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Asunción de María a los cielos

Exordio: Hace poco más de 50 años, el 1° de noviembre de 1950, en el atrio exterior de la


Basílica Vaticana, rodeado de 36 cardenales, 555 patriarcas, arzobispos y obispos, y llena la
plaza San Pedro de una muchedumbre entusiasta, que no bajaba del millón de personas, el
inmortal pontífice Pío XII, definió solemnemente el dogma de la Asunción de María en cuerpo
y alma al cielo.

Estas fueron sus palabras: “Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la
luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su
peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado
y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre, y para gozo y alegría de
toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles
Pedro y pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma
divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado
el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.

Queridos hermanos, ¡congreguémonos hoy todos los hijos de María, y entonemos como
mandó David a todas las familias de Israel, nuestros cantos festivos, acompañados de arpas,
cítaras y platillos sonoros, porque se traslada el Arca del Divino Redentor al lugar que el Hijo
le tiene preparado!

¡Cantemos hoy las glorias de María que sube en cuerpo y alma a los cielos!

Pero para contemplar mejor estas glorias, y alegrarnos más, diremos algunas cosas acerca de
este admirable dogma, contenido en la Encíclica Munificentissimus Deus.

I)¿Asunción o Ascensión?

Los mariólogos distinguen entre “asunción” y “ascensión”. Ascensión se dice de Cristo que
subió a los cielos por su propio poder, como canta el salmo: El Señor asciende entre
aclamaciones, el Señor al sonido de trompetas; en cambio, la asunción se dice de María, que
por singular privilegio fue elevada en cuerpo y alma al cielo. Como dice la Escritura: ¿Quién es
ésta que sube del desierto llena de delicias y apoyada en su Amado?

Así también lo han entendido los Santos Padres, por ejemplo:

*San Gregorio de Tours: “El Señor mandó trasladar al paraíso en una nube el cuerpo santo de
María...”

*San Juan Damasceno: “Tu alma no descendió al infierno, ni tu carne a la tierra sufrió la
corrupción. Tu cuerpo inmaculado y limpio de toda mancha no fue abandonado a la tierra, sino
que tú, Reina, Soberana, Señora y verdadera Madre de Dios, fuiste trasladada a las reales
mansiones del cielo”.

*Y San Pedro Damián distingue expresamente entre ascensión y asunción: “Contempla con los
ojos del espíritu al Hijo que asciende y a la Madre que es ascendida. Pues el Salvador subió al
cielo por imperio de su propia potestad, como Creador y Señor...y María fue elevada, como
señal de la gracia que la elevaba....”
Sin embargo, otros teólogos sostienen que la diferencia no es esta, porque los cuerpos
gloriosos tienen una cualidad llamada “agilidad”, por la que pueden trasladarse por sus solas
fuerzas, sin milagro, y podrían ascender al cielo. San Agustín explica así la agilidad de los
cuerpos gloriosos: “el cuerpo estará inmediatamente donde el espíritu quiera...”, si el espíritu
anhela unirse a Dios, el cuerpo le sigue. Como dice el salmo: Una cosa pido al Señor, y por ella
suspiro: habitar en la casa del Señor todos los días.

Royo Marín dice que en los santos, hay como “una participación anticipada del don de
agilidad, propio de los cuerpos gloriosos”, que es el fenómeno místico de la “levitación”.

San Martín de Porres, el santo de la escoba, vivía en una pequeña celda debajo de una
escalera exterior, en el Convento de los Dominicos. Era común que los hermanos fueran a
buscarlo a su celda y estando, no lo viese, puesto que estaba por encima de sus cabezas
suspendido del techo(lo que se llama “vuelo extático”).

Era común ver a San José de Cupertino colgado en la copa de los árboles. Con sólo oir
en nombre de Dios, levantaba vuelo. Los niños para divertirse lo veían y le decían:
“Dios, Dios” para verlo volar.
Un caso no muy conocido, es el de la Sierva de Dios María del Carmen Benavides, chilena, la
“Beatita” de Quillota, que está en proceso de beatifiación. Dicen los testimonios que iba a
recibir la comunión de rodillas volando, suspendida en el aire, y que después volvía a su lugar,
sin dar la espalda al altar, también volando.

