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El estado de las cosas1

Wim Wenders

Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) ha demostrado ser uno de los


más lúcidos y exigentes autores de entre todos aquellos a los que
se etiquetó en el paquete de nuevo cine alemán. Desde El miedo
del portero al penalti y a su reciente Cielo sobre Berlín, ha habido
en él una decidida voluntad de estilo que no resulta sorprendente
al comprobar, mediante el siguiente texto, lo que es su filosofía de
la práctica cinematográfica.

En inglés y en francés existen dos expresiones para “contar”: to narrate y to tell stories; narrer y
raconter des histoires. Precisamente aquí radica mi problema: para hablar con ustedes sobre story
telling han invitado a alguien que siempre ha tenido problemas en este aspecto.

Definitivamente, debo empezar desde el principio. Yo fui pintor, y me preocupaba única y


exclusivamente por el espacio, especialmente paisajes y ciudades. Me volví cineasta justo cuando
advertí que como pintor me hallaba en un punto muerto. A las pinturas y al acto de pintar les
faltaba algo; de un cuadro a otro faltaba algo, e igualmente faltaba algo en cada cuadro particular.
Decir que les faltaba vida hubiera sido demasiado fácil; pensaba más bien: “Carecen del concepto
de la representación del tiempo”. Cuando empecé a filmar, entonces me entendí a mí mismo como
un pintor del espacio en busca del tiempo. Pero nunca se me había ocurrido decir que eso era
“contar”. Era muy ingenuo: como pintor pensaba que basta ver algo para después mostrarlo; del
mismo modo, pensaba que un narrador (por supuesto yo no lo era) debía primero oír y luego
contar. Rodar una película era entonces mezclar una cosa y otra. Estaba en un error, pero antes de
que pueda explicarlo, debo hablar a ustedes de otra cosa.

Cuando empecé a rodar mi primer filme, me interesaban exclusivamente situaciones. Ante todo,
aquél consistía en diez enfoques, cada uno de los cuales duraba tres minutos: entraba el tiempo
en un nuevo filme. Además, se veía en cada enfoque o bien un paisaje urbano o bien en general un
paisaje. Yo no movía la cámara, y nada ocurría. Los encuadres se parecían en el fondo a las
pinturas que antes hacía, sólo que ahora se registraban como película. En todo caso, únicamente
un encuadre era otra cosa: se trataba de un paisaje vacío con rieles de ferrocarril; la cámara se

1
Este texto fue publicado en la revista Medios revueltos, Nº 1, Madrid, 1988. La presente transcripción la
realiza Maria Cecilia Salas Guerra. Se trata de un texto muy valioso –que acompaña por ejemplo la reflexión
de José Luis Pardo en Sobre los espacios pintar, escribir, pensar (1991)-, donde el director alemán –
valiéndose del mismo título de su película de 1982- expone su pasión por las imágenes y el dilema que se le
plantea en cuanto éstas se juntan y empiezan a contar historias, lo cual no es en principio propiamente su
interés, sino ante todo “combinar tiempo y espacio”.
encontraba muy cerca de los rieles y yo sabía cuándo pasarían los trenes. Dos minutos antes de la
llegada del tren comencé a rodar, y todo era como en cualquiera de los otros encuadres de esa
pequeña película: un paisaje vacío, vacío hasta que más tarde alguien corría por la derecha del
cuadro –muy cerca de la cámara- y desaparecía por la izquierda. Ese alguien corría sobre las vías y
cruzaba el cuadro, y casi en el mismo instante –cuando aquél desaparecía por la izquierda- el tren
se acercaba por la derecha. Creo que en ese momento comencé a ser un narrador. Y con eso
comenzaron también todos mis problemas, pues por primera vez ocurría algo en un terreno que
yo mismo había preparado. Los problemas aumentaron de inmediato, pues en la unión de los diez
encuadres resultaba claro para mí que, después de aquel en el cual un hombre cruzaba por los
rieles, la gente esperaría que también en los otros sucediera algo. Así, debía enfrentarme por
primera vez con el montaje de los encuadres. Quería simplemente realizar una serie de cuadros,
de enfoque, pero como película. Después supe que el montaje de esos cuadros –su seriación o
combinación en una secuencia de situaciones- era el primer paso para contar algo. La gente
contemplaría una rebuscada relación entre los cuadros como una intención de contar. Pero ese no
era mí propósito: yo quería sencillamente combinar tiempo y espacio y, no obstante, desde aquél
momento tenía que narrar una historia. Desde entonces y hasta ahora existe para mí una
oposición entre cuadros o imágenes e historias. En todo caso, si trabajaran el uno para el otro, sin
excluirse… De cualquier modo, las imágenes me han interesado cada vez más, y el hecho de que
empiecen a contar historias en cuanto se las pone juntas, es para mí un verdadero problema.

