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La del lenguaje, última peste del

milenio
Jairo Aníbal Moreno Castro

Revista: Arte y Conocimiento


Enero/Diciembre 1991 

“¡Si no fuera esclavo de las palabras,


forzado a decir siempre lo que ignoro!”
(Goethe)
“Éramos reyes y nos volvieron esclavos.
Éramos poetas y nos pusieron a recitar
oraciones pordioseras.
Éramos felices y nos civilizaron”.
(G. Arango)
Quienes estamos apostados en este presente de inmediatez que los
científicos sociales siguen llamando “la crisis de la modernidad”, asistimos
como protagonistas al último drama de la historia humana: el de la
desintegración del hombre causada por el debilitamiento de su cualidad
esencial, el lenguaje.

Por definición el lenguaje es creatividad, es sorpresa, es distanciamiento de


la bestia y es el eje de la condición humana. Por su función y por su uso, el
lenguaje es acción, es saber incorporado, es factor de cohesión social, es
poder y es libertad. Así que cuando el termómetro de la modernidad anuncia
un desvanecimiento en el dominio de la palabra, queda fácil explicar la
existencia creciente de sociedades silentes precariamente dispuestas para
la innovación y la autodeterminación; de igual manera no extraña la
proliferación de comunidades altamente automatizadas acalladoras de
sueños, forjadores de “muchedumbres solitarias” y de hombres insulares
aniquilados por la masa. La verdad es, que colectividades humanas
múticas, pragmáticas, desposeídas de toda solidaridad, cuyos integrantes
tienen que vivir esclavizados por discursos y voluntades extrañas, se
edifican con propiedad sobre aquellos terrenos que muestran su infertilidad
para el lenguaje.

Cuando en una sociedad disminuye el papel del lenguaje, empieza a


configurarse una cultura del desencuentro; los tumultos sociales se vuelven
alérgicos a los contactos comunicativos y afectivos, que progresivamente
tienden al estereotipo y son menos extensos y más fugaces e
intrascendentes. Esa, parece, es la radiografía agobiante de nuestra época,
franja histórica signada por unos valores propios.

EL primero de ellos es la tendencia a la uniformidad que a la manera de una


compulsión obsesiva empuja al ciudadano al uso de formas únicas de
acción y de expresión. El fervor por los esquemas uniformes, por las modas
universales de existencia, es fomentado por los medios de comunicación.
Desde allí se proponen, siendo asumidos, con poco espíritu crítico, modelos
significativos simplificados y generales, presentados así con el pretexto de
alcanzar una cobertura general de audiencia (Ripolles, 1980); son mensajes
organizados estructural y temáticamente de una manera convencional que a
pesar de su insipidez y esqueletismo pronto se constituyen en un patrón
oficial del “buen decir”. Los mass-media impulsan decididamente la creación
de una conciencia lingüística estandarizada e inflexible que convierte la
comunicación diaria en puro ejercicio de repeticiones (Ducrot, 1990)
endeble en sus pretensiones de creatividad y sorpresa. Todo parece estar
dispuesto, desde afuera y a priori para el usuario de la lengua que
comunica.

En ese sentido, llaman la atención los resultados de una investigación


preliminar (Signum, 1990) realizada con mil estudiantes universitarios. Una
de las tareas que dicha investigación requería, consistió en una serie de
arquitecturas textuales cerradas que deberían ser armadas por los sujetos
del experimento. Por ejemplo, con ocho palabras: POLLOS, UN,
SEÑORAS, DOS, ESAS, SUPERMERCADO, EN, COMPRARON, formar
una frase sin agregar ni quitar ninguna. El 90.4% de los investigados
formaron la estructura más previsible y clásica: Esas señoras compraron
dos pollos en un supermercado.