De todos modos, los cuerpos gloriosos reciben su poder de la Resurrección de Cristo. Y, aún
cuando la Virgen hubiese podido ascender, por sus solas fuerzas, era más conveniente a su
gloria y dignidad, el que fuera llevada por todos los ángeles de la Corte celestial, como “en
andas”.

Y, ya para zanjar la cuestión, ¿qué dice la definición del dogma? Dice que la Virgen “fue asunta
en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Asumir, viene del latín, “a-sumere”, “tomar para sí”. Por
ejemplo, “asumir una responsabilidad” es tomarla para sí, es hacerse cargo de ella. Dios quiso
tomarla para sí a Su Madre, que siempre estuvo estrechamente ligada al Hijo, por eso convenía
que estuviera como siempre, donde está el Hijo.

Incluso, como dice San Pedro Damián la Asunción de la Virgen fue aún más pomposa y
solemne que la Ascensión del Señor; porque en la Ascensión, para acompañar al Señor no
subieron más que los ángeles, pero la Madre dichosísima subió acompañada del mismo Rey de
la gloria, con la corte y séquito de todos los santos y ángeles del cielo.

Ya entra la princesa, bellísima, vestida de perlas y brocado; la llevan ante el Rey con séquito de
vírgenes, la siguen sus compañeras: las traen entre alegría y algazara, van entrando en el
palacio real.

II)¿Muerte y resurrección, o tránsito o dormición?

La definici6n del dogma proclama el hecho de la Asunci6n, pero nada dice acerca
del modo. Tradicionalmente, en la Iglesia ha habido dos posturas.
Los que sostienen que no muriò, sino que tuvo un trànsito o fuerte éxtasis que la llev6 al
cielo, dicen que al no contraer el pecado original, tampoco la muerte, que es consecuencia del
pecado Pero la Virgen quiso padecer dolores, los cuales también son consecuencia del pecado.
La gran mayoria de los teòlogos catòlicos sostiene la muerte y resurrecciòn de la Santisima
Virgen. Probablemente en Jerusalén, y teniendo, al menos, cincuenta años. No parece que
muriera de enfermedad, ni de vejez avanzada —hay una Venerable española, Sor Maria de
Jesùs de Agreda, que dice que a partir de los 33 años ya no envejeciò màs-; ni por accidente
violento, como el martirio, sino por el amor ardentisimo que consumia su corazón.

Poesía del tránsito. Y soñando de amor por su Hijo

Sobre el valle quedóse dormida,

No ha muerto, no ha muerto Como duermen las flores cuando el


sol se reclina.....
Solamente quedóse dormida.....

Como duermen de noche las rosas


Y vinieron en coro los ángeles
En sus tallos de espinas;
Y en sus alas purísimas
Como duermen las flores
Recogiendo la flor de los valles
Cuando el sol se reclina....
La llevaron al cielo dormida....
No ha muerto, no ha muerto

Solamente quedóse dormida...


Y las brisas en los campos

Como un salmo de fe repetían:


Dice que Dios, como hizo dormir a
Adán, la hizo dormir a Ella, la Nueva Eva.... No ha muerto, no ha muerto

Solamente quedóse dormida!

Con estas hermosas palabras describe la muerte de la Virgen, otro mariòlogo (Garriguet):
“Maria muriò sin dolor, porque viviò sin placer; sin temor, porque vivi6 sin pecado; sin
sentimiento, porque viviò sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una
hermosa tarde, fue como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora
de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontr6 una palabra encantadora: la llama
sueño (o dormiciòn) de la Virgen”. Aunque la Virgen no tuvo pecado alguno, ni original ni
actual, y no merecia la muerte, sin embargo, para configurarse del todo a su Divino Hijo, que
quiso morir y resucitar, y porque es Corredentora de la humanidad, debia llegar hasta el fondo
de su movimiento descendente, y vencer Ella también la misma muerte. Por eso leimos en la
segunda lectura ¿Donde está muerte tu victoria, dónde está muerte tu aguijón?

