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La imagen que siempre le conmovería en medio de toda esa barahúnda de sentimientos

contradictorios, y que perduraría hasta el fin de su estadía en la ciudad del sol, habría de ser la del
esplendoroso paisaje urbano a orillas de ese colchón acuoso de color azul petróleo que es llamado
Mar Caribe. La experiencia de mirar por primera vez—desde la ventanilla de un avión que va
perdiendo pies de altura en busca de su pista de aterrizaje—las playas más golpeadas por los vientos
del trópico, de recibir la bendición –o quizá la maldición- de un nuevo suelo, no habría de pasar
desapercibida nunca en su vida aunque fueran incontables las personas que en algún momento
hubiesen tenido qué pasar por la misma circunstancia: arribar a Miami por primera vez, divisar
desde lo alto el inconmensurable mar a punto de tragarse los edificios de oficinas y hoteles con una
insignificante bocanada, derramar alguna lágrima como producto de un recuerdo furtivo de su tierra
natal que de golpe volvió al corazón, y finalmente aterrizar en el Aeropuerto Internacional de
Miami con esperanzas de comenzar un nuevo período en su corto ciclo de vida. Cuántos
inmigrantes no habrían pasado ya por esa situación, y cuántos también no lo habrían podido
superar. Casi todos, sería la respuesta, teniendo en cuenta la gran cantidad de recién llegados que
luego no cumplían su cita con el deber de turistas en el aeropuerto el día en que la embajada
americana había asignado por reglamento su salida. Aunque si de cantidad de inmigrantes ilegales
se fuera a hablar en este momento, en eso Nueva York siempre ganaría en la estadística, y ahí
entonces el tema queda cancelado. De todas formas, no importando el número de advenedizos que
viven circunstancias similares a la hora de la llegada a cualquiera de las ciudades de la tierra de las
oportunidades, a María Rodríguez le impresionó por un breve lapso de tiempo el contraste entre lo
natural y lo artificial; entre lo divino y lo terreno, lo majestuoso al lado de lo intrascendente que
sólo resulta ser solemne para la débil raza humana. Y entonces ahí, justo cuando el avión volaba
sobre la bahía de Biscayne, aproximándose a las playas de Miami, antes de buscar su ruta al
aeropuerto, ella pudo darse cuenta de que definitivamente no somos nada. Inconscientemente estaba
ratificando el nombre de la ciudad derivado de un término tequesta del pueblo amerindio que quiere
decir en español “agua grande”, seguro refiriéndose al lago Okeechobee, a 65Km al noroeste de
West Palm Beach. Y corroboró su pensamiento: “no somos nada”. Pensó que si el agua no ha
intentado absorberse a la ciudad es porque no le ha interesado indigestarse con tanto asbesto y tanto
cemento. Ya se ha dado el caso de que en otras partes el mar ha irrespetado a la tierra adentrándose
en sus dominios y sus montañas secas, arrasando cuanta criatura viviente y cuanto invento humano
ha encontrado a su paso, pero al parecer, el bocado de Miami es todavía un manjar suculento de
vientos huracanados con brisa de mar que llevan en sus entrañas la fuerza de la destrucción que el
mismo océano no ha querido perpetrar en estas hermosas costas, y que por el bien de la humanidad
y la belleza, ojalá nunca lo haga. No obstante, piensa María en medio de alguna invención poética
que se le desprende de una nostalgia que trae envuelta desde su tierra, que el hombre es como la
serpiente que sedujo a Eva a comer la manzana hasta el punto tal que si el animal rastrero hubiera
tenido manos, se la hubiera puesto en la boca para que mordiera la ira de Dios. Así estaban Miami y
todas las ciudades costeras que después conocería a lo largo de su vida: seduciendo al mar,
construyendo esos lujosos y confortables hoteles casi sobre la misma arena de la playa, tentando a
la brisa marina con edificios de espectacular acabado como para que esa brisa después los acabase
cuando se enfureciera y se transformara en ciclón, Dios no lo quiera. Todavía hoy, a pesar de haber
visto muchas de estas capitales con imponentes edificaciones que parecieran tener los cimientos en
la propia playa, no se explica cómo es que en Miami, y en casi todas las metrópolis que limitan con
una extensa franja de agua, desafían a la naturaleza acuática con semejante cercanía entre lo que es
el mar y las residencias que se supone, deben estar en tierra firme. Nada qué hacer, pensó María,
porque tal parece que en la repartición de tierras, a las ciudades portuarias les correspondió la tierra
profunda y mojada del mar, y por eso ahora no le extraña que incluso construyan sobre la propia
agua. Solamente al principio le pareció extraño, como se ha dejado en claro, porque fue la primera
vez que asistió al espectáculo volando sobre la bahía. Y aunque muchas veces esta joven capitalina
del altiplano colombiano había ido a pasar sus vacaciones a la costa caribe, había recorrido con
pasos saltarines la ardiente arena de Cartagena, disfrutado de la tranquilidad pasmosa del mar en
Santa Marta, bebido agua de coco en San Andrés y bailado reggae en Jamaica y en Aruba, no había
tenido antes la posibilidad de estar en Miami a pesar de que siempre tuvo su visa vigente para
ingresar a los Estados Unidos y de que su padre, ya curtido de sol y playa en Miami, fuese uno de
los residentes más importantes en el ámbito del centro financiero e industrial, que ahora, en alguna
ventanita de esas que ella divisaba desde la altura, estaría firmando un importante contrato con una
multinacional de La Florida al tiempo que levantaba el auricular del intercomunicador para
preguntar a su secretaria en qué vuelo llegaría su hija.