El 9.6% restante se repartió en otras 5 alternativas cercanas, quedando 19


posibilidades de organización sin utilizar. Notoria fue la tendencia a las
construcciones uniformes. Tendencia fortificada en principio desde la
escuela. En cuanto a novedad poco asombraron las respuestas. Al variar la
tarea haciéndola más propicia para soluciones creativas, las respuestas
siguieron una línea similar. De tal forma que cuando se propuso a los
sujetos elaborar con la palabra estímulo AZUL, el enunciado que quisieran,
un 87,6% de los sujetos asoció dicha palabra con elementos extraídos de
un solo campo semántico (cielo, día, mañana, mar) estando el 12,4% en
una lista de asociaciones esperadas, confeccionada previamente.
Curiosamente con la palabra GRIS, presentada en cuarto lugar, las
respuestas fueron casi idénticas; en 85,7% se relacionaron con: mañana,
día, cielo, tarde, dejando la impresión de ser comportamientos firmemente
aprendidos y que se han reproducido generalmente quizá desde los
románticos del siglo XIX que con tanto fervor alimentaron las ilusiones y las
nostalgias de nuestras bisabuelas.

Un segundo signo de la cultura moderna que está presente en el perfil


comunicativo del hombre actual, es la celeridad o rapidez (Calvino, 1989)
con que en las sociedades contemporáneas se vive. La consigna
fundamental es ganar tiempo para poderlo perder luego en cualquier cosa.
Rapitiendas, Rapiburguer, Presto, Pronto, su llave en un minuto, su foto en
media hora, estoy de prisa, son presentaciones oficiales de ese afán
colectivo introyectado a la rutina citadina. Si a la rapidez se le une un tercer
valor moderno: la concreción o “precisión del mundo” (Hoyos, 1990), la
orden para el usuario queda completa: “sea breve, rápido y concreto” por
eso las formas seleccionadas para los actos comunicativos son entonces no
sólo las más tradicionales y esperadas sino también las más cortas, menos
elaboradas y más precisas; es decir, las que mejor ocultan cualquier asomo
de subjetividad. Sacrificado por una imposición de concreción queda el
sujeto. El discurso es emitido con pocas huellas de elementos personales y
valorativos. Al ser concreto y breve, el sujeto tiene que correr el riesgo de no
identificarse con su palabra lo que al tiempo significa no encontrarse a sí
mismo en lo expresado.

Un cuarto elemento definido de los tiempos modernos y de su crisis es la


superficialidad y tiene que ver con un apego vigoroso a las circunstancias
externas, periféricas, aparentes y episódicas de la realidad en perjuicio de lo
más profundo e histórico de ella. Se nota, ciertamente, una atención
desmedida por la anécdota (Bravo, 1989) frente a un desinterés general por
su trasfondo causal. Esa forma de percibir y de estar en la vida, describe
una cultura progresivamente más liviana, volátil y desechable. El culto más
que al oro, al brillo mismo, insinuado por la industria cultural (editorial,
cinematográfica, publicista, discográfica) está probablemente creando un
clima desfavorable para la recepción de contenidos. Puede estarse
generando en el hombre moderno una merma comprensiva importante; de
ahí que enunciados construidos con alguna dificultad semántica, son
decodificados con más frustración que éxito. Las malas comprensiones de
textos con inversiones semánticas, con comparaciones múltiples, con
dobles negaciones, evidenciadas en la investigación de SIGNUM antes
reseñada, son un testimonio de los tropiezos comprensivos de nuestra
población letrada, a cuya muestra se le presentó el siguiente párrafo:

“Solamente las personas que no tengan un primer apellido con un número


tal de letras que al restársele 5 no dé un número impar, no recibirán una
bonificación de $5.000”.
A la pregunta ¿cree usted que recibirá la bonificación?, las respuestas
emitidas – luego de diez minutos de análisis- mostraron un 17.8% de
acierto. La dispersión de las soluciones y la debilidad con que se
argumentaban las mismas, certificaron que las respuestas eran más
azarosas que razonadas. En un ejercicio posterior, a los mismos sujetos se
les pasó un nuevo texto:

“Los psicólogos han demostrado que las mujeres boyacenses son menos
infieles y más decididas que las costeñas quienes a su vez son un poco
menos fieles pero más indecisas que las bogotanas”.