Es curioso, actualmente en Jerusalén està el lugar de la dormici6n de la Virgen, al lado del


Cenàculo, y el sepulcro de la Virgen, a las afueras de las murallas de la ciudad. La dormici6n la
tienen los catòlicos y el sepulcro los ortodoxos, y lo curioso es que nosotros inclinamos màs
por la muerte y resurrecciòn de la Virgen, y los ortodoxos sostienen la dormiciòn.
Muerte y Resurrección, o bien, dormición y tránsito, lo cierto es que el cuerpo de María no
conoció la corrupción, aún en el caso que hubiera muerto. El dogma no define eso, sino que
dice: “terminado el curso de su vida terrena fue asunta....” Pero, ¿cómo termino el curso de
su vida terrena? Tal vez sí muriendo, pero sin conocer la corrupción; tal vez no muriendo, pero
sí deseando la muerte para unirse a su Amado. Dicen los santos que murió de amor, y pudo
exclamar desde la partida de su Hijo a los cielos, lo mismo que Teresa de Jesús: vivo sin vivir en
mi, y tan alta vida espero, que muero porque no muero!

III)Consecuencias para nuestra vida.

La Asunci6n de la Virgen debe aumentar nuestra fe en la resurreci6n de los cuerpos, y en el


premio del cielo para los que aman a Dios. A prop6sito de la resurrecci6n de la Virgen, cuenta
una tradiciòn que el Apóstol Tomás llegó tarde, como a la resurrección de Cristo. y al entrar al
sepulcro. vio que estaba vacio. v al levantar la vista al cielo, vio que la Virgen estaba subiendo,
pero para constatar el hecho, pidiò a la Virgen que le dejara algo suyo. La Virgen le tirò su
cinturòn, el cual se venera hoy en la Catedral de Prato, cerca de Florencia, en Italia.

Aumenta nuestra esperanza del premio de la vida eterna. Ya hay un cuerpo, ademàs
del de Cristo. que està en el cielo. Sòlo que la Virgen resucitò antés del fin de los
tiempos, por un privilegio, y nosotros resucitaremos al final. Si Jesùs preparò un lugar
para su Madre, también nos prepararà uno a nosotros, como lo prometiò.

iVer a Maria y cegar!


Un devoto clérigo muy favorecido de nuestra Señora, oyendo hablar de su hermosura
admirable deseó ardientemente verla siquiera una vez, y le pedía sin cesar este señalado favor.
La Piadosísima Madre le mandó a decir con un ángel que la vería con tal de qua se conviniese a
quedar ciego. Aceptò al devoto la Condiciùn y antoncas se descubriò a sus ojos la Virgen
soberana. El, por no perder del todo la vista, quiso al principio rnirarla con un ojo solamente,
cerrando al otro; pero poco después, hechizado de tanta belleza, estaba ya para abrir al que
tenia cerrado, Cuando desapareció la visiòn.
Viéndose privado de tan dulce presencia, lloraba y se afligia, no por la pérdida del ojo, sino por
no haberìa mirado con los dos, y asi le Volviò a suplicar que de nuevo se dejase ver, sin
importarle nada quedar para siempre ciego. «Por muy feliz me tendré-~.decia~en perder
totalmente la vista por volveros a ver. i oh dulcisima Madre!, porque asi quedaré màs
prendado de Vos.» En efecto, se le apareciò la benignisìm~ Sefiora, y como a nadia sabe hacer
nunca mal, lejos de quitarle del todo la vista, se la restituyò enteramente y asi por todos titulos
fue completo el favor.

Y, por ùltimo. se enciende nuestra caridad, viendo el amor que nos tiene nuestra Madre, que
quiso estar al lado de su Hijo para interceder por nosotros. Porque el hecho de que esté
fisicamente lejos de la tierra, no significa que su corazòn esté lejos de nosotros. Desde alli
oficiarà su oficio de Madre, alcanzàndonos todos los bienes que necesitamos, como Nuestra
Sefiora de la Consolaciòn, que dejò a santa Mònica, una cinta para que no se perdiese su hijo
Agustin.
Pidamos a la Santi sima Virgen, la gracia de elevar nuestro corazòn desde ahora a las cosas
celestiales, y de acompafiar siempre en nuestro peregrinar por esta vida, a Jesùs y a Maria, en
sus gozos y en sus penas, para que también nosotros podamos reinar algùn dia con ellos en su
gloria.

Benedicto XVI, papa

Homilía (2006): Es Dios quien vence, no el dragón

Santa Misa en la Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva.


Castelgandolfo, Martes 15 de agosto de 2006.

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;


queridos hermanos y hermanas:

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio,


encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: «Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones». La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el
futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la
Iglesia no ha inventado algo «ajeno» a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por
María en aquella hora de gracia.

Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san
Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María,
también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me
felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y
la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la


«Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios
sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero
espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras
maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir
realmente la luz divina.

«Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros podemos alabar a María, venerar a María,
porque es «feliz», feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está
unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse
de los suyos, dijo: «Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa
de mi Padre hay muchas moradas» (cf. Jn 14, 2). María, al decir: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y
alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas
maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada
de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente
aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir,
que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: «Antes de concebir al Señor
en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y
así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo
presente en esta tierra.
Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está
preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de
María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es «feliz»
porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del
Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos
guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a
encontrar el camino de la felicidad.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María:
«Dichosa la que ha creído». El acto primero y fundamental para transformarse en morada de
Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó
en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una
información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas,
pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En
cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una
orientación para saber cómo vivir.

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo
que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi
vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el
modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho,
es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de
Dios.

María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de
posición para toda la vida, añade estas palabras: «Su misericordia llega a todos los que le
temen de generación en generación». Con toda la Escritura, habla del «temor de Dios». Tal vez
conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el «temor de Dios» no es angustia,
es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios,
la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de
Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del
mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta
parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica
edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

«Me felicitarán todas las generaciones»: esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece
a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte,
del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas
de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La
Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más
fuerte.

Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la
Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el
Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y
no el odio; al final vence la paz.
Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la
gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este
consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz,
¡ruega por nosotros!». Amén.

Ángelus (2006): María es ejemplo y apoyo para los creyentes

Martes 15 de agosto de 2006.

La tradición cristiana, como sabemos, ha colocado en el centro del verano una de las fiestas
marianas más antiguas y sugestivas, la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María.
Como Jesús resucitó de entre los muertos y subió a la diestra del Padre, así también María,
terminado el curso de su existencia en la tierra, fue elevada al cielo.

La liturgia nos recuerda hoy esta consoladora verdad de fe, mientras canta las alabanzas de la
Virgen María, coronada de gloria incomparable. «Una gran señal apareció en el cielo -leemos
hoy en el pasaje del Apocalipsis que la Iglesia propone a nuestra meditación-: una mujer,
vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza»
(Ap 12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia han reconocido a
María. El pueblo cristiano en la historia vislumbra en su triunfo el cumplimiento de sus
expectativas y señal de su esperanza cierta.

María es ejemplo y apoyo para todos los creyentes:  nos impulsa a no desalentarnos ante las
dificultades y los inevitables problemas de todos los días. Nos asegura su ayuda y nos recuerda
que lo esencial es buscar y pensar «en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (cf.  Col 3, 2).
En efecto, inmersos en las ocupaciones diarias, corremos el riesgo de creer que aquí, en este
mundo, en el que estamos sólo de paso, se encuentra el fin último de la existencia humana.

En cambio, el cielo es la verdadera meta de nuestra peregrinación terrena. ¡Cuán diferentes


serían nuestras jornadas si estuvieran animadas por esta perspectiva! Así lo estuvieron para los
santos:  su vida testimonia que cuando se vive con el corazón constantemente dirigido a Dios,
las realidades terrenas se viven en su justo valor, porque están iluminadas por la verdad eterna
del amor divino.

A la Reina de la paz, que contemplamos hoy en la gloria celestial, quisiera encomendar una vez
más los anhelos de la humanidad en todas las partes del mundo, sacudido por la violencia. Nos
unimos a nuestros hermanos y hermanas que en estos momentos se encuentran reunidos en
el santuario de Nuestra Señora del Líbano, en Harisa, para una concelebración eucarística
presidida por el cardenal Roger Etchegaray, que ha viajado al Líbano como enviado especial
mío para llevar consuelo y solidaridad concreta a todas las víctimas del conflicto y orar por la
gran intención de la paz.

También estamos en comunión con los pastores y los fieles de la Iglesia en Tierra Santa, que se
hallan congregados en la basílica de la Anunciación en Nazaret, en torno al representante
pontificio en Israel y Palestina, el arzobispo Antonio Franco, para orar por esas mismas
intenciones.
Mi pensamiento va, asimismo, a la querida nación de Sri Lanka, amenazada por el
agravamiento del conflicto étnico; y a Irak, donde el horrible y diario derramamiento de sangre
aleja la perspectiva de la reconciliación y la reconstrucción.

