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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

El comisario

"Mataron al comisario,
¡ay, un hombre tan decente!,
dicen que lo andan buscando,
su familia que lo siente.
Mataron al comisario,
lo dice José Dolores,
la guardia lo anda buscando,
se fueron los matadores".

José L. Sosa.

Merengue "El Comisario"

El grito de Asunción Melo pareció desatar el infierno:


―¡Ave María!, ¿pero qué hace ese gentío en la esquina del billar de don Tavito?
―preguntó la mujer a unos hombres que pasaban corriendo.
―¿Es que usted no escuchó los gritos de José Dolores? ¡Mataron al comisario! ―le
respondió uno de los hombres, sin dejar de correr en dirección al billar.
―¡Jesús santísimo! ―exclamó Asunción Melo, santiguándose― ¡Ay, no me diga una vaina
así, ombe!
Marinita salió a la puerta del solitario prostíbulo a las diez de la mañana. Los hombres y el
ajetreo de borrachos llegarían con la noche. Ahora Marinita maldecía por lo bajo que todo
ese repentino trajín callejero no le permitiera reponerse del último trasnoche. De mañana,
con rostro de poco dormir y sin afeites, parecía una mujer muy distinta, a la que por las
noches solicitaban los hombres. Insignificante, pequeña, escondiendo su delgadez en una
larga y ancha bata; con el pelo perdiendo el brillo del desrizado recogido en un moño
sujeto a la nuca por una cinta azul; levantaba una mano abierta a la altura de su frente,
procurando divisar lo que acontecía en la esquina del billar.
―¿Qué está pasando en aquella esquina? ―preguntó con una voz lesionada por el tabaco
y el alcohol.
―¡Dicen que han matado al comisario! ―le contestaron desde la otra calzada.
Marinita no se persignó ni sintió compasión. Había olvidado en que momento de su
manoseada vida comenzó a dudar de la existencia de Dios.
―El comisario era una buena persona ―gritó Marinita a los de la otra acera―. Pero
también las buenas personas se mueren ―acabó murmurando.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Las autoridades de la provincia ordenaron colocar retenes en las dos salidas del pueblo.
De acuerdo a las declaraciones de José Dolores, el matador era forastero. Antes de que
Marinita se volviera a meter al prostíbulo, un jeep levantó el polvo de la calle con un
brusco frenazo frente a ella. Del jeep saltó un oficial jabao, con patillas frondosamente
canas, y con un tabaco encendido debajo del copioso bigote. Marinita le conocía, lo había
visto varias veces procurando que cerraran el prostíbulo. Se llamaba Malpaso, capitán Luis
Malpaso.
―Tú que trabajas en esta pocilga ―dijo el capitán Luis Malpaso con brusquedad,
colocándose a la altura de la mujer―. ¿Puedes decirme si anoche vinieron gentes de otro
pueblo?
Marinita no respondió, continuaba mirando en dirección al billar, ignorando la presencia
del hombre. El calor andaba húmedo y molesto entre la ropa y la piel. El capitán Luis
Malpaso chupó ávidamente el tabaco, y luego sopló con deliberada lentitud envolviendo
con la fumarada el rostro de la mujer.
―Te hice una pregunta, mujer ―la voz era cortante, los ojos amarillentos chispeaban―,
¿prefieres contestarme o prefieres que te saque la respuesta?
Marinita lo miró. Se vio en el sádico amarillo de sus ojos y le respondió:
―Mi trabajo no es chivatear a nadie, general ―la sorna, el sarcasmo casi lo escupió en el
rostro del capitán―. Pero le diré que a lo mejor lo mató un cuero celoso. ¿Por qué tiene
que ser un hombre quien lo hiciera?
―¡Capitán! ―corrigió de mala gana, Luis Malpaso, arrojando la colilla en la calle―. Y
escúchame bien, mamacita―, le agarró la barbilla y la aproximó a su respiración―, no
trates de relajar conmigo, al difunto no se le conocieron cuentos de faldas entre mujeres
decentes, dudo mucho que en su vida pisara uno de estos tugurios buscando el favor de
una de ustedes.
Marinita no se inmutó, las noches del prostíbulo, sirviendo tragos a borrachos, riendo por
reír los chistes de los clientes; metida entre pendencias que acababan a puñaladas y a
sillazos; y luego abrirle las piernas al gordo que siempre tenía sudadas las manos, pero
que pagaba mejor que los demás; luego aguantar al gordo encima, con sus grititos y sus
aberraciones a ras de lengua, cuando aún no se iba el recuerdo del tipo que acababa de
ser levantado del piso del prostíbulo por una orden del fiscal. Esas noches le habían
enseñado a no inmutarse.
―Yo sé lo mismo que sabe usted, general. Me acabo de enterar que mataron al comisario
en el billar de don Tavito. Era un buen hombre, eso sí le digo, mi general, decente como
no he conocido otro en este pueblo de mierda. Para que se quede tranquilo, general,
anoche nos visitó poca gente, y todos eran hombres de aquí.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Muy pronto toman las casas el olor de un muerto. Apenas lavaron el cuerpo del comisario,
y lo vistieron con el traje que solía usar para ocasiones importantes, los rincones se
ahogaron entre gritos femeninos. Desde la sala, pasando por el semi oscuro comedor
hasta el patio, los vecinos llenaron los espacios con sillas pegadas a las paredes; de la sala
brotaba un rezo constante que a ratos se perdía entre los comentarios que proferían los
hombres en la calzada, frente a la casa...
―Esta muerte se paga con muerte ―dijo René, en el patio, recostado indolentemente de
una mata de mango. Yo no voy a llorar a mi hermano, hasta no ver enterrado a su
matador.
Alfonso, el otro hermano del comisario, ya lo lloraba, sentado en una silla de guano, con el
torso inclinado hacia delante, y con la mirada perdida entre las piedras y la hojarasca del
patio.
―José Dolores declaró que el matador no es de aquí ―dijo con la voz palpitando entre las
lágrimas que rostro abajo buscaban la tierra.
―Eso es lo que yo encuentro raro ―objetó René, siempre de mal humor―, las
autoridades ya averiguaron que entre ayer y hoy nadie ha salido del caserío.
El capitán Luis Malpaso lo detuvo a la puerta de la gallera, olía a ron y a sudor reseco.
―Todavía están velando a tu hermano, René, y ya andas buscando problemas ―dijo el
capitán Luis Malpaso, y lo tiró contra los muros de la gallera. Adentro crecían los gritos,
mientras las manos del capitán despojaban a René del puñal que traía entre las ropas.
―Óigame, capitán ―dijo René, apoyando media cara contra el muro―, para mí el asesino
es de aquí. Puede ser que este ahí adentro ahora mismo, jugando gallos lo más quita’o de
bulla, y mi hermano de cuerpo presente aún.
El capitán Luis Malpaso miró el mango empedrado del puñal, su cara sudaba. El sol de
mediodía andaba líquidamente entre camisa y piel.
―No importa de dónde sea el asesino, René. ¡Aquí yo soy la autoridad, y se hará justicia,
no venganza! Anda y vete a acompañar a tu hermano por última vez.
Los dos hombres se miraron, y todo pareció cesar: el sol con sus claros latigazos de calor,
el vocerío que salía de la gallera. René se estremeció por la amarilla dureza de los ojos del
oficial.
―Una cosa, capitán ―dijo en tono sosegado―. ¿Por qué tiene preso a José Dolores?
¿Sospecha usted de él?
―¡No! ―respondió el capitán Luis Malpaso―. Tú conoces bien a José Dolores, es incapaz
de matar una mosca. No lo tengo preso, está detenido, y cuando me diga todo lo que sabe
lo dejaré ir.

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Marinita se vestía para la noche. Al final de la misma calle, el comisario ya tenía su propia
noche de brazos cruzados sobre un pecho que se rindió a la muerte por el filo de un puñal.
Las noches de Marinita casi no eran noches. Eran retazos de mil segundos parecidos en los
que el borracho aliento de su mundo la compraba. Y ella aceptaba la vida como un precio
que debe pagarse por algo. Ella pagaba cada noche que le abría las entrañas a un
masculino aliento diferente. Su precio no era los miserables pesos que el cliente pagaba
por ella ni la sucia propina que el cansancio de un orgasmo dejaba entre la cama que
cesaba de crujir. Su precio era entregarse.
―Deja esta vida de mierda ―le dijo él, cuando la madrugada espesaba las horas de
silencio.
―Para irme a vivir contigo ―se burló ella―, contigo que eres un hombre tan bueno y
querido por todo el mundo. ¿Te arriesgarías a mudar a la prostituta de tu amante?
El único hombre extraño que había en el pueblo era un visitador a médico. El capitán Luis
Malpaso lo detuvo a la salida de la farmacia del lugar.
―Soy el capitán Luis Malpaso ―se presentó empequeñeciendo por un instante los ojos
amarillos―, han matado al comisario, y me gustaría saber ¿dónde estaba usted entre las
doce y la una del día?
El visitador a médico se reclinó contra la carrocería gris de su automóvil, y entreveró los
brazos, antes de preguntar:
―¿Acaso soy sospechoso?
El capitán Luis Malpaso ahogó un eructo entre las manos.
―Usted nada más conteste lo que le pregunto. ¿Dónde estaba entre las doce y la una del
día?
Se amontonaban curiosos, observaban la escena guardando una distancia prudente.
―Entre las doce y la una todavía no había llegado a este pueblo.
Apareció la sonrisa en la boca del capitán Luis Malpaso. Una sonrisa dura como su mirada
amarilla.
―Creo que me tendrá que acompañar al destacamento ―dijo el capitán, asiendo al
hombre por un brazo.
―¡Si tengo que mudarte, te mudo, Marinita!
Ella se burlaba de sus palabras, pero en el fondo su ilusión de mujer emergía y se
entregaba a soñar que sí, que acabaría mudándola como se lo prometía cada vez que iba a
verla. Además, era cierto lo que le contaba, cada vez soportaba peor la espera de la
oportunidad propicia para visitarla a escondidas, y sus torpes manos ansiosas que no

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atinaban a desvestirla con la presteza deseada lo confirmaban. Cada vez peor, semanas
aguardando la hora adecuada para entrar por la puerta trasera del prostíbulo y desbordar
en el flaco cuerpo ajado de la hembra, las ganas reprimidas, durante horas de pueblo que
lo ve pasar impecablemente vestido; horas pesadas en las que evoca la humedad de su
cuerpo, perdido en brumas de cama vieja, mientras derrocha con afectación la inagotable
amabilidad que enmarca entre los límites de sus correctísimos modales, y "qué decente es
ese hombre", oye al dar la espalda, cuando sus ojos se tiznan de lujuria que extraña los
pequeños senos redondos que casi puede palpar, mientras va saludando rostros
conocidos a su paso, y "ese hombre nunca se sobrepasa, qué medido es", oye, y piensa en
ella, en su desnudez de hembra para el hambre de su boca.
―Tú no lo crees ―suena su voz confidencial en la mugrosa oscuridad del cuartucho―, tú
no lo crees, Marinita, pero si tengo que mudarte, te mudo.
La risa de la mujer es la risa de mil noches que se han ido entumecidas por el alcohol y la
rutina. Risa de oficio que desea sonar distinta, casi peleando por una sinceridad que nunca
ha tenido. Y acaba en amargura la carcajada bajita que bucea en el pecho de la mujer.
―¡Te morirías de la vergüenza! ―exclama ella, pero en el fondo piensa "por qué no", y
cuando menos lo crea, la vanidad la traicionará y acabará contándole a las otras que la
quieren honrar, que uno de los hombres más importantes del pueblo la quiere mudar.
Se llamaba Reginaldo y acabaron por meterlo en una celda, pese a que José Dolores dijo
que ese no era el hombre que vio salir del billar minutos antes de encontrar al comisario
tirado entre su sangre que serpenteaba aún por el piso.
―El hombre que yo vide ―aseguró José Dolores― era un hombre muy extraño. Nunca
había vi’to un hombre así. Tenía algo raro, pero no sé decí lo que era.
―Usted no puede mantenerme encerrado por más tiempo ―dijo Reginaldo, pegando la
cara contra los barrotes de la celda―. Ya escuchó a este señor, el matador es otro
hombre.
El capitán Luis Malpaso encendió un cigarrillo y lanzó el primer golpe de humo contra el
techo.
―Puedo tenerlo ahí encerrado todavía, porque no han pasado veinticuatro horas desde
que lo detuve, además, usted no ha aclarado en donde estaba entre las doce y la una del
día.
―¡Ya le dije que venía camino a este maldito pueblo! ―gritó Reginaldo.
El capitán chupó el cigarrillo con deleite.
―Será mejor que se mantenga tranquilo ―dijo, y le arrojó una nube de humo en el rostro.

