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Aguafuerte
Por Amalita Fortabatata
Cada vez está más claro que el populacho, al escribir, se va del texto dejando
todo sucio y desarreglado. Total, dicen, hablando se entiende la gente.
Hablando, y no escribiendo. Lo cierto es que vivimos en una época en que
nadie tiene tiempo de nada, ni de escribir completo el relativo “que” porque
resulta demasiado largo. Por eso, la plebe tendría que poder contratar
mucamas textuales que se ocuparan de las tareas desagradables en sus
escritos a cambio de los viáticos y una módica tarifa por horas —si su labor se
limitase a unos pocos whatsapp— o bien con coma adentro, si debieran
encargarse de los deberes del colegio del benjamín, los trabajos prácticos
para la facultad de la hija mayor, la lista del supermercado y los informes
para el jefe de alguno de los padres. Y ni qué hablar si uno de ellos es
abogado: en ese caso, la mucama textual debería cobrar el plus por
insalubridad.
Si existiera tal ocupación, uno podría, a la mañana, dejarle las llaves del texto
—también llamadas “claves del texto”— e irse, confiado en que la señora de
la limpieza, el pulimiento y el esplendor pondrá las comas entre los “hola” y
los vocativos y abrirá cada pregunta con un signo de interrogación, barrerá
los acentos sobre el adverbio solo para dejarlo tal como quiere la Nueva
Ortografía, pasará un trapito al punto y coma por si a alguien se le ocurre
volver a usarlo alguna vez —nunca se sabe– y acomodará las proposiciones
subordinadas unas dentro de otras para que quepan bien en la frase, porque
todas desparramadas ocupan demasiado espacio. En suma, sería alguien que
viniera a poner los puntos sobre las íes.
La doméstica del texto acomodaría, ay, los ahí y los hay donde deban ir y de
paso, sacaría la hache de ir y la pondría en todas las formas del verbo haber,
hasta en los rincones menos accesibles del mensaje, aquellos donde se
ocultan el ha comido y el a comer. Las sirvientas textuales más eficientes
dispondrían con esmero, antes de irse, las flores del subjuntivo y el
condicional en los floreros que les correspondiesen, o les corresponderían, y
echarían sin hache, por aquí y por allá, aromatizador de pretérito anterior,
ese que ya nadie usa y que por eso queda tan fino.
Si la gentuza contara con personal de confianza que les puliera los textos,
tirando a la basura las comas entre sujeto y predicado, las mayúsculas
innecesarias, las horrendas comillas que pone el carnicero cuando quiere
enfatizar que el osobuco está de oferta, los eternos puntos suspensivos en
los poemas malos —o, directamente, tirando a la basura esos poemas—,
escribirían más relajadamente, sin temor a que las visitas los sorprendieran
con toda la puntuación desordenada o con la ortografía hecha un asco. Eso sí,
insisto en lo de encontrar a alguien de confianza. Ya sabemos, por
experiencia, que es difícil dar con una sirvienta que no te robe. En el caso de
una mucama textual, eso constituiría un plagio.
Las polillas explican el porqué de su ensañamiento
A este muchacho le ocurrió una palabra, eso es todo. ¿Qué otra explicación
buscan? ¿Acaso nunca les pasó que una palabra los tomara por entero? Es
difícil que puedan entenderlo si no pasaron por eso. Nosotras estábamos por
ahí, revoloteando, cuando el chiquilín se supo solo de pronto, de esa soledad
tan honda, tan antigua y tan inmensa que ni nombre tiene, así que nos
mandaron a prestarle el nuestro: «polillas». Estaba condenado a una vida sin
amor y sin contacto, sin caricias, sin miradas, sin calor, sin palabras.
Tuvimos que matarlo para que pueda decirse, para que pueda contarse.
¿Qué otra explicación buscan?