Que María obtenga para todos sentimientos de comprensión, voluntad de entendimiento y


deseo de concordia.

Catequesis, Audiencia General (2006): Señal luminosa de esperanza

Miércoles 16 de agosto de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestro tradicional encuentro semanal del miércoles se realiza hoy todavía en el clima de la
solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Por tanto, quisiera invitaros a dirigir la
mirada, una vez más, a nuestra Madre celestial, que ayer la liturgia nos hizo contemplar
triunfante con Cristo en el cielo.

Es una fiesta muy arraigada en el pueblo cristiano, ya desde los primeros siglos del
cristianismo. Como es sabido, en ella se celebra la glorificación, también corporal, de la
criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús en la cruz dio como Madre a toda la
humanidad.

La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque, como afirma el
concilio Vaticano II, María «brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza
cierta y de consuelo» (Lumen gentium,  68). Ahora bien, estamos tan inmersos en las
vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que
constituye una importante verdad de fe.

Entonces, ¿cómo hacer que todos nosotros y la sociedad actual percibamos cada vez más esta
señal luminosa de esperanza? Hay quienes viven como si no tuvieran que morir o como si todo
se acabara con la muerte; algunos se comportan como si el hombre fuera el único artífice de
su propio destino, como si Dios no existiera, llegando en ocasiones incluso a negar que haya
espacio para él en nuestro mundo.

Sin embargo, los grandes progresos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado
notablemente la condición de la humanidad, dejan sin resolver los interrogantes más
profundos del alma humana. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar
la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. Sólo la perspectiva de la eternidad puede dar
valor auténtico a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad
humana, del sufrimiento y de la muerte.

Contemplando a María en la gloria celestial, comprendemos que tampoco para nosotros la


tierra es una patria definitiva y que, si vivimos orientados hacia los bienes eternos, un día
compartiremos su misma gloria y así se hace más hermosa también la tierra. Por esto, aun
entre las numerosas dificultades diarias, no debemos perder la serenidad y la paz.

La señal luminosa de la Virgen María elevada al cielo brilla aún más cuando parecen
acumularse en el horizonte sombras tristes de dolor y violencia. Tenemos la certeza de que
desde lo alto María sigue nuestros pasos con dulce preocupación, nos tranquiliza en los
momentos de oscuridad y tempestad, nos serena con su mano maternal. Sostenidos por esta
certeza, prosigamos confiados nuestro camino de compromiso cristiano adonde nos lleva la
Providencia. Sigamos adelante en nuestra vida guiados por María. ¡Gracias!
Homilía (2012): ¿Qué sentido tiene la Asunción para nosotros?

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo


Miércoles 15 de agosto de 2012.

Queridos hermanos y hermanas:

El 1 de noviembre de 1950, el venerable Papa Pío XII proclamó como dogma que la Virgen
María «terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial». Esta verdad de fe era conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia,
y era sobre todo un aspecto relevante del culto tributado a la Madre de Cristo. Precisamente el
elemento cultual constituyó, por decirlo así, la fuerza motriz que determinó la formulación de
este dogma: el dogma aparece como un acto de alabanza y de exaltación respecto de la Virgen
santa. Esto emerge también del texto mismo de la constitución apostólica, donde se afirma
que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para glorificación de la Madre y para alegría
de toda la Iglesia». Así se expresó en la forma dogmática lo que ya se había celebrado en el
culto y en la devoción del pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de María: el
acto de proclamación de la Asunción se presentó casi como una liturgia de la fe. Y, en el
Evangelio que acabamos de escuchar, María misma pronuncia proféticamente algunas
palabras que orientan en esta perspectiva. Dice: «Desde ahora me felicitarán todas la
generaciones» (Lc  1, 48). Es una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del
Magníficat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen santa, Madre de Dios,
íntimamente unida a Cristo su Hijo, concierne a la Iglesia de todos los tiempos y de todos los
lugares. Y la anotación de estas palabras por parte del evangelista presupone que la
glorificación de María ya estaba presente en el tiempo de san Lucas y que él la consideraba un
deber y un compromiso de la comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de
María dicen que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la Virgen por la fe. Así pues,
esta solemnidad es una invitación a alabar a Dios, a contemplar la grandeza de la Virgen,
porque es en el rostro de los suyos donde conocemos quién es Dios.

