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Un Beso en los Andes

A Valerie Coimbra
 
              Entre
los resquicios de las cumbres de Ancash Juan Gregorio, lee en los
surcos de los campos que cultiva y ausculta en las entrañas de las minas que orada.
Sus antepasados aguerridos caudillos de la Revolución Francesa llegaron al Perú
expulsados por el golpe de Estado del 18 Brumario de 1789. Los Andes le ofrecieron
una plataforma inconmensurable a la tea libertaria de sus ideales. Rebeldes a la
domesticidad jamás descendieron de su orgulloso retiro. Juan Gregorio, ultimo
sobreviviente de esta raza indómita tenia forzosamente que vivir un destino agitado; el
pasado heroico y mártir, el ambiente soberbio y hosco tenían que hacer su obra.
 
         La fibra de las almas grandes viene de muy lejos y va muy allá, por eso sienten
más intensamente la vida y quieren vivir más. En Juan Gregorio la vida se ha radicado
como una vehemencia angustiosa y la montaña ha impreso su carácter huraño y
contemplativo. De aquí su curiosidad insatisfecha, su actitud mística y su agitada
inquietud espiritual. En torno suyo el elemento humano se ha estado evadiendo y en
su escenario ha repercutido solo el eco de la piedra y de la naturaleza. Los sinfines
ilimitados del horizonte despertaron en su fantasía un anhelo casi morboso de lejanías
y de ensueños. Este aguilucho hecho para habitar los riscos más abstractos y
elevados del pensamiento vivía hasta hace poco una intensa vida imaginativa,
interrogando diariamente a la naturaleza y buscando a los hombres en el fondo de su
alma. Vencido por la tortura introspectiva del análisis se iba consumiendo una efusión
mística hasta que un día su afán de infinito le llevó a tentar horizontes nuevos por el
valle del Santa. Las magníficas partituras melódicas del río urgieron su curiosidad y
ansió conocer los esteros y las playas donde la música del río acaso meciera sus
ondas armónicas en estancias edénicas y auditorios embelezados. Y conoció paisajes
adorables, panoramas magnificentes, estampas floridas, verdaderos nidos del
ensueño y de la pasión. En los poblados risueños sintió hálitos y exhalaciones
extrañas a su ser; una rara afición social le acometió y dio a su figura huraña el placer
de recorrer por los rancios salones en una inadvertida pulcritud de modales.
Sorprendido ante este nuevo aspecto de su vida y embriagado en sus formas se dio la
satisfacción de conocer aquellas urbes y estudiar aquella sociedad compleja en cuyo
seno presentía latir no se que extraños mirajes de felicidad. Después de haber
recorrido todo el valle y ascendido a las entrañas de donde brota el río, buscó para su
albergue las faldas de la montaña más alta e impoluta. La cumbre gigantesca y el río
sensorial le sirvieron de mentores. La Mirada avizora del uno y la experiencia
cosmopolita del otro no le fueron recursos de poca estima. Y en sus incursiones el
valle jamás apartó la vista de sus émulos: El Huascarán y El Santa .
 
       De niño y a través de sus lecturas de la historia había soñado con ser military;
Bolivar, Salaverry y Castilla le incitaban a ello. Tal afición creció al penetrar la
aventurera vida nacional y considerar la inquieta y luchadora vida militar. Esta
vocación nacida del sentimiento y cariño a la patria habría prosperado si Juan
Gregorio ni hubiera estimado que el culto a la patria se rinde no solo en las filas del
sacerdocio sino también en las del apostolado civil, en cuyos más bastos horizontes
era menester infiltrar el verdadero amor, nutrido del sentimiento telúrico de la tierra,
animado de sus posibilidades y afanoso de una fisonomía y personalidad. Para
inquietud semejante no eran a propósito los severos marcos de la actividad militar, por
lo que tentó otros planos en que su concepto cívico, la amplitud que da la libertad
decidió servir a su patria dándose a ellos con un fervor de humanista, estudiando al
ciudadano en su plena actividad funcional, robusteciendo el sentimiento del honor, de
la responsabilidad y de la vitalidad y, abrigando la esperanza de que la divulgación de
la verdad y del derecho habrían de redimir a la sociedad de la arbitrariedad y
violencia. En este aspecto de su vida Juan Gregorio se amparó al clima efusivo y
romántico de los maestros del renacimiento: Erasmo, Luís Vives y Montaigne y,
recorrió el panorama de las doctrinas de Wunt, Claudio Bernad, Freud, Adler,
Bardiaeff, Yung, Spencer y Carrel.
 
          A través de la filosofía había Juan Gregorio conocido al hombre y a la sola
fuerza lógica de los principios filogenéticos y teleológicos había pensado en el hombre
abstracto, en el tipo de hombre universal y clásico, sincero y franco consigo y con los
demás, altruista y magnánimo. El hombre natural de la selva cohibido por la soledad y
el hombre civilizado de la urbe deformado, cambiaron su apreciación y concepto de él.
 
