mayo”. Desde que insospechadamente le ocurriera a Galtieri el 2 de Abril de 1982, en
esta etapa pos Perón, todos han intentado que la “gente” le transmita su calor en una plaza llena. La oportunidad se
ha cumplido si se hubo elegido el momento justo del apogeo de cada uno. A la inversa, como le ocurriera a De la
Rúa, una plaza opositora es el peor fantasma para el ego, para el tercer movimiento histórico y para la ambición
fundacional.

Si no es la Plaza, al menos se ha buscado tener un buen tratamiento por parte de la prensa. Con mayores o
menores presiones, la seguridad en sí mismos, en sus propias condiciones y recursos, amén del convencimiento
individual, los presidentes han permitido mayor o menor grado de libertad de prensa. Como se trata de un derecho
establecido constitucionalmente, no hay posibilidades en esta democracia republicana de establecer una censura
pública; pero existen otros mecanismos: la ausencia de información, la escasez de contacto con la prensa, el uso del
off the record para hacer decir algo, la presentación de datos estadísticos recortados de la realidad, los contenidos
de la publicidad oficial, el reaparto de las pautas publicitarias oficiales, los intentos por tener diarios y semanarios
más efímeros que sus propios gobiernos; además de los tradicionales intentos que han convertido a Telam (la
agencia oficial de noticias), Canal 7 y Radio Nacional, en organismos gubernamentales y no en instrumentos
republicanos más independientes.

Permitirse ser objeto de los humoristas o, en contrapartida, buscar que todos los días haya un titular en los
diarios con logros gubernamentales. Todo contribuye a la búsqueda del bronce en las estatuas; a poder decir “soy
Roca” .

Parecería haber una excepción que reafirma esta regla no escrita de la política argentina entre 1983 y 2007.
El gobierno de Fernando De la Rúa lo intentó; que no haya logrado ser mínimamente creíble, ni aun para su propios
partidarios, por incapacidad o por convicción, lo dejó (entre otras muchas y más importantes políticas) en la
debilidad que facilitó los movimientos en su contra. Por lo tanto, se puede afirmar que frente a la dinámica
informativa de esta democracia, cumplir con aquellos rituales se ha transformado en una condición necesaria para
perdurar y, al menos, intentar cumplir el mandato.

Otra cuestión que navega entre aspectos de personalidad y de oportunismo político es la referida a la
conformación de las fórmulas presidenciales. Inicialmente, la búsqueda de los Vicepresidentes (segundos en la línea
sucesoria) se orienta hacia candidatos que representen jurisdicciones diferentes a las del postulante principal, que
sean aceptables políticamente para diferentes franjas del electorado, que aporten sus propios votos y que, al mismo
tiempo, no opaquen la figura del Presidente.

Como la tarea de conducir el Senado está menos expuesta a los riesgos y fracasos de la gestión
gubernamental, se incrementan las posibilidades de haber engendrado un competidor por la sucesión y por el
“bronce” en la figura del compañero de fórmula. Ha existido una solución presidencial, generalmente
instrumentada a medio mandato; se trató de enviarlos a disputar, ganar y tratar de gobernar la compleja Provincia
de Buenos Aires. Lo hizo Menem con Duhalde en su primera presidencia, con Carlos Ruckauf en la segunda y
Kirchner con Daniel Scioli. Esto les permite a los Jefes de Gobierno posicionarse solos en el centro de la escena, pues
la sucesión queda en manos del presidente provisional del Senado sobre quien el Presidente ejerce no sólo
liderazgo, también tiene la capacidad política para que el cuerpo legislativo lo nombre o lo remueva.

Movimientismo y mercado político


En el capítulo anterior se ha analizado el significado, la conveniencia y los mecanismos de la acción política
ejercida desde el poder. Como esa acción sufre del síndrome fundacional, se descubren intenciones hegemónicas en
la pretensión de destruir a los opositores.

Empresarios, sindicalistas, gobernadores, intendentes, integrantes de los poderes legislativo y judicial han
sido objeto de operaciones políticas para intentar forzar sus posiciones a favor del oficialismo. Algunos gobiernos lo
han hecho con mayor virulencia que otros; algunos lo han hecho más veladamente que otros; algunos han
intentado la coerción y otros el convencimiento. La estrategia dependió de los recursos disponibles en el Estado.