Cinco minutos antes de aterrizar, se había olvidado del verdadero motivo por el que estaba
llegando a Miami, a la residencia de su padre, ya que la visión de la maravilla natural frente la
ridiculez humana la había asaltado de momento y había surtido en ella una especie de sedante. Eso
es lo primero que recuerda de Miami cuando se le pregunta muchos años después que qué ha sido lo
que más le ha impactado. La respuesta, tan obvia como inesperada, no suele causar el efecto
conmovedor que en ella causó esa tarde, talvez porque la gente no está tan cargada de sentimientos
como lo estuvo ella cuando divisó a Miami por primera vez; talvez porque hasta ella misma no se
dio cuenta en sus tantos viajes de vacaciones a las playas, que existe un mar gigante que además de
servir de distracción a los bañistas, puede servir para inspirar sentimientos y temores, o como en el
caso de ella, para encontrar consuelos momentáneos que no duran más de cinco minutos, porque es
ahí cuando la luz naranja de la cabina se enciende, y una voz de azafata intentando un acento
neutro, aunque dejando descubrir en su modulación alguna que otra dicción bogotana, advierte que
es hora de ajustarse los cinturones, que ya están próximos a aterrizar.
Muchas veces los elementos que inspiran a los poetas a realizar las más grandes proezas líricas son
simples artilugios de índole terrenal o divina como una palmera desvencijada, un ave de rapiña, un
gélido satélite, una sofocante estrella, una solitaria cantera de agua, una ovalada esfera, o un
desaliñado ser de trenzas largas, pero lo que sucede es que ellos no lo miran con los ojos frívolos de
la humanidad, sino con los mismos ojos con que María, conmovida por el infortunio de su pasado
cercano, había divisado la ciudad con fama de ser la más feliz de los Estados Unidos, tan distinta a
esas otras ciudades níveas y grises en las que el invierno dura casi nueve meses y el verano arde por
tres meses sin sosiego. Y a pesar de todo, la tristeza a María se le notaba, no en los ojos, como se
notan todas las tristezas, sino en el alma, porque siempre procuró no dejarla ver de nadie, ni de su
propio padre con el cual mantenía una relación de tanta formalidad y a la vez de tanta discrepancia.
El verdadero motivo de su llegada, entonces, no fueron las vacaciones de fin de año, ni el premio
por haber ganado el semestre en la Universidad Nacional de Bogotá a pesar de que su padre tuvo
siempre el deseo y la capacidad económica de sobra para matricularla en la Universidad Javeriana;
ni tampoco el motivo fue realizar una visita a su padre para limar las asperezas que la distancia crea,
o con el ánimo de restituir los lazos de sangre. Eso sería lo que una joven de veintidós años como
María ya no haría en estos tiempos con la misma facilidad con que lo haría en otros tiempos; o sería
acaso porque en ella y en sus contemporáneos de principios de siglo ya es más difícil que las
lágrimas afloren por motivos familiares. No, el verdadero motivo de su llegada a Miami no era más
que el de encontrar un refugio seguro al lado de su padre en donde la violencia de Colombia y las
amenazas a ella y a su familia no la siguieran persiguiendo.
