Es un enorme error histórico el suponer que las guerras de
independencia tuvieron el rango de una revolución social consumada y que por medio de ellas la América Latina empezó a vivir como las sociedades nacionales de la Europa Occidental, por el solo hecho de que los virreyes españoles fueron sustituidos en las reales audiencias por los generales o los letrados americanos. Este error histórico -que no hace sino transmitir los mitos que fraguaron las guerras de independencia- oculta el hecho fundamental de que la república no aportó nada nuevo a la América Latina, desde el punto de vista de la constitución social: la aristocracia terrateniente conservó su status de privilegio y la condición de centro de gravedad en el nuevo sistema de poder; la clase media letrada, la burguesía de comerciantes, los funcionarios, los artesanos, los menestrales, los peones, todos los grupos sociales conservaron su colocación, su papel, su ordenación tradicional. Lo único nuevo que salió de la guerra, como es obvio, fue una enorme y desbordante burocracia militar, en la que las jerarquizaciones tenían una cierta apariencia de “democracia de cuartel”, esto es, de movilidad asentada sobre nuevos mecanismos de ascenso. Pero es ésta una verdad a medias, ya que si la guerra abrió las puertas a la revaluación social de “gentes de color quebrado” -negros, mulatos, indios, mestizos- este ascenso no supuso una fractura del antiguo esquema, una alteración del ordenamiento, sino una simple reclasificación y una inserción, en el viejo tronco, de los grupos sociales de sustitución: los militares, la burguesía comercial, la clase media letrada. Los militares “republicanos” sustituyeron a los militares españoles; la burguesía comercial a los comerciantes españoles que ejercían el monopolio de las relaciones con el mundo exterior, por dentro o por fuera de la Casa de Contratación de Sevilla; los letrados de la república a los letrados del rey. Pero lo fundamental radica en el hecho de que la estructura -la social, la agraria, la comercial, la política- permaneció intacta: y medio siglo después de ganadas militarmente las guerras libertadoras los letrados, los militares, la burguesía de comerciantes, habían sido asimilados por el sistema colonial de ordenamientos. El punto clave de esta asimilación consistía en la incorporación de estos grupos sociales al mundo típico de la vieja sociedad, a sus normas de comportamiento y a su ideología de la riqueza. Los nuevos rangos se montaron, como los del siglo XVII o XVIII, sobre los dos elementos claves del sistema colonial hispano- portugués: la tierra y las minas de oro y de plata. El suelo y el subsuelo de metales preciosos, continuaron siendo los factores condicionantes del rango social. No debe olvidarse que sobre esta base se formó la aristocracia hispanoamericana, heredera de los títulos territoriales de los beneméritos de las Indias o de los títulos de nobleza comprados con el oro de las minas de Nueva España, Nueva Granada o el Perú. El enorme error histórico consiste en suponer que las guerras de independencia fueron una revolución social consumada y que a partir de ellas, la sociedad latinoamericana empezó a vivir como las sociedades nacionales de la Europa Occidental o como los modelos metropolitanos ibéricos. El movimiento de independencia fue iniciado en México como una revolución social desdoblándose luego en una limitada revolución política contra la corona española, acaudillada por los generales conservadores de las clases altas. En Colombia, Ecuador y Venezuela, la independencia se generó como un alzamiento político de la aristocracia letrada de Quito, Popayán, Santa Fe y Caracas -inspirada en la ideología racionalista de la “libertad” europea y de la Revolución Francesa de 1789- y pudo ser aplastada a sangre y fuego por la reconquista española, careciendo de raíces populares y de puntos de apoyo en unas masas de indios, mestizos y negros, que no podían comprender el mensaje revolucionario contenido en ese esotérico lenguaje. Las masas campesinas y aldeanas no comprendieron inicialmente este mensaje, no porque fuese radicalmente revolucionario -desde el punto de vista de su esencia política- sino porque era una metafísica revolucionaria, construida sutilmente sobre una trama de abstracciones y nociones cifradas. El hecho fundamental consistía en que semejante mensaje expresaba la alienación ideológica de esa élite de las clases altas que debía armarse con la Carta de los Derechos de Hombre de la Revolución Francesa para oponer a la soberanía de la corona de Castilla el principio insurreccional de una nueva sustancia política del Estado: el de la soberanía del pueblo. En