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MANOLO JUÁREZ
26 de julio de 2020
Una mirada al mundo del artista
La intimidad de Manolo
Juárez
Cada entrevista con él era una clase maestra de música y un glosario de
anécdotas. Amante de Hitchcock y fanático de Argentinos Juniors, sabía reírse
de colegas y de sí mismo.
Por Gabriel Plaza
Los viernes eran una fiesta: le gustaba cenar pizza con su nieto
Ramiro de 16 años, que vive en un departamento abajo de su casa.
Los domingos eran de pasta. Después de la comida siempre se
quedaba escuchando música, sobre todo tango -era un enamorado
de Francisco de Caro- o ponía clásicos de Alfred Hitchcock en la
tele y hacía comentarios como si estuviera en un cineclub de barrio. A
Manolo le gustaba comentar sobre todo, un hábito que había adquirido
con sus amigos anticuarios de San Telmo, cuando todavía podía
juntarse a tomar café y no estaba pendiente de su diálisis.
Decía lo que pensaba sin filtros. Para él, los políticos eran unos
inútiles y los músicos que no leían unos burros. Puteaba, siempre
puteaba, como cuando iba a la cancha de Argentinos Juniors con
el baterista Norberto Minichillo en los ’60. Se quejaba de las
grandes instituciones, aunque había pertenecido al directorio de
Sadaic y del Fondo Nacional de las Artes. Rechazó el premio Konex
porque no se lo habían dado primero al Cuchi y aunque le habían
otorgado grandes reconocimientos como el Premio Nacional de la
Música, a veces sentía que no era escuchado. Si encontraba un
interlocutor interesado podía sacar postales de la época del setenta
cuando revolucionaron la escena con el Negro Lagos y Dino Saluzzi.
Disfrutaba de las charlas largas sin horario -así habían sido las
tertulias en la casa de su padre con pintores, músicos y poetas- una
ceremonia que repetía con amigos.
“Mora, traéle otro café para el pibe y a mí tráeme una coca”, le decía a
su hija. La voz de Manolo, gruesa y mandona, retumbaba en la casa.
Con su hija, la menor de tres hermanos -Alejandro y Pablo-a la que le
dedicó “Mora”, una de sus composiciones más emblemáticas, tenían
un paso de comedia. Manolo le pedía algo, guiñaba un ojo y la
apuraba con tono de cascarrabias: “Dale nena, traéle algo de comer al
pibe que se va a morir de hambre”. Del otro lado de la habitación,
Mora llegaba con paso apurado, ceño fruncido, con un platito con
masas o sanguchitos. “Esto es para el chico. Vos papá, no podés”.
Parecía una comedia italiana. La escena se repetía tres o más veces
durante una entrevista.
Después, ya cansado de hablar de sí mismo, de cómo le querían tirar
piedras cuando mostró su “Chacarera sin segunda” que duraba como
quince minutos, de cómo convenció a un funcionario para crear la
Escuela de Música Popular de Avellaneda, de cómo eran las cenas
con Salgán, el Mono Villegas y el Cuchi, se despedía, daba una
palmada sobre el hombro con ternura y se iba lento con su más de
metro ochenta de altura. La sensación era de nostalgia, porque una
conversación, una clase, o un concierto de Manolo Juárez no querías
que terminara nunca. Siempre esperabas el bis.