Afortunadamente ahí estaba su padre, don Diego Rodríguez, el doctor Rodríguez para algunos, el
solvente señor Rodríguez que había embarcado a María en esta situación oponiéndose a la voluntad
de su hija. Pero lo primero era proteger a María, no dejar que por su culpa volviese a ocurrir un
percance similar, o peor. Lo cierto es que María apenas iba a recuperar su vida, a volver a ser ella
misma, y su padre estaría ahí para apoyarla. Por eso hizo que se reuniera con él en Miami; porque
pidió asilo para ambos, y por su puesto, como el doctor Rodríguez gozaba de una gran prestancia
ante las autoridades del país, le fue concedido casi de inmediato. Por lo pronto María estaría a salvo,
y él tendría qué solucionar lo del problema de seguridad para poder regresar a Colombia algún día;
para recuperar, incluso, el prestigio de sus empresas colombianas ante la comunidad de industriales
norteamericanos, para que volvieran a invertir en su país.
María acababa de ser liberada por las autoridades colombianas de un penoso cautiverio de diez
meses, y tanto ella como su padre y su hermano estaban amenazados de muerte por un enemigo
todavía desconocido. La madre había sido secuestrada junto con ella, pero su cabeza fue el duro
precio ante la negligencia de don Diego Rodríguez para pagarle a los secuestradores una irrisoria
suma, y peor aún, por haberse puesto en contacto con las autoridades e intentar un rescate del que
sólo se salvó la hija. Él perdió a su esposa y María a su madre. Ambos sabían que lo que les
esperaba en adelante sería un doloroso proceso de duelo y aceptación de los hechos; un tanto más
doloroso para ella, que tendría qué adaptarse a una nueva forma de vida. Antes del secuestro, María
lo tenía todo: amigos, rumba, placeres, paseos, universidad, carro, apartamento propio, libertad,
vida de niña rica y consentida por un padre que tuvo el infortunio de ser adinerado a raudales.
Después lo perdió todo. Perdió su madre, las buenas relaciones con su padre, sus amigos, sus lujos,
su seguridad, su libertad, y ahora que el avión aterrizaba en el aeropuerto de Miami, había perdido
su patria y no sabía si era para siempre.
Las llantas del tren de aterrizaje golpearon con estruendo el duro pavimento de la pista. A
diferencia del vuelo, el aterrizaje había sido turbulento, sucio. Los pasajeros se aferraron a los
bordes de sus sillas y llegaron a pensar por una fracción de segundo que la muerte los habría
sorprendido cuando estaban a punto de culminar. Sin embargo, no hubo ningún pronunciamiento de
la cabina de mando, y el avión poco a poco fue deteniéndose hasta que la voz femenina informó con
satisfacción que el viaje había finalizado exitosamente. Los cinturones de seguridad liberaron los
cuerpos tensionados, el estiramiento de todas las articulaciones para irrigar con sangre las zonas
encalambradas fue unánime. Después llegaron los suspiros colectivos, un ruido de compuertas
abriéndose y de pies arrastrándose. En menos de un minuto, la fila de turistas ansiosos por tener
contacto con la ciudad del sol, se prolongó a lo largo del pasillo del avión. A María no la asaltaba
ninguna prisa; cualquier momento sería propicio para bajarse del avión: seguramente nadie la
esperaba en el aeropuerto, y no le concernía ningún interés turístico, ni mucho menos ningún deseo
de cumplir el gran sueño americano.