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La noche había caído. Continuaban los rezos entre la gente que entraba y salía de la
casona de madera con sus puertas abiertas a la incredulidad, al dolor. En medio de la sala
el ataúd de madera barnizada lo llenaba todo. La muerte lo llena todo. Los viejos cuadros
de santos que pendían de clavos en los muros, las sillas diseminadas por toda la casa; la
amarillenta luz mortecina de las bombillas que colocaron en el patio, en la mata de
mango, en la mata de quenepa. La muerte lo cubre todo con su aspecto, hasta los
arrugados rostros rezadores que ya cabecean de agotamiento entre rosarios y letanías.
―El capitán detuvo a un hombre de afuera ―dijo Alfonso, luego de haber mirado por
vigésima vez el rostro del hermano que cerúleamente soñaba entre los parpadeos de las
cuatro velas.
―Ese es un pobre visitador a médico que nada tiene que ver con esta vaina ―dijo René, la
cólera bañaba su voz―. Yo no sé por qué Luis Malpaso me impidió que siguiera buscando
al matador, Alfonso, yo tengo por seguro que es hombre del pueblo y ya se lo dije al
capitán.
"Está ocupada" le decían en la oscura soledad del patio. Semanas deseándola entre la
vieja plaza del pueblo y el billar, con ella y su amor de voz ardiente contra las orejas,
metiéndosele en el alma. Entonces, aguardaba a que se desocupara, o se marchaba a
enfrentarse a su realidad de buen hombre entre el mercado y la gallera. De hombre justo
que vive finiquitando pendencias de borrachos sin ofender nadie. "Porque es hombre
guapo cuando hay que serlo", oía los comentarios, después de pasar, después de acariciar
la cabeza pelada del último hijo de un conocido. "Ahí va el mejor hombre de este pueblo".
Iba, con ella agazapada en sus deseos. Semanas para volver a verla, y "está ocupada".
―¿Cómo era el hombre más raro que has visto en tu vida? ―preguntó el capitán Luis
Malpaso, y ella se rio con ganas.
―Yo no sé, general ―le dijo, sentada en la cama, intentando desabrochar la correa del
hombre. Él le asía las manos, y ella las eludía―, pero sí puedo decirle que esta es una de
las preguntas más raras que he oído.
―¡José Dolores dice, que el matador del comisario era un hombre raro!
Se rio bajito con la boca a la altura de la hebilla de la correa, se removió a pretil de cama y
con un brusco movimiento de cabeza arrojó su cabellera hacia atrás. Metió las manos por
encima del borde de la pretina del pantalón del hombre y lo atrajo contra sí, su boca
rozaba la tela.
―En este pueblo todo es raro: mataron al mejor de los hombres, y entre tanta gente solo
uno pudo ver al matador. Usted también es raro, mi general, con tanto cuadre de macho y
no puede hacerle el amor a una puta.
La tomó por el cabello, obligándola a mirarlo.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Mañana, cuando suelte a ese infeliz que tengo encerrado quiero meter al verdadero
asesino en la cárcel, y te aseguro que lo encerraré antes de que entierren al comisario ―la
empujó violentamente sobre la cama, la mujer quedó tendida, atravesada en la vieja
colcha, mientras el capitán llegaba a la puerta, la abría, y desde allí le anunciaba:
―Yo tengo mis propias conclusiones sobre los hombres.
Se lo dijeron con un regusto sádico en la voz que bailoteó por las paredes.
―Tu extraño amigo ocasional, el que tú dices que te va a honrá, vino esta noche por ti.
―¿ Dónde está? ¿Se fue? ―preguntó con voz ansiosa.
―¡No! ―la voz de la mujer degustaba el momento, sonaba a burla, a carcajada
contenida―, no, no se fue, está con Aurora.
El visitador a médico se llenó los pulmones con el aire de la calle, a esa hora entre cuatro
hombres sacaban de la casa el ataúd del comisario. Asunción Melo sacó medio cuerpo por
entre la hoja de puerta que abría empuñando la fría aldaba entre sus manos.
―¡Jesús santísimo! ―exclamó Asunción Melo, santiguándose, esos hombres no tienen
perdón de Dios, están pasando al comisario frente al billar, el pobrecito debe estar
desangrándose.
―¡Ya sé por qué parecía tan raro ese hombre que se limpió al comisario! ―le dijo en la
calle, José Dolores al capitán.
El capitán Luis Malpaso carraspeó y escupió humo del cigarrillo contra el polvo de la
pedregosa calle.
―¿Por qué? ―preguntó Luis Malpaso, casi fusilándolo con su amarilla mirada.
―¡Porque no era un hombre!

Del libro inédito Cuéntame un merengue. Historias sugeridas del merengue.

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La miseria

Ya mi ropita se acabó,
la miseria me agarró,
con dos hijos y mi mujei,
paso los días sin comei,
el conuco lo vendí,
con la pueica to peidí,
el zapato de charol,
eso fue lo que quedó.

Merengue La miseria, de Félix López

Homenaje a Félix López

Lo dijo colando café, y con un chorrito de voz demasiado triste


―¿Pero güeno, Confesoi, usté ha pensa’o bien lo que quiere hacei? Po’que a decí ve’da
aquí no tamos tan mai que se diga.
Moca se había metido muy adentro de la cibaeña tarde. Arriba, rodaban oscuros
nubarrones con rumor de aguaceros.
― Mira mujei―, dijo el hombre, parándose en el vano de la puerta de la cocina―. Aquí
tamos siempre en lo mesmo, rociando ei piso ‘e tierra, pa’ que ei poivo no nos mate.
La cocina, rústica construcción de tablas carcomidas y sin pintar, quedaba separada del
resto de la casa, que también había sido construida de madera y repintada por un rojo
que ya el tiempo humillaba. Entre la casa y la cocina, semi hundidos en el terroso patio,
varios ladrillos, salvaban a los moradores de la casa de pisar el fango en tiempo de
temporal. Más allá de la cocina se levantaban dos matas de coco, alrededor de estas,
sobre todo en días soleados, corrían enormes ranas lucias, que a veces se aventuraban a
traspasar los desportillados muros de la pequeña letrina al fondo del patio.
Romilia aspiraba con fuerza. En el ambiente cargado de electricidad, aguacero y café se
confundían en una extraña mezcla agradable. Volvió a aspirar el aroma de aguacero y
café, escuchando el inicio del canto de la lluvia cayendo sobre el techo de zinc.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

― ¡ Anjá!― Exclamó la mujer, vertiendo el aromático líquido en el colador―, lo que usté


dice tá bien; pero arrecueídese de que e’te bohío, manque se e’té cayendo e’ de nojotros,
y que los muchachos, manque sea rulos, comen.
Confesor tomó el platillo con la diminuta taza que la mujer le tendía. El café humeaba... El
aguacero cobraba intensidad. Arriba, sobre el techo de zinc, la sinfonía llegaba a su
momento culminante.
―A usté, mujei, yo dende siempre he desea’o veila como una reina, y ya pu’e vei usté
mesma, que pa podei compraile ese pai de zapatos que tanto le gu’tan, e’ mucho lo que
hay que sudai.
―¡An pue, usté bien sabe que yo no me le quejo, ni le toy pidiendo na’!
Probó el café, y se quedó pensativo
―¡Concho! ―exclamó de pronto―, ¡Si usté viera lo bien vestí’o que ha vení’o Tiburcio, yo
mesmo lo vide ‘onde tío Felo. ¡Carajo, si e’ como siempre te lo he dicho, mujei, to’ ei que
se va progresa! Yo no sé a qué usté le tiene mie’o, si aquí nojotros tamos en la mesma
miseria de siempre.
Romilia dejó la taza de café sobre la renegrida superficie de la mesa, y se aprestó a
remover las brasas del anafe, procurando que su marido no le viera los ojos acuosos.
― Mire Confesoi, pa’ que usté sepa, lo de ese tai Tiburcio no e’ ma’ que aguaje. El mesmo
tío suyo me lo dijo "Tiburcio ha vení’o muriéndose ‘e jambre; pero vesti’o de casimir,
po’que to ei que viene de allá presume de que ta bien, manque se e’té tragando un
cable".
― Pue’ sea ve’da o no lo que dice uste, yo voa probai, mujei. Vamos a dirnos pa’ probai.
El trueno retumbaba lejano, rodaba por las lomas mocanas.
― Adio, Confesoi ―sonó alarmada la voz de la mujer―, ¿y nue’tro bohío? ¿Y ei conuco, lo
va dejai usté desatendí’o?
El hombre bebió un sorbito de café, y dijo:
―¡Güeno, mujei, ya no se apure usté, que no faitará quien nos dé un pai de pesos por to’
eso!
Romilia se miró las punteras de los zapatos negros. El charol relucía bajo el sol tropical. Las
calles dormían bajo el sopor del mediodía. La mujer andaba con la cara mal empolvada y
el alma rociada de ansiedad. Pasó frente al billar, y escuchó la ebriedad de las masculinas
voces de los jugadores. "Siempre lo mesmo", pensó, apresurando el paso. Sólo en el billar
parecía haber vida en el pueblo; pero Romilia ya no escuchaba las disonantes voces, se

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

perdía con su vestido de medio luto, doblando la esquina del colmado. Cabizbaja y
apretando el portamonedas contra uno de sus senos.
― Vengo a vei si usté pu’e convencei al loco de su sobrino, que ya ta dijiendo que va
vendei to’, ha’ta la casita que le dejó su taita, pa’ laiganos dizque al extranjero. De pie,
miraba al anciano que parecía mal soportar las aletargantes horas del mediodía tropical.
La sala amplia, el piso de cemento, limpia y clara. Las paredes pintadas de azul. El
mobiliario se reducía a dos viejas mecedoras de caoba, situadas una en frente de la otra, y
entre ambas, arrimada a la pared y sin estorbar el paso, una mesita de madera, cubierta
con un blanco mantelillo bordado. Sobre la mesita un antiguo radio transmisor; contra la
pared opuesta se observaba un viejo sofá de palos que no hacía juego con el par de
mecedoras; colgando de un clavo en la pared, el único cuadro de la estancia, mostraba a
una niña sentada, procurando sacarse una espina de los pies.
―¡Anda la porra, Romilia―, dijo el anciano, rascándose la nuca, con aire preocupado―,
yo ya se lo tengo dicho a ese loco de tu marí’o; pero güeno, sientate mujei, que agora
mesmo Tinol nos trae café.
Romilia se dejó caer en el sofá de palos, a sus costados quedaban las puertas, y por sus
hojas entreabiertas se filtraba la claridad del sol. El calor era un líquido atormentador
entre la mujer y su vestido de medio luto.

―No se ha cansa’o de repetí que to’ ei que se va progresa... Que hay que vei como vino
ese compay de usté, el tai Tiburcio ese, que jata ha llega’o hablando di’tinto y refina’o.
―¡Que no me jeringue ei, carajo! Si mi compay Tiburcio lo que vino fue gritando miseria, y
pa rematai, Romilia, esa remúa con la que andaba, ni dei era.
Surgió Tinol con aroma de café dominicano. Tinol con la bandeja en las manos y la
expresión tímida en el rostro, pidiendo permiso y ofreciendo la aromática bebida. Llevaba
un vestido de una sola pieza, todo en ella anunciaba la adolescencia y el campo cibaeño.
―¡An pue’ ―dijo Romilia, inclinando el busto hacia delante, y tomando la humeante taza
de café―, si yo también se lo ha dicho bien clarito, y na’ de querei cree’me!
Felo se sentó en la mecedora. La taza de café en las manos. Tinol se retiró tan
tímidamente como surgió.
― Yo voa conveisai con ei, manque no le prometo na’, Romilia, po’que usté mesma sabe
que cuando se le mete una vaina en la cabeza...
Romilia se levantó. Había consumido el café, y se disponía a retirarse. Tinol regresó como
una sombra y tomó la taza vacía que le tendía la mujer.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

― Mucha’ gracia’ de to’a manera, Felo. Yo voa rezai pa’ que la virgen de Aitagracia me lo
ilumine y pue’a usté convenceilo.
Confesor lo había decidido. Su tío Felo le ofreció buenos motivos para que no abandonara
el país; pero él, pacientemente fue exponiendo sus razones, y Felo presintió el día en que,
desde la puerta de su casa lo vería caminar por la polvorienta calle. Él, con paso firme,
cargando la pequeña maleta, y ella detrás, con su vestido de medio luto y sus zapatos de
charol, asiendo a los niños de las manos, y llorando un adiós que va tirando con las manos
a los vecinos; mirando por entre las lágrimas cada casa del barrio, como queriendo
ubicarlas en el alma para posteriores recuerdos; adiós, adiós, y a su paso le duele cada
puerta de cercado, cada voz de comadre que le desea buena suerte; adiós, adiós, casi
gritado entre la vieja calle pueblerina y la placita en donde abordaría el minibús que los
llevaría a la capital; adiós a la pulpería, adiós a don Felo que los mira desde las entornadas
hojas de puerta de su bohío, con la aldaba empuñada, y la angustia como una opresión
incierta entre alma y corazón, como si anticipara el momento en que Tinol le lee el
papelito que le mandara su sobrino "No tenemos na’", "no tenemos na’, y pa’ sopoitai yo
solo la miseria, tá bien, ombe; pero no aguaito vei a Romilia y a los muchachos pasando
jambre. Usté taba en lo cierto, manque agora e’ taide ya. Yo he peidío to’, tío, y lo peoi e’
que Romilia habla sola con esos maiditos zapatos ‘e charoi que duran ma’ que la mesma
miseria"!

Del libro inédito Cuéntame un merengue. Historias sugeridas del merengue.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Señor pulpero

"venga acá, señor pulpero,


vine a comprar,
pero con poco dinero.
Dígame usted
si le queda algo barato,
pues no sé que
voy a darle a mis muchachos,
como yo sé
que a usted no le gusta el fiao,
aquí traje to’ lo que yo me he gana’o,
con ese peso
que me gané faja’o
a ver si alcanza
pa’ hacer un asopao".

Merengue Señor pulpero de Raffi Rosa.

Homenaje a Raffi Rosa

Remigio propinó el último sonoro martillazo sobre el mostrador de zinc. Masticó unas
frases ininteligibles, y secó el sudor de su frente con el envés de las manos, mientras
observaba el cartelillo que acababa de clavar.