Tanto interés en lograr aquellos apoyos tenía por objetivo concretar los proyectos imaginados por cada uno;
hayan sido proyectos de reelección, intenciones de crear nuevos movimientos históricos superadores de la
concepción clásica de partido político, alcanzar una adhesión social transversal a las adscripciones políticas dadas.

Hubo una presunción básica para aquellos movimientos: se creyó que siempre hubo masas capaces de mutar
tras liderazgos que asuman características específicas y se tuvo la certeza de que había punteros políticos en
disponibilidad .

A pesar de que las altas afiliaciones que muestran los principales partidos políticos pueden parecer dudosas
transcurridos más de dos décadas, cualquier intención de reclutar adherentes a un proyecto político propio pareció
encontrar con quiénes llenar una Plaza, con quiénes compartir la inauguración de una obra pública o quiénes
participen de un acto oficial o proselitista. La crisis de 2001/2002 dio la impresión de que esas masas realmente no
estaban dirigidas ni tenían referentes políticos; que estaban en disponibilidad para nuevos movimientos, tal como
encontró Yrigoyen en la segunda década del siglo pasado o Perón en los años cuarenta.

Si antes fueron hijos de inmigrantes o masas obreras, ahora esas masas en disponibilidad política se
encontraban entre sectores marginales abandonados por la desindustrialización, la recesión o la devaluación.

Como se ha señalado, los punteros políticos respondieron a una lógica que requería del abrigo del poder
para sostenerse. Su disponibilidad para sumarse a nuevos movimientos fue notoria. Incluso, sin abandonar su
partido de afiliación, existió una disponibilidad para apoyar mediante acciones diversas a un nuevo líder; transporte
para comicios internos, fiscales para una elección, fuerzas de choque para frenar una manifestación opositora.

La tendencia al movimientismo incluyó el intento por crear nuevas liturgias abandonando las existentes. En
mayor o menor medida, según las situaciones críticas o benévolas que les tocó atravesar, todos los presidentes lo
intentaron; en algunos casos movidos por los propios publicistas que prolongaban su tarea una vez concluida la
campaña electoral. Hasta el Himno Nacional fue relegado a las fechas patrias o reinventado cada noche tras la crisis
de 2001.

Dirigentes políticos, punteros, líderes de organizaciones sociales militantes, participaron del armado de las
nuevas fuerzas políticas que requería cada presidente. Pero el componente “opinión pública” ha comenzado a jugar
en este período un rol trascendente. Por ello, la cuestión del manejo de imagen a través de los medios de
comunicación se hizo una permanente cuestión de Estado. La tendencia se ha ido sofisticando hasta llegar a la
aspiración de una buena tapa de diario cada día.

El mercado electoral se jugó, encuestas mediante, cada día, en la opinión pública. Ningún hecho, por
humorístico que haya parecido, fue dejado al azar por los responsables de la imagen presidencial.

Teniendo en cuenta que el movimientismo es asumido como un modo de asegurar la gobernabilidad, el


camino más reiteradamente intentado ha sido el de constituir alianzas implícitas en base a las meneadas y
denostadas corporaciones. Nunca se explicitan estas coaliciones o acuerdos a la luz de la opinión pública, por el
desprestigio de esos actores sociales y de la forma de este tipo de asociaciones en la cultura política argentina.
El movimientismo requirió, en esta etapa histórica, de contar con bases gremiales y apoyo empresarial. El
burocrático y tradicional núcleo sindical se ha mostrado resistente a imposiciones coyunturales; su mira siempre
estuvo puesta en la perduración luego de cada alternancia. Sus entendimientos con los gobiernos solo se han
sostenido cuando el beneficio para sus cúpulas solo fue superado por las ventajas para el sindicato a largo plazo
(como en los programas de propiedad participada que se hicieron en las privatizaciones de los servicios públicos).