Tal como lo supuso, apenas respiró el aire de la sala de ingreso, notó a través de los vidrios que la
cara adusta de su padre no estaba por ningún lado, entre tantas caras sonrientes que lanzaban
saludos a sus parientes o amigos que acababan de llegar, pero ella ya lo presentía, y de hecho lo
esperaba. Don diego le había advertido telefónicamente que haría todo lo posible por recibirla en el
aeropuerto, pero en caso de que no alcanzara a llegar, enviaría a su chofer particular, para que
llevara a María al apartamento y allí lo esperara. A ella le pareció otra demostración arrogante de la
falta de tiempo de un hombre para con su propia hija, y que en lugar de esperar, hace que lo
esperen, pero ya se había acostumbrado que así era su padre y no tenía remedio. Mientras miraba a
través del ventanal largo que separaba la sala de ingreso con una de las salas de espera, tratando de
adivinar quién sería el chofer que la estaría esperando, la voz de un agente de inmigración la sacó
de su letargo porque era la siguiente en la fila para mostrar el permiso de entrada. El hombre recibió
los documentos de María y se cercioró minuciosamente de que todo estuviera en orden: pasaporte
en regla, visa vigente, fotografía correspondiente, sellos auténticos. La nacionalidad colombiana de
esta joven de nombre María Rodríguez era un motivo más que justificado para que le examinara sus
papeles con una cautela que rayaba mas bien en la desconfianza. No le importó en lo absoluto a
pesar del esbozo de incomodidad que mostró ella. Ese era su trabajo, y por más presentable y
atractiva que se viera la extranjera, por más clase y finura que aparentaran esos ojos altivos y esa
piel mestiza orgullosa de su raza, tenía qué prestar especial atención en la inmigrante cuyo
pasaporte advierte un origen colombiano. No era discriminación, era prevención. Pero al parecer
todo estaba en orden, así que sin hacer mayor aspaviento, le devolvió los documentos a María, la
miró directo a los ojos y le pronunció la frase sórdida de bienvenida en un tono a regañadientes; en
un idioma inglés con acento español, o viceversa: “Welcome to the United States, bienvenida”.
“Gracias”, respondió ella a sabiendas de que de todos modos el oficial le entendería, y porque
tampoco vio razón para cambiar su lengua en la capital latina de los Estados Unidos. Allí casi todo
el mundo habla español, o por lo menos entiende lo que le dicen. De hecho, ni siquiera se había
sentido en otro país cuando a su alrededor escuchaba las palabras sueltas de las conversaciones de la
gente; palabras con acentos caribeños, anglosajones, sureños, de todas partes, pero siempre palabras
en español. María pocas veces se mostraba reacia a los cambios, pero en cuestión de idioma, en
principio, no quiso transigir. Solamente mucho tiempo después, cuando retomó sus estudios de
derecho en la universidad, adquirió el hábito de comunicarse en inglés con sus compañeros latinos,
y no tuvo ninguna necesidad de tomar más clases, pues el idioma extranjero siempre fue una de sus
cátedras favoritas desde que tenía trece años, justo cuando se había convertido una pequeña
burguesa que añoraba el modus vivendi del país del norte en detrimento de su propia cultura, y se
preocupaba más por aprender inglés, escuchar baladas americanas, comer hot dog’s y mascar chicle
que por aprender de la historia patria. Ya cuando comenzó a sentir amor y dolor por lo propio,
cuando en la Universidad Nacional conoció la concepción anti yankee que luego la dominaría hasta
el cansancio, cuando la rebeldía afloró en las postrimerías de su adolescencia y la enfrentó con su
padre, fue cuando pudo ver la vida de otra forma, y entonces retardó su viaje a los Estados Unidos,
y pospuso las vacaciones a Orlando, y dejó que sus padres y su hermano conocieran primero que
ella, porque tan entregada como estaba a las causas universitarias de sus compañeros, comprendió
que a pesar de haber vivido tan cómodamente su juventud, la realidad de su país era muy distinta, y
ella, en sí misma, también era distinta a su manada.
En la sala contigua le entregaron parte de su equipaje, no sin antes haber soportado otra revisión
exhaustiva a manos de otro dependiente de inmigración. Ya comenzaba a notar ciertas miradas de
recelo a pesar de que hasta ese momento sus pensamientos se habían ensimismado en los
acontecimientos más recientes y dolorosos de su vida. Ya las miradas eran directas y sostenidas. Si
eso percibía ella, que por su presencia intachable no debía dejar duda alguna de que era una buena
persona, se preguntó cómo tratarían a los tantos compatriotas suyos que arribaban cada día a los
aeropuertos internacionales sin los altos pergaminos que ella ya tenía y con la necesidad
reflejándoseles en la cara. Le entregaron el equipaje con las cosas revolcadas por dentro, le
señalaron la puerta de salida, y ella al fin pudo darse cuenta de que estaba más sola que nunca, en
un territorio al que le tenía cierta animosidad, esperando ver un padre que pocas veces fue padre y
dependiendo de él, como siempre odió hacerlo, porque sólo él sería el dueño de su presente y su
futuro. “Si no estoy ahí, no hagas nada, sólo espera”, recordó que le dijo su padre por teléfono
cuando aún estaba en el aeropuerto de Bogotá ultimando los detalles de su viaje y su reencuentro
con él. Así que se acercó a una silla, puso allí sus dos maletas, y se sentó a esperar. Pasados veinte
minutos, al ver que ni su padre ni el chofer aparecían, pensó en abordar un taxi y darle al conductor
la dirección del apartamento de su padre que tenía anotada en la agenda, pero también en Miami se
corría el riesgo de dar con uno de esos taxistas latinos que se la llevarían de paseo por las autopistas
de la ciudad al ver que ella no conocía, y se pondrían a darle vueltas sin que se diera cuenta, sólo
para cobrarle una tarifa que correspondiera a un recorrido de distancias desmedidas, igual que en
Bogotá.