Y se les formularon dos interrogantes:


1) ¿Quiénes son las menos fieles?, y 2) ¿Quiénes son las más indecisas?
Luego, de los mismos diez minutos, el nivel de acierto sólo alcanzó un
31.6%, lo que de alguna manera indicaba un rendimiento deficitario en
tareas de recuperación de significados. Si se tiene en cuenta que la
habilidad que permite al ser humano enfrentar sin riesgo esas pruebas, se
adquiere iniciando la segunda década del desarrollo cognoscitivo (Piaget,
1979; Luria, 1983), los resultados obtenidos adquieren una dimensión
alarmante. La pregunta que había que contestar es, si se trata de una
habilidad no adquirida o, por el contrario, atrofiada por el influjo social.
Cualquiera que sea la respuesta, el fenómeno está vinculado causalmente
con las cada día más reportadas insuficiencias lectoras y académicas de
nuestra población escolar y profesional. Sin duda, la fragilidad comprensiva
también se robustece con la persistencia de la práctica educativa ortodoxa
en mantener a los estudiantes alejados de toda actividad inferencial. Sigue
orientándose al hacer pedagógico por predicados, en extremo formales, que
poco favorecen el despliegue de las potencialidades cognoscitivas
humanas, dando como resultado la formación de mentes amaestradas para
lo “fácil” e inermes para la resolución de tareas conflictivas.

La limitada motivación para la literatura, unida al poco gusto por aquel cine
que obliga más a esfuerzos de la razón que de los sentidos y al desafecto
casi colectivo por el arte, son muestras preocupantes de cómo a la vida
moderna se le ha rebajado su dimensión simbólica; son, igualmente,
señales evidentes de un posible caso de patología semántica masiva y son
una reafirmación de la incesante progresión social hacia la existencia
unidimensional presagiada desde comienzos de siglo por la filosofía
occidental.

Todas las características de la modernidad comentadas, están provocando


un estado de incomunicación general. “No decir”, “no pensar”, “no
comprender”, son incompetencias elevadas socialmente a la categoría de
normas. Los espacios urbanos parecen diseñados para ello, para torpedear
el cruce de palabras. La vida moderna circula mucho tiempo en reductos en
donde ni siquiera se entrelazan los silencios. Esa es la propuesta del
progreso, tentadora por sus ventajas en economía y eficiencia. El uso
versátil y gozoso de la palabra no es la manía más notoria en este milenio
que termina; en él se presencia cómo con la palabra se ahogan las ideas y
los sueños. La incomunicación moderna representa el indicio más
convincente de que una nueva “peste” nos castiga. Da la impresión de

“…que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que


más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje
que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez,
como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más
genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas
expresivas, a apagar cualquier chispa que brote con nuevas circunstancias”.
(Calvino, 1989)

Con la peste del lenguaje se amplifica el catálogo de nuevos males del siglo
XX que incrementan la disarmonía entre el hombre y su mundo. Aquél, en
éste, se autoexperimenta mutilado, disminuido y distante con relación al
mundo y a sí mismo, produciéndose así lo que Manfred Max Neef ha
denominado “las patologías sociales”: falta de identidad, de imaginación, de
entendimiento y de libertad; carencias que estamos convencidos son
generadas por una actividad comunicativa imperfecta. Trasladadas al plano
de la comunicación las patologías sociales asumen cuatro variantes
esencialmente distintas pero conectadas entre sí por un rasgo común: todas
alertan acerca de una involución de lo humano hacia el plano de la
concreción y el automatismo animal. Todas advierten acerca de las
dificultades que tiene el hombre actual para escapar del control externo y
garantizar su autonomía.

La primera forma de desorden sociocomunicativo es la adinamia discursiva


establecida preferentemente en sujetos con rutinas rígidas, susceptibles por
ello a aceptar con menor resistencia las prohibiciones veladas de la cultura.
La adinamia se refleja en un desaliento creciente para el diálogo, una falta
de iniciativa para correr riesgos conversatorios (en la conversación adoptan
una posición de réplica) aunada a una reducción de la acción voluntaria
general debida a la insuficiencia de los esquemas verbales de mando
interiorizados. Personalidades sedentarias, conformistas y adaptadas más
para la repetición y el consumo que para la creación, enseñan en su
funcionamiento discursivo por lo general un alto nivel de adinamia.

