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El comisario
"Mataron al comisario,
¡ay, un hombre tan decente!,
dicen que lo andan buscando,
su familia que lo siente.
Mataron al comisario,
lo dice José Dolores,
la guardia lo anda buscando,
se fueron los matadores".
José L. Sosa.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Las autoridades de la provincia ordenaron colocar retenes en las dos salidas del pueblo.
De acuerdo a las declaraciones de José Dolores, el matador era forastero. Antes de que
Marinita se volviera a meter al prostíbulo, un jeep levantó el polvo de la calle con un
brusco frenazo frente a ella. Del jeep saltó un oficial jabao, con patillas frondosamente
canas, y con un tabaco encendido debajo del copioso bigote. Marinita le conocía, lo había
visto varias veces procurando que cerraran el prostíbulo. Se llamaba Malpaso, capitán Luis
Malpaso.
―Tú que trabajas en esta pocilga ―dijo el capitán Luis Malpaso con brusquedad,
colocándose a la altura de la mujer―. ¿Puedes decirme si anoche vinieron gentes de otro
pueblo?
Marinita no respondió, continuaba mirando en dirección al billar, ignorando la presencia
del hombre. El calor andaba húmedo y molesto entre la ropa y la piel. El capitán Luis
Malpaso chupó ávidamente el tabaco, y luego sopló con deliberada lentitud envolviendo
con la fumarada el rostro de la mujer.
―Te hice una pregunta, mujer ―la voz era cortante, los ojos amarillentos chispeaban―,
¿prefieres contestarme o prefieres que te saque la respuesta?
Marinita lo miró. Se vio en el sádico amarillo de sus ojos y le respondió:
―Mi trabajo no es chivatear a nadie, general ―la sorna, el sarcasmo casi lo escupió en el
rostro del capitán―. Pero le diré que a lo mejor lo mató un cuero celoso. ¿Por qué tiene
que ser un hombre quien lo hiciera?
―¡Capitán! ―corrigió de mala gana, Luis Malpaso, arrojando la colilla en la calle―. Y
escúchame bien, mamacita―, le agarró la barbilla y la aproximó a su respiración―, no
trates de relajar conmigo, al difunto no se le conocieron cuentos de faldas entre mujeres
decentes, dudo mucho que en su vida pisara uno de estos tugurios buscando el favor de
una de ustedes.
Marinita no se inmutó, las noches del prostíbulo, sirviendo tragos a borrachos, riendo por
reír los chistes de los clientes; metida entre pendencias que acababan a puñaladas y a
sillazos; y luego abrirle las piernas al gordo que siempre tenía sudadas las manos, pero
que pagaba mejor que los demás; luego aguantar al gordo encima, con sus grititos y sus
aberraciones a ras de lengua, cuando aún no se iba el recuerdo del tipo que acababa de
ser levantado del piso del prostíbulo por una orden del fiscal. Esas noches le habían
enseñado a no inmutarse.
―Yo sé lo mismo que sabe usted, general. Me acabo de enterar que mataron al comisario
en el billar de don Tavito. Era un buen hombre, eso sí le digo, mi general, decente como
no he conocido otro en este pueblo de mierda. Para que se quede tranquilo, general,
anoche nos visitó poca gente, y todos eran hombres de aquí.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Muy pronto toman las casas el olor de un muerto. Apenas lavaron el cuerpo del comisario,
y lo vistieron con el traje que solía usar para ocasiones importantes, los rincones se
ahogaron entre gritos femeninos. Desde la sala, pasando por el semi oscuro comedor
hasta el patio, los vecinos llenaron los espacios con sillas pegadas a las paredes; de la sala
brotaba un rezo constante que a ratos se perdía entre los comentarios que proferían los
hombres en la calzada, frente a la casa...
―Esta muerte se paga con muerte ―dijo René, en el patio, recostado indolentemente de
una mata de mango. Yo no voy a llorar a mi hermano, hasta no ver enterrado a su
matador.
Alfonso, el otro hermano del comisario, ya lo lloraba, sentado en una silla de guano, con el
torso inclinado hacia delante, y con la mirada perdida entre las piedras y la hojarasca del
patio.
―José Dolores declaró que el matador no es de aquí ―dijo con la voz palpitando entre las
lágrimas que rostro abajo buscaban la tierra.
―Eso es lo que yo encuentro raro ―objetó René, siempre de mal humor―, las
autoridades ya averiguaron que entre ayer y hoy nadie ha salido del caserío.
El capitán Luis Malpaso lo detuvo a la puerta de la gallera, olía a ron y a sudor reseco.
―Todavía están velando a tu hermano, René, y ya andas buscando problemas ―dijo el
capitán Luis Malpaso, y lo tiró contra los muros de la gallera. Adentro crecían los gritos,
mientras las manos del capitán despojaban a René del puñal que traía entre las ropas.
―Óigame, capitán ―dijo René, apoyando media cara contra el muro―, para mí el asesino
es de aquí. Puede ser que este ahí adentro ahora mismo, jugando gallos lo más quita’o de
bulla, y mi hermano de cuerpo presente aún.
El capitán Luis Malpaso miró el mango empedrado del puñal, su cara sudaba. El sol de
mediodía andaba líquidamente entre camisa y piel.
―No importa de dónde sea el asesino, René. ¡Aquí yo soy la autoridad, y se hará justicia,
no venganza! Anda y vete a acompañar a tu hermano por última vez.
Los dos hombres se miraron, y todo pareció cesar: el sol con sus claros latigazos de calor,
el vocerío que salía de la gallera. René se estremeció por la amarilla dureza de los ojos del
oficial.
―Una cosa, capitán ―dijo en tono sosegado―. ¿Por qué tiene preso a José Dolores?
¿Sospecha usted de él?
―¡No! ―respondió el capitán Luis Malpaso―. Tú conoces bien a José Dolores, es incapaz
de matar una mosca. No lo tengo preso, está detenido, y cuando me diga todo lo que sabe
lo dejaré ir.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Marinita se vestía para la noche. Al final de la misma calle, el comisario ya tenía su propia
noche de brazos cruzados sobre un pecho que se rindió a la muerte por el filo de un puñal.
Las noches de Marinita casi no eran noches. Eran retazos de mil segundos parecidos en los
que el borracho aliento de su mundo la compraba. Y ella aceptaba la vida como un precio
que debe pagarse por algo. Ella pagaba cada noche que le abría las entrañas a un
masculino aliento diferente. Su precio no era los miserables pesos que el cliente pagaba
por ella ni la sucia propina que el cansancio de un orgasmo dejaba entre la cama que
cesaba de crujir. Su precio era entregarse.
―Deja esta vida de mierda ―le dijo él, cuando la madrugada espesaba las horas de
silencio.
―Para irme a vivir contigo ―se burló ella―, contigo que eres un hombre tan bueno y
querido por todo el mundo. ¿Te arriesgarías a mudar a la prostituta de tu amante?
El único hombre extraño que había en el pueblo era un visitador a médico. El capitán Luis
Malpaso lo detuvo a la salida de la farmacia del lugar.
―Soy el capitán Luis Malpaso ―se presentó empequeñeciendo por un instante los ojos
amarillos―, han matado al comisario, y me gustaría saber ¿dónde estaba usted entre las
doce y la una del día?
El visitador a médico se reclinó contra la carrocería gris de su automóvil, y entreveró los
brazos, antes de preguntar:
―¿Acaso soy sospechoso?
El capitán Luis Malpaso ahogó un eructo entre las manos.
―Usted nada más conteste lo que le pregunto. ¿Dónde estaba entre las doce y la una del
día?
Se amontonaban curiosos, observaban la escena guardando una distancia prudente.
―Entre las doce y la una todavía no había llegado a este pueblo.
Apareció la sonrisa en la boca del capitán Luis Malpaso. Una sonrisa dura como su mirada
amarilla.
―Creo que me tendrá que acompañar al destacamento ―dijo el capitán, asiendo al
hombre por un brazo.
―¡Si tengo que mudarte, te mudo, Marinita!
Ella se burlaba de sus palabras, pero en el fondo su ilusión de mujer emergía y se
entregaba a soñar que sí, que acabaría mudándola como se lo prometía cada vez que iba a
verla. Además, era cierto lo que le contaba, cada vez soportaba peor la espera de la
oportunidad propicia para visitarla a escondidas, y sus torpes manos ansiosas que no
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
atinaban a desvestirla con la presteza deseada lo confirmaban. Cada vez peor, semanas
aguardando la hora adecuada para entrar por la puerta trasera del prostíbulo y desbordar
en el flaco cuerpo ajado de la hembra, las ganas reprimidas, durante horas de pueblo que
lo ve pasar impecablemente vestido; horas pesadas en las que evoca la humedad de su
cuerpo, perdido en brumas de cama vieja, mientras derrocha con afectación la inagotable
amabilidad que enmarca entre los límites de sus correctísimos modales, y "qué decente es
ese hombre", oye al dar la espalda, cuando sus ojos se tiznan de lujuria que extraña los
pequeños senos redondos que casi puede palpar, mientras va saludando rostros
conocidos a su paso, y "ese hombre nunca se sobrepasa, qué medido es", oye, y piensa en
ella, en su desnudez de hembra para el hambre de su boca.
―Tú no lo crees ―suena su voz confidencial en la mugrosa oscuridad del cuartucho―, tú
no lo crees, Marinita, pero si tengo que mudarte, te mudo.
La risa de la mujer es la risa de mil noches que se han ido entumecidas por el alcohol y la
rutina. Risa de oficio que desea sonar distinta, casi peleando por una sinceridad que nunca
ha tenido. Y acaba en amargura la carcajada bajita que bucea en el pecho de la mujer.
―¡Te morirías de la vergüenza! ―exclama ella, pero en el fondo piensa "por qué no", y
cuando menos lo crea, la vanidad la traicionará y acabará contándole a las otras que la
quieren honrar, que uno de los hombres más importantes del pueblo la quiere mudar.
Se llamaba Reginaldo y acabaron por meterlo en una celda, pese a que José Dolores dijo
que ese no era el hombre que vio salir del billar minutos antes de encontrar al comisario
tirado entre su sangre que serpenteaba aún por el piso.
―El hombre que yo vide ―aseguró José Dolores― era un hombre muy extraño. Nunca
había vi’to un hombre así. Tenía algo raro, pero no sé decí lo que era.
