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Chejov y el cálculo absoluto

Por Mariano Granizo

Es célebre entre los dramaturgos la frase de Chejov en la que recomienda que,


si en la primera escena escribís que cuelga de un clavo un arma, en la última el
personaje debe matarse con ella; si no se dispara con ella, el arma no debería
estar en el escenario. Así de calculado debe ser todo: no dejar lugar a la
improvisación ni a los arranques poéticos inútiles. Este principio dramático que
rige toda su producción teatral chejoviana se aplica perfectamente a su narrativa.
Allí nada es gratuito. Todo tiene una finalidad, aun cuando nunca persiga un fin
didáctico o moralista.
Los relatos cortos de Chejov son clases magistrales de narrativa. Hemingway
aseguraba que lo había aprendido todo de él (aunque decía lo mismo sobre
Stephen Crane y de Ring Lardner); Cheever decía que en Chejov ya estaba todo
lo concerniente al arte de narrar; Carver lo elevaba sin vacilar al podio de Maestro.
Y en cierta medida tenían razón. El arte de narrar brevemente, buscando una
contundencia que asegure el resultado de impacto en el relato, toma forma
definitiva en el trabajo literario de Chejov.
Cuando uno lee a la triada clásica rusa sabe que tiene ante sí la obra de
monomaníacos desaforadamente perdidos en la búsqueda de una causa: Tolstoi
nos propone un camino hacia la redención de un socialismo pacifista y campesino;
Dostoievsky, un nihilismo de colofón cristiano; Gorky, un humanismo social.
Chejov decepciona en este punto: “No he adquirido una perspectiva política, ni
filosófica, ni religiosa sobre la vida. Tengo que limitarme a las descripciones de
cómo mis personajes aman, se casan, tienen hijos, hablan y se mueren”, escribía
Chejov en una de sus cartas tratando de justificar la índole de sus relatos; y en
esos argumentos encontramos también la explicación de lo que en su tiempo
harán Hemingway, Cheever y Carver. Gran parte de la narrativa breve de los
estadounidenses sería impensable sin el precedente que constituye la obra de
Chejov.
Pero no nos dejemos engañar. Esta brevedad sólo adquiere valor literario en
consonancia con la densidad de lo narrado. Los relatos breves de Chejov podrían
haberse convertido en novelas, porque lo contado excede la escena puntual
significativa. Pero en Chejov la decisión económica obedece a una exigencia
estética. En cada relato condensa un universo por desglosar y, en muchos casos,
hay para desentrañar sentidos latentes a través de la simpleza de la anécdota. A
Chejov le cabe lo que Bergman aseguraba sobre el material de un guión: que hay
mayores posibilidades para hacer una película a partir de un cuento que de una
novela por todo lo que en el primero existe condensado.
El caso de La dama del perrito es significativo. La introducción del relato es una
declaración estética y programática: “Un nuevo personaje había aparecido en la
localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces
pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los
acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse
junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una
boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella. Después la volvió a
encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola,
llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía
quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito». «Si está aquí
sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó
Gurov”. Si nadie sabe quién es ella, hay que averiguarlo. Y averiguar en Chejov es
lo mismo que inventar, crear una vida para esos dos amantes. ¿Y por qué
hacerlo? Porque sí, porque se puede contar en unas pocas páginas todo lo que
nos hace humanos. Y en esto Chejov llegó a la perfección absoluta.

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