Por su parte, el empresariado ha mostrado, al finalizar la década de 1990, una desorientación propia de un
paisaje en el que sus reclamos fueron atendidos aun antes de hacerse. Al producirse la crisis de diciembre, sus
organizaciones representativas carecieron de presencia; se hallaban prácticamente inactivas, por los disputas
internas y por los cambios producidos durante aquella década en la composición del capital, que había pasado de un
puñado de grupos nacionales a ser compartido con fuertes presencias europeas, fundamentalmente, por efecto de
la forma en que ser realizaron las privatizaciones.

Aun así, la pretensión de constituir una burguesía nacional, cuyo origen fuera tributario del poder político,
no dejó de existir. Como ya se mencionó en el Capítulo 4, la potestad estatal de dirimir sobre la realización de obras
públicas de infraestructura, sobre licencias reguladas para las telecomunicaciones y para el espectro radiofónico,
sobre la representación internacional de los negocios argentinos y la capacidad de favorecer sectorial o
individualmente, fueron el sustento para incorporar en la construcción movimientista a nuevos y viejos actores del
empresariado.

Reelecciones

Más o menos explícitos, todos los presidentes del período ensayaron alguna forma de reelección, de
prolongación o de perpetuación en el poder. Mientras la fortuna de la estabilidad económica los acompañó,
imaginaron extensos períodos de gobierno más allá de los plazos fijados por la Constitución, aún luego de la reforma
de 1994.

La intención de perduración asumió diferentes variables; reelecciones, reformas constitucionales,


reinterpretaciones forzadas de la Constitución y las leyes. Algunas provincias han marcado un rumbo en este sentido
hasta alcanzar, reformas mediante, la reelección indefinida de sus gobernadores. Las permanentes promesas de
renovación de la política, no sólo durante las campañas electorales sino también en la construcción cotidiana del
discurso oficial, quedan en hechos que solo refuerzan los vicios y las falencias preexistentes.

La justificación de los vicios políticos que ya se han descrito, podría expresarse en relación a la necesidad que
han demostrado, al momento de manifestarse el síndrome fundacional, de continuar la obra iniciada; de no
interrumpir lo que se comenzó a construir, de no interferir con los supuestos deseos populares. Hubo una práctica, o
al menos una propensión, a la hegemonía política.

Sin embargo, la reelección o al menos la amenaza de concretarla, están relacionadas con la necesidad de
evitar lo ocurrido con Alfonsín al final de su mandato. Para no perder gobernabilidad, los presidentes entendieron
que opositores, actores con capacidad de decisión y opinión pública, deben visualizarlos con capacidad de maniobra
en el ejercicio del cargo, al menos hasta dos meses antes de entregar el poder en la siguiente alternancia.

Además, este clima creado con el fantasma de la permanencia indefinida tiene el efecto de dotar de más
impunidad , al tiempo que alimenta la transitoriedad.

El síndrome fundacional requiere de la reelección y es su argumento de justificación. El breve lapso de un


período de gobierno, de un mandato constitucional, es insuficiente para la pretensión hegemónica.

Planes fundacionales
La inflación puede tener efectos favorables o desfavorables sobre una economía, según diferentes análisis
que pueden realizarse. Pero influye negativamente en el humor social, en la conformación de la opinión pública, que
es primordial en el juego democrático.

Estabilizar las variables macroeconómicas como inflación, tipo de cambio, tasa de interés, asegurar el menor
déficit fiscal posible y evitar que las dificultades con la Deuda Externa sean tapa de los diarios, son preocupaciones
que lindan lo cotidiano. Ocuparse de ellas ha hecho perder de vista la ausencia de una determinación política
consensuada para sostener un determinado modelo de desarrollo económico; o al menos sus lineamientos básicos.

Como parte de la transitoriedad, le ha tocado a cada gobierno enfrentar dificultades de este orden en los
inicios de sus mandatos. Fueron partes de las herencias recibidas. En la necesidad perentoria de mostrar logros
visibles, todos los presidentes han intentado una o dos baterías iniciales de medidas instrumentales.