―Usted no puede mantenerme encerrado por más tiempo ―dijo Reginaldo, pegando la
cara contra los barrotes de la celda―. Ya escuchó a este señor, el matador es otro
hombre.
El capitán Luis Malpaso encendió un cigarrillo y lanzó el primer golpe de humo contra el
techo.
―Puedo tenerlo ahí encerrado todavía, porque no han pasado veinticuatro horas desde
que lo detuve, además, usted no ha aclarado en donde estaba entre las doce y la una del
día.
―¡Ya le dije que venía camino a este maldito pueblo! ―gritó Reginaldo.
El capitán chupó el cigarrillo con deleite.
―Será mejor que se mantenga tranquilo ―dijo, y le arrojó una nube de humo en el rostro.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
La noche había caído. Continuaban los rezos entre la gente que entraba y salía de la
casona de madera con sus puertas abiertas a la incredulidad, al dolor. En medio de la sala
el ataúd de madera barnizada lo llenaba todo. La muerte lo llena todo. Los viejos cuadros
de santos que pendían de clavos en los muros, las sillas diseminadas por toda la casa; la
amarillenta luz mortecina de las bombillas que colocaron en el patio, en la mata de
mango, en la mata de quenepa. La muerte lo cubre todo con su aspecto, hasta los
arrugados rostros rezadores que ya cabecean de agotamiento entre rosarios y letanías.
―El capitán detuvo a un hombre de afuera ―dijo Alfonso, luego de haber mirado por
vigésima vez el rostro del hermano que cerúleamente soñaba entre los parpadeos de las
cuatro velas.
―Ese es un pobre visitador a médico que nada tiene que ver con esta vaina ―dijo René, la
cólera bañaba su voz―. Yo no sé por qué Luis Malpaso me impidió que siguiera buscando
al matador, Alfonso, yo tengo por seguro que es hombre del pueblo y ya se lo dije al
capitán.
"Está ocupada" le decían en la oscura soledad del patio. Semanas deseándola entre la
vieja plaza del pueblo y el billar, con ella y su amor de voz ardiente contra las orejas,
metiéndosele en el alma. Entonces, aguardaba a que se desocupara, o se marchaba a
enfrentarse a su realidad de buen hombre entre el mercado y la gallera. De hombre justo
que vive finiquitando pendencias de borrachos sin ofender nadie. "Porque es hombre
guapo cuando hay que serlo", oía los comentarios, después de pasar, después de acariciar
la cabeza pelada del último hijo de un conocido. "Ahí va el mejor hombre de este pueblo".
Iba, con ella agazapada en sus deseos. Semanas para volver a verla, y "está ocupada".
―¿Cómo era el hombre más raro que has visto en tu vida? ―preguntó el capitán Luis
Malpaso, y ella se rio con ganas.
―Yo no sé, general ―le dijo, sentada en la cama, intentando desabrochar la correa del
hombre. Él le asía las manos, y ella las eludía―, pero sí puedo decirle que esta es una de
las preguntas más raras que he oído.
―¡José Dolores dice, que el matador del comisario era un hombre raro!
Se rio bajito con la boca a la altura de la hebilla de la correa, se removió a pretil de cama y
con un brusco movimiento de cabeza arrojó su cabellera hacia atrás. Metió las manos por
encima del borde de la pretina del pantalón del hombre y lo atrajo contra sí, su boca
rozaba la tela.
―En este pueblo todo es raro: mataron al mejor de los hombres, y entre tanta gente solo
uno pudo ver al matador. Usted también es raro, mi general, con tanto cuadre de macho y
no puede hacerle el amor a una puta.
La tomó por el cabello, obligándola a mirarlo.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Mañana, cuando suelte a ese infeliz que tengo encerrado quiero meter al verdadero
asesino en la cárcel, y te aseguro que lo encerraré antes de que entierren al comisario ―la
empujó violentamente sobre la cama, la mujer quedó tendida, atravesada en la vieja
colcha, mientras el capitán llegaba a la puerta, la abría, y desde allí le anunciaba:
―Yo tengo mis propias conclusiones sobre los hombres.
Se lo dijeron con un regusto sádico en la voz que bailoteó por las paredes.
―Tu extraño amigo ocasional, el que tú dices que te va a honrá, vino esta noche por ti.
―¿ Dónde está? ¿Se fue? ―preguntó con voz ansiosa.
―¡No! ―la voz de la mujer degustaba el momento, sonaba a burla, a carcajada
contenida―, no, no se fue, está con Aurora.
El visitador a médico se llenó los pulmones con el aire de la calle, a esa hora entre cuatro
hombres sacaban de la casa el ataúd del comisario. Asunción Melo sacó medio cuerpo por
entre la hoja de puerta que abría empuñando la fría aldaba entre sus manos.
―¡Jesús santísimo! ―exclamó Asunción Melo, santiguándose, esos hombres no tienen
perdón de Dios, están pasando al comisario frente al billar, el pobrecito debe estar
desangrándose.
―¡Ya sé por qué parecía tan raro ese hombre que se limpió al comisario! ―le dijo en la
calle, José Dolores al capitán.
El capitán Luis Malpaso carraspeó y escupió humo del cigarrillo contra el polvo de la
pedregosa calle.
―¿Por qué? ―preguntó Luis Malpaso, casi fusilándolo con su amarilla mirada.
―¡Porque no era un hombre!
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
La miseria
Ya mi ropita se acabó,
la miseria me agarró,
con dos hijos y mi mujei,
paso los días sin comei,
el conuco lo vendí,
con la pueica to peidí,
el zapato de charol,
eso fue lo que quedó.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
perdía con su vestido de medio luto, doblando la esquina del colmado. Cabizbaja y
apretando el portamonedas contra uno de sus senos.
― Vengo a vei si usté pu’e convencei al loco de su sobrino, que ya ta dijiendo que va
vendei to’, ha’ta la casita que le dejó su taita, pa’ laiganos dizque al extranjero. De pie,
miraba al anciano que parecía mal soportar las aletargantes horas del mediodía tropical.
La sala amplia, el piso de cemento, limpia y clara. Las paredes pintadas de azul. El
mobiliario se reducía a dos viejas mecedoras de caoba, situadas una en frente de la otra, y
entre ambas, arrimada a la pared y sin estorbar el paso, una mesita de madera, cubierta
con un blanco mantelillo bordado. Sobre la mesita un antiguo radio transmisor; contra la
pared opuesta se observaba un viejo sofá de palos que no hacía juego con el par de
mecedoras; colgando de un clavo en la pared, el único cuadro de la estancia, mostraba a
una niña sentada, procurando sacarse una espina de los pies.
―¡Anda la porra, Romilia―, dijo el anciano, rascándose la nuca, con aire preocupado―,
yo ya se lo tengo dicho a ese loco de tu marí’o; pero güeno, sientate mujei, que agora
mesmo Tinol nos trae café.
Romilia se dejó caer en el sofá de palos, a sus costados quedaban las puertas, y por sus
hojas entreabiertas se filtraba la claridad del sol. El calor era un líquido atormentador
entre la mujer y su vestido de medio luto.
―No se ha cansa’o de repetí que to’ ei que se va progresa... Que hay que vei como vino
ese compay de usté, el tai Tiburcio ese, que jata ha llega’o hablando di’tinto y refina’o.
―¡Que no me jeringue ei, carajo! Si mi compay Tiburcio lo que vino fue gritando miseria, y
pa rematai, Romilia, esa remúa con la que andaba, ni dei era.
Surgió Tinol con aroma de café dominicano. Tinol con la bandeja en las manos y la
expresión tímida en el rostro, pidiendo permiso y ofreciendo la aromática bebida. Llevaba
un vestido de una sola pieza, todo en ella anunciaba la adolescencia y el campo cibaeño.
―¡An pue’ ―dijo Romilia, inclinando el busto hacia delante, y tomando la humeante taza
de café―, si yo también se lo ha dicho bien clarito, y na’ de querei cree’me!
Felo se sentó en la mecedora. La taza de café en las manos. Tinol se retiró tan
tímidamente como surgió.
― Yo voa conveisai con ei, manque no le prometo na’, Romilia, po’que usté mesma sabe
que cuando se le mete una vaina en la cabeza...
Romilia se levantó. Había consumido el café, y se disponía a retirarse. Tinol regresó como
una sombra y tomó la taza vacía que le tendía la mujer.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
― Mucha’ gracia’ de to’a manera, Felo. Yo voa rezai pa’ que la virgen de Aitagracia me lo
ilumine y pue’a usté convenceilo.
Confesor lo había decidido. Su tío Felo le ofreció buenos motivos para que no abandonara
el país; pero él, pacientemente fue exponiendo sus razones, y Felo presintió el día en que,
desde la puerta de su casa lo vería caminar por la polvorienta calle. Él, con paso firme,
cargando la pequeña maleta, y ella detrás, con su vestido de medio luto y sus zapatos de
charol, asiendo a los niños de las manos, y llorando un adiós que va tirando con las manos
a los vecinos; mirando por entre las lágrimas cada casa del barrio, como queriendo
ubicarlas en el alma para posteriores recuerdos; adiós, adiós, y a su paso le duele cada
puerta de cercado, cada voz de comadre que le desea buena suerte; adiós, adiós, casi
gritado entre la vieja calle pueblerina y la placita en donde abordaría el minibús que los
llevaría a la capital; adiós a la pulpería, adiós a don Felo que los mira desde las entornadas
hojas de puerta de su bohío, con la aldaba empuñada, y la angustia como una opresión
incierta entre alma y corazón, como si anticipara el momento en que Tinol le lee el
papelito que le mandara su sobrino "No tenemos na’", "no tenemos na’, y pa’ sopoitai yo
solo la miseria, tá bien, ombe; pero no aguaito vei a Romilia y a los muchachos pasando
jambre. Usté taba en lo cierto, manque agora e’ taide ya. Yo he peidío to’, tío, y lo peoi e’
que Romilia habla sola con esos maiditos zapatos ‘e charoi que duran ma’ que la mesma
miseria"!
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Señor pulpero
Remigio propinó el último sonoro martillazo sobre el mostrador de zinc. Masticó unas
frases ininteligibles, y secó el sudor de su frente con el envés de las manos, mientras
observaba el cartelillo que acababa de clavar.