Pero, ¿por qué María es glorificada con la asunción al cielo? San Lucas, como hemos
escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza a María en la expresión de Isabel:
«Bienaventurada la que ha creído» (Lc  1, 45). Y el Magníficat, este canto al Dios vivo y
operante en la historia, es un himno de fe y de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella
vivió con fidelidad ejemplar y custodió en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a su
pueblo, las promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob, convirtiéndolas en el contenido de su
oración: en el Magníficat la Palabra de Dios se convirtió en la palabra de María, en lámpara de
su camino, y la dispuso a acoger también en su seno al Verbo de Dios hecho carne. La página
evangélica de hoy recuerda la presencia de Dios en la historia y en el desarrollo mismo de los
acontecimientos; en particular hay una referencia al Segundo libro de Samuel  en el capítulo
sexto (6, 1-15), en el que David transporta el Arca santa de la Alianza. El paralelo que hace el
evangelista es claro: María, en espera del nacimiento de su Hijo Jesús, es el Arca santa que
lleva en sí la presencia de Dios, una presencia que es fuente de consuelo, de alegría plena. De
hecho, Juan danza en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba delante del Arca.
María es la «visita» de Dios que produce alegría. Zacarías, en su canto de alabanza, lo dirá
explícitamente: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su
pueblo» (Lc  1, 68). La casa de Zacarías experimentó la visita de Dios con el nacimiento
inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo con la presencia de María, que lleva en su seno
al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿qué da a nuestro camino, a nuestra vida, la Asunción de María?
La primera respuesta es: en la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre; Dios
mismo es la casa con muchas moradas de la que habla Jesús (cf. Jn  14, 2); Dios es la casa del
hombre, en Dios hay espacio de Dios. Y María, uniéndose a Dios, unida a él, no se aleja de
nosotros, no va a una galaxia desconocida; quien va a Dios, se acerca, porque Dios está cerca
de todos nosotros, y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, está muy cerca de
nosotros, de cada uno de nosotros. Hay unas hermosas palabras de san Gregorio Magno sobre
san Benito que podemos aplicar también a María: san Gregorio Magno dice que el corazón de
san Benito se hizo tan grande que toda la creación podía entrar en él. Esto vale mucho más
para María: María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la creación
puede entrar en él, y los ex-votos en todas las partes de la tierra lo demuestran. María está
cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de todos nosotros. En Dios hay espacio para
el hombre, y Dios está cerca, y María, unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande
como el corazón de Dios.

Pero también hay otro aspecto: no sólo en Dios hay espacio para el hombre; en el hombre hay
espacio para Dios. También esto lo vemos en María, el Arca santa que lleva la presencia de
Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan importante
para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en
la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda
ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se
abrió María, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra».
Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace rica y grande.

Así, la fe, la esperanza y el amor se combinan. Hoy se habla mucho de un mundo mejor, que
todos anhelan: sería nuestra esperanza. No sabemos, no sé si este mundo mejor vendrá y
cuándo vendrá. Lo seguro es que un mundo que se aleja de Dios no se hace mejor, sino peor.
Sólo la presencia de Dios puede garantizar también un mundo bueno. Pero dejemos esto. Una
cosa, una esperanza es segura: Dios nos aguarda, nos espera; no vamos al vacío; él nos espera.
Dios nos espera y, al ir al otro mundo, nos espera la bondad de la Madre, encontramos a los
nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran
esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos visita, y es la alegría de nuestra
vida, y la alegría es esperanza.

Así pues, ¿qué decir? Corazón grande, presencia de Dios en el mundo, espacio de Dios en
nosotros y espacio de Dios para nosotros, esperanza, Dios nos espera: esta es la sinfonía de
esta fiesta, la indicación que nos da la meditación de esta solemnidad. María es aurora y
esplendor de la Iglesia triunfante; ella es el consuelo y la esperanza del pueblo todavía
peregrino, dice el Prefacio de hoy. Encomendémonos a su intercesión maternal, para que nos
obtenga del Señor reforzar nuestra fe en la vida eterna; para que nos ayude a vivir bien el
tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza cristiana, que no es sólo nostalgia
del cielo, sino también deseo vivo y operante de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos
hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros la valentía y la fuerza de la fe, que al
mismo tiempo es valentía y fuerza del amor. Amén.

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