―¡Hoy no fío, mañana sí! ―leyó con satisfacción el pulpero Remigio―. To ta claro ―dijo
espantando las moscas que se posaban sobre el cartelillo―, sí señor, to ta bien clarito pa’
que se acabe ese relajo del fiao!

Miró los semi vacíos tramos, y pensó que su mujer Maruca acertaba, proponiéndole
terminar con la venta a crédito. O dejaba de despachar mercancías fiadas, o quebraba, eso
parecían gritar los tramos vacíos a medias, y esa libreta atiborrada de cuentas con los
nombres de los deudores, y lo peor, el bajo caudal en la caja registradora.

Milcíades madrugó con su miseria a cuestas, disponiéndose a desyerbar el patio de la


familia García. Abandonó la ruinosa casa de madera. Sus hijos dormían aún, y el sueño
anestesiaba la desesperación del hambre, el desconsuelo de los gritos que durante todo el
día anterior martirizaron al padre.

―Hoy traeré de comer ―murmuró Milcíades, y la brisa tempranera le abofeteó


débilmente.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

A las diez de la mañana, la camisa empapada se adhería al flaco cuerpo en movimiento de


Milcíades. Arrancaba de cuajo la hierba mala, abría claros con el machete entre los
abrojos. Sudoroso y sediento, no se permitía un segundo de reposo. Pensaba en su bohío
y en sus hijos. Jacinto, el primogénito, procuraría calmar a sus hermanos, "Taita traerá
comida", pensaba Milcíades, en las palabras que usaría Jacinto para apaciguar el llanto de
sus hermanos, mientras levantaba el machete, corría el sudor, bajaba el machete, y el
patio de la familia García iba quedando claro paulatinamente. Quedaba limpio a trechos.
Milcíades sentía acuciantes ganas de acabar, de correr a la pulpería de Remigio, y comprar
los ingredientes del asopao. Casi con rabia rastrillaba la tierra, llevándose cascajos,
piedras, hojas podridas, ramas resecas y lombrices.

En la pulpería, Remigio deseaba mostrar el cartelillo a sus clientes. Reclinó una silla de
guano contra un horcón, y abanicándose el torso desnudo con un cartón que no
ahuyentaba el calor, se sentó a esperar al primer cliente. Pero nadie entraba. Calculaba
que al cobrar las viejas deudas, y no fiar un centavo más, podría surtir la pulpería
nuevamente. Sudoroso y cabizbajo entró Milcíades. "Este será el primero del barrio que lo
sabrá", pensó el pulpero al verlo llegar.

― Buenas tardes, Remigio ―saludó Milcíades―, ¡e’tá haciendo un calor del diablo, eh!

― Buenas tardes, Milcíades ―dijo el pulpero, sin abandonar la silla―, es casi seguro que
ahorita mismo cae un buen aguacero. ¿Te pue’o serví en algo?

―¡Sí! ―dijo Milcíades―, dame to’lo que se necesite pa’ un asopao―. Comenzó a
tamborilear un merengue sobre el mostrador de zinc.

―Bueno ―dijo el pulpero, sin dejar la postura indolente en la silla reclinada―, si traes
cuartos, entonces te despacho.

―¡Jesús ―exclamó―, pero que te pasa hoy, hombre! Tengo a mis probes muchachos
muerto’ ‘e la jambre, y sólo tengo unos chelitos que me pagaron los García. Na’ ma’ me
alcanza pa’ comprá un par de cosas, el resto anótamelo en la libreta.

Un segundo de silencio, tenso, cortante. Los dedos de Milcíades reposaban mansamente


sobre el mostrador. El ruido de las dos patas de la silla al caer sobre el piso, sonó seco y
duro.

― Bueno ―dijo Remigio, levantándose y extendiendo los brazos, desperezándose―, te


voa a despachá na’ ma’ hasta ‘onde te alcancen los cheles que traes.

Milcíades recomenzó el tamborileo, nervioso, de prisa.

13
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Anda la porra, Remigio, ¿se pué sabé que diantre te pasa hoy? E’ verdad que te debo;
pero siempre te abono lo que pue’o.

―¿Qué quieres? ―preguntó secamente el pulpero.

―Ya te lo dije. Quiero cociná un asopao, así que dame arroz, aceite y arenque.

―¿Tienes con que pagá to’ eso que pides?

―Bueno, pue’ yo creo que sí ―dijo Milcíades, dudando― ¡Cónchole, como e’ la vida,
compay, me fajo to’ el día pa’ llevarle algo de comer a mis muchachos, y ni siquiera pue’o
comprá na’!

Remigio, con el rostro contraído y sudoroso se colocó frente a Milcíades. El mostrador de


zinc separaba a ambos hombres.

―¿Sabes leer? ―preguntó el pulpero.

―Deletreo algo, manque sea ―respondió Milcíades.

El pulpero Remigio comenzó a sonreír levemente.

―¡Entonces, lee aquí! ―dijo el pulpero, golpeando el letrerillo con los dedos.

Deletreaba lentamente, un murmullo que parecía rezo, la cara se le ensombrecía a


Milcíades. Levantó el rostro suplicante hacia el pulpero.

―Tú no puedes hacerme una vaina así, Remigio. Mis muchachos e’tán medio muerto’ ‘e
jambre.

Remigio comenzó a dar paseos cortos detrás del mostrador.

―Tú no entiendes, Milcíades, yo no te hago na’, si continúo con esta embromienda del
fiao me va a llevar el diablo. ¿Entiendes? ¡Te voa despachá lo que pue’as pagá!

―Pero si con estos mugrosos pesitos que traigo no me da ni pa’ engañá la barriga del má'
chiquito de mis hijos, Remigio. Mira, compay, dame media libra de arroz, y el resto
apúntamelo en la libreta, que tú sabes que yo pago, manque a veces me tarde; pero
bueno, Remigio, tú sabes que yo pago seguro.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―¡Eres terco, Milcíades, no entiendes que esa vaina de la apuntadera se acabó ya, o se
me va la pulpería al carajo!

A las dos menos cuarto de la tarde, con el ulular de la sirena del cuerpo de bomberos, el
pulpero Remigio, semi amodorrado por el calor, se desperezaba terminando su cotidiana
siesta. Soñó que la calle se estremecía de ruidos, de gritos. Confusas voces y alocadas
carreras pasaron por su sueño intranquilizándolo. Sentado a pretil de cama, y
restregándose los ojos con los nudillos de los dedos, continuó escuchando voces y carreras
al otro lado de la pared. ¡"Ah carajo", pensó el pulpero Remigio, "entonces no estaba
soñando"! La voz de Maruca lo sobresaltó:

―¡Ay, Dios mío, van a matar a ese infeliz!

Remigio saltó, se enfundó apresuradamente el pantalón, y caminó hacia la sala, sin


camisa, y subiéndose la cremallera del pantalón.

―¿Qué es lo que está pasando ahí afuera, mujer? ¿A quién matan?

Maruca asía la aldaba de la hoja de puerta pintada de azul y blanco.

―A ese infeliz de Milcíades, Remigio ―respondió la mujer, sin dejar de mirar a la calle―,
parece que lo cogieron robando en el colmado de los chinos, y ahí se lo está llevando a
golpes la policía.

Remigio se detuvo como electrizado a mitad de la sala. Se quedó mirando la espalda de la


mujer que sostenía la hoja de puerta entornada.

―Ya es hora de abrir la pulpería ―murmuró sombríamente.

Sin camisa aún, y con el rostro enrojecido de mal sueño, Remigio abría las puertas de la
pulpería. Todavía se escuchaban en la calle los comentarios de la gente del barrio.

―¿Ya se enteró usted de lo que ha pasa’o, don Remigio? ―preguntó una vecina
acercándose al pulpero.

―¡An pué’ ―respondió el pulpero con voz temblorosa de ira―, con tanta gente vaga, to’
el pueblo tiene que saberlo ya!

―No se pué cree’ en naide, don Remigio ―dijo la mujer, ignorando la mordacidad del
pulpero―. Tan decentico que parecía ese tal Milcíades, y ya ve usted...

15
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Remigio caminó hacia el mostrador de zinc, sin prestarle caso a la mujer que proseguía
murmurando desde la calzada.

―¡No se pué cree’ en naide! ―repitió el pulpero, y arrancó con rabia el cartel.

Del libro inédito Cuéntame un merengue. Historias sugeridas del merengue.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

La vuelta del Cabo Millo

Lucinda entró a la cocina a colar café. Afuera quedó Damián y la empalizada donde se
soleaban los lagartos. La reseca tierra del patio hollada de escondrijos de arañas, recibió el
furioso escupitajo: "Vendrá porque la muerte lo espera". Murmuró el hombre.

Y ahora como que te mueres, Cabo. Un pedacito de plomo en pecho ‘e guapo cobra visos
de epitafio; pero tus ojos no permiten que escape de ellos la misma serenidad que
temieron tus adversarios. Has pedido que no te despojen de las armas, que no te hagan
sufrir esa vergüenza. Accede tu sobrino, y su consentimiento implica un incómodo
dolorcito que degusta quien entiende que cumple con una última voluntad. Porque de que
te mueres, te mueres, Cabo. Las lágrimas van derrumbando la fingida entereza de tu
hermana. Tú ni siquiera puedes ver esas manos de mujer por donde cuenta a cuenta va
rodando el rosario. El mundo se te va, y no se va, Cabo. Insistes en que te sienten en la
vieja mecedora de caoba, y que ante tus ojos opacados abran de par en par las puertas. Y
las abren. Y entra un tempranero sol azuano que mal intenta broncear tu rostro exangüe.
De par en par las puertas. A ver si aparece el guapo que decida rematarte, porque azuano
que procure traspasar esas puertas, es azuano muerto. Nadie llega, Cabo. Como si todos
supieran que de todas formas te vas, y un tiro de gracia, más que vengador y justiciero,
sería piadoso. Por eso el pueblo respira tras las hojas de madera de las puertas. Miles de
manos empuñan las herrumbrosas aldabas, y por las calles polvorientas sólo los perros
realengos de rato en rato aúllan. Saben que te vas, y te dejan morir. Por eso te quitaron el
sombrero panamá. Por eso retiraron el tabaco de tu boca. El humo llama a la tos, y la tos
trae sangre a bocanadas. Dolor a pecho entero. Un pedacito de plomo te ha recetado un
dolor como de angina de pecho. Es como para reírse, Cabo. Si pudieras reírte, porque la
risa también trae tos y sangre. Aún no te mueres, eso sí, aún sigues ahí con esas lagrimitas
de rabia que las punzonadas del pecho te impiden manotear. Soportas la vergüenza
húmeda serpenteando por el rostro, rociando el bigote. Porque los guapos ni siquiera de
rabia lloran. Ni siquiera de rabia, Cabo, y apretando un pedazo de dolor entre dientes,
levantas endeblemente un brazo, aunque mane sangre a chorros del pecho, y te limpias.
No quieres que vayan a pensar que el Cabo Millo se apendejó a última hora. Eso no. Si te
vas a morir, te morirás así como eres, como fuiste, Cabo: Un verdadero azuano con las
braguetas bien puestas.

―¡A un hombre guapo no se le hace esa vaina! ―dijo Francisco Báez, gobernador de la
provincia de Azua de Compostela. Con el resto de energía que aún retenía su senilidad
golpeó la rojiza madera de su escritorio. Contrastando con la brusquedad que lo impulsó a

17
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

levantarse, dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el asiento. Frente a él, seis hombres
ceñudos, hoscos y aferrados a sus viejas escopetas continuaban mirándole en silencio.

―La presencia de ese hombre aquí, sería una afrenta para el pueblo.

El gobernador Francisco Báez, ventiló su rostro con un pericón. Gruesas gotas de calor
corrían por los profundos surcos de su cara.

―Ese hombre nació aquí, tiene familia aquí, y está en todo su derecho de venir cuando le
plazca.

― Olvida usted lo más importante, don Francisco―, dijo gesticulando con vehemencia el
más joven del grupo―, ese hombre no consideró que era azuano, a la hora de
bombardear este pueblo.

Abandonó el pericón sobre la superficie del escritorio atiborrada de papeles.

―Cumplía órdenes. Era un militar y cumplía órdenes. Eso deberíamos entenderlo todos.

Los hombres comenzaron a retirarse, buscando el caliente halo de luz solar que penetraba
por la puerta entornada.

―Fueran órdenes o no, nos bombardeó, y lo mejor para todos es que no se atreva a poner
un pie en Azua.

Amparándose en el bastón con pomo de oro, se lanzó al débil viento cargado de calor que
abofeteó su cara. Ocho sonidos de campanas navegaron el impecable azul del cielo
azuano. Reparó en la soledad de las calles. "Parece Viernes Santo", pensó, y su mirada
ascendió el lejano camino pedregoso hasta el cerro de Resolí, desde donde la tumba de
Nicolás Mañón velaba eternamente la cruel aridez del valle. "Yo no cargaré con ese
crimen", murmuró, y dando media vuelta, caminó lentamente hacia el Pueblo Abajo. "Esta
noche nadie me pisa las calles de Azua", dejaba atrás la iglesia Nuestra Señora de los
Remedios, el parque Central y las viejas oficinas de correos. "A partir de las seis de la tarde
entrará en vigor el toque de queda", oyó su voz gastada en un murmullo inconvincente, y
temió no tener suficiente energía para detener el complot del que ya había sido enterado.