―¡Hoy no fío, mañana sí! ―leyó con satisfacción el pulpero Remigio―. To ta claro ―dijo
espantando las moscas que se posaban sobre el cartelillo―, sí señor, to ta bien clarito pa’
que se acabe ese relajo del fiao!
Miró los semi vacíos tramos, y pensó que su mujer Maruca acertaba, proponiéndole
terminar con la venta a crédito. O dejaba de despachar mercancías fiadas, o quebraba, eso
parecían gritar los tramos vacíos a medias, y esa libreta atiborrada de cuentas con los
nombres de los deudores, y lo peor, el bajo caudal en la caja registradora.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
En la pulpería, Remigio deseaba mostrar el cartelillo a sus clientes. Reclinó una silla de
guano contra un horcón, y abanicándose el torso desnudo con un cartón que no
ahuyentaba el calor, se sentó a esperar al primer cliente. Pero nadie entraba. Calculaba
que al cobrar las viejas deudas, y no fiar un centavo más, podría surtir la pulpería
nuevamente. Sudoroso y cabizbajo entró Milcíades. "Este será el primero del barrio que lo
sabrá", pensó el pulpero al verlo llegar.
― Buenas tardes, Remigio ―saludó Milcíades―, ¡e’tá haciendo un calor del diablo, eh!
― Buenas tardes, Milcíades ―dijo el pulpero, sin abandonar la silla―, es casi seguro que
ahorita mismo cae un buen aguacero. ¿Te pue’o serví en algo?
―¡Sí! ―dijo Milcíades―, dame to’lo que se necesite pa’ un asopao―. Comenzó a
tamborilear un merengue sobre el mostrador de zinc.
―Bueno ―dijo el pulpero, sin dejar la postura indolente en la silla reclinada―, si traes
cuartos, entonces te despacho.
―¡Jesús ―exclamó―, pero que te pasa hoy, hombre! Tengo a mis probes muchachos
muerto’ ‘e la jambre, y sólo tengo unos chelitos que me pagaron los García. Na’ ma’ me
alcanza pa’ comprá un par de cosas, el resto anótamelo en la libreta.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Anda la porra, Remigio, ¿se pué sabé que diantre te pasa hoy? E’ verdad que te debo;
pero siempre te abono lo que pue’o.
―Ya te lo dije. Quiero cociná un asopao, así que dame arroz, aceite y arenque.
―Bueno, pue’ yo creo que sí ―dijo Milcíades, dudando― ¡Cónchole, como e’ la vida,
compay, me fajo to’ el día pa’ llevarle algo de comer a mis muchachos, y ni siquiera pue’o
comprá na’!
―¡Entonces, lee aquí! ―dijo el pulpero, golpeando el letrerillo con los dedos.
―Tú no puedes hacerme una vaina así, Remigio. Mis muchachos e’tán medio muerto’ ‘e
jambre.
―Tú no entiendes, Milcíades, yo no te hago na’, si continúo con esta embromienda del
fiao me va a llevar el diablo. ¿Entiendes? ¡Te voa despachá lo que pue’as pagá!
―Pero si con estos mugrosos pesitos que traigo no me da ni pa’ engañá la barriga del má'
chiquito de mis hijos, Remigio. Mira, compay, dame media libra de arroz, y el resto
apúntamelo en la libreta, que tú sabes que yo pago, manque a veces me tarde; pero
bueno, Remigio, tú sabes que yo pago seguro.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―¡Eres terco, Milcíades, no entiendes que esa vaina de la apuntadera se acabó ya, o se
me va la pulpería al carajo!
A las dos menos cuarto de la tarde, con el ulular de la sirena del cuerpo de bomberos, el
pulpero Remigio, semi amodorrado por el calor, se desperezaba terminando su cotidiana
siesta. Soñó que la calle se estremecía de ruidos, de gritos. Confusas voces y alocadas
carreras pasaron por su sueño intranquilizándolo. Sentado a pretil de cama, y
restregándose los ojos con los nudillos de los dedos, continuó escuchando voces y carreras
al otro lado de la pared. ¡"Ah carajo", pensó el pulpero Remigio, "entonces no estaba
soñando"! La voz de Maruca lo sobresaltó:
―A ese infeliz de Milcíades, Remigio ―respondió la mujer, sin dejar de mirar a la calle―,
parece que lo cogieron robando en el colmado de los chinos, y ahí se lo está llevando a
golpes la policía.
Sin camisa aún, y con el rostro enrojecido de mal sueño, Remigio abría las puertas de la
pulpería. Todavía se escuchaban en la calle los comentarios de la gente del barrio.
―¿Ya se enteró usted de lo que ha pasa’o, don Remigio? ―preguntó una vecina
acercándose al pulpero.
―¡An pué’ ―respondió el pulpero con voz temblorosa de ira―, con tanta gente vaga, to’
el pueblo tiene que saberlo ya!
―No se pué cree’ en naide, don Remigio ―dijo la mujer, ignorando la mordacidad del
pulpero―. Tan decentico que parecía ese tal Milcíades, y ya ve usted...
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Remigio caminó hacia el mostrador de zinc, sin prestarle caso a la mujer que proseguía
murmurando desde la calzada.
―¡No se pué cree’ en naide! ―repitió el pulpero, y arrancó con rabia el cartel.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Lucinda entró a la cocina a colar café. Afuera quedó Damián y la empalizada donde se
soleaban los lagartos. La reseca tierra del patio hollada de escondrijos de arañas, recibió el
furioso escupitajo: "Vendrá porque la muerte lo espera". Murmuró el hombre.
Y ahora como que te mueres, Cabo. Un pedacito de plomo en pecho ‘e guapo cobra visos
de epitafio; pero tus ojos no permiten que escape de ellos la misma serenidad que
temieron tus adversarios. Has pedido que no te despojen de las armas, que no te hagan
sufrir esa vergüenza. Accede tu sobrino, y su consentimiento implica un incómodo
dolorcito que degusta quien entiende que cumple con una última voluntad. Porque de que
te mueres, te mueres, Cabo. Las lágrimas van derrumbando la fingida entereza de tu
hermana. Tú ni siquiera puedes ver esas manos de mujer por donde cuenta a cuenta va
rodando el rosario. El mundo se te va, y no se va, Cabo. Insistes en que te sienten en la
vieja mecedora de caoba, y que ante tus ojos opacados abran de par en par las puertas. Y
las abren. Y entra un tempranero sol azuano que mal intenta broncear tu rostro exangüe.
De par en par las puertas. A ver si aparece el guapo que decida rematarte, porque azuano
que procure traspasar esas puertas, es azuano muerto. Nadie llega, Cabo. Como si todos
supieran que de todas formas te vas, y un tiro de gracia, más que vengador y justiciero,
sería piadoso. Por eso el pueblo respira tras las hojas de madera de las puertas. Miles de
manos empuñan las herrumbrosas aldabas, y por las calles polvorientas sólo los perros
realengos de rato en rato aúllan. Saben que te vas, y te dejan morir. Por eso te quitaron el
sombrero panamá. Por eso retiraron el tabaco de tu boca. El humo llama a la tos, y la tos
trae sangre a bocanadas. Dolor a pecho entero. Un pedacito de plomo te ha recetado un
dolor como de angina de pecho. Es como para reírse, Cabo. Si pudieras reírte, porque la
risa también trae tos y sangre. Aún no te mueres, eso sí, aún sigues ahí con esas lagrimitas
de rabia que las punzonadas del pecho te impiden manotear. Soportas la vergüenza
húmeda serpenteando por el rostro, rociando el bigote. Porque los guapos ni siquiera de
rabia lloran. Ni siquiera de rabia, Cabo, y apretando un pedazo de dolor entre dientes,
levantas endeblemente un brazo, aunque mane sangre a chorros del pecho, y te limpias.
No quieres que vayan a pensar que el Cabo Millo se apendejó a última hora. Eso no. Si te
vas a morir, te morirás así como eres, como fuiste, Cabo: Un verdadero azuano con las
braguetas bien puestas.
―¡A un hombre guapo no se le hace esa vaina! ―dijo Francisco Báez, gobernador de la
provincia de Azua de Compostela. Con el resto de energía que aún retenía su senilidad
golpeó la rojiza madera de su escritorio. Contrastando con la brusquedad que lo impulsó a
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
levantarse, dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el asiento. Frente a él, seis hombres
ceñudos, hoscos y aferrados a sus viejas escopetas continuaban mirándole en silencio.
―La presencia de ese hombre aquí, sería una afrenta para el pueblo.
El gobernador Francisco Báez, ventiló su rostro con un pericón. Gruesas gotas de calor
corrían por los profundos surcos de su cara.
―Ese hombre nació aquí, tiene familia aquí, y está en todo su derecho de venir cuando le
plazca.
― Olvida usted lo más importante, don Francisco―, dijo gesticulando con vehemencia el
más joven del grupo―, ese hombre no consideró que era azuano, a la hora de
bombardear este pueblo.
―Cumplía órdenes. Era un militar y cumplía órdenes. Eso deberíamos entenderlo todos.
Los hombres comenzaron a retirarse, buscando el caliente halo de luz solar que penetraba
por la puerta entornada.
―Fueran órdenes o no, nos bombardeó, y lo mejor para todos es que no se atreva a poner
un pie en Azua.
