Acababa de egresar de la universidad cuando acepté un empleo en La Fundición,
una empresa mediana al sur de Lima. Era una buena oportunidad, ya que yo era el asistente del Sr. José Flores, Director-Gerente de la empresa. Yo tenía un gran interés por aprender el negocio de la fundición y, como vivía solo, al poco tiempo se podía decir que prácticamente vivía en la fundición. Yo tenía muchos problemas técnicos, el trabajo era sumamente interesante y mi jefe era una persona excelente.
Los trabajadores de la fundición formaban un grupo muy unido y en su mayoría eran
hombres maduros. Varios de ellos habían pasado una buena parte de su vida en la fundición, incluso muchos de ellos estaban emparentados entre sí. Consideraban que conocían el negocio de la fundición de cabo a rabo y tendían a tomar en broma el valor de una educación técnica. Al hablar de las obligaciones y responsabilidades de mi puesto, mi jefe me había dicho que anteriormente nunca ningún egresado universitario había entrado a trabajar a la empresa. Además agregó: “Usted se dará cuenta de que el personal se compenetra francamente bien. En su mayoría han estado trabajando juntos más de 10 años, lo cual es poco frecuente en este negocio, por lo que hará falta que pase algún tiempo antes de que usted sea aceptado en su círculo. Pero, en conjunto, ya verá que se trata de un grupo de personas excelente”.
Al principio los trabajadores me miraron fríamente conforme los fui tratando.
También me di cuenta de que ellos cesaban en sus conversaciones cuando yo me aproximaba. Algo más tarde, noté siseos, semejantes a la llamada que se les hace a los gatos, cuando yo pasaba por el pasillo principal de la fundición. Yo opté por ignorar estas muestras de hostilidad por considerarlas tontas e infantiles. Suponía que si seguía ignorando estas tonterías los trabajadores acabarían por abandonarlas, recapacitarían y verían lo ridículo de su conducta.
Un sábado, cuando hacía aproximadamente un mes que había empezado a trabajar,
yo me encontraba en el taller de esmaltado (pintado). Al entrar, observé que un obrero estaba ocupado limpiando el suelo con una manguera de agua a presión, era común baldear dicho taller con bastante frecuencia. Me encontraba ocupado cerca de uno de los depósitos de inmersión, cuando de pronto, por poco me derriba la fuerza de un chorro de agua. El obrero había dirigido deliberadamente la manguera hacia mí. Por la forma en que se dio la vuelta, como si no hubiera visto lo que había hecho, me di cuenta de que su intención había sido mojarme.