Es de noche y pienso en Enkheduanna, la poeta y sacerdotisa acadia. Leo en un artículo que
se consagró a la deidad lunar y quizá por eso su nombre significa “ornamento del cielo”. Hace 4 mil 300 años firmó sus poemas dedicados a Ianna, la diosa del amor. En algunos versos se puso también a sí misma para perdurar ya no solo en el cielo, sino en la palabra. “Mi rey, se ha creado algo que nadie ha creado antes”, redactó al final de su canto. ¿Sabría Enkheduanna que en el futuro sería descubierta y proclamada como el autor más antiguo conocido en la historia? Pero como en la historia de ahora las cosas importantes las hace el hombre (con fusil en mano, a caballo o en barco rumbo a la aventura), la fuerza estelar de la antigua mística se olvidó por el devenir de los siglos. La vida de Enkheduanna, o Enheduanna como la llaman, me inquieta profundamente. Siempre creí en el anonimato de los milenios pasados. Las grandes obras de aquellos tiempos, como aprendí en la escuela, carecen de autor: El poema de Gilgamesh, La Ilíada y la Odisea (pues Homero más que un escritor es un misterio), El Mahabarata (uno de los textos sagrados más extensos del mundo) o el pentateuco de La Biblia, atribuido a Moisés más por tradición que por evidencias. Los libros de historia dicen que el autor es un invento del Romanticismo, mientras que en la antigüedad la creación poética era más bien un acto colectivo (aunque existen teorías que defienden la presencia del poeta y su voz individual). Pese a todo, no dejo de pensar en Enkheduanna y sus motivos para poner su nombre al final de los escritos; en el divino laberinto de los efectos y las causas, como enunciara Borges, que logró preservar su obra. Recordemos que el libro nace en Mesopotamia hace aproximadamente 5 mil 300 años (como bien data Fernando Báez) y como es natural, en la tierra donde surgen los libros comienza también su destrucción. A diferencia de los egipcios, quienes creían en regreso de la muerte y en el carácter duradero de las cosas (por eso las pirámides, los métodos de embalsamado), los mesopotámicos vivían en medio de los desastres naturales, las inundaciones (de ahí el mito del diluvio en Gilgamesh) y lo perecedero. ¿Cuánto podían durar los libros, hechos de tablas de arcilla? ¿Cuánto duran los de papel? Apenas un soplo, un parpadeo en el incomprensible tiempo. Enkheduanna es un hermoso misterio. Vuelvo a decir que pienso en ella desde esta época tan distinta donde hemos banalizado todo. Me pregunto cuál es mi lugar en este universo que últimamente se muestra tan confuso. Por eso, tal vez, yo ya no puedo escribir poesía, porque para mí no es un oficio ni mucho menos un hábito o un deber. ¿Cómo sería la poesía para las sacerdotisas lejanas, como la poeta acadia? ¿Estarían más cerca de la experiencia mística? Por estas fechas siempre vuelvo a Enkheduanna, a Gilgamesh, al antiguo Egipto porque imparto una materia sobre la literatura de esas civilizaciones. Llego al tema de la historia del libro y vuelvo a preguntarme: ¿Escribir para qué? ¿Escribir para quién? ¿De verdad importa mi firma debajo de los textos? Me quedo con el discurso de los otros, como decía Eduardo Galeano. Los que cazaron las historias perdidas en la inmensidad para ser quizá la onda de una gota de agua en algún lago. Pero que se expande y crece. Aunque ya nadie recuerde de dónde salió o si tenía un nombre, como el de Enkheduanna.