Esos planes iniciales han dado lugar a la ilusión cortoplacista de resolver los problemas; o aunque sólo sea
evitar sus manifestaciones más negativas. La sorpresa por los resultados obtenidos generalmente al segundo
intento, en el inicio de la gestión (Alfonsín, Menem, Duhalde, Kirchner), ha llevado a cada gobierno a encantarse con
los mismos y a no avanzar en otras reformas de la economía. Eso parece habilitarlos a no requerir de acuerdos con la
oposición política o con otros actores del proceso económico, abonando la sensación fundacional.

Por ello, la perduración de cada gobierno estuvo ligada a la marcha de la economía. Otra condición básica de
la transitoriedad.

Este encantamiento con las soluciones instrumentales hizo que fueran presentadas, con la convalidación de
la prensa, como si se estuviera en presencia del Gran Plan, base de un promisorio futuro. Un repaso a estas
situaciones, en el período 1983 – 2007, da cuenta de las siguientes vicisitudes económicas en relación con la
perduración política:

.el plan nacional (Bernardo Grinspun - 1983)

Con la economía doblemente castigada por las consecuencias de los programas implementados por Martínez
de Hoz y los efectos de la Guerra de Malvinas, los primeros intentos por encauzar un modelo de desarrollo
consistente tendieron a parecerse a los implementados durante el último gobierno de Perón. El entonces Ministro
José Gelbard había apostado al mercado interno, al sector industrial de sustitución de importaciones. El ministerio
de Grinspun a los inicios de la transición intentó remedar lo que parecía un plan perfectamente adecuado a las
necesidades y con gran incidencia en las mayorías de clase media y obrera urbanas. Sin embargo, lo que los
economistas tardaron en percatarse era que aquel país de puja entre agroexportadores e industriales había dejado
de existir como tal. En poco menos de un año, la economía seguía sin encontrar un rumbo y el cambio de Ministro se
hizo imprescindible.

La intención fundacional, adoptando un modelo “nacional” supuestamente favorecedor de la burguesía local


y la clase obrera, fracasó estrepitosamente por incomprensión de la situación real de la economía posterior al PRN.
Las ilusiones fundacionales puestas en un modelo “peronista” dieron lugar al desencanto dirigencial y a la urgencia
por encarrilar la economía.

.el plan heterodoxo (Juan Sourruille - 1985)

La llegada de un equipo económico remozado que incluía radicales, independientes y peronistas, puso en
marcha el diseño e implementación de un plan que permitiera reducir drásticamente la inflación para dar un clima
social más propenso a la inversión. El Plan Austral contó con el apoyo externo tanto de los Estados Unidos como del
FMI que se convertiría en una presencia constante.
Los primeros éxitos del Plan llevaron a la confusión que luego se repetiría como una constante: confundir
una serie de instrumentos que tenían un fin macroeconómico preciso en combatir la inflación, con un completo plan
de desarrollo económico para el largo plazo.

Los políticos, más que los técnicos de la economía, se enamoraron de la nueva situación que les brindaba un
mejor clima social devenido de la estabilidad conseguida. Los planes fundacionales y de tercer movimiento histórico
surgieron casi naturalmente sobre el clima de euforia oficial.

Desgastados los instrumentos y sin plan alternativo, el alfonsinismo penó en su última etapa hasta
encumbrar la frase de Juan Carlos Pugliese devenido al final de su carrera en Ministro salvador; “les hablé con el
corazón y me contestaron con el bolsillo” dijo refiriéndose a la respuesta empresarial a su intento de ajuste. Una
inflación expectante devino en la primera hiperinflación al calor del triunfo de Menem.

.el plan nacional (Bunge & Born - 1989)

Cayendo nuevamente en la confusión acerca de la composición del capital en el país luego de las
transformaciones que realizó el PRN, el primer intento del menemismo por encarrilar la economía tuvo como
protagonistas a la entelequia de una burguesía nacional que, ahora, tenía intereses muy diferentes a los de las
décadas anteriores. Presentado como una alianza entre grandes empresas nacionales y la clase obrera, convocó a
dirigentes de la multinacional Bunge & Born (cuyos dueños habían sido secuestrado por el grupo guerrillero
Montoneros en los años setenta). Un rápido fracaso sumó al gobierno en la desesperación de una segunda
hiperinflación con incautación de depósitos bancarios transformados en bonos a largo plazo.