        A través de la caracterología y sociología advirtió curiosas modalidades de la
naturaleza del hombre y tuvo que hacer frente en el ambiente social en que vivía a
tipos seudo excéntricos o inverosímilmente naturales, a seres forzadamente
racionales o convencionalmente informales, a pulquérrimos insoportables y a
estrafalarios encantadores, a una suerte de tipos deliberadamente exóticos o
vulgares, paradójicamente satíricos o humoristas, supremamente ridículos o
trágicamente severos o festivos. En este comercio difícil de los hombres tuvo que
librar cruentas batallas. La cumbre y el río fueron sus maestros de estrategia y
mediante ellos se armó de una personalidad social y aprendió el tesoro de su
verdadera personalidad y, emprendió la obligada lucha diaria oponiendo a la necia
vulgaridad del medio su estilizada indiferencia mezclada de grandeza y
magnanimidad y dando a soportar a aquellos seres mancornados a la vanidad y el
orgullo su olvido absoluto y olímpico de ellos. En las contadas treguas de estas luchas
Juan Gregorio se dio al amor y gustó como aquellos generales romanos llevar en su
carro de victoria los encantos de una mujer, no sólo para orgullo suyo y reposo de su
alma, sino, sobre todo, para renovarse en la emoción estética que aquél sentimiento
importa y entregarse a la tarea grata de forjar un amor limpio y puro con los elementos
más caros del arte y con las ilusiones más tiernas del amor.
 
          Una caravana alegre de excursionistas irrumpía la estancia de Juan Gregorio;
la graciosa algarabía de las muchachas, sus bellezas tiernas e inquietantes pusieron
sobre la severidad del poblado una nota de encanto y sugestión. A la cabeza del
grupo colonial estaba una joven profesora. A su belleza natural y sus modales
académicos se aunaba la emoción de la felicidad y del entusiasmo. Un secreto
capricho o un afán oculto de nuevos horizontes alentaban a aquella joven profesora,
en quien la belleza de su persona cobraba relieves insospechados ente la expresión
de su belleza  espiritual. Su dicción clásica y sus movimientos elegantes advertían a
la mujer pulcra, burilada en los ateneos y academias universitarias. No se respetaba
en aquella mujer hermosa el empeño que prima en la mujer intelecta de lucir sus
dotes espirituales con olvido de su belleza física. Una justa proporción o un
maravilloso  equilibrio entre ambas dotes hacían de esta mujer algo excepcional, un
ser capaz de empeñar toda la ambición y de acicatear toda la codicia.
 
        Para Juan Gregorio no era extraña la mujer, pero le interesaba el tipo de la mujer
algo intelecta, aquél exquisito problema hecha de fascinación y misterio de flor de limo
y perfumes mentales. Acostumbrado a la ley de la montaña oteó el hallazgo y la quiso
para si. La nació para la aureola de sus ilusiones y la satisfacción de sus anhelos de
romance. El mismo día y con ocasión de un ágape a las visitants puso sitio a la plaza
e impuso su rendición con aquella brava osadía del ande, sin más recursos que la del
espejismo y la mágia que ponen los seres en el estado natural. Milushka atosigada
con los protocolos, maravillada con los formulismos cánones sociales, deshumanizada
a fuerza de fantásticas utopías despertó el contacto de aquella recia naturaleza, casi
primitiva de Juan Gregorio y reparó en los frutos maduros de la montaña una belleza
insospechada, campos bastos de observación y enseñanza, no advertidos claramente
desde el gabinete o los cubiles de la elucubración.
 
       Magnificados por el escenario y el paisaje más excelso y grandílocuo del valle
despertó el alma sensitiva y nostálgica de Milushka y se estremeció el espíritu sereno
y cabiloso de Juan Gregorio. Milushka reparó en Juan Gregorio un filón de oro
legítimo y acometió con denuedo aquella veta casi virgen. Ante los primeros signos de
esta pasión temblaron estas almas como flores que sacudidas por un vendaval tocan
sus corolas en raros estremecimientos de placer y de dicha. Y surgió el amor en
aquellos dos seres en el que vibraba en el corazón del uno la lira de un poeta y se
agitaba en el cerebro del otro las alas de un filósofo. Floreció el amor como en un
bello jardín de ensueños. Al contacto de estas dos almas se ensancharon los
horizontes del mundo. Y el idilio marcó un “evo en los Andes”. Desde entonces un rubí
fulgente puso tinte de aurora sobre el torso ambarino de las cumbres. El romance tejió
primero un poema de tonalidades suaves de acuarela con claridades de aurora y
penumbras de noche estrellada; más tarde puso sobre el cuadro brochazos rojos,
tintes violetas, bermellones oscuros vencidos de pasión. Milushka, sabia en el amor,
se dio al amante con la misma conciencia placentera conque se abre la corola de una
flor o la caricia solar; Juan Gregorio enamorado de la belleza exótica y enervante de
la amada se entregó como un ángel a la caricia de un ensueño inefable. Sus almas se
sumergieron en los mirajes de una ilusión de dulce fascinación con tanta fruición que
los más ardientes placeres de la lujuria carnal se adormecieron.
 