Amparándose en el bastón con pomo de oro, se lanzó al débil viento cargado de calor que
abofeteó su cara. Ocho sonidos de campanas navegaron el impecable azul del cielo
azuano. Reparó en la soledad de las calles. "Parece Viernes Santo", pensó, y su mirada
ascendió el lejano camino pedregoso hasta el cerro de Resolí, desde donde la tumba de
Nicolás Mañón velaba eternamente la cruel aridez del valle. "Yo no cargaré con ese
crimen", murmuró, y dando media vuelta, caminó lentamente hacia el Pueblo Abajo. "Esta
noche nadie me pisa las calles de Azua", dejaba atrás la iglesia Nuestra Señora de los
Remedios, el parque Central y las viejas oficinas de correos. "A partir de las seis de la tarde
entrará en vigor el toque de queda", oyó su voz gastada en un murmullo inconvincente, y
temió no tener suficiente energía para detener el complot del que ya había sido enterado.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
El día del Cabo Millo. Y en tu día, con pasos imprecisos buscó la botella de triculí, "Yo lo
mato", dijo escupiendo con ronca voz sobre el claro corazón diurno del valle. Se restregó
el bigote húmedo de triculí para maldecir; pero eso que importa, Cabo. Ni siquiera se
recordará su nombre, y de todas maneras alguien tenía que matarte para completar esa
famita de guapo que arrastraste por la vida. Esa famita bien ganada bajo el sombrero
Panamá, y detrás de la fumarada del tabaco, ahí donde tus ojos se achican, y hay un fulgor
duro, como de piedra calentada por el sol. "Es perentorio bombardear el pueblo de Azua,
Cabo. Este gobierno no puede permitir otro levantamiento". Bombardear Azua. Tus ojos
no expresan nada, Cabo, y sigues en posición de firme, como si nada fuera contigo, como
si no recordaras las calles rectas y cegadas de sol. Bombardear Azua. Y te nace entre los
labios "¡Un sí, señor!", y por tus ojos no pasan las ringleras de casitas de madera pintadas
y techadas de un zinc ennegrecido por la persistencia del sol azuano. "¡Así se hará,
señor!", y esos ojos que ahora cobran el color de la muerte no dejan traslucir que
pensaste en ella. Ella, acorralada entre la abulia pueblerina y el acoso de una vejez
inminente entre las cuatro paredes de una de esas casonas expuestas al bombardeo.
―¿A dónde vas? ―preguntó Lucinda, viendo salir a su marido, en el momento en que las
campanas de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios, recordaban a los azuanos que
eran las ocho y media de la mañana.
―¡Jesús! ―se santiguó la mujer―. Todavía usted sigue con esa embromienda. Mire,
Damián, hágame caso, y mejor no salga. Yo no sé, pero nada bueno se avecina. Cuando
salí para el mercado, las calles estaban vacías, como si todo el pueblo estuviera de duelo.
Bueno, Cabo, y antes de que te mueras, si vamos a echar cuentas, vamos a echarlas claras.
Cuanta sangre ‘e guapo se ha chupado esta dura tierra seca que soportó el rojo peso de
los batallones baecistas. Pero podría decirse que ya no hay baecismo, Cabo, y aunque el
sol continúe tan duramente azuano, Azua casi no es Azua, porque te ha matado. Sí, te ha
matado, así como en su día sorbió la sangre de "Solito". "Solito", el más guapo, Cabo, o
peor, el más sanguinario entre los hombres guapos. Aquel que armando bulla entraba a la
roja Azua de Báez, intimidando hasta el silencio de las tan nombradas piedras azuanas.
"Solito" salpicado de sangre ajena y remojado de triculí. "Solito", con la vida entera a
grupas de caballo, bajo el caliente ojo de sol que lo vigila desde Azua hasta Neiba. Bebe
ron azuano y persigue cacoses, "Solito". ¡"Viva Báez, carajo"!, porque esa fue su vida. Una
borrachera de triculí entre sangre, y ¡"Viva Báez, carajo"! Y devora calcinadas llanuras de
sur bajo las patas del caballo. "¡Viva Báez, carajo"! Un trago de triculí y otro trago, y el sur
se torna una inmensa bayahonda de donde cuelgan los cacoses. Pero el sur, Cabo, el sur y
Azua se llevaron a "Solito". Y se llevaron a Guillermo. Al infatigable Cesáreo con los pies
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
destrozados por las piedras y la camisa desgarrada por cayucos y guazábaras. Cesáreo,
cabo, que se tragó todo el calor del Orégano con un estampido de pólvora en plena sién.
En la carretera a Pueblo Viejo, desde la puerta de la gallera, el síndico divisó el lento paso
del gobernador Francisco Báez.
―¡Ave María! ―exclamó el síndico Beltré, quitándose el tabaco de los labios y escupiendo
sobre la grama reseca―. Los Báez nacieron pa’ morirse de pie, don Francisco, porque
cualquiera no sale con este maldito sol de Azua.
El gobernador Francisco Báez se detuvo jadeante a la altura del síndico Beltré. Miró la
funda en la que el síndico tapaba su gallo, y se sacó un saludo empujado por la respiración
pesada, dificultosa.
―Buenos días, Beltré, en un día como el de hoy, ni las sombras dan alivio.
―¡Malditos sonidos! ―dijo el síndico, luego de una chupada ávida al tabaco―. Disculpe
usted, don Francisco; pero esos campanazos parecen llegar desde todos los rincones del
pueblo.
―Son las campanas del Cabo Millo ―murmuró el gobernador Francisco Báez, de frente a
la carretera que llevaba a Pueblo Viejo.
―¿Qué dijo usted, don Francisco? ―preguntó el síndico, apretando el tabaco entre los
dientes amarillentos.
El síndico Beltré deseó ensuciar el intenso azul del cielo con una densa fumarada grisácea.
―Esas campanas siempre anuncian horas y misas, don Francisco ―cortó abruptamente
sus palabras y se persignó enfáticamente―, y también a los difuntitos. Hoy suenan como
siempre.
―No, Beltré ―negó el Gobernador Báez con acento fatídico en su voz―, no suenan como
de costumbre. Hasta las campanas parecen presentir que retorna el Cabo Millo.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―¡Ah, carajo! ―se inquietó el síndico de pronto―. ¡Pero bueno, don Francisco, ese
hombre se ha vuelto loco!
―¡Algo peor, Beltré ―dijo sombríamente el Gobernador Báez―, algo peor! El periódico
de la provincia escribió que el Cabo Millo no tiene agallas para poner un pie en la tierra
que lo vio nacer, y usted ya conoce la altivez del Cabo. Los que deseaban que volviera para
tener oportunidad de vengarse, supieron golpear donde más le duele al hombre. De nada
han servido las cartas y los ruegos de su hermana, aconsejándole que no regrese a Azua.
El Cabo Millo ha dicho que viene, su amor propio vejado, siente su hombría en entredicho,
y vendrá, aunque con ello esté mandándose a comprar el ataúd y a que le hagan el nicho.
Tras la última chupada dejó caer a sus pies el tabaco y lo pisoteó. Se acarició el bigote
luego de expeler el humo.
―Vaya trabajito espera a las autoridades de este pueblo ―dijo en tono pensativo.
―Por eso he venido a buscarlo, Beltré ―dijo el gobernador Baéz―, las calles están
solitarias; pero detrás de cada puerta, son muchos los hombres que aguardan, escopeta
en manos, como si fueran de cacería.
Nadie se atreve a pasar por ese polvoriento trecho de calle azuana que las últimas luces
de tus ojos se empeñan en vigilar. Porque te vas, y ni siquiera osas parpadear, previendo
la absoluta oscuridad. "No me quiten las botas", pides, y en cada palabra el pecho se te
rompe como cuerda tensa; pero vuelves a pedirlo, porque más fuerte que el dolorcito en
pecho ‘e guapo, son las ganas que tienes de oírte entre las nieblas que van ganándote, y
sentir por la extraña resonancia de tus frases que aún alientas sin el sombrero Panamá y
sin el tabaco, allí con el cuerpo enfebrecido sobre la misma mecedora desde la que
miraste tantos lentos crepúsculos azuanos. "No me las quiten, que los hombres como yo
se van con ellas puestas". Ella te oye y llora, "tanto que te supliqué que no volvieras",
gimotea ella; pero ya no la escuchas. Te estás mirando de casimir y con el sombrero
Panamá por el parque 19 de Marzo, "Siempre fuiste así de terco", pelea su grito contra las
viejas tablas blanqueadas, y tú mirándote entre las claras calles rectas de Azua, sin el
dolorcito en pecho ‘e guapo que te está matando sobre la mecedora; respondiendo a los
saludos, "Adiós, don Báez", y el sol cegando, ¿"Cómo está usted, Ramírez", y el sol
quemando, "Abur, doña Luisa, ¿está mejor del reuma?", y el sol calcinando los
cuarterones resecos de una tierra que ya te llama.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Después del solitario campanazo de las nueve y media, aún con el gallo tapado en la
funda, llamó a la puerta.
―Ya ni se cuida de que puedan verlo, señor síndico ―dijo la mujer que le abrió. Su rostro
espejeaba trasnoches.
―Pues vaya usted mismo a despertarla ―dijo la mujer, haciéndose a un lado para dejarlo
pasar―. Anoche trabajó hasta muy tarde, y no creo que se ponga de buen humor si la
sacan temprano de la cama.
―¡Usted se ha vuelto loco ―gritó la mujer―, venir a estas horas y de esa manera!
―¡Cállate! ―ordenó la voz del síndico―. No he venido a eso, no tengo tiempo. ¡Hoy es un
día en que el mismo diablo pisará este pueblo!
La Meche abrió los ojos. Se alisó los despeinados cabellos sin dejar de mirar al hombre.
Fue a sentarse al pretil de cama. Puso una mano sobre la desnudez del muslo femenino,
descubierto al subirse la bata en la caída de la mujer.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Puede que a ti no, Meche; pero a muchos azuanos sí. Quiero pedirte un favor.
―¿Qué?
―No sé con cuántos hombres vendrá el Cabo Millo; pero es seguro que no vendrá solo.
Quiero que reúnas a varias de las muchachas y los emborrachen, Meche.
―¡Sí! Se les pagará bien. Deben estar bien bebidos antes de las cinco de la tarde.
El sol baja como una maldición que azota la tierra polvorienta. Diez campanazos recorren
en lentas ondas expansivas las calles desiertas. El pueblo se ha callado en plena mañana.