Así que te mueres, Cabo. Y lo más doloroso de tu muerte, es que no la ejecutará un


hombre de pelo en pecho. Las manos que apuntaron al punto en donde ahora te duele,
temblaron como manos de borracho. Un gris azuano cualquiera que se levantó en tu día.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

El día del Cabo Millo. Y en tu día, con pasos imprecisos buscó la botella de triculí, "Yo lo
mato", dijo escupiendo con ronca voz sobre el claro corazón diurno del valle. Se restregó
el bigote húmedo de triculí para maldecir; pero eso que importa, Cabo. Ni siquiera se
recordará su nombre, y de todas maneras alguien tenía que matarte para completar esa
famita de guapo que arrastraste por la vida. Esa famita bien ganada bajo el sombrero
Panamá, y detrás de la fumarada del tabaco, ahí donde tus ojos se achican, y hay un fulgor
duro, como de piedra calentada por el sol. "Es perentorio bombardear el pueblo de Azua,
Cabo. Este gobierno no puede permitir otro levantamiento". Bombardear Azua. Tus ojos
no expresan nada, Cabo, y sigues en posición de firme, como si nada fuera contigo, como
si no recordaras las calles rectas y cegadas de sol. Bombardear Azua. Y te nace entre los
labios "¡Un sí, señor!", y por tus ojos no pasan las ringleras de casitas de madera pintadas
y techadas de un zinc ennegrecido por la persistencia del sol azuano. "¡Así se hará,
señor!", y esos ojos que ahora cobran el color de la muerte no dejan traslucir que
pensaste en ella. Ella, acorralada entre la abulia pueblerina y el acoso de una vejez
inminente entre las cuatro paredes de una de esas casonas expuestas al bombardeo.

―¿A dónde vas? ―preguntó Lucinda, viendo salir a su marido, en el momento en que las
campanas de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios, recordaban a los azuanos que
eran las ocho y media de la mañana.

―A la salida del pueblo ―respondió Damián desde la calzada―. Para la carretera de la


capital, a ver si es verdad que viene el Cabo Millo.

―¡Jesús! ―se santiguó la mujer―. Todavía usted sigue con esa embromienda. Mire,
Damián, hágame caso, y mejor no salga. Yo no sé, pero nada bueno se avecina. Cuando
salí para el mercado, las calles estaban vacías, como si todo el pueblo estuviera de duelo.

Bueno, Cabo, y antes de que te mueras, si vamos a echar cuentas, vamos a echarlas claras.
Cuanta sangre ‘e guapo se ha chupado esta dura tierra seca que soportó el rojo peso de
los batallones baecistas. Pero podría decirse que ya no hay baecismo, Cabo, y aunque el
sol continúe tan duramente azuano, Azua casi no es Azua, porque te ha matado. Sí, te ha
matado, así como en su día sorbió la sangre de "Solito". "Solito", el más guapo, Cabo, o
peor, el más sanguinario entre los hombres guapos. Aquel que armando bulla entraba a la
roja Azua de Báez, intimidando hasta el silencio de las tan nombradas piedras azuanas.
"Solito" salpicado de sangre ajena y remojado de triculí. "Solito", con la vida entera a
grupas de caballo, bajo el caliente ojo de sol que lo vigila desde Azua hasta Neiba. Bebe
ron azuano y persigue cacoses, "Solito". ¡"Viva Báez, carajo"!, porque esa fue su vida. Una
borrachera de triculí entre sangre, y ¡"Viva Báez, carajo"! Y devora calcinadas llanuras de
sur bajo las patas del caballo. "¡Viva Báez, carajo"! Un trago de triculí y otro trago, y el sur
se torna una inmensa bayahonda de donde cuelgan los cacoses. Pero el sur, Cabo, el sur y
Azua se llevaron a "Solito". Y se llevaron a Guillermo. Al infatigable Cesáreo con los pies

19
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

destrozados por las piedras y la camisa desgarrada por cayucos y guazábaras. Cesáreo,
cabo, que se tragó todo el calor del Orégano con un estampido de pólvora en plena sién.
En la carretera a Pueblo Viejo, desde la puerta de la gallera, el síndico divisó el lento paso
del gobernador Francisco Báez.

―¡Ave María! ―exclamó el síndico Beltré, quitándose el tabaco de los labios y escupiendo
sobre la grama reseca―. Los Báez nacieron pa’ morirse de pie, don Francisco, porque
cualquiera no sale con este maldito sol de Azua.

El gobernador Francisco Báez se detuvo jadeante a la altura del síndico Beltré. Miró la
funda en la que el síndico tapaba su gallo, y se sacó un saludo empujado por la respiración
pesada, dificultosa.

―Buenos días, Beltré, en un día como el de hoy, ni las sombras dan alivio.

Nueve campanazos alborotaron al gallo que el síndico mantenía tapado en la funda

―¡Malditos sonidos! ―dijo el síndico, luego de una chupada ávida al tabaco―. Disculpe
usted, don Francisco; pero esos campanazos parecen llegar desde todos los rincones del
pueblo.

―Son las campanas del Cabo Millo ―murmuró el gobernador Francisco Báez, de frente a
la carretera que llevaba a Pueblo Viejo.

―¿Qué dijo usted, don Francisco? ―preguntó el síndico, apretando el tabaco entre los
dientes amarillentos.

―Dije, Beltré ―comenzó a decir lentamente el gobernador Báez, sintiendo que su


respiración se calmaba―, que esas campanas han tañido hoy como una maldición.
Acuérdese usted que el Cabo Millo bombardeó ese campanario.

El síndico Beltré deseó ensuciar el intenso azul del cielo con una densa fumarada grisácea.

―Esas campanas siempre anuncian horas y misas, don Francisco ―cortó abruptamente
sus palabras y se persignó enfáticamente―, y también a los difuntitos. Hoy suenan como
siempre.

―No, Beltré ―negó el Gobernador Báez con acento fatídico en su voz―, no suenan como
de costumbre. Hasta las campanas parecen presentir que retorna el Cabo Millo.

20
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―¡Ah, carajo! ―se inquietó el síndico de pronto―. ¡Pero bueno, don Francisco, ese
hombre se ha vuelto loco!

―¡Algo peor, Beltré ―dijo sombríamente el Gobernador Báez―, algo peor! El periódico
de la provincia escribió que el Cabo Millo no tiene agallas para poner un pie en la tierra
que lo vio nacer, y usted ya conoce la altivez del Cabo. Los que deseaban que volviera para
tener oportunidad de vengarse, supieron golpear donde más le duele al hombre. De nada
han servido las cartas y los ruegos de su hermana, aconsejándole que no regrese a Azua.
El Cabo Millo ha dicho que viene, su amor propio vejado, siente su hombría en entredicho,
y vendrá, aunque con ello esté mandándose a comprar el ataúd y a que le hagan el nicho.

Tras la última chupada dejó caer a sus pies el tabaco y lo pisoteó. Se acarició el bigote
luego de expeler el humo.

―Vaya trabajito espera a las autoridades de este pueblo ―dijo en tono pensativo.

―Por eso he venido a buscarlo, Beltré ―dijo el gobernador Baéz―, las calles están
solitarias; pero detrás de cada puerta, son muchos los hombres que aguardan, escopeta
en manos, como si fueran de cacería.

Nadie se atreve a pasar por ese polvoriento trecho de calle azuana que las últimas luces
de tus ojos se empeñan en vigilar. Porque te vas, y ni siquiera osas parpadear, previendo
la absoluta oscuridad. "No me quiten las botas", pides, y en cada palabra el pecho se te
rompe como cuerda tensa; pero vuelves a pedirlo, porque más fuerte que el dolorcito en
pecho ‘e guapo, son las ganas que tienes de oírte entre las nieblas que van ganándote, y
sentir por la extraña resonancia de tus frases que aún alientas sin el sombrero Panamá y
sin el tabaco, allí con el cuerpo enfebrecido sobre la misma mecedora desde la que
miraste tantos lentos crepúsculos azuanos. "No me las quiten, que los hombres como yo
se van con ellas puestas". Ella te oye y llora, "tanto que te supliqué que no volvieras",
gimotea ella; pero ya no la escuchas. Te estás mirando de casimir y con el sombrero
Panamá por el parque 19 de Marzo, "Siempre fuiste así de terco", pelea su grito contra las
viejas tablas blanqueadas, y tú mirándote entre las claras calles rectas de Azua, sin el
dolorcito en pecho ‘e guapo que te está matando sobre la mecedora; respondiendo a los
saludos, "Adiós, don Báez", y el sol cegando, ¿"Cómo está usted, Ramírez", y el sol
quemando, "Abur, doña Luisa, ¿está mejor del reuma?", y el sol calcinando los
cuarterones resecos de una tierra que ya te llama.

21
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Después del solitario campanazo de las nueve y media, aún con el gallo tapado en la
funda, llamó a la puerta.

―Ya ni se cuida de que puedan verlo, señor síndico ―dijo la mujer que le abrió. Su rostro
espejeaba trasnoches.

―Déjese de escrúpulos Teresa, y dígale a la Meche que salga, quiero verla.

―Pues vaya usted mismo a despertarla ―dijo la mujer, haciéndose a un lado para dejarlo
pasar―. Anoche trabajó hasta muy tarde, y no creo que se ponga de buen humor si la
sacan temprano de la cama.

Entró. La estancia amplia con mesitas de madera diseminadas. Al fondo un largo


mostrador con superficie rojiza de formica corría de un extremo a otro de los muros. Con
pasos rápidos sorteó las mesitas y se dirigió a una de las puertas del fondo. Salió a un
patio circular ensombrecido por las ramas de tres añosos robles. Una vieja edificación de
madera pintada de rojo y con puertas numeradas rodeaba el patio. Sin titubear golpeó a la
puerta del número ocho, sin obtener respuesta inmediata. Volvió a llamar, y desde
adentro maldijo una voz de mujer enronquecida por el sueño. Abrió la puerta, y él la
empujó. Retrocediendo, la mujer cayó sobre la revuelta cama que acababa de abandonar.
Los ojos abotargados de mal dormir; la respiración pesada.

―¡Usted se ha vuelto loco ―gritó la mujer―, venir a estas horas y de esa manera!

―¡Cállate! ―ordenó la voz del síndico―. No he venido a eso, no tengo tiempo. ¡Hoy es un
día en que el mismo diablo pisará este pueblo!

La Meche abrió los ojos. Se alisó los despeinados cabellos sin dejar de mirar al hombre.

―¿Qué quiere decir usted?

Fue a sentarse al pretil de cama. Puso una mano sobre la desnudez del muslo femenino,
descubierto al subirse la bata en la caída de la mujer.

―Quiero decir, Meche, que hoy llega el Cabo Millo.

―Eso a mí no me quita el sueño ―dijo la mujer con aire afectado.

El síndico avinagró el semblante.

22
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Puede que a ti no, Meche; pero a muchos azuanos sí. Quiero pedirte un favor.

―¿Qué?

―No sé con cuántos hombres vendrá el Cabo Millo; pero es seguro que no vendrá solo.
Quiero que reúnas a varias de las muchachas y los emborrachen, Meche.

La mujer se levantó de un salto, y comenzó a pasearse por el reducido espacio del


aposento.

―¿Es todo lo que quieres?

―¡Sí! Se les pagará bien. Deben estar bien bebidos antes de las cinco de la tarde.

El sol baja como una maldición que azota la tierra polvorienta. Diez campanazos recorren
en lentas ondas expansivas las calles desiertas. El pueblo se ha callado en plena mañana.
Bajo el cielo sin nubes suena la incongruencia de un súbito trueno. La cueva de Martín
García brama preludiando la carrera y los gritos de Damián por las desoladas calles:

―¡Llegó el Cabo Millo!

Debajo de las tinajas de barro los grillos cantan la muerte. Te empeñas en hablar, como si
hablar confirmara que no te mueres. A ratos esa voz de hombre guapo se te rompe en tos,
se te baña en sangre. Crece el rumor de los pasos de tu sobrino. Arrecian rezos y sollozos
que tu hermana va tirando contra las paredes. Casi, en cada dolor que le saca el grito,
puede vengarse de esas viejas tablas que presenciaron tu nacimiento, y que hoy, con
tanta muda inclemencia asisten a tu muerte. Porque de que te mueres, te mueres, Cabo, y
ni siquiera sabes que el doctor no ha venido; que primero tu sobrino se lanzó a las
extrañamente vacías calles del pueblo, con los pasos apremiados por el alma, y buscó al
doctor que dijo que venía, pero nunca vino. Y así te vas, Cabo, sin nadie que derrame una
mirada profesional sobre el agujerito que te mata. Y cantan y cantan los grillos
acompañando la sollozante vigilia de tu hermana. Por la puerta abierta del patio el dulzón
aroma de la Dama de Noche entra a husmear los entrantes, se adhiere a los muros, y su
olor siempre agradable a tu hermana, hoy la estremece y la incita a pensar en difuntos. Tu
hermana que mira de par en par las puertas. Tu hermana que te oye repetir "no me quiten
mis armas, no me hagan pasar esa vergüenza", y piensa ella que la casa está muy vacía
para creer que un moribundo se despide, y recuerda otras agonías y otros velatorios con
los aposentos repletos de murmullos de vecinos, y el patio iluminado, y el sabor del café
engañando el trasnoche de los círculos de fumadores que hablan en susurros. Pero ahora

23
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

nada de eso existe, Cabo, y sin embargo te mueres en una mecedora, de frente a la calle y
a la noche.