        Aportó Milushka a esta pasión el abolengo romántico de sus antepasados,
refinado hasta la espiritualidad, con pleno dominio del placer hasta el pensamiento y
la mistificación. Su belleza nostálgica tenía todo el primor y encanto de las formas
estilizadas captadas en horas de adoración por las pupilas febricitantes de su
ancestro galante. En la armonía floreciente de su cuerpo, en cuyas líneas de luz ponía
irisaciones mágicas había flexiones crepitantes llenas de estremecimiento de pasión.
En su mirar suave y tierno, avasallador y encandilado había el efluvio de no sé que
lejanos vértigos. Una luz áurea emanaba de aquellas pupilas de cuarzo gris, dormían
en el fondo de ella los fulgores de todas las auroras y celajes más tenues de medio
día. En sus labios extraordinariamente sensitivos y deliciosamente encarnados
floreció la sonrisa enigmática con un sabor de añejas efusiones idílicas, incitantes de
las más atrevidas e inverosímiles locuras. En el cuello estatuario y en el pecho
opulento no se que ocultas y antiguas ansiedades se consumían como el fuego lento
y expirante de los incendios en los viejos pebeteros orientales. El resplandor  mágico
y turbador que emanaba de todo su ser estaba denunciando el encanto
quintaesenciado y la belleza refinada e impecable a través de rancias galanterías
blasonadas de su nobleza. En sus antepasados se contaba un principio de la sangre
real de los Canchas que urdieron la leyenda romántica de Shanoc y Humaraya en las
estribaciones del Norte andino. Sus más próximos ascendientes evacuaron la
montaña y llegaron a las playas del Santa, donde la música del río y las melodías de
las lagunas se estrechaban y reclamaban en una fuerza telúrica irresistible. Y al pie
de las ondas armónicas de Cójup acamparon impávidos de admiración y emoción.
Fruto de un verdadero amor, cristalización de una pasión romántica efectiva advino
Milushka excelsa, optima y primorosa Su infancia surgió entre las alburas y celajes de
pureza. Creció como una flor mística, austera y sensitiva y, floreció con el encanto de
una rosa monacal y la gravedad bella de una vestal misteriosa y neurótica. Y con esa
voz de rosa blanca y pura de las vírgenes llenas de música de flauta y de dulzuras de
arrebol daba la impresión de que al hablar brotaran de sus labios corolas de flores y
volaran de su pecho torcaces procelarias
 
       Yo no sé que afán de vuelo tenían aquellos labios rojos y temblorosos en los que
se escondía el secreto de las alas del cóndor y la habilidad de los de una garza.
Daban en su actitud iconográfica la impresión de posar para viajes largos, hacia
colmenares lejanos y exóticos. Jamás se desplegaron aquellos labios sin una ternura
lilial y sus movimientos tuvieron la elegancia majestuosa del vuelo de las águilas, la
pulcritud alba y señorial de las palomas, la sutilidad estilizada de las golondrinas.
Labios húmedos y sensitivos donde el beso enamorado encendió luminarias con las
alas de cantáridas y pétalos de amapola, tenían la rara sugestión de postrar ensueños
y levantar ilusiones y un dulce imperio de mandar adorarlos y seguirlos sin 
discernimiento. Labios excelsos, prodigiosos en la dádiva y sabios en la caricia.
Jamás el hastío o la languidez turbaron su serenidad victoriosa. Como dos ascuas
rojas iluminaron el fuego de la pasión y alentaron como heraldos en las lides más
fragorosas del idilio.
 
       La gracia augusta de una ligera curva ponía sobre la nariz aguileña de Milushka
el prestigio de toda una célebre historia de amor y el sello de una raza dominadora.
Daba que soñar en la corte galante de los Borbones y pensar en la arrogancia lúbrica
de las águilas. Bajo aquellos arcos de acusada sensualidad las bóvedas nasales se
henchían voluptuosamente, se plegaban vehementes de lujuria. Las tupidas y largas
pestañas de los ojos daban a aquella nariz algo así como la fuerza de alas poderosas
que empujaran una quilla de marfil en un océano irídico. Persuasiva y sensitiva,
refinada en la astucia, hecha para la delección del olfato y saborear el perfume de las
flores más fragantes y sutiles y, transmutar en esencias los cuerpos más adorados no
escapaba su anhelo ni el aroma tenue de la inocencia, ni el vaho enervante y fatal de
la pasión.
 
      Esta mujer excelsa hecha para el arrobo del amor angélico y las glorias de la
pasión tembló ante la vista de la personalidad casi salvaje de Juan Gregorio; se dio a
gustar este nuevo fruto exótico, a enriquecer sus arcas con el oro nativo del amante
filé y rendida. Generosa y soñadora por estirpe escanció en los labios del amado
filtros añejos, sumos efervescentes, esencias antiguas que le venían de sus estancias
lejanas y fabulosas y, dio a probar las más nuevas e ingeniosas mixturas espumantes
y ambaradas, extrañamente novedosas y tentadoras.
 
     Juan Gregorio se sumergió en la ronda apacible del afecto sintiéndose desfallecer
de felicidad en la caricia y viendo filtrarse en su alma el fuego hechizado de las
pupilas de la amante tierna e inocente como el nuevo reflejo de una perla virgen o el
fulgor sereno de una joya noble.
 
     Los amantes se entregaron a un vértigo pasional, frenético y avasallador. Y no
obstante lo romántico del lance no delinearon un programa, tentaron los ritos de los
códigos del amor oriental, apuraron las formulas estilizadas y caballerescas del medio
evo, saborearon la encendida fe y delicado gusto del renacimiento, llegaron a las
lindes y términos de la pasión burguesa, pomposa y señorial y se almibararon en las
anchas playas del amor proletario, soñador, libre y aventurero.
 