Bajo el cielo sin nubes suena la incongruencia de un súbito trueno. La cueva de Martín
García brama preludiando la carrera y los gritos de Damián por las desoladas calles:
Debajo de las tinajas de barro los grillos cantan la muerte. Te empeñas en hablar, como si
hablar confirmara que no te mueres. A ratos esa voz de hombre guapo se te rompe en tos,
se te baña en sangre. Crece el rumor de los pasos de tu sobrino. Arrecian rezos y sollozos
que tu hermana va tirando contra las paredes. Casi, en cada dolor que le saca el grito,
puede vengarse de esas viejas tablas que presenciaron tu nacimiento, y que hoy, con
tanta muda inclemencia asisten a tu muerte. Porque de que te mueres, te mueres, Cabo, y
ni siquiera sabes que el doctor no ha venido; que primero tu sobrino se lanzó a las
extrañamente vacías calles del pueblo, con los pasos apremiados por el alma, y buscó al
doctor que dijo que venía, pero nunca vino. Y así te vas, Cabo, sin nadie que derrame una
mirada profesional sobre el agujerito que te mata. Y cantan y cantan los grillos
acompañando la sollozante vigilia de tu hermana. Por la puerta abierta del patio el dulzón
aroma de la Dama de Noche entra a husmear los entrantes, se adhiere a los muros, y su
olor siempre agradable a tu hermana, hoy la estremece y la incita a pensar en difuntos. Tu
hermana que mira de par en par las puertas. Tu hermana que te oye repetir "no me quiten
mis armas, no me hagan pasar esa vergüenza", y piensa ella que la casa está muy vacía
para creer que un moribundo se despide, y recuerda otras agonías y otros velatorios con
los aposentos repletos de murmullos de vecinos, y el patio iluminado, y el sabor del café
engañando el trasnoche de los círculos de fumadores que hablan en susurros. Pero ahora
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
nada de eso existe, Cabo, y sin embargo te mueres en una mecedora, de frente a la calle y
a la noche.
Antes de la media noche llegaron los pasos y te animaste, Cabo. Con dolor de pecho
levantas la pistola y apuntas hacia la calle, porque nadie te rematará, Cabo, y se lo dices
así a la hermana que ya no logra entender lo que hablas. Dispararás, aunque disparando el
pecho se te abra en una lluvia roja que te deje tendido para siempre sobre la mecedora. El
bastón llegó primero, y luego nació el grito de tu hermana y con el grito el salto del
sobrino que te agarra el brazo y levanta el cañón de la pistola hacia el cielo raso. "No vaya
a tirar usted, Cabo. Es don Francisco. ¿No lo reconoces"? Lo ves tras el velo que ya
empaña tu mirada. Sí, es él. Viejo y encogido sobre sí mismo, el hijo del "Gran Ciudadano".
Lo ves, y casi no oyes que te dice que arrastró sus pasos Pueblo Arriba, y escupió contra el
polvo maldiciones e impotencias para que no te mataran, Cabo. Lo ves, y casi no
entiendes que te habla, que anduvo todo el Pueblo Abajo, que habló con hombres, que
dio sus órdenes, que dispuso medidas para que no te mataran, Cabo; pero ya te han
matado.
Reverbera el sol. Once campanazos lastiman los oídos de los perros realengos. Un
vientecillo de calor levanta polvo y papeles en un breve remolino que agoniza en las sucias
cunetas. Azua suda bajo su infierno solar, y a lo lejos, Martín García enfurecido, acentúa
su vozarrón de trueno sobre el silencio del valle.
―He dicho que no quiero violencia ―tremoló la gastada voz del anciano gobernador.
Miró con desconfianza las recién desempolvadas escopetas que llevaban los hombres.
Eran hombres casi sin rostros. Ya no tenían más razones que su odio y su venganza, y las
habían puesto de pie con ellos esa mañana.
―No debió venir, señor gobernador ―dijo cualquiera de ellos. Todos parecían iguales.
Desfasados bajo un calcinante sol que derretía sus rasgos individuales;
despersonalizándolos.
El gobernador, don Francisco Báez, extrajo un pañuelo del bolsillo del saco, y se restregó
la frente, antes de emitir un largo suspiro, acompañado de un movimiento negativo de
cabeza.
―Todo hombre que salga esta noche será arrestado. Hablaré con el Cabo Millo hoy
mismo, para que abandone el pueblo; pero no quiero violencia, así que vuelvan a meter
esas escopetas de donde las han sacado.
―Ese hombre no verá el anochecer ―dijo otro del grupo, con voz desafiante.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Así que dijeron que no volverías a pisar este pueblo, Cabo; pero ya estabas aquí con tu
sombrero Panamá bajo el sol azuano, y los gritos de ella son como una premonición,
desatándose calle abajo para ir a tu encuentro. Ya estabas aquí, Cabo, y te parabas firme,
como si en vez de hablarle a camaradas de siempre, te detuvieras frente a un ejército de
rostros rígidamente anónimos a la hora de pasar revista. "Vayan a divertirse, muchachos",
es tu voz la que resuena aún viva bajo la resolana, "de mí no se ocupen, que yo sé dónde
estoy y con cuáles gentes brego". Y antes de que se dispersaran, ella que se te echa
encima, Cabo, ella que te moja la cara con su cara y te reprocha con su grito, "¡No debiste
venir, Remigio!". Su piel se convulsiona bajo el duelo del vestido, y la ves más parecida a la
vieja, "Ese artículo del periódico lo único que perseguía era atraerte aquí, Remigio. ¿Cómo
no te has dado cuenta"? Habla como hablaba la vieja desde la mecedora que arrastraba a
la calzada en las bochornosas noches de agosto. Sí, Cabo, cada vez más parecida a la vieja
que se abanica el rostro y sin dejar de balancearse en la mecedora de caoba te aguanta el
beso en la frente, te soporta el "no vuelvo tarde", y acaba gritando a tus espaldas
"¡Acabarás mal, Remigio, los hombres guapos siempre acaban mal!". El recuerdo de la
vieja, el lacrimoso abrazo de tu hermana te impulsan a despojarte del sombrero Panamá,
y a buscar, por encima de la cabeza que ella reclina contra tus hombros, el viejo
cementerio municipal. "Allá está la vieja", pensaste, Cabo, y tus ojos se llenaron de la
arboleda del parque 19 de Marzo, buscando detrás de ella, la blanca sombra quieta del
cementerio. "El pueblo parece un Camposanto", murmuraste sin reparar que tus palabras
acrecentaban la inquietud de ella, Cabo. "Este pueblo, Remigio", dijo ella levantando la
barbilla y conteniendo el llanto para mirarte, "está de cacería, y tú eres la presa".
La Meche vio llegar a los seis hombres cuando doce campanazos subían al sol a la
despejada mitad del siempre azul cielo azuano. "Ni siquiera tuve que salir a
encontrármelos", pensó, trepando una pierna sobre otra, y dejando al descubierto la
provocadora mitad de un muslo de mulata.
―¿Temprano para diversiones? ―preguntó uno de los que llegaban, con voz untada de
socarronería.
―Nunca es temprano para gozar la vida, caballero ―su voz luchaba contra una ronquera
que sonaba a tabaco y alcohol.
―No deberíamos quedarnos aquí ―dijo el que parecía más joven. Llevaba el bigote
afeitado, y una espesa patilla caía en forma de L sobre sus maxilares.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Demetrio siempre se pone nervioso cuando está entre muchachas ―se burló el que
había hablado primero.
―Pues aquí no metemos miedo ―dijo entre risas la Meche. Sobándose con las palmas de
las manos el muslo descubierto. Agregó con voz meliflua―: Avisaré para que vengan las
muchachas, y ya verán cómo hasta ese niño cambia de opinión.
La Meche se puso de pie para buscar a sus compañeras. "Ya no hay dudas", pensó,
mientras se asomaba al patio y llamaba, "son la gente de Cabo Millo, y no debo dejar que
salgan de aquí. El síndico Beltré pagará unos cuartos por unos clientes que de todas
maneras me iban a caer".
―Ya cállate hombre, y enchúlate con una ―le dijo a Demetrio uno de sus compañeros,
mirando a las mujeres que se acercaban riendo entre retazos de conversaciones.
―No me da la gana ―porfió Demetrio―, no quiero que se diga que al Cabo Millo lo
mataron mientras yo estaba enchulado con un cuero.
―¿Es que ni siquiera vas a dejar esa embromienda quieta ni para comer? ―preguntó
Lucinda con voz destemplada.
―Es mejor que la tenga a mano, mujer, porque de un momento a otro empezarán los
tiros.
―¡Ofrézcome, Virgen de Altagracia! Te has pasado todo el santo día llamando una
desgracia. Como no sueltes esa maldita escopeta, el primer muerto serás tú si se te zafa
un tiro, Damián.
―A ese hombre se le dijo muy claro que no pusiera un pie en Azua, Lucinda.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Y dale con la misma vaina ―dijo ella, escanciándole agua de un jarrón en un vaso―,
parece que todo el pueblo no sabe decir más que esas palabras: Que se le dijo que no
volviera, que si vuelve es una ofensa, que ya es hombre muerto. ¡Coño, ya estoy harta! Y
total, el hombre está aquí desde hace horas, ¿y qué ha pasado, Damián? Las calles
desiertas, y los que tanto hablan detrás de las aldabas como mujeres.
―Lo que pasa es que ese tipo es muy escurridizo; pero ya han ido a buscarlo un par de
veces.
Las dos, Cabo. El sol es una mano que oprime las respiraciones y arranca un denso vaho de
las calles. Las tres, Cabo. El pueblo en falsa calma. Tensión y angustia. El sol decidido a no
ceder su opresor gobierno de calor que entreabre los botones de las camisas, y desciende
como un mazazo sobre sienes y frentes. A las tres, ella intentaba guardarse el llanto, Cabo.
A las tres, ella comenzaba a creer que te volverías vivo a la capital; pero el silencio, la
calor, y horas de anticipar esa muerte que ahora conoces sobre la mecedora, acababan
reabrumándola, y volvía el estremecimiento de escuchar pasos en unas calles que sólo
hollaba el sol. El sol y el miedo, Cabo. Volvía el desasosiego al mirarte, y tú se lo descubrías
a rostro descubierto. Era una mirada de última vez. Una mirada que se llena de golpe con
todo lo que puede abarcar, sentir, atrapar. Y otra vez a llorar quedito por los rincones,
Cabo, mientras los campanazos de las cuatro se adueñan de la soledad de tiendas y
pulperías, de mercados y de plazas. Sólo allá en los suburbios se oye vida. Risas y cantos.
Frases que se rompen a mitad de borracheras, Cabo. Solo allá se oye vida, y piensas en tus
hombres con una sonrisa que va comiéndote poco a poco la vida debajo del bigote. A las
cuatro pudiste verlos. Eran más de cinco sombras derretidas por el sol sobre la calzada de
al frente. Sin ruidos, para no alarmarla a ella, acercaste la carabina a la ventana; pero las
sombras se las llevó el sol, difuminándolas al viraje de la bocacalle.