Antes de la media noche llegaron los pasos y te animaste, Cabo. Con dolor de pecho
levantas la pistola y apuntas hacia la calle, porque nadie te rematará, Cabo, y se lo dices
así a la hermana que ya no logra entender lo que hablas. Dispararás, aunque disparando el
pecho se te abra en una lluvia roja que te deje tendido para siempre sobre la mecedora. El
bastón llegó primero, y luego nació el grito de tu hermana y con el grito el salto del
sobrino que te agarra el brazo y levanta el cañón de la pistola hacia el cielo raso. "No vaya
a tirar usted, Cabo. Es don Francisco. ¿No lo reconoces"? Lo ves tras el velo que ya
empaña tu mirada. Sí, es él. Viejo y encogido sobre sí mismo, el hijo del "Gran Ciudadano".
Lo ves, y casi no oyes que te dice que arrastró sus pasos Pueblo Arriba, y escupió contra el
polvo maldiciones e impotencias para que no te mataran, Cabo. Lo ves, y casi no
entiendes que te habla, que anduvo todo el Pueblo Abajo, que habló con hombres, que
dio sus órdenes, que dispuso medidas para que no te mataran, Cabo; pero ya te han
matado.

Reverbera el sol. Once campanazos lastiman los oídos de los perros realengos. Un
vientecillo de calor levanta polvo y papeles en un breve remolino que agoniza en las sucias
cunetas. Azua suda bajo su infierno solar, y a lo lejos, Martín García enfurecido, acentúa
su vozarrón de trueno sobre el silencio del valle.

―He dicho que no quiero violencia ―tremoló la gastada voz del anciano gobernador.
Miró con desconfianza las recién desempolvadas escopetas que llevaban los hombres.

Eran hombres casi sin rostros. Ya no tenían más razones que su odio y su venganza, y las
habían puesto de pie con ellos esa mañana.

―No debió venir, señor gobernador ―dijo cualquiera de ellos. Todos parecían iguales.
Desfasados bajo un calcinante sol que derretía sus rasgos individuales;
despersonalizándolos.

El gobernador, don Francisco Báez, extrajo un pañuelo del bolsillo del saco, y se restregó
la frente, antes de emitir un largo suspiro, acompañado de un movimiento negativo de
cabeza.

―Todo hombre que salga esta noche será arrestado. Hablaré con el Cabo Millo hoy
mismo, para que abandone el pueblo; pero no quiero violencia, así que vuelvan a meter
esas escopetas de donde las han sacado.

―Ese hombre no verá el anochecer ―dijo otro del grupo, con voz desafiante.

24
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Así que dijeron que no volverías a pisar este pueblo, Cabo; pero ya estabas aquí con tu
sombrero Panamá bajo el sol azuano, y los gritos de ella son como una premonición,
desatándose calle abajo para ir a tu encuentro. Ya estabas aquí, Cabo, y te parabas firme,
como si en vez de hablarle a camaradas de siempre, te detuvieras frente a un ejército de
rostros rígidamente anónimos a la hora de pasar revista. "Vayan a divertirse, muchachos",
es tu voz la que resuena aún viva bajo la resolana, "de mí no se ocupen, que yo sé dónde
estoy y con cuáles gentes brego". Y antes de que se dispersaran, ella que se te echa
encima, Cabo, ella que te moja la cara con su cara y te reprocha con su grito, "¡No debiste
venir, Remigio!". Su piel se convulsiona bajo el duelo del vestido, y la ves más parecida a la
vieja, "Ese artículo del periódico lo único que perseguía era atraerte aquí, Remigio. ¿Cómo
no te has dado cuenta"? Habla como hablaba la vieja desde la mecedora que arrastraba a
la calzada en las bochornosas noches de agosto. Sí, Cabo, cada vez más parecida a la vieja
que se abanica el rostro y sin dejar de balancearse en la mecedora de caoba te aguanta el
beso en la frente, te soporta el "no vuelvo tarde", y acaba gritando a tus espaldas
"¡Acabarás mal, Remigio, los hombres guapos siempre acaban mal!". El recuerdo de la
vieja, el lacrimoso abrazo de tu hermana te impulsan a despojarte del sombrero Panamá,
y a buscar, por encima de la cabeza que ella reclina contra tus hombros, el viejo
cementerio municipal. "Allá está la vieja", pensaste, Cabo, y tus ojos se llenaron de la
arboleda del parque 19 de Marzo, buscando detrás de ella, la blanca sombra quieta del
cementerio. "El pueblo parece un Camposanto", murmuraste sin reparar que tus palabras
acrecentaban la inquietud de ella, Cabo. "Este pueblo, Remigio", dijo ella levantando la
barbilla y conteniendo el llanto para mirarte, "está de cacería, y tú eres la presa".

La Meche vio llegar a los seis hombres cuando doce campanazos subían al sol a la
despejada mitad del siempre azul cielo azuano. "Ni siquiera tuve que salir a
encontrármelos", pensó, trepando una pierna sobre otra, y dejando al descubierto la
provocadora mitad de un muslo de mulata.

―¿Temprano para diversiones? ―preguntó uno de los que llegaban, con voz untada de
socarronería.

Sacó un paquete de cigarrillos de la cartera. Dejó entrever, inclinándose para encender el


cigarrillo, la turgencia de sus senos por el escote abierto del vestido. Sus pestañas
alargadas parpadearon rápidamente, y sus gordezuelos labios estiraron la sonrisa pintada.

―Nunca es temprano para gozar la vida, caballero ―su voz luchaba contra una ronquera
que sonaba a tabaco y alcohol.

―No deberíamos quedarnos aquí ―dijo el que parecía más joven. Llevaba el bigote
afeitado, y una espesa patilla caía en forma de L sobre sus maxilares.

25
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Demetrio siempre se pone nervioso cuando está entre muchachas ―se burló el que
había hablado primero.

―Pues aquí no metemos miedo ―dijo entre risas la Meche. Sobándose con las palmas de
las manos el muslo descubierto. Agregó con voz meliflua―: Avisaré para que vengan las
muchachas, y ya verán cómo hasta ese niño cambia de opinión.

―No deberíamos quedarnos ―insistió Demetrio―, el Cabo podría necesitarnos.

La Meche se puso de pie para buscar a sus compañeras. "Ya no hay dudas", pensó,
mientras se asomaba al patio y llamaba, "son la gente de Cabo Millo, y no debo dejar que
salgan de aquí. El síndico Beltré pagará unos cuartos por unos clientes que de todas
maneras me iban a caer".

―Ya cállate hombre, y enchúlate con una ―le dijo a Demetrio uno de sus compañeros,
mirando a las mujeres que se acercaban riendo entre retazos de conversaciones.

―No me da la gana ―porfió Demetrio―, no quiero que se diga que al Cabo Millo lo
mataron mientras yo estaba enchulado con un cuero.

Le sirvió los moros al tan de la una.

―¿Es que ni siquiera vas a dejar esa embromienda quieta ni para comer? ―preguntó
Lucinda con voz destemplada.

Se acomodó la escopeta entre las piernas, y probó el primer bocado.

―Es mejor que la tenga a mano, mujer, porque de un momento a otro empezarán los
tiros.

―¡Ofrézcome, Virgen de Altagracia! Te has pasado todo el santo día llamando una
desgracia. Como no sueltes esa maldita escopeta, el primer muerto serás tú si se te zafa
un tiro, Damián.

No la escuchaba. Tomó el aguacate y partió una tajada.

―A ese hombre se le dijo muy claro que no pusiera un pie en Azua, Lucinda.

26
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Y dale con la misma vaina ―dijo ella, escanciándole agua de un jarrón en un vaso―,
parece que todo el pueblo no sabe decir más que esas palabras: Que se le dijo que no
volviera, que si vuelve es una ofensa, que ya es hombre muerto. ¡Coño, ya estoy harta! Y
total, el hombre está aquí desde hace horas, ¿y qué ha pasado, Damián? Las calles
desiertas, y los que tanto hablan detrás de las aldabas como mujeres.

Le quitó la cascara a la tajada de aguacate. Se quedó mirando a su mujer, luego de poner


el cuchillo sobre la mesa.

―Lo que pasa es que ese tipo es muy escurridizo; pero ya han ido a buscarlo un par de
veces.

―Nada de escurridizo, Damián, que el hombre no vino escondido ni se está ocultando. Lo


que pasa es que no lo han encontrado desprevenido, y ninguno de tus amigotes ha tenido
valor para dispararle de frente.

Las dos, Cabo. El sol es una mano que oprime las respiraciones y arranca un denso vaho de
las calles. Las tres, Cabo. El pueblo en falsa calma. Tensión y angustia. El sol decidido a no
ceder su opresor gobierno de calor que entreabre los botones de las camisas, y desciende
como un mazazo sobre sienes y frentes. A las tres, ella intentaba guardarse el llanto, Cabo.
A las tres, ella comenzaba a creer que te volverías vivo a la capital; pero el silencio, la
calor, y horas de anticipar esa muerte que ahora conoces sobre la mecedora, acababan
reabrumándola, y volvía el estremecimiento de escuchar pasos en unas calles que sólo
hollaba el sol. El sol y el miedo, Cabo. Volvía el desasosiego al mirarte, y tú se lo descubrías
a rostro descubierto. Era una mirada de última vez. Una mirada que se llena de golpe con
todo lo que puede abarcar, sentir, atrapar. Y otra vez a llorar quedito por los rincones,
Cabo, mientras los campanazos de las cuatro se adueñan de la soledad de tiendas y
pulperías, de mercados y de plazas. Sólo allá en los suburbios se oye vida. Risas y cantos.
Frases que se rompen a mitad de borracheras, Cabo. Solo allá se oye vida, y piensas en tus
hombres con una sonrisa que va comiéndote poco a poco la vida debajo del bigote. A las
cuatro pudiste verlos. Eran más de cinco sombras derretidas por el sol sobre la calzada de
al frente. Sin ruidos, para no alarmarla a ella, acercaste la carabina a la ventana; pero las
sombras se las llevó el sol, difuminándolas al viraje de la bocacalle.

―Esto se acaba antes de las siete de la noche, mujer ―dijo Damián, levantándose para
salir a la calle, con la escopeta entre las manos―, al viejo Báez se le ha metido en la
cabeza decretar un toque de queda, y hay que arreglar este asunto antes de que
oscurezca.

27
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

―Quédate en casa, Damián ―pidió Lucinda―. Que al fin y al cabo, a ti ese hombre no te
ha hecho nada.

Se detuvo a la puerta. Cinco campanazos despedían a un sol que aún quemaba.

―Tú no entiendes de esto, Lucinda. No es una vaina personal, es peor, ese hombre nos
ofendió a todos como pueblo, y para colmo regresa creyendo que tiene más pantalones
que todos.

A las seis, Cabo, fue a las seis, cuando el sol de Azua deja de ser un martirio sobre la piel, y
como una enorme burla amarillenta sonríe alejándose en dirección a San Juan de la
Maguana. A las seis, Cabo, con mortecina luz amarilla y zagueras bocanadas de vientos
caliginosos. Cuando la calzada te invitó al paseo de la muerte con un cigarrillo entre labios,
y el eco de las campanas de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios repercutía en los
contenes sucios, en los grises charcos disminuidos por la lengua de un soleado día azuano,
en las endijas empolvadas de las casas que los moradores procuraban tapiar con cal. No
supiste de donde vino la muerte. Solo ese brusco picotazo en el pecho que te tumba el
cigarrillo y que te dobla con un "Coño, tanto hablar mierda para matarme así".

Todos sus compañeros se habían marchado con las mujeres a los aposentos. En el bar,
frente a siete frascos de ron vacíos y un cenicero hediendo a colillas arremolinadas,
quedaban él y la Meche.

―¿Le temes a las mujeres, Demetrio? ―interrogó la voz ebria de la mujer con un despojo
de burla de la que a última hora se desiste.

La miró por encima de la mesa, sosteniendo su brumosa mirada.

―No es eso ―dijo lacónicamente.

―¿Se puede saber qué es, entonces, hombre? ―preguntó sin ansiedad. El fósforo
temblaba en sus manos imprecisas al encender el cigarrillo.

―Busco a las mujeres en su ocasión. No he venido a Azua para eso, y ahora mismo un
compañero puede estar en peligro.

Levantó el rostro pintado, empujando la bocanada de humo hacia el cielo raso. Se puso de
pie, y fue a sentársele en las piernas al hombre.

―Olvida ese asunto ya, hombre. Si quieres que te diga, estos son otros tiempos, Azua está
muy cambiada, y aquí nunca pasa nada, amorcito.

28
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Demetrio no respondió. La Meche dejó resbalar una mano experta por sus patillas.

―Mira, no perdamos el tiempo, por qué no me sirves un último trago y nos vamos a mi
cuarto.

La empujó violentamente, poniéndose de pie.

―¿Oíste eso? ―gritó como un loco y corriendo hacia el patio llamando a sus compañeros.
A su espalda la Meche maldecía desde el suelo con las piernas despatarradas y el vestido
quemado por el cigarrillo.

―Salgan ―vociferaba Demetrio en el patio―, ha sonado un disparo, salgan, el lío ha


comenzado y el Cabo Millo está solo. ¡Salgan ya de una maldita vez!

Los hombres salieron amarrándose los cintos unos, con los zapatos en las manos y sin
camisas otros; detrás de ellos las mujeres desnudas reclamaban que se les pagara.

―Más te vale que sea verdad lo que dices, Demetrio, porque si no...

Hasta el patio ya metido en sombras llegaron los ecos de nuevas detonaciones.

―No perdamos más tiempo ―dijo Demetrio―, esos tiros suenan por los lados de la casa
del Cabo Millo.

Salieron a medio vestir. Delante de ellos el aire enrarecido por la pólvora del tiroteo;
detrás, las reclamaciones insultantes de las mujeres.