      El trato cordial cobró contornos grandílocuos. Los más insignificantes episodios de
este amor fueron magnificados por el porte dechado y gentil de Juan Gregorio y por la
pulcra y delicada emoción de Milushka. Ninguna caricia fue solicitada por derecho,
ninguna fue concedida por deber, conquistada con la más tierna y exquisita manera
se dio la ofrenda en original regalo, en obsequio suntuoso y acrecedor. Los amantes
lograron dar a su pasión el encanto y el hechizo del primer día de amor. Se amaban
como si recién empezaran a hacerlo, abundaban en tan sutiles y distinguidos
cumplidos que era difícil reparar quien de los dos era el requerido. Se adelantaban
con soltura y garbo a satisfacerse los más exigentes caprichos, se adivinaban los
deseos más recónditos. En sus pláticas espaciosas y barrocas discernían sobre el
amor, filosofaban sobre la felicidad y rastreaban la ilusión hasta en sus más extraños
y lejanos mirajes. La filosofía y la poesía se humanizaban en aquél solaz devaneo, la
idea básica del uno y la nota armónica del otro ponían concierto y alcanzaban
orquestar aquél amor en extrañas modalidades, en notas mágicas, en fantasías
sortílegas.
 
      Había en aquel amor no se que rara conciencia de felicidad y el encanto secreto
de vivir una aventura.
 
Como en aquellas óperas Wagnerianas el calderón o el silencio elevan la majestad de
la obra, así como aquellos amantes después de largos y frenéticos efluvios
entrenaban períodos ascéticos, casi místicos en cuyas partituras la nostalgia y la
melancolía primero, los bríos de la juventud y las ansias de la pasión después
acicateaban la emoción en una rara melodía de sonatas de amor. En estos períodos,
verdaderas treguas de las campañas de amor, los amantes se entregaban al campo
en un abandono de dulce emoción eglógica, en un afán de renuevo y purificación.
Esta inmersión en la pura linfa de la naturaleza difuminaba los fondos pardos de la
pasión romántica con pinceladas claras, con tonos especulares, suaves y ligeros.
 
     En los intervalos de aquél amor los amantes se entregaban a la lectura, pasión
favorita de ambos y se escribían cartas elegantes y floridas, verdaderas epístolas del
amor en que escanciaban el alma embriagada y volcaban los filtros del corazón. Con
una secreta maestría pulsaban la lira del silencio arrancando de aquél arpegio notas
de verdadera unción amorosa y haciendo brotar con ella el amor más puro y
encendido no alcanzado sino otrora por Filis y Demofoon, por Ulises y Penélope, por
Leodemia y Protesilas en aquellas largas ausencias en que las amadas se abrazaban
en el fuego de la fe y la constancia, de la pasión y ansias entrañables.
 
     A la manera de Castor y Polux, de Pilades y Herminaina, de Febo y Palas amaron
con pureza y castidad y apuraron su pasión con tanto frenesí ora en el magnífico
paisaje de la naturaleza como Dafnis y Clóe o en el tráfago de las urbes indiferentes
como Des Grieux y Manón.
 
     El ambiente y la pasión estaban transformando la personalidad de los amantes en
un nuevo ser. Milushka inconcientemente se adapta, se disolvía en él como un
perfume y tenia escorzos de esclava, resabios de eco y tintes de sombra del hombre
a quien se entregaba en un vértigo de ventura e interrogación. Esta dependencia le
rebajaba a un nivel de encantos ensoñados y le hacia gozar y sufrir las tormentas del
celo y las torturas de la duda. En sus horas de reflexión pretendía rebelarse y
entonces sentía en su alma luchar los resabios burgueses con la ilusión moderna y le
sublevaba esta inquietud al punto que le advertía, le aguijoneaba los resquemores de
retaguardia y le sublevaba esta inquietud  al punto que le advenía cierto tono de
melancolía y contradicción femenina como en aquella Elena de Yuchkevitch, en
“Salida del Circo”.
 
     Mujer moderna forjada en la soledad y hecha para las grandes batallas de
reivindicación femenina, estimaba el matrimonio a una cadena enmohecida que había
que reformar y dar vida. El amor no era tampoco su objetivo, sólo una aventura en
cuya etapa o lucha se afana así misma, por descubrir su personalidad kantiana del
amor, amaba por principio y artista por naturaleza hacia del amor una obra de arte
bastante para embellecer la vida y dar al alma el acicate de la ilusión. Y había que ver
la orgía voluptuosa y emocional que ponía en juego en estos arrestos de mujer
belicosa, simulando algunas veces el tipo de mujer feudal solo para acrecentar la
intrepidez, la bravura y tenacidad del amante y gozar el placer del éxito de sus
encantos de joven, almibarados con los halagos del refinamiento de su temperamento
artístico. Después de estos largos periodos de embrujo y hechizo Milushka se abría
paso con el mismo espíritu denodado de Josefa, heroína de la mujer moderna en
“Trabajo” de Ysle Frapán y por encima de su amor se entregaba al ejercicio de su
profesión con igual pasión que Lansolevo de Colette Yvert en “Primicias de la
Ciencia”. Rendida pero no desengañada del trabajo volvia Milushka a los aleros de su
nido de amor con una ansiedad y vocación de amante moderna en quien la dulzura
del amor, la ternura del trato exigen una correspondencia democrática y como aquella
Ada dé Emblée, de un cuento de Pitigrille, huía de lo legendario y maravilloso, de lo
protocolario y estilizado del amor al cariño sincero, natural, franco, sin remilgos ni
ditirambos, con una sed de emociones frescas, claras especulares se entregaban a la
aventura del amor esperando sólo la cordial comprensión y el fruto sano del afecto en
los que su libertad y personalidad no sufrieran el despotismo y la tiranía del amante.
 