Mientras esperaba, hombres y mujeres pasaban presurosos a su lado: turistas venidos de su país
con atavíos exagerados, con sus cámaras fotográficas terciadas en los cuellos para inmortalizar el
primer momento de las vacaciones; también niños bulliciosos y numerosos iban de un lado para
otro con sus padres, y algunos dependientes preocupados ante el aumento repentino de trabajo. Los
vendedores de las boutiques se levantaban con presteza apenas ingresaban potenciales compradores
a sus establecimientos; en el mall de comidas se escuchaban como un solo crepitar el golpeteo de
los cubiertos contra los platos, y ya los meseros parecían no dar abasto ante la avalancha de pedidos
que se les vino encima. El aeropuerto estaba en su hora más agitada. Era la hora del almuerzo, y los
viajantes de algunos vuelos retrasados habían atestado los bares, cafeterías, restaurantes y
almacenes del aeropuerto. Los agentes de seguridad que estaban a treinta metros se alertaban con
disimulo y parecían abarcarlo todo con la mirada tras sus rayban oscuras. María era otra más en
medio de aquel gentío incontable, y no despertaba en nadie la más mínima señal de atención.
Acostumbrada como estaba en su país a no pasar desapercibida, a suscitar la admiración de los
hombres y la envidia silenciosa de las mujeres, se llevó la primera decepción cuando se dio cuenta
de que nadie reparaba en ella y cada quien se ocupaba de sus propios afanes en uno de los
aeropuertos más congestionados del mundo. Ya tendría qué enseñarse poco a poco a verse a sí
misma como alguien de mediana importancia, a no acaparar sentimiento alguno por su cálida
belleza exterior, a ser otra incógnita en aquel espacio lleno de seres con preguntas sin respuestas. Si
a través de su padre no obtenía el favor categórico de ser princesa en tierra de extraños, sería muy
difícil para ella la anulación de su propio ego. Miami ya estaba lleno de princesas y diosas
aclamadas por la desquiciada mayoría que se encargó de ponerlas a reinar en los palacios de la
modernidad, las conocidas mansiones de Miami. Una extranjera universitaria con padre rico no iba
a hacer jamás la diferencia por muy presumida que fuera.
Solamente alguien había advertido su presencia, y ya se dirigía hacia donde se encontraba la
recién llegada. Era el chofer del padre de María, un cubano de piel achocolatada y rasgos tan
latinos, que a María le pareció improbable que estuviera en Norteamérica. Su nombre era Miguel, y
era hijo de uno de aquellos refugiados cubanos con poder adquisitivo que en la década de los
sesenta conformaron la más grande comunidad de cubanos en el sur de La Florida: “la pequeña
Habana”, y que incluso en las tardes de ocio se sentaba con sus compatriotas a jugar dominó en el
parque Máximo Gómez y a despotricar el régimen de Fidel al tiempo que rememoraban el olor a
tabaco y ron de su Habana del alma. Pero el cambio de escenario y la falta de elementos de juicio
para afrontar la economía en un territorio desconocido, hizo que el padre de Miguel se comiera su
capital sin haberlo puesto a producir en una actividad rentable en la ciudad, lo que desencadenó una
mala situación económica que terminó por convertir a Miguel en un modesto conductor personal
que prestaba sus servicios, no para un americano, como hubiese sido previsible, sino para otro latino
sagaz que sí supo invertir en una economía que en algún momento se preció de ser la mejor del
mundo, y que aún hoy, aunque ya no lo fuera tanto, todavía se seguía lucrando de su pasado
prestigioso.