.el plan ortodoxo: la Convertibilidad (Domingo Cavallo - 1991)

La salvación para ese gobierno llegó, nuevamente, de la mano de una herramienta instrumental que logró
frenar la inflación: la convertibilidad del peso y el dólar. Junto con las privatizaciones, la estabilidad conseguida
permitió avizorar un lejano horizonte de prosperidad que permitió la modernización en ciertos sectores de la
economía, como en la producción agropecuaria o en las telecomunicaciones. Transformaciones que tuvieron lugar
más por el lassiez faire de orientación liberal, que por planificación u orientación estatal.

La euforia menemista en una etapa más prolongada de estabilidad que la obtenida por el radicalismo sirvió
para pergeñar un nuevo síndrome fundacional que, inmediatamente, requirió de la reelección como una
consecuencia aparentemente lógica.

Frente a la imposibilidad de una segunda reelección (no sin haber intentado obtener apoyos para buscarla)
el gobierno desatendió las señales que mostraba la economía preanunciando el agotamiento de aquella fundación
que parecía haber llegado para durar cuarenta años (según se la parangonaba con la etapa iniciada por Carlos
Pellegrini). Problemas fiscales, pérdida de competitividad y una programación de la deuda externa con fuertes
vencimientos para los años inmediatos fueron su legado.

.los ajustes (José Luis Machinea - 1999) y el abrupto final de la convertibilidad (Cavallo - 2001)

En parte por la herencia recibida y en parte por no haber tenido la capacidad de encontrar otro rumbo, el
gobierno de Alianza no pudo enarbolar un plan fundacional. No pudo hacerlo en lo político ni en lo económico; en
esta última área no pudo encontrar solución a la necesidad de ajuste fiscal ni en los varios intentos por reprogramar
los vencimientos de deuda externa. Las ilusiones de perpetuidad quedaron en “el sueño eterno” sin nunca poder
manifestarse.
.Adolfo Rodríguez Saá y otra “nueva” Argentina (2001)

En sólo cinco días efectivos de gobierno, la presidencia de Rodríguez Saá alcanzó a enumerar un sinfín de
componentes propios de una pretensión de larga perspectiva. Desde lo económico dio indicios de proyectos
fundacionales con nuevas simbologías, interlocutores, tradiciones.

Declaró la cesación de pagos de una parte de la deuda externa (el default), anunció su solución para la
proliferación de cuasi monedas provinciales mediante la creación de una nueva moneda nacional, prometió la
abundancia de crédito para reabrir industrias y atender a los requerimientos de ajustes de salarios; en un país que
tenía inmovilizados los depósitos bancarios, déficit fiscal, de balanza de pagos y de balanza comercial. Sus
declamadas soluciones comenzaron a sorprender a técnicos y políticos por impracticables. Lo hizo aún antes de
asegurarse mínimas bases de apoyo, aunque algunas medidas tendían a mostrar a la opinión pública un nuevo estilo
más atento a las penurias generales, como fue el establecer, entre otras cosas, un tope salarial para los funcionarios.

Si el gobierno de De la Rúa fue aquel “sueño eterno”, el de Rodríguez Saá fue el de una vida efímera.

.el plan “provincial” (Jorge Remes Lenicov - 2002)

Al asumir en la que ya fuera catalogada como la peor crisis social de la historia argentina, Eduardo Duhalde
recurrió para el Ministerio de Economía a un técnico de su confianza pero con poca experiencia en el nivel nacional y
escasa raigambre entre economistas, empresarios y sindicalistas.

Acosado por la urgencia de la crisis y por las presiones externas que encendieron sus alarmas tras el
aplaudido anuncio de default en el Congreso, la aplicación de las primeras medidas económicas sólo agravó el
dramatismo de la situación. Los cacerolazos motivados por el corralito debieron conformarse con el corralón, más
duro aún en la inmovilización del dinero depositado en los bancos. Los votantes pro convertibilidad, que en 1995
dieron la reelección a Menem y en 1999 su oportunidad a De la Rúa, se desesperaron con una devaluación con
mercado libre (según las recomendaciones del FMI) que sólo ahondó la angustia presagiando una inflación que
removía la memoria social de otras penurias.