      Tipo de mujer distinta a las de Turguenev y Chejov desarrollaba un programa de
acción en la cátedra, en los clubes literarios y sociales y hasta en los círculos
religiosos. Su belleza honda y firme provocaba respeto y admiración mezclado del
temor de aquella desconfianza poblana de los centros poco acostumbrados a las
luchas de clase. Las mismas asociaciones religiosas se extrañaban de su exaltación y
acaso sospechaban y desconfiaban que aquella alma atormentada por la inquietude
de la duda llegara a los altares no sólo a buscar la paz sino entregarse al misticismo
religioso en su ansiedad de nuevas fuentes de placer y refinamiento.
 
      Sin apercibirse de la fuerza ponderosa de fascinación, su persona se daba al
amante y a la sociedad con un altruismo heroico digna de una mártir o de una
heroína. Como aquella Diana Wassilko de Emil Ludwing espoleaba la ambición de su
amante, le provocaba grandes estímulos, daba animo para desarrollar las facultades,
lograba poner en el espíritu los acicates de la emulación, la tentación de la grandeza y
la voluptuosidad del éxito. Con que placer se informaba del progreso de su obra y con
que secreto comedimiento volvía atenazar el espíritu, armarlo de osadía y valor para
la lucha. Su orgullo de mujer y su ambición de amante cobraban relieves anecdóticos
en este empeño en los que ponía toda la fuerza de sus hechizos y toda la ternura de
su pasión. Y para magnificar al ser amado y elevarlo hasta un nivel de distinción y
relieve aspirados, no reparaba en sacrificio alguno, ponía al servicio de su pasión su
musa de poeta, sus ensueños de ventura, el sortilegio y la magia de su hermosura, la
sugestión de sus más caras prendas de mujer. En esta dádiva hacendada, en este
renunciamiento de sus ideales de libertad e independencia, ponía todo el embrujo de
su seducción, todo el arte exquisito de su sensibilidad, gozando junto con el amante
de una verdadera dicha con la clara visión de que este placer servía a la sublimación
y exaltación del ser amado y la secreta esperanza de mejores días de arrobo y
frenesí.
 
      Y acaso como aquellas madres espartanas o troncos legendarios se desprendían
de sus frutos para dejar que aquellos defiendan y fructifiquen la tierra, asistía con una
melancolía mezclada de pena y dulzura a la metamorfosis del amado. Segura de que
había logrado su obra, sin vanidad pero si con orgullo, con toda la vehemencia de
quien aprovecha la última ocasión. Milushka se entregaba al amante victoriosa con
una pasión religiosa casi mística, con una pagana voluptuosidad casi lúbrica. Para
este supremo goce sacaba las últimas reservas de hechizo y ponía en juego sus más
caros recursos de esteta del amor y con una maestría sabia arrancaba del amante
grandes veneros de emoción, soberbias notas de amor, torrentes de melodía en las
que se anegaba y diluía en un raro placer de acabamiento, cobrando alientos sólo
para seguir pulsando aquella lira hasta su total enervamiento.
 
      De este transporte y hebetamiento Milushka surgía como un ser Nuevo, sin los
fermentos de la pasión, sin que los lazos de la esclava. Vacías las ánforas, laxas las
cuerdas de la lira no tenía otro empeño que reconstruir su vida. Y el amante, aquél
vencedor y héroe de trascendental lucha romántica, debería alejarse para cumplir la
obra del destino y para no tiranizar a la amada rendida.
 
       Así fue que Milushka se ausentó, acaso a su pesar y sintiendo dejar tras si al
hombre que adoró y dio sus más preciados tesoros. Juan Gregorio se sumió en una
angustia lacerante y en una melancolía casi casi histórica.. Se dio a la evocación y al
recuerdo con una voluptuosidad frenética de extraños y fascinantes mirajes. No se
que panteísmo idílico le poseyó. Amó el césped donde reposó la amada, veneró a la
planta que le brindó su sombra y se dio a la pasión de los encajes, de las flores
disecadas, de los rizos atados y de todos aquellos recuerdos conque Milushka le
había obsequiado y en los que creía encontrar palpitando el corazón, exhalando la
fragancia turbadora de la mujer amada.
 
     Sin embargo de la ausencia el amor siguió viviendo del recuerdo y nutriéndose de
la esperanza. Se escribieron cartas tiernas y conmovedoras, dulces y apacibles,
ardientes y apasionadas, transidas de amor, rendidas de adoración, verdaderas
epístolas de amor en las que trazaron imágenes dignas del bronce y del mármol,
figuras que harían honor a cualquier artífice del pensamiento. Juan Gregorio escribió
sobre el valor de la constancia y la virtud de la fidelidad, filosofó sobre la inmortalidad
del amor y la belleza, de la abnegación y del sacrificio; Milushka forjó las melificas,
esculpió versos flamígeros, cinceló rimas aladas y fragantes, llenas de dulzura y
rendidas de nostalgia
 
     De vez en cuando en las planas elegantes de las cartas de Milushka, Juan
Gregorio entreveía alguna sombra, otras veces veía brillar las luces de algún astro
desconocido. Y sin embargo de estar acostumbrado a las tormentas de la cordillera
tembló ante estos nuevos fenómenos de su pasión. La sombra le pareció la oscuridad
insondable de las resquebrajaduras y vericuetos de la Montaña y aquél súbito
resplandor del lampo de alguna estrella fugaz o la ráfaga de un bólido celeste. Juan
Gregorio, aquél pedernal de roca enhiesta, se descorazonó ante el pensamiento sólo
de saberse abandonado. Envuelto en el manto de su inocencia y cegado por la luz
prístina de sus ilusiones no se había cuidado del olvido, ni reparó en la maldad.
 