Una segunda variante de patología sociocomunicativa, provocada por la


peste del lenguaje, es el estilo protolingüístico. Se trata de un infantilismo
expresivo cada día más típico de la comunicación moderna; mensajes
recortados puestos en estructuras sintácticas simples; organizaciones
sintagmáticas con pocos conectivos lógicos; frases tematizadas
elementalmente y con notoria dependencia del contexto. Las anteriores son
características de un uso restringido de los códigos comunicativos más
cercanos a etapas iniciales de desarrollo ontogentético que a la actividad
expresiva adulta en la que dichos rasgos están encontrando un uso
frecuente.

Como tercer grupo de sociopatologías discursivas están las disminuciones


comprensivas o patosemias. Tales alteraciones pueden manifestarse a la
manera de lentificaciones en el proceso de decodificación de significados y
de sentidos ó, en caso más severos, como una verdadera imposibilidad
para lo mismo. Las dificultades para la producción de significados estarían
también incluidas en este grupo. Tanto, si está el desorden en la
comprensión como en la emisión de significados, el patosémico es un sujeto
con averías relacionales importantes e incapacitado – parcial o totalmente –
para el goce simbólico.

La poesía, el chiste, el graffiti, el cine, los textos semánticamente complejos,


quedan por fuera de la zona de influencia del patosémico.

La patosemia puede derivar en una verbofobia específica o en una


signofobia generalizada siendo evidentes en dichos casos, ciertas
reacciones comportamentales catastróficas, conductas de evitación y
escape, negaciones del conflicto y respuestas ansiosas registrables
dérmicamente. Las sociopatologías discursivas descritas son cuatro aristas
de una misma “peste” que prueban que en una sociedad de consumo
también el hombre se consume. Son, el costo del progreso y de la
tecnificación de la vida, propósitos tal vez contrarios al bienestar espiritual
del hombre.

Ahora bien, si hombre y signo son la misma cosa desde Cassirer se afirma:
si “mi lenguaje es la suma total de mí mismo” como Pierce (1980) insistía,
“la peste del lenguaje” representaría la agonía del hombre. Con el lenguaje,
por el lenguaje, en el lenguaje, el antiguo primate se convirtió en el único
homínido simbólico e inteligente. Hace algo así como cuarenta mil años
empezó a escribirse en los códigos bioneurogenéticos que el hombre sería
el mejor – por no decir el único – animal capacitado para buscar su libertad;
sólo él tendría una facultad y una conciencia lingüísticas que lo separarían
radicalmente de sus parientes filogenéticos. Ahora, al borde de un nuevo
milenio, poco a poco el hombre se está quedando sin argumentos para
mantener en el exilio de la selva o en la marginalidad del zoológico a sus
familiares cercanos. La “peste del lenguaje” entraña una sensación de
regresión deshominizadora que implica para el hombre pérdida de libertad y
de dominio por angostamiento de sus habilidades más definitorias.

Un ser humano para quien el sin sentido y la metáfora son esquivos, es un


ser vencido por la lógica oficial, aquella que nos presiona para sólo creer en
lo que vemos, pero que nos soborna todo el tiempo para dudar de lo que
imaginamos. La ambigüedad, el equívoco, la polisemia y el hablar
sorpresivo son derechos conquistados por el hombre cuando consiguió para
su especie una condición erguida y digna. Ceder esos derechos significa
para el hombre conformarse con la curva descendente de su
desconocimiento y decadencia.