Ese primer intento por enfrentar la crisis tuvo una ingenuidad en su implementación que no permitía
avizorar un hecho fundacional; más bien, recordaba los antecedentes de Juan Carlos Pugliese (el ya mencionado “les
hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”) o el de Lorenzo Sigault de “el que apuesta al dólar pierde” en
1981.

.el plan nacional con vacío político (Roberto Lavagna - 2002)

La solución para el gobierno de Duhalde, y para el país en general, llegó de la mano de la imposición que la
Liga de Gobernadores peronistas le hizo al ex Gobernador bonaerense para nombrar como Ministro de Economía a
Roberto Lavagna, quien además de ser reconocido por sus capacidades técnicas y políticas ya había actuado en la
función pública durante la gestación e implementación del Plan Austral.

Habiendo conseguido la estabilización de las variables macroeconómicas con soluciones para el déficit
estatal y un sinnúmero de frentes abiertos pero atendidos con la pericia que la situación permitía, se encarriló la
economía; la agitación social y las escasas posibilidades de extender los apoyos políticos fuera de la dirigencia de la
Provincia de Buenos Aires (peronista y radical) dieron por concluido el gobierno de Duhalde y su pretensión de largo
plazo, aún en su papel de reservorio de la clase política.
.el plan nacional y ortodoxo con determinación política (Roberto Lavagna - 2003)

El reconocimiento social alcanzado por Lavagna para pilotear la crisis, obligó a Kirchner a sostenerlo en su
cargo hasta concluir la renegociación de la deuda externa en default.

Con la continuidad (excepcional para el período) y las favorables condiciones fiscales logradas mediante las
retenciones y el sostenimiento de un tipo de cambio “exportador”, la economía del país alcanzó a revertir la crisis;
primero con la reocupación de la capacidad instalada y, luego, lentamente, con mayores inversiones en las áreas de
la construcción y la obra pública.

La obra pública y el alto superávit fiscal animaron aún más el síndrome fundacional de esta etapa. Superado
el problema de origen (el 22% de los votos obtenidos y la no realización del ballottage) tras las elecciones de
renovación legislativa de 2005, el grado de determinación política del Presidente Kirchner logró plasmar en la
legislación las herramientas de discrecionalidad necesarias para alimentar reelecciones, movimientismo (ahora
“transversalidad”) y refundaciones.

EPÍLOGO TRANSITORIO (DE UNA TRANSICIÓN PERMANENTE)

La Argentina inició su transición a la democracia sobre el vacío de poder dejado por las Fuerzas Armadas. Los
antecedentes de inestabilidad política de la mayor parte del siglo XX presagiaban el nacimiento de una endeble
transición hacia una democracia incierta.

El triunfo radical en las elecciones de 1983 dio una nueva alternativa al proceso político, porque generó en el
peronismo la necesidad de una renovación de dirigentes. La perduración democrática requería, en aquellas
primeras instancias, no sólo de la adecuación de las Fuerzas Armadas; era necesario una revisión de las prácticas
políticas para que su dirigencia se apegara a la defensa del sistema y la lucha política no concluyera en intentar
eliminar al opositor y en trabar toda posibilidad de juego democrático; revalorizar las condiciones del sistema
republicano y la periódica consulta popular.

Arduo camino transitaron tanto el radicalismo como el peronismo hasta alcanzar la primera alternancia del
período; debía ésta constituirse en todo un hito de la refundada república. De su resultado surgirían las
características futuras de un sistema político en construcción.

En esa primera alternancia quedó impresa una dinámica que tendió a la repetición. En principio estuvo
dotada de un fuerte dramatismo y una crisis económica que afectaron a toda la población. Una novedosa situación
militar y un contexto internacional favorable al proceso democrático salvaron el proceso más allá de las pujas
políticas.