―Esto se acaba antes de las siete de la noche, mujer ―dijo Damián, levantándose para
salir a la calle, con la escopeta entre las manos―, al viejo Báez se le ha metido en la
cabeza decretar un toque de queda, y hay que arreglar este asunto antes de que
oscurezca.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Quédate en casa, Damián ―pidió Lucinda―. Que al fin y al cabo, a ti ese hombre no te
ha hecho nada.
―Tú no entiendes de esto, Lucinda. No es una vaina personal, es peor, ese hombre nos
ofendió a todos como pueblo, y para colmo regresa creyendo que tiene más pantalones
que todos.
A las seis, Cabo, fue a las seis, cuando el sol de Azua deja de ser un martirio sobre la piel, y
como una enorme burla amarillenta sonríe alejándose en dirección a San Juan de la
Maguana. A las seis, Cabo, con mortecina luz amarilla y zagueras bocanadas de vientos
caliginosos. Cuando la calzada te invitó al paseo de la muerte con un cigarrillo entre labios,
y el eco de las campanas de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios repercutía en los
contenes sucios, en los grises charcos disminuidos por la lengua de un soleado día azuano,
en las endijas empolvadas de las casas que los moradores procuraban tapiar con cal. No
supiste de donde vino la muerte. Solo ese brusco picotazo en el pecho que te tumba el
cigarrillo y que te dobla con un "Coño, tanto hablar mierda para matarme así".
Todos sus compañeros se habían marchado con las mujeres a los aposentos. En el bar,
frente a siete frascos de ron vacíos y un cenicero hediendo a colillas arremolinadas,
quedaban él y la Meche.
―¿Le temes a las mujeres, Demetrio? ―interrogó la voz ebria de la mujer con un despojo
de burla de la que a última hora se desiste.
―¿Se puede saber qué es, entonces, hombre? ―preguntó sin ansiedad. El fósforo
temblaba en sus manos imprecisas al encender el cigarrillo.
―Busco a las mujeres en su ocasión. No he venido a Azua para eso, y ahora mismo un
compañero puede estar en peligro.
Levantó el rostro pintado, empujando la bocanada de humo hacia el cielo raso. Se puso de
pie, y fue a sentársele en las piernas al hombre.
―Olvida ese asunto ya, hombre. Si quieres que te diga, estos son otros tiempos, Azua está
muy cambiada, y aquí nunca pasa nada, amorcito.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
Demetrio no respondió. La Meche dejó resbalar una mano experta por sus patillas.
―Mira, no perdamos el tiempo, por qué no me sirves un último trago y nos vamos a mi
cuarto.
―¿Oíste eso? ―gritó como un loco y corriendo hacia el patio llamando a sus compañeros.
A su espalda la Meche maldecía desde el suelo con las piernas despatarradas y el vestido
quemado por el cigarrillo.
Los hombres salieron amarrándose los cintos unos, con los zapatos en las manos y sin
camisas otros; detrás de ellos las mujeres desnudas reclamaban que se les pagara.
―Más te vale que sea verdad lo que dices, Demetrio, porque si no...
―No perdamos más tiempo ―dijo Demetrio―, esos tiros suenan por los lados de la casa
del Cabo Millo.
Salieron a medio vestir. Delante de ellos el aire enrarecido por la pólvora del tiroteo;
detrás, las reclamaciones insultantes de las mujeres.
Ella los avizoró desde el umbral y por entre las lágrimas que le opacaban la mirada.
Llegaban con el resuello de la carrera en la boca y con el rojo inflamado de la borrachera
en los ojos, Cabo. Pero ella ni se percató siquiera, porque adentro ya te morías sobre la
mecedora, y desde la puerta su voz rota por el llanto gritaba que trajeran al médico. Ellos,
Cabo, ahora que amanece, y retorna el castigo del sol, no se detuvieron a mirarte.
Corrieron a la casa del doctor. Lo encontraron tan lívido como tú, y como tú Cabo, sentado
en una vieja mecedora con tus matadores de frente encañonándolo con sus escopetas.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
La muestra
"Sí señor, yo tengo información sobre la matanza de haitianos. A mí me mataron a mi madre y a cinco
hermanos, y después perdí a mi padre"
Las temblorosas manos de la mujer recogían con apremio las raídas mudas que había
arrojado sobre el camastro, para meterlas en una funda de tela. Sus labios se movían con
la misma rapidez de sus manos para rezar en creole.
―Debes irte con nosotros, Antoine ―dijo la mujer dejando de rezar―. Lo que vino a
anunciar el alcalde de Loma de Cabrera va en serio, por los lados de Dajabón han
aparecido haitianos muertos a puñaladas o apaleados.
Antonio miró al más pequeño de sus hijos jugando en un rincón del aposento. Se acercó a
él para cargarlo.
―No mujer ―dijo levantando al niño―. Yo no puedo dejar que toda mi tierra se pierda,
además, mírame bien, yo soy dominicano.
―Eres hijo de haitiana, Antoine, y ellos lo saben ―gimió la mujer, anudando la funda―
¡No van a tener piedad, no la van a tener! El alcalde habló muy claro, quieren que dejemos
estas tierras antes de 24 horas.
―¡Se le acabó la robadera a los mañeses! ―insistió la voz aflautada de Trujillo, y una
segunda patada rabiosa volvió a estremecer el piso―. En toda la frontera, desde
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
―Sólo es una muestra ―dijo el alcalde de Loma de Cabrera.―En cada pueblo, en cada
campo de la frontera se hará con un par de haitianos, los demás deben pasar el río antes
de 24 horas, el jefe lo ha ordenado.
―Tú te irás con los muchachos, mujer. Esperarán en Haití hasta que las cosas se calmen y
los mande a buscar. Se irán hoy mismo, no hay tiempo que perder.
A lo largo del camino entre Loma de Cabrera y Dajabón, las ensangrentadas muestras
comenzaban a descomponerse bajo el sol.
―¡Se acabó la robadera! ―exclamó Trujillo por tercera vez, la excandecencia de su voz
aumentaba―. Desde hoy, aquí en la frontera no existirán más desapariciones de ganado.
Salieron en busca del río Masacre, vadearlo significaba continuar viviendo. Atrás quedaron
Antonio y su hijo mayor. La mujer y sus cinco hijos se unieron en silencio a cientos de
haitianos que perseguían afanosamente cruzar la frontera. Las muestras aumentaban, la
guardia las dejaba tiradas en los caminos vecinales, vísceras relucientes al sol y cabezas
destrozadas a palos, atemorizaban y aceleraban la huida de millares de harapientos
haitianos.
―Nos vamos hoy mismo para Haití ―dijo Antonio a su hijo, con lágrimas en los ojos―. Los
mataron a los seis, a mi mujer y a tus hermanos, los mataron anoche en la Sabana de Juan
Calvo.
Toda la orilla del Masacre entre Loma de Cabrera y Dajabón, apretando la mano del único
muchacho que le quedaba, divagando, maldiciendo a ratos, y a ratos explicando en voz
alta motivos que el niño no entendía.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
La luz difusa del amanecer revelaba paulatinamente los contornos del monte. Padre e hijo
resollaban por el continuo esfuerzo. Habían caminado durante toda la noche.
―Si me hubiera ido con tu madre y mis hijos, quizás no los hubiesen matado, habríamos
alcanzado la frontera, como estamos a punto de alcanzarla tú y yo.
En un paraje cercano a Dajabón vadearon el río. Al pisar la otra orilla, el hombre respiró
profundamente, del otro lado quedaban sus tierras abandonadas, quedaba su casa vacía,
y en alguna fosa común, calcinados, los decapitados cuerpos de su familia. Apretó la mano
de su hijo mayor y echó a andar por la ribera haitiana del Masacre.
―Han matado a muchos ―le dijo en su creole de fuerte acento español―, me mataron a
la mujer y a cinco de mis hijos; por todos los caminos llevan a cientos atados de las manos.
―¡Eres dominicano! ―lo acusó uno de los guardias―. Hablas como dominicano, y tu piel
es como la de ellos.
Lo vio por última vez a orillas del río, de espaldas a la tierra de la que huía, pisando los
bordes de otra que no le brindaba refugio. Uno de los guardias lo empujó con la culata del
fúsil. Echó a correr y antes de perderse de vista, la descarga de fusilería le dijo que se
había quedado solo en el mundo, en una tierra que no era la suya.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
El tren local
Edith jamás entendió por qué, si mi destino era Bay Ridge Avenue, tomaba el primer tren
R o N que arribara entre las 5: 15 y las 5: 30 P.M. a la estación de Pacific Street. En más de
una ocasión sentí deseos de explicárselo; pero motivos para resoluciones tan extremas, no
son fáciles de exponer. Ni siquiera a la trigueña Edith, quien denodadamente, y
exhibiendo en derroche su sonrisa de hoyuelos en las mejillas, procuraba comprenderme
en todo, incluso, hasta en eso de no abordar el tren B, que me llevaría directamente hasta
la 36 Street, en donde realizaría la transferencia al tren R para llegar a Bay Ridge Avenue.
Prefería, en pleno rush hour, los trenes locales R o N, llegaran o no, antes que el tren B a
Pacific Street. Edith sonreía displicentemente, reservándose amablemente su criterio. Al
principio debió catalogarme como el imbécil más paciente de todo Brooklyn.
Estúpidamente, desdeñando abordar el tren B, debía efectuar las cuatro paradas de rigor
para los trenes locales, entre Pacific Street y la 36 Street, con el adicional inconveniente,
de que cuando el tren N se adelantaba en llegar al R, por necesidad debía realizar el
trasbordo del N al R, porque el tren N, a partir de la 59 Street, una estación anterior a la
de mi destino, se desvía hacia Coney Island. El desfavorable criterio de Edith, varió
radicalmente, cuando me oía indagar si el tren N corría localmente o no. En ocasiones,
durante el rush hour, el tren N realizaba el mismo itinerario del tren expreso B, desde
Pacific Street hasta la 36 Street, sin detenerse en Union Street, 9 Street, Prospect Avenue,
y la 25 Street.