el trasfondo de esta profesión “republicana” de la aristocracia criolla o mestiza, no estaba la idea de que el pueblo, la masa, el demos, sustituyese al rey en el gobierno de América, sino el propósito de que se modificase el principio de la soberanía real por uno que reconociese, en un plano de teoría filosófica, el origen popular de la soberanía. No obstante la consagración ritualista de los principios de la Revolución Francesa en el texto de las constituciones puritanas de posguerra, la república señorial restableció el trabajo forzado de los indios, amparó las formas serviles del colonato y el peonaje, respetó durante 40 años los privilegios de los propietarios de esclavos, propició la abolición de las comunidades indígenas -asimilándolas a las Manos Muertas- y restauró el antiguo sistema fiscal de alcabalas y de “estancos”. La historia del siglo XIX es una plena demostración de la objetividad de esta hipótesis sobre los alcances de un principio de soberanía “encarnado” pero no “ejercido” por el pueblo, así como la historia vivida antes de las guerras de independencia y que constituye su más valioso y desconocido subsuelo. En la década explosiva de 1780, se efectuó uno de los más grandes movimientos insurreccionales de masas en la América Española, de tal calado y profundidad, que rebasó el marco provincial de los virreinatos, las capitanías y las reales audiencias: el alzamiento de Tupac Amarú en el Perú, el de Tupac Katari en Bolivia y la insurrección de los Comuneros en la Colombia de 1781. El explosivo movimiento de los Comuneros se gestó como un acto de protesta contra el despotismo fiscal y se desdobló luego en una típica forma insurreccional, con tropas organizadas en Comunes y un sentido ideológico que fue aclarándose y radicalizándose en el curso de la lucha armada. La fuerza radical de esta revolución puede medirse por el sucesivo aplastamiento de las milicias reales, la destrucción de los “estancos”, la liberación de los esclavos en los centros mineros y una dinámica orientada hacia la independencia política de la corona de España. Lo esencial de este proceso es que constituyó una formulación popular del problema de la independencia y una negación práctica de la soberanía del rey, a nombre de la soberanía del pueblo. Semejante movimiento social no fue debelado por medio de una victoria militar, sino de algo que aparecía como una tremenda concesión del poder real: las capitulaciones, negociadas por un arzobispo-virrey y fundamentales en el principio, antiabsolutista, de que el soberano entraba en negociación con sus vasallos. Disueltas las tropas que habían creído imponer una nueva Carta de Derechos por medio de las Capitulaciones, éstas fueron desconocidas por las autoridades coloniales como contrarias a todo derecho y se emprendió la pacificación a sangre y fuego. Lo más trascendente de esta experiencia, es que las masas aldeanas y campesinas se comprometieron en una insurrección revolucionaria y cuya praxis conllevaba los gérmenes ideológicos de la independencia y de la revolución social; y que la aristocracia letrada se alistó con la causa del rey, en contra de ese alzamiento de la plebe “de color quebrado”. Esto ocurría en 1781, o sea, unos años antes de la primera Revolución Francesa, cuyo mensaje ideológico oyeron los aristócratas y los letrados de Santafé, Tunja y Cartagena, los mismos que no pudieron comprender el mensaje revolucionario de las masas insurrectas, combatiendo por ganar, en la práctica, la soberanía popular y el derecho de cada país a gobernarse a sí mismo. Un gran general de la “aristocracia mantuana” de Caracas, Simón Bolívar, salvó el movimiento independiente, al transformar el alzamiento político de la aristocracia en una guerra de liberación social, llevando a la masa de campesinos, mitayos, obrajeros, menestrales, artesanos, peones, siervos y esclavos, un mensaje comprensible y suyo: el de la abolición de la esclavitud y de las obligaciones serviles, el del arrasamiento de las alcabalas y de la tributación personal sobre los indios, el de la extinción de los estancos y del absolutismo fiscal, el de la redistribución de la tierra o el de consagración de la libertad de siembras y comercio. Esta maniobra estratégica desdobló la revolución política en una revolución social, transformando, radicalmente, el carácter de la guerra: pero aún antes de iniciarse la vida formal de la Primera República, se había rehecho el poder de las antiguas clases terratenientes y se había frustrado el proceso de esa revolución social. 1 Tomado de Antonio García, La estructura del atraso en América Latina, Editorial Pleamar. Buenos Aires. Argentina 1969. Capítulo VII.