Miguel no dudó en abordar a María, con la seguridad que era la hija del patrón. Las señas no
podrían haber fallado, pues don Diego le había hablado de su hija como si se estuviera refiriendo a
la octava maravilla. “Es una princesa mi muchacha”; y aunque Miguel había pensado que su patrón
exageraba, comprobó por sí mismo que el amor de padre había ido más allá: le pareció que
realmente María, con sus ojos tristes de almendra, el color híbrido de su piel, y la delicadez de un
rostro que parecía fabricado en molde, era un tributo a la belleza femenina; al tiempo que irradiaba
una luz atrayente e inevitable para un hombre enamoradizo como él. Si su abuela, amante por
tradición de las artes esotéricas, la hubiese visto, diría que María llevaba el aura limpia. Sin
embargo, toda la buena energía de la muchacha tuvo qué ser esfumada por el respeto implacable
que le tuvo Miguel a sus superiores, especialmente a don Diego que había sido tan bueno con él. De
modo que ese respeto lo hizo también extensivo a la joven María cuando se identificó en el
aeropuerto tendiéndole la mano.
—Buenas tardes, señorita María. Me llamo Miguel Martínez. Su padre me envió aquí para
recogerla. Dice que lamenta no haber podido venir a recibirla, pero es que se encontraba ocupado
resolviendo un asunto.
En ese momento María se asustó. No lo había visto, pero al voltear su cara entendió que
nuevamente su padre se excusaría de su deber con alguna junta importante. Le respondió el saludo
al chofer, y se presentó con su nombre.
—Mucho gusto, Miguel. Soy María—sonrió.
—Permítame le llevo las maletas—continuó Miguel sin esperar respuesta. Cogió el equipaje y le
hizo una seña para que lo siguiera.
—Gracias, Miguel—le respondió María, apenas advirtiendo que en adelante tendría qué entenderse
más con los empleados de su padre que con él mismo. Siguió al chofer por el pasillo amplio que
comunicaba con la salida hacia los parqueaderos. Mientras caminaban se terminaron de conocer.
—¿Qué tal el viaje, señorita?—le preguntó Miguel.
—Bien, gracias. Un poco turbulento al final, pero aquí estoy.
—Don diego me ha hablado mucho de usted. Está muy contento por su llegada—agregó Miguel
para buscarle continuidad a la conversación, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones de su
patrón: “Hágamela sentir muy bien, convérsele, cuéntele cosas de Miami. Que no se sienta sola”.
—No se imagina lo dichoso que se encuentra el patrón. Ha estado esperando verla desde que…
bueno, usted sabe, desde lo que le pasó a usted.
María lo miró fijamente a los ojos. Miguel sintió el reproche cayéndole como lluvia ácida.
—Discúlpeme—dijo—, no quise hablarle de eso, pero es que su padre me contó que…
—No tiene por qué disculparse—lo interrumpió María—. En mi país no es nada raro un secuestro.
Eso pasa todos los días, y a mí me tocó. Qué le vamos a hacer.
—Pero no se preocupe, que aquí lo va a poder superar, ya va a ver. Su papá va a estar con usted
ahora, y eso es lo que cuenta. El patrón va a hacer todo lo posible por que usted se sienta bien
Apenas llegaron al parqueadero, María pudo adivinar cuál era el auto de su padre sin que Miguel
se lo hubiera dicho. Un Rolls royce color azul oscuro estaba aparcado en uno de los últimos
lugares del estacionamiento. Aún así, el vehículo sobresalía de los demás por su lujosidad y
belleza. Con mucha discreción, Miguel abrió el compartimento del baúl, puso con delicadeza las
maletas, y lo cerró. Abrió con galantería la puerta del copiloto y permitió a la hija del patrón que
se subiera sin que mediaran con una sola palabra. Ella sería, a partir de ese momento, su nueva
jefe, seguro porque don Diego colocaría su auto a disposición de su pequeña consentida.
El aroma que se respiraba dentro era el mismo olor a espuma revuelto con ambientador, típico de
los autos nuevos. Apenas el conductor giró la llave del contacto, un pequeño ruido, casi
imperceptible, y quizá hasta agradable, se escuchó como la prueba real de que el auto estaba
encendido y que podía desarrollar en cuarenta segundos los ciento ochenta kilómetros por hora. El
aire acondicionado y la suavidad de la cojinería le dieron a María la sensación de descanso que no
tuvo en las anteriores cuatro horas de vuelo. Se acomodó a sus anchas y creyó entonces que
renacía de un sopor. Hacía tiempo que María no se subía a un auto tan impecable y tan majestuoso
como aquel. En los diez meses de cautiverio, lo mejor que había probado era un campero Land
Rover modelo setenta que sus captores utilizaron varias veces para cambiarla de sitio.

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