     Cuando mas  tarde la amada arreaba definitivamente sus heraldos de pasión y se
perdía en el silencio y el olvido no la culpó, ni la maldijo. Por el contrario se avergonzó
de si mismo. Temió por la pureza de sus sueños, que se sospechara de su honradez
emotiva y que se desvaneciera aquél ideal del amor que era el sostén de su vida. Se
recriminó de no haber anegado a la amada con el caudal de todas sus luces y de no
haberla cautivado en aquella morada brillante  de su ensueño azul. No se consoló del
olvido de no haber vaciado en los tibores de su cariño con toda la áurea riqueza de
sus refulgentes ilusiones. Sin embargo en esta desgracia Juan Gregorio encontró no
se que sabor de felicidad y su alma atormentada reverberó como un diamante Negro
en cuya embriaguez nostálgica la imagen de la amada vivió engarzada como una
perla inefable. Y volvió así, otra vez, aquella Venus divina y virginal acaso
inconcientemente perversa y fatal a ser el ídolo de un idilio extinto. Pero de  un idilio
en el que la mano del engaño no asomaría su mano torva.
 
     Al contrario del dolor Juan Gregorio tornose otra vez aguerrido y místico,
extremadamente meditativo. Sólo y abandonado volvió su mirada al Ande, su maestro
excelso, invencible e inmutable, clemente como todopoderoso inaccesible. Y se
abrazó a su osatura gigantesca en una sed de llanto y consuelo. Se desahogó con
desborde hasta hacer brotar de su corazón linfas cristalinas y especulares como
aquellas aguas impolutas que destilan de la corteza nívea de la cordillera, en un afán
eterno de purificación. Prendido en la escamadura de su riqueza se abatió ante la
roca furioso de lucha y de sacrificio.
 
    Su maestro el Ande le exhortaba a vivir solo, pero su corazón se ahogaba de
aflicción. Desde su cima augusta veía a su maestro levantarse la tempestad y sabía
de que elementos se formaban. Por eso no las temía y se detenía en medio de la
tormenta. No sabiendo de las ciénegas la moral del Ande era inexorable. No sabía del
engaño porque no tenía matorrales donde se aposentaran las serpientes y era
inaccesible en su cúspide donde solo se llegaba volando como el ave y no
arrastrándose como la oruga. Su maestro el Ande estaba acostumbrado al olvido. No
huyeron del paisaje la primavera fragante, el alba impoluta y los vésperos alados?. Y
sobre su orfandad solitaria no se desencadenó  la tormenta y el rayo no destalló en su
frente incendiando sus más bellos ensueños de amor? Sin embargo ni se consumía ni
se afligía. Nunca siguió a sus amantes. Ellas volverían. No quiso jamás quemar sus
plantas en aquellas huellas de ingratitud no obstante saber que el granito se lustra en
la tormenta y no se encharca en el lodo. Y exhortó a Juan Gregorio acudir al olvido.
Olvida a la mujer, no olvides el amor, le decía. El olvido pone un manto de misterio al
pasado, borra las sombras de la ingratitud y da al amor una aureola de santidad. Por
eso olvidar a la mujer amada hasta es una forma de adorarla.
 
   Trepó a lo más alto de las cumbres para medir desde allá la extensión y profundidad
de su desgracia. En la cima su cerebro despertó y se apagaron en aquella atmósfera
todas sus llamas de pasión erótica, volaron sus recuerdos como aves azotadas por el
cierzo.
 
    Anhelaba descubrir el germen morboso del mal y sorprender la gestación del
engaño y olvido para extirparlo y aniquilarlo. Haber sido herido por el amor no era una
razón para temerlo, antes bien había un deber de proteger la inocencia y la ventura de
las almas.
 
Cuando la brutal realidad del olvido le advirtió el alejamiento definitivo de Milushka se
creyó morir; apartó la vista de su conciencia, huyó de la montaña; luchó con la
persecución fatal del recuerdo; borró el paisaje azul-albo de sus ilusiones y ensueños
donde a señorear volvía la imagen tentadora, abrió las esclusas de sus termas
interiores para evitar que en sus ondas volviera aquella figura venusina a deslumbrar
con su desnudez y a vencer con su hechizo. Puso velos a sus cielos límpidos y
especulares para que en ellos no volviera a serpentear las luces mágicas del fuego de
aquellas pupilas ígneas y febricitantes. Quemó sus bosques sagrados para ahuyentar
la emboscada del pecado y escapar al embrujo del cántico matinal de las alondras.
Taló sus jardines, volcó sus maceteros, rompió ánforas para acallar el deseo
abrasador que otrora la lujuria de los estambres de las flores en sus efluvios
voluptuosos.
 