Ella los avizoró desde el umbral y por entre las lágrimas que le opacaban la mirada.
Llegaban con el resuello de la carrera en la boca y con el rojo inflamado de la borrachera
en los ojos, Cabo. Pero ella ni se percató siquiera, porque adentro ya te morías sobre la
mecedora, y desde la puerta su voz rota por el llanto gritaba que trajeran al médico. Ellos,
Cabo, ahora que amanece, y retorna el castigo del sol, no se detuvieron a mirarte.
Corrieron a la casa del doctor. Lo encontraron tan lívido como tú, y como tú Cabo, sentado
en una vieja mecedora con tus matadores de frente encañonándolo con sus escopetas.

Del libro inédito Momentos dominicanos.

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

La muestra

"Sí señor, yo tengo información sobre la matanza de haitianos. A mí me mataron a mi madre y a cinco
hermanos, y después perdí a mi padre"

Inocencio Pérez, alias "Ñoño"


Holocausto En El Caribe
Miguel Aquino García.

―¡Se acabó la robadera!

El Generalísimo Trujillo, uniformado de verde olivo, enfatizó la exclamación con una


sonora patada sobre el piso de madera en la tesorería de la ciudad de Dajabón. A sus
espaldas, la orquesta de Luis Alberti enmudecía; frente a él, la sorpresa disipaba la
borrachera de centenares de rostros que segundos antes sonreían bailando merengue.

Las temblorosas manos de la mujer recogían con apremio las raídas mudas que había
arrojado sobre el camastro, para meterlas en una funda de tela. Sus labios se movían con
la misma rapidez de sus manos para rezar en creole.

―Debes irte con nosotros, Antoine ―dijo la mujer dejando de rezar―. Lo que vino a
anunciar el alcalde de Loma de Cabrera va en serio, por los lados de Dajabón han
aparecido haitianos muertos a puñaladas o apaleados.

Antonio miró al más pequeño de sus hijos jugando en un rincón del aposento. Se acercó a
él para cargarlo.

―No mujer ―dijo levantando al niño―. Yo no puedo dejar que toda mi tierra se pierda,
además, mírame bien, yo soy dominicano.

―Eres hijo de haitiana, Antoine, y ellos lo saben ―gimió la mujer, anudando la funda―
¡No van a tener piedad, no la van a tener! El alcalde habló muy claro, quieren que dejemos
estas tierras antes de 24 horas.

―¡Se le acabó la robadera a los mañeses! ―insistió la voz aflautada de Trujillo, y una
segunda patada rabiosa volvió a estremecer el piso―. En toda la frontera, desde

30
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Pedernales hasta Dajabón, los mañeses se han adueñado de grandes propiedades de


tierra.
Riadas de cuerpos escuálidos y sudorosos desafiando la solana fronteriza rumbo al
Masacre.

―Sólo es una muestra ―dijo el alcalde de Loma de Cabrera.―En cada pueblo, en cada
campo de la frontera se hará con un par de haitianos, los demás deben pasar el río antes
de 24 horas, el jefe lo ha ordenado.

―Tú te irás con los muchachos, mujer. Esperarán en Haití hasta que las cosas se calmen y
los mande a buscar. Se irán hoy mismo, no hay tiempo que perder.

A lo largo del camino entre Loma de Cabrera y Dajabón, las ensangrentadas muestras
comenzaban a descomponerse bajo el sol.

―¡Se acabó la robadera! ―exclamó Trujillo por tercera vez, la excandecencia de su voz
aumentaba―. Desde hoy, aquí en la frontera no existirán más desapariciones de ganado.

En la Tesorería de Dajabón volvió a sonar el merengue, "Leña lleva el burro/carga’o de


amorío"... Trujillo invitó a bailar a una de las cuatro mujeres que le acompañaban en la
fiesta.

Salieron en busca del río Masacre, vadearlo significaba continuar viviendo. Atrás quedaron
Antonio y su hijo mayor. La mujer y sus cinco hijos se unieron en silencio a cientos de
haitianos que perseguían afanosamente cruzar la frontera. Las muestras aumentaban, la
guardia las dejaba tiradas en los caminos vecinales, vísceras relucientes al sol y cabezas
destrozadas a palos, atemorizaban y aceleraban la huida de millares de harapientos
haitianos.

―Nos vamos hoy mismo para Haití ―dijo Antonio a su hijo, con lágrimas en los ojos―. Los
mataron a los seis, a mi mujer y a tus hermanos, los mataron anoche en la Sabana de Juan
Calvo.

Toda la orilla del Masacre entre Loma de Cabrera y Dajabón, apretando la mano del único
muchacho que le quedaba, divagando, maldiciendo a ratos, y a ratos explicando en voz
alta motivos que el niño no entendía.

―Somos dominicanos ―pero tu madre tenía razón, la guardia no lo entenderá ni tendrá


clemencia, porque somos hijos de haitianos aunque nacimos aquí...

31
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

La luz difusa del amanecer revelaba paulatinamente los contornos del monte. Padre e hijo
resollaban por el continuo esfuerzo. Habían caminado durante toda la noche.

―Si me hubiera ido con tu madre y mis hijos, quizás no los hubiesen matado, habríamos
alcanzado la frontera, como estamos a punto de alcanzarla tú y yo.

En un paraje cercano a Dajabón vadearon el río. Al pisar la otra orilla, el hombre respiró
profundamente, del otro lado quedaban sus tierras abandonadas, quedaba su casa vacía,
y en alguna fosa común, calcinados, los decapitados cuerpos de su familia. Apretó la mano
de su hijo mayor y echó a andar por la ribera haitiana del Masacre.

Era voz de guardia y en creole la que ordenó que se detuvieran.

―No temas ―calmó al muchacho―. Aquí estamos seguros, estamos en Haití.

Las bayonetas lo empujaron contra el río. Cinco soldados haitianos, nerviosos,


comenzaron a interrogarlo.

―Han matado a muchos ―le dijo en su creole de fuerte acento español―, me mataron a
la mujer y a cinco de mis hijos; por todos los caminos llevan a cientos atados de las manos.

―¡Eres dominicano! ―lo acusó uno de los guardias―. Hablas como dominicano, y tu piel
es como la de ellos.

―¡No! ―negó Antonio―, vengo huyendo porque los dominicanos me consideran


haitiano, soy hijo de haitiana, este es mi país, no puedo volver a cruzar el río ―dijo
mirando hacia la otra orilla, la podía distinguir claramente bajo la luz del nuevo día.

―Dejemos ir al muchacho ―dijo uno de los guardias―. ¡Anda, vete!

Lo vio por última vez a orillas del río, de espaldas a la tierra de la que huía, pisando los
bordes de otra que no le brindaba refugio. Uno de los guardias lo empujó con la culata del
fúsil. Echó a correr y antes de perderse de vista, la descarga de fusilería le dijo que se
había quedado solo en el mundo, en una tierra que no era la suya.

Del libro inédito Momentos dominicanos.

32
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

El tren local

Edith jamás entendió por qué, si mi destino era Bay Ridge Avenue, tomaba el primer tren
R o N que arribara entre las 5: 15 y las 5: 30 P.M. a la estación de Pacific Street. En más de
una ocasión sentí deseos de explicárselo; pero motivos para resoluciones tan extremas, no
son fáciles de exponer. Ni siquiera a la trigueña Edith, quien denodadamente, y
exhibiendo en derroche su sonrisa de hoyuelos en las mejillas, procuraba comprenderme
en todo, incluso, hasta en eso de no abordar el tren B, que me llevaría directamente hasta
la 36 Street, en donde realizaría la transferencia al tren R para llegar a Bay Ridge Avenue.
Prefería, en pleno rush hour, los trenes locales R o N, llegaran o no, antes que el tren B a
Pacific Street. Edith sonreía displicentemente, reservándose amablemente su criterio. Al
principio debió catalogarme como el imbécil más paciente de todo Brooklyn.
Estúpidamente, desdeñando abordar el tren B, debía efectuar las cuatro paradas de rigor
para los trenes locales, entre Pacific Street y la 36 Street, con el adicional inconveniente,
de que cuando el tren N se adelantaba en llegar al R, por necesidad debía realizar el
trasbordo del N al R, porque el tren N, a partir de la 59 Street, una estación anterior a la
de mi destino, se desvía hacia Coney Island. El desfavorable criterio de Edith, varió
radicalmente, cuando me oía indagar si el tren N corría localmente o no. En ocasiones,
durante el rush hour, el tren N realizaba el mismo itinerario del tren expreso B, desde
Pacific Street hasta la 36 Street, sin detenerse en Union Street, 9 Street, Prospect Avenue,
y la 25 Street.

Cuando el tren N fungía como expreso, no lo abordaba. Edith, como mujer al fin, pensó en
otra mujer. En alguien que presumiblemente me aguardaba en alguna de las cuatro
estaciones ubicadas entre Pacific Street y la 36 Street. De manera tan simple dejé de ser
para ella el estúpido más pacienzudo de Brooklyn, para convertirme en el más ruin de los
impostores. Escasearon las sonrisitas de hoyuelos, vivía el eterno desencanto femenino:
Su hombre, era otro hombre idéntico a los demás. En la oficina, apenas cruzábamos
algunas frases: ¡yo era tan cínico como los otros! Crecieron sus mutismos, a la hora de
aguardar los trenes en el andén de Pacific Street: ¡era tan mezquino y embustero como
todos! Dejó de telefonearme con la frecuencia de antes: ¡yo era tan descarado! ¡Hacerlo
así, tan evidente! Dejar pasar el tren conveniente, para irme con la otra... Pero Edith
ignoraba que el asunto no se trataba de faldas, ni de conveniencias; que si alguien se
perjudicaba, por la aparente decisión estúpida de preferir el tren local, al expreso, con su
implícita demora en llegar a mi hogar, no era precisamente yo.

33
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Siempre lo alcanzaba a divisar en el andén de la 36 Street, esperando el tren B, para


tomarlo hasta Bay Parkway. Me molestaba verlo allí, porque se la tenía jurada a Kevin, y
ya, un par de años resultaban excesivos elaborando, deshaciendo y rearmando planes. La
idea esencial era inamovible: Tendría que ser en el subway, y desde Pacific Street, precisar
- en esa época, como Kevin tomaba el tren B en la 36 Street, yo abordaba ese mismo tren
en Pacific Street - el vagón que tomaría Kevin. ¡Todo parecía perfecto! Kevin abandonaba
su lugar de trabajo a las 5: 00 P.M., y de 5: 15 a 5: 30 P.M. aguardaba el primer tren B que
arribara. Justamente yo llegaba a Pacific Street, luego de concluir mi faena laboral, a las 5:
15 P.M., a tiempo para tomar el tren que Kevin abordaría cinco estaciones atrás. El
problema, la única contrariedad consistía en la estación 36 Street. Demasiado inadecuada
para el ágil desarrollo de lo tramado. Uno de los escollos más desalentadores lo constituía
el trayecto que había que recorrer hasta la calle. Tendría que subir escaleras, atravesar el
amplio recinto en donde se ubican las casetas de expender tokens, y nueva vez subir
escaleras para salir a la calle. Además, en la 36 Street es un albur precisar el vagón que
elegiría Kevin, porque las casetas de vender tokens no están situadas en el andén, sino en
un nivel superior a este, y porque, pese a su carácter pusilánime, Kevin, quien en otra
estación no osaría moverse del área de seguridad, en la 36 Street se movía libremente,
sintiéndose protegido por encontrar personas a lo largo de la plataforma. De no ser por
estos inconvenientes, todo hubiese resultado sencillo, idóneo. Él entrando al mismo
vagón, del cual yo salía para tomar el tren R hasta Bay Ridge Avenue.

¡Él entrando y yo saliendo, y acabarlo todo ahí! No más postergarlo, o pensar en nuevas
ideas. No mas aferrarme a la manija y escrutar por el cristal de la puerta, para verlo
insignificante y hueco entre la muchedumbre del andén, y ahí mismo acordarme de
Arnold. Arnold boca abajo y con los brazos extendidos, arañando el asfalto con una rabia
que ya no advierte.

Los planes estuvieron al borde de un irremisible abandono. Preferible olvidar a Arnold. Al


pobre Arnold tirado contra la niebla y la llovizna de una noche. La vida me ofrecía unos
días para Edith, y no tenía derecho a matarlos por el impulsivo juramento que me
arrancaron unos momentos de impotencia, entre haces de luces y sirenas policiales.
Mirando a Arnold sobre el asfalto, estólidamente boca abajo, y perdiendo unos instantes
de paquete de cigarrillos compartidos, de camaradería nocturna y callejera. Me rebelaba a
pensar de esa manera; pero también se lo advertí, se dejó envolver por el negocio.
Actuaba arriesgadamente, sin molestarse en tomar precauciones. Entreveía un funesto
desenlace y se lo anuncié. ¡Pobre Arnold! Él, con su sonrisa de chiclets masticados, no lo
creyó. ¿Qué me iba a creer? Ni yo mismo pensé en el grupo de curiosos que se
aglomeraba, ni en las sirenas, ni en la noche lloviendo gotas de cielo sobre su espalda.
Presentía que acabaría encerrado una temporada; pero ahí, y así tirado como un perro a la

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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

orilla del desagüe, y tan lejano de las voces de los policías que ordenaban circular a la
gente. ¡Así nunca, y menos boca abajo! ¡Pobre Arnold, con su ignominioso agujero sobre
el pulmón derecho! Boqueando boca abajo, aspirando el polvo de un millón de días de
calles. ¡ Así no! Pateando sin conciencia el asfalto. ¡Pobre Arnold! Noticia de tres líneas en
los partes policiales de cualquier matutino, y luego un sucio de vida que se ha roto; una
mancha de conciencia sobre días anónimos y anteriores. ¡Y luego nada! La oscura nada
densa de esa noche de neblinas y de lluvia sobre la herida de bordes chamusqueados en la
espalda. ¡Pobre Arnold!