Las condiciones de aquella alternancia entre partidos tendieron a repetir ciertas posibilidades y desafíos que
habían sido propios, hasta entonces, de un pasaje de lo democrático a lo militar y viceversa. Cada nuevo gobierno,
frente a un cambio de sistema, debía reformular el funcionamiento de todo el aparato estatal que incluía la
administración pública, las Fuerzas Armadas, las fuerzas de seguridad, los poderes Judicial y el Legislativo, con
ingerencia en todas las jurisdicciones provinciales y municipales. Fue su tarea, además, alcanzar condiciones de
estabilidad tanto en la llamada gobernabilidad (para la administración propiamente dicha), como para el sistema en
general. Hubo que precaverse de las herencias dejadas por la administración anterior y maliciosamente dejar los
legados que le aseguraran al derrotado una continuidad en el manejo de algunos resortes de poder.

Como se dijo, el contexto internacional coadyuvó incluyendo el proceso argentino dentro de un panorama
más general de lo que dio en denominarse Jóvenes Democracias. Éstas estuvieron imbuidas de una buena dosis de
incertidumbre, tanto para el proceso democrático en sí, como para la población en general, frente a cada cambio de
gobierno.

Estas alternancias comenzaron a sucederse reiterando las condiciones de la transición en lo que


denominamos transitoriedad: una dinámica tendiente a lograr los beneficios de un primer gobierno de transición,
que recurre a situaciones extremas en los cambios de gobierno pautados constitucionalmente o que fuerza
alternancias desde la oposición, tensando las situaciones políticas a costa de procesos económicos la más de las
veces o de violaciones constitucionales cuando las fuerzas políticas lo creen necesario.

Esa transitoriedad es útil a cada gobierno en la obtención de altos niveles de discrecionalidad devenidos de
la emergencia en que se coloca a la sociedad, en forma dramática.

Aun así, el proceso político no modificó otras características que devienen de la tradición política argentina y
de la dinámica de las Jóvenes Democracias; algunas áreas cuyo control han quedado (o han pasado) de manos del
Estado a la de otros actores sociales, económicos y políticos; la recurrencia a la delegación de facultades
parlamentarias o judiciales, de capacidades que alimenta la discrecionalidad de los sucesivos Ejecutivos.

Además, en su base, la estructura de representación y participación política, y el sistema de partidos siguen


siendo altamente proclives al movimientismo o transversalidad, en un panorama de dirigentes de base altamente en
disponibilidad para cualquier tentación que viniera del Estado y de su capacidad de financiamiento de la política.

En ello radica, para el líder o dirigente que mejor se posicione mediáticamente, el atractivo de conducir el
Estado. A su vez, los sectores políticos han tendido a desactivar la fuerte politización inicial, procurando que el
normal proceso de apego a la democracia sea acompañado de una despolitización de grandes masas y constitución
de redes sustentadas en punteros y dirigentes de organizaciones tradicionales y nuevas del fenómeno político.
Acompañándose del remozado maketing político que procura la instalación de figuras “políticamente correctas”;
ejecutivas, apegadas a los derechos humanos, tendientes al respeto de las garantías individuales, atadas a la agenda
política que señalan las encuestas y los medios de difusión.

Las condiciones de transitoriedad deseadas y generadas por la clase política parten de la imposibilidad de
establecer mínimos Pactos para pautar el funcionamiento del Estado y dirigir el proceso de desarrollo económico de
largo plazo. El hallazgo circunstancial de herramientas económicas capaces de contener las tormentas desatadas en
la prosecución de las condiciones de transitoriedad de cada alternancia, se confunde rápidamente con la existencia
de un plan fundacional. De tal forma, el largo plazo para el país queda relegado a la coyuntura política que concluye
con la posibilidad o imposibilidad de obtener la reelección y, por ende, la prolongación del período presidencial.

Ese Síndrome Fundacional requiere de repetir y aprovechar las condiciones preexistentes del sistema
político, por lo que su postergada reforma nunca es ahondada, a pesar, incluso, de cimbronazos como los ocurridos
en la crisis de 2001/2002. La reiteración de invitaciones a la conformación de grandes movimientos hegemónicos es
parte constitutiva de aquella propensión. Su gran realización es el Plan fundacional que la población visualiza como
un completo sistema de crecimiento económico, pero que carece de líneas acordadas políticamente de continuidad
para el largo plazo del país.