       Habituado al análisis implacable de su conciencia acometió al extraño fenómeno
de su dolor con una voracidad inclemente. Hizo sondeos peligrosos, sumersiones
exacerbantes, difíciles y atrevidas en el agitado piélago de su alma. Agudizó su
facultad cenestésica y rastreó en lo extraconciente con un fervor salvaje, rozando la
maleza y arrancar de raíz los últimos vestigios ocultos e inhibitorios. Y puso disqués   a
las mórbidas manifestaciones de su supremacía, a sus desplazamientos fallidos;
purificó su contenido nítrico y curó su malestar hipnagónico y subyacente. Violentó su
contenido y forzó la inducción; llevó la introspección hasta el enervamiento,
desmenuzó el fenómeno y despejó el engaño de la ilusión y la fantasía de la
alucinación, eliminó de su mente la persecución eidética, fatal e inclemente en el que
la imagen de la amada asomaba en todo su sortilegio tentador de belleza ineluctable.
Seccionó las vértebras más caras y amputó los miembros más hermosos infectados
por el virus del engaño, lacerados por la fuerza del dolor. Con mano firme y severa
cortó y arrojó quistes, hizo lavados corrosivos y astringentes. Disoció las más bellas
concepciones de su amor y enhebró sus dispersas ilusiones en síntesis simbólicas.
No fue menester en esta tarea el auxilio de la anestesia. Sobrábale valor y estímulos
para resistir la acción demoledora del análisis y la obra destructora del bisturí. Vencido
por el vértigo de la expiación y la sed de martirio no se amilanó ni ante la disección de
todos sus ensueños ni ante la ruina total de toda su vida.
 
       Algunos años después y tras un largo período de renuevo y construcción
Milushka se preparaba a renunciar su vida célibe. Despaciosa y largamente,
meditando con empeño de filósofo y afán de artista se proponía cultivar en los
campos fértiles del matrimonio nuevas plantas de ilusión, ansió introducir nuevos
cánones y hacer brotar de aquellos surcos frutos nuevos, dar al mundo el perfume de
flores adorantes y lozanas sin los melifluos tonos y decaído vigor de las plantas de
invernadero.
 
      Urgida por su sino y expuesta en el vértigo de su fantasía nómada y luchadora,
vivía acosada por la curiosidad y el misterio. Le tentaba el matrimonio; aquellos
graves problemas que yacían en la incógnita le apuraban y esperaban. Desde su
posición liberal y democrática había combatido los estrechos campos en que se
debatía el matrimonio y tratado de dar vida a aquella institución social que languidecía
y expiraba en las fauces de tremendos prejuicios. No obstante su prédica audaz,
incisiva y constructiva quería dar el ejemplo: prefería el poema que se vive al que se
sueña y por eso haría de su vida un drama. No acudiría al matrimonio con aquellas
necedades vulgares de resolver un problema social ni de llenar una exigencia
protocolaria, se encaminaba a reformarlo y a militar en aquellas filas, imbuida de
renuevo y reforma. Si bastante le era conocido el prólogo de su obra no sabría de
cuantas partes habría de ser el drama a vivir aún cuando su hábiles manos tuvieran
ya esbozado la trama, aquella trama que resumía su pasado grandioso y glorioso y
que encarnaba sus sueños de mujer moderna animada de los encantos femeninos de
su sexo y de las fantasía excelsa de su espíritu selecto. Los celos, el hastío la
incomprensión, el cambio, el divorcio y el adulterio desde su forma ideal hasta el
hecho brutal reclamaban una mano experta que le señalara la ruta de la felicidad, de
la virtud y decoro. Y Milushka extendía su diestra armonizadora y ofrendaría su
exquisito corazón para labrar un edén conyugal libre de las taras y mezquindades en
que hoy se debate.
 
No sería ella una nueva hurí ni su esposo un Sultán de un minúsculo harén. Tampoco
estaría en su plan el tipo de las Cornelias romanas, las Románticas de Tolstoy, las
Rutinarias de Balzac, lo prosaico de mujer inglesa y alemana o lo aritmético de la
yanqui y lo teatral de la mujer latina. Otro era el esquema de esposa y el del
matrimonio que a diario plantea la crisis actual y que con marcado acento recusa el
concepto de maquinaria conyugal o de idilio poético. Más humano y menos platónico
son las exigencias actuales y toca a esta generación estructurar una institución
matrimonial donde el ensueño del amor no fracase ni las energías humanas se
emboten en la concupiscencia, malogrando los estímulos de la aspiración y el trabajo
y restando vigor a las energías sociales que reclaman el progreso.
 
