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María Claudina Barone

TP1 - Comisión 10

16/05/20

Cada verano, durante mi infancia, mi familia los pasaba en una casa que mis padres
habían comprado casi por casualidad. La más interesada en ese lugar era mi madre,
tan afanosa ella en cuidar plantas y flores, allí tenía un amplio terreno para cultivar sus
seres estáticos. Nosotros, mis hermanos y yo, al principio deambulábamos sin saber
muy bien que se podía hacer ahí, inconscientes a la posibilidad que teníamos de poder
veranear tres meses al año y los fines de semana con buen tiempo, en una casa con
parque, pileta, parrilla, con numerosos y altos árboles, algunos hasta con frutas. En el
perímetro del lugar había ligustrina, con madreselvas, solo había que caminar hacia el
cerco y se podía sentir ese aroma dulce y acido que años más tarde me haría encontrar
una analogía entre mi madre y el nombre de esas flores.

Un mundo descubrí en ese lugar, de naturaleza, de cielos claros, de tormentas, de


cálido sol.

Un día, aburrida, comencé a revisar una biblioteca que había en la casa, los tomos eran
coloridos, las tapas llamativas, retiré uno: “El Príncipe Feliz”, me senté bajo un árbol y
comencé a leerlo, (como tantas veces ha pasado en mi vida) al principio no me gustó,
lo dejé, busqué otro, y ese fue el inicio de una vida ligada a los libros , desde ese día las
tardes las pasaba leyendo , ese entorno, con aire fresco, las ramas que caían hacia mi
(era un sauce llorón), las historias de fantasía, todo me evadía de esa ausencia familiar
que vivía a diario.

Hace años que, al dormir, tengo un sueño recurrente: la vuelta a “la quinta”.

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