La estabilidad del sistema democrático luego de transcurridos veinticuatro años, parece haber alcanzado su
madurez, dentro de un estilo propio. La valoración de la vida democrática y la posibilidad de que las instituciones
republicanas se hicieran cargo, soportó la profunda crisis de 2001/2002.
Para ello, los sucesivos gobiernos se preocuparon más por la estabilidad de corto plazo, la gobernabilidad,
relegando la estabilidad sistémica a la confianza en la inexistencia de actores que pudieran cambiar el sistema y a
una coyuntura internacional proclive a la defensa democrática; los gobiernos debieron resolver, en mayor o menor
grado, dos dimensiones; por un lado, la estabilidad que alejara los riesgos sobre su continuidad como administración
y les diera capacidad ejecutiva (gobernabilidad); por el otro, el alejamiento los riesgos que podían llegar a afectar al
sistema democrático como tal (estabilidad propiamente dicha). En este último sentido, han logrado crear un
perfectible sistema por el cual se pudo comprometer a la sociedad y, en especial, a aquellos actores con capacidad
de decisión; se han construido algunas fortalezas en el reparto de beneficios del sistema y se ha logrado operar
eficazmente sobre el contexto internacional, especialmente dotando a casi toda oportunidad comercial externa del
requisito democrático como en el Mercosur.

En la dinámica de la transitoriedad existen condiciones básicas y suplementarias que hacen de toda


alternancia una transición. “Vivir en la emergencia” parece ser la más clara de ellas. La clase política ha descubierto
los beneficios de generar crisis para luego salvarlas y alcanzar después una estabilidad en el acotado marco de un
mandato presidencial.

Ello requiere que cada presidencia sufra y busque dotarse del síndrome fundacional, con el objetivo de
repetir en cada alternancia las características fundacionales de la transición, aunque implique forzar las reglas para
buscar la reelección y para asegurarse la gobernabilidad hasta dos meses antes de tener que traspasar el poder.

Viviendo en las emergencias creadas por ellos mismos, todos quieren ser fundadores de una república de
cien años; pero no para ser recordados como Pedro de Mendoza, sino para poder decir “Soy Roca”.
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INDICE

INTRODUCCIÓN Lo permanente de las transiciones políticas en la Argentina

1 LA TRANSITORIEDAD
La cuestión de la transitoriedad: transiciones y alternancias
Globalización y transición política
Las alternancias del período 1983-2007 y su “dramatismo”

2 TRANSICIÓN Y ALTERNANCIAS
Los problemas de la transición y de las alternancias
Restablecimiento de las funciones estatales
Administración pública nacional
El Poder Judicial
Las Fuerzas Armadas
Las Fuerzas de Seguridad
Herencias y legados
La reiteración de la transición en las alternancias

3 LA BÚSQUEDA DE LA ESTABILIDAD POLÍTICA


La búsqueda de la estabilidad en la transición y en las alternancias
La Gobernabilidad
La Estabilidad sistémica
Las acciones sobre el contexto internacional
Los 100 días

4 LAS JÓVENES DEMOCRACIAS


La cuestión de las Jóvenes Democracias
Las características de las Jóvenes Democracias
El principio de incertidumbre
La transferencia del control político, económico y social
Capacidades delegadas
Las posibilidades para la redistribución del Capital
La adecuación a las condiciones externas

5 LA ARGENTINA COMO JOVEN DEMOCRACIA


Las transformaciones socioeconómicas
El proceso político
La Joven Democracia puesta a prueba

6 EL SISTEMA POLÍTICO
La cuestión de la representación y la participación políticas
El sistema federal y el sistema de partidos
El atractivo político de conducir el Estado
Politización, despolitización y marketing electoral
Pactos, acuerdos, respeto constitucional

7 LA REFUNDACIÓN PERMANENTE
El síndrome fundacional
Las personalidades y el liderazgo
Movimientismo y mercado político
Reelecciones
Planes fundacionales

EPÍLOGO TRANSITORIO (DE UNA TRANSICIÓN PERMANENTE)

BIBLIOGRAFÍA

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