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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

 MANOLO JUÁREZ
26 de julio de 2020
Una mirada al mundo del artista

La intimidad de Manolo
Juárez
Cada entrevista con él era una clase maestra de música y un glosario de
anécdotas. Amante de Hitchcock y fanático de Argentinos Juniors, sabía reírse
de colegas y de sí mismo.
Por Gabriel Plaza

Manolo Juárez, un artista que nunca buscó el bronce. 


Imagen: Carolina Camps

“Esperá, no te vayas, escuchá esto”. Manolo Juárez buscaba en su


archivero, donde tenía clasificadas notas, discos, reseñas y
recuperaba una grabación inédita, que ponía en su equipo o en su
computadora y abría un mundo nuevo. Así era con los que habían sido
sus alumnos y ahora son reconocidos músicos, desde Lito Vitale a
Adrián Iaies, o con quien lo conocía por primera vez. Era como el
profesor Miyagui de Karate Kid, pero en vez de lustrar pisos mandaba
a un músico a leer La Odisea, cargar un piano, preparar café o hacer
una compra en el chino. Un músico tenía que aprender a ser
humilde y sobre todo a estudiar. 

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Hace cuarenta años, cuando nadie enseñaba música popular,


Manolo ya ejercía docencia en su estudio de Villa del
Parque, donde vivía con su madre y donde alguna vez se quedó Litto
Nebbia a dormir. En una misma clase se podía escuchar a Yupanqui,
analizar un arreglo de The Beatles, o descubrir cómo componía Ravel
o Bill Evans. Nunca buscó el bronce ni se le ocurrió tener una
estatua como las que hizo su padre el escultor Horacio Juárez, pero
sin quererlo Manolo terminó haciendo en las obras de raíz folklórica
todo lo que su padre hizo con el mármol, cincelar y cincelar la materia
hasta descubrir la belleza oculta en ellas.

Una entrevista con Manolo Juárez era una clase maestra de


música y un glosario de anécdotas. Los relatos sobre El Cuchi
Leguizamón, un innovador del género popular, a quien conoció un
verano en la playa de Santa Teresita, podían ser infinitos. Le gustaba
imitar la voz del compositor salteño cuando daba la receta ideal de un
locro bien pulsudo. También tenia afinidad con el humor corrosivo
de Atahualpa Yupanqui. Cuando se vieron en los ochenta, el autor
de “Piedra y camino” le dijo: "'Usted les pone unos acordes a mis
temas que a mí no se me ocurrirían en las más horrendas de las
pesadillas.' Yo me cagué de la risa”. Se divertía con los casetes del Dr.
Tangalanga y ejercía una mirada ácida sobre otros músicos, y sobre
él mismo. 

En un concierto de su grupo Contraflor al Resto con el Chango Farías


Gómez y Marian Farías Gómez, le dijo al público: “Yo le aposté al
Chango que a la mitad del concierto todos ustedes se iban". En
cambio, cuando hablaba de Horacio Salgán se ponía serio. “Pianista
era él, yo soy un tocador de piano”. Por Andrés Chazarreta, el
recopilador, docente y pionero del folklore de la década del veinte,
sentía adoración, al igual que por George Harrison de The Beatles:
una de sus ceremonias preferidas era sentarse en su living a ver el
DVD documental sobre su vida, siempre con algo para picar a
mano. De su trabajo en un frigorífico le quedó el berretín por los
fiambres. Si algo le gustaba en la vida eran los embutidos, la sopa
inglesa y el licor de huevo, que ocultaba en un armario y lo tomaba a
escondidas de su mujer Beatriz y su hija Mora, porque era diabético.

Los viernes eran una fiesta: le gustaba cenar pizza con su nieto
Ramiro de 16 años, que vive en un departamento abajo de su casa.
Los domingos eran de pasta. Después de la comida siempre se
quedaba escuchando música, sobre todo tango -era un enamorado
de Francisco de Caro- o ponía clásicos de Alfred Hitchcock en la
tele y hacía comentarios como si estuviera en un cineclub de barrio. A
Manolo le gustaba comentar sobre todo, un hábito que había adquirido
con sus amigos anticuarios de San Telmo, cuando todavía podía
juntarse a tomar café y no estaba pendiente de su diálisis. 

Decía lo que pensaba sin filtros. Para él, los políticos eran unos
inútiles y los músicos que no leían unos burros. Puteaba, siempre
puteaba, como cuando iba a la cancha de Argentinos Juniors con
el baterista Norberto Minichillo en los ’60. Se quejaba de las
grandes instituciones, aunque había pertenecido al directorio de
Sadaic y del Fondo Nacional de las Artes. Rechazó el premio Konex
porque no se lo habían dado primero al Cuchi y aunque le habían
otorgado grandes reconocimientos como el Premio Nacional de la
Música, a veces sentía que no era escuchado. Si encontraba un
interlocutor interesado podía sacar postales de la época del setenta
cuando revolucionaron la escena con el Negro Lagos y Dino Saluzzi.
Disfrutaba de las charlas largas sin horario -así habían sido las
tertulias en la casa de su padre con pintores, músicos y poetas- una
ceremonia que repetía con amigos.

LEER MÁSHimno a la medianoche

“Mora, traéle otro café para el pibe y a mí tráeme una coca”, le decía a
su hija. La voz de Manolo, gruesa y mandona, retumbaba en la casa.
Con su hija, la menor de tres hermanos -Alejandro y Pablo-a la que le
dedicó “Mora”, una de sus composiciones más emblemáticas, tenían
un paso de comedia. Manolo le pedía algo, guiñaba un ojo y la
apuraba con tono de cascarrabias: “Dale nena, traéle algo de comer al
pibe que se va a morir de hambre”. Del otro lado de la habitación,
Mora llegaba con paso apurado, ceño fruncido, con un platito con
masas o sanguchitos. “Esto es para el chico. Vos papá, no podés”.
Parecía una comedia italiana. La escena se repetía tres o más veces
durante una entrevista. 
Después, ya cansado de hablar de sí mismo, de cómo le querían tirar
piedras cuando mostró su “Chacarera sin segunda” que duraba como
quince minutos, de cómo convenció a un funcionario para crear la
Escuela de Música Popular de Avellaneda, de cómo eran las cenas
con Salgán, el Mono Villegas y el Cuchi, se despedía, daba una
palmada sobre el hombro con ternura y se iba lento con su más de
metro ochenta de altura. La sensación era de nostalgia, porque una
conversación, una clase, o un concierto de Manolo Juárez no querías
que terminara nunca. Siempre esperabas el bis. 

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