Mis historias comienzan siempre con cuadros, con lugares, ciudades, paisajes o calles. Por
ejemplo, cuando observo una ciudad, empiezo a preguntarme por aquello que podría ocurrir en
ella. Lo mismo me pasa en un edificio, como aquí en mi cuarto de hotel el Livorne: atisbo por la
ventana; llueve con fuerza, y un coche se halla frente al hotel, alguien baja de él y se aleja, aún
cuando sigue lloviendo. Entonces comienza una historia en mi cerebro, pues me gustaría saber
adónde se dirige la silueta y qué apariencia tienen las calles que cruza.

Las historias pueden comenzar ciertamente de otro modo. Por ejemplo, a mí me sucedió lo
siguiente, me hallaba sentado solo en la recepción y esperaba a alguien que quería recogerme y a
quien yo no conocía. Se aproximó entonces una mujer, quien por su parte buscaba a alguien
también desconocido para ella. Llegó hasta mí y me preguntó: “¿Es usted Fulano de Tal?” (he
olvidado el nombre)… Por poco contesto: “Sí”. Sencillamente porque me fascinó el presentimiento
de que eso podría ser el inicio de una historia o de un filme. Una historia puede entonces
comenzar también con un momento dramático, si bien en su mayoría no se me ocurren historias a
partir de momentos dramáticos: es más fácil que broten cuando veo paisajes y casas, calles e
imágenes.

Al escritor le parece lógico que el acto de contar conduzca a historias, del mismo modo que una
palabra quiere formar parte de una oración y la oración de un texto. También es posible ceñir
violentamente las palabras en una oración, o bien las oraciones en una historia. Hay –me parece-
una forma de obligación o coacción que conduce del acto de narrar a la historia. En el cine –por lo
menos en mi caso, pues ciertamente existen otras formas de filmar- las imágenes no conducen
necesariamente a otra cosa, más bien permanecen como ellas mismas. Creo que una imagen se
basta como tal, mientras que la palabra Wort pertenece a una respuesta Ant Wort y la respuesta
a una historia. Las imágenes no tienen para mí la tendencia automática a acomodarse en una
historia, y cuando deben funcionar como las palabras y las frases, tienen que ser violentadas, esto
es, manipuladas.

En suma, mi tesis es que para mí, como cineasta, contar significa siempre vencer o constreñir a las
imágenes. A veces esa manipulación se transfigura en arte, pero no siempre.

No me gusta la manipulación que es necesaria para imprimir todas las imágenes en una historia.
Tal manipulación es muy peligrosa para las imágenes, pues puede robarles su vida. En la relación
entre historia e imagen, aquélla me parece como un vampiro que intenta chupar la sangre a las
imágenes. Estas últimas son muy delicadas, un poco como caracoles que se repliegan cuando se
toca su antena. Tampoco quieren trabajar como caballos; no les gusta cargar ni transportar, ni
mensajes ni sentidos, ni propósitos ni moral. Pero precisamente eso es lo que quieren las historias.

Hasta ahora todo parece hablar en contra de las historias o narraciones, como si fueran el
enemigo. Naturalmente, también tienen algo muy incitante en sí mismas y poseen una gran fuerza
y significación para la gente. Dan a ésta algo que desea enormemente, más allá de la simple
diversión y la curiosidad: le dan el sentimiento de que hay un sentido, de que detrás de la
inverosímil maraña de fenómenos se esconden un orden último y una concatenación. Las
personas desean este orden más que cualquier otra cosa, y yo casi diría que la representación de
un orden o de una historia, es prácticamente algo como un sustituto de Dios.