Cuando el tren N fungía como expreso, no lo abordaba. Edith, como mujer al fin, pensó en
otra mujer. En alguien que presumiblemente me aguardaba en alguna de las cuatro
estaciones ubicadas entre Pacific Street y la 36 Street. De manera tan simple dejé de ser
para ella el estúpido más pacienzudo de Brooklyn, para convertirme en el más ruin de los
impostores. Escasearon las sonrisitas de hoyuelos, vivía el eterno desencanto femenino:
Su hombre, era otro hombre idéntico a los demás. En la oficina, apenas cruzábamos
algunas frases: ¡yo era tan cínico como los otros! Crecieron sus mutismos, a la hora de
aguardar los trenes en el andén de Pacific Street: ¡era tan mezquino y embustero como
todos! Dejó de telefonearme con la frecuencia de antes: ¡yo era tan descarado! ¡Hacerlo
así, tan evidente! Dejar pasar el tren conveniente, para irme con la otra... Pero Edith
ignoraba que el asunto no se trataba de faldas, ni de conveniencias; que si alguien se
perjudicaba, por la aparente decisión estúpida de preferir el tren local, al expreso, con su
implícita demora en llegar a mi hogar, no era precisamente yo.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
¡Él entrando y yo saliendo, y acabarlo todo ahí! No más postergarlo, o pensar en nuevas
ideas. No mas aferrarme a la manija y escrutar por el cristal de la puerta, para verlo
insignificante y hueco entre la muchedumbre del andén, y ahí mismo acordarme de
Arnold. Arnold boca abajo y con los brazos extendidos, arañando el asfalto con una rabia
que ya no advierte.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
orilla del desagüe, y tan lejano de las voces de los policías que ordenaban circular a la
gente. ¡Así nunca, y menos boca abajo! ¡Pobre Arnold, con su ignominioso agujero sobre
el pulmón derecho! Boqueando boca abajo, aspirando el polvo de un millón de días de
calles. ¡ Así no! Pateando sin conciencia el asfalto. ¡Pobre Arnold! Noticia de tres líneas en
los partes policiales de cualquier matutino, y luego un sucio de vida que se ha roto; una
mancha de conciencia sobre días anónimos y anteriores. ¡Y luego nada! La oscura nada
densa de esa noche de neblinas y de lluvia sobre la herida de bordes chamusqueados en la
espalda. ¡Pobre Arnold!
Kevin realizó un cambio en su vida. El que necesitaban mis elucubraciones para llevarlas a
la práctica. Me enteré que cambió de trabajo, y que la nueva estación para tomar el tren,
de retorno a su apartamento, era Prospect Avenue. Estaba forzado a tomar el tren N o R y
pasarse al tren B en la 36 Street. Comencé, pese al circunspecto rostro de incredulidad de
la trigueña Edith, a tomar el tren local. Mis informes no andaban errados. En Prospect
Avenue, Kevin aguardaba el tren dentro del área de protección. En Pacific Street, como en
la 36 Street, la caseta de vender tokens queda en un nivel superior a las vías; pero no
resultó difícil determinar, que si me situaba a esperar el tren entre los dos teléfonos
públicos, poseía buenas posibilidades de abordar el vagón que tomaba Kevin, que
usualmente era el que se detenía frente a los posímetros de entrada al andén. Algunas
tardes entraba a un vagón anterior o posterior del que se detenía frente a los posímetros.
Esta insignificante desubicación la corregía, orientándome cuando el tren se detenía en
Union Street, luego, con el tren en marcha, me pasaba de un vagón a otro.
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
paramédicos lo viraran contra ese pertinaz orín de cielo, que le limpió de polvo el rostro
contraído. ¡Demasiado hombre, para que Kevin lo intentara de frente! ¡Demasiado
hombre, para que se lo cargaran de esa mala manera! Y es lo que más me molesta. Un
dolorcito de cara contra el asfalto; una molestia de acabar así. La vida se fuga en un paso,
se marcha en una respiración, y ni siquiera entenderlo, ni saber por qué se va cayendo;
porque de golpe ha cesado la noche de ruidos de automóviles, y de luces callejeras semi-
disipando nieblas, para irrumpir en una nocturnidad de avenida que se viene contra la
cara, contra el estupor, contra la nada.
Pude, ante su cuerpo caliente, delatar a Kevin: ¡"Lo mató él, oficial! El bastardo de Kevin
Moore se lo cargó a traición"! Pero prefiero y degusto este momento de tren local que
abandona Union Street. Este momento de planes anteriormente pospuestos. Este
momento tan de Arnold y... Atrás va quedando la estación 9 Street, Prospect Avenue es la
próxima. Tan de Arnold, porque es lo que él hubiese hecho. Cara a cara en un segundo de
Arnold. ¡Él entrando y yo saliendo! Así de fácil, y tan sobrecargado de cólera el momento!
Tan lleno de Arnold, para que lo vea el hijo de... Para que se lo lleve cansado de lluvia y de
noche boca abajo en la vidriosa mirada. Él entra y yo salgo. Ambos con Arnold vivo en el
mango del puñal que los usuarios del tren aún ignoran en el pecho de él; ¡vivo, el pobre
Arnold, tan vivo en el segundo en que el frío de Fourth Avenue me azota la cara, y ya con
la deuda cobrada, realizo señales a un taxi!
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
¡A él! ¡Sólo podemos culparlo a él! Habríamos preferido en aquella mañana verlo llegar
silbando bajo la lluvia. Pero llegó con él una oleada de pesimismo que nos sobrecogió
hasta reducirnos a despatarradas muñecas de trapo en el dintel de la puerta. Habríamos
querido verlo insignificante y solícito, dejar los tarros de leche a la entrada, y marcharse
sobrenadado de silencios, como todo repartidor de la compañía. ¡Pero no fue así!
Desde el primer día vino cabizbajo. Siempre lo veríamos con el alicaído caminar de su
diaria hipocondría. Al mirarlo tirarse del camión, discutimos si se trataba de otro lechero.
Convinimos que ahora nos lucía más pálido y espigado. No, no era el mismo hombre; y
nuestros días con él, buscaron y pisaron la rabiza de un tardío sentido, de una significación
que no tenían anteriormente.
Usted también tendrá su día malo. Estoy convencida. Su desastroso día dilatado y poblado
de ocurrencias, pequeños contratiempos irritantes. Todo podría iniciarse como me
aconteció hoy: El reloj despertador no dejó oír su metálico grito a la hora acostumbrada, y
una se lanza desde el sueño toda nerviosa y con premura para no llegar tarde a la escuela.
En cualquier otro instante das con el vestuario elegido; ahí, pulcro, emperchado, a golpe
de vista en el ropero. En cualquier otro momento no resbala de las manos el cartucho
dentífrico ni olvidas la toalla ni te golpeas con la otomana o la esquina de la mesa. En
cualquier otro momento... Si arde la prisa en tus movimientos; todo te detiene, los objetos
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
El espejo del baño suele tirarnos a la vista un tibio rostro consumido de sueño... Entonces
recuerdas. "¡Loca!" Enarcas las cejas y arropas la frente con la mano libre. "¡Tanta
prontitud para nada! Es sábado, no habrá docencia". Y una se asusta de su cara, extraña
ya de tanto verla reflejada en mil despertares, enfermiza y soñolienta como un vagazo de
la noche recién vivida. Un borrón de facciones opacando la desolada superficie vidriada. El
sobresalto cede, se flexibiliza; perdura en el espejo una delgada sonrisa bañada de sádica
soledad.
La mañana del viernes latía bella. ¡Hermosa! Y se difuminó toda, como volutas de humo.
Repentinamente, igualada a un debilitado soplido de contra-aliento, la frescura matinal
muere y te hallas ovillada por la inapetencia entre las serias paredes de una sucursal
bancaria. Nadie_―se me ocurre―_te creerá si dices "me desagradan los bancos". La
espera dentro de filas inavanzables; el fastidio burocrático de ademanes y palabras en los
empleados, además ―¡vaya suerte!― coincides siempre con las encantadoras y
mortificantes hermanas Villalba.
Teníamos los rostros comidos por la zozobra. Las impaciencias, todas, citáronse en
nuestros ojos enfebrecidos de vigilia. Apenas eran las 6:00 A.M..., y él no aparecería,
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Es tu cara emergida como de algún dulzón letargo a punto de romperse, al reconocer tus
ademanes pecadores de negligencia. Tus ojos, hartos de velar pesadillas, miran
apagadamente los autos de la vía contraria. A tus costados huyen edificios y perros,
neones y gentes... Reduces en todas las intersecciones frente a la luz roja que
momentáneamente mancha tus pupilas. Y una se queda golpeando, abrumada de
inconsciencia impaciente, el volante, hasta que los claxons de los autos traseros gimen
paso. Respinga, toma aliento, y usted termina por reconocerse, acelera suavemente; las
ventanillas cerradas, los botones aseguradores hundidos; el cinturón paseándose bajo un
seno, perdiéndose por una axila. ¡Ya! Desde el exterior serás una impasible cara bonita y
aburguesada; una retocada cabellera coqueta. Mientras, el camino comienza a
reconocerte; a surgir abruptamente de su indolente encadenamiento a las huellas, a los
basurales, a las voces: a la vida.
Supongo que nos pasa a todos. Repentinamente te has puesto en marcha hacia donde no
quisieras ir... Y cómo se revelan, súbitamente, edificios y personas frente a una; de igual
modo afloran esas estupideces, fugaces e imposibles de retener, esos absurdos de no
querer llegar nunca, de ansiar que el trayecto se vuelva interminable. Pero las bocacalles
recuerdan la cercanía de tu destino, o algún restaurante o una rotonda o alguna casa
comercial. Siempre reconocerás algo identificando la mortificación de tus horas próximas.
Hasta que tu piececito se hunde en los frenos, tus manos suben el seguro y te ves
abandonando el coche. Estoy frente a la casa de las Villalba.
Aquel sábado en la noche, reumáticamente nos las arreglábamos para adecentar la casa.
