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Pero a pesar de la la importancia de la sepultura en el judaísmo, o tal vez debido a ello, el pueblo judío no
siempre ha enterrado a sus muertos de la misma manera. Y en cada época diferente de la historia los judíos
se han visto en la necesidad de adaptar el método de entierro a las condiciones políticas, sociales y religiosas
que les rodeaban. De este modo, podemos distinguir hasta cuatro técnicas distintas de sepultura que se
corresponden a los grandes periodos históricos del pueblo de Israel: época del Primer Templo; época
del Segundo Templo; época de la Mishná y el Talmud; época de la Diáspora (hasta la actualidad).
Durante la época del Primer Templo el principal método de entierro consistía en cuevas mortuorias
familiares. Se excavaban cuevas en estructuras de roca. Dentro de cada cueva había una habitación que
contenía pequeñas plataformas de piedra alrededor de la pared en las cuales se apoyaban los
cadáveres. Con el paso del tiempo el cuarto se iba llenando, y llegaba un momento en el que ya no quedaban
bancos libres para colocar más cuerpos. Cuando esto sucedía, liberaban espacio arrastrando los huesos a
una fosa común que generalmente se encontraba en la entrada de la cueva. Y así sucesivamente. El
arqueólogo Gabriel Barkay, que dirigió las excavaciones en Katef Hinom (una necrópolis de Jerusalén de la
época del Primer Templo), decidió bautizar este sistema de sepultura con el nombre de maasefá, que podría
traducirse por repositorio. Según Barkay, la expresión bíblica neesaf el abotav (fue reunido junto a sus padres)
hace referencia a este método de enterramiento propio de la época.
Si durante la época del Primer Templo las cuevas mortuorias familiares estaban relacionadas con la creencia
judía en la resurrección colectiva, a partir de la época del Segundo Templo comienza a desarrollarse una
concepción diferente que viene acompañada por un cambio radical en el método de sepultura. La creencia
primitiva de una resurrección colectiva da paso a una creencia más evolucionada según la cual la
resurrección, al llegar la era mesiánica, sería una resurrección individual.
Por tanto, si ahora la resurrección es individual y el juicio celestial es personal, la sepultura también tiene que
ser individual. Y a partir de la época del Segundo Templo el pueblo judío comienza a enterrar a sus muertos
de manera particular, cada uno por separado. Se excavaban cuevas en estructuras de roca. Pero, a diferencia
de la técnica utilizada durante la época de los reyes de Judá, en estas cuevas no había plataformas de piedra
donde apoyar los cuerpos, sino que se realizaban pequeños nichos en la pared (kujim, en hebreo) dentro de
los cuales se depositaban los cadáveres. Cada nicho tenía una piedra giratoria en la entrada que le
otorgaba al difunto cierta privacidad.
A mediados del siglo II d. C., la mayor parte de la comunidad judía se traslada a la zona de Galilea, en
el norte del país. Allí adoptan el método de entierro más común entre los paganos, que consiste en depositar
el cadáver del difunto en un sarcófago el día de su muerte. O en otras palabras: consiste en completar el
proceso de sepultura el mismo día para no tener que regresar a la tumba al cabo de un tiempo determinado.
Las cuevas mortuorias pasan a ser, en la época de la Mishná y el Talmud, enormes almacenes de sarcófagos
amontonados.
Sarcófago judío del siglo III d. C. hallado
en la necrópolis de Beit Shearim
Los rabinos sabían que eran tiempos difíciles y que no todos los judíos podían vivir en Israel. Y en esa misma
época desarrollan una idea teológica destinada a preservar el vínculo entre el pueblo judío y su tierra. Dice
el Talmud de Babilonia: "El que está enterrado en la tierra de Israel es como si estuviera enterrado bajo el
altar del Templo" (Ketuvot 111). Es decir, el judío que no tiene el privilegio de vivir en Israel al menos deberá
esforzarse por ser enterrado en Israel.
En la época del Segundo Templo el cementerio más popular se encontraba en el Monte de los Olivos, pues
la tradición afirma que allí comenzará la resurrección de los muertos de la era mesiánica. Pero en la época de
la Mishná y el Talmud (siglos II-V d. C.) Jerusalén es una ciudad pagana (Aelia Capitolina). Los judíos no
tienen permitido vivir en la ciudad, mucho menos ser enterrados en ella, de modo que se crea una pequeña
disyuntiva. Por un lado, los judíos quieren ser enterrados en Israel. Por otro lado, el acceso a Jerusalén y al
Monte de los Olivos está prohibido. ¿Acaso existe en Israel otro lugar digno para ser sepultado? La solución
se halla en una ciudad de Galilea llamada Beit Shearim.
Al no poder ser enterrados en Israel, como era costumbre en épocas anteriores, los judíos no tienen otra
alternativa que sepultar a sus muertos en la diáspora. Pero hay un problema. Según todas las profecías
del Tanaj, la resurrección de los muertos tendrá lugar únicamente en la tierra de Israel. ¿Y qué sucederá
entonces con los que estén enterrados fuera de Israel? Para responder a esta inquietante pregunta los sabios
plantean un nuevo concepto teológico llamado, en hebreo, guilgul mejilot. Los difuntos sepultados en la
diáspora rodarán por túneles subterráneos hasta llegar a la tierra de Israel. Una vez allí, participarán ellos
también en la resurrección de los muertos. Un midrash de la Edad Media confirma esta creencia: "Dios les
hará canales debajo de la tierra y rodarán por ellos hasta llegar al Monte de los Olivos que está en Jerusalén.
Y Dios, desde lo alto del monte, abrirá un conducto para que puedan salir" (Pesikta Rabatí 31).