Personalmente (justo por eso tengo problemas con las historias o relatos), creo más bien en el
caos, en la inextricable complejidad de todos los sucesos que me rodean. En el fondo, pienso que
las situaciones aisladas no se ligan unas con otras, y que las experiencias existen en mi vida
únicamente como situaciones. Nunca me sucede una historia: lo lamento y es tal vez una carencia,
pero a lo largo de mi vida no he experimentado una sola historia. En realidad, creo, se inventan
muchas historias, pero aún así éstas son extraordinariamente adecuadas como formas de
sobrevivencia. Con sus armazones artificiales, ayudan a los hombres a vencer sus grandes
angustias: la angustia de que no hay Dios y de que ellos son sólo diminutas partículas flotantes,
apoyadas por la percepción y la conciencia pero perdidas en un universo que desborda y
sobrepasa todas sus representaciones. En tanto que los hombres producen nexos y
concatenaciones, las historias hacen la vida soportable y son un auxilio contra el terror. Por eso los
niños quieren escuchar historias antes de dormir. Por eso la Biblia es un libro de historias único y
por eso los cuentos deben terminar felizmente.

Sin duda, también en mis películas las historias producen un orden dentro de las imágenes. Sin un
relato, las imágenes que me interesaban amenazaban con perderse y volverse completamente
caprichosas.
En general, lo más inquietante para mí son los mapas; cuando veo uno me pongo terriblemente
nervioso, sobre todo si se trata de un país o una ciudad donde nunca he estado; considero todos
los nombres y quisiera saber de cada uno qué señaliza o denomina, así sea la calle de una ciudad o
la ciudad de una país. Cuando contemplo un mapa, éste se convierte para mí finalmente en una
alegoría de la vida. La observación de un mapa sólo se me vuelve soportable si intento encontrar
un camino, trazar un trayecto y de ese modo viajar por el país o la ciudad. Justamente, lo mismo
hacen los relatos: describen caminos y orientaciones en un universo donde contrariamente se
podrán alcanzar miles de diferentes lugares sin llegar a parte alguna. ¿Qué historias cuentan mis
películas? Estas se dividen en dos grupos; yo trazo entre ambos una clara demarcación, pues se
trata de dos tradiciones o sistemas completamente diferenciados. Por lo demás, hay un cierto ir y
venir entre ambas categorías, incluso en un solo filme.

En el primer grupo (A) se reúnen todas las películas en blanco y negro, excepto Relámpago sobre
el agua que no pertenece a ninguna de las dos tradiciones (más aún, no sé si es realmente un
filme). En el otro grupo (B) se sitúan todas las películas en color, que por lo general se basan en
novelas o textos ya existentes. En cambio, los filmes del grupo A se basan en una idea mía… idea
es un concepto muy inexacto: incluye sueños, ensueños y experiencias. Así, tales filmes fueron
creciendo sin guión y muchas veces paulatinamente, mientras que los del grupo B siguieron muy
rigurosamente un guión. Las películas A tenían una estructura solo aproximada, mientras que las B
se consumaban perfectamente en términos dramáticos. Las películas A se rodaban en una
secuencia cronológica, a partir de la situación con la cual principiaba la historia: las B se rodaron
de una forma muy tradicional y debían considerar las presiones de la producción. En las películas
A, cuando empezaba el rodaje, yo no sabía por lo común cómo debían terminar; el final de las B lo
conocía desde el principio. En las películas A, el tema se descubría y se estudiaba durante el
rodaje; en las B, se conocía el tema, pero debía descubrirse en el rodaje si era falso o correcto. En
aquéllas, debía encontrarse una historia; en éstas, debía olvidarse.

Sin embargo, el hecho de que las películas A y B se alteren sin descanso muestra que cada filme
reacciona contra el anterior, y justamente eso describe mi dilema.

Siempre he hecho las películas A cuando la filmación anterior tenía demasiadas reglas, no era
bastante espontánea y sus figuras ya no me interesaban; aparte, notaba que debía exponerme –
junto con el equipo técnico y los actores- a una nueva situación. Igualmente, la reacción del
subsiguiente filme B se basaba en la idea de que la película A había sido demasiado “subjetiva” y
en la necesidad de trabajar bajo una estructura fija. Por otra parte, en los filmes B los actores
representaban a alguien distinto de ellos mismos; en los A, se interpretaban a sí mismos o eran
muchas veces ellos mismos.