El operador de la lengua, en nuestra cultura, es un sujeto de discursos


imposibles. Es un ser sujetado a los mandatos dictatoriales de la ideología.
Una misión liberadora se impone a los científicos sociales comprometidos y
especialistas en el lenguaje y la comunicación, la de trabajar por la
redención de la palabra. Para cumplir con tal cometido debe emprenderse
desde las ciencias del hombre una tarea solidaria que cambie la razón
monogal imperante en la dinámica moderna, por una razón participativa y
comunicante. Al reintegrarle a la palabra su magia y su destino, la
resolución de las crisis básicas del hombre occidental será menos utópica.

A los responsables pedagógicos les compete aceptar definitivamente que


tanto la rutinización basada en estrategias de repetición y ejercitación
memorística como las prácticas educativas descontextualizadas y verticales,
nos ahondan más las dependencias y nos subraya más la soledad. Se hace
necesario combatir “la peste el lenguaje” desde una pedagogía sostenida
por las reglas de la acción comunicativa (Hoyos, 1990). Dicha pedagogía
tiene como requisitos la inferencia y no la copia; la argumentación del saber
y no el registro pasivo de la información; la confrontación discursiva y no la
asignación dogmática de verdades. Urge una pedagogía “problémica” para
que desde el aula el hombre encuentre un “clima” en donde le sea menos
fácil creer que descubrir.

La psicología, por su parte, tiene que comprender que el estado de


sujetación del hombre moderno denunciado en el pasado por los teóricos,
se ha acentuado considerablemente dando lugar a una subextensión del
campo de disponibilidades discursivas que cada hablante, dentro de cada
cultura, dispone para comunicar. La alienación, y las propias represiones
ganadas en el interjuego social, son las dos fuentes de los sesgos
discursivos; entre lo que la una prohíbe y lo que la otra bloquea, poco
espacio le queda al hablante para ejercer su libertad. Al ser en cada instante
más fuerte (represión y la alienación), el sujeto psicológico situado en la
posición de locutor, incrementa su papel de sólo repetidor de guiones
culturales e interpretador de conceptos públicos desarraigantes. El usuario
de la lengua que se cree dueño de su decir, autor genuino, queda
desenmascarado como un simulador, “lo que creía relato objetivo pasa a ser
ficción, novela familiar, mito individual” (Braunstein, 1982) de tal manera que
hablar, como Lacan (1973) lo enunciaba, no es otra cosa que “abrirse a las
incomprensiones, mover el aire para transmitir significados convencionales
y sentidos preconcebidos… decir siempre lo mismo”. El compromiso
prioritario de la psicología científica tiene que ver indudablemente con la
disminución del extrañamiento del hombre moderno induciéndolo a que se
asome al conocimiento de sus inautenticidades.

También – y con mayor razón – a la terapia del lenguaje, fonoaudiología le


obliga una apertura. Los silencios del hablante junto con sus palabras
extraviadas y sus sentidos no captados, tienen que estar explicados dentro
de las fronteras conceptuales y contemplados por los programas de trabajo
de esa profesión. La apertura implica también a los usuarios de los servicios
de la terapia del lenguaje; entre ellos tenemos que estar incluidos todos
nosotros quienes por pertenecer irremediablemente a una cultura
cosificante, sentimos amenazados los niveles de bienestar humano y
comunicativo. En los cubículos hospitalarios son muchas las personas que
reclaman la asistencia del profesional en terapia del lenguaje; ellas, sin
dejar de ser importantes, siempre serán menos (y sus llamados
probablemente menos urgentes) que las otras, las que asistimos a la
fábrica, a la escuela, a la universidad, a la vida, desventajados
comunicativamente y por ello vulnerables a más de una frustración. Con
estas personas la terapia del lenguaje tiene desde ya, además de un
compromiso, un desafío.

De la calidad e intensidad de los programas con que los responsables


sociales enfrentemos la “peste del lenguaje” dependerá que la felicidad y la
dignidad humanas, tengan en el próximo milenio una nueva oportunidad.

 
 
[1] Psicólogo, Universidad Nacional. Licenciado en lingüística, Universidad
Distrital. Magíster Instituto Caro y Cuervo. Docente universidad Nacional.
Universidad Distrital, E.A.N., Corporación Universitaria Iberoamericana,
INPI.

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