      Lo complejo del matrimonio y el problema de la familia atraían con voracidad,
psiquismo o fisico-quimismo que en extraña convulsión le empujaba a la fusión del
protoplasma. Sabía que en aquél estado de coloide o catálisis, se angostarían sus
células, pero tendrían el orgullo y la conciencia de asistir a la creación de un nuevo
mundo: la familia, organismo que a su parecer urgía educar desde las primeras
convulsiones del ser en las entrañas maternas. Como habría de gozar en esta
concreción. Verse proyectado en un nuevo ser, trasunto de su felicidad y de su ideal,
señalarle el sendero del bien y nutrirlo de su doctrina y la poesía venerada y
acariciada. Qué Fuentes de placer y qué voluptuosidades le esperaban? Con
impaciencia esperaría el retoño de su ser y cuanta imaginación derrochaba al pensar
si en la Mirada y sonrisa de su hijo habría más que el aporte bio-síquico de sus
padres sino también el lejano esplendor de sus luces y apasionados amores y la dulce
semblanza del amante que transfundiendo su ser, convulsionándolo hasta la epilepsia
y el éxtasis. No sin razón pensaba que el amor transfunde al amante en el ser amado
y que la pasión crea un estado indeleble en el ser; pero, debería ser un amor y una
pasión grande y avasalladora, capaz de imprimir una tonalidad eterna en el alma y de
perennizar una sensación en la carne. Sólo así y entonces éstos estados devendrían
en herencia, por haber encarnado y se transmitirían a la posteridad con la fuerza
potente que lo creó. No dudaba que tales delicias le esperaban y lo anhelaba sin
temor, sin sentirse culpable de infidelidad, porque honradamente estimado sólo a ella
le pertenecía el tesoro de su pasado, aquél tesoro forjado por sus manos de orfebre y
su alma de artista.
 
     Qué suaves, pías y filiales satisfacciones le esperaban?. Toda su vida de mujer
amante y artista habría de reflejarse en su hijo. De no tener el programa de sus ideas
y principios un buen día diría a su hijo: en la formación de tu ser hay más que tus
padres carnales, están las almas que adoré y me adoraron imprimiendo en mi
naturaleza ritmos alados de fantasías y emociones de la más rendida pulcritud y
distinción. Pero acaso, si tal declaración fuera de su plan de mujer de acción y
combate, no tendría el motivo de acallar ocultas satisfacciones de proclamar que en la
paternidad de su hijo entran sus más caros amantes. Tal revelación, por avanzada y
molesta, ni siquiera tendría la novedad de la invención, puesto que es axiomático que
en medio de la cultura y sociabilidad una generación se debe a otra en su
prolongación, cultura e influencia. Ya en la antigüedad se recomendaba a las madres
grávidas de tener a la vista modelos de arte y belleza para forjar con su influencia la
euritmia del nuevo ser. Pero no sé porque en Milushka se radicaba con tal fuerza
aquella influencia. Sin duda que su rica imaginación y recia naturaleza guardaban con
esmero su pasado poema como un escenario panorámico en el cual se desenvolvía
su mundo interior y del cual saldrían sus frutos trasuntando a la belleza captada en
sus horas de arrobo y floración y dando a revivir el pasado idilio genitor de nuevos y
dulces placeres. Esta visión del futuro debería darle la satisfacción de hechizo, llena
de nuevas reminiscencias y de melodiosas vibraciones del pasado. Su hijo sería el
diapasón de aquél arpegio divino, de su corazón y cada una de sus modalidades le
pondría de hinojos ante el recuerdo, por lo que la evocación es la adoración del
pasado. Pero el pasado tiene el milagro de ser vivo y presente pasado. No. En
Milushka el pasado tiene el milagro de ser vivo y presente. Viven en ella sus
impresiones en actualidad de concierto y melodía y tienen la virtud de manos
providenciales. Y su pasado y sus horas de amor vividos otrora seguirían
embelleciendo su vida y moldeando a los seres que salen de sus manos y entrañas.
 
       El mismo Juan Gregorio se encontraba absorto ante las nuevas preocupaciones
que estremecían a Milushka y también ansiaba verla formando familia, llevando a la
práctica sus ideas y experiencias, perpetuando aquél ser de distinción y excepción.
Ansiaba saberla madre para ver como germinaría en ella aquellos grandes y nobles
sentimientos que sabia alimentar y que sin duda le sublimarían dando a su frente
aquella aureola de santidad.. Le acusaba el interés de ver la nueva simiente y de
observar si en tal obra reconocía sus caracteres vaciadas con generosidad en aquella
ánfora de su madre. No sé que extraño derecho de paternidad inquietaba a Juan
Gregorio. Paternidad espiritual y metafísica in disputada e indisputable, más  legítima
y más noble. La única de la que se puede tener orgullo y no dudar.
 
     Harta de teorías, acabado los esquemas y diagramas de su nueva vida, cumplida
su tarea de prédica y después de haber ofrecido los abundantes frutos de su intelecto
ansiaba arrancar a su vientre virgen frutos de selección capaces de continuar y
superar su apostolado. Nada sería estéril en su ser. Todas sus facultades deberían
dar su fruto, pero darlas con amor, con arte, con la clara conciencia de que se goza y
crea.
 
     Promediaba la estación veraniega en la capital y aquella mujer paradojal que
tuviera el gusto de escoger el periodo solar, como aquellas mariposas que solo abren
las alas a la luz, tenía el capricho de casarse. Porqué? Ella lo sabía era el primer paso
de su obra de rendición.
    El mundo no es un carnaval ni Milushka quería embriagarse de él. En medio del
barullo de un primer día de carnaval daba el comienzo del orden. Ante los altares de
un templo que como alumna frecuentara, sus hombros recibieron el yugo conyugal de
manos de un anciano y amigo sacerdote y sus dotes quedaron bajo la argolla del
anillo que las manos temblorosas del esposo colocaran. Juan Gregorio asistió a
aquella extraña ceremonia. Desde su retiro lejano, noticiado por las crónicas
locales…    

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