A continuación hablaré acerca de cómo han nacido los filmes del tipo A y acerca del significado
que corresponde al relato. La primera película se llamó Summer in de City; comienza con un
hombre que ha estado dos años en la cárcel. Las primeras escenas muestran cómo sale de prisión
y cómo repentinamente debe enfrentar de nuevo a la vida. Él intenta convivir, encontrarse con sus
viejos amigos y rehacer sus antiguas relaciones, pero muy pronto se da cuenta de que eso no es
posible. El segundo filme de la serie A, Alicia en las ciudades, trata sobre un hombre que debe
escribir una historia en torno a Norteamérica. No lo consigue, y la película comienza cuando él
decide regresar a Europa. Por azar encuentra a una niña, a quien debe llevar con su madre, quien
se halla en Europa, en un sitio desconocido para ellos. Con lo único con que cuenta es con una
fotografía de la casa. La película consiste en la búsqueda de esa casa.

En el curso del tiempo comienza con un individuo que intenta suicidarse como si accidentalmente
lo hiciera otro. Los dos deciden viajar juntos, y también eso es un puro azar, la película trata de ese
viaje y de la curiosidad de saber si los dos tienen algo que decirse o no.

En la última película del grupo A, El estado de las cosas, un equipo de filmación debe interrumpir
un rodaje porque ya no hay dinero y porque el productor ha desaparecido. El equipo no sabe si
podrá terminar su trabajo, la película trata acerca de ese grupo de gente que ha perdido su
orientación y en especial acerca del director, quien finalmente debe regresar a Hollywood en
busca del productor.

Todos estos filmes tratan de personas que se han involucrado en viajes y en situaciones
imprevistas. Todos tienen que ver con la percepción y con gente que de súbito debe ver las cosas
de una manera diferente. Para ser aún más concreto, volveré a En el curso del tiempo. ¿Cómo
comienza? Hasta cierto punto, con el hecho de que yo había realizado Falso movimiento como
una reacción contra el filme anterior. Sentí que debía hallar un relato en el cual pudiera
explorarme a mí mismo y al país, Alemania, sobre el cual trataba también esa película precedente:
sólo que ahora lo haría de otra manera. Esta vez debía ser un viaje en un país desconocido, un país
desconocido a mí mismo pero también en el propio país, Alemania. En la autopista reproduje con
exactitud una escena que vi en un camión de carga: hacía mucho calor, y el viejo camión carecía
naturalmente de clima artificial. Dos hombres iban sentados, y el chófer llevaba la puerta abierta y
la pierna afuera, para proporcionarse algo de frescor. Esta escena me impresionó.

Por coincidencia, me detuve en el mismo parador donde también se detuvo después el camión.
Fui al bar y ahí encontré a los dos hombres; no intercambiaban palabra alguna: era como si no
anduvieran juntos, y se hubiera tenido la impresión de que no se conocían.

Por ese tiempo yo también viajaba mucho a través de Alemania, a causa de mi película de
entonces. Por cierto, en ese viaje se me hizo clara la situación del cine de provincia: me fascinaron
el interior de la sala, la cabina de proyección e incluso el operador. Por otra parte, noté en mi
mapa de Alemana que hay un itinerario que apenas conocía: aquél que va a lo largo de la frontera
entre la República Federal y la República Democrática. Supe que tenía todo para rodar un nuevo
filme: la historia de dos hombres que no se conocen. Me interesaba lo que podía ocurrir con ellos
y entre ellos. El negocio de uno de los dos tenía alguna relación con cines, y comprendí que éstos
podían hallarse a lo largo de la frontera.
Por cierto, esto no es aún una película, y todos los filmes del grupo A han comenzado con una
serie de situaciones de las cuales esperábamos que pudieran convertirse en un relato o historia.
Para que se efectuara tal metamorfosis, se podía utilizar el método del sueño diurno, como lo
llamé yo. Las historias presuponen siempre controles; esto es, conocen su camino y saben hacia
dónde va éste, tienen principio y fin. El sueño diurno no funciona bajo tanto control; funciona
justo porque falta un control. Más bien hay algo así como un guía inconciente que quiere avanzar,
no importa en qué ruta: todo sueño quiere avanzar, pero ¿quién sabe con qué destino? Algo en el
inconsciente lo sabe, pero eso mismo se puede descubrir sólo si se deja correr todo. Eso fue lo que
intenté. La palabra inglesa drifing expresa todo lo anterior muy bien. No se trata del camino más
corto entre dos puntos, sino de un zig zag, una palabra más justa sería tal vez “meandro”, pues
implica caminos y rodeos. Si en los diez filmes del grupo A tenía una historia qué contar, no era
sino ese movimiento de desviarse y apartarse, ese tipo de viajes sin motivo ni final.

Un viaje es una aventura que se realiza en el tiempo y en el espacio. Aventura, espacio y tiempo:
los tres elementos son importantes. Sólo a través de ellos se nota cómo viajes y relatos tienen
mucho en común. Además, un viaje se acompaña siempre de la curiosidad por algo desconocido;
crea una espera y una percepción muy intensa: se viaja y se empieza a ver aquello que en esa casa
nunca se observa. Me gusta leer novelas de viajes del siglo XIX: hoy ya no existe ese género; sin
embargo, en las películas lo revivo. Pero volvamos al filme.

Tras diez semanas de rodaje, nos hallábamos aún a la mitad del trayecto, aunque yo había
proyctado terminar justo en ese lapso. No había dinero para seguir rodando, y todavía nos
faltaban otras diez semanas. Se presentó un problema: ¿cómo debía terminar el viaje? O bien,
¿cómo se podía transformar en una historia? Primero pensé en un accidente. Naturalmente todo
hubiera terminado con un accidente si la película se hubiera rodado en Estados Unidos. Por
supuesto, yo no podía aceptar eso; por lo tanto, interrumpimos el rodaje, y yo intenté conseguir
dinero para otras cinco semanas. Quince días los dediqué exclusivamente al intento de encontrar
un final. Por cierto, una película de ese tipo puede continuar eternamente, y eso es peligroso. La
solución consistía finalmente en que los dos hombres se separaran y reencotraran de cualquier
modo; la única solución posible era que se volviera claro que no podían seguir viviendo así.

Los dos protagonistas buscaban a sus padres. Me imaginaba que así podría producirse una ruptura
de su relación. Por ello rodamos una larga secuencia sobre el primero de ellos: sobre cómo visita a
su padre; y rodamos otra larga secuencia acerca de cómo el segundo quiere volver al sitio donde
ha vivido con su madre. Desgraciadamente, con ello sólo mejoró la relación entre ambos, así que
estábamos todavía más lejos del final. Incluso, por primera vez los dos pudieron conversar.
Interrumpimos de nuevo el rodaje. Me parecía que la película podía terminar así: los dos estarían
en condición de cuestionar entonces lo que habían hecho hasta antes de su reencuentro. Era una
oportunidad para poner en tela de juicio sus propios objetivos. De ese modo, quien viajaba de un
cine a otro, podría preguntarse si tiene sentido patrocinar a ese cine de provincia, mientras que el
otro comenzaría de nuevo su negocio, pero ahora orientado hacia los niños. Entonces
recomenzamos el rodaje.
Naturalmente, éste no era un final adecuado, pero aunque hubiéramos recorrido todo el mundo
no habríamos conseguido más dinero para la película. No era sino una manera graciosa de
terminar.

El estado de las cosas trata también de historias fílmicas. Notoriamente, la figura del director
representa en ciertos rasgos mi dilema personal; de hecho, él dice en algún momento: “relatos y
vida se excluyen totalmente”. Esa es su teoría como cineasta. Pero después, cuando va a
Hollywood, se ve él mismo envuelto en una historia, en una de esas historias en las que nunca ha
creído pero que habrán de matarlo. Claro, es una paradoja, y sin embargo es lo único que yo
quisiera decir sobre las historias.

Rechazo totalmente las historias, pues para mí engendran únicamente mentiras, nada sino
mentiras, y la más grande mentira consiste en que aquéllas producen un nexo donde no existe
nexo alguno. Empero, por otra parte necesitamos de esas mentiras, al extremo de que carece
totalmente de sentido organizar una serie de imágenes sin mentira, sin la mentira de una historia.
Las historias son imposibles, pero sin ellas no nos sería en absoluto posible vivir.

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