Hubo que desterrar el mórbido hedor a cacá de gatos en todos los entrantes de la sala. A
punto estuvimos de abandonar las labores y entregarnos a la pueril soledad de penumbras
murmuradas por el desespero. No sonaba el teléfono. No acudía la voz cascada y
premurosa de Alejandra confirmándonos su visita. Nos miramos y la reanimación brotó de
la débil electrificación de dos miradas miopes encontradas. Retomamos el trajín,
revigorizadas. Ella vendría, era menester que ubicáramos todo en sitio; pero sobre todo
debimos eliminar cualquier huella pestilencial de mininos. Ignoramos desde cuándo
padece esa alergia gatuna. Cada vez que iba, y a nuestra edad, sufríamos tantísimo
pasando y repasando la aspiradora y revisando minuciosamente la sala, donde no debía
quedar uno sólo de los pelos de los mauras. Y sufrían ellos también. Entre maullidos y
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zarpazos los confinábamos en el ropero del antiguo aposento para huéspedes. Muchas
veces acordamos no recibirla, por nosotras y por ellos. Además, ya nos resultaban
fatigosos de soportar aquellos aleteos de narices, inquiriendo y dudando de la higiene de
nuestro hogar. Y aquellos relampagueantes vistazos semicirculares, y el simulacro de
impaciencia mal disimulada; mientras en realidad se complacía en oírnos y fumar en
silencio con el principio de aquel lenguaje que vendrá a su boca como un gemido de
hembra claudicante. En realidad, la veíamos inmiscuirse en nuestro presente desolado
para ser desde entonces lo que sería dentro de diez, quince o veinte años: Una solterona
relegada al pánico de una vejez parasitaria.
Oprimo el timbre y pienso "Aquí estoy, ungida para el sacrificio, sin desearlo, aquí estoy".
Como usted y cualquiera otra haría: comer sin apetito, beber sin sed o fumar sin deseos o
tararear la detestable canción que se ha escuchado por la radio. (Aún no abren, es preciso
pulsar cinco veces el timbre. Están requetesordas de vejez). Creo que sospechan el
desagrado: es verdad, sus caras reflejan una insufrible monotonía. Y nace el virtual
rechazo a sus temas de mi aquiescencia lacónica, de mi receptividad impermeable.
Entonces, todo un mundo translúcido y gelatinoso evoluciona en mi vientre, y sus ojos
ríen de años, de arrugas, de menopáusicos aislamientos al sorprender el reflujo
irreprimible de mis arcadas.
Y timbro y timbro degustando el sadismo desbordado por la puntera del índice. Ellas están
conscientes de arrastrarme; me magnetiza el cómodo aburrimiento vegetal de sus
existencias.
Así como un manotazo de subrepticio azar, cualquier día(este día) te ves frente a sus
anilladas arrugas, y la desesperada noche rauda que sobrevuelan tus sentidos, grita que
existes dentro de la tediosa esfera de un día repetido. Imágenes de la película de otras
horas: el taxi tomado en la misma esquina. La señora que baja renqueando
angustiosamente cuando subes las escaleras. El impaciente gesto de ayer al luchar con la
cerradura del apartamento... Estoy girando en la órbita de la vida ya alentada. La boca, las
manos, las pisadas están congestionadas de pasados, de sucesos similares a los que forjan
este hoy. Los buenos días, constreñidos y resecos para el super del building, a pleno suelo
arrojados. Esos desidiosos recuerdos donde te ves acorralada cuando despiertas a mitad
de los silenciosos muslos negros de la noche, cuando friegas o miras una cara. Detesto las
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gavetas, los armarios. Todos los días están hechos de retazos de otros días. Esas nerviosas
manos rápidas apartando panties y brassieres, medias y pijamas, podrían dar con la
olvidada tarjeta para un San Valentín o con tu rostro de antes llorando de abandono,
consumiéndose sin vejez en una obligada sonrisilla para cámara fotográfica. Hoy di con su
preferido muñeco de peluche. Se electrizaron mis dedos, quedé agarrotada. Basta un
segundo para introducir treinta y cinco años de animadversión. Treinta y cinco solitarios
años tratando de inventar el olvido. De pronto conozco que no la olvido ni perdono. Por
eso estoy aquí pulsando el timbre. Las Villalba marean a una; hablan, hablan y tú alelada,
vana, estupefacta, asombrada. Pero ¿asombrada de qué? De nada. Es lo que me gusta, de
nada. Estúpidamente las oyes perorar, y cabeceas asintiendo. Sólo puedes hacer eso, las
pobres, no te dejan hablar... Es lo que requiero: Aturdirme de incoherencias octogenarias.
¡Una sabe! Algo lo dice, lo avisa, lo anticipa. ¡Olga! Ya imaginaba. El osito de peluche
tropezando con mis dedos a la mañana de hoy. ¡Olga! Un odio de cuatro letras es
demasiado corto, y de tanto callarlo; de tanto prohibírtelo en los tarjeteros telefónicos, en
las divagaciones, en los sueños; estalla sonoro e inaguantable. La boca no se mancha de
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CUENTOS DE OTTO OSCAR MILANESE
ira; una extraña laxitud, temblorosamente como una lengua de reptil adormece los
sentidos. Sólo hay paz. Un sabor dulzón, seco, rejuvenecedor. ¡Olga y el lechero Rafael!
Todo te ofusca, te traiciona. La vida comienza a desatarse por el centro obviando los
extremos. Parqueas el auto, prefieres el subway, como antiguamente... Ahí estás: Union
Street. Calada de celos y fríos hasta la coronilla del armazón de la adolescencia.
Y aquella noche se nos marchó enloquecida. "¿¡Olga, Rafael!?", musitaba, los ojos
inyectados de una despiadada incredulidad.
Luego Atlantic Avenue, y la existencia quemada en otros días comienza a levantar cenizas.
La reseca lengua arde sobre las frías pavesas adheridas a los labios. Arribas al Universo de
muñecas rotas, de apartamento emporcado y de roedores nocturnos que cercan tu lecho
de miedo. Allí la divisas enferma de fragilidad, envuelta en una sonrisilla de terca
resolución. Y sus gritos a media noche; las repetidas pesadillas de cobertores forrados de
millones de cucarachas.
Y nos dejó estupefactas, viéndola correr a la puerta después de quemarse los dedos
apagando nerviosamente el cigarrillo.
Grand Army Plaza. Sus miradas satisfactorias, su íntimo regodeo cuando sus artilugios
provocaban las neuróticas azotainas que papá me regalaba. Eastern Parkway. Rafael: Un
nombre de amante después transformado en el paladar de la juventud, en un vertedero
de nostalgias. Franklyn Avenue. Las disputas a la salida de la escuela, los furtivos y
candorosos primeros besos; los ojos de Olga, metálicos, helados, como dos espías detrás
de la ventana.
Ese día, nosotras decidimos concluir los sufrimientos del lechero. Se nos había venido
llorando el hambre de sus vástagos, y la empeorada salud de Rubencito. El mismo lo
pronunció "Soy el hombre más sufrido del planeta", nos dijo.
Nostrand Avenue. Todo sabía a nuevo, a poco vivido: el mundo olía a inicios. Y allí, la
envidia de Olga, las bofetadas de mamá "¿Cómo tachas a la niña de envidiosa?" La boca
amarga de sangre. "¿Entonces, lo del noviecito es cierto?"
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Kingston Avenue. Estás cercana a la parte oscura de tu vida. La que cierras cada vez que
posas los pies en la alfombra al levantarte. Y ya no tienes miedo, el odio se ha esfumado,
el rencor no se mete con una de retorno a los momentos, a las situaciones. Utica Avenue.
Final del viaje. La santurrona, la sonriente mosquita dócil, cargó una noche con la pobre,
pero intachable (hasta esa hora) dignidad familiar, y con el novio de la hermana,
marchándose bajo las sombras desveladoras, al siguiente día, de la patética y risible
vergüenza de mamá.
Nos sosegó saber que no se había accidentado al salir de nuestro hogar. Aguardamos
hasta la noche para intentar comunicarnos con ella. Lo habíamos decidido, la suerte del
lechero dependía de su parecer...
Mirarlos, ni siquiera significó un golpe brusco remitiéndome al ayer. Parecían otros con
nuevas caras viejas y otras amarguras. Mucha vida de abandonos venteaban sus pupilas.
Nos estudiamos como extraños. Olga, como siempre, reaccionó tardíamente
ofreciéndome asiento.
Los sentía aquí, en el centro del estómago, iniciados apenas como un vacío, una serenidad
mareante que íbase anudando a sí misma, graduando mi asco en arcadas impetuosas. La
voz de Rafael, la adamada voz de Rafael sugiriendo finalizar el teatro de las quejas:
―Olga está convencida de que esas fulanas son ricas. Piensa que pasan hambre para
ahorrar todo el sueldo de la jubilación.
A veces te da por creer que toda una vida puede amontonarse en un miserable
apartamento de Crown Heigts. Todo cuanto has realizado camina por aquellas sucias
paredes; las rutinas, decisiones, intimidades. Todo conjugado con el penoso aire que
logras respirar.
―En esa casa sólo hay mierda de gatos. Mierda de gatos en todos los rincones; y esta ilusa
pensando en lástimas, en testamentos y en la eventual muerte de las viejas.
Sin duda eran ellos. Amándose durante años en la infesta soledad de sus ambiciones.
Barajando el cariño y las disputas, desconectados de toda realidad ajena a las suyas. Aún
existían, podían olfatearse las elucubraciones siniestras de la Olga de Berkerley Street. La
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voluntariosa Olga, dispuesta a tocar, a palpar las más etéreas y sumarias de las ilusiones.
La huidiza Olga de negro que asistió a los funerales de papá, retirada de todos, sofocada
en una altivez impertérrita y conmovedora. Y él: fofo, hueco. Irresoluto, perdido entre el
montón de sus diarias avalanchas de protestas débiles. Así su amor flaco de caricias, de
momentos nacidos para no recordarse, para no llegar a constituirse ni siquiera en eso:
momentos. Sólo un presentimiento de vida que surge y se atrapa y se vive. Luego, el vacío
de haberlo agotado, la viscosa salivación de la imposibilidad de racionarlo. Así su amor...
Pero amor al fin.
―Laméntate, hombre, laméntate. Lastímale el corazón a las viejas y nos harán sus
herederos.
Basura. Esta porquería de aliento mojando las sábanas, la cómoda, el velador y los
amaneceres de reproches y convencimientos; de reclamos, explicaciones y asentimientos.
―Y mañana pones esa cara de culo de cerdo, muy apesadumbrada, y les dices que la plata
no alcanza para mandar a los muchachos a la escuela.
La mano quemada por los deseos, cerrando puertas, descalzando pies descuidados o
interrumpiendo la luz de la bombilla.
¡Basura!
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que emplearán. Tres gotas en el café serán suficientes para concluir con las amarguras del
hombre más sufrido del planeta.
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