Kevin realizó un cambio en su vida. El que necesitaban mis elucubraciones para llevarlas a
la práctica. Me enteré que cambió de trabajo, y que la nueva estación para tomar el tren,
de retorno a su apartamento, era Prospect Avenue. Estaba forzado a tomar el tren N o R y
pasarse al tren B en la 36 Street. Comencé, pese al circunspecto rostro de incredulidad de
la trigueña Edith, a tomar el tren local. Mis informes no andaban errados. En Prospect
Avenue, Kevin aguardaba el tren dentro del área de protección. En Pacific Street, como en
la 36 Street, la caseta de vender tokens queda en un nivel superior a las vías; pero no
resultó difícil determinar, que si me situaba a esperar el tren entre los dos teléfonos
públicos, poseía buenas posibilidades de abordar el vagón que tomaba Kevin, que
usualmente era el que se detenía frente a los posímetros de entrada al andén. Algunas
tardes entraba a un vagón anterior o posterior del que se detenía frente a los posímetros.
Esta insignificante desubicación la corregía, orientándome cuando el tren se detenía en
Union Street, luego, con el tren en marcha, me pasaba de un vagón a otro.

Invariablemente fui encontrándome con Kevin en Prospect Avenue. Ganas no me faltaron


de concluir el asunto cuanto antes, porque al verlo, la inmerecida muerte de Arnold me
crecía boca abajo. Conteníanme los minúsculos detalles que faltaban ajustar, para dar le a
mis planes su matiz de perfección. Cerciorado estuve que Kevin siempre entraba al vagón
por las puertas centrales de este. Esta eventualidad significaba una ventaja adicional, pues
esas puertas quedaban más cercanas a las salidas del andén. Convencido estuve de que,
cuando a la vera de él habían personas dispuestas a entrar al tren por la misma puerta, él,
amablemente, optaba por entrar de último. Entonces, a la hora del día elegido, no debía
precipitarme en abandonar el tren. Simularía que no me bajaría en esa estación hasta
verlo entrar. ¡Él entrando y yo saliendo! ¡Ah, tanto imaginarlo, tanto pensarlo para quedar
en paz con Arnold! Porque lo que más me duele, es saber del bochornoso modo que se lo
cargaron. Si se hubiese quedado con las manos tibias de pistola ilegal, en un
enfrentamiento con la policía; sabiendo que la muerte pisaba el cuerpo mojado de la
nocturnidad con estampidos y olor a pólvora... Y nada. Sentirse como un hombre de cara a
un peligro en oleajes de momentos que hieren el paladar. ¡Pero así! Sin saberlo, es como
si nunca abandonara a la noche y a la lluvia, con su espalda perforada; como si nunca los

35
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

paramédicos lo viraran contra ese pertinaz orín de cielo, que le limpió de polvo el rostro
contraído. ¡Demasiado hombre, para que Kevin lo intentara de frente! ¡Demasiado
hombre, para que se lo cargaran de esa mala manera! Y es lo que más me molesta. Un
dolorcito de cara contra el asfalto; una molestia de acabar así. La vida se fuga en un paso,
se marcha en una respiración, y ni siquiera entenderlo, ni saber por qué se va cayendo;
porque de golpe ha cesado la noche de ruidos de automóviles, y de luces callejeras semi-
disipando nieblas, para irrumpir en una nocturnidad de avenida que se viene contra la
cara, contra el estupor, contra la nada.

Pude, ante su cuerpo caliente, delatar a Kevin: ¡"Lo mató él, oficial! El bastardo de Kevin
Moore se lo cargó a traición"! Pero prefiero y degusto este momento de tren local que
abandona Union Street. Este momento de planes anteriormente pospuestos. Este
momento tan de Arnold y... Atrás va quedando la estación 9 Street, Prospect Avenue es la
próxima. Tan de Arnold, porque es lo que él hubiese hecho. Cara a cara en un segundo de
Arnold. ¡Él entrando y yo saliendo! Así de fácil, y tan sobrecargado de cólera el momento!
Tan lleno de Arnold, para que lo vea el hijo de... Para que se lo lleve cansado de lluvia y de
noche boca abajo en la vidriosa mirada. Él entra y yo salgo. Ambos con Arnold vivo en el
mango del puñal que los usuarios del tren aún ignoran en el pecho de él; ¡vivo, el pobre
Arnold, tan vivo en el segundo en que el frío de Fourth Avenue me azota la cara, y ya con
la deuda cobrada, realizo señales a un taxi!

Del libro inédito Sobre sueños y escrúpulos

36
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

Tres gotas de misericordia

¡A él! ¡Sólo podemos culparlo a él! Habríamos preferido en aquella mañana verlo llegar
silbando bajo la lluvia. Pero llegó con él una oleada de pesimismo que nos sobrecogió
hasta reducirnos a despatarradas muñecas de trapo en el dintel de la puerta. Habríamos
querido verlo insignificante y solícito, dejar los tarros de leche a la entrada, y marcharse
sobrenadado de silencios, como todo repartidor de la compañía. ¡Pero no fue así!

Desde el primer día vino cabizbajo. Siempre lo veríamos con el alicaído caminar de su
diaria hipocondría. Al mirarlo tirarse del camión, discutimos si se trataba de otro lechero.
Convinimos que ahora nos lucía más pálido y espigado. No, no era el mismo hombre; y
nuestros días con él, buscaron y pisaron la rabiza de un tardío sentido, de una significación
que no tenían anteriormente.

No nos entregaremos a la resignación de un arrepentimiento. Refociladas aceptamos su


irrupción súbita en nuestra célibe monotonía. Nos hartaba captar trozos de vidas ajenas a
través de un sombrío ventanón. Despertar religiosamente a las seis de la mañana; rociar el
jardincillo, alimentar las palomas y detectar riñendo el rincón de dónde provenía el hedor
de la cacá de los gatos. No lamentamos haber conocido a Rafael. Nos hizo vivir a los
ochenta años: Todas las mañanas nos levantó un deseo indagatorio; una mortificada
ansiedad por conocer las nuevas calamidades, quejumbradas por la boca del repartidor.
Aguardamos, caminadas de impaciencias, verlo asomarse, el rostro avejentado y
virueloso, y quejarse de la miserable comisión devengada como cuando lo vimos por
primera vez; denegando pasar al salón un momento, pretextando la necesidad de
aparecerse con la prisa para cumplir a tiempo sus obligaciones. Aquel día nos levantamos
tempranísimo por él. Nos prometió, finalmente accedió, pasar a casa, y aguardábamos.

Usted también tendrá su día malo. Estoy convencida. Su desastroso día dilatado y poblado
de ocurrencias, pequeños contratiempos irritantes. Todo podría iniciarse como me
aconteció hoy: El reloj despertador no dejó oír su metálico grito a la hora acostumbrada, y
una se lanza desde el sueño toda nerviosa y con premura para no llegar tarde a la escuela.
En cualquier otro instante das con el vestuario elegido; ahí, pulcro, emperchado, a golpe
de vista en el ropero. En cualquier otro momento no resbala de las manos el cartucho
dentífrico ni olvidas la toalla ni te golpeas con la otomana o la esquina de la mesa. En
cualquier otro momento... Si arde la prisa en tus movimientos; todo te detiene, los objetos

37
CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE

rezuman vida: escurriéndose de las manos, huyendo de la vista o plantándose frente a


una.

El espejo del baño suele tirarnos a la vista un tibio rostro consumido de sueño... Entonces
recuerdas. "¡Loca!" Enarcas las cejas y arropas la frente con la mano libre. "¡Tanta
prontitud para nada! Es sábado, no habrá docencia". Y una se asusta de su cara, extraña
ya de tanto verla reflejada en mil despertares, enfermiza y soñolienta como un vagazo de
la noche recién vivida. Un borrón de facciones opacando la desolada superficie vidriada. El
sobresalto cede, se flexibiliza; perdura en el espejo una delgada sonrisa bañada de sádica
soledad.

Apoltronada en el sofá, ¡ah, si pudiera! me sentiría enormemente dichosa. Sí, dichosa;


dejas discurrir las soporíferas horas del sábado. Te levantas sólo a cambiar el disco o a
reponer en el vaso la porción de brandy. Pero, ¡ni soñarlo!, las hermanas Villalba, las
infatigables hermanas Villalba, aguardan mi visita. Y más vale no faltarles; luego no
perdonan, no olvidan y reservan y sirven el desquite presentándose cuando menos las
esperas. Tania, sobre todo Tania, exacerba los sentidos con su sordera progresiva y sus
sermones de maestra jubilada. Graznan como cuervos y como cuervos, las muy harpías,
caen sobre usted. A ver: ¿Qué le importa a una su nuevo lechero? Su "muy infeliz y muy
simpático lechero", según Tania.

La mañana del viernes latía bella. ¡Hermosa! Y se difuminó toda, como volutas de humo.
Repentinamente, igualada a un debilitado soplido de contra-aliento, la frescura matinal
muere y te hallas ovillada por la inapetencia entre las serias paredes de una sucursal
bancaria. Nadie_―se me ocurre―_te creerá si dices "me desagradan los bancos". La
espera dentro de filas inavanzables; el fastidio burocrático de ademanes y palabras en los
empleados, además ―¡vaya suerte!― coincides siempre con las encantadoras y
mortificantes hermanas Villalba.

Aquella mañana perfilábase como promesa de hermosura contrastada con la noche de


perros acabada de sufrir. Todo fue tornándose insoportable: A la inquietud suscitada por
la visita del lechero se sumaron zumbidos de zancudos, maullidos de mininos y nuestro
incómodo y constipado roncar. Nos turnamos para, rechiflando, tirarnos de la cama y
acallar mimosamente a los gatos. Sirvió todo de infernal aderezo al insomnio que nos
arrojó de los cobertores con el difónico canto de los gallos, cautivo en una tímida
vanguardia de purpúrea claridad.

Teníamos los rostros comidos por la zozobra. Las impaciencias, todas, citáronse en
nuestros ojos enfebrecidos de vigilia. Apenas eran las 6:00 A.M..., y él no aparecería,

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desgarbado y pensativo, hasta las 8:00 A.M. Ansiábamos el acaecimiento de algún


imprevisto..., que una de tantas contrariedades siempre padecidas por ese infeliz hombre
lo decidiera a repartir la leche más temprano; pero, el condenado, pecaba de
puntualísimo. Llegó a las 8:00 A.M. ¡Qué fastidio, a las ocho! La hora de verlo todos los
días, desde aquella primera mañana.

Es tu cara emergida como de algún dulzón letargo a punto de romperse, al reconocer tus
ademanes pecadores de negligencia. Tus ojos, hartos de velar pesadillas, miran
apagadamente los autos de la vía contraria. A tus costados huyen edificios y perros,
neones y gentes... Reduces en todas las intersecciones frente a la luz roja que
momentáneamente mancha tus pupilas. Y una se queda golpeando, abrumada de
inconsciencia impaciente, el volante, hasta que los claxons de los autos traseros gimen
paso. Respinga, toma aliento, y usted termina por reconocerse, acelera suavemente; las
ventanillas cerradas, los botones aseguradores hundidos; el cinturón paseándose bajo un
seno, perdiéndose por una axila. ¡Ya! Desde el exterior serás una impasible cara bonita y
aburguesada; una retocada cabellera coqueta. Mientras, el camino comienza a
reconocerte; a surgir abruptamente de su indolente encadenamiento a las huellas, a los
basurales, a las voces: a la vida.

Supongo que nos pasa a todos. Repentinamente te has puesto en marcha hacia donde no
quisieras ir... Y cómo se revelan, súbitamente, edificios y personas frente a una; de igual
modo afloran esas estupideces, fugaces e imposibles de retener, esos absurdos de no
querer llegar nunca, de ansiar que el trayecto se vuelva interminable. Pero las bocacalles
recuerdan la cercanía de tu destino, o algún restaurante o una rotonda o alguna casa
comercial. Siempre reconocerás algo identificando la mortificación de tus horas próximas.
Hasta que tu piececito se hunde en los frenos, tus manos suben el seguro y te ves
abandonando el coche. Estoy frente a la casa de las Villalba.

Aquel sábado en la noche, reumáticamente nos las arreglábamos para adecentar la casa.
Hubo que desterrar el mórbido hedor a cacá de gatos en todos los entrantes de la sala. A
punto estuvimos de abandonar las labores y entregarnos a la pueril soledad de penumbras
murmuradas por el desespero. No sonaba el teléfono. No acudía la voz cascada y
premurosa de Alejandra confirmándonos su visita. Nos miramos y la reanimación brotó de
la débil electrificación de dos miradas miopes encontradas. Retomamos el trajín,
revigorizadas. Ella vendría, era menester que ubicáramos todo en sitio; pero sobre todo
debimos eliminar cualquier huella pestilencial de mininos. Ignoramos desde cuándo
padece esa alergia gatuna. Cada vez que iba, y a nuestra edad, sufríamos tantísimo
pasando y repasando la aspiradora y revisando minuciosamente la sala, donde no debía
quedar uno sólo de los pelos de los mauras. Y sufrían ellos también. Entre maullidos y

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zarpazos los confinábamos en el ropero del antiguo aposento para huéspedes. Muchas
veces acordamos no recibirla, por nosotras y por ellos. Además, ya nos resultaban
fatigosos de soportar aquellos aleteos de narices, inquiriendo y dudando de la higiene de
nuestro hogar. Y aquellos relampagueantes vistazos semicirculares, y el simulacro de
impaciencia mal disimulada; mientras en realidad se complacía en oírnos y fumar en
silencio con el principio de aquel lenguaje que vendrá a su boca como un gemido de
hembra claudicante. En realidad, la veíamos inmiscuirse en nuestro presente desolado
para ser desde entonces lo que sería dentro de diez, quince o veinte años: Una solterona
relegada al pánico de una vejez parasitaria.

Oprimo el timbre y pienso "Aquí estoy, ungida para el sacrificio, sin desearlo, aquí estoy".
Como usted y cualquiera otra haría: comer sin apetito, beber sin sed o fumar sin deseos o
tararear la detestable canción que se ha escuchado por la radio. (Aún no abren, es preciso
pulsar cinco veces el timbre. Están requetesordas de vejez). Creo que sospechan el
desagrado: es verdad, sus caras reflejan una insufrible monotonía. Y nace el virtual
rechazo a sus temas de mi aquiescencia lacónica, de mi receptividad impermeable.
Entonces, todo un mundo translúcido y gelatinoso evoluciona en mi vientre, y sus ojos
ríen de años, de arrugas, de menopáusicos aislamientos al sorprender el reflujo
irreprimible de mis arcadas.

-Tania, te advertí que asearas la casa.

-Está toda limpia. Yo misma me cercioré, no encontrará huellas de gatos, señorita


Alejandra.

-Así es, señorita Alejandra, no vaya usted a vomitársenos por capricho.

Y timbro y timbro degustando el sadismo desbordado por la puntera del índice. Ellas están
conscientes de arrastrarme; me magnetiza el cómodo aburrimiento vegetal de sus
existencias.

Así como un manotazo de subrepticio azar, cualquier día(este día) te ves frente a sus
anilladas arrugas, y la desesperada noche rauda que sobrevuelan tus sentidos, grita que
existes dentro de la tediosa esfera de un día repetido. Imágenes de la película de otras
horas: el taxi tomado en la misma esquina. La señora que baja renqueando
angustiosamente cuando subes las escaleras. El impaciente gesto de ayer al luchar con la
cerradura del apartamento... Estoy girando en la órbita de la vida ya alentada. La boca, las
manos, las pisadas están congestionadas de pasados, de sucesos similares a los que forjan
este hoy. Los buenos días, constreñidos y resecos para el super del building, a pleno suelo
arrojados. Esos desidiosos recuerdos donde te ves acorralada cuando despiertas a mitad
de los silenciosos muslos negros de la noche, cuando friegas o miras una cara. Detesto las

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gavetas, los armarios. Todos los días están hechos de retazos de otros días. Esas nerviosas
manos rápidas apartando panties y brassieres, medias y pijamas, podrían dar con la
olvidada tarjeta para un San Valentín o con tu rostro de antes llorando de abandono,
consumiéndose sin vejez en una obligada sonrisilla para cámara fotográfica. Hoy di con su
preferido muñeco de peluche. Se electrizaron mis dedos, quedé agarrotada. Basta un
segundo para introducir treinta y cinco años de animadversión. Treinta y cinco solitarios
años tratando de inventar el olvido. De pronto conozco que no la olvido ni perdono. Por
eso estoy aquí pulsando el timbre. Las Villalba marean a una; hablan, hablan y tú alelada,
vana, estupefacta, asombrada. Pero ¿asombrada de qué? De nada. Es lo que me gusta, de
nada. Estúpidamente las oyes perorar, y cabeceas asintiendo. Sólo puedes hacer eso, las
pobres, no te dejan hablar... Es lo que requiero: Aturdirme de incoherencias octogenarias.

Y vino y metimos a los gatos en la última habitación. Y movió su nariz de mujerzuela


fumadora, y en abanico melindrosamente_―la muy descarada―_nos revisaron toda la
estancia sus ojitos de hurón. Y hubo el beso afectado. Y nuestra salud fue adquisición en el
carmín de sus labios. Y nosotras "Muy bien, señorita Alejandra, muy bien". Y ella "Me
siento atolondrada por la proximidad de las pruebas. Ustedes saben... Preparación de los
exámenes, promediar aplicaciones... Siempre ando deprimida para esta fecha. ¿Les
ocurría a ustedes? Y nosotras que sí, "claro que nos pasaba". Sonreíamos. Nos hacíamos
copartícipes de su apurada angustia magisterial "¡Ay, qué pesar, niña", le rodeábamos los
hombros de arrugas y dedos artríticos, "haberle dejado a usted el ingrato placer de la
docencia!" Y ahí mismo se nos echó a temblar de lloros; diciéndonos sentirse demasiado
desdichada en esa soledad que aterrorizaba los atisbos de tranquilidad donde aún podía
hurgar como una perrita en calor. Y lagrimones y pañuelitos y timbres de nariz constipada.
Teatro, creíamos, sólo teatro con esa redondeada carita y aquellos alcohólicos ojitos y la
voz de frustrada diva de Broadway. Nos miramos y decidimos girar de tema. Vaciar la
atmósfera de secundarias, escolares y exámenes. Hablamos de nuestro lechero. Desde
que lo conocemos sólo hablamos de él... Se nos hace agua la boca por hablar... "Y sepa
usted, señorita Alejandra, que no es la única sufrida en este mundo. Tenemos un lechero
que con el tarro de leche, nos deja una queja todas las mañanas. Y el pobre hombre se nos
antoja tan resignado, tan dejado a que la vida lo baile, señorita. Nos dice que Olga, su
mujer, lo abandonó, y figúrese usted, es capaz de sonreír. No más pone los pies a nuestro
umbral y nos murmura que a Rubencito lo ha encamado la difteria y la pasta no le da para
medicinas.

¡Una sabe! Algo lo dice, lo avisa, lo anticipa. ¡Olga! Ya imaginaba. El osito de peluche
tropezando con mis dedos a la mañana de hoy. ¡Olga! Un odio de cuatro letras es
demasiado corto, y de tanto callarlo; de tanto prohibírtelo en los tarjeteros telefónicos, en
las divagaciones, en los sueños; estalla sonoro e inaguantable. La boca no se mancha de

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ira; una extraña laxitud, temblorosamente como una lengua de reptil adormece los
sentidos. Sólo hay paz. Un sabor dulzón, seco, rejuvenecedor. ¡Olga y el lechero Rafael!
Todo te ofusca, te traiciona. La vida comienza a desatarse por el centro obviando los
extremos. Parqueas el auto, prefieres el subway, como antiguamente... Ahí estás: Union
Street. Calada de celos y fríos hasta la coronilla del armazón de la adolescencia.

Y aquella noche se nos marchó enloquecida. "¿¡Olga, Rafael!?", musitaba, los ojos
inyectados de una despiadada incredulidad.

Luego Atlantic Avenue, y la existencia quemada en otros días comienza a levantar cenizas.
La reseca lengua arde sobre las frías pavesas adheridas a los labios. Arribas al Universo de
muñecas rotas, de apartamento emporcado y de roedores nocturnos que cercan tu lecho
de miedo. Allí la divisas enferma de fragilidad, envuelta en una sonrisilla de terca
resolución. Y sus gritos a media noche; las repetidas pesadillas de cobertores forrados de
millones de cucarachas.
Y nos dejó estupefactas, viéndola correr a la puerta después de quemarse los dedos
apagando nerviosamente el cigarrillo.

Bergen Street. Otra vez su enfermizo aislamiento, su carita mohína o su empeño


silencioso. ¡Olga! ¡Olga! La pequeña, la quebrantadita; la del lloro agudo y continuo hasta
robarme los muñecos o la compañía de mamá. Al siguiente día llamamos y no respondió al
teléfono. Nos mantenía preocupadísimas por su exacerbada partida de la otra noche.

Grand Army Plaza. Sus miradas satisfactorias, su íntimo regodeo cuando sus artilugios
provocaban las neuróticas azotainas que papá me regalaba. Eastern Parkway. Rafael: Un
nombre de amante después transformado en el paladar de la juventud, en un vertedero
de nostalgias. Franklyn Avenue. Las disputas a la salida de la escuela, los furtivos y
candorosos primeros besos; los ojos de Olga, metálicos, helados, como dos espías detrás
de la ventana.

Ese día, nosotras decidimos concluir los sufrimientos del lechero. Se nos había venido
llorando el hambre de sus vástagos, y la empeorada salud de Rubencito. El mismo lo
pronunció "Soy el hombre más sufrido del planeta", nos dijo.

Nostrand Avenue. Todo sabía a nuevo, a poco vivido: el mundo olía a inicios. Y allí, la
envidia de Olga, las bofetadas de mamá "¿Cómo tachas a la niña de envidiosa?" La boca
amarga de sangre. "¿Entonces, lo del noviecito es cierto?"

Insistimos llamándola. El teléfono timbraba y timbraba; pero no hubo caso. Comenzamos


por hojear los diarios, buscando los partes policiales de los accidentes de tránsito.

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Kingston Avenue. Estás cercana a la parte oscura de tu vida. La que cierras cada vez que
posas los pies en la alfombra al levantarte. Y ya no tienes miedo, el odio se ha esfumado,
el rencor no se mete con una de retorno a los momentos, a las situaciones. Utica Avenue.
Final del viaje. La santurrona, la sonriente mosquita dócil, cargó una noche con la pobre,
pero intachable (hasta esa hora) dignidad familiar, y con el novio de la hermana,
marchándose bajo las sombras desveladoras, al siguiente día, de la patética y risible
vergüenza de mamá.

Nos sosegó saber que no se había accidentado al salir de nuestro hogar. Aguardamos
hasta la noche para intentar comunicarnos con ella. Lo habíamos decidido, la suerte del
lechero dependía de su parecer...

Mirarlos, ni siquiera significó un golpe brusco remitiéndome al ayer. Parecían otros con
nuevas caras viejas y otras amarguras. Mucha vida de abandonos venteaban sus pupilas.
Nos estudiamos como extraños. Olga, como siempre, reaccionó tardíamente
ofreciéndome asiento.

―Vienes por lo de las viejas ―sonreía y quejábase a medias, Rafael.

―Sí. Por lo de las viejas-, remedó Olga carcajeándose.

Los sentía aquí, en el centro del estómago, iniciados apenas como un vacío, una serenidad
mareante que íbase anudando a sí misma, graduando mi asco en arcadas impetuosas. La
voz de Rafael, la adamada voz de Rafael sugiriendo finalizar el teatro de las quejas:

―Olga está convencida de que esas fulanas son ricas. Piensa que pasan hambre para
ahorrar todo el sueldo de la jubilación.

A veces te da por creer que toda una vida puede amontonarse en un miserable
apartamento de Crown Heigts. Todo cuanto has realizado camina por aquellas sucias
paredes; las rutinas, decisiones, intimidades. Todo conjugado con el penoso aire que
logras respirar.

―En esa casa sólo hay mierda de gatos. Mierda de gatos en todos los rincones; y esta ilusa
pensando en lástimas, en testamentos y en la eventual muerte de las viejas.

Sin duda eran ellos. Amándose durante años en la infesta soledad de sus ambiciones.
Barajando el cariño y las disputas, desconectados de toda realidad ajena a las suyas. Aún
existían, podían olfatearse las elucubraciones siniestras de la Olga de Berkerley Street. La

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voluntariosa Olga, dispuesta a tocar, a palpar las más etéreas y sumarias de las ilusiones.
La huidiza Olga de negro que asistió a los funerales de papá, retirada de todos, sofocada
en una altivez impertérrita y conmovedora. Y él: fofo, hueco. Irresoluto, perdido entre el
montón de sus diarias avalanchas de protestas débiles. Así su amor flaco de caricias, de
momentos nacidos para no recordarse, para no llegar a constituirse ni siquiera en eso:
momentos. Sólo un presentimiento de vida que surge y se atrapa y se vive. Luego, el vacío
de haberlo agotado, la viscosa salivación de la imposibilidad de racionarlo. Así su amor...
Pero amor al fin.

―Laméntate, hombre, laméntate. Lastímale el corazón a las viejas y nos harán sus
herederos.
Basura. Esta porquería de aliento mojando las sábanas, la cómoda, el velador y los
amaneceres de reproches y convencimientos; de reclamos, explicaciones y asentimientos.

―Y mañana pones esa cara de culo de cerdo, muy apesadumbrada, y les dices que la plata
no alcanza para mandar a los muchachos a la escuela.

La mano quemada por los deseos, cerrando puertas, descalzando pies descuidados o
interrumpiendo la luz de la bombilla.

―Pero invéntalas, hombre, invéntalas. Diles lo que se te ocurra.

Los dedos rozando el vestido historiado de oficios y cotidianidad.

―No requiere pensar mucho. Diles que Rubencito se enfermó.

La dura torpeza de sus callos desvistiéndola.

―Que no sabes de dónde sacarás dinero para las medicinas.

La húmeda boca de callar o protestar acudiendo al beso.

―O que la mujer se te fue con otro.

¡Basura!

Desperté viviendo los efectos de un sueño ininterrumpido y apacible. Me siento


rejuvenecida y con voluntad para enfrentar los exámenes. Anoche las Villalba llamaron
consultándome una luminosa idea para mejorar la cada vez más triste situación de su
simpático lechero. Les di mi visto bueno. Ahora las calles me ofrecen una sensación de
libertad y de alivio. Las Villalba, roñosas como de costumbre, disputarán sobre la porción

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que emplearán. Tres gotas en el café serán suficientes para concluir con las amarguras del
hombre más sufrido del planeta.

Azua de Compostela- New York, 1985.

Del libro